Memoria y balance

11 nov. 2011 - San Luis, Misuri (La poesía de. Alberto Girri, 1986), y de Luis. Alberto Vittor (Simbolismo e iniciación en la poesía de Alber- to Girri, 1990) ...
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eficacia y seriedad leal y desinteresada. Asimismo, siempre hacía referencia a una frase de Robert Musil, porque compartía su contenido: “El primer deber de un escritor es servir a la literatura de su país”. Él lo hizo con creces. Aportó una verdadera renovación en el campo de la poesía e instaló un estilo propio, perfectamente reconocible, caracterizado por esa famosa impersonalidad y una peculiar sintaxis, que definía su forma mentis. Este estilo fue polémico, combatido por muchos, ininteligible para otros y admirado por un importante círculo local e internacional de seguidores. Desde que ganó el Primer Premio Nacional de Poesía, en 1967, vivió con austeridad de la pensión otorgada por ese premio y de la que le brindaba el Primer Premio Municipal. Dedicaba prácticamente todo su tiempo a la poesía y a sus reflexiones sobre ella. Antes había sido desde docente hasta empleado público, pasando por el oficio de corrector. Se había desempeñado también como asesor de una conocida editorial. Desde 1948 colaboró en la revista Sur, de Victoria Ocampo. Allí integró el comité de redacción. Unos años antes había comenzado a publicar con regularidad en el suplemento literario de La Nacion, cosa que hizo prácticamente hasta su muerte. También fue asiduo colaborador del suplemento de literatura de La Gaceta de Tucumán, dirigido por Daniel A. Dessein. En cuanto a su vida sentimental, sabemos que estuvo casado con la pintora Leonor Vassena, quien murió en 1964, en extrañas circunstancias (algunos hablaron de suicidio). “Leonor –cuenta Jorge Cruz en un prólogo en que analiza minuciosa y agudamente al poeta y su obra– era espléndida, tenía una larga melena y se arrojaba a la pileta con silenciosa elegancia. En La Nacion publicaba dibujos prodigiosamente escuetos y, sin embargo, o por eso mismo, muy intensos.” Durante

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Viernes 11 de noviembre de 2011

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En estos momentos tengo entre mis manos los poemas de Girri elegidos y prologados por Jorge Monteleone en una relevante antología titulada Alberto Girri. Poemas selectos y editada por Corregidor el año pasado. El lector neófito en Girri puede posponer el encuentro con los seis tomos de su obra poética completa para concentrarse en este volumen, donde va a encontrar un panorama ejemplar del camino poético de Girri, así como con-

años, Leonor Vassena ilustró libros y dibujó o pintó los motivos de las tapas de muchos de ellos. Otra mujer importante en la vida de Girri fue la traductora Aurora Bernárdez, quien se casaría luego con Julio Cortázar. En el tema afectivo y en cuanto a su privacidad en general, Alberto era discreto y reservado, y sellaba con una sonrisa silenciosa cualquier posible confidencia que uno quisiera obtener de sus labios, considerándola casi siempre una infidencia. En ese sentido también era todo un caballero. Se refería con gran devoción a su madre, Delfina, a quien le dedicó aquel paradigmático poema “Tú, Delfina” (“Oh Delfina/ tu corazón ahora envuelve la ciudad/ el mundo entero”) y también “La madre”, del libro Coronación de la espera: “Madre, estás aquí. Te tengo encerrada en una vieja postal/ y retrocedo hasta llegar a tu agua de niña/[…] Ni tú has muerto ni yo he nacido”. A lo largo de veinte años, Girri tuvo una relación amistosa con Borges. En el prólogo del libro de viajes Atlas, Borges le agradece a Girri por haber sido el primer inspirador de ese tomo, que comprende textos borgeanos y fotografías de María Kodama. La ocurrencia fue apoyada también por Pezzoni. Dice Borges: “Girri observó que [textos y fotos] podrían entretejerse en un libro sabiamente caótico”. Se los ve a los cuatro (Borges, Girri, Pezzoni y María) en una de las páginas, sonrientes, en una foto tomada en un restaurante japonés de Buenos Aires, en la víspera de un viaje, el 22 de agosto de 1983.

Cuando la idea del yo se aleja De lo que va adelante y de lo que sigue atrás, de lo que dura y de lo que cae, me deshago, abandonado quedo del fuerte soplo, del suave viento, y quieto, las espaldas vueltas las manos hacia arriba, apoyo en el suelo, corazón abjurando de armas, faltas, de oraciones donde borrar las faltas, blando organismo, entidad que ignora cómo decir: “Yo soy”, y en la que enfermedad y muerte, vejez y nacimiento, ya no encontrarán lugar, como no lo encontraría el tigre para meter su garra, el rinoceronte el cuerpo, la espada su filo Antes hacía, ahora comprendo.

Gatos Hoy, domingo, deponen su ferocidad, su mando de orejas erguidas, su arcaica brujería, y optan por echarse e inspeccionar nuestro descanso, la labor de clasificación, rotulado, encasillamiento, de nuestras pequeñas construcciones, y acaso el displicente ronroneo es un perdón, un acorde de la música del instinto. A media tarde dejamos de interesarles, enmudecen, y con envidiable solidaridad corren hacia sus iguales, la abeja que revolotea en el jardín, la hoja cayendo en espiral sin sentido aparente: velos rojizos y dorados lustres vegetales cuelgan de las zarpas.

(De El ojo, 1963) Estirados en el sillón, mirando esos enigmáticos juegos, nuestras sensaciones se aclaran, se hacen más claras que los dictados del cerebro. No, no los llamaremos, la interrupción les disgustaría. (De La condición necesaria, 1960)

Traductor, prosista y pensador Más allá de la revolución que produjo con su poesía (que él definía como cerrada pero no oscura, ya que lo cerrado se puede abrir si tiene uno la llave y lo oscuro no), Alberto Girri fue un eximio traductor de grandes poetas anglosajones como T. S. Eliot,

versaciones con Pezzoni y versiones castellanas de sus poetas y poemas predilectos. Muy interesantes son, asimismo, los libros de la académica norteamericana Muriel Slade Pascoe, profesora de la Universidad Washington en San Luis, Misuri (La poesía de Alberto Girri, 1986), y de Luis Alberto Vittor (Simbolismo e iniciación en la poesía de Alberto Girri, 1990), donde el autor indaga en el simbolismo iniciático de Girri. Es prácticamente imposible retratar en un artículo la compleja personalidad de uno de los más importantes exponentes de la generación del 40

en la Argentina literaria. Para escribir esta nota acudí varias veces a un ayudante secreto e invalorable que tengo siempre a mano y que Girri me regaló unos años antes de morir. Se trata del famoso Diccionario ideológico de Julio Casares (editado en Barcelona, en 1942). Cada vez que abro ese libraco, como también el grande y pesado volumen del Diccionario de la Real Academia Española (1970) que me obsequiaron sus herederas (Raquel Lynch y Nina de Kalada), siento una perturbación muy singular. Es como si lo acompañara a Alberto en sus búsquedas obsesivas, en su rigor como escritor, y como

si esas páginas ya amarillentas me transmitieran un fuego, una pasión intelectual, un rigor que le eran propios. Más allá de esto, me estremece pensar que mis manos heredaron la huella de las suyas, y así es como si sintiera su presencia en alguna parte de este cuarto, en este rincón donde, humildemente, me dedico a entrelazar palabras. Lo que experimento en forma consciente es una inmensa gratitud por este privilegio: poder usar los diccionarios de Girri. Si tuviera que resumir la actitud de Girri ante la poesía y ante la reacción de críticos y lectores, lo haría con una fra-

se de Katherine Anne Porter que –sé– le era querida: “Uno de los rasgos distintivos de un talento es el coraje de tenerlo”. Era, sin lugar a dudas, su caso. Han pasado veinte años desde su muerte. Girri decía siempre que cuando un escritor o un artista se va de este mundo se cierne sobre él un manto de olvido que dura veinte años. Si es así, ya llegó el momento de que el manto se vaya haciendo cada vez más transparente, hasta perderse en la invisibilidad, para hacer visible lo que había ocultado: el genio de un poeta, una obra vasta, compleja, polifacética, que se merece una pronta resurrección.