Nos hemos resignado a las mentiras

hizo Cuba con la ex Unión Soviética, Ma- duro podría pedirle .... suponía que Stalin y Mao eran el progreso, ... para elevar el deporte, sino para inyectar una alta ...
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OPINIÓN | 19

| Martes 4 de Marzo de 2014

democracia degradada. En la Argentina y en otros países de

América latina hay gobiernos que intentan reemplazar la realidad por una desvergonzada propaganda

Nos hemos resignado a las mentiras Marcos Aguinis —PARA LA NACION—

U

no de los fiscales más valientes, lúcidos y honestos que ha producido la Argentina se llama Julio César Strassera. Se desempeñó con sobriedad en el juicio a las Juntas y mantiene una impecable conducta ciudadana. No cultiva las mentiras. Desde sus entrañas, como un profeta solitario, de vez en cuando dispara artillería pesada contra los desaguisados que hunden nuestro país en una ciénaga de inmoralidad y decadencia. Pocos se atreverían a decir, por ejemplo, que “esta gente ha hecho en un gobierno democrático cosas que no se animó a hacer la dictadura”. Agregó con igual contundencia: “Éste es un gobierno de ladrones”. No escatimó en denunciar la mentira que reina en torno a los derechos humanos, de los que, afirma, hay una utilización política. “Los dos Kirchner jamás se interesaron por los derechos humanos y las madres no pudieron ir a Santa Cruz mientras gobernaba Kirchner.” A Strassera no le tembló la voz cuando se refirió a Hebe de Bonafini y Estela de Carlotto. “Lo de Hebe no me sorprendió, pero lo de Carlotto sí.” También fue durísimo con la designación de César Milani como jefe del Ejército. “Hoy, hay militares presos por mucho menos de lo que se le atribuye a Milani”, dijo. Incluyó, en el tenebroso mapa, a la Justicia. “Se quiere colonizar el Poder Judicial para garantizar impunidad futura; esta gente teme que si viene un gobierno decente va a tener que responder ante la Justicia.” El discurso político ha degenerado en casi todo el mundo, pero llevamos una horrible ventaja. Mediante la mentira frontal o encubierta, las palabras se usan para fines distintos de su real significado. Entre nosotros llamamos progreso al retroceso, democracia al autoritarismo, público a lo gubernamental, Indec a la distorsión impune de las cifras, federalismo a la genuflexión ante la Casa Rosada y a la entrega de los bienes del país a su discrecionalidad, inclusión a mantener excluidos a millones de ciudadanos mediante subsidios paralizadores. Es fácil identificar más mentiras, pero este espacio tiene sus límites.

La machacona y desvergonzada propaganda ha impuesto en amplias franjas sociales una visión errónea. Los autodenominados protectores del pueblo parecen ser, en gran medida y según revelan las investigaciones periodísticas y judiciales, saqueadores de la riqueza nacional. La debida transparencia inherente a una democracia verdadera es encubrimiento tenaz y hasta burlón. La República es desguazada sin clemencia delante de nuestros ojos. Día tras día. Con mentiras al galope. La palabra “modelo”, que debería referirse a un cuadro ideal o superior, tiene como modelo verdadero las fracasadas experiencias de Cuba y Venezuela. Cuba encendió fantasías redentoras en los años 50 y 60 (en las que yo mismo creí), mientras se devastaba la isla y encadenaba su pueblo a la férrea dictadura unipersonal de Fidel Castro. Venezuela lanzó el esperpéntico “socialismo del siglo XXI”, que encogió ese rico país a un grotesco digno de Ionesco. Ambos casos tienen al menos una virtud: demostrar que entre el fascismo y ciertas versiones del marxismo existen puentes de hermandad, tal como ya ocurrió en 1939 con el pacto entre Hitler y Stalin, que dio lugar al grosero bolchenazismo (que durante más de un año ni fascistas ni comunistas consideraron grosero, sino que se empeñaron en explicar con abundancia de racionalizaciones). Cuba y Venezuela añadieron a sus regímenes colores tropicales, con los discursos de nueve horas pronunciados por Fidel o el pajarito que le trae a Maduro mensajes del otro mundo. Cuando Daniel Ortega tuvo que entregar el poder a Violeta Chamorro en Nicaragua, Fidel le preguntó por qué lo hacía. Ortega contestó con ingenua honestidad: “Porque me ganó en las elecciones”. Entonces, Fidel hizo pantalla a su oreja con la mano y volvió a preguntar, irónico: “Te ganó… ¿en qué?”. Ortega enrojeció de vergüenza ante el adorado maestro, que prefería las democracias de mentira, como las “democracias populares” de Europa Oriental. Ahora, muchos años después, siguiendo la “democratizadora” indicación de Castro, ha conseguido que le brinden la reelección interminable, que no haya

segunda vuelta en los comicios y pueda gobernar por decreto. No tendrá que volver a entregar el mando. Es de suponer que en la Argentina algunos miran con envidia a Ortega. Ese pequeño país ha logrado “profundizar el modelo”. En otras palabras, a los gobiernos de Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua y la Argentina los enlaza la deplorable tentación de quedarse para siempre, de impedir la alternancia,

de no caer en manos de una justicia independiente. Por eso todos esos regímenes, desde el comienzo, aspiran a modificar la Constitución, garantizarse reelecciones, centralizar el poder, perseguir los medios independientes de información, amedrentar a la justicia, convertir el Congreso en una simple escribanía. Frente a pecados tan evidentes, suelen responder con mentiras “de a puño”, sin vergüenza,

machaconamente. Afirman que son “la” Democracia (con mayúscula) porque asumieron tras una elección. Mentira. La democracia no se reduce a una elección, sino a lo que se hace luego de asumir. Es curioso que muchos jefes de Estado –que sí son democráticos porque no han arrodillado al Congreso, ni a la Justicia, ni muchos medios de prensa, ni descalifican las voces opositoras, ni echan la culpa de su ineficiencia a diversos factores sociales– sigan rindiendo culto al patriarca de Cuba o al circense presidente Maduro. ¿Cobardía ante la mentira de que ellos (nada menos que ellos) son el progreso? También se suponía que Stalin y Mao eran el progreso, pero el genuino progreso empezó a crecer de forma notable tras su muerte. La Argentina creyó haber dado un paso adelante irreversible a fines de 1983. No fue así. Quedaron vigentes algunas formas, pero se fue ahuecando el contenido. La palabra “instituciones” no genera entusiasmo. Muchos ignoran su importancia. O la descartan con asco. Los grandes avances que tuvo nuestro país fueron interrumpidos por la emergencia de un nunca totalmente muerto absolutismo monárquico. Se construyen muchos monumentos a la memoria porque tenemos mala memoria. No nos acordamos, por ejemplo, de cómo peregrinaban a Madrid los dirigentes políticos de entonces para obtener la bendición de Isabelita, esa pobre mujer encaramada a jefa de Estado y líder de un enorme partido político; se insistía en su capacidad por ser “la mejor alumna de Perón”. ¡Para racionalizar la mentira somos geniales! Nos olvidamos de por qué Galtieri fue a la guerra y masas compactas, ciegas, lo vivaron en la Plaza de Mayo. Nos olvidamos de que el Congreso, puesto de pie, aplaudió la catastrófica decisión presidencial de no pagar la deuda externa. Y así en adelante. Se mentía que eso era bueno para el país. En la Argentina nos hemos resignado a la mentira. No se explicaría si no que durante tantos años una institución oficial como el Indec arrojase estadísticas falsificadas con alevosía. No se toleraría la mentira de que Fútbol para Todos existe para elevar el deporte, sino para inyectar una alta dosis de propaganda goebbeliana. No se aceptaría que la Presidenta diga que usa la cadena oficial porque los medios independientes no difunden los éxitos de su gestión, ya que su gestión dispone de una extensa, oceánica y abrumadora red de medios que sólo se dedica a ensalzarla. No se impediría la impresión de billetes de quinientos o mil pesos para que sigamos con la mentirosa ilusión de que la inflación es inexistente. No se habría dicho que la inseguridad es sólo una sensación. Una mentira tras otra. O encima de otra. O dentro de otra. Incesantes. Selváticas. Por eso los cañonazos del fiscal Strassera funcionan como un oportuno reflector. Muestran que nuestro jardín de las mentiras está impregnado de un veneno al que, tarde o temprano, lograremos erradicar. © LA NACION

Simón Díaz, el músico que logró unir a Venezuela Luis Gregorich —PARA LA NACION—

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n pleno desarrollo de la crisis venezolana, el pasado 19 de febrero, mientras las manifestaciones oficialistas y opositoras asolaban Caracas y otras ciudades, hubo un viejo cantor y compositor que con su muerte física pudo reunir a los dos bandos, excepcionalmente, en su homenaje. El presidente Maduro se dio su tiempo para encabezar las honras fúnebres de esta figura de la cultura y el mundo civil; el líder opositor Leopoldo López también lo despidió con emoción. Simón Díaz era, quizás, el mayor exponente vivo de la tradición folklórica de su país, y en especial de aquella música llanera que representa a su manera –tan diferente y sin embargo con algunos rasgos comunes con nuestra expresión pampeana– la vida de las planicies venezolanas y los cantos de trabajo y de fiesta de sus pobladores.

Había nacido en Barbacoas, Urdaneta (estado de Aragua), el 8 de agosto de 1928. Aprendió muy joven a tocar el cuatro, la pequeña y expresiva guitarra de su tierra. A partir de 1940 vivió en San Juan de los Morros (Guárico) y más tarde se radicó en Caracas, donde completó su formación musical. En algún aula coincidió con José Antonio Abreu, el creador del programa de las orquestas juveniles cuyo retoño más prestigioso es hoy el director Gustavo Dudamel. En la década de 1950 se hizo conocer y consolidó su popularidad con un programa radial, El llanero, que más tarde sería sucedido por éxitos aun mayores en apariciones televisivas, en especial una dedicada al público infantil, Contesta por tío Simón. En adelante sería el Tío Simón para los chicos venezolanos. Trabajó también como actor en varias películas. Al mismo tiempo, una fecunda asociación

con el compositor y productor Hugo Blanco le permitió iniciar su larga carrera discográfica, con especial consagración a la canción llanera, y sobre todo al rescate de la tonada, a la que enriqueció con decenas de títulos. En América latina conocemos poco, demasiado poco, de las creaciones artísticas y culturales de nuestros vecinos; menos, en todo caso, que de la vida y pasiones de los astros hollywoodenses. Entre quienes nos han enseñado algo en medio de esta indiferencia hay que mencionar a dos mujeres que, cada una en su espacio, merecen el más justo aplauso: una, Isabel Aretz, argentina, etnomusicóloga que vivió muchos años en Venezuela y cuyos trabajos académicos sobre el conjunto de la música latinoamericana siguen siendo ejemplares, y otra, Cecilia Todd, venezolana, notable cantante e investigadora, que estuvo

entre nosotros en buena parte de la década de 1970, que completó sus estudios vocales con Susana Naidich, que cantó canciones de Simón Díaz, que fue amiga de Mercedes Sosa y que nos hizo conocer el “Pajarillo verde”, aquel joropo (principal género llanero) después tantas veces escuchado. Simón Díaz también tuvo (y mantiene) su canción insignia: “Caballo viejo”, a la que hay que agregar, entre muchos otros títulos, “El becerrito”, la “Tonada del cabrestero”, “Sabana”, la “Tonada de luna llena” (Almodóvar la incluyó, cantada por Caetano Veloso, en su película La flor de mi secreto) y “Mi querencia”. Se ha dicho de “Caballo viejo” que, junto a la clásica “Alma llanera” de Pedro Elías Gutiérrez (que cumple un siglo en este año), es el emblema de la canción popular venezolana; en todo caso, es la más grabada, con más de 350 versiones en 12 idiomas y

por intérpretes como Julio Iglesias, María Dolores Pradera, Rubén Blades, Opus Cuatro, Armando Manzanero, Martirio y Plácido Domingo. ¿Cuál es el valor de este viejo cantautor que, muriéndose, consiguió reunir, al menos por un instante, a gobernantes y opositores separados por un duro tumulto político? Tal vez, haber sido, junto a creadores como Atahualpa Yupanqui, Violeta Parra o Chabuca Granda, constructor de una nueva escena musical, a pesar de sus orígenes y de influencias llegadas de Europa y África. Somos distintos. Y Simón Rodríguez, el maestro de Simón Bolívar (los padres de los Simones que siguieron), lo sostuvo, allá por 1840, al referirse a nuestro continente: “La lengua, los tribunales, los templos y las guitarras engañan al viajero… Se habla, se pleitea, se reza yse tañe a la española, pero no como en España”. © LA NACION

claves americanas

Las alternativas de Maduro Andrés Oppenheimer —PARA LA NACION—

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MIAMI

l desastroso gobierno del presidente Nicolás Maduro está en problemas más serios de lo que muchos creen, no por las protestas estudiantiles que ya han resultado en más de 16 muertes, sino por la tasa de inflación anual del 56% –la más alta del mundo–, que muy pronto puede tornar ingobernable el país. La gran mayoría de los economistas coinciden en que ninguna nación del mundo ha logrado mantener estable durante varios años un índice de inflación de ese nivel. La historia enseña que cuando los países llegan a esos niveles de inflación, o bien adoptan drásticos paquetes de austeridad para controlar la inflación, o caen en la hiperinflación, el caos económico y político. En otras palabras, sería muy difícil que Maduro logre mantenerse en el poder hasta el final de su período, en 2019, sin tomar medidas drásticas para detener la espiral inflacionaria, poner fin a la escasez de alimentos e impedir la

ingobernabilidad. Las siguientes son algunas de las opciones que tiene para actuar. 1) Un paquetazo de medidas de austeridad respaldado por el Fondo Monetario Internacional (FMI). Maduro podría pedirle al FMI que rescate a Venezuela con préstamos de emergencia condicionados a medidas de austeridad. Eso exigiría, entre otras cosas, un enorme recorte del gasto público, revertir las nacionalizaciones, levantar los controles de precios y devolver al banco central su independencia. Por supuesto, esas medidas están en las antípodas de lo que Maduro y su predecesor, Hugo Chávez, han estado predicando en los últimos 15 años. Y para poder aplicar estas medidas de ajuste se necesitaría formar un gobierno de coalición para evitar que las actuales protestas callejeras se tornen aún más multitudinarias. 2) Un paquetazo de medidas de austeridad autoimpuesto, sin participación del FMI. Tal como hizo recientemente México con su Pacto por México, en el que los

principales partidos políticos acordaron reformas económicas, Maduro podría firmar un pacto con la oposición para lanzar un plan de salvación nacional. Pero lo más probable es que la oposición no acepte tomar responsabilidad por el desastre económico de Maduro, a menos que haya un gobierno de coalición que restaure la separación de poderes, y convoque a elecciones anticipadas. 3) Dolarizar la economía. Como Panamá, Ecuador y más recientemente Zimbabwe, Maduro podría detener la espiral inflacionaria sustituyendo la moneda venezolana por una canasta de monedas, lo que en la práctica significa adoptar el dólar estadounidense. Eso ayudaría a devolver la confianza en la economía del país. El problema es que, además de poner en ridículo su propio discurso “antiimperialista”, dolarizar implicaría enormes recortes al gasto público. Eso, al igual que las opciones anteriores, sería muy difícil de hacer

sin un gobierno de coalición o un acuerdo político con la oposición. 4) Un rescate financiero de China. Como hizo Cuba con la ex Unión Soviética, Maduro podría pedirle a China que rescate a Venezuela a cambio de tomar el control del país y convertirlo en un Estado satélite. El problema es que los chinos son muy cautelosos y ya están preocupados por los más de 20.000 millones de dólares que les debe Venezuela. El año pasado, Venezuela le pidió a China préstamos por 10.000 millones de dólares, con mejores condiciones, pero sólo consiguió la mitad de ese monto, y con condiciones más duras. Ahora, con mayor incertidumbre política que el año pasado, sería aún menos probable que China aceptara rescatar a Venezuela, dice Evan Ellis, profesor del Centro de Estudios para la Defensa Hemisférica de Washington D.C., y experto en las relaciones entre China y América latina. Cuando le pregunté si China no podría asumir mayores riesgos a

cambio de poder controlar un país petrolero como Venezuela, me dijo que es improbable. “En todas las oportunidades estratégicas y económicas que los chinos aprovechan en América latina, siempre toman en cuenta la reacción de los Estados Unidos –me dijo Ellis–. No quieren convertir a su mayor socio comercial en su enemigo”. Mi opinión: es difícil decir qué opción elegirá Maduro. No puede sentarse a esperar una nueva alza de los precios mundiales del petróleo, porque ningún economista serio está pronosticando eso. No le va a quedar otra opción que adoptar un paquetazo de medidas de austeridad, que no podrá implementar por sí solo en un país profundamente dividido sin provocar más protestas sociales. Si no hay un rescate chino, todos los caminos apuntan a que necesitará un pacto político con los líderes de la oposición a quienes hoy insulta a diario. © LA NACION Twitter: @oppenheimera