Un objeto que habla Aquel tigre de peluche había

reemplazarlo, ¡aún no! se grita en lamentos. Y abraza otra vez al muñeco. Lo acomoda sobre la camita, le alisa las arrugas, y lo pone en una position sentada, ...
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Un objeto que habla Aquel tigre de peluche había estado en su boca por más de una década. Lo cargaba para demostrar alegría de que hubiera alguien llegado a casa, o que tuviera invitados. Lo tiraba al aire para demostrar que estaba listo para jugar y hacia señas de que se lo trataran de quitar. Ese tigrillo le acompañaba cada noche al dormir y era una especie de almohada cuando llegaban las horas de descanso e introspección. Pese a los diez años de ser lanzado al aire múltiples veces, a los juegos de tirar y aflojar, a la saliva que lo cubría los trecientos sesenta y cinco días del año, las más de cien lavadas con cloro y agua caliente, el tigrillo conserva su rayas, su forma, su gracia. Solo que ahora está puesto sobre la cama en la que solía dormir con su dueño y de allí no se ha movido. Ya lleva dos años y medio representando la partida sin regreso. Esta allí, como si pudiera sentir tristeza, en posición inclinada, como cuando se cae en el olvido y ya nadie recuerda su existencia. Es un muñeco, uno más para muchos, pero es lo único que queda de esos diez años de compañía leal de un ser de cuatro patas que se fue demasiado pronto. Es un muñeco que asemeja un tigre, que resistió batallas de juegos matutinos, de escondites, de ciclos en una lavadora y que ahora sería fantástico para ese alguien que quedó solo, verle cubierto de saliva, verle volar y caer, verlo acumular mugre y humedad. Ahora está allí, como objeto sublime, adorado pero sin ser molestado. Ahora es respetado y cuidado ya no más lavado, la última gota de saliva que tiene se le ha preservado. Sigue, eso sí en su cama; una cama beige que también soportó diez años de pisadas, de revolcadas y de lavadas y que aun así no se deshizo, ni se acabó. Ocupan un lugar en una esquina de una oficina de casa, donde entra y sale quien allí trabaja. Los mira, les sonríe, sabe que son objetos inanimados y aun así guardan mucha vida, pasada, pero vida al fin y al cabo. Algunas veces cuando la depresión hace de las suyas, el trabajador deja el escritorio a un lado y se tira sobre esa camita, abraza al tigre de peluche y llora. Cierra los ojos y anhela el tiempo que se fue. El presente no le gusta. El muñeco se siente frio al igual que la cama. Se pregunta una y mil veces por qué y avienta suspiros a la nada. Recobra el aliento y se dirige al escritorio una vez más, se pone a trabajar. Los mira de reojo y vuelve a suspirar. Sabe que sería más fácil si consigue quien ocupe de nuevo ese lugar, pero no es capaz de reemplazarlo, ¡aún no! se grita en lamentos. Y abraza otra vez al muñeco. Lo acomoda sobre la camita, le alisa las arrugas, y lo pone en una position sentada, con la cabeza agachada, siente el impulso de guardarlo en un cajón para no verle más, para no recordar, y con voz quebrada alcanza a gritar el nombre de Zeus, como queriendo llamar de la muerte a su perro, pero por fin va entendiendo que de allí no vuelve nadie y no queda otra cosa más que resignarse.