Que la inocencia te valga

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Norma Aleandro y Norman Briski en La fiaca (1969), de Ricardo Talesnik

Que la inocencia te valga

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ientras que en sus orígenes la pereza se asimiló a un pecado mortal, en nuestra cultura desacralizada y sellada por cierta manía incorporada de patologizar lo que nos molesta, ya no se habla de pereza pero nos regodeamos con la retórica del síndrome de energía crónica, de falta de energía o hasta de agotamiento nervioso. Y cuando, raramente, se la confiesa, incluso la pereza se suele atribuir a trastornos orgánicos. Créase o no, la prestigiosa revista British Medical Journal (BMJ) publicó en abril de 2006 un informe que describía un novedoso trastorno, y lo bautizaba con un nombre tan científico que lo tornaba creíble: trastorno de déficit de motivación (motivational deficiency disorder o MoDeD). Según informaba la BMJ, esta nueva patología había logrado ser identificada por científicos australianos, y era caracterizada como una apatía debilitante. Y hasta letal, porque en sus formas más severas llegaría a reducir la motivación de respirar. Tras ser seleccionados según un curioso criterio (vivir en un perpetuo estado de falta de motivación), los participantes fueron sometidos a una tomografía por emisión de positrones (PET), para determinar su respuesta cerebral a los estímulos extremos. Gracias a esta reciente tecnología biomédica, los neurocientíficos de la Universidad de Newcastle en Australia resolvieron el misterio legado por los monjes medievales y diagnosticaron el MoDeD, enfermedad que, según calculaban, puede afectar a uno de cada cinco habitantes australianos. Afortunadamente, concluía el informe, un laboratorio de biotecnología había descubierto una milagrosa molécula candidata para la cura, llamada “indolebant”, que estaba siendo evaluada con resultados “prometedores”, según el neurólogo Leth Argos, de la Universidad de Newcastle en Australia, ya que “gracias a este tratamiento un joven que no podía levantarse del sofá está ahora trabajando como asesor de inversiones en Sídney”. Pero la propia British Medical Journal, descubierta por sus lectores, tuvo que salir a desmentir su aval a la investigación. No se trataba más que de una broma en el Día de los Inocentes, celebrada en los países anglosajones el 1° de abril. © LA NACION

6 | adn | Sábado 6 de marzo de 2010

vicio que promueve el goce de las posesiones materiales y estimula el uso complaciente de la riqueza en tentaciones de la carne, frívolas y peligrosas. En esta atmósfera, la consagración absoluta al trabajo invade la vida pública y privada: “Perder el tiempo en la vida social, en lujos –describía Weber en estos términos el escenario cotidiano de ese entonces–, incluso en dedicar al sueño más tiempo del indispensable para la salud –de seis a ocho horas como máximo–, es absolutamente condenable desde el punto de vista moral”. Con el florecimiento del capitalismo y la irrupción de la Revolución Industrial, la indolencia se secularizó, en la medida en que perturbaba el progreso material e inhibía la virtud de la diligencia. Se transmutó en un pecado hacia un tiempo mensurable, uniforme, cotidiano, no reversible: el tiempo del reloj. Si la pereza es el pecado que se define en relación con la pérdida de tiempo y nada hay más preciado que el tiempo, en la vida profana, el tiempo es oro y la pereza se torna un pecado contra la ética capitalista del trabajo. Los biempensantes Esa enseñanza perdura aún hoy, cuando se cree que todo aquello que hace que la vida valga la pena de ser vivida suele ser expulsado del reino de la pereza: el desafío, el estrés, el deseo, la iniciativa y el regocijo de usar el propio talento para vencer las fuerzas que se nos oponen. Por añadidura, el trabajo como promesa de felicidad, como apuesta al futuro, supone una recompensa: el merecido descanso. Todavía compartimos la idea de que el ocio, definido ya como un impasse en el trabajo, ya como tiempo libre o como diversión u ocupación reposada, en cualquier caso parece ser un derecho bien ganado. En cambio la ociosidad, portadora de un matiz innegablemente peyorativo, es definida como el vicio de no trabajar, perder el tiempo o gastarlo inútilmente. En “De la ociosidad y el deber de combatirla”, Kant recoge estos matices y señala una distinción interesante entre la ociosidad y el ocio del jubilado que “no tiene nada que ver con la desidia”, o lo que es lo mismo, entre el ocio asimilable a la pereza y el llamado “ocio merecido”. El último es un derecho que supone, en sus palabras, “la coronación de una vida activa”; la ociosidad, en cambio, es siempre viciosa, porque “son las acciones, y no el goce, las que hacen al hombre experimentarse como un ser vivo. Cuanto más ocupados estamos, más vivos nos senti-

Fiel a la directriz que vincula la economía con la ética, Kant nos advierte que mientras que la ociosidad atenta contra el trabajo productivo, el ocio es una necesidad vital que compensa el trabajo cumplido mos, cobrando mayor conciencia nuestra vida… El valor del hombre estriba en la cantidad de cosas que hace”. Fiel a la directriz que vincula la economía con la ética, Kant nos advierte que mientras que la ociosidad atenta contra el trabajo productivo, el ocio es una necesidad vital que compensa el trabajo cumplido. El ideal del homo laborans que alentó el desarrollo del capitalismo fue ennoblecido por quienes proclamaron los ideales de la Revolución Francesa. De allí en más, las fortunas heredadas o la pertenencia a un linaje apenas importarían porque el mundo ofrecería una oportunidad a los triunfadores. El derecho a holgar Ese statu quo que afianzaba la fe en el trabajo y consideraba el ocio una recompensa bien ganada tuvo un nuevo giro en el siglo XIX. Aunque se suponía que las máquinas iban a reducir el trabajo, el efecto fue diametralmente opuesto: el trabajo se incrementó. Pues en lugar de reducir el tiempo consagrado a la producción de bienes, el excedente condujo a la búsqueda de nuevos mercados donde podría ser comercializada una sobreproducción hecha realidad gracias a un proceso productivo que se retroalimentaba a costa del trabajo asalariado. En ese escenario, las luchas obreras bregaban por la legalización de la reducción de la jornada a diez horas. El mismo Karl Marx anticipó la transformación social del trabajo, profetizando un incremento del tiempo libre que emanciparía, finalmente, a los hombres de la necesidad y brindaría a los trabajadores la

oportunidad de desarrollar su creatividad. Sin embargo, su visión del mundo no era la de un mundo indolente, sino la de un universo productivo donde se aboliría la división del trabajo pero no el trabajo como tal. Pero en pocos años una voz tanto o más disonante intentaría desenmascarar los propios supuestos de la Revolución Socialista, animada por una idea tan revolucionaria como quimérica: la pereza –lejos de ser un pecado o un vicio– fue proclamada como un legítimo derecho individual. Es la tesis de Paul Lafargue, discípulo rebelde (y yerno) de Marx, quien compuso El derecho a la pereza, publicado en 1883, con el que impulsó un debate en torno al socialismo utópico todavía no resuelto, en una suerte de “antimanifiesto” en cuyas páginas defenestra el trabajo y defiende el placer como máximo objetivo de la clase obrera. Lafargue insiste en que, con o sin dictadura del proletariado, el trabajo asalariado es un vástago enmascarado de la esclavitud, y que lo que verdaderamente nos realiza es el ocio placentero. Mientras que el Manifiesto del Partido Comunista –publicado en 1848 con las firmas de Marx y Engels– prometía que, con la revolución socialista, “los proletarios… no tienen nada que perder, como no sean sus cadenas”, el yerno opositor da un paso más en el desocultamiento de los procesos capitalistas de producción, proponiendo una reducción radical del tiempo consagrado al trabajo y una exaltación del tiempo libre que se volvería realidad “si desarraigando de su corazón el vicio que la domina y envilece su naturaleza –proclamaba Lafargue–, la clase obrera se alzara en su fuerza terrible para reclamar, no ya los derechos del hombre, que son simplemente los derechos de la explotación capitalista, ni para reclamar el derecho al trabajo, que no es más que el derecho a la miseria; sino para forjar una ley de hierro que prohibiera a todo hombre trabajar más de tres horas diarias”. Su propuesta auguraba un mundo nuevo: una jornada laboral máxima de tres horas y mejoras en el poder adquisitivo. Con esa estrategia que aunaría el goce de un abundante tiempo libre con un incremento de los ingresos, la clase obrera gozaría de más tiempo para consumir más bienes. Valiéndose de la implementación de una política laboral de este tenor, se favorecería el consumo interno y, a su vez, se eliminarían las crisis de superproducción periódicas resultantes de la introducción de la maquinaria en el proceso productivo.