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—No puedes apresar a thane, no puedes apresar al jefe, eso no es... El acero de Dromath voló, la sangre saltó y la cabeza de Hiram rodó por el suelo, dejando ...
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Fuego y acero

Hendelie

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Fuego y acero

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A Diego, por su paciencia y comprensión. Vivir con alguien que no te hace ni caso mientras está escribiendo y escribe 6 horas al día, no es fácil.

A Marisú y Marién, porque fueron las primeras.

A Neith, por la inspiración y por actuar como revisora obligada.

A mis gatos, porque "a pesar de" y no "gracias a", he podido terminar esto. Encontrarte capítulos borrados o llenos de ceros, no tiene precio.

Y por supuesto, a todos los seguidores de Third Kind que han estado apoyándonos y compartiendo con nosotras este largo camino.

Un beso enorme. ¡Fuego y acero!

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© Third Kind, 2012 Diseño de la portada e ilustraciones: Neith Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de la obra sin la autorización expresa de las las autoras autoras.

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ÍNDICE

Introducción

6

Capítulo XXVI

179

Capítulo I

15

Capítulo XXVII

193

Capítulo II

21

Capítulo XXVIII

199

Capítulo III

26

Capítulo XXIX

206

Capítulo IV

32

Capítulo XXX

224

Capítulo V

38

Capítulo XXXI

230

Capítulo VI

44

Capítulo XXXII

236

Capítulo VII

52

Capítulo XXXIII

245

Capítulo VIII

59

Capítulo XXXIV

253

Capítulo IX

68

Capítulo XXXV

259

Capítulo X

73

Capítulo XXXVI

265

Capítulo XI

79

Capítulo XXXVII

273

Capítulo XII

84

Capítulo XXXVIII

285

Capítulo XIII

92

Capítulo XXXIX

291

Capítulo XIV

102

Capítulo XL

299

Capítulo XV

107

Capítulo XLI

307

Capítulo XVI

119

Capítulo XLII

315

Capítulo XVII

126

Capítulo XLIII

328

Capítulo XVIII

135

Capítulo XLIV

340

Capítulo XIX

143

Capítulo XLV

348

Capítulo XX

148

Capítulo XLVI

359

Capítulo XXI

152

Capítulo XLVII

378

Capítulo XXII

157

Capítulo XLVIII

404

Capítulo XXIII

163

Capítulo XLIX

427

Capítulo XXIV

168

Epílogo

451

Capítulo XXV

173

Anexo

455

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«¿Qué hombre eres tú, pues, entre los hombres? ¿Qué héroe entre héroes? Ya siete toneles, ya ocho grandes cubas están llenas de tu sangre, oh desdichado, y todavía desborda sobre el suelo. Mis palabras no bastan, necesitaría otras; pero yo no conozco el origen del hierro, no sé como ha sido formado el miserable metal».

El viejo Vainamöinen dijo: «Yo conozco el origen del hierro, yo creo conocer la procedencia del acero. El aire es el más antiguo de los elementos, después vino el agua, después el fuego y finalmente el hierro».

Kalevala

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Todas las batallas terminan en algún momento. Pocas, sin embargo, acaban para siempre. Uno, dos, tres... golpe en la puerta. Driadan abandonó el lecho de un salto y corrió a recibir a su padre, con el corazón desbocado a causa de la súbita alegría. Eran sus botas claveteadas las que hollaban las escaleras, era su caminar de pasos contundentes el que reconocía. Y abajo, los clarines sonando y la expectación de los ciudadanos de Nirala que recibían a los ejércitos, el bullicio de una ciudad rendida al homenaje de sus valedores. Todas las batallas terminan en algún momento, y en la familia real de Nirala, el lema era tajante: La única derrota es la rendición. Por eso, mientras el reino permaneciera en pie, todos los regresos habrían de ser victoriosos. —¡Apartad! ¡Quitad de enmedio! El joven príncipe empujó a los sirvientes y se precipitó a los corredores, guiado por la resonancia de las pesadas botas. Se lanzó a los brazos de su señor y rey, soltando una carcajada triunfal. —Hijo mío. Las manos fuertes. El olor a sudor y polvo. Driadan hundió los dedos en la barba esponjosa de su padre, aún riendo, y le despeinó la melena afectuosamente, contemplándole con los ojos brillantes por la emoción. —¡Bienvenido, padre! ¡Bienvenido! —Cuidado con la loriga, hijo —replicó él, dejándole en el suelo—. No vayas a herirte. Los siervos se arremolinaron en torno al Señor de las Montañas y les acompañaron como un enjambre inquieto hasta los aposentos reales, ofreciendo agua, recogiendo la espada, desembarazando al rey de su yelmo y su cinto. La mano grande sobre su mano pequeña. La calidez de sus dedos, estrechando los suyos mientras Driadan caminaba a pasos rápidos para seguir sus zancadas poderosas. —¡Cuéntamelo todo, padre! Quiero saber los detalles.

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—Ah, mi pequeño... —retumbaba la voz grave bajo los techos— esta ha sido una victoria especialmente dulce. Muchas han sido las pérdidas, pero cada gota de sangre ha sembrado un fruto del honor entre los valientes, y hemos cosechado esos frutos en forma de conquista y laurel.

En aquel momento, Driadan no lo había comprendido. Pero ahora, sentado en el trono del primogénito, bajo los ondeantes pendones de Nirala con el blanco caballo alado sobre fondo de oro, creía entender mejor a qué conquista se refería su padre. La Sala del Pegaso era una amplia nave redonda, de mármol blanco y pulido. Las columnas se repartían en círculos y los nervios de granito sostenían en arcos la refulgente bóveda abierta, donde una lucerna acristalada con vidrieras hacía caer la luz sobre el centro del salón, rota en diminutas joyas coloridas. En la Silla Alada, el rey Dromath tomaba asiento. La tarde se escurría con lentitud en el exterior, y los candelabros se habían encendido. Ceñido con la corona de oro blanco, con los cabellos limpios y bien peinados, castaños y serpenteantes sobre sus hombros, el soberano se inclinaba hacia adelante. Aun sin armadura, era grande, alto e imponente. Al mirarle, Driadan no encontraba vestigio alguno de sí mismo en el rostro enjuto y delgado, las suaves arrugas y la profunda mirada. Solo había un parecido en la tonalidad de sus ojos, del color de las uvas viejas y el vino consistente. Pero no en aquella mirada antigua y sabia, no en el porte orgulloso y sereno, ni en la manera en la que los ropajes reales parecían caerle sobre el cuerpo con la naturalidad de los divinos designios. Él, por el contrario, se removía inquieto en su sitial. Procuraba mantenerse erguido y digno, como le habían enseñado. La túnica escarlata se le enredaba en las muñecas, le sudaban las manos, y aunque rey y príncipe habían sido bañados y ungidos para la ocasión, tenía la sensación de haber olvidado algo o de haber bajado en zapatillas. Seguro que todos les estaban mirando. «No debo estar tan nervioso», se dijo, aferrando el brazo del sitial para no llevarse la mano al pelo. «Sí, todos nos miran, pero no ven a un chico torpe. Ven a su príncipe y joven señor, a imagen y semejanza de su padre, aunque a mí no me lo parezca». No se lo parecía. Si bien a simple vista no cabía duda de que Dromath y Driadan eran padre e hijo, los matices que les diferenciaban eran sutiles y les hacían difíciles de comparar. Porque la piel del rey era atezada, como suele suceder con aquellos que pasan largos meses a la intemperie, y la de Driadan lechosa y sonrosada en las mejillas. El cabello del rey era castaño, con algunas canas y con mechones más claros a causa del sol y la sal, y negro como ala de cuervo el de Driadan. Y sus rostros eran en apariencia muy similares, pero al observar con detenimiento al muchacho, la nariz 7

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fina y ligeramente curvada, el óvalo del rostro, las perfiladas cejas y la boca carnosa y resuelta, no se hallaba parecido con los cincelados huesos del rey, los labios finos y la mandíbula afilada. «A imagen y semejanza de su padre», pensaba Driadan, tratando de serenarse. Él sabía que a quien se parecía era a su difunta madre. Solo esperaba que no se dieran cuenta los cortesanos, que ya tomaban asiento en sus lugares alrededor del soberano; más cerca los caballeros de las casas más importantes; más lejos las casas menores y los representantes de los gremios y el Hablador de Dioses. El chambelán golpeó el suelo con su bastón y se acercó al centro de la sala, a una señal de la mano real. —Hijos del Reino de Nirala —recitó con voz clara—. Nuestro soberano ha regresado. Tras meses de combate en las costas, donde los hombres del mar atacaban las aldeas e infundían el terror en los habitantes, la flota del norte ha sido vencida y ahora estamos a salvo. ¡Salve, Dromath, Señor de las Montañas! —¡Salve! —corearon las voces. —Ahora es momento de recibir a los prisioneros, y que todos seamos testigos de la justicia de nuestro soberano. El chambelán hizo una reverencia y se retiró. El rey se puso en pie, apartándose la capa, y miró en derredor antes de hablar, cuando todos los ojos le contemplaban y los oídos estaban atentos. —Debéis saber que hemos peleado contra hombres fuertes y aguerridos. A muchos hemos dado muerte, y otros son ahora nuestros rehenes. Así pues, como ellos a nuestras mujeres han violado, a nuestros hijos han secuestrado y esclavizado, tenemos ahora nosotros el derecho sobre sus vidas y su libertad. —El rey hizo una pausa. Driadan le escuchaba, sobrecogido—. A vosotros, de las Casas de Nirala, a los Crowald y los Deerly, a los Falken y los Wolvan, a los Foxer y los Moon, que habéis llevado a vuestros hijos y padres a esta guerra, a vosotros que habéis puesto vuestras armas y caballeros al servicio de esta gloria, os corresponden esos derechos antes que a mi. Pues bajo las manos de estos reos, vuestra sangre se ha derramado. Y aquel de vosotros que quiera a alguno como esclavo, como esclavo lo tendrá. El joven príncipe sonrió suavemente al ver las miradas que intercambiaban los señores de las casas nobles. Comprendían la justicia de aquello que se les ofrecía y entendían y apreciaban la gratitud de su soberano.

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—Sin embargo, sed cautos —prosiguió el rey—. Son hombres del mar. Combatirles nos ha enseñado sobre ellos, y su furor es de difícil mesura, su venganza, imperecedera, y salvajes sus costumbres. Nada aman más que su libertad; sed pues responsables si elegís arrebatársela en lugar de darles muerte. Será un castigo sin igual y una ofensa incomparable, que no dudarán en saldar a vuestra mínima distracción. Los nobles saludaron al soberano y fue Lord Wolvan el que alzó la voz, con los ojos brillantes por la sed de retribución. —Sea: que cada cual devuelva la moneda como estime conveniente bajo su propio juicio. Ardemos en deseos de ver los rostros de nuestros enemigos vencidos. Un coro de voces de aprobación se levantó en el Salón, y el rey asintió, haciendo una señal al chambelán. Se abrieron entonces las puertas, y los caballeros avanzaron llevando consigo la larga cadena. Driadan clavó las uñas a los brazos de la silla, retorciéndose por dentro de pura emoción. A pesar de las largas guerras, todas acababan en algún momento. En los años anteriores había pegado la oreja a la puerta, encerrado en sus aposentos, tratando de escuchar lo que tenía lugar en la Sala del Pegaso. Ahora que había cumplido los dieciséis tenía pleno derecho a estar aquí, y aunque su padre le había hablado de este momento, lo estaba viviendo con intensidad. Nunca había imaginado algo así. Contemplar las altas figuras de los bárbaros le produjo sentimientos encontrados. Por una parte, el orgullo y la grandeza de su estirpe se le hacía presente al ver las miradas altivas y el aspecto poderoso de aquellos rivales temibles a los que habían vencido. Por otro lado, el enemigo del que tanto había escuchado hablar tenía rostro, alma y corazón, y en sus semblantes veía que eran guerreros dignos, que no conocían el miedo y que tenían una tierra, una idea, una razón y un destino que inflamaba sus corazones y les hacía empuñar las armas. Con las manos prendidas en la larga cadena, los hombres del mar caminaban erguidos, casi en formación. Eran altos y bajos, sus cabellos y barbas iban desde el rubio más pálido hasta el negro más intenso, y las heridas y contusiones habían sido atendidas por sus captores. Vestían ropas de cuero curado y pieles mullidas, algunos llevaban largas capas, y todos habían sido despojados de sus armas. Las cabelleras estaban salpicadas de trenzas, unos llevaban dos o tres, otros, multitud de ellas, con cuentas de hueso y tiras de cuero. Los broches y medallones eran de acero y metales burdos, ninguna joya, ni oro, ni plata. Y eran altos y corpulentos, más que la mayoría de los hombres de Nirala.

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«Todos parecen reyes», se dijo, observando el porte orgulloso y sereno de los cautivos, cuyas miradas destellaban intensamente. No encontraba sumisión en sus rostros, pero tampoco vio a ninguno tirar de la cadena que les mantenía presos. Contó diecinueve hombres, algunos muy jóvenes, seguramente de su edad, pero mucho mayores de envergadura y corazón. Una punzada de envidia le mordió por dentro. Los señores de la Corte se miraban, se removían inquietos como perros hambrientos a la espera de un festín. El rey Dromath hizo una señal a los caballeros que circundaban a los presos, quienes les guiaron del brazo para colocarles en semicírculo ante la corte, sin que ellos opusieran resistencia. —He aquí a los hijos del Mar. Vencidos y cautivos, dependen ahora de nuestra justicia. Dromath empuñó la espada, que yacía a sus pies, en la escalinata, y descendió hacia los hombres encadenados. Driadan cambió de postura, sin encontrar ninguna cómoda. Sentía un extraño hormigueo en los pies mientras observaba a su padre. Éste se detuvo ante el rehén que estaba en el extremo izquierdo, un muchacho que parecía el menor del grupo. —¿Cual es tu nombre, guerrero? —preguntó el rey. —Hiram —respondió el otro, sencillamente, con un acento grave y seco. —¿Eres de buena sangre? —Mi sangre es antigua. Driadan parpadeó. No esperaba que hablaran su idioma, a pesar de la extraña pronunciación. —¿Qué hiciste en la batalla, Hiram? —Maté muchos —dijo éste, sin bajar la cabeza, aguantando la mirada al rey—. Signo de ciervo, signo de cuervo. Hiram señalaba los tabardos de las casas de Deerly y Crowald al hablar, sin emoción alguna. Los señores se removieron. —¿Qué hiciste en las aldeas, Hiram? —Fuego y acero —respondió sin más. Por un momento, hubo solo silencio. Luego el rey se volvió hacia Lord Deerly y Lord Crowald, empuñando la espada. —¿Alguno de los presentes quiere ejercer su justicia con Hiram?

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Nadie dijo nada. Una especie de atmósfera tensa, espesa, se había apoderado del salón. Driadan empezaba a creer que terminaría por marearse ante tanto silencio y expectativa. —Arrodíllate pues, ya que la muerte ha de llegarte por mi mano —dijo el rey, mirando al joven. Hiram sonrió con gesto desafiante y luego habló. —No puedo. Que la muerte me llegue de pie. Yo no me arrodillo. Un murmullo de sorpresa y de ira contenida se extendió entre los cortesanos, pero Dromath se limitó a hacer una señal a los soldados, que se dirigieron al fondo de la sala y cruzaron la puerta. Al abrirla, el viento fresco del exterior se coló en el salón e hizo parpadear las velas. Al momento, la alfombra verde era hollada por unos pasos pesados, nuevas cadenas tintineaban, y seis centinelas llevaban a una última figura, alta y corpulenta como las otras, de largos cabellos de color rojo oxidado que le caían por el rostro. Los cautivos se giraron, y al instante, todos se irguieron aun más, apretando las mandíbulas con furia. Se escucharon sus voces quedas en su idioma natal. —¡Silencio! —gritó el rey. Driadan dio un respingo en su asiento, incapaz de apartar los ojos del último prisionero. Su capa era blanca como la nieve, y las trenzas, largas y finas, estaban enredadas con tiras de cuero negro que salpicaban la salvaje melena. Sus movimientos eran fluidos, y más parecía estar siendo escoltado por sus criados que arrastrado por carceleros, a juzgar por el modo en que caminaba, haciéndose dueño del lugar. Entre el pelo revuelto y despeinado, dos ojos de color azul oscuro atravesaban a todos y cada uno de los presentes. —Estás incumpliendo las leyes del honor, soberano —bramó uno de los reos, un gigantón de pelo negro. —No puedes apresar a thane, no puedes apresar al jefe, eso no es... El acero de Dromath voló, la sangre saltó y la cabeza de Hiram rodó por el suelo, dejando una mancha de sangre, como una media luna sonriente en las baldosas de mármol. Driadan se aferró a los brazos de la silla, tenso. —Arrodillados o no, la justicia os alcanza. Las miradas de los cautivos se llenaron de odio. Colocaron al jefe de los hombres del mar en el centro, de cara al rey, y éste no opuso resistencia. Solo le miraba fijamente. Driadan tragó saliva, impresionado. Cada brazo suyo podría levantar a uno de los soldados que le mantenían inmóvil con el acero, y se preguntó cuantos habían hecho falta para someterle. 11

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El juicio continuó, y ninguno se arrodilló. Los Señores de las casas nobles ejercieron sus derechos, algunos se atrevieron a matar ellos mismos a los hombres que habían asesinado a los de su casta, y pronto el centro de la sala, donde las baldosas caprichosas formaban el mosaico del corcel alado, se convirtió en un charco rojo de cabezas amontonadas. El olor metálico de la sangre inundó el lugar. «Por esto tenemos los ojos rojos», pensó Driadan vagamente. Ya era entrada la noche y las antorchas ardían, los sirvientes encendieron los blandones, pues no era suficiente la luz de las velas. Los cadáveres yacían en semicírculo, y solo el último hombre quedaba en pie. Era más alto que el rey, y su porte, su sola presencia, provocaban en el muchacho unas incontenibles ganas de abofetearle o de salir corriendo a orinar. Todo en esa criatura le parecía un desafío, desde los breves asentimientos que había dedicado a cada guerrero antes de que fuera decapitado, como si les diera permiso para morir, hasta la manera en la que miraba a todo el mundo, como si quisiera recordar sus rostros... y sobre todo la manera en la que a él le había pasado por alto, como si no fuera importante. Los ojos azules apenas se habían detenido sobre él por un segundo en el que el corazón se le paró en el pecho... y después nunca más. —¿Cual es tu nombre, guerrero? —preguntó el rey una vez más, por última vez, al jefe de los hombres del mar. —Mi nombre es Ioren Raur, hijo de Heren Raur, de la sangre de los Señores del Mar y caudillo de sus gentes. Driadan se sorprendió. Había esperado una voz poderosa, rotunda y altiva, la de aquellos que quieren imponer su soberanía. Sin embargo, el hombre de cabellos de cobre había hablado en un susurro grave y átono, aterciopelado, que se extendió por la sala con una vibración casi agradable. Su acento no era tan fuerte como el de la mayoría de los norteños, parecía tener mayor fluidez para expresarse, y sin embargo, había una fuerza latente en aquella voz, una suerte de encantamiento que impelía al silencio. Su padre no pareció afectado por ello. —¿Eres de buena sangre, Ioren Raur? —Soy de la sangre de aquellos que guían. De la sangre de los líderes y los mejores guerreros. —¿Qué hiciste en la batalla, Ioren Raur? —Maté al signo del lobo y del cuervo, al signo del zorro y del halcón, maté al signo del ciervo y de la luna, y también al signo del caballo.

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Se escuchó un murmullo de inquietud, y Driadan apretó los dientes. El blasón del Pegaso era el blasón de la casa real. Había echado de menos a algunos de los grandes caballeros de su padre durante las horas anteriores a la reunión en la gran sala, y ahora entendía por qué. —¿Qué hiciste en las aldeas, Ioren Raur? —Fuego y acero. El rey quedó en silencio un instante. Driadan observó cómo se miraban, su padre tomando la talla de aquel hombre, y el tal Ioren, observándole como si quisiera aprenderse sus rasgos. —¿Por qué nos miras a todos de esa manera? —preguntó finalmente el rey. Parecía realmente asaltado por la curiosidad, pero la mano en su espada no temblaba. —Para recordar vuestros rostros en las Salas de los Dioses. Poder describirles cómo eran aquellos que nos vencieron... y que despreciando toda ley de honor nos condujeron como animales en lugar de darnos muerte, encadenados, sin armas, buscando nuestra humillación. —¿Acaso van a castigarnos vuestros dioses por eso? —dijo el rey, con una sonrisa burlona. —No. No lo harán. Los dioses no interfieren en asuntos de hombres. Pero enviarán vuestra imagen en sueños a nuestros hijos, para que con vuestra sangre den paz a nuestra memoria. Los rostros de los cortesanos palidecieron y se intercambiaron algunas miradas. Driadan arañó la silla, apretando los dientes. —Bien. Yo mismo te daré justicia. Ahora, ponte en paz con tus dio... —Reclamo al guerrero Ioren Raur como esclavo. Los ojos se volvieron hacia la voz. Dromath parpadeó y se giró, frunciendo el ceño. Y la mirada azul destelló a través de los cabellos rojos, con un relámpago de ira e incredulidad, tensándose sus músculos y crujiendo las cadenas. «Ahora sí me miras», pensó Driadan, triunfal. Los ecos de las voces bajas se acallaron lentamente, y el rey miró detenidamente a su hijo, con una advertencia implícita. Pero Driadan seguía en pie, sereno, más de lo que había estado en toda la tarde. —¿Por qué? —preguntó el rey a su hijo. —Porque es mi derecho, ya que sus manos han arrebatado las vidas del caballo y el cuervo, del halcón y el zorro, del lobo y del ciervo y de la luna. Porque la muerte no es castigo, sino libertad para aquellos que aman la libertad por encima de todo, y mucho tiene que pagar Ioren Raur, en

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humildad y en servicio. Y porque así no podrá describirnos a los Dioses para que sus hijos tomen venganza en nuestra sangre. Nadie dijo nada. Los ojos azules hervían de ira y odio, y ahora parecían incapaces de apartarse de él. Driadan se regodeó, y acercó su sello a una vela. —Sea pues —dijo el rey. Ioren no gritó cuando Driadan le marcó con el sello real en el hombro. Se limitó a observarle, ojos de acero a través de cabellos llameantes, y a rechinar los dientes. —Ahora eres de mi propiedad —dijo Driadan— y la desobediencia no se castigará con la muerte, si es que piensas escudarte en eso. Tu alma se templará hasta que comprendas cuál es el destino del vencido.

Todas las batallas terminan en algún momento, pero pocas acaban para siempre. Driadan sonrió, volviendo a su silla, mientras los soldados tiraban de Ioren Raur, quien ahora sí estaba tenso entre sus cadenas, llevándoselo por el momento. Este era el laurel, ésta la cosecha. Se miró las zapatillas, húmedas. Estaban manchadas de sangre.

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