Requisitos para ser presidente

18 jun. 2011 - otros, Vicente Fox, Sebastián Piñera, el propio Silvio Berlusconi. En el segundo .... QUIEREN LLEVAR LAS RIENDAS. PABLO MENDELEVICH.
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OPINION

Sábado 18 de junio de 2011

PARA LA NACION

“E

L hombre que no ha matado es virgen”, sostiene André Malraux en La condición humana. De este tema, Shakespeare sabía mucho. Basta con recordar los crímenes de Macbeth o de Ricardo III para entender hasta qué punto los personajes del autor de Hamlet no sólo se convertían en criminales, sino que reflexionaban sobre sus asesinatos de manera siniestra. “He ido tan lejos en el lago de la sangre que si yo avanzara más, el retroceder sería tan difícil como el ganar la otra orilla”, dice Macbeth. El asesino se ubica siempre en otra dimensión de lo humano. Ningún animal mata por placer o por venganza. Sólo el hombre es capaz de hacerlo. Medea asesina a sus hijos por odio a Jasón, su marido, que la abandonó por una mujer más joven. Edipo, el héroe de Sófocles, asesina a su padre en un cruce de caminos y cuando se entera termina arrancándose los ojos. Otelo ahorca a Desdémona porque no soporta su erotismo. Y Hamlet le clava un puñal a Polonio porque todavía no se anima a quitarle la vida a Claudio, el asesino de su padre. Los ejemplos, en el teatro y en la literatura, podrían sumar varios volúmenes. Pero en todos hay un común denominador: después de matar, el personaje ya no es el mismo. Está habitado por otro. O por otros. A lo largo de la historia del teatro podría hablarse de un arte de matar o de una poética del crimen. En la vida real es otra cosa. La sangre es sangre de verdad y el puñal o la pólvora ingresan en un cuerpo que hasta ese instante era, como todos los cuerpos, una máquina de deseos. Pero ¿qué es lo que hace que un hombre común se convierta en criminal? La derrota del lenguaje, la caída de la palabra. Mata el que no puede hablar, el que está incapacitado de decir, el que no tiene palabras para explicar lo que le pasa. O el que tiene las palabras mezcladas y no las puede ordenar. El crimen siempre es un desorden descomunal. En la última y excelente novela de Javier Marías, Los enamoramientos, el asesino actúa enceguecido, guiado por una fuerza que desconoce. Y en Pasiones que matan. Trece crímenes argentinos, de Rodolfo Palacios, el autor cuenta la historia de un parricida que mató a su padre con el fin de purificar su alma. Tanto en la ficción como en la realidad, el criminal actúa con una lógica subterránea. Y si bien es cierto que no existen juicios aislados y que un juicio aislado nunca es verdadero, difícil será negar que el asesino, por las razones que sea, alcanza un punto de no retorno al violar el mandamiento que funda la civilización y la cultura: no matarás. El acto de matar transcurre, parafraseando otra vez a Shakespeare, en un tiempo fuera de quicio. Se trata, claro, de un tiempo sin cordura. O mejor: de un tiempo suspendido en el que todo puede ocurrir. Lo que viene después es lo que ninguna condena puede subsanar. El asesino es alguien condenado a dialogar con espectros por el resto de su existencia. A menudo consigue doblegar esas voces internas durante un tiempo más o menos prolongado. Pero los espectros se resisten a perderse en el inconsciente y regresan una y otra vez. La realidad, como sabemos, es diferente a todo. Y los espectros que acompañan a los asesinos hasta el fin de sus días lo que vienen a recordarles es que suprimir una vida, por las razones que sea, es el acto de mayor barbarie y de mayor irresponsabilidad. Porque la responsabilidad, en definitiva, es la imposibilidad de apropiarse del otro. La pérdida de la ley es el retorno de lo indiferenciado. El asesino vivirá siempre al borde del abismo. Pero ¿qué derecho tiene a arrastrar a ese mismo abismo a sus semejantes? © LA NACION

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LA PREPARACION DE LOS QUE QUIEREN LLEVAR LAS RIENDAS

El crimen, en el arte y en la vida OSVALDO QUIROGA

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Requisitos para ser presidente PABLO MENDELEVICH PARA LA NACION

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L saber callejero supone que el puesto de presidente de la Nación reclama cierto nivel formativo y cultural. Sin embargo, no es lo que estipula la Constitución, que ni siquiera pide el secundario completo ni los conocimientos básicos de inglés y computación a veces reclamados con énfasis en las búsquedas de empleados administrativos y hasta para trabajar en una hamburguesería. Los requisitos constitucionales se refieren a la edad (mínimo, 30 años), al lugar de nacimiento (si el aspirante no nació en la Argentina, al menos tiene que ser hijo de un nativo, detalle que viene de los destierros provocados por Rosas) y a que el interesado tenga donde caerse muerto: el artículo 55° de la Constitución, que fija las exigencias para ser senador nacional –y al que se remite luego, al especificarse las calidades presidenciales– dice que hay que “disfrutar de una renta anual de dos mil pesos fuertes o de una entrada equivalente”. En realidad, es un requisito enmohecido por desuso. Nadie sabe bien qué son dos mil pesos fuertes ahora, pero lo mismo da. Hace rato que ningún pobre se apersona ante el Congreso para jurar como presidente de la Nación. El último fue Derqui, nuestro tercer presidente. Por lo menos el último que no tenía donde caerse muerto, y en su caso esto es algo más que un giro idiomático: a su familia no le alcanzó para sepultarlo y hubo que hacer una colecta pública. Ya no se reclama un católico para presidir la Argentina. Incluso incluyeron en 1994 un artículo que permite tomarle juramento al presidente “respetando sus creencias religiosas” (digresión: ¿y si no las tuviere?, ¿son el agnosticismo o el ateísmo creencias religiosas?). Pero esa liberación tampoco alteró la rutina: desde que rige, todos los presidentes, tanto los que duraron días como los que gobernaron años, siguieron siendo católicos. El promedio de los presidentes constitucionales argentinos le permitiría a una consultora hipotéticamente encargada de hacer la búsqueda trazar un perfil del puesto: hombre, de 55 años, católico, abogado, nacido en la Capital Federal o la provincia de Buenos Aires, de clase media. Desde luego, ese promedio olvida celebrar que ya hubo dos mujeres, soslaya a los aristócratas (con Alvear a la cabeza), a los militares (Roca, Justo, Perón) y disimula a los dentistas (uno, Cámpora). No se detiene en extremos de juventud (Avellaneda, Roca) ni de ancianidad (el segundo Yrigoyen, el tercer Perón). Tampoco atiende a los novedosos provincianismos periféricos (Menem, Kirchner). Ahora bien, si en algo hemos tenido diversidad completa ha sido en la configuración cultural de las personas que llegaron a la presidencia. El hábito aquí ha sido tan errático como laxa la Constitución frente a la infinitud de concursantes. Aunque a Menem, que es doctor honoris causa de la Sorbona y que eternizó su nombre en una placa de bronce en las puertas de la Biblioteca Nacional por él inaugurada, muchos lo asocian con aquellas obras completas de Sócrates que juró haber leído, tuvimos presidentes cultísimos que nadie recuerda. Por ejemplo, el salteño Victorino de la Plaza (1914-16), un erudito pulido durante siete años en Londres justo antes de llegar a la vicepresidencia, desde donde accedió a la Casa Rosada. Y tuvimos una presidenta que muchos prefieren no recordar, la riojana Isabel Perón (1974-76), de un espesor cultural, si lo había, nunca ventilado. No hay constancias de que ella, la primera mujer que usó el sillón presidencial, hubiera continuado sus estudios formales tras completar sexto grado. Por cierto, Lula, tornero que antes había sido lustrabotas, demostró en Brasil

que aun sin terminar la primaria se puede ser un gran presidente, si bien resultaría imprudente construir una tipología desde esa singularidad extravagante. Cuando se habla de la formación cultural y de la preparación académica de los gobernantes es imperioso mirar hacia Brasil, porque allí se sucedieron dos extremos. El caso del sociólogo Fernando Henrique Cardoso, quien en 2003 le transfirió el poder a Lula, también fue único: sólo la lista de las universidades de todo el mundo en las que Cardoso es doctor en derecho, ciencia política o economía apabulla. Especialmente si uno no espera encontrarse en el currículum de este profesor de temprano prestigio internacional con el dato de que en 1995 tuvo

A Carlos Menem se lo asocia con aquellas obras completas de Sócrates que alguna vez juró haber leído que suspender la actividad académica porque gobernar Brasil le demandaba el día entero. Otro profesor de ciencia política y de economía, Ricardo Lagos, llegó al poder en Chile en 2000. Pero ya en el amanecer de los años 90, en Praga, el dramaturgo Vaclav Havel se había convertido en el último presidente de Checoslovaquia (y, después, primer presidente de la República Checa), suceso impar. Mario Vargas Llosa estuvo cerca, pero Alberto Fujimori lo privó, en segunda vuelta, del sueño de gobernar Perú. ¿Dramaturgos, escritores? Bastante tenía el gremio de los políticos con esos outsiders procedentes de las empresas y de las tablas. En el primer grupo, entre otros, Vicente Fox, Sebastián Piñera, el propio Silvio Berlusconi. En el segundo, el cowboy de ficción que llegó a la Casa Blanca, Ronald Reagan, quien encima no ingresaría después en el museo de cera como uno del montón. Pero un intelectual en el poder, un hombre de la cultura puesto a político exitoso, es

algo difícil de hallar, tal vez porque la lógica académica, tanto como la del arte, individualistas ambas, tienen poco afecto por las disciplinas partidarias. Y viceversa. En el medio centenar de personas que hasta Cristina Kirchner gobernaron la Argentina, en forma acabada quizás sólo le quepa el mote de intelectual a Sarmiento. Es cierto que Rivadavia tradujo a Alexis de Tocqueville (La democracia en América), y Mitre, al Dante (La divina comedia) y a Virgilio (la Eneida), además de ser –sobre todo en el campo de la historia– uno de los autores más prolíficos de la serie. Roca fue un gran lector. Pellegrini hablaba varios idiomas y era conocida su formación sólida. También Perón leía (y extraía) mucho, abastecido por las bibliotecas de los institutos militares. Pero el arquetipo del presidente argentino no es un enamorado de los libros, y mucho menos si se incluye en el promedio a la docena de presidentes de facto. La era contemporánea es la más ahorrativa en cuanto a presidentes bien ilustrados. Hay que retroceder por lo menos medio siglo, porque nadie discute que Frondizi fue un hombre culto e inteligente. Frondizi, en rigor, ganó reputación post mórtem como intelectual. De resonancias laudatorias, ese mote fortaleció en su caso la idea del estadista incomprendido, a quien hoy honran con fruición viejos detractores, dirigentes y sectores que en los años 60 contribuyeron a desgastarlo y derrocarlo. Las ideas de Frondizi sobre economía prohijaron esa rara especie de nostálgicos que alaban la cultura e intelectualidad personal del padre del desarrollismo, pero no tienen cómo abrevar en algún legado académico suyo. Mucho menos –pulverizado el MID– en uno partidario. A menudo se entiende que un político es culto cuando su rango de intereses se ensancha por encima de lo estándar en su oficio. El concepto de universalidad siempre subyace, no en el sentido en el que Raúl Lastiri festejaba disponer de un vestuario con 300 corbatas importadas de todo el mundo, sino, en todo caso, a partir de un refinamiento de la sensi-

bilidad y del pensamiento, articulado con la faena de trabajar a destajo en las peleas por el poder. Por razones matrimoniales, aparte del impulso de cuna, Alvear tal vez fue el máximo exponente de un presidente asomado al mundo artístico, en consonancia con un impulsor de las artes. La soprano portuguesa Regina Pacini, con quien se casó quince años antes de su llegada al poder, al menos lo convirtió en el presidente que más se acercó a la música. La mayoría de los políticos, se supone, carecen del sosiego necesario para las largas lecturas, el cine, el teatro, los conciertos, las exposiciones de arte. Una comprobación empírica contribuye a

Lula, tornero que había sido lustrabotas, demostró que aun sin la primaria se puede ser un gran presidente sospecharlo: es menos esperable cruzarse con un político de primera línea en una exposición de arte que en un vagón del subte. Quizá, para gobernar, sea la plasticidad y no la plástica lo que ayuda. Lo cierto es que las campañas presidenciales repiten que todo candidato en oferta está preparado para gobernar (en el caso de Cristina Kirchner incluso se decía en 2007 que ella se preparó toda una vida, aunque nunca nadie le preguntó por qué pensó que para presidir el país el conocimiento de inglés, por ejemplo, era innecesario). Sería hora de hallar consensos en torno de la preparación requerida. Si se llegara a la conclusión de que la preparación no es asunto determinante –porque lo importante es la ideología, la personalidad, los socios, el apoyo sindical, la capacidad oratoria, un legado mortuorio o lo que fuere–, habrá que explicárselo a quienes contratan ejecutivos, funcionarios de organismos internacionales, capataces y directores de escuela, entre otros. © LA NACION

Cristina y el mágico 40 LUIS GREGORICH PARA LA NACION

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L así llamado Pacto de Olivos, que rubricaron Menem y Alfonsín en 1994, aprobando dar los pasos necesarios para una reforma constitucional, tuvo aspectos positivos y otros negativos. Entre los primeros, figura –una vez concluidos los trabajos de la Convención Constituyente– el diseño de actualización de la Carta, con inclusión, por ejemplo, de derechos humanos establecidos universalmente y, en el orden local, la autonomía de la ciudad de Buenos Aires. En cambio, el aspecto groseramente negativo está determinado por el origen mismo del Pacto, es decir, por el apetito de reelección del presidente Menem. Para satisfacerlo, se promovió un nuevo sistema electoral, basado en una inédita y absurda forma de ballottage, que en otros países funciona según lo indica el sentido común: doble vuelta electoral si ninguno de los contendientes alcanza el 50% de los votos más uno. Nosotros obtuvimos un ballottage a la argentina, algo más exótico: sería presidente quien se alzara con más del 45% de los votos, o bien con sólo

el más de 40%, siempre y cuando en este último caso (entre el 40 y el 45%) le sacara al segundo más de 10 puntos de ventaja. Era un diagrama hecho a la medida de Menem, a partir de las cifras de varias encuestadoras. Menem finalmente no lo necesitó, porque ganó su reelección en 1995 con el 50% de los votos. Hoy estamos cerca de un nuevo uso de este sistema, constitucionalmente vigente. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner, promediando su intención de voto de acuerdo con la gran mayoría de las encuestas, se sitúa en el 42 o 43%, y gana sin sobresaltos en la primera vuelta. No importa que no alcance la mayoría seudoabsoluta del 45%, sino que aventaje por mucho más de 10 puntos a cualquiera de los candidatos opositores, náufragos de la dispersión y la falta de credibilidad. ¿Cuál es la cifra mágica de aquí a las elecciones presidenciales de octubre? Evidentemente, el 40. Ese es el porcentaje de votos que, por ahora, la Presidenta sobrepasa, aunque sin holgura: sólo por 2

o 3 puntos. ¿Qué pasaría si la Presidenta, por la acumulación de distintas situaciones desfavorables –la profundización de las investigaciones sobre la corrupción estatal y paraestatal, sólo iniciadas con el caso Schoklender; la creciente percepción de los estragos que causa la inflación, minimizados por el Gobierno–, perdiera 4 o 5 puntos? No es muy probable, pero no es imposible. Pensemos en una Presidenta con 38%, obligada a la segunda vuelta, en tanto que sus tres principales opositores, que podrían ser Ricardo Alfonsín, Hermes Binner, y Elisa Carrió o Eduardo Duhalde, obtuvieran, respectivamente, el 25, el 15 y el 10%. Sería, para Cristina Kirchner, el peor escenario posible. De manera atenuada, podría ocurrirle lo que a Menem en 2003. Para que la Presidenta baje del 40%, es obviamente indispensable que los candidatos opositores incrementen su menguada intención de voto. Bien mezquino sería basar una recuperación electoral en pérdidas ajenas y no en ganancias

propias. Es cierto que los líderes de la oposición no tuvieron ni la grandeza ni la ductilidad para reunirse bajo el paraguas de dos o tres políticas de Estado, quizá bloqueados por tradiciones partidarias o prejuicios ideológicos. Estuvimos entre los muchos que criticaron esta voluntad de fragmentación. Pero tal vez haya llegado el momento de asumir el vaso mitad lleno y no el mitad vacío. Los candidatos principales de la oposición han sido proclamados y merecen ser valorados, por diferentes motivos. Ricardo Alfonsín está dispuesto a recoger la herencia de su padre, postular el consenso y rechazar la confrontación. Hermes Binner, excelente administrador de la importante provincia de Santa Fe, sigue la tradición socialista de esfuerzo y honestidad. Elisa Carrió, con su intransigencia moral, se ha convertido en implacable fiscal de los desafueros oficialistas. Eduardo Duhalde conserva prestigio y reconocimiento, en especial en sectores desfavorecidos. Y hay que agregar los méritos de por lo menos dos fórmulas recientemente presentadas,

por su valor agregado: Alfonsín-González Fraga y Binner-Morandini. Cada uno de ellos debería replantear su campaña y, en lo posible, dirigirse, con inteligencia, a la ciudadanía que le es más afín y que, hoy por hoy, se halla vacante e indecisa. Alfonsín, al clásico electorado de su partido centenario, y al de orientación centrista que carece de candidatos serios; Binner, a la izquierda independiente y al sindicalismo antikirchnerista; Elisa Carrió, a la juventud y a los rebeldes de todos los matices, y Duhalde, a las capas más tradicionales e institucionales del peronismo. Ya vendrán eventuales acuerdos para la segunda vuelta, que aunque hoy parece una utopía sólo necesita unos pocos puntos de ascenso de cada candidato opositor. Así la dispersión puede ser virtud y no defecto, y la polarización tornarse innecesaria para la vuelta inicial. Y en todo caso la campaña no será un aburrido y triunfal paseo, sino una incisiva lucha de valores. © LA NACION