Medioambiente e igualdad social - Vicepresidencia del Estado

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Medioambiente e igualdad social

¿

Puede la naturaleza hablar? ¿Puede la naturaleza contarnos los males que le afectan? Descontando el lenguaje verbal creado por el ser humano, la naturaleza no verbaliza; lo que sí tiene es una capacidad infinita de comunicar, mediante otros lenguajes no proposicionales, un conjunto de conmociones que la están perturbando. El calentamiento global es uno de estos cambios dramáticos que a diario la naturaleza nos informa. Cambios abruptos del clima, sequias en regiones anteriormente húmedas; deshielo de glaciales, cataclismos ambientales, huracanes con fuerza nunca antes vista, desbordes crecientes de ríos., etc., son solo unos de los cuantos efectos comunicacionales con los que la naturaleza informa de lo que le está sucediendo. No obstante, la manera en que las catástrofes ambientales afectan la vida de la humanidad no es homogénea ni equitativa; mucho menos lo es la responsabilidad que cada ser humano tiene en su origen.

Clase y raza medioambiental En la última década, se puede constatar que las catástrofes naturales más importantes es-

Álvaro García Linera tán presentes por todo el globo terráqueo, sin diferenciar continentes o países; en ese sentido, existe una especie de democratización geográfica del cambio climático. Sin embargo, los daños y efectos que esos desastres provocan en las sociedades, claramente están diferenciados por país, clase social e identificación racial. De manera consecutiva, hemos tenido en el periodo 2014-2016, los años más calurosos desde 1880, lo que explica la disminución en el ritmo de lluvias en muchas partes del planeta. Aun así, los medios materiales disponibles para soportar y remontar estas carencias y, por tanto, los efectos sociales resultantes de los trastornos ambientales, son abismalmente diferentes según el país y la condición social de las personas afectadas. Por ejemplo, ante la escasez de agua en California, la gente se vio obligada a pagar hasta un 100% más por el líquido elemento, aunque esto no afectó su régimen de vida. En cambio, en el caso de la Amazonía y las zonas de altura del continente latinoamericano se tuvo una dramática reducción del acceso a los recursos hídricos para las familias indígenas, provocando malas cosechas, restricción en el consumo humano de agua y ‒especialmente en la Amazonía‒ pará-

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lisis de gran parte de la capacidad productiva extractiva con la que las familias garantizaban su sustento anual. Asimismo, el paso del huracán Katrina por la ciudad de Nueva Orleans en 2005, dejó más de dos mil muertos, miles de desaparecidos y un millón de personas desplazadas. Pero los efectos del huracán no fueron los mismos para todas las clases e identidades étnicas. Según el sociólogo P. Sharkey1, el 68 % de las personas fallecidas y el 84 % de las desaparecidas eran de origen afroamericano. Ello, porque en las zonas propensas a ser inundadas, donde el valor de la tierra es menor, viven las personas de menos recursos; mientras que los que habitan en las zonas altas son los ricos y blancos. En este y en todos los casos, la vulnerabilidad y el sufrimiento se concentran en los más pobres (indígenas y negros), es decir, en las clases e identidades socialmente subalternas. De ahí que se pueda hablar de un enclasamiento y racialización de los efectos del cambio climático. Entonces, los medios disponibles para una resiliencia ecológica ante los cambios medioambientales dependen de la condición socioeconómica del país y de los ingresos monetarios de las personas afectadas. Y, dado que estos recursos están concentrados en los países con las economías dominantes a escala planetaria y en las clases privilegiadas, resulta que ellas son las primeras y únicas capaces de soportar y disminuir en su vida esos impactos, comprando casas en zonas con condiciones ambientales sanas, accediendo a tecnologías preventivas, disponiendo de un mayor gasto para el acceso a bienes de consumo imprescindibles, etc. En cambio, los países más pobres y las clases sociales más vulnerables, tienden a ocupar espacios con condiciones ambientales frágiles o degradadas, carecen de medios para 1

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P. Sharkey, “Survival and death un New Orleans: an empirical look at the human impact of Katrina”, en Journal of Black Studies, 2007; 37; 482. En: http://www.patricksharkey.net/images/ pdf/Sharkey_JBS_2007.pdf.

acceder a tecnologías preventivas y son incapaces de soportar variaciones sustanciales en los precios de los bienes imprescindibles para sostener sus condiciones de vida. Por tanto, la democratización geográfica de los efectos del calentamiento global se traduce, instantáneamente, en una concentración nacional, clasista y racial del sufrimiento y el drama causados por los efectos climáticos. Este enclasamiento racializado del impacto medioambiental se vuelve paradójico e incluso moralmente injusto cuando se comparan los datos de las poblaciones afectadas y de las poblaciones causantes o de mayor incidencia en su generación. La nueva etapa geológica del antropoceno ‒ un concepto propuesto por el Premio Nobel de Química, P. Crutzen‒, caracterizada por el impacto del ser humano en el ecosistema mundial, se viene desplegando desde la Revolución Industrial a inicios del siglo XVIII. Y, desde entonces, primero Europa, luego Estados Unidos, y en general las economías capitalistas desarrolladas y colonizadoras del norte, son las principales emisoras de los gases de efecto invernadero que están causando las catástrofes climáticas. Sin embargo, los que sufren los efectos devastadores de este fenómeno son los países colonizados, subordinados y más pobres, como los de África y América Latina, cuya incidencia en la emisión de CO2 es muchísimo menor. Según datos del Banco Mundial2, Kenia contribuye con el 0,1 % de los gases de efecto invernadero, pero las sequías provocadas por el impacto del calentamiento global llevan a la hambruna a más del 10 % de su población. En cambio, en EEUU, que contribuye con el 14,5 %, la sequía solo provoca una mayor erogación de los gastos en el costo del agua, dejando intactas las condiciones básicas de vida de su ciudadanía. En promedio, un alemán 2

Databank-Banco Mundial 2013.

emite 9,2 toneladas de CO2 al año; en tanto que un habitante de Kenia, 0,3 toneladas. No obstante, quien lleva en sus espaldas el peso del impacto ambiental es el ciudadano keniano y no el alemán. Datos similares se puede obtener comparando el grado de participación de los países del norte en la emisión de gases de efecto invernadero, como Holanda (10 TM por persona/año), Japón (7 TM), Reino Unido (7,1 TM), España 5 TM), Francia 8 % TM), pero con alta resilencia ecológica; frente a países del sur con baja participación en la emisión de gases de efecto invernadero, como Bolivia (1,8 TM), Paraguay (0,7 TM), India (1,5 TM), Zambia (0,2 TM), etc., pero atravesados de dramas sociales producidos por el cambio climático. Existe, entonces, una oligarquización territorial de la producción de los gases de efecto invernadero, una democratización planetaria de los efectos del calentamiento global, y una desigualdad clasista y racial de los sufrimientos y efectos de las conmociones medioambientales.

Medioambientalismos coloniales Si la naturaleza comunica los impactos de la acción humana en su metabolismo de una forma jerarquizada, también existen ciertos conceptos referidos al medioambiente, parcializados de una manera todavía más escandalosa; o, peor aún, que legitiman y encubren estas focalizaciones regionales, clasistas y raciales. Como señala McGurty3 para el caso norteamericano en la década de los 70 del siglo XX, lo que hizo posible que el debate público sobre las demandas sociales de las minorías étnicas urbanas, e incluso del movimiento obrero sindicalizado, fuera soslayado, llevando a que la “temática social” perdiera fuerza de presión frente al gobierno, fue un tipo de discurso medioambientalista. Un nuevo lenguaje acerca del medioambiente, cargado de 3

E. McGurty, Transforming Environmentalism, Rutgers University Press, New Brunswick, 2007.

una asepsia respecto a las demandas sociales, que ciertamente puso sobre la mesa una temática más “universal”, pero con responsabilidades “adelgazadas” y diluidas en el planeta; a la vez que distantes política y económicamente respecto a las problemáticas de las identidades sociales (obreros, población negra). Aspecto que no deja de ser celebrado por las grandes corporaciones y el gobierno que ven encogerse así sus deudas sociales con la población. Por otra parte, el sociólogo francés Keucheyan4 subraya cómo en ciertos países como Estados Unidos, el “color de la ecología no es verde sino blanco”; no solo por la mayoritaria condición social de los activistas ‒por lo general, blancos, de clase media y alta‒, sino también por la negativa de sus grandes fundaciones a involucrarse en temáticas medioambientales urbanas que afectan directamente a los pobres y las minorías raciales. Al parecer, la naturaleza que vale la pena salvar o proteger no es “toda” la naturaleza ‒de la que las sociedades son una parte fundamental‒, sino solamente aquella naturaleza “salvaje” que se encuentra esterilizada de pobres, negros, campesinos, obreros, latinos e indios, con sus molestosas problemáticas sociales y laborales. Todo ello refleja, pues, la construcción de una idea sesgada de naturaleza de clase, asociada a una pureza original contrapuesta a la ciudad, que simboliza la degradación. Así, para estos medioambientalistas, las ciudades son sucias, caóticas, oscuras, problemáticas y llena de pobres, obreros, latinos y negros, mientras que la naturaleza a proteger es prístina y apacible, el santuario imprescindible donde las clases pudientes, que disponen de tiempo y dinero para ello, pueden experimentar su autenticidad y superioridad. 4

R. Keucheyan, La naturaleza es un campo de batalla, Clave Intelectual, España, 2016.

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En los países subalternos, las construcciones discursivas dominantes sobre la naturaleza y el medioambiente comparten ese carácter elitista y disociado de la problemática social, aunque incorporan otros tres componentes de clase y de relaciones de poder. En primer lugar se encuentra el estado de auto-culpabilización ambiental. Eso quiere decir que la responsabilidad frente al calentamiento global la distribuyen de manera homogénea en el mundo. Por tanto, talar un árbol para sembrar alimentos tiene tanta incidencia en el cambio climático como instalar una usina atómica para generar electricidad. Y como en la mayoría de los países subalternos existe una apremiante necesidad de utilizar los recursos naturales para aumentar la producción alimenticia u obtener divisas a fin de acceder a tecnologías y superar las precarias condiciones de vida heredadas tras siglos de colonialidad, entonces, para estas corrientes ambientalistas, los mayores responsables del calentamiento global son estos países pobres que depredan la naturaleza. No importa que su contribución a la emisión de gases de efecto invernadero sea del 0,1 % o que el impacto de los millones de coches y miles de fábricas de los países del norte afecte 50 o 100 veces más al cambio climático. Surge así una especie de naturalización de la acción anti-ecológica de la economía de los países ricos, de sus consumos y de su forma de vida cotidiana, que en realidad son las causantes históricas de las actuales catástrofes naturales. Dicha esquizofrenia ambiental llega a tales extremos, que se dice que la reciente sequía en la Amazonía es responsabilidad de unos cientos de campesinos e indígenas que habilitan sus parcelas familiares para cultivar productos alimenticios y no, por ejemplo, del incesante consumo de combustibles fósiles que en un 95 % proviene de una veintena de países del norte, altamente industrializados.

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La financiarización de la plusvalía medioambiental Un segundo componente de esta construcción discursiva de clase es una especie de “financiarización medioambiental”. En los países capitalistas desarrollados ha surgido una economía de seguros, expansiva y altamente lucrativa, que protege a empresas, multinacionales, gobiernos y personas de posibles catástrofes ambientales. Así, el desastre ambiental ha devenido en un lucrativo y ascendente negocio de aseguradoras y reaseguradoras que protegen las inversiones de grandes empresas, no solo de crisis políticas, sino de cataclismos naturales mediante un mercado de “bonos catástrofe”5, volviendo al capital “resilente” al calentamiento global. Paralelamente a ello, en los países subalternos emerge un amplio mercado de empresas de transferencia de lo que hemos venido a denominar plusvalía medioambiental. A través de algunas fundaciones y ONG, las grandes multinacionales del norte financian, en los países pobres, políticas de protección de bosques. Todo, a cambio de los Certificados de Emisión Reducida (CER)6 que se cotizan en los mercados de carbono. De esta manera, por una tonelada de CO2 que se deja de emitir en un bosque de la Amazonía gracias a unos miles de dólares entregados a una ONG que impide su uso agrícola, una industria norteamericana o alemana de armas, autos o acero, que utiliza como fuente energética al carbón y emite gases de efecto invernadero, puede mantener inalterable su actividad productiva sin necesidad de cambiar de matriz energética o de reducir su emisión de gases ni mucho menos parar la producción de sus mercancías 5

Banco Mundial, “Seguro contra riesgo de desastres naturales: Nueva plataforma de emisión de bonos de catástrofes”, en http:// www.bancomundial.org/es/news/feature/2009/10/28/insuring-against-natural-disaster-risk-new-catastrophe-bond-issuance-platform.

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BID/ BALCOLDEX, “Guía en Cambio Climático y Mercados de Carbono”, en https://www.bancoldex.com/documentos/3810_ Guia_en_cambio_clim%C3%A1tico_y_mercados_de_carbono.pdf

medioambientalmente depredadoras. En otras palabras, a cambio de 100.000 dólares invertidos en un alejado bosque del sur, la empresa puede ganar y ahorrar cientos de millones de dólares, manteniendo la lógica de consumo destructiva inalterada. Así, hoy el capitalismo depreda la naturaleza y eleva las tasas de ganancia empresarial. Convierte la contaminación en un derecho negociable en la bolsa de valores. Hace de las catástrofes ambientales provocadas por la producción capitalista, una contingencia sujeta a un mercado de seguros. Y finalmente transforma la defensa de la ecología en los países del sur, en un redituable mercado de bonos de carbono concentrado por las grandes empresas y países contaminantes. En definitiva, el capitalismo esta subsumiendo de manera formal y real la naturaleza, tanto en su capacidad creativa, como el mismísimo proceso de su propia destrucción. Por último, el colonialismo ambiental recoge de su alter ego del norte el divorcio entre naturaleza y sociedad, con una variante. Mientras que el ambientalismo dominante del norte propugna una contemplación de la naturaleza purificada de seres humanos ‒su política de exterminio de indígenas le permite ese exceso‒, el ambientalismo colonizado, por la fuerza de los hechos, se ve obligado a incorporar en este tipo de naturaleza idea-

lizada, a los indígenas que inevitablemente habitan en los bosques. Pero no a cualquier indígena porque, para ellos, el que cultiva la tierra para vender en los mercados, el que reclama un colegio, hospital, carretera o los mismos derechos que cualquier citadino, no es un verdadero sino un falso indígena, un indígena a “medias”, en proceso de campesinización, de mestización; por tanto, un indígena “impuro”. Para el ambientalismo colonial, el indígena “verdadero” es un ser carente de necesidades sociales, casi camuflado con la naturaleza; ese indígena fósil de la postal de los turistas que vienen en busca de una supuesta “autenticidad”, olvidando que ella no es más que un producto de siglos de colonización y despojo de los pueblos del bosque. En síntesis, no hay nada más intensamente político que la naturaleza, la gestión y los discursos que se tejen alrededor de ella. Lo lamentable es que en ese campo de fuerzas, las políticas dominantes sean, hasta ahora, simplemente las políticas de las clases dominantes. Por eso, aun son largos el camino y la lucha que permitan el surgimiento de una política medioambiental que, a tiempo de fusionar temáticas sociales y ecológicas, proyecte una mirada protectora de la naturaleza desde la perspectiva de las clases subalternas, en lo que alguna vez Marx denominó una acción metabólica mutuamente vivificante entre ser humano y naturaleza7.

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Marx, El Capital, Tomo III; Ed. Siglo XXI, pág. 1044, México, 1980.

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Environment and social equity Álvaro García Linera

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s nature able to speak? Can nature talk about its ailments? With the exception of verbal language, created by human beings, nature cannot verbalize. Instead, nature has the infinite capacity to communicate the series of shocks that are disturbing it, through other non propositional languages. Nature informs us daily about those dramatic changes. Global warming is one of them. Sudden climate changes, droughts in humid regions, glacier melting, environmental cataclysms, hurricanes with a strength never seen before, an increase in river overflowing, etc., are just some of the communicational effects that nature uses to inform us about what is happening. However, those environmental catastrophes do not affect the life of humanity in a homogenous and equitable way. The responsibility of every human being in the origins of these catastrophes is not comparable, either.

Class and environmental race In the last decade, we have confirmed that very destructive natural catastrophes are

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found everywhere in the world, with no distinction by continent or country. There is, in some way, a geographical democratization of climate change. However, the damages and effects that those catastrophes provoke in societies are clearly differentiated by country, social class and racial identity. We had, between 2014 and 2016, three consecutive years with record temperatures, the most elevated since 1880, which explains decreasing rainfalls in many parts of the world. But the existing material resources to endure and overcome those shortages, and the social effects provoked by this environmental turmoil, are abysmally different depending on the country or social condition of those affected. For instance, when California suffered a water shortage, people had to pay more for their water, even a 100% more, and that didn’t affect their way of life. By contrast, in the Amazon region and in the highlands of Latin America, indigenous families experienced a steep decline in their access to water resources. That provoked poor harvests, a reduction in human consumption of water and (especially in the Amazon region) the paralysis of the extractive productive ca-

pacity by which families guaranteed their annual subsistence. Likewise, Katrina, in New Orleans in 2005, left more than 2000 dead, thousands of missing persons and a million of displaced. But the effects of the hurricane were not the same for every class and ethnic group. According to sociologist P. Sharkey1, 68% of dead and 84% of missing persons were African American. That happened because residents with a lower income live where the land is cheaper, in areas prone to floods, whereas the rich and white live in higher areas. In this case, as in many others, suffering and vulnerability concentrate among the poorest (indigenous people, African American), namely, classes and identities that are socially subordinated. That’s why we can use the terms class and race when we talk about the effects of climate change. The availability of resources to enhance environmental resiliency to climate change depend on the socioeconomic conditions of a given country and on the income of affected people. Since those resources are concentrated in countries with predominant economies of global reach and in the hands of the privileged few, it is logical that those classes are the first, and the only ones, able to endure and reduce the environmental impacts in their lives. They buy houses in areas with better environmental conditions, they have access to preventive technologies, and they can spend more to buy some essential goods, etc. By contrast, poor countries and vulnerable social classes tend to live in areas with fragile or degraded environmental conditions, they lack the resources to gain access to preventive technologies and they are not able to bear substantial changes in the price of essential goods to sustain their 1

P. Sharkey, “Survival and death un New Orleans: an empirical look at the human impact of Katrina”, en Journal of Black Studies, 2007; 37; 482. En: http://www.patricksharkey.net/images/ pdf/Sharkey_JBS_2007.pdf.

life conditions. This geographical democratization of global warming effects is translated, instantly, in a national, classist and racial concentration of the suffering and tragedies provoked by climatic effects. The inclusion of race and class in the study of environmental impacts becomes paradoxical and even morally unfair when we compare data between harmed populations and those who provoke or contribute the most to generate those impacts. This new geological era, the Anthopocene (concept proposed by P. Crutzen, winner of a Nobel Prize in chemistry) is characterized by the impact of human beings in the global ecosystem. It evolves since Industrial revolution in early 18th century. Since then, Europe at first, then the United States and after that the developed capitalist economies of the North are the main producers of those greenhouse gas emissions that cause the climatic catastrophes. However, those who suffer the devastating effects of this phenomenon are the colonized countries, those who are subordinated, among the poorest, like those in Africa and Latin America, whose CO2 emissions are at minimum level. World Bank data2 show that Kenya produces 0.1% of greenhouse gases, but the droughts provoked by global warming impact will cause famines affecting 10% of its population. On the other hand, in the United States, which contributes with 14.5%, drought provokes only more expenses in water, with no impact in the basic life conditions of its population. A German produces 9.2 tons of CO2 per year, while a Kenyan produces 0.3 tons. But it is the Kenyan who has to cope with the environmental impact, not the German. Similar data can be obtained if you compare the degree of participation of developed countries in the greenhouse gas emissions: the Netherlands (10 tons 2

Databank-Banco Mundial 2013.

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per person per year), Japan (7 tons), United Kingdom (7.1 tons), Spain (5 tons), and France (8 tons). All those countries have a high environmental resilience. We can compare them with the developing countries with a low participation in the greenhouse gas emissions: Bolivia (1.8 tons), Paraguay (0.7 tons), India (1.5 tons), Zambia (0.2 tons), etc. Those countries are victims of social tragedies, induced by climate change. There is, then, a territorial oligarchization of greenhouse gas emissions, a global democratization of the global warming effects and a classist and racial inequality in the suffering provoked by environmental catastrophes.

Colonial environmentalisms If nature communicates the impacts of human activities in its metabolism, in a hierarchical way, there is also some concepts related to the environment that are biased in a even more shocking way, or even worst, that legitimize and hide this regional, classist and racial concentrations. McGurty3 shows that, in the United States in the seventies, one type of environmental discourse contributed to reduce the impact of some social demands in the public debate, like those of urban ethnic minorities or even those of union movement, provoking that “social subjects” lose strength in front of government. The new environmental language, lacking references to any social demand, certainly put some subjects on the table, more “universal” but with “reduced” responsibilities, diluted in the planet. At the same time, this language was more distant in terms of politics and economics from the social identity issues (workers, African American population). The big companies and government are very happy with this situation which allows them to forget their social obligations with the community. 3

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E. McGurty, Transforming Environmentalism, Rutgers University Press, New Brunswick, 2007.

Frech sociologue Keucheyan4 highlights that in some countries, like the United States, “the color of ecology is not green but white”, not only because most of the activist are white, and belong to the middle or upper class but also because of the opposition of their bigger foundations to get involved in some urban environmental subjects, those affecting more directly the poor and the minorities. Apparently, it is worthy to protect or to save nature, but not “all” of it, (where societies are an important part) just that “wild” nature, with no poor, or African American, peasants, workers, Latinos or indigenous people, and their annoying social and work issues. That reflects then the development of a biased idea of nature, related to an original purity opposed to the city, as a symbol of corruption. For those environmentalists, then, cities are dirty, chaotic, dark, problematic and full of poor people, workers, Latinos and African American, whereas the nature that they want to protect is pure and quiet, the necessary sanctuary where the wealthy, which have enough time and money, can experience its authenticity and superiority. In subaltern countries, dominant discursive constructions about nature and environment have in common this elitist character, decoupled from social issues, even though they include three elements of class and power relationships. First, we can find a condition of environmental self-blame. That concept means that responsibility for global warming is homogenously shared in the world. Therefore, cutting down a tree to cultivate food has an impact on global warming as important as building a nuclear plant to generate electricity. Considering that in most of subaltern countries there is an 4

R. Keucheyan, La naturaleza es un campo de batalla, Clave Intelectual, España, 2016.

urgent necessity to use natural resources in order to increase food production or income for gaining access to technologies and overcoming the precarious living conditions inherited after centuries of colonialism. For those environmentalist trends, then, the main culprits for global warming are those poor countries that exploit nature. It is irrelevant if their contribution to greenhouse gas emissions attains 0.1%. It is equally irrelevant that developed countries’ millions of cars and thousands of factories have an impact which is 50 or 100 times more serious for climate change. In some ways, one can observe the naturalization of the anti-ecological activities of developed countries, their consumerism and their ways of living, which are the real historical causes behind present natural catastrophes. That environmental schizophrenia reaches such levels that it is said that recent droughts in Amazon region have been caused by hundreds of peasants and indigenous people that clear some land for small-scale farming, instead of blaming the relentless consumption of fossil fuels which occurs mainly in some developed countries, twenty environ, highly industrialized (95% of total consumption).

making the capital “resilient” to global warming. At the same time, in subaltern countries, there is an important market for enterprises that transfer what we name environmental gains.

Financialization of environmental gains

In that way, today, capitalism exploits nature and continues to enjoy high returns of investment. It changes pollution in a right that you can trade in a stock market. It makes possible that environmental catastrophes, provoked by capitalist production, become a contingency traded in assurance markets. Finally, it transforms the protections of developing countries ecology into a profitable market for carbon bonds in the hands of big corporations and polluting countries. Ultimately, capitalism is subsuming nature, in a formal and real way, in its creative capacity and the very process of its own destruction.

A second element of this discursive construction of class is a type of “environmental financialization”. In developed capitalist countries, we can find an assurances economy, booming and very profitable, which covers enterprises, big corporations, governments and persons for potential environmental catastrophes. The environmental disaster has then become a profitable and booming business for assurance and reassurance companies which protect the investments of big corporations, not only from political crisis but also from natural catastrophes in a market of “catastrophe bonds” 5, 5

Banco Mundial, “Seguro contra riesgo de desastres naturales: Nueva plataforma de emisión de bonos de catástrofes”, en http://www.bancomundial.org/es/news/feature/2009/10/28/insuring-against-natural-disaster-risk-new-catastrophe-bond-issuance-platform.

Big corporations from developed countries support, through some foundations and NGO, policies for forest preservation in the poor countries. Everything in exchange of Certified Emission Reduction (CER) 6 traded in carbon markets. This way, in exchange of a CO2 ton that is not produced in the Amazon forest, because a ONG gave a few thousand dollars in order to avoid its use as agricultural land, a US or German factory of weapons, cars or steel, which uses coal as source of energy and produces greenhouse gases, can continue its activities without using other types of energy or reducing its gas emissions. They do not even think about the possibility to stop the production of those goods that harm the environment. It means that in exchange of 100,000 dollars, invested in a remote forest in the south, the enterprise can win and save hundreds of millions of dollars, keeping in place without changes this destructive logic of consumerism.

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BID/ BALCOLDEX, “Guía en Cambio Climático y Mercados de Carbono”, en https://www.bancoldex.com/documentos/3810_Guia_en_cambio_clim%C3%A1tico_y_mercados_ de_carbono.pdf

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Finally, environmental colonialism copies from its alter ego from developed countries this separation between nature and society. There is one difference, though. The dominant environmentalism in developed countries advocates for the contemplation of a nature free from human beings (its policy of native people extermination allows them those excesses). On the other hand, environmentalism that is under colonial influences is forced by the circumstances to take into account the indigenous people in this kind of idealized nature, the indigenous people that inhabit the forests. But not every indigenous individual because, for them, the man who cultivates the land to sell his production in the markets, the man who demands schools, hospitals, roads or the same rights that any city dweller has, that man is not a real Indian, it is a “half-indian” that is becoming a peasant, a “mestizo”, an impure Indian, then. For the colonial environmentalism,

the “real” Indian is a human being without social needs, almost lost in the middle of nature; this fossil Indian, ideal for those postcards that tourists want when they come in search for a supposed “authenticity”, forgetting that this authenticity is nothing else than the product of centuries of colonization and spoliation. In short, there is nothing as intensely political as nature, its management and the discourses that are built about it. It is unfortunate that in this force field the dominant policies are, until now, just the policies of dominant classes. That’s why it will take time, a long road of struggle, to allow the emergence of an environmental policy that combines social and ecological issues, project a protective view of nature since the perspective of subaltern class, in what Marx once called a metabolic action mutually invigorating between human beings and nature7.

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Marx, El Capital, Tomo III; Ed. Siglo XXI, pág. 1044, México, 1980.