ser o no bichero

puercoespines del tamaño de un puño, tortugas, tarántulas en posición de ataque y cientos de ojos que miran sin ver. A la derecha, sobre un freezer donde ...
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SER O NO BICHERO En La Plata, apenas al norte del cuadrado imaginario sobre el cual fue diseñada la ciudad, un hombre sueña con tener una colección. Una colección que sabe infinita. Una colección de animales. Pero de animales muertos. Damián Sasso, de 28 años, reparte el escaso tiempo que le deja su trabajo en una óptica con el arte de la taxidermia. “Soy bichero”, se define. En el barrio Altos de San Lorenzo, en una casita de techo bajo y revoque sin hacer, viven Damián y Branca, una perra negra que da la bienvenida quebrando la cadera de alegría. Damián, de suéter azul y caminar distendido, aclara que recién sale de la óptica, a la que deberá volver, como todos los días, a las 14:30. Apenas se atraviesa el umbral de la puerta de su casa, la segunda bienvenida animal la da un camello de cerdas sucias, duro sobre una base de madera. Dos pasos más allá, saluda –de espaldas– un pálido dogo blanco entre unos pastos artificiales. “Éramos dos indios”, se ríe Damián. Con su hermano, un año menor que él, se internaban en las profundidades del campo de los Sasso a buscar pequeños animales, llevarlos a la casa, ponerlos en el freezer y congelarlos. Primero llegó a dominar, con la paciencia de un vecino, la técnica del embalsamamiento. Más tarde descubrió, navegando en la reciente internet, la taxidermia. Confiesa que “hartó”, esperándolo cada tarde a que saliera de su cátedra, a un biólogo del Museo de Ciencias Naturales de la ciudad para que lo inicie en la taxidermia. La mañana siguiente a una noche de primavera, tomó una paloma de su freezer, la envolvió en un diario y se paró en la puerta del museo a esperarlo. “En lo que yo hago ahora no dejás vestigios de carne, ni de grasa, ni de tejidos, ni tendones. Trabajás con la piel y algunos huesos”, detalla pedagógicamente Damián. La taxidermia, según la RAE, es el arte de disecar los animales para conservarlos con apariencia de vivos. Damián explica que su sistema de trabajo consiste en, primero, construir un esqueleto con alambres y unir la cabeza y la columna con las extremidades. Luego de rellenar con algodón, y las partes que están en mal estado –“un pico roto, un cráneo dañado”- se reconstruyen con poliuretano, yeso, o fibra de vidrio. Finalmente, la piel del animal envuelve el armazón. Ya sin sueter y ahora con un buzo verde militar que repele un leve olor a pegamento, cuenta que “las tecnologías van cambiando, y acá en La Plata es difícil conseguir algunas cosas, y además son muy caras. Casi todo lo que gano lo reinvierto, incluso lo de la óptica”. Reinvierte en su oficio, lo que lo convierte en un comerciante que, como cualquier actividad que involucre la muerte, no está exento de zonas grises. La taxidermia se mueve en la cornisa entre el ser humano y los animales, atravesada por conflictos de implicancias y grados diversos: el amor a las mascotas, los animales en peligros de extinción y la caza prohibida. “Me han venido muchas veces con animales vivos pidiendo que los mate”, ejemplifica incrédulo Damián. “En esos momentos les compro los bichos, porque sino me los traen muertos al otro día. Por eso en un momento empecé a trabajar más para mí, para mi colección, aunque ahora sí volví a la venta.”

Todos los trabajos artísticos de Damián, entre los que hay pájaros, búhos y zorros, reconstruyen una escena del hábitat del animal antes de su deceso. El pálido dogo blanco representa una secuencia de caza. El taxidermista platense dice que le encantaría armar un hábitat en su casa para instalar sus trabajos, porque sostiene que no recrear la escena “es como dibujar en el aire y no hacerle un piso”. Aunque arguye que le es imposible por falta de espacio –en su living entran una mesa, un equipo de música, un televisor con mesita y cuatro personas paradas- se pone de pie para indicar, con un ademán, dónde le gustaría instalar una escena. Se le nota impaciente, como a punto de querer gritar algo. - Vení que te muestro el taller. Atraviesa la cocina contigua, en la pasada tapa una olla con comida pegada a los bordes, y antes de entrar a su taller se distrae seis o siete segundos acomodando sensiblemente con una pinza el penacho de un faisán. “Tengo piezas de todo, pero a mí me gustan las piezas chicas”, dice mientras acaricia, al azar y con el dedo, algunos trabajos. Hay en el cuartito, no más grande que un baño familiar, un breve olor a goma, el de su buzo. Sobre la izquierda, hay un mueble de ferretería con patos feroces, puercoespines del tamaño de un puño, tortugas, tarántulas en posición de ataque y cientos de ojos que miran sin ver. A la derecha, sobre un freezer donde Damián conserva las piezas sin terminar, hay un coatí trepando un tronco y un búho aplastando con sus garras un miserable ratón, que grita por el desgarro. Sobre la pared detrás del freezer, el busto de un ñandú finge que no lo ven. De una mesa ratona retirada en un rincón, abre los cajones uno por uno: mariposas exóticas, más arañas, escarabajos, hormigas y pulgas. Un vidrio nublado protege todas las especies. Dice un escritor que las cosas movibles tienen un aire de doblemente quietas cuando no se mueven. En este caso, cuando están muertas. Branca, la perra negra, despide divertida a la visita. Huele los pies. Mira hacia arriba, achina los ojos y estornuda por el sol. Se revuelca en el pasto sin saber que cualquier mueca casual puede ser un gesto a inmortalizar.