Retrato incidental

y perdidos en baúles, o quizás líneas traspapeladas en la libretita que siempre lleva ... nocturnas de un compañero de cuarto en una clínica: “Un ronquido como ...
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Retrato incidental POR MATÍAS SERRA BRADFORD Para La Nacion – Buenos Aires, 2009

L

o vi a Arnaldo Calveyra comportarse como un niño en una iglesia de París, juntando las manos en señal de plegaria –borrando en ese gesto, con una gracia presocrática, el límite entre picardía y reverencia–, dando pasos lentos, largos, girando para mirar fijo al presunto cómplice, responsable de abandonar o no ese punto de milagrosa ambigüedad. El método, nada inocente, de un maestro zen: hacerse el sonso. La broma como acto reflejo, la desorientación intencional. Destrezas que ejercita a mansalva en sus entrevistas: esquiva la pregunta, distrae, desvía, responde otra cosa. En una ocasión me describió las costumbres nocturnas de un compañero de cuarto en una clínica: “Un ronquido como nunca oí, como un motor que él iba armando, era un homo faber, de noche no descansaba, se ocupaba, eran ruidos contradictorios, una señalética de su infancia, una pieza de teatro, no podés saber, como si se cayera algo del techo”. Otro ejemplo del empeño que pone el autor de Cartas para que la alegría y Diario de Eleusis por invertir el signo de lo grave o solemne. Acaso por eso acudió a géneros dóciles, anacrónicos y caritativos como el epistolar y el diario íntimo, y casi sin querer terminó refundándolos: “Me encantan los diarios de escritores. Me interesa lo banal, cómo preparan el desayuno, etcétera. Lo general no. Cuando un escritor empieza en su diario a mover el mundo me interesa menos. En la correspondencia de Flaubert hay ideas generales y la banalidad total, subir y bajar, lo alto y lo bajo, como se dice literariamente. Desde cómo escribe una novela hasta cómo entra en un prostíbulo. También me gustan los diarios de Paul Léautaud, otro cascarrabias”. Será que los poetas –como los diaristas, gentiles con las vacilaciones del día que los transporta– envejecen mejor que los narradores. Merced a una manera más oriental de escalonar el tiempo, de economizar y dispensar la voluntad –no encuentro otra explicación, en una obra de paso lerdo y discontinuo, para la estupenda fertilidad de Calveyra estos años–, de no salir a corregir al otro, de consentir el malentendido. Como la vez que en la calle un desconocido le ofreció plata creyendo que era un mendigo y él prefirió no aclarar nada, dio las gracias y se la guardó en un bolsillo. © LA NACION

8 | adn | Sábado 7 de febrero de 2009

su libro todavía inédito (ver página 7). “Me gusta mucho la idea de arco entre diario y diario, pero ese arco yo lo llevaría, se trate de confesión o no, de libro a libro. Tengo la casi convicción de que estoy escribiendo siempre el mismo libro. Mi traductor al francés Claude Bleton sostiene que se trata, en efecto, del mismo libro pero que cada nueva vez, y sin cambiar de lugar, excavo un poco más. La noción de confesión no me resulta para nada peregrina, pero sólo si esa noción entraña una praxis en el sentido de que, confesión y todo, tenés que mantener los ojos bien abiertos para ser medianamente eficaz (quiero decir: poéticamente), estar avizor noche y día a ese ingrediente tan peculiar que se te instala en la pieza y que es estar haciendo de pronto dos cosas, sino más, a la vez. En verdad, poder hacer dos cosas a la vez sería, si querés, la regla de oro, y no sólo para escribir poemas: Santa Teresa llega a uno de los conventos que acaba de fundar y está en conversación con una monja novicia que se queja de que las obligaciones materiales le dejen tan poco tiempo para la meditación. Están en la cocina del convento y la monja hace unos panqueques. En un instante, Teresa le saca la sartén de las manos, un movimiento giratorio decidido, una vuelta al panqueque en el aire y ya le está devolviendo la sartén mientras le dice: ‘¡Ya medité !’.” La lengua y el mito

La escritora italiana Cristina Campo, que solía cartearse con Calveyra, observó en un ensayo que quien haya tenido la suerte de nacer en el campo llevará consigo durante toda la vida la posesión de un lenguaje arcano y un despliegue musical de las frases. Aunque no hay resto alguno de costumbrismo en esta poesía, nada campero, persisten algunos reflejos –a medias recordados, a medias imaginados– del habla del campo en Entre Ríos. Casi todos los años, cuando vuelve de visita a la Argentina, Calveyra va a Mansilla. ¿Contrasta la evocación con el habla actual? ¿Se trata de un habla mítica, menos territorial que temporal, de un habla que contiene la infancia? “Cuando voy a Mansilla, en los pocos momentos que paso con algunos amigos, me doy cuenta de que ‘todo está como era entonces’, porque no hay un habla ‘mítica’ de Mansilla, y si en mis libros se puede hablar de un habla ‘mítica’, es la que traté de copiar, claro está que en forma estilizada, de la gente que conocí en el campo cuando era chico y que, acaso analfabetos, eran con todo verdaderos condensadores de lenguaje. Ellos me contagiaron una forma de laconismo que gastaban en sus conversaciones siempre llenas de buen humor y de hallazgos sutiles; lástima no haber tenido lápiz y papel a mano en ese entonces (pero en ese entonces yo no andaba en eso) para haber anotado expresiones como ésta que recuerdo ahora. Ante una lluvia torrencial que tardaba en parar y que nos obligaba a salir del campo y guarecernos: ‘Ahora cosas pocas no hay…’ Yo estaba ahí, yo era un chiquilín, yo tenía pantalones cortos. Eran condensadores en el buen sentido; poetas sin escritura, poetas orales si querés. Me dieron un espaldarazo que, ahora lo veo, fue decisivo. De ahí que se trate, sí, de un habla menos territorial que temporal.” En los poemas de Calveyra se oyen sonidos que nunca se oyeron antes: no solamente porque su gramática

es en parte inventada, sino porque aproxima cosas que a nadie se le ocurriría aproximar; esos poemas hacen, por ejemplo, de una hora del día (de la aurora o de la tarde) un lugar, con toda su consistencia física. Tal vez por eso sus textos suenan –singularmente, suenan– como una música desconocida y a la vez familiar. Quedan allí, en su ritmo, restos de los estudios musicales de Calveyra, pianista retirado del instrumento aunque no de ese arte, que encuentra parecido al otro, el de las palabras. “Me parece que se trata en los dos casos de estructuras que se comunican entre sí, en todo caso parientas. En el caso de la música compuesta como música, alguien te brinda un programa de escucha, y vos como oyente te vas haciendo de uno o varios sentidos que se te incorporan a medida que escuchás. En el mejor de los casos, y cuanto más especulativa es tu escucha, esos sentidos, aparte de los que brinda una cultura de oyente, son de tu propia cosecha, corren por tu cuenta; es como si fueras haciendo las notas en un instrumento de cuerda. En cuanto a la música de las palabras, provendría esencialmente del ritmo, ritmo

Ahora mismo, en una habitación de París, sigue escribiendo libros nuevos o encontrando nuevos libros escritos hace largo tiempo y perdidos en baúles

que a la vez acarrea el sentido pero esta vez como si de armónicos del ritmo se tratara, y si estás cómodo, si todo anda bien, podés llegar a convertirte en pocos minutos en un instrumento de música. Como te decía, en los dos casos se trata de estructuras muy próximas entre ellas y conciliables casi en todo si no en todo.” Ahora mismo, en una habitación (en una “pieza”, como le gusta decir) de París, sigue escribiendo libros nuevos o encontrando nuevos libros escritos hace largo tiempo y perdidos en baúles, o quizás líneas traspapeladas en la libretita que siempre lleva consigo. Parece tener todo el tiempo por delante. De hecho, lo tiene: dejó la Argentina, justamente, para tener tiempo. “Disponer de tiempo engendra rápidamente más necesidad de tiempo, terminás por malenseñarte: siempre querés más, necesitás más. Es verdad que cuando me fui de Argentina, la falta de tiempo para mi trabajo de escritura era patente. Desde hace algún tiempo, trabajo sólo en mis cosas.” Pero la distancia en el espacio no procrea ninguna nostalgia respecto del pasado. La evocación deviene puro presente. “No te olvides de estar en varias partes a la vez,/ en forma casual a veces, ubicuas tantas otras, como los dioses que de joven saludaste en Grecia”, escribió en Maizal… Calveyra llama a eso cuarta dimensión; el don de abrir la ventana de su casa en París y ver el campo entrerriano. Hay que tener valor para abismarse en ese doble horizonte. Pero a quien se atreva, el poeta no le soltará la mano. © LA NACION

Entrevista a Calveyra en video y una selección de poemas