Un dibujo en la piedra

En una ocasión, visitó Marruecos y decidió internarse en el Sahara. Contrató un guía y se adentró en el desierto. Los dos solos afrontaron tormentas de arena,.
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OPINION

Sábado 27 de agosto de 2011

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LA NACION

UANDO al bote le empieza a entrar agua y corre peligro de irse a pique, hay que echar lastre para recuperar la línea de flotación. La operación supone la conciencia de que se ha excedido cierto límite, y ése es precisamente el estadio al que parecen haber llegado los multimillonarios norteamericanos y franceses que les han rogado a sus respectivos gobiernos tengan a bien aumentarles sus impuestos. Si hubo una noticia sorprendente en estos últimos días, ha sido ésta. Desde que el mundo es mundo, todos quieren más. Incluso los ricos. Sobre todo los ricos. Pero ya no. Es como si, de pronto, lloviera para arriba. Como si el olmo diera una pera. El primero en alzar la voz fue Warren Buffett, tiburón de las finanzas devenido filántropo, consternado quizá por el fantasma del default que amenazó su país o condolido al ver que el verdadero costo de la recesión lo pagan los que menos tienen. El sabrá. Pronto se sumaron otros magnates y el ejemplo cruzó el océano: 16 de las mayores fortunas de Francia quieren sacar voluntariamente la billetera. Tal vez muchos de ellos, con sus inversiones bursátiles y sus especulaciones, han hecho lo suyo para poner a las economías del Primer Mundo en estado de jaque. De modo que nadie se opondrá a que se hagan cargo cuando, como nunca antes, tambalea el modelo. Un modelo, dicho sea de paso, que les ha permitido acumular sus fortunas. Buffett publicó un artículo en The New York Times que ha de haber enfurecido a los partidarios del Tea Party. A reconocimiento de parte, relevo de prueba: “Dejen de mimar a los multimillonarios”, lo tituló. La historia del mundo en seis palabras, dirán los que han vivido esperando la revolución. Pues bien, la revolución ha llegado. Porque al diagnóstico inapelable de quien es un privilegiado entre los privilegiados se sumó después la acción directa: la mano en la billetera. Esta semana el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, escuchó los ruegos de los ricos (las malas lenguas dicen que hasta ahora no ha hecho otra cosa) y les concedió el impuesto especial que reclamaban. Se aplicará a quienes ganen más de 500.000 euros anuales y supondrá un recargo del 3% sobre la suma que supere esa cantidad. La medida aportará 200 millones de euros. Hay que decir que, en términos objetivos, es una revolución modesta. En Francia, el gesto de los megarricos tiene más peso simbólico que real. De todos modos, convengamos que es raro ver a un chico que se abstiene del siguiente caramelo por una eventual indigestión que todavía no le duele. Inclusive en el caso de que esté sentado sobre una fábrica de chocolate. Los ricos, sin embargo, parecen sospechar que están sentados sobre algo más explosivo. Las protestas juveniles estallan en distintas ciudades del mundo y ya son muchos los observadores que entre sus múltiples causas –la crisis de representación, la degradación de la política, el efecto multiplicador de las nuevas tecnologías– anotan la indignación y la bronca de los que se sienten excluidos del banquete del consumo al que la sociedad posmoderna invita sin solución de continuidad. Buffett, dueño de una fortuna que ronda los 50.000 millones de dólares, reconoce que el sistema impositivo de su país beneficia a los supermillonarios, y sobre todo a los que hacen dinero con el dinero. Y, ya que el gobierno ha pedido sacrificios compartidos, clama por la oportunidad de hacer el suyo. Es un mundo al revés. Ha llovido para arriba. Una o dos gotas, pero por algo se empieza. © LA NACION

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EL ADIOS A ESMERALDA ALMONACID, INOLVIDABLE ESCENOGRAFA DEL CINE NACIONAL

Los ricos piden la cuenta HECTOR M. GUYOT

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Un dibujo en la piedra HUGO BECCACECE PARA LA NACION

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OS cuerpos baleados están desperdigados en el basural. Es de madrugada. A lo lejos, empieza a verse una lengua rosada de horizonte, un resplandor aún incierto contra el que se recortan siluetas de árboles. El humo de hogueras casi apagadas, la niebla y la noche disimulan las cabezas ensangrentadas, las piernas y los brazos entregados, confundidos con latas, botellas, papeles y restos húmedos de comida. Cuando el director Jorge Cedrón da orden de cortar, los cadáveres se ponen de pie. A un costado de la pila de desechos, está la mujer que montó esa siniestra escenografía en un potrero que le pertenece, a pocos metros del cuidado y hermoso parque de su quinta en Boulogne. ¿Esa secuencia de la filmación de Operación masacre, la película basada en el libro homónimo de Rodolfo Walsh sobre los fusilamientos de peronistas de 1956, ocurrió en 1971 o en 1972? Quizá ya no pueda saberse, porque todo se hizo de modo subrepticio para evitar la represión militar. Pasaron casi cuarenta años y Esmeralda Almonacid, la creadora de ese paisaje trágico, murió hace poco más de un mes, el 19 de julio. Había nacido en 1922. Fue una de las mejores ambientadoras y escenógrafas del cine nacional. Trabajó en pocas producciones, pero recibió premios nacionales e internacionales por casi todas. Tres de los films de mayor calidad y éxito de María Luisa Bemberg, Camila, Miss Mary y Yo, la peor de todas, contaron con la colaboración de Esmeralda, que también compuso la escenografía de Nunca estuve en Viena, de Antonio Larreta, y El verano del potro, de André Mélançon. En la Argentina, acostumbrada a las divisiones violentas e irreconciliables, su larga vida es un raro ejemplo de cómo se puede transitar por períodos convulsionados –tan convulsionados como la década de 1970–, respetando la amistad, la solidaridad, el amor a la belleza y la libertad. Esmeralda, como todos la llamaban, pertenecía a una familia tradicional. Era sobrina de Ricardo Güiraldes, autor de Don Segundo Sombra, e hija del riojano Vicente Almandós Almonacid, un as de la aviación mundial, que se alistó como piloto en las filas francesas durante la Primera Guerra. El capitán, condecorado por el gobierno de Francia, fue el primero en cruzar la cordillera de los Andes en vuelo nocturno, en 1920. A él, Victoria Ocampo le debió su bautismo aéreo sobre los campos de Buenos Aires. Pocas mujeres causan el efecto que Esmeralda causaba con su presencia de una intensidad novelesca. Era alta, de piel morena, quizá levemente cetrina; el pelo renegrido de su juventud y de su madurez contrastaba con los ojos verdes, transparentes. Siempre se la veía erguida con arrogancia, como si esa postura fuera la manifestación visible de cualidades morales: la generosidad, la valentía y una distinción aristocrática que se imponía más allá del trato llano y sin vueltas. Era mucho más que hermosa; por eso, la fascinación que ejercía la acompañó hasta el final. Jamás se tiñó el pelo, jamás dejó que un bisturí le corrigiera una arruga. El fotógrafo Alejandro Kuropatwa le hizo, hacia fines de la década de 1980, un retrato notable en el que ella aparece sonriendo en un primer plano que no disimula ninguna huella del tiempo. Sin embargo, esa imagen, por su gracia y vitalidad, tiene casi el valor de un manifiesto sobre la atracción que puede emanar de un rostro marcado por la experiencia. Desde muy joven, gracias a la relación que existía entre su familia y Victoria

Ocampo, Esmeralda estuvo ligada al mundo de la revista Sur. Amiga de José Bianco, Enrique Pezzoni, Alejandra Pizarnik y Juan José Hernández, entre otros críticos y escritores de generaciones distintas, era una gran lectora que, a menudo, se encargaba de señalar textos de valía a los editores. Los marginales y los excéntricos la seducían. Fue una de las personas que

Esmeralda era mucho más que hermosa; por eso, la fascinación que ejercía la acompañó hasta el final más cerca estuvieron de Arturo Jacinto Alvarez, el escritor y coleccionista que pasó de ser propietario del telón pintado por Picasso para el ballet Parade a morir casi en la indigencia. Muchos consideraban a Esmeralda la mujer de mejor gusto de Buenos Aires. Tenía una mirada de una precisión asombrosa para captar los matices de una personalidad o de una clase social a través de los objetos de la vida cotidiana, lo que le serviría para el cine. En la Argentina, pocos como ella podían recrear épocas, ambientes y contar una

historia valiéndose de un detalle. Conocía muy bien el campo. Sus conocimientos botánicos eran los de una especialista. Por eso, quienes la frecuentaban empezaron a llamarla para que diseñara parques y jardines y les ayudara a montar sus casas. Los departamentos de Pepe Bianco y de Juan José Hernández eran una muestra perfecta del modo como sabía interpretar lo que sus amistades y clientes necesitaban y, al mismo tiempo, imprimirle a ese conjunto el “sello” Esmeralda. Su interés por la cinematografía la llevó a seguir cursos en el IRCA. Cuando se la escuchaba hablar de una película, uno se daba cuenta de inmediato de que ese modo de apreciar una obra era el de una cineasta más que el de una crítica. La proeza que logró, casi sin medios, cuando convirtió uno de los terrenos de su quinta en un basural para filmar Operación masacre revela hasta qué punto su sentido visual y dramático iba mucho más allá del esteticismo de los decoradores o de los anticuarios puestos a escenógrafos. Esa hazaña era muy riesgosa porque la producción de Jorge Cedrón se filmó de un modo clandestino durante la dictadura militar del presidente Lanusse. Curiosamente, ella no era peronista y no tenía que ver con las ideologías revolucionarias. Pero estaba en contra de todo lo que coartara la libertad y detestaba la censura.

Por causas semejantes, era capaz de afrontar peligros no menores. A eso se debía quizás el hecho de que su visión estética no fuera nunca superficial ni cayera en manierismos. Esmeralda sabía dejar su célebre buen gusto de lado para crear la tensión escénica que una película necesitaba. No por casualidad, María Luisa Bemberg le ofreció trabajar con ella. Las dos tenían códigos y recuerdos comunes porque procedían del mismo círculo, pero habían roto con él para desarrollar una obra propia. En Miss Mary, María Luisa, como directora, y Esmeralda, como escenógrafa, rescataron las costumbres y las modas de la época en que habían sido niñas y adolescentes. El film mostraba las humillaciones infligidas a hombres y mujeres por las convenciones que los convertían, a la vez, en víctimas y verdugos de la propia clase. Los viajes le permitían a Esmeralda satisfacer la exigencia casi física de la libertad y de la soledad. La curiosidad la llevaba a perderse en tierras y ciudades desconocidas, donde, por efecto de la extrañeza, volvía a sentir el hechizo de la aventura y del asombro. En una ocasión, visitó Marruecos y decidió internarse en el Sahara. Contrató un guía y se adentró en el desierto. Los dos solos afrontaron tormentas de arena, el sol del mediodía y el frío de la noche. En una de las etapas, llegaron a una pequeña población. A Esmeralda le llamó la atención una enorme casa sin ventanas, en verdad, casi un palacio por sus dimensiones. Golpeó al portón. La atendió un joven servidor. Le explicó, como pudo, que le habría gustado conocer el interior de la residencia. El muchacho le hizo señas de que esperara. Apenas unos segundos después, apareció un hombre que ella describía como “una especie de príncipe árabe”, de una apostura cinematográfica. El le habló en un inglés perfecto y la invitó a volver unas horas más tarde a beber té. Ella aceptó. A la tarde, cuando regresó, el anfitrión la condujo por varios salones hasta un cuarto donde se sentaron en el suelo, sobre tapices, apoyados en almohadones y, como en un cuento oriental, bebieron la más perfecta infusión, acompañada por dulces exquisitos, mientras hablaban del desierto, de los tuaregs y de los ríos de Inglaterra, donde él había remado en sus épocas de estudiante. Ella, a su vez, le describió el silencio de la pampa. Después, llegó la noche. Hacia el final de su vida, Esmeralda colaboró en el arreglo del Museo Gauchesco de San Antonio de Areco y ayudó a establecer cuál era la distribución de los muebles y de los jardines de Villa Ocampo en vida de Victoria. Había ya pocos testigos confiables de los momentos de esplendor de la casa. La última vez que la visité me habló de una lejana estadía en Marbella. El lugar, según me dijo, era todavía una aldea de pescadores en aquellos años, aunque empezaba a ser frecuentado por celebridades, entre ellas, Jean Cocteau, al que ella había tratado en la casa local de la diseñadora Ana de Pombo. Esmeralda y Cocteau iban a la playa por la mañana, muy temprano. Un día, él, que había estado dibujando junto a la orilla, se le acercó. Tomó una pequeña piedra gris, ovalada, de apenas cinco centímetros por tres y, valiéndose de un lápiz celeste y otro negro, con unos pocos trazos, dibujó una máscara que podía recordar a las africanas, pero que era, sobre todo, una de esas maravillosas y simples invenciones de Cocteau. Se la entregó: “Para que se acuerde de esta mañana”. Esmeralda la conservaba en un estante de su biblioteca. Me la mostró y, de pronto, dijo: “Llevala. Estas cosas tienen que pasar de una mano a otra. Los trazos se van a perder”. Ahora, esa piedra está en mi biblioteca. Las líneas de la máscara casi se han esfumado; se adivinan, más que verse. Cuando la piedra pase a otras manos, el dibujo se habrá borrado por completo. Por eso me pareció prudente contar su historia. © LA NACION

Crisis de civilización CARLOS FUENTES PARA LA NACION

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MADRID

N La decadencia de Occidente (1918) Oswald Spengler se esforzó por distinguir entre “civilización” y “cultura”. “Civilización” es el destino de una cultura. O sea, la cultura precede a la civilización y es su cumplimiento. La cultura fue llamada paideia por los griegos, humanitas por la escolástica medieval y, finalmente, cultura por el Renacimiento, cuando John Dee, astrólogo en la corte de Isabel I, separó la cultura (modelo humano) de la civilización (dominio de la mecánica y la tecnocracia). Evoco estos antecedentes para tratar de comprender el complejo y agitado escenario de eventos recientes y actuales en el Mediterráneo y Europa. En Egipto y Túnez, sendas revoluciones derrocaron a viejas dictaduras personales. Su arma: la tecnología actual, Facebook, Twitter y iPhone, a veces controlables, casi siempre no, por las autoridades. Lo mismo está pasando en Libia y en Siria, dos regímenes de mano dura, el del ya caído Khadafy en Trípoli y el de Al-Assad en Damasco, donde la fuerza oficial reprime a los opositores, sin derrotarlos. Es previsible que allí también gane la oposición y enseguida se planteen los problemas de la cultura, religión e identidad, así como los de la civiliza-

ción, modernización, medios, desarrollo. Menos previsible fue el gran movimiento en Israel, que representa una aspiración al regreso de los valores de igualdad, trabajo y colectivismo de la fundación y en contra de la plutocracia y el régimen conservador y, de paso, contra la política contra Palestina. La avenida Rothschild de Tel Aviv, de punta a punta, ocupada por tiendas de campaña y miles de ciudadanos en protesta. En España, el movimiento de los “indignados” ha sido expulsado de la Puerta del Sol para recibir al papa Benedicto XVI. El hecho es que los descontentos se desplazan y reúnen con una agenda y un liderazgo aún imprecisos, salvo en un punto: no le inspiran confianza ninguno de los dos grandes partidos. Rajoy se cierra. Rubalcaba se abre. La política española no volverá a ser la muy ordenada, previsible y bipartidista de ayer. El descontento se manifiesta políticamente en Italia y en Francia. Berlusconi ya está contra las cuerdas, temeroso de perder el poder y confrontar juicios de los que hoy lo salva su inmunidad. En Francia, Sarkozy llama al gabinete para preveer y sólo Alemania, entre los grandes, se siente segura, pero se siente amenazada por las sucesivas situaciones en Irlanda, Portugal

y Grecia, que ponen en entredicho no sólo la unidad, sino la viabilidad de la unión europea. ¿Peligra la moneda común, el euro? ¿Se pueden cerrar fronteras? ¿Qué pasará con el trabajo migratorio? ¿Se salvarán los quebrados? El extremismo que apareció en los Países Bajos con el partido (tercero en las elecciones) de Geert Wilders y que se evidenció con el antiislamismo de cierta prensa en Dinamarca alcanzó su límite más rabioso, criminal e inaceptable en Noruega. La salvaje matanza de la isla de Utoya perpetrada por el fanático Anders Behring Breivik rompe cualquier complacencia acerca de la estabilidad en países de progreso y de orden. Un nuevo Breivik podría surgir en cualquier país de Europa, alentado por el macabro modelo de Noruega. Y en Gran Bretaña, violencia callejera extendida, de Manchester a Birmingham y Londres y, sólo en Londres, violencia en los distritos de Tottenham, Enfield, Islington, Croydon, Camden y quince más. Los malhechores, jóvenes entre los diez y los 25 años, sin trabajo y sin escuela, asiáticos, africanos y británicos. También bandas de jóvenes criminales organizados y desplazables de una ciudad a otra. Personas normalmente tranquilas y trabajadoras contagiadas por lo que Elias Canetti estu-

dió en el movimiento de la muchedumbre: el instinto de sobrevivir colectivamente, con reglas o sin ellas. Así se entiende que jóvenes educados y acomodados se unan a la masa del desorden, el crimen y la voluntad de violencia. El Partido Laborista y su dirigente, Ed Miliband, se unieron a la política general contra la violencia propuesta por el primer ministro David Cameron en la Cámara de los Comunes. Inevitablemente, Miliband se

¿Podrá la cultura darle forma a la civilización nueva que se adivina tras la tumultuosa actividad en Europa y el Mediterráneo? ha deslindado para indicar que detrás de la violencia hay serios problemas. Recortes presupuestales a la educación y la salud. Educación denegada. Elitismo sospechado y sospechoso. Familias desordenadas, madres solteras, padres irresponsables. Hay necesidad, como indica Miliband, de ir a la base de los problemas y abrirles oportunidades a miles de jóvenes que no contemplan otra actividad que

la inercia, el pandillismo y la violencia. Y en los Estados Unidos, al cabo, el descenso de ingresos y calidad de vida de la gran clase media se articula poco a poco, a medida que se aclara lo que Joaquín Estefanía llama la crisis del contrato social. Los más altos ejecutivos reciben emolumentos de cuarenta a cuatrocientas veces más grandes que el salario medio. Máximos beneficios, ruptura del sistema social, exclusión del Estado y de los asalariados. El Tea Party de los Estados Unidos representa la extrema actualidad política de lo que dice Estefanía. Ya tendremos tiempo de hablar, y mucho, sobre la actualidad política norteamericana y lo que parece ser, en sus discursos del Middlewest, la reacción del presidente Barack Obama tras sus infructuosos tratos con la oposición republicana. La civilización está en crisis. La cultura pervive. ¿Tendrá la cultura oportunidad de darle forma y contenido a la nueva civilización que se adivina detrás de la tumultuosa actividad en Europa y el Mediterráneo? ¿Podremos darle la novedad que está reclamando la civilización con la tradición propia de la cultura? ¿Qué papel jugarán en todo esto las novedades tecnológicas, Twitter, Facebook, iPad? Tiempos interesantes. © LA NACION