Persistente vidriera de la cultura

20 abr. 2011 - alemán Helmut Schmidt, el compromiso con la Staatsoper de Berlín del arquitecto de la reunificación alemana Hans-Dietrich. Genscher, o la ...
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OPINION

Miércoles 20 de abril de 2011

SILVIA HOPENHAYN

E

PARA LA NACION

SCRIBIR es una forma de trazar el futuro. O, al menos, atisbarlo. Son célebres los autores visionarios que acertaron con sus ficciones la forma que cobrarían ciertos aspectos de la realidad. Julio Verne, con los viajes espaciales y terrenales; George Orwell con su Gran Hermano, de 1984, y, de manera algo tendenciosa, Aldous Huxley en Un mundo feliz (1932), al dividir la era moderna “a.F” y “d.F” (antes y después de Ford), el dios del mercado y la tecnificación, precursor del Estado mundial, e imaginar una sociedad de cultivos humanos e hipnopedia (educación a través del sueño). Esta utopía negativa del mundo falsamente feliz (el personaje que se revela, John el Salvaje, reclama un lugar para el dolor y la angustia) también hace referencia al auge de las drogas y satiriza la época a partir de sus líderes: Lenin, Marx, Diesel. Hasta Malthus tiene un papel secundario en el diseño de métodos anticonceptivos. Su apuesta al futuro es sólo ficcional, al menos voluntariamente: Huxley fue un escritor consternado por su tiempo. Así, el resto de su producción, sobre todo la de artículos y ensayos, está dedicado al presente y al arte como espacio de creación de sentido. Acaba de aparecer un suntuoso libro, con el maravilloso título de uno de los ensayos que lo conforman, Si mi biblioteca ardiera esta noche (Ediciones de Edhasa), con textos publicados en periódicos o revistas especializadas, entre los años 20 y 50. El subtítulo ya indica una postura: “Ensayos sobre arte, música, literatura y otras drogas”. Pero allí donde la droga (en su común acepción) produce dependencia –y varios de sus artículos lo denuncian– el arte promueve la independencia. Quizá por eso mismo los mejores textos de este libro, los más libres y frescos, versan sobre literatura, música y plástica. Comienza declarando que la sociedad culta no es la que más lee, sino la que lee mejores libros. Huxley se encarga de hacer algunas listas, tan canónicas como caprichosas. Tiene particular afición por la poesía, sobre todo la de John Donne, Rimbaud, Mallarmé y Baudelaire. Pero no podría vivir sin la tríada Homero, Dante y Shakespeare. Del arte toma su relación con la religión y con la realeza, y luego se zambulle en las obras de Brueghel, Goya y El Greco. En cuanto a la música, se detiene en ciertos casos que considera literarios, como Cuadros de una exposición, de Mussorgski, o al propio Stravinsky, a quien define como uno “de esos felices anfibios que se sienten cómodos en las áridas tierras de las palabras así como en el océano de la música, y cuya capacidad en tierra nunca lo empobreció como nadador”. El caso de Huxley es extraño. Hasta sus ensayos tienen algo de presagio, o de escritura que, como dijimos, se implica en el futuro. Más de diez años después de publicar el breve texto “Si mi biblioteca ardiera esta noche”, el 12 de mayo de 1961, un incendio en su casa de Los Angeles destruyó su biblioteca, y parte de su epistolario y manuscritos. © LA NACION

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LA FERIA DEL LIBRO COMIENZA HOY UNA NUEVA ETAPA

LIBROS EN AGENDA

Ensayos de un autor visionario

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Persistente vidriera de la cultura LUIS GREGORICH PARA LA NACION

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OS números ya se saben o se presienten: cerca de 400 stands, millones de libros en circulación, cientos de actos culturales, y seguramente más de un millón de visitantes para cuando la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires cierre sus puertas, hoy próximas a abrirse. Por distintos motivos, la Feria, en su 37ª edición, empieza un nuevo ciclo, que no parece incompatible con sus mejores tradiciones. Acontecimiento comercial y económico, muchos libros que se compran y muchos libros que se venden, pero sobre todo formidable maquinaria cultural en la que se cruzan e interconectan escritores, editores y educadores de todo el mundo, y en el que nuestros creadores tienen la oportunidad de expresarse sin cortapisas. Quizás ésa sea la mejor definición de la Feria: un espacio plural, tolerante, democrático, probablemente el más persistente que posee la Argentina, y que no debería ceder, en ninguna circunstancia, a intento alguno de dominación externa, estatal o paraestatal, o empresaria con instintos puramente lucrativos. El inexplicable episodio Vargas Llosa es una muestra de lo que no es saludable repetir. En los últimos veintipico de años participé ininterrumpidamente en la Feria, desde la conducción (por poco tiempo) o como soldado raso (por mucho tiempo, y sigo ahora). Ya antes, desde la primera Feria, estuve relacionado como periodista, y más adelante, en los 80, como expositor con Eudeba. Intervine en buena cantidad de mesas redondas; di audazmente cursos y talleres, entre otros sobre ópera junto a Horacio Sanguinetti y Jaime Botana Escudero, o sobre tango junto a Ricardo Ostuni; presenté a escritores extranjeros; inventé lemas y ciclos en defensa de nuestro idioma. Recuerdo, entre muchas jornadas dignas de no caer en el olvido, un día entero recorriendo la ciudad junto a Claudio Magris, Blas Matamoro y Juan José Sebreli. Y, por supuesto, las comidas y los paseos con Elena Poniatowska e Idea Vilariño. En todo esto hubo placer, no mérito, y seguramente muchos de los escritores que colaboraron con la Feria podrían decir lo mismo que yo. Para recordarlos a todos, mencionaré un solo nombre: María Esther de Miguel, que por lo demás estuvo entre los creadores de una protoferia, en la calle Florida (luego ampliada a los barrios), en los años 60, junto a Roberto Castiglioni y Dardo Cúneo. No se crea que todo lo que recuerdo fue tranquilidad y celebración: hubo actos violentamente interrumpidos, abucheos y repudios a figuras cuestionadas, barras bravas que se ocupaban de apoyar a tal o cual funcionario ante un silbido o cualquier otra muestra de reprobación. Una pintoresca situación se suscitó, por ejemplo, con motivo de la visita a la Feria del entonces presidente Carlos Menem, a mediados de los 90 (la Feria todavía estaba en el Predio de Exposiciones de la ciudad). Formamos un pequeño comité de recepción, cerca de la puerta principal, mientras iba llegando la comitiva presidencial. Nos encontrábamos entre dos fuegos: casi pegados a la puerta, un entusiasta grupo de militantes de la Franja Morada de la cercana Facultad de Derecho profería, a voz en cuello, duras consignas, contrarias a la presencia del presidente; en tanto, desde adentro, otro grupo con bombos e instrumentos varios (vaya a saber cómo los habían entrado), procuraba acallarlos con consignas propias, por supuesto simétricamente opuestas a las anteriores. El automóvil presidencial se detuvo junto a la

puerta, Menem bajó y pasó sin inmutarse al lado de los manifestantes que prácticamente le respiraban en la nuca, entró al predio y saludó cordialmente a quienes lo esperábamos, como si nada hubiera pasado. Era, sin duda, un hombre cortés y educado, bastante más que los que nos

El inexplicable episodio Vargas Llosa es una muestra de lo que no es saludable repetir. La Feria es un espacio plural gobiernan actualmente. Lástima que eso no le impidiera cometer ruinosas privatizaciones y el mentiroso uno a uno. Fatigo al lector con estas impresiones y evocaciones personales simplemente para advertir que, en cuanto a la Feria del Libro, no puedo tener una visión objetiva e imparcial. La Fundación El Libro, organizadora de la Feria, e integrada por la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) y las cámaras de editores, libreros e industriales gráficos es un lugar de encuentro, aunque también ha atravesado sus crisis, la última de las cuales ha sido superada hace poco. Entre los ex presidentes de la

Fundación hay amigos cercanos, como Horacio García, y otros hombres que respeto, como Jorge Naveiro –con quien me tocó compartir un período de trabajo–, Carlos Alberto Pazos y el recientemente designado Gustavo Canevaro. Una mención especial para un consejero honorario: el infatigable e inclaudicable Isay Klasse, promotor de la Comisión de Educación, uno de los grandes logros de la entidad. Anticipé que con esta edición de la Feria del Libro empieza un nuevo ciclo, una nueva etapa. Ello ocurre, sencillamente, porque no estará más Marta Díaz, la persona que dirigía la Feria, en todos sus aspectos prácticos y operativos, casi desde sus comienzos, y que inevitablemente le había impreso su propio sello. Es un tema central del que los medios no se han ocupado lo suficiente. No se trata de una simple interna, ni de un mero movimiento de personal, ni de un asunto puramente administrativo. Procuraremos, dentro de nuestros límites, salvar esta omisión. El gestor o administrador cultural argentino es una rara especie que suele tener menos prensa y reconocimiento público que un actor de segunda línea, o que un diputado provincial que diserta sobre la salinidad de las aguas. Por eso siempre tratamos de corregir esta injusticia, mencionando al menos a algunos

de los más destacados de esta cofradía. Ahí están Cristián Hernández Larguía, que fundó y ha dirigido por largos años el Pro Música de Rosario, institución internacionalmente prestigiada; Manuel Antín, fundador y rector de la Universidad del Cine, en cuyas aulas se formaron muchos de los directores y técnicos de cine jóvenes; Kive Staiff, ex director del Complejo Teatral Buenos Aires, bajo cuya conducción el Teatro San Martín de Buenos Aires se convirtió en uno los principales escenarios de América latina, y el ya desaparecido Boris Spivacow, impulsor de la Editorial Universitaria de Buenos Aires (Eudeba) y creador del Centro Editor de América Latina (CEAL), en lucha épica contra la ignorancia y la quema de libros. Un músico, un cineasta, un crítico teatral (y contador público) y un editor, procurando educar y dar goce estético al soberano, mediante un proyecto claro, la apuesta por la continuidad y el trabajo en equipo. El caso de Marta Díaz quizás ha tenido menor visibilidad, y ella misma una independencia de decisión más limitada, pero resulta perfectamente comparable al de estos grandes gestores. Marta se ha ido de la Feria, entre otros motivos, por haber solicitado su jubilación (y muy probablemente por desacuerdos con el Consejo de la Fundación El Libro, que no vale la pena investigar aquí), aunque resulta arduo ver en posición de descanso a quien, por más de 30 años, se ha dedicado, alma y vida juntas, a organizar y dirigir la Feria del Libro, con inteligencia y esfuerzo. Eso sí: rodeada por un extraordinario equipo de colaboradores, servicial y hábil en cualquier especialidad. Había que verla a Marta, sentada en su oficina, el rostro casi siempre preocupado, la sonrisa difícil, impartiendo órdenes aquí y allá con la destreza de un jefe de Estado mayor; o caminando la Feria, reexplicándola cien veces a quien tuviese que escucharla. Así lo hizo también con sus innumerables visitas a Ferias internacionales, adquiriendo experiencia y conocimientos para ser aplicados aquí. No negamos las facultades de la Fundación para remover o jubilar (si reúne las condiciones necesarias) a cualquier empleado, aun al más empinado. Tampoco tenemos nada para criticar en la designación de la nueva directora, Gabriela Adamo, una joven pero ya experta profesional del libro, a la que sólo puede deseársele buena suerte. Lo que reivindicamos es la batalla contra el olvido, el ninguneo, la falta de reconocimiento por lo menos simbólico de la tarea realizada. Podría haber sido un acto en la Feria, organizado por los amigos, o una solicitada de adhesión, o cualquier cosa parecida, por modesta que aparentara ser. Pero algo que nos brindara la conciencia de que en la Feria del Libro, al irse Marta, se ha terminado una época, y empieza otra. Esperamos que sea tan buena o mejor que la anterior. Y que, digámoslo una vez más, el principal cultivo de la Feria siga siendo la libertad, la libertad de aceptar y la libertad de oponerse, sin que nadie pueda confundir a un gran escritor con un propagandista político. Y también que brille como la mejor vidriera del rico y variado patrimonio cultural argentino, y el más apto foro de debate de los grandes problemas nacionales. Y que no deje de ser una morada de convivencia para los lectores, autores, editores y vendedores de libros, esa antigua mercancía que, pese a tantos pronósticos sombríos, sigue gozando de buena salud. © LA NACION

Las artes y las ideas, grandes embajadoras MAXIMILIANO GREGORIO CERNADAS

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A historia se prodiga en describir cómo las potencias han ejercido su influencia en el mundo mediante legiones, productos, flotas, capitales o misiles. Pero el recurso más sutil y perdurable ha sido y será siempre el de la cultura, en el sentido de la capacidad de un país para lograr que otros compartan sus criterios sobre artes, ciencias, ideas y valores. La trascendencia de la cultura en las relaciones internacionales radica, pues, en que a través de esas manifestaciones, un país despierta en otro simpatía y admiración, y por ende adscripción a un prestigio y superioridad que luego se derrama favorablemente en otras dimensiones de esa relación, como la comercial, la política o la militar. Así se consolidan alianzas internacionales más sólidas e invisibles que cualquier acuerdo escrito. Antaño abundaron modelos legendarios en el ejercicio de esta forma de poder. Hoy bastaría con repasar cuántos de los contenidos culturales más difundidos del orbe se deben a la influencia de potencias como los Estados Unidos, Francia, Inglaterra o Alemania. Quien no es consciente de esa realidad se convierte en víctima inexorable de la esfinge que devora a todo aquel que no logra descifrar sus enigmas. Desde hace ya más de un siglo, la Argentina ha venido produciendo y exportando contenidos de calidad mundial en casi todos los ámbitos de la cultura, lo cual la ha distinguido como líder cultural

PARA LA NACION

en Hispanoamérica y potencia cultural de rango internacional. Sin embargo, este puesto privilegiado se ha debido más a antiguos esfuerzos públicos y espontáneos esmeros privados que a una estrategia nacional, como las que implementan las grandes potencias mediante la asignación de cuantiosos fondos y alambicadas estructuras. Estos países comienzan por disponer de clases dirigentes con formaciones y convicciones privadas en la materia. Por ejemplo, las grabaciones de Bach interpretadas por el ex canciller

Mediante la cultura se consolidan alianzas internacionales más sólidas e invisibles que cualquier acuerdo escrito alemán Helmut Schmidt, el compromiso con la Staatsoper de Berlín del arquitecto de la reunificación alemana Hans-Dietrich Genscher, o la presencia habitual de la actual canciller Angela Merkel y de su ministro de Relaciones Exteriores, Guido Westerwelle, en el Festival de Bayreuth (incluso antes de alcanzar esos puestos) demuestran que no es una casualidad que Alemania sea una potencia musical. En cambio, que el presidente Marcelo T. de Alvear fulminara con sus prismáticos

a quien entraba tarde a una función del Colón o se ocupara personalmente de facilitar pasaportes a artistas europeos perseguidos apenas se recuerdan como excentricidades. De acuerdo con los tradicionales principios de nuestra política exterior en materia de no intervención, preeminencia de la moral y el derecho internacional, e igualdad y solidaridad entre las naciones, no puede tratarse de instrumentar una política de dominación cultural, que nos es instintivamente repugnante, sino de expandir de manera planificada nuestros canales de diálogo con el mundo, fuentes de las que se ha nutrido siempre nuestro país y que distinguen a nuestra idiosincrasia. En un mundo agobiado por el materialismo de la Realpolitik y los inducidos “choques de las civilizaciones”, la Argentina tiene la responsabilidad de asumir el liderazgo como difusor del mensaje impreso en su ADN espiritual: el ecumenismo de nuestros valores culturales, la exitosa experiencia de haber construido una sociedad multicultural y su natural inclinación a la diversidad y al respeto por otras culturas. Cuando un escritor extranjero intentó burlarse de que “los argentinos provienen de los barcos”, no hizo más que distinguir la naturaleza de nuestra índole: son precisamente esas benditas naves reales y espirituales que trajeron y llevaron por el mundo las ideas, credos y sueños diversos de San Martín, Sarmiento, Alberdi,

Saavedra Lamas, Kleiber, Houssay, Borges, Ginastera, Guevara, Gelber, Argerich, Piazzolla, Sosa, Milstein, Pérez Esquivel, Yupanqui, Schifrin, O’Donnell o Pelli, rubricando la universalidad de nuestra cosmovisión. La Argentina nació hablando un lenguaje internacional –como el del tango– que se entiende en todas partes y que no requiere de intérpretes. Por consiguiente, no puede delegar esa función en otras naciones, debe asumir con responsabilidad e inteligencia ese importante rol de dialogar directamente y sin

En el último medio siglo, el país ha carecido de una política cultural externa, que atraviese partidismos y coyunturas intermediarios con todas las culturas del mundo, representando a Hispanoamérica, puerto de abrigo de sus sueños. La dirigencia argentina del último medio siglo ha carecido de una sincera convicción acerca del valor de la cultura para la Argentina y el mundo y, en consecuencia, el país ha carecido de una verdadera política cultural externa, no en un sentido gramsciano, agonal u oportunista, sino en el de una verdadera política de Estado, que atraviese partidismos y coyunturas

adversas. Cada administración ha venido volcando esfuerzos –en ocasiones considerables–, pero desarticulados y discontinuos, desaprovechando su potencial y prestigio internacional. Los comicios nacionales y la fragua de plataformas electorales se aproximan, lo que ofrece a las actores clave (partidos políticos, Congreso, Cancillería, instituciones privadas, medios de comunicación, provincias, ONG, universidades) la oportunidad de conciliar los objetivos, estrategias, tareas y recursos que exige una política cultural externa argentina representativa, consensuada, de largo plazo. Aquellos políticos que descubran las claves de la universalidad argentina en El Aleph, de Borges o en la batuta comprometida de Daniel Barenboim, y logren persuadirse íntimamente y al votante de que la cultura argentina no es un superficial adorno de diletantes, sino un poderoso instrumento de progreso y transformación nacional, habrán de sentar las bases de una política cultura externa argentina para este siglo. Una política basada en el prestigio de su cultura y en la fuerza de sus valores más que en el de sus armas, que señale nuevos rumbos para que las naves espirituales argentinas jamás cesen de surcar los mares del mundo. © LA NACION El autor es diplomático de carrera, especializado en temas culturales