Thomas Erikson Farsa

... de otras mujeres. Hubo un tiempo en que llegó a creerse sus propios argumentos. .... tancia, la cabeza del hombre era tan grande como el sol. Más oscu- ra.
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Thomas Erikson

Farsa

Traducción del sueco de Francisca Jiménez Pozuelo

Nuevos Tiempos/Policiaca

La investigación del comportamiento afirma que las personas más efectivas son las que entienden cómo funcionan ellas mismas y cómo actúan en distintas situaciones, las que conocen sus puntos fuertes y débiles y por ello pueden desarrollar distintos procedimientos para afrontar las exigencias del entorno y conseguir a la vez sus propias metas. El sistema que se describe en este libro está basado en las investigaciones de C. G. Jung y William Moulton Marston acerca de los distintos tipos de personalidad. El método de clasificar los modelos de comunicación en colores rojo, amarillo, verde y azul da una imagen del comportamiento de la persona, tanto de su conducta básica como del modo de adaptar su comportamiento, es decir, de la forma en que actúa en un entorno determinado. Sin embargo, para entender la personalidad del individuo hay que tener en cuenta algo más que su comportamiento, como pueden ser los impulsos, los factores de motivación y las preferencias personales, entre otros.

Thomas Erikson

A usted

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Había engañado, estafado y traicionado durante toda su vida. Todo el mundo tenía habilidades especiales, y las suyas eran esas. Era bueno para embaucar, confundir y humillar a los demás. No es que se sintiera orgulloso de ello, simplemente era así. No sabía a cuántas personas había empujado al suicidio ni a cuántas familias había arruinado. Tal vez decenas, tal vez cientos de ellas, pero ni le alteraba el sueño ni le producía mala conciencia. Lo había hecho por dinero. A Claes Ljunggren le gustaba el dinero. Le daba sensación de libertad. Ahora tenía algo más de mil millones y el siguiente nivel, ser multimillonario en dólares, quedaba muy lejos. Era demasiado tarde para conseguirlo. Eso se había terminado. ¿No era curioso que hubiera tenido que envejecer para darse cuenta de que era hora de cambiar antiguos esquemas? El diablo nunca fue viejo y piadoso. Pero él no se avino a razones hasta que sintió el cuchillo en la garganta. Precisamente estaba leyendo un libro de Alfred Nobel en ese momento. Lo fascinaba la historia del Nobel, pero más que nada los motivos que condujeron a que se instituyera el premio que lleva su nombre. Cuando Ludvig Nobel murió en 1888, un periódico confundió a los dos hermanos y publicó el obituario de Alfred. Al leer acerca de su propia muerte, Alfred reflexionó. Él había inventado la dinamita. El obituario lo describía como «el mercader de la muerte», ya que la dinamita podía utilizarse en la guerra. Por ello instituyó el Premio Nobel en su testamento. Claes era consciente de que resultaba muy pretencioso compararse con Alfred Nobel. Podía ser codicioso, pero no era estú11

pido. Aparte de una larga serie de adversarios, ¿qué iba a dejar él tras de sí? Levantó la vista hacia el techo y reflexionó. ¿Cómo sería su obituario? ¿Quién lo escribiría? Nadie sabía de los estragos que había causado en el sector empresarial sueco. Y había acumulado una gran cantidad de rivales en el camino. Oyó el agradable crujido del cuero de su viejo sillón, pero también las piernas le crujieron de un modo alarmante. Tenía la espalda más rígida de lo habitual. Sabía que la vejez se iba instalando poco a poco en su cuerpo. Acababa de cumplir cincuenta y cinco y tal vez tuviera por delante diez años buenos de verdad. Se puso de pie y miró a su alrededor en la biblioteca de su casa. Pesados tomos de piel que no se habían abierto nunca. Libros por valor de varios millones. Claes suspiró. ¿Qué había logrado en realidad? Había ganado mucho dinero, sin duda. Había creado empresas, las había comprado, las había dividido, las había vendido. Había ganado mucho dinero invirtiendo en acciones, con frecuencia a expensas de los demás. Los periodistas financieros seguían llamándolo y le pedían opinión sobre el desarrollo del mercado bursátil. ¿Qué opinaba de la corona y de los precios de las materias primas? Él solía responder pero, conforme iba envejeciendo, la respuesta era cada vez más difusa. Ya no era tan ingenuo ni estaba tan dispuesto a asumir riesgos. Tampoco estaba tan convencido de su inmortalidad. Volvió a sentarse. Siempre había pensado de modo equivocado. Había hecho caso a personas equivocadas. Le vino a la mente la imagen de Linda. De pronto se le saltaron las lágrimas. Las dejó correr. Buscó el so­bre con las cartas, las sacó, las miró. Volvió a introducirlas en el sobre. Volvió a sacarlas y las leyó una por una. Metió otra vez las cartas en el sobre y lo dejó todo donde estaba. Suspiró. ¿Cuándo fue la última vez que vio a Linda? Habían transcurrido cinco años desde que su hija se fue a vivir al extranjero, muy enfadada, más que nada para alejarse de él. Por su manera de comportarse, para no tener que ver lo que él le hacía a su madre. Al principio, Claes le echaba la culpa a su mujer. Decía que ella lo obligaba a hacerlo; que con su mal humor y sus exigencias egoístas lo lanzaba en brazos de otras mujeres. Hubo un tiempo en que llegó a creerse sus propios argumentos. 12

Ser infiel, mentir siempre acerca de lo que había hecho y dónde había estado, todo eso le resultaba fácil. A veces fingía cuando ni siquiera era necesario. ¿Cómo habían llegado las cosas a ese punto? ¿Qué más daba, en realidad? Simplemente sucedieron así. Se le ocurrió que había formulado las preguntas en el orden inverso. Lo importante no era el contenido de su nota necrológica o quién fuese a escribirla, sino quién iba a leerla. Las lágrimas volvieron a deslizarse por sus mejillas. Era como una maldición. Tragó saliva y se secó los ojos. Linda ni siquiera iba a molestarse en hacerlo. Eso era lo que más le dolía. Claes se dio cuenta de que tenía que recuperar la confianza de su hija. Tenía que intentar que entendiera lo que él acababa de entender. Cielo santo, solo tenía cincuenta y cinco años. Era joven aún. Contaba con mucho tiempo por delante. Ella debía de tener una opinión al respecto y seguro que le gustaría que hiciera algo bueno con su fortuna. Estaba dispuesto a donar una parte a obras de caridad. Daría con gusto la cuarta parte de sus millones si eso la hiciera feliz. Estaba decidido. Se pondría en contacto con ella y le confesaría la verdad. Le explicaría que quería hacer algo bueno. Decir que había dejado de ser el que era sería una exageración, pero al final había entendido que las cosas tenían que resultar distintas. Claes Ljunggren se puso de pie y metió el sobre en el cajón del escritorio.

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2

La sicario miró a su alrededor. La espera había sido larga y se estaba acercando la hora. Se encontraba en una cornisa justo debajo del enorme techo de la sala de conferencias, a unos doce metros del suelo. La cornisa no debía de tener más de ocho centímetros de ancho y no contaba con ninguna protección. Daba igual. Su cuerpo era menudo y cabía sin ningún problema. Las expectativas se sentían en el aire. El murmullo se iba intensificando conforme se llenaba la sala. Los primeros asientos que se ocuparon fueron los que estaban justo delante del escenario, poco después los que estaban debajo de la cornisa. Notaba el sudor en la frente; no era a causa de los nervios, sino por el calor que irradiaban los focos. Lo había planificado minuciosamente. Tendría que salir deprisa. Cuando sonara el disparo aquello se convertiría en un infierno. Apenas había personal de seguridad. Este tipo de eventos no requería vigilancia policial. Y estaba convencida de que cundiría el pánico. Los cadáveres solían producir ese efecto. Solo entonces aparecería la policía. Pero ya sería demasiado tarde. Por la mira telescópica, la sicario observó al objetivo. Disparar a una persona en un lugar cerrado era un trabajo fácil. El objetivo iba a quedarse quieto la mayor parte del tiempo. Buena iluminación y sin viento a tener en cuenta. Casi demasiado fácil. Y bien pagado. Estaría en casa justo a tiempo para el almuerzo. Revisó el cargador. Apretó levemente el gatillo. El mecanismo reaccionó como era de esperar. Todo parecía funcionar. Cada vez entraba más público a la sala. La sicario recordó el cartel de la entrada. Habría sido interesante quedarse un rato es14

cuchando. Pero una orden era una orden. El hombre que iba a hablar ante una audiencia de quinientas personas no iba a poder terminar de dar su conferencia.

—¿Está durmiendo en el suelo? —dijo la azafata de la sala de conferencias. Detrás de ella, se oía el murmullo de cientos de personas que bullían de expectación. Alex King se percató de que ella llevaba las piernas desnudas. Su suave piel brillaba bajo el resplandor de la luz que entraba por las claraboyas. Él se levantó a pesar de la rigidez de sus piernas y se sacudió los pantalones. Rescató la chaqueta que estaba encima de una silla y se palpó el bolsillo. La carta del hospital seguía ahí. Tal vez después de la conferencia. —Preparación mental —dijo él, esbozando una sonrisa forzada—. Lo aprendí de un viejo budista. —Sonrió todo lo que pudo para que ella no empezara a sospechar. No quería decirle la verdadera razón por la que lo había encontrado en el suelo. La azafata lo miró. Él no podía recordar cómo se llamaba, a pesar de que la había visto al menos veinte veces, de que llevaba una placa con su nombre y de que cada vez que lo saludaba y le daba la mano le decía cómo se llamaba. Podía imaginarse lo que estaría pensando de él. —Es hora de salir —dijo escuetamente. Caminó los pocos pasos que había hasta el auditorio, se detuvo, cerró los ojos y se imaginó lo que venía a continuación. Suspiró profundamente, abrió la puerta y salió.

Allí estaba. El murmullo de la sala se mezclaba con la música de los altavoces. Cada músculo del cuerpo se puso alerta. El objetivo estaba en el centro de la mira telescópica. A esa distancia, la cabeza del hombre era tan grande como el sol. Más oscura. Más humana. Más vulnerable. Lo que hubiera hecho carecía de importancia, como era habitual. Tampoco importaba a quién había molestado o quién quería quitárselo de en medio. Solo se trataba de un trabajo. 15

Había que controlar la respiración. Respirar lenta y profundamente para evitar posibles vibraciones del cuerpo. El disparo no tardaría en sonar.

Alex estaba ya en el escenario cuando la luz empezó a atenuarse. Al recorrer la sala con la vista percibió que al menos quinientos pares de ojos miraban hacia él. Cerró los suyos unos segundos y luego levantó la vista hacia el techo. La luz de los focos era tan fuerte que no podía ver lo que había detrás de ellos. Los asientos de los espectadores estaban colocados en forma de media luna, con la última fila bastante más alta que la primera. Percibió gran expectación cuando levantó las manos. El murmullo se fue acallando lentamente. —Hola a todos. Sonrisas entre el público. Como de costumbre, algunos no pudieron evitar devolver el saludo. —Me llamo Alex King y soy especialista en comportamiento humano y en comunicación. Mi trabajo se centra en el liderazgo y el coaching individual. Soy quien va a robaros dos horas de vuestra juventud. Se oyeron risas dispersas y contenidas. Esperó hasta que todos se volvieron a quedar en silencio. —¿Habéis reparado en una cosa? —La pregunta daba inicio a la conferencia—. Algunos de nosotros estamos rodeados de idiotas. Sonaron fuertes carcajadas. —Lo digo en serio. Algunos de nosotros tenemos facilidad para ponernos de acuerdo con la mayoría de las personas que conocemos, mientras que otros solo conocen a bichos raros. ¿No es extraño? —Contó en silencio hasta tres—. Es muy extraño. Pensad en ello... ¿Qué hace que algunas personas estén de acuerdo con todo el mundo, mientras que otras se enfadan con la mayoría? Se alzaron varias manos a pesar de tratarse de una pregunta retórica. —Mi objetivo esta tarde es aclarar las ideas respecto a esta cuestión. Cuando abandonéis esta sala, dentro de... —dijo mientras miraba el reloj— una hora y cincuenta y seis minutos, vais a estar ­rodeados de muchos menos idiotas. También voy a poner color a vuestro entorno. Vais a daros cuenta de que ciertas personas son 16

de color rojo o amarillo, mientras otras son verdes o azules. Vais a entender por qué las personas son como son y qué podéis hacer para comunicaros mejor. El resto depende de vosotros. Alex iba proyectando imágenes de Power Point en una gran pantalla mientras hablaba de los fundamentos que determinan el modo que tiene cada persona de percibir su entorno. —Hay una diferencia entre comportamiento y personalidad —dijo mirando al techo de reojo. Algo parpadeó justo a su derecha, en la parte superior de la espaciosa sala. Tragó saliva e intentó fijar la vista, pero la iluminación era demasiado intensa para que pudiera comprender lo que había captado su mirada. —La personalidad no se ve. En cambio sí podemos ver el comportamiento. —Mostró una imagen con una complicada fórmula matemática—. Esta fórmula es importante, debéis anotarla —dijo en tono serio. Hubo un momento de gran actividad entre los asistentes. ¡Tenemos que tomar notas, nadie nos ha informado de eso! Un montón de gente empezó a buscar a tientas bolígrafos y tarjetas de visita o recibos de aparcamiento donde poder escribir. Alex King levantó los brazos. —¡No, no lo hagáis! Más risas y algunos gestos de alivio. Siguió hablando. Al principio se ajustaba al guion, ya que tenía un esquema para comenzar esa conferencia. Pero no tardaría en empezar a improvisar. —Hoy funciono para todos vosotros como un factor ambiental. Si no fuera por mí, probablemente en este instante estarías haciendo otra cosa. Tenéis aspecto de hacer cosas por vosotros mismos. La mente humana es un dispositivo extraño; no necesita demasiados elogios para que empiece a enviar señales de bienestar al resto del cuerpo. Vamos a dejarle que tenga un poco de reacción positiva. Enseguida se extenderá un suave calor por el cuerpo y todos recordarán la conferencia como uno de los momentos más importantes de la semana. —Pero ahora estáis adaptando vuestro comportamiento a mí. Puesto que yo, como factor circundante, estoy creando nuevas condiciones, vosotros os adaptáis a esas nuevas condiciones. ¿He transformado con ello vuestra personalidad? No, no lo creo.

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La sicario fijó su mirada en el hombre que había en el escenario. Estaba gesticulando con los brazos y parecía sentirse orgulloso de sí mismo. En la mira telescópica se veían las gotas de sudor de su frente. Un repaso rápido de la cornisa. Todo estaba recogido. Bien. Pronto habría que darse prisa. Solo faltaba un detalle. Había que colgar el rifle en la correa, para que cuando llegara la policía fuera completamente visible. Era una lástima. Un Blaser Tactical 2 cuesta lo suyo. Era un arma demasiado grande para este tipo de trabajo. Se podía desmontar y volver a montar las veces que fuera necesario sin que afectara lo más mínimo a la precisión. Era efectivo, pero no común. Nuevo costaba unas 35.000 coronas, dependiendo del tipo de cambio y del país del que procediera, pero se lo había proporcionado el cliente. Si ellos querían que se quedara allí, era su problema. En realidad no implicaba mayor riesgo, ya que el Blaser no podía rastrearse. Balas sin camisa. Puntas más blandas, lo que significa que, en vez de atravesar el blanco dejando un agujero limpio al salir, el núcleo comprimiría la bala y la aplanaría por la parte posterior. ¿Consecuencia? Un pequeño agujero de entrada. Un enorme agujero de salida. Había llegado el momento.

Alex estaba proyectando la imagen de un círculo rojo. En el centro del círculo había unas palabras: «Valores fundamentales». Miró la imagen un instante. Había utilizado esas fotos por lo menos doscientas veces y en realidad no necesitaba mirarlas. Aun así, le producía cierta seguridad. Se volvió hacia el público. —La teoría de las capas de la cebolla describe lo que crea la conducta de una persona. Sin duda nacemos con ciertas aptitudes genéticas, pero quedan enterradas capa a capa con lo que nuestra conducta va modelando lentamente hasta formar el carácter definitivo. Alex se fijó en un hombre que estaba sentado en la tercera fila. ¿No le resultaba conocido? ¿Se habrían visto en algún sitio? —Los valores fundamentales nos afectan en el día a día —continuó—. Son esos principios básicos que nuestros padres nos enseñaron cuando éramos niños. «No hay que pegar», por ejemplo. 18

»Eso es un valor fundamental. O «No se puede pegar a los que llevan gafas», como me decían a mí cuando era pequeño. Hizo una pausa retórica. —Eso ha evolucionado un poco. Hoy en día no se puede pegar a nadie en absoluto. Sonrió ante la estruendosa carcajada general. En realidad no entendía por qué funcionaba el comentario, pero lo hacía. Siempre. La gente lo consideraba muy gracioso y él disfrutaba de las risas. Proyectó una nueva imagen. En ella, el círculo rojo estaba rodeado de una franja azul. —Por encima de los valores fundamentales están las actitudes y los modos de comportamiento, basados en experiencias propias vividas durante la infancia, la etapa de estudiante y tal vez el primer trabajo. Se dio una vuelta por el escenario mientras seguía hablando sin dejar de gesticular. Volvió a cambiar la imagen. Apareció una capa nueva, una franja amarilla rodeando a la azul. Volvió a mirar al hombre que estaba sentado en la tercera fila. Le resultaba muy familiar. Bien vestido. Sienes grises. Bronceado. Alex estaba convencido de que lo había visto en alguna ocasión. Como consultor, conocía a muchas personas en las altas esferas. Se movía entre los principales responsables políticos y se había cruzado con muchas personas importantes en su camino hacia el éxito. Había trabajado durante diez años solo con grupos de dirección. Pero no siempre había sido así. Empezó formando vendedores, de esos que agitan los brazos y dicen obviedades a la gente. Cuando decidió concentrarse en el liderazgo empezaron a suceder cosas. Esta conferencia era solo un ejemplo. Nunca se lo había pasado tan bien como ahora. Estaba muy solicitado como asesor de liderazgo y experto en comunicación, con tantos encargos que podía permitirse el lujo de elegir. Y solo aceptaba los más divertidos. Aunque fueran menos que un par de años atrás, se sentía mucho mejor. Se irguió, respiró profundamente y mostró una amplia sonrisa. Se había metido a la audiencia en el bolsillo. —Juntándolo todo obtenemos un comportamiento básico. Es el que tenemos cuando estamos totalmente libres de la influencia externa, solos en cuerpo y alma. ¿Y eso qué es?, se preguntarán algunos... Contó mentalmente: «Uno-dos-tres-cuatro-cinco». 19

—Ni siquiera creo que estemos realmente solos en ese sitio que todos sabéis —dijo con una sonrisa. Siguió trabajando a través de algunas imágenes más, deteniéndose en una serie de reseñas históricas. Las risas llegaron cuando le tocó el turno a lo que Alex describió como habilidades sociales. El público solía reírse cuando reconocía conductas en su entorno y, sobre todo, cuando se reconocían a sí mismos. En general, la mañana podría haber sido un éxito.

El arma apuntando a su objetivo. El ojo izquierdo cerrado. La respiración controlada. Un certero disparo en medio de la cabeza y todo habría terminado. —Espero que lleves calzoncillos limpios —murmuró, y apretó lentamente el gatillo.

Alex miró al hombre de la tercera fila y, mientras terminaba de decir una frase, de pronto la cara del hombre desapareció. Alex se detuvo y se quedó boquiabierto. Luego intentaría recordar en qué momento había interrumpido la conferencia, pero por más que se esforzó no logró recordarlo nunca. El eco del disparo resonó en la sala. La cara del hombre había desaparecido; una masa pegajosa de color rojo había sustituido su rostro distinguido y bronceado. La gente miraba a su alrededor con el ceño fruncido. Algunos miraban a Alex King, que estaba totalmente desconcertado. Una extraña parálisis amenazaba con extenderse hasta su cerebro, que parecía incapaz de interpretar lo que veían sus ojos. Todo ocurrió en cuestión de un segundo. El cuerpo del hombre de la tercera fila se deslizó en la silla lentamente. La mujer que estaba más cerca se llevó las manos a la cara y abrió los ojos como platos. Como en un trance, Alex vio que abría la boca. El cuerpo fue cayendo hacia delante hasta tocar el suelo. En ese momento se empezaron a oír los gritos. 20