Portadores del testigo

mientras se acoda en una de las vallas. Al otro lado, un corderito de color azabache juguetea entre las piernas de su madre. En la nave también hay una larga ...
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Portadores del testigo Son sólo un siete por ciento de los jóvenes navarros pero su labor no está baldía. Les gusta la fiesta, hacer amigos…, y el campo. Cuatro agricultores y ganaderos de entre veinte y treinta años muestran su rutina como sucesores de un oficio ancestral. MARTA GONZÁLEZ. Todo empezó con un impulso. Por entonces Iosu Ollo no pasaba de los diecinueve y su rumbo era indeciso pero inquieto. Acababa de obtener un título profesional en el ITG Ganadero de Pamplona cuando un veterano del oficio le hizo una oferta: transferirle su ganado al jubilarse. “Le dije que lo cogería yo, así, sin pensarlo mucho”, asegura. Luego llegó la prejubilación de su padre, y con ella las tierras, los tractores y más animales. Y así, de golpe y porrazo, pasó de ser un novato a un ganadero con un rebaño de 320 ovejas de raza latxa y 14 hectáreas a su cargo. Ahora Iosu tiene 23 años, muchas deudas y una inversión de 500.000 euros a la que sacar rentabilidad. Tras sus facciones tímidas y voz suave se esconde un empresario que, en poco más de veinticuatro meses, ha levantado una granja propia en lo alto del Valle de Imotz. La familia Ollo reside en Goldaratz, un pueblecito de la zona que apenas alcanza los 25 habitantes. Se le podría llamar incluso una aldea, con una única calle principal y un par de coches aparcados a las puertas de las casas de piedra e inmaculada pintura blanca. En esta mañana de octubre el sol cae verticalmente y concentra el olor a estiércol y naturaleza junto al choto de Iosu, donde una treintena de corderos se agolpan, ronroneando. Su dueño toma un puñado de pienso de un gran tonel junto a la valla y alza la mano, sonriendo con la demostración. Al instante, todos empiezan a berrear, aproximándose hacia la valla de madera, como si les fuera la vida en ello. Son 32 machos y cinco hembras destinadas a la reproducción, además de un gallo que de improviso se ha animado a unirse al jolgorio. Frente al choto se erige el restaurante Etxeberri, propiedad de los Ollo y establecimiento de agroturismo que incluye varias habitaciones para visitantes. En la puerta se encuentran el hermano mayor de Iosu, más moreno, bajito y silencioso que él, junto al fornido padre de ambos, Jesús Mari, y la madre, Josefina, gestora y cocinera en la casa rural. Ahora se encaminan a por leña. En la familia son cuatro: faltan sus dos hermanas, que se dedican al sector terciario. Además de esta casa rural, que los Ollo pusieron en marcha hace diez años, tienen otra, Loperena. Hasta noviembre las reservas están completas: mucha gente quiere aislarse del estrés y respirar aire puro en la comarca de la Barranca. La casa de la familia Ollo tiene vistas a un patio muy especial: un inmenso prado de un verde brillante, que hoy luce radiante gracias a la intensa luz. Es media mañana y el rebaño está pastando. Iosu se dirige a la nave madre, al otro lado de la enorme explanada natural, custodiada por los montes Irullondi e Urzain, entre otros. Las grandes verjas de la infraestructura principal dan paso a un amplio y muy cuidado recinto. Acaban de instalar unos maderos barnizados en el techo, dado que también se ofrecen visitas a huéspedes de la casa rural que se interesan por el trabajo con el ganado. “Esto es una empresa”, comenta su dueño con convencimiento, mientras se acoda en una de las vallas. Al otro lado, un corderito de color azabache juguetea entre las piernas de su madre. En la nave también hay una larga cinta que permite que hasta 140 animales coman al mismo tiempo, y una estancia donde Iosu va introduciendo y ordeñando a las ovejas. “La granja está casi a la última”, apunta, examinándose los dedos de la mano con aire introvertido.

Pero el equipamiento, como en todo negocio, sale caro. La tecnología, la compra de pienso, los esquileos, los medicamentos, el mantenimiento de las pezuñas de los animales y las deudas que pesan sobre él como una losa por la adquisición de infraestructuras son una carga que, en la familia, él lleva a solas. “A mí prácticamente no me ha ayudado nadie”, confiesa. Desde que tenía once años, Iosu no pudo pararse a pensar en si quería dedicarse a otra cosa. Los viernes llegaba a casa, dejaba tirada la mochila en una esquina y se disponía a echar una mano en todo lo que hiciese falta. “Desde pequeño he estado trabajando en el restaurante, ayudándole a mi madre. Hace siete años, cuando preparamos la segunda casa rural, también metí muchas horas de trabajo”, explica. Cuando le tocó decidir su futuro profesional, siguió en la misma línea: “Pensé en empezar Veterinaria, pero decidí que no. Si me iba fuera de casa a estudiar tenía que dejar el restaurante y todo el trabajo que tenía aquí. Había inversiones hechas y tenía que ayudar a mis padres”, agrega mientras se frota la nariz de forma nerviosa. El corderito, mientras tanto, se ha cansado de jugar al otro lado de la valla y ha optado por acurrucarse entre la paja. Como contratar a un trabajador, por el momento, es impensable dado el presupuesto, las jornadas de Iosu se extienden indefinidamente, sin descansos ni vacaciones. A partir del 15 de noviembre, cuando las ovejas comiencen a parir, los días se alargarán todavía más, algo que en determinadas épocas copa por completo la vida de los trabajadores del sector primario. Baste decir que las 7300 personas que actualmente viven de la agricultura en Navarra –un 30 por ciento menos respecto a 2010- invierten casi 50 horas semanales de media en sus tareas laborales, frente a las 35 que invertiría un oficinista. Todo un sacrificio que Iosu califica de “locura”, ya que desde que salió del instituto se ha tenido que manejar con el hecho de convertirse en un autónomo de un modo demasiado veloz. “Para dedicarte a esto, tienes que levantarte todos los días y hacer todo hasta el final. Y si te cuesta dos horas más, tienes que quedarte dos horas más. Hay que tener muchas ganas de trabajar”, confirma. De esto, dice Iosu, no son conscientes los jóvenes que desconocen el trabajo agrícola. “La gente de mi edad no sabe lo que es. Se piensan que es coser y cantar, pero la realidad es distinta, y se ve cuando lo pruebas”. En el pueblo no hay más jóvenes que los de la familia Ollo. Ni siquiera en las localidades cercanas. Hay que alejarse siete kilómetros para encontrar a muchachos de la edad de Iosu: sus amigos, con los que queda en Irurtzun para salir por las noches. Ninguno comparte con él su oficio: la mayoría son estudiantes. “Me suelen decir que soy demasiado responsable para mi edad. A veces les da hasta pena. Cuando me llaman y les digo que no puedo salir porque mañana tengo mucho trabajo… A mí me fastidia un montón, pero es que al día siguiente te tienes que levantar”, comenta con cierta pena. Iosu no tiene vacaciones desde los quince años: “Ya como que se me ha olvidado qué es eso”. En realidad se lo puede permitir, pero el apuro de dejar sus asuntos a cargo de otra persona le agobia. “Igual sales un día o una tarde. Aunque de día no salgo casi nada, más de noche”, dice riéndose entre dientes. La crisis ha impulsado a parte de la juventud rural a aceptar la cesión de ganaderías y explotaciones parentales. Algo que, según el más joven de los Ollo, se ha hecho por conveniencia y sólo puede ser pasajero: “Me da rabia, porque seguramente esos jóvenes preferirían meter ocho horas en una fábrica si la hubiese; y cuando haya más fábricas, abandonarán la ganadería”. Pero él no ve el futuro negro. “Hay que ser optimista. Esto no puede terminar. Puede que con el tiempo tienda a desaparecer, pero ahora no”, sostiene. Por su parte, él no puede pensar ya en otra vida que no sea la que tiene en Goldaratz, que le encanta, pero en la que, inevitablemente, tiene que “trabajar mucho”. “Yo no puedo salir de aquí. Después de meter tantos años de trabajo en esto y el esfuerzo que se hace... Tendré que buscar una pareja a la que le guste el pueblo, aunque hoy en día sea muy difícil”, considera. Mientras tanto, y pese a la carga

económica, ya tiene en mente un proyecto ambicioso: poner en marcha una quesería con leche ecológica. Para él, la inactividad es impensable. A estas horas del mediodía el comedor del restaurante Exteberri estaría a rebosar durante un fin de semana cualquiera. Iosu se encuentra con su madre en la habitación ahora vacía, bellamente decorada al estilo rústico, con grandes mesas y sillas de madera oscura que acogen las comidas tradicionales los viernes, sábados y domingos. A través de las cortinas penetra una luz cálida. Josefina toma asiento en una mesa del fondo. Aun disponiendo de un 60 por ciento de subvención en sus inversiones –unos 240.000 euros obtenidos de las ayudas a agricultores jóvenes-, la familia es consciente de que a su hijo menor no le sobra ni un solo céntimo. “Iosu no gasta mucho, pero aun con todo tiene que hacerse cargo de las hipotecas del patrimonio, junto con la inversión. Se ha animado, con mucha ilusión…, pero luego hay que sacar números. Las deudas pesan”, comenta en un tono realista, con las manos de cocinera unidas en la superficie. Pese a los aprietos, el orgullo luce en los ojos claros de la madre de familia. El más pequeño nunca le ha dejado tirada ni a ella ni a su padre desde su niñez. “Siempre está a la atención de la gente. Hay que estar pendiente de los visitantes. A los niños que vienen, por ejemplo, les asusta ir a la granja, y él les lleva”, sostiene. Ésa es otra de las tareas de Iosu: conducirles a la gran nave, donde les pone un vídeo y les enseña a dar de comer a las ovejas y corderos con la cinta de alimentación. También les muestra los cerditos, las cabras y los caballos. La mayoría se lo pasan en grande. “Éste, desde los ochos años, se levantaba a ayudar al padre”, apunta señalándole, mientras él sonríe tímidamente. “Igual hasta más que ahora”, dice Iosu con sorna, tras lo que esboza una sonrisa pícara. Un negocio entre hermanos En el valle de Urraúl Alto hay un kilómetro cuadrado de espacio por habitante. Por esta zona, la más despoblada de Navarra, transita esta tarde la camioneta donde viajan el agricultor Eduardo Miguéliz, de 33 años, y su amigo y también labrador, Manolo Guindaiz, de 37. Desde los asientos de delante, el olor a gasolina se entremezcla con el aroma a abono que penetra por la ventanilla. El vehículo, destinado a las tareas del campo, ya tiene mucho trote y está repleto de polvo. En el salpicadero se amontonan innumerables testigos del trabajo: sobres, un aparato para medir la humedad con apariencia de mando, cinta adhesiva e incluso una concha. Ambos se dirigen a los campos cercanos a Irurozqui, capital del valle y el pueblo de Eduardo, con poco menos de cuarenta habitantes pero bastante variedad generacional. “Hay gente que ha venido aquí desde fuera, pero seis pueblos se están quedando sin habitantes. En Epároz, por ejemplo, sólo vive una anciana con su cuidadora”, comenta con resignación Miguéliz mientras la camioneta pasa junto al río Areta y se adentra en vías más estrechas, donde empiezan a aparecer señales que advierten del peligro de que los animales se crucen en la calzada. A la derecha, los campos de cereal se van extendiendo al tiempo que las curvas se vuelven más pronunciadas junto a la Sierra de Leyre. Esta semana, los dos están trabajando juntos en la siembra de guisante con avena, que aporta nitrógeno y previene que la planta se caiga. Se trata de una práctica antigua bastante efectiva; aunque, como todo en la agricultura, lleva su tiempo. “Antes, para vivir de esto, tenías que trabajar 1, y ahora 10”, ilustra Manolo mientras su compañero al volante no aparta sus pequeños ojos de la carretera. En los últimos años, el valor de un agricultor, dicen, se mide por el número de hectáreas que tenga, lo que condiciona las subvenciones que éste recibe. Por eso, a veces es necesario obtener ingresos extra por medio de encargos de terceros o la aportación de paja a una planta de biomasa. La situación del agricultor, y más del joven, no es muy halagüeña. Para ellos, en realidad, nunca lo ha sido. “Siempre hemos estado mal. Vamos viviendo a base de

diversificar”, explica Eduardo, aunque matiza que, con la crisis, “los ganaderos son los que peor lo están pasando”. Se trata de algo lógico: la recesión ha elevado el coste del cereal y, al incrementarse así el de los piensos, alimentar al ganado se ha vuelto más caro. Junto a los problemas económicos, el hecho de que se necesite una base material para iniciar una explotación no incita a la juventud a que entre en el mundo agrícola. “Lo que anima es ver que puedes ganar dinero”, dice Miguéliz con franqueza. No añade nada más: es más callado que sus amigos, pero sus silencios son elocuentes. Y aunque asegura tener préstamos “monstruosos” a sus espaldas, no duda un ápice en que su oficio “cada día” le gusta más. Manolo se apea en un campo próximo al pueblo, desde el que llega el sonido de la bocina del panadero. Después, el vehículo se adentra de nuevo en la carretera, en cuyo flanco derecho se alza una enorme nave roja. En su interior se encuentran Sapo, Saki, Beltza y Javier. Las tres primeras son unas preciosas y grandes perras de pelaje castaño; el segundo, el hermano de Eduardo, tan sólo un año menor. Javier Miguéliz no tiene apariencia de pastor. Al contrario, si se le introdujera en una ciudad, encajaría perfectamente con su estética: luce unos pantalones y camiseta negros, el pelo rapado y tres pendientes de aro plateados. La mirada y el hoyuelo en la barbilla le asemejan con claridad a su hermano, aunque él es mucho más robusto y parlanchín. Las perras se le acercan y olisquean. “Son muy mimosas”, apunta, tras lo cual añade, señalando a los dos enormes mastines tras una de las vallas de la nave: “Éstos, por instinto, protegen a los bichos”. Con los bichos se refiere a las 1000 ovejas de raza navarra que le proveen de carne para su negocio, del que es socio junto a Eduardo desde hace ocho años. Antes de que su proyecto común arrancase, Javier navegó entre dos aguas: la de la ganadería y el trabajo forestal. Al contrario que su hermano mayor –que los terminó-, él comenzó los estudios para ser guardabosques pero finalmente le salió mal. “No me llamó”, afirma con franqueza. Mientras no para de moverse y gesticular –tiene una apariencia nerviosa-, se sincera: “A veces pienso: ¡por qué me habré metido en esto! ¿Hasta dónde puedo llegar? Al final la gente joven no se quiere instalar. Cada vez somos más señoritos, y éste es un trabajo esclavo. Hay días que vengo para media hora, pero tienes que estar aquí”. El mundo agrícola, aun con todo, ha ido evolucionando mucho desde que el pastor salía para alimentar a su rebaño con un palo y un zurrón. Una imagen un tanto nublada que no se corresponde con la realidad actual: la del ganadero y empresario polivalente que, por supuesto, dialoga con la tecnología. Los avances técnicos han permitido, por ejemplo, que todas las ovejas de Javier lleven un microchip desde su nacimiento y no haya problemas para identificarlas y reunirlas. “Antes, aquí todo lo apuntabas. Ahora toda la información de los partos está en el chip: lo envías por correo electrónico y queda registrado”, detalla. Al igual que todos los autónomos del sector agrícola, Javier también acarrea enormes deudas, lo que le ha impulsado a usar soluciones tan tradicionales como el trueque entre conocidos. Y por supuesto, a prescindir de caprichos: “Mucha gente, en cuanto ahorra cuatro euricos, ya está pensando en qué los va a colocar”, comenta en un claro tono de desaprobación. Bastantes compañeros del sector, asegura, se gastan los ahorros que van reuniendo en un BMW o lo último en tractores. Él, en contraste, hace tiempo que no compra nada nuevo. De hecho, conserva su viejo teléfono móvil, que se precipitó 25 metros abajo en una travesía por el monte y sobrevivió perfectamente. Para Javier, la sal de la vida no está en tener más, sino en vivir con menos: “No tengo esa ambición de abarcar todo ni de estar pendiente de lo que hace el vecino. Ni quiero ser millonario ni tengo ambiciones”, sentencia con franqueza. Este amor por lo sencillo se refleja en lo poco que soporta la ciudad y lo mucho que adora la vida del pueblo, que mantiene en una casa propia, colindante a la de sus padres. “En la ciudad te rodean cientos de personas, pero estás solo”, arguye. “He estado

cinco años en Pamplona y sé lo que es eso. El ir ya me genera caos, estrés... Me puede. A mí eso de ir a sentarme en una cafetería o mirar tiendas no me interesa”. Lo que de verdad desea Javier es algo que no se puede comprar con dinero: el tiempo. Las obligaciones han dejado a un lado el montañismo, su verdadera pasión. En cuanto encuentra un hueco el ganadero se echa al monte, y ya ha estado en los Andes y los Alpes las veces que ha conseguido irse de vacaciones. “Alguna vez he pensado en mandar todo esto a tomar viento. Por mi hobbie lo dejaría todo”, afirma con convencimiento. Al instante, el sueño es aplastado por la realidad. “¿Pero ser deportista a mis años? A la montaña van cuatro privilegiados”. A sus pies Sapo demanda una caricia, como si, más allá del gesto de resignación de su amo, comprendiese su difícil anhelo. Las 1500 de Maider “Míralas: acaban de tomar la comida, y ahora que son las 12 se acuestan para remogarla”. Maider se apea del jeep, adentrándose en la enorme explotación color canela. A lo lejos, un centenar de manchas blancas se aproximan como una marabunta, incluida una de color negro. Es una parte del inmenso rebaño de la familia Sarasa: 1500 ovejas, con una oscura por cada 100 para controlar el recuento. Estamos en las cercanías de Aldaba: una localidad de 80 habitantes de la cuenca de Pamplona, a escasos veinte minutos de la capital. Un poco más al sur, a tan sólo dos kilómetros del pueblo, el paisaje se transforma completamente para dar paso a los verdes prados del Club de Campo del Señorío de Zuasti, así como a una urbanización de lustrosas viviendas unifamiliares: lo habitual en una tierra de bellos contrastes como la navarra. Pese a ser el Día de la Hispanidad, la joven Maider tiene que trabajar como cualquier otra jornada. Hoy toca ensilar: cortar y picar kilos de hierba para amontonarlos en alpacas compactas. Una técnica inglesa que ella y su padre, Joaquín, repiten año tras año para cerciorarse de que la planta se conserve bien y asegure el suministro de alimento vegetal para las ovejas durante los próximos meses. Dos enormes mastines se aproximan bajo el fuerte calor del mediodía. Al ver a Maider y a su vistosa camiseta de color verde intenso, el rebaño se ha empezado a acercar, creyendo que es hora de moverse. Pero ella no es la encargada de trasladarlas, sino un pastor subcontratado que trabaja para los Sarasa. Sin embargo, estar al tanto de todo es esencial en la profesión que ella ejerce. “Nosotros no tenemos ninguna fiesta. Basta que faltes un día para que los animales rompan un bebedero o metan la pata en algún lado, porque son muy curiosos; así que te compensa venir un ratico”, sopesa con voz suave y un mohín. Maider Sarasa representa a ese dos por ciento de excepciones del sector agrícola: el de las mujeres jóvenes que se introducen en el mundillo, dobladas por los hombres –hay un 4,9 por ciento de muchachos de entre 16 y 30 años en Navarra que se dedican a esto-. Aunque ella tiene 27, da la impresión de ser más jovencita: la cola de caballo, las pecas en las mejillas y la nariz, los ojos pequeños y vivos y la voz suave inspiran tranquilidad y menos edad a sus espaldas. Ascendiendo por los largos caminos de tierra se encuentra la casa de los Sarasa, junto a la que se yergue una gran nave y varios graneros pertenecientes a la explotación del cabeza de familia. Joaquín tiene ahora 56 años y una enfermedad que le impide pasarse de la raya en el esfuerzo físico. Su padre era labrador. Un día empezó con unas pocas ovejas para aprovechar unas alpacas, y ya no pudo dejar el oficio. Desde entonces, cada día se levanta con las mismas ganas de echarse al campo. “Lo bonito de este trabajo es que te absorbe. Es muy entretenido y creativo. Se siembra con la ilusión de que se va a coger una buena cosecha, y te pasas todo el rato mimándola”, comenta con la vehemencia del apasionado y ambas manos en su cinturón. Tiene el pelo blanco y ralo, los ojos de Maider y la piel curtida y enrojecida por el sol.

Junto a los almacenes por donde ahora pasean padre e hija se amontonan leña y objetos viejos. Una mesa antigua de madera oscura, un frigorífico ajado y un armario de color blanco sucio con la puerta rota son algunos de los estrambóticos restos que se acumulan en una esquina. Huele a planta y a calor seco, y las moscas revolotean incesantemente. Maider se las aparta con delicadeza del brazo, mientras deshilacha absorta un palito de madera que ha tomado del suelo. La más joven de las Sarasa –Maider tiene una hermana quince meses mayor que trabaja como funcionaria- nunca supo a qué dedicarse hasta que los problemas de salud de su padre, que comenzaron hace ocho años, la introdujeron en el mundo de la agricultura y la animaron a estudiar la especialidad profesional de Gestión y Administración de Empresas Agropecuarias. “Algunos con los que fui al grado superior me tenían un poco de envidia. Esta situación no la tiene cualquiera; aunque a la vez, te ate bastante”. Fortuna en el mundo agrario se define como poseer tierras. Si hoy en día un joven no hereda una explotación o invierte en una cooperativa, le es imposible iniciarse en el negocio. En 2009, Maider tenía esta base a su alcance: 35 años de trabajo de su padre, materializados en unas infraestructuras montadas bloque a bloque, unas herramientas compradas poco a poco y 62 hectáreas para la siembra. “En este negocio hay que apostar fuerte”, insiste Joaquín Sarasa. Aun así, sacar adelante toda la empresa familiar no está siendo tarea fácil para la heredera, a la que todavía guía su padre. Las deudas, unidas al complicado momento que está pasando el sector primario y al reparto de subvenciones a proyectos sin viabilidad, no ayudan. En esto, el veterano tiene las ideas claras: “No hay relevo generacional porque no hay estímulos. Falta mucha inversión, mucha dedicación, y también, vocación. Y eso son condiciones que no reúne cualquiera”. Sarasa añade también que el pastor y el agricultor está “discriminado y aislado por la Administración y la sociedad”. “Esto debería ser comprendido. La producción de alimentos es algo imprescindible para la humanidad, y alguien va a tener que hacerla. Cuando la gente se levanta por la mañana y echa la leche para el desayuno no es consciente de lo que ha costado eso”, comenta con un gesto de decepción. Su hija no considera que la profesión agrícola, tal y como se ha conocido siempre, vaya a continuar. “De esto se van a acabar encargando en grandes explotaciones de grandes agrupaciones de gente, no como hasta ahora, que han sido empresas familiares y pequeñas”, explica despacio mientras rompe ahora en pedacitos una seta con forma de medallón. Ella lo tiene claro: continuará en función de la rentabilidad futura. “Si estoy perdiendo dinero continuamente, no voy a seguir”, dice con franqueza. Maider es, hasta el momento, la única joven de la zona en activo en este sector, sin contar a un muchacho de una familia cercana que, con apenas 18 años, está empezando a aprender los secretos del campo. La soledad no le molesta. Al contrario: “Me he habituado y no me importa. Estás a tu aire”. El viento empieza a remover las ramas de los árboles cercanos y se escuchan balidos a lo lejos. Su padre asiente, dándole la razón. “El otro día oí que el rey de Inglaterra tiene una finca en el campo de cincuenta hectáreas donde pasa el 80 por ciento de su tiempo. Ahí puede estar solo con su trabajo y dedicarse a pensar. Él va allí a ver cómo crece la cebada y cómo crecen sus caballos”, explica Joaquín. Y agrega con desparpajo: “Al final la diferencia entre el rey de Inglaterrra y yo es mínima: sólo nos distingue el dinero que tenemos en la cuenta”.           

Iosu Ollo frente a la nave madre de su explotación en Irurozqui. M.G.

Los mastines de Javier Miguéliz guían al rebaño diligentemente, y hasta se integran dentro de él. M.G.

Eduardo Miguéliz está orgulloso de su nuevo tractor, en el que ha invertido 150.000 euros. M.G.

Las tierras de la familia Sarasa lucen ahora parduzcas porque se están removiendo para iniciar una nueva siembra. En la imagen, Maider con parte del rebaño. M.G.

Las ovejas negras tienen una utilidad muy particular: ayudar al recuento de los rebaños. M.G.