Los tindelis - Ediciones La Parte Maldita

Imagen de tapa: “Compartment C”, Edward Hopper (1938). Foto de solapa: ... Mogni había sido su principal tema de conversación. No quería .... dónde habría naufragado, con este clima imposible. —Se lo busco. .... acordás bien de nuestro viaje del 93? ..... del verano y los turistas se volvían a casa, el pueblo volvía a ser ...
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Las visitas

Elizabeth Lerner

Lerner, Elizabeth Las visitas. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Ediciones La Parte Maldita, 2013. 80 p. ; 19x13 cm. ISBN 978-987-28626-8-8 1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. I. Título CDD A863

Diseño de tapa y diagramación interior: Ed. La Parte Maldita. Imagen de tapa: “Compartment C”, Edward Hopper (1938). Foto de solapa: Agustín Zanalda [email protected] ©2013, Elizabeth Lerner. ©2013, Ediciones La Parte Maldita. Bolivia 269, Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Queda hecho el depósito que indica la Ley 11.723 www.edlapartemaldita.com.ar [email protected] 1° edición, agosto 2013.

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Las visitas

Río abajo

Ya en una habitación y frente al espejo de cuerpo entero, Jeanne Marie sonrió. Había sido la primera vez, después del accidente, que se permitía un color y una tela liviana. Recorrió, con la mano, el vestido. Era liso, púrpura. Comenzó a la altura de la rodilla y fue subiendo: rozó la cintura, el pecho y llegó al cuello. Siguió un poco más y en el nacimiento del mentón, la mano se topó con una hendidura larga, que corría hacia la derecha y terminaba cerca de la oreja. “Una línea”, pensó. “Una zanja azotada por el sol de la llanura, privada hace siglos de la lluvia”. Enseguida, bajó la mano y volvió a palpar la seda de Milán. Una ciudad más en el mapa que había recorrido antes del accidente: Milán, Como, Bérgamo, 7

Venecia. Hoy, en la madrugada del Gran Baile de su cumpleaños número veintitrés, estos nombres le volvían de otra forma, pasados por un tamiz más real. Es que en el Baile había conocido a Antonio Mogni, un tenor que decía ser milanés. Antonio era, había que reconocerlo, un descubrimiento de su hermano Rubén. Y desde que Rubén había vuelto de Europa, Mogni había sido su principal tema de conversación. No quería sacarse el vestido. Comenzó, igual, a desabrochar los botones de la pechera. Al llegar al último, escuchó algo. El viento entre los árboles del Tigre se revolcaba, espeso. A esa hora, las ráfagas le devolvían, a ella, sonidos intermitentes. Uno de esos sonidos era la voz de Antonio Mogni. Creyó tener que responder a una invitación y decidió bajar al parque y encontrarlo. Cruzó la puerta vidriada de la galería y puso un pie descalzo en el pasto rociado. El río, después de los árboles, estaba inmóvil. Conducida por la música, que se entreveraba con el viento y el revoltijo de las copas de los árboles, se asomó a la orilla. Y lo vio quieto, marrón, casi negro. Vio la espesura e imaginó el barro debajo de la espesura. Esa franja de río le pertenecía, desde hacía poco, desde que su padre había muerto en el atentado del Colón. También le pertenecían la estancia de Azul y el departamento de la calle Independencia. La voz de Mogni reapareció entre las ráfagas: nous, nous revons et le palais déjà grouille de lanter8

nes, de esclaves et de soldats1. Jeanne Marie se apartó de la orilla y la siguió. Ahora, las cosas de ese bosque se mezclaban con la tela de su vestido de seda. Estaba más liviana: la pechera abierta, la ausencia de la enagua. Las hojas se pegaban al cuello y se metían debajo de la falda. Cuando encontrara a Antonio el viento tal vez ya habría logrado erosionar su cicatriz. Pensó en la vuelta de la fiesta: estaban muy juntos, los tres, en el coche. El bamboleo provocaba roces entre su pierna y la de Antonio. Rubén, sentado enfrente de ellos, los miraba con recelo. Recordó: su mano enguantada en la mano velluda y oscura del italiano (él la había ayudado a bajar del coche); los ojos de Rubén, escrutando los saludos de buenas noches; la mano de Antonio, prolongándose en el hombro de Rubén. Natalia, su cuñada, no los había acompañado. Se había sentido mal en las vísperas de la fiesta y finalmente había decidido no ir. En la vuelta de una ráfaga el viento trajo la voz de Mogni, desde la zona de la Glorieta: nous revons, et de soldats. Escuchó también, casi camuflada, la risa de Rubén. Apuró el paso en esa dirección. Comenzó a sudar. La pechera abierta le resultó, entonces, obscena. El pelo enmarañado le provocó un pudor profundo y humillante. Quería retroceder y refugiarse en la escena del baile. Quería volver a bailar el vals con Antonio Mogni. Quería tener cincuenta pares de 1

Soñábamos y el palacio ya desbordaba de esclavos y soldados. 9

ojos, nuevamente, fijos en su vestido y en su rostro nuevo. Se ató el pelo en un rodete tirante y se despejó el cuello de hojas y ramas. Se secó la frente. A tres metros de la Glorieta, se detuvo. Escondida detrás de un pino, los vio. A la mañana siguiente, cuando se levantó, miró el parque que costeaba el río. El camino de piedras grises e irregulares estaba húmedo. El banco de plaza (un regalo de su padre, cuando tenía doce o trece), derribado. Los pinos abovedaban el predio. Se tomó ligeramente de la baranda y comenzó a bajar la escalera, hacia el comedor. Se esforzó por hacer más ruido que de costumbre. Quería despertarlos. Las escaleras crujían un poco. El ventanal de la galería tenía las puertas abiertas. A medida que bajaba la escalera, su vista iba abarcando una franja más del paisaje. Dos escalones y vio el banco derribado. Otros dos, el banco firme, el de piedra. Otros dos, el bote de remo, la pintura salteada del bote de remo, el antiguo bote de remo, rojo, amarrado al muelle. Golpeaba contra el poste. El agua había subido un poco. No había nadie cerca de la orilla, ni en el sendero de piedra. El comedor también estaba vacío. Antes de sentarse a la mesa, se asomó a la cocina y le dijo a la cocinera que estaría esperando el café. Se sentó. Tamborileó sus dedos quemados sobre la mesa. El índice semejaba un tubo forrado de raso, sin una sola arru10

ga. La cirugía había podido disimular un poco las quemaduras de los hombros y había mejorado la cicatriz que atravesaba su cara, pero ese dedo permanecía, un año y medio después, lacerado, ajeno a los efectos de la curación. El bote golpeó contra el poste. Recordó el sonido de la bomba en el Teatro. Y recordó cómo había visto caer a su padre. Mientras la orquesta tocaba los últimos compases del último acto, lo vio caer. Se desmoronó, inmediatamente después del estruendo. Los gritos alocados, la sangre en sus manos, en su rostro, en su cuello: todo eso vino después. Miró hacia la escalera. Todos dormían. Alisó una servilleta e intentó mirar el cielo, por los ventanales de la galería. Pero solamente el río se dejaba ver, en una tira marrón y plácida. El bote rojo ya casi había alcanzado la altura del muelle. La puerta vaivén de la cocina se abrió: la cocinera quería saber si Jeanne Marie tomaría tostadas. Asintió. La cabeza desapareció de la puerta pero quedó el movimiento muriente del ida y vuelta. En cada breve apertura de la puerta Jeanne Marie veía una escena nueva: uno, cortaban el pan; dos, lavaban un plato; tres, colaban el mate cocido. Le trajeron el café, con tostadas y jugo de naranja. Miró otra vez hacia la escalera. Había confundido el ruido del río tumbándose contra la orilla con el peso de un pie apoyándose en los escalones de madera. Echó una gota de leche, bebió, apoyó la taza. 11

Nous, nous revons. ¿Escuchaba la ópera otra vez? Tomó otro poco. Untó una tostada y la mordió. Luego otro sorbo y frunció la cara. Lo dejó, junto a la tostada. Llamó a la cocinera y le preguntó por qué su hermano y el invitado no bajaban. “El señor Rubén pidió que no se lo despertara hasta el mediodía”. Dijo esto y desapareció. —¿Se va a tirar? Cuando escuchó la pregunta de Antonio Mogni el agua ya alcanzaba los bordes de madera del muelle y le mojaba los pies. El bote rojo se bamboleaba con violencia. El agua agitada era un mar breve y sedimentado. —¿Se va a tirar? No se tire. —¿Y por qué no? Mogni esbozó las primeras estrofas de un aria y le preguntó: —¿La conoce? —Apenas, sí. —La canté en Milán y ahora mi sueño es cantarla en el Colón, para usted. —¿Pero Rubén no le ha contado? —Todo. —¿Y usted cree? —Sin duda. —¿Volver allí? —Volver, sí. 12

Antonio Mogni sonrió. El sauce se sacudió y tocó la superficie. El tenor traía un impermeable azul oscuro, de género viscoso. Realmente no servía para la lluvia que venía: la brisa que había movido las ramas del sauce se convertíría en un viento ligeramente frío. Mogni veía tiritar el cuerpo de Jeanne Marie. —Venga, aquí, debajo del abrigo. Los lados del saco se abrieron y se cerraron sobre ellos. Continuaron hablando, cobijados por esta súbita capa. Antonio Mogni tocó la cara de Jeanne Marie. Tocó el rostro cicatrizado y palpó el surco. Luego, lo besó. —¿Quiere entrar? —preguntó Jeanne Marie. Ella guió el camino por el sendero de piedra: los dos estaban protegidos, contorneados por el impermeable que se mojaba. Desde la ventana del cuarto de Jeanne Marie, Rubén podía ver los pies apurados, bajo el impermeable. Y observaba esa tela, que parecía juntarlos a ellos dos. Canturreó (nous, nous) apenas y se mordió los labios. En ese paso apurado Rubén percibió la agitación de dos novios. Jeanne Marie tiraba de un lado del impermeable, para cuidar que Antonio no se mojara la cabeza. A la vez, el tenor extendía su brazo sobre el hombro de ella. ¿Qué distancia habría entre el hombro de su hermana y el brazo de Antonio? Desde la ventana, Rubén no podía ver si se tocaban. Se mordió otra vez el labio. Sintió el gusto de la sangre propia en la boca. Natalia lo esperaba en 13

la Capital, como lo había esperado siempre, desde la noche de bodas, desde que los habían presentado para casarlos, un año y medio atrás. La fiesta de casamiento de Rubén y Natalia había sido la última en la que Jeanne Marie había aparecido, antes del accidente. En aquella fiesta, ella se dejó ver como una novia. Eligió para el primer vals a un joven amigo de la familia. No buscó a cualquier compañero sino al que estaba más cerca del afecto de Rubén. Lo había deslizado por el salón. Rubén había bailado su vals con distracción: tenía un ojo fijo sobre esta otra pareja, sobre aquel chico preciado que bailaba con su hermana. Jeanne Marie subió a su cuarto, tomada de la mano de Mogni. Él frotaba su dedo índice contra la palma de Jeanne Marie. De pronto, el tacto le reveló una superficie patinada, casi artificial. Bajó la vista y vio el dedo. Los dos entraron en la habitación. Esperó, sentado en la cama. Jeanne Marie estaba detrás del biombo. En el extremo superior de éste las manos de ella aparecían y desaparecían, en un esfuerzo por cambiarse la ropa rápidamente. Mogni alcanzó a ver unos destellos púrpura. Al fin, Jeanne Marie salió. Comenzó a girar en círculos, bailando. No tenía enagua ni camisón. Su cuerpo estaba cubierto solamente por el vestido púrpura que había usado la noche del Gran Baile de su cumpleaños. Pero no lo lle14

vaba de la forma usual. Había retorcido la tela para que pareciera una toga de estilo romano. La luz de la tarde, muerta casi en medio de tanta lluvia, le mostraba a Mogni los pliegues del vestido y los pliegues de esa piel. El dedo fulguraba en esa luminosidad y recorría caminos en el aire. Reconoció los gestos de Jeanne Marie en su propia pantomima de la Glorieta, la madrugada anterior, con Rubén. Vio cómo la tela púrpura (ese prolongado trozo de seda magnífica que él y Rubén habían encontrado en un recoveco de la Vía Dante, en Milán) se enroscaba en el cuerpo de Jeanne Marie, de la misma manera en la que él mismo la había usado, en la Glorieta. Rubén había pedido verlo así y él, cauto y siempre expectante, había accedido a sus deseos. Jeanne Marie continuaba el baile agitado y le ofrecía a Mogni un espantoso espejo. Se detuvo, finalmente. Antes de acercarse a Antonio, antes de tocar su frente y señalar el río cantó: nous, nous revons et le palais déjà grouille de lanternes, de esclaves et de soldats. Mogni bajó la cabeza y comprendió. Jeanne Marie habló: —Perdí mi dije, creo que fue en la madrugada de ayer. Sé que está en algún lugar del parque. Entre el muelle y la Glorieta. Señaló nuevamente el río, el muelle, la figura borrosa de Rubén, que estaba llegando al borde del muelle. Ella continuó: —Es un regalo del General Maciel. 15

—¿El ministro? —El mismo. Realmente quisiera recuperar el dije. El viento avasallaba. La lluvia había parado y el río había tomado su furia. Era un revoltijo ocre, acelerado. El bote rojo se había soltado. Quién sabe a dónde habría naufragado, con este clima imposible. —Se lo busco. ¿Es de oro? —Con una esmeralda. Mogni miró una vez más el banco tumbado, el muelle y la figura que se mecía, en el borde. Vio una piña rodar en el camino de piedras. Se cerró el cuello de la camisa y salió.

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Cuestionario

Miranda había dormido el sueño placentero de la tarde. Los primeros sonidos del jardín avanzaban sobre su habitación azul. Una de sus muñecas tenía el pelo quemado y parecía mirarla. El párpado rubio se abría y se cerraba hasta acostumbrar su cadencia a la luz veraniega de las cinco de la tarde. Afuera, la naturaleza se alborotaba: estaban todos tomando el té, con los buñuelos de manzana, el mate de leche que le provocaba náuseas y el pino, ¿o era un cedro? que habitaba justo en frente de su ventana y la acechaba todas las mañanas con su sombra salpicada. La abuela, pensó. Nació en 1906, en Génova. La capital de Cuba es La Habana. Esperaba que ese día no le preguntaran sobre fracciones y estrellas. En gene17

ral, eso sucedía después de la comida, cuando todos se sentaban en el porche y miraban a Raffo, el perro de los Cuperini, asustar a los pocos autos que se dejaban ver a esas horas en el bosque. Si había luna, las piedritas de la calle fosforecían y si había sólo estrellas y la noche era más oscura, las piedras relucían como tumultos grasosos que le recordaban a Miranda la controvertida superficie de la nariz del abuelo. Quiso despertarse con lentitud pero en seguida los gorjeos de afuera la sacaron de un tirón del sopor de las sábanas y de los vestigios del libro que había estado leyendo. Esta vez era Los hombrecitos de Jo y era en secreto. En secreto eran los números de Las aventuras del Pato Donald que compraba en el quiosco de Los Holandeses, cuando los demás salían a caminar hacia el lado del pueblo y ella se demoraba con alguna excusa. ¿Quién era que había inventado la lamparita? Se desperezó. Las olas de carcajadas ya inundaban su habitación azul. La risa de su padre avanzaba sobre las piedras negras del piso, cubría los sillones bajos, viejos y cómodos, trepaba por la chimenea sin uso y chocaba contra las puertas de vidrio que daban al patio de atrás. Ellos, todos, estaban adelante, en el porche. Miranda dejó su cuarto en la penumbra y salió. Afuera, las cuatro personas sentadas en la mesa de mimbre del jardín tomaban mate. Rafo le ladraba a un colibrí pesado que apenas podía mantenerse en 18

el aire y todos estaban iluminados por el amarillo alimonado de esa tarde de verano que más bien tenía la fuerza de arranque de una mañana. Tal era la intensidad de la luz que la cabeza morena y tirante de su madre no se veía, y en su lugar había una bola de luz con insectos revoloteando a su alrededor. Miranda casi no podía distinguir los rasgos de la abuela porque un haz iridiscente le atravesaba el ojo verde, y la nariz se fundía sobre el lienzo lechoso del rostro. ¿Hay habitantes en la Isla de Pascua? Tal vez largaran con una pregunta tramposa. Empezaba a sentir el hambre de las cinco y media. La cocina, como siempre, estaba cerrada con llave. Con una ráfaga de viento recuperó sus sentidos, se hizo una visera con la mano derecha y saludó de lejos, sacudiendo la izquierda. En ese instante de espera en el que se preguntaba si alguien le devolvería el saludo o esbozaría alguna seña que convalidara su presencia en el jardín, repasó en silencio los ríos de Europa Central. Miranda, clamó el abuelo y mostró fauces profundas, negras, abismales. ¿Cómo era el nombre del hermano de ese famoso pintor que se cortó la oreja? Miranda no esperaba que comenzaran tan rápido. Por lo general le daban un tiempo para prepararse. Ella, entonces, se acomodaba entre las raíces de la acacia y el canterito de las hortensias. Hasta tenía unos minutos para acariciar a Rafo, que pasaba más tiempo con ellos que con los Cuperini y luego, con sigilo, como serpientes de agua, ellos empezaban el 19

juego. Pero aquel día no hubo prolegómenos. Sintió que su estómago se poblaba con una plaga de colibríes excedidos de peso, que la raspaban por dentro con sus aleteos. Carola, la chica de los Cuperini, era de la misma edad que Miranda. Las dos empezarían sexto grado después de aquel verano. En el momento en que Miranda comenzaba a meditar su respuesta, mientras rozaba con la punta de sus dedos la praderita de tréboles junto a las hortensias, Carola pasó por la calle en su bicicleta y por una décima de segundo pobló el desesperante aire de la tarde con un saludo que era, claramente, una autoinvitación. Miranda le devolvió el saludo, levantó el brazo casi transparente y le hizo señas. Al rato, las dos estaban acariciando esa pradera de tréboles bajo la mirada estupefacta de todos. ¿Cómo organizar el cuestionario con otra? Miranda preguntó: ¿Podemos hacerlo de a dos? Ella y Carola habían ido solas a la playa, un día de lluvia en el que ellos dormían la siesta. Las dos chicas habían caminado hasta el pueblo y se habían robado unos cigarrillos sueltos en Los Holandeses. Los probaron a escondidas, detrás del monumento de la plaza central. Pero nunca, jamás, habían respondido juntas el cuestionario de la tarde, ése que le daba a Miranda el derecho a la leche y los scones o a veces, a las vainillas caseras. Abuelo, repetí la pregunta, así Carola también la escucha. 20

Cuando llegó el momento de cenar, por primera vez en mucho tiempo, Miranda ya no tenía hambre. En general, las preguntas de Geografía y Ciencia le garantizaban, como mínimo, un café con leche pero si le tocaba Arte, apenas una galletita de agua. Y de libros, ellos se las arreglaban para preguntarle sobre esos que ella no leía. Pero Carola tenía un sorprendente conocimiento de estrellas de cine del momento (tema fijo en las preguntas de la abuela) y, como su papá había trabajado mucho tiempo en la Municipalidad, sabía de memoria todos los intendentes que habían pasado por el pueblo (tópica preferida por su madre). Aquella fue la última vacación en el pueblo sobre el mar. La tarde con Carola había sido inolvidable: budín de naranja, los scones con pasas de uva y leche chocolatada. A todos los había tomado desprevenidos y el reglamento, revisado una y otra vez esa noche por los abuelos, no establecía nada acerca de responder en equipo. Y ellos jamás se apartaban del reglamento. En los veranos que siguieron, ya en la montaña, Miranda adelgazó mucho. Las reglas del juego se iban modificando según las tretas que ella iba encontrando para ganar puntos y así, víveres. El experimento fallido de aquel último enero en el pueblo sobre el mar, finalmente dio sus frutos en la sureña aldea de montaña. Era el año que cumpliría los quince, así que juguetes ya no tenía. En la casa del 21

mar había tratado de iniciar el fuego acercando el encendedor dorado del abuelo al pelo de su muñeca preferida. Pero no había dado resultado: solamente había logrado chamuscar la cabellera rubia y apenas si había generado una lumbre. Pero en la montaña todo era diferente. Tantas tardes de preguntas, tanto conocimiento, la habían llevado finalmente a entender la lógica de la flora, de la sequía, del fuego, de la madera, de la expansión exponencial del fuego, de ese fuego que podía llegar a tragar entero, como esa boa del cuento, un sombrero, un elefante, un chalet de troncos en el bosque seco. Miranda respiró una vez más el viento inconfundible de la montaña, tan distinto al aire húmedo del mar.

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El valle entero

La ginebra que Javier había traído no era suficiente para hundir las penas de Santiago, ni siquiera para hacerlo olvidar un poco, aunque sea un poco, la penumbra en la que Malena se había perdido para siempre. Era una eternidad relativa la que se le aplicaba a Malena: ella no había muerto, se había ido. No, “irse” no era la palabra adecuada. Más bien, Malena se había desvanecido y había dejado, en el aire alrededor de Santiago, una pesadez que a veces era ahogo y otras, sencillamente, llanto. Lloraba, Santiago, en todas las ocasiones en las que se encontraba con Javier. No importaba si la lágrima tenía que brotar en un lugar público, nada detenía la acuosidad, ni 23

siquiera la más elaborada de las salidas, la más estridente de las tantas mujeres que Javier había intentado presentarle desde el episodio de Malena. Ahora tenés el valle entero, pensaba Javier. Pero, como era costumbre, no se atrevía a decirlo. Santiago rechazó la ginebra. Se sentó en el suelo rojo, pedregoso, y dibujó círculos hasta hartarse. Un poco antes de que la noche empezara a acomodarse en el valle, los dos amigos armaron la carpa. No les llevó demasiado tiempo, al fin y al cabo era apenas un iglú con capacidad para tres personas, con espacio justo para dos hombres de la talla de Santiago y Javier. En el valle el ruido se reducía al golpeteo de la lluvia en el sobretecho de la carpa y el silbido del viento enrulándose en los picos de las montañas naranjas, recortadas a tijeretazos salvajes, contra el cielo. Es por eso que el silencio de Santiago no le resultaba tan evidente. Sonido y silencio estaban a un paso de distancia, como las cuevas de la Quena de la carpa de ellos, como uno del otro, en el refugio que se habían montado, a más de siete kilómetros de la entrada del Parque Nacional. El paquetito de arroz con hongos deshidratados era poco prometedor. La garrafa exudaba tonos azules y un olor ácido. Javier se sintió mareado, al principio. Luego, el olor, la luz de la luna que alumbraba el suelo, la carpa, la camioneta, hasta el mismo Santiago, que revolvía la cacerolita, se le antojaron extraordinariamente bellos. Se sentía tan fuera de 24

lugar pensando esto. Había bebido algo de grapa, había aspirado ese humillo, pero eso no podía ser suficiente para trastocar los sentidos de esa manera. Santiago lo sacó por un momento de ese estado. Le preguntó si quería un cigarrillo o tal vez quiso saber la hora. Javier no podía decir con seguridad cuál había sido el contenido de la pregunta. Sin embargo, el solo hecho de formularla, había provocado en él una reacción. Y con la breve lucidez, una puntada en la cabeza. Y Javier, entonces, recordó. Y sacó el papel de su bolsillo. Arrugado, dejaba ver unas flechas y garabatos. Se restregó los ojos, se alejó del humo azul de la garrafa y entró a la carpa. Desplegó el papel, se lavó la cara con el resto de agua que había quedado en la cantimplora y se secó con el puño de la campera. Echó mano de la linterna y enfocó el papel. Todo estaba allí. Había necesitado trazar un esquema. Los nervios no le iban a permitir la espontaneidad. Mejor era tener algo preparado, algún machete al que acudir en caso que la mente quedara en blanco. Debía empezar por el principio, casi catorce años atrás. Iluminó la segunda línea de garabatos –era su propia grafía, su guión, su confesión- y vio un despliegue desesperado de fechas y lugares: todos correspondían al mismo año -1993- y a un mismo lugar: España.

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Vigo- Ciudad de hombres. Había que protegerla y vos la protegiste porque vos siempre hacés lo correcto, Santi. Pero vos te acordás, Santi. Te acordás cómo ella entró a la cantina. ¿Te acordás bien de nuestro viaje del 93? Cómo fuimos a parar a Vigo, no sé. Pero ahí estábamos. Un pueblo de hombres, las mujeres no podían entrar a los bares del centro. Y ella entró. Y nosotros lo vimos, Santi, lo vimos con nuestros propios ojos: a ella la desnudaban, le sacaban la blusa, la bermuda, las zapatillas; le desordenaban el pelo. Y eso fue solamente con la mirada. Pero lo vimos y no hicimos nada. Santiago miraba el valle oscurecido. Más allá de las montañas estaría la ciudad. Y en la ciudad habría teléfonos. Mejor así, mejor estar encerrado en el valle, incomunicado. No quería hablar con ella, pero cada vez que podía, lo hacía. Javier lo había traído a donde no habría ni un solo rastro de Malena, ni siquiera una mínima forma de establecer comunicación. Javier estaba siempre en los detalles. Habían viajado tanto ellos dos en la época de la facultad. Casi todo el país, en carpa. Y el 93, en España. Pero en el valle no habían estado jamás. Ni una sola piedra daba lugar al recuerdo. Era el valle entero, para ellos. ¿Pero dónde estaba Javier? Miró la tela azul del iglú, iluminada difusamente. Otra vez, estaría mirando mapas, calculando distancias para alguna caminata. ¿No podía esperar a la luz del día? Santiago 26

tomó el último sorbo de café y empezó a levantarse de la roca que le había servido como asiento. Tuviste que dar un paso adelante, como siempre. Ella estaba en nuestra misma pensión de estudiantes. Y la encontré yo, Santi, yo la vi. No lloraba. Más bien gemía en voz bajita. Sucia la cara, el pelo revuelto, sentada en un rincón del pasillo del albergue, se acariciaba las rodillas y trataba de estirar su remera como para taparse las piernas. Seguro que borraste Vigo de tu mente, después del casamiento. ¿Para qué mentirte más? Sé que borraste Vigo de tu mente. Todo lo que pasó allá, se esfumó. ¿Nunca se te ocurrió preguntarle qué había pasado? Fueron dos, te lo voy a decir. Y no es lo que te imaginás. Fue en la cocina del albergue. Y no en una oscura calle del pueblo, contra algún muro descascarado. Y fueron nuestros vecinos de habitación. Los tenés que recordar: esos hermanos (¿eran suizos o austríacos?) cincuentones que querían revivir sus viajes de la juventud. Y ella, vos sabés, nunca había estado con nadie. No de esa forma, vos me entendés. Ella aceptó enseguida tu propuesta. Tan directa, tan segura. Pero yo la había visto primero Santiago, y ella a mí. Santiago entró a la carpa con una sonrisa débil. Javier levantó la vista y le entregó el papel arrugado. Los efectos del humo azul se habían disipado. Afuera, estaban las estrellas y las rocas rojas, azuladas 27

por la escasa luz y estaba el búho plateado que surca el cielo, y el escorpión, esperando al búho. Se sentó en el piso del iglú y recibió el papel que Javier le extendía. Y comenzó a leer con la expectativa de deleitarse con un itinerario turístico, para la mañana siguiente. Javier observó la larga figura de su amigo acomodarse entre las bolsas de dormir. Vio cómo los ojos de él seguían cada línea, cada garabato. Anticipó los ademanes que las palabras provocarían en Santiago, hasta la última línea. Y apagó la luz de la linterna justo en el instante en que Santiago terminaba la lectura y comenzaba a contraer los músculos de su mano vibrante que aprisionaba el papel y lo arrugaba y lo retorcía y deformaba la caligrafía de Javier hasta tornarla completamente indescifrable.

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Los tindelis

A la vera del Edificio, que era más bien un conjunto de muros descascarados, estaban los tindelis más valientes. Esperaban. Muchos de ellos ya habían nacido con el hábito de la espera. De pequeños, en sus cunas armadas con liana entrelazada y más tarde, cuando ya trenzaban juncos, se estiraban, ponían su cuerpo de costado y con los ojos muy abiertos parecían mirar más allá de las gradas marmóreas, a la llanura, a los árboles escamoteados. Es que sus madres y sus abuelas ya habían esperado tanto que las nuevas generaciones salían al mundo con una paciencia inconmovible, propia de quienes aguardan un hecho anunciado hace siglos. 29

Es que los tindelis, como muchos de los pueblos nómades de la Gran Llanura desconocían el espacio que los rodeaba más allá de aquél que estaba delimitado por sus propias necesidades. Así, durante años, habían vivido a la orilla del río Dotremisa, a tres días de caminata del Edificio, sin conocer (ni deseo de conocer) nada fuera de las aguas ricas en peces, las hierbas aromáticas de la costa –que se aprovechaban para todo tipo de condimentos y hasta en medicinas para el resfrío-, las piedras que enmarcaban el cauce y en donde tendían su ropa a secar. Ignoraban las sierras que se dibujaban a lo lejos. Las veían pero eran, para ellos, nada más que unas moles que retenían el sol y retardaban el secado de los paños sobre la piedra o la llegada de los primeros rayos de calor que anunciarían el comienzo real del día. Tampoco conocían la pradera cubierta de flores amarillas, detrás del valle, al pie de la sierra grande. Estaba tan sólo a un día de caminata desde el poblado, sin embargo, la historia –contada mil veces por los más ancianos- de que las flores de la pradera amarilla habían hecho estornudar tanto a los hombres de la aldea, años atrás, que tuvieron que emigrar a los pastizales detrás de la sierras sin siquiera poder retornar a ver por última vez a su querido río Dotremisa, se difundía de tal manera entre los tindelis que había terminado por ser la barrera más resistente a cualquier intento de éxodo. No es que quisieran irse de las orillas del Dotremisa. Es sólo que algunos hubieran preferido atrave30

sar la sierra grande, entrar a las praderas amarillas, pasar por los pastizales y, luego, seguir. Tomar aquél camino del este que figuraba en los pocos libros tindelianos y que, como si fuera poco, solamente los más viejos del pueblo podían descifrar. El alfabeto, que en realidad era una serie de criptogramas que evocaban figuras de la naturaleza –el colibrí suspendido en el sorber del néctar, la mosca comida por la araña- había dejado de utilizarse y en la escuela se aprendía únicamente un cúmulo de conocimientos necesarios para la vida: la caza, la preparación de los alimentos, la construcción. Y para eso, los criptogramas eran inservibles. Bastaba con la acción del maestro y la imitación del alumno. La espera, para algunos, era un castigo. No porque sufrieran debido a la espera. El problema era la razón de la espera. Y la razón de la espera era ese anuncio hecho hacía siglos. El vaticinio pesaba sobre los tindelis porque unía dos cosas que eran, para ellos, aterradoras: la presencia del Edificio y la llegada de las langostas. El poblado a orillas del Dotremisa estaba a tres días de caminata del Edificio. ¿Cuántos siglos tenía ese sitio? No era fácil determinarlo, ni siquiera para los más viejos. Era anterior a los libros de criptogramas y anterior, claro, a la profecía, que decía que las langostas invadirían el valle del Dotremisa el día que los tindelis dejaran de esperar. Y para esperar como era debido tenían que quedarse en el Edificio. Aho31

ra bien, como la espera era literalmente interminable, los tindelis en unanimidad habían decidido que para mantener constante su presencia en aquel sitio se irían turnando: cada cambio de estación, un contingente de tindelis viajaba al Edificio a cumplir la heroica tarea de esperar, más bien de perpetuar la espera y evitar la temida invasión de langostas. El problema surgió cuando Marcialo, un tindeli joven que había llegado a leer algunos pasajes de los libros de criptogramas, planteó un dilema: “Vamos a sucumbir de todos modos: o morimos a manos de los alados verdes o bien caemos a los pies de las brujerías. Elijamos de qué modo queremos morir”. Marcialo tenía costumbres mal vistas entre los tindelis: por ejemplo, no tendía la ropa en las lajas calientes del río sino que las secaba en movimiento, remontándolas con un hilo y corriendo a través de la planicie hasta pasar el límite de las praderas amarillas. Después volvía, con un brillo en los ojos que resultaba incomprensible para el resto. Marcialo, una vez más, los ponía frente a un problema que había que resolver. Tenían tanto horror a los insectos en cuestión que se sacrificaban en un viaje largo para cumplir con el mandato, en las gradas abandonadas del Edificio. Pero los acampantes, dispersos algunos sobre las ruinas del escenario y otros en las primeras filas que alguna vez estuvieron llenas de hombres asustados y asombrados, sufrían todas las noches de su 32

estadía. El Edificio, al atardecer, parecía absorber la atmósfera de alrededor. La vida de la planicie cesaba y se trasladaba adentro del recinto semicircular, potenciada. Si afuera del edificio un sapo croaba, adentro, ese croar se transformaba en un estruendo abarcador, que penetraba en cada hendija de la piedra y resonaba en los oídos de todos los que estaban allí. No había forma de escapar al sonido. Por más leve que éste fuera en la naturaleza, adentro del teatro, cobraba una vida diferente. No importaba cuántas mantas pusieran alrededor de sus oídos, y, mucho menos, en qué rincón apartado se refugiaran, todos los acampantes, sin excepción, podían ser aturdidos por la hoja que toca el suelo, por la semilla que se desliza en el cáliz, por el rocío que se escurre entre los pliegues de la corteza. Marcialo entendió que la espera ya no tenía sentido. Intuyó tal vez, incluso, que la profecía era un truco. Convocó a todos los tindelis y les pidió que tomaran la decisión. El Edificio era un lugar condenado. Era preferible, tal vez, ya dejar de acampar allí y aceptar que las langostas llegarían y ellos ya no tendrían dominio. Lícuro, un tindeli flaco, con poco pelo y enormes ojos negros dijo: “Eso no es lo peor. El Edificio tiene otro peligro, que ustedes no conocen”. Lícuro, a diferencia de Marcialo, no le hablaba al pueblo tindeli en su totalidad sino que se reunía en conciliábulos, en la margen deshabitada del río Dotremisa, cuando la mayoría dormía o se abocaba a las tareas de cons33

trucción. “¿Y cuál es ese peligro?” inquirió Kilan, la única mujer que participaba del círculo de Lícuro. Lícuro no contestó. En silencio, comenzó a armar su equipaje, su tienda de campaña, su botellón para almacenar agua, sus bolsas de frutas secas y tomó la senda hacia el Edificio. Kilan y los otros lo siguieron, acostumbrados a la imitación del maestro, copiaron cada una de las acciones de Lícuro y caminaron tras él en la senda plana hacia el teatro. Cuando llegaron se encontraron con un espectáculo. Los tindelis, que estaban en el Edificio para relevar a los del invierno, se habían subido al escenario. Uno de ellos había improvisado una peluca de rizos negros, que imitaba muy bien al pelaje de Marcialo. Otro, de menor estatura, se había atado un lienzo muy ajustado a la cabeza, de tal modo que, desde las gradas, parecía un hombre sin pelo. Había algo –un movimiento sin razón, una independencia de los brazos con respecto al resto del cuerpo, un absurdo oscilar de sus cabezas- que hacía reír al público, es decir a los tindelis que, claramente acostumbrados a este ritual, se habían acomodado en los asientos de piedra. Los actores murmuraban. Temían la capacidad multiplicadora del Anfiteatro y el efecto que sus palabras podían causar si se llegaban a escuchar en toda la planicie. ¿Y si llegaba hasta el valle del Dotremisa? ¿Qué dirían en el pueblo? Lícuro y los suyos estaban apostados en las gradas altas, a casi dos cuadras del escenario. Sin embargo 34

escuchaban los parlamentos a la perfección. Como si las cuerdas vocales de los hombres que estaban allí abajo tuvieran algún tipo de máquina que las hiciera voluminosas, audibles. Los actores no habían sospechado esta particularidad, no habían pensado en todos los trucos sonoros que encerraban esas paredes semicirculares. Kilan y Lícuro supieron que a pesar de las diferencias, era hora de llamar a Marcialo, de hacerlo espectador de este estropajo. Los tindelis no habían enloquecido, solamente habían descubierto el secreto: la utilidad real del Edificio

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Las flores y la música

Lorenzo encendió la radio del auto y fue en ese momento, justo cuando intentaba pasar de dial y Carla le recordaba que aquel era el tramo en el que le tocaba elegir a ella, que entendió que la música era otra de las tantas cosas que ya no tenían en común. Podría haber sacado la camioneta, pero Marcelo la necesitaba ese fin de semana, justamente para cargar la comida y los vinos. De todas maneras prefería un auto más pequeño, le daba la sensación de que corría más rápido y que entonces el desierto verde de la estepa lo entristecía un poco menos. Al auto lo habían comprado celeste pero Carla lo había mandado a pintar de verde agua con tonalidades plateadas que se irisaban con un haz de luz o se tornaban 37

casi blancas en esos días de cielos de plomo y nubes a punto de reventar. La mano suspendida en la perilla esperaba alguna otra indicación de Carla. Un avance hacia la siguiente estación de radio o una orden rotunda de viajar en silencio durante los kilómetros de música que le correspondían. Lorenzo temía lo peor. Y lo peor era, sin lugar a dudas, escuchar en el walkman el compilado que Carla se había esmerado tanto en armar. A Lorenzo no le gustaba ponerse el auricular y, mucho menos, tener que ladear la cabeza hacia la derecha, hacia el asiento del acompañante, para que el cable no le tirara a Carla, para que ella no tuviera que hacer un movimiento de cuello exagerado que le valdría unas cuantas horas de quejas y una parada asegurada en la farmacia. Es que a ella le gustaba llevar cassettes. La radio estaba bien pero la mayoría de las veces Carla no aguantaba más de cuatro temas seguidos. Por eso el aparato suplementario, por eso el morral repleto de cintas y biromes. Pero nada de eso ocurrió, ni la indicación de cambiar el dial ni la sugerencia de usar el aparato. Carla le dijo que dejara la perilla donde estaba, que en ese dial pasaban melodías instrumentales, que ella tenía una sorpresa para él y que los viajes musicales, como ella había decidido nombrarlos, la habían inspirado. En resumidas cuentas, iba a cantar, iba a cantar sobre la música instrumental de la radio. Y no solo en el viaje, cuando llegaran, también. Lorenzo 38

lanzó una mirada curiosa a una estación de servicio que dejaban atrás, mientras la voz de Carla ocupaba todos y cada uno de los decímetros cúbicos del auto. Su mano se apartó de la perilla y subió por el cuello, en una suerte de masaje, y terminó en los mechones oscuros y lacios de la cabeza. Se restregó los ojos y por un segundo el volante quedó sin mando. Eran apenas 215 kilómetros que tenían por recorrer pero en ese momento se le antojaron completamente imposibles. El peligro de la radio, no lo había pensado hasta ese momento, era doble, triple tal vez. Porque no solamente obligaba a la escucha de música indeseada –todo chofer deja que su acompañante elija algo- sino que abría indebidamente la imaginación y gestaba ideas completamente inadecuadas. Por ejemplo, la idea de cantar. En una curva Carla se lanzó sobre las primeras estrofas de una canción que había sido más bien de la infancia de ambos y que hablaba vagamente sobre subir las montañas más altas y alcanzar la felicidad. Esa era Carla, cantando horriblemente. Se habían conocido en el pueblo de ella y se había decidido que vivirían allí. La primera vez que se vieron fue en un camino del bosque, que salía directo a Laguna del Desierto, en la época en que los aviones del otro lado de los Andes sobrevolaban este lado con acrobacias ruidosas, apenas perceptibles a la vista, porque las naves eran blancas y también la capucha de nieve que permanecía sobre los picos más 39

altos. Y todo se confundía, en ese resplandor que llegaba, a veces, a enceguecer. Más abajo, en la tierra, en el bosque alrededor de la laguna, todo era verde, apenas cortado por una tranquera de madera tomada por el musgo y una casita de troncos: un refugio de montaña con una salamandra adentro y puertas destartaladas. Cuando los motores de los aviones cesaban, se escuchaba solamente el ruido del agua de la laguna golpear las rocas, la voz de algún turista que llegaba al camping o el crepitar de las maderitas en el comienzo del fuego. Carla estaba con unas amigas de Capital que habían ido a visitarla y Lorenzo, con Laura, venía bajando desde hacía unos días desde Junín. La primera noche en el camping de Laguna del Desierto Laura se había sentido mal y se fue enseguida a dormir. Carla y las chicas de Capital propusieron una excursión a la laguna, apenas cayera el sol. Lorenzo dudó, miró esas piernas interminables y flexibles de Carla y se pasó la mano por la nuca, y luego por la cabeza, como peinándose a contrapelo. Laura descansaba, más repuesta, en la carpa. Llevaron linternas y una petaca de Mariposa. Los cielos en el Sur suelen estar tupidos de estrellas pero ese cielo, esa noche, era obsceno, plateado. Y las chicas de Capital se habían esfumado, de pronto. Desde aquella noche hasta el momento en que recorrían los 215 quilómetros que separaban el aeropuerto de la ciudad de Carla, no se habían despegado. Los amigos de Lorenzo decían a sus espaldas cosas, murmu40

llos que él prefería no escuchar. Porque de verdad no se habían despegado nunca, después de esa noche a la orilla de la laguna. La separación de Laura, la mudanza de Lorenzo al Sur, habían sucedido con una naturalidad de la que Lorenzo se había enorgullecido durante un tiempo (las otras parejas que conocía parecían complicarse tanto para tomar decisiones). Estaba también la cuestión de Marcelo, que había mejorado pero que no se lo podía abandonar. Al fin y al cabo Carla era lo único que tenía. Las flores, en el baúl, empezaban a dejar un aroma pesado, de encierro. Habían venido desde Capital, empacadas especialmente, porque Carla quería rosas amarillas y no había rosas amarillas en esa época del año. Marcelo, entonces, le consiguió el teléfono de una florería en Capital que tenía un sistema de conservación de flores en frío. Las rosas amarillas viajaron dos mil kilómetros en avión y Carla y Lorenzo fueron a buscarlas al aeropuerto. La conservación en frío se hace en unas heladeras enormes, parecidas a las que se usan en los restaurantes. Las flores se guardan en nichos de metal, especialmente construidos en el muro de los refrigeradores y se envuelven en papel secante húmedo, que las va nutriendo de forma dosificada. Cuando un cliente hace un pedido, las flores se descongelan un día antes y se colocan en bolsas cerradas al vacío. Son veinticuatro horas las que viven esas flores, luego del empaque en el celofán. 41

Carla había parado de cantar. Tenía el morralcito en sus manos y buscaba ávidamente el cassette del compilado de música que había seleccionado especialmente para esa noche, para que corriera una y otra vez en el equipo del salón. Lorenzo miraba las manos de Carla que como patas de araña se abrían paso entre las cintas, los cigarrillos negros y las pastillas de mentol para el aliento de él, cuando vio, de pronto, las uñas. Carla solía pintarlas de un rojo intenso. Cuando todavía Lorenzo le hacía bromas le decía que la única parte de su cuerpo que no había visto sin ropa eran las uñas, que siempre llevaban ese vestidito morado. Pero ese día, por primera vez desde que se habían conocido, estaban despintadas. En la luz de esa tarde, el resplandor amarillo de la estepa iluminó la superficie encerada de las uñas de Carla, que parecían desteñidas, enfermas y viejas. Y la carne, debajo de las uñas se había arrugado, como si hubiera estado en remojo por años. —Pará de buscar. Ya está. Después seguís. —¿Algún problema? —No, es que dejá, ya falta poco. —Sí, muy poco. ¿Te dije lo de Marce, no? —No sé, me dijiste que el tratamiento éste sí estaba funcionando. —Sí, sí. Y parece que tiene que pasar una especie de prueba. —¿Prueba? —Sí. Tiene que revertir el miedo con la acción o algo así. El doctor le dijo. Y todo el grupo lo hace, 42

así que él lo tiene que hacer también. Elige su peor terror, va y lo enfrenta. —¿Así de fácil? ¿Y qué va a hacer? ¿Encerrarse en un cuarto con arañas? ¿O eran las palomas el problema de Marce? Carla se quedó un rato mirándolo. Él era tan distinto a Marcelo. Tan frágil, tan fácil en un punto. Pero tan sólido en otros. Muy prolijo, un protector casi. Un protector de los dos: de ella y de Marce, porque sin Lorenzo, sin esa legalidad de la relación entre ella y Lorenzo, por llamarlo de alguna manera, nunca, nadie, jamás, hubiera dejado que ella y Marce siguieran juntos. Entonces ahí, en ese puntito, se podría decir que su amor por Lorenzo era verdadero. A nadie le importaba en el pueblo lo que pasaba entre aquellos tres. Después de todo, cuando llegaba el fin del verano y los turistas se volvían a casa, el pueblo volvía a ser lo que siempre había sido: un cúmulo de casas que miraba hacia las montañas y se debatía la existencia entre las ráfagas de viento. Es, dicen, el pueblo más ventoso del país. Y el viento, comentan los expertos, es amigo de la locura y los desvaríos. Pero en el pueblo nadie escucha estas teorías y cuando los turistas se van y quedan solo los habitantes permanentes, nada importa. Lorenzo pensó en la estación de servicio. ¿Había visto a Laura ahí parada, con un overol? No, no era posible. ¿Y si volvía, nada más que para ver, por curiosidad, si estaba equivocado? Carla seguía hablan43

do de Marcelo, de la prueba del miedo. A Lorenzo casi le había causado gracia todo aquello pero de pronto Carla le rozó la cabeza con esas uñas desnudas y amarillas y con la del dedo índice le hurgó un poquito el cuero cabelludo. Después bajó la mano hasta la mejilla y le giró la cara hacia ella: “Vos vas con él”, le dijo. “Marcelo va a volver a volar, Lorenzo, y vos vas a ir con él”. El pueblo empezaba a dejarse ver, entre algunas lomas desparejas. El monte de paredes filosas y rectas parecía proteger las casitas rojas, de techo empinado. O tal vez sería al revés, quién sabe. Disminuyó la velocidad y cruzó el puente sobre el río, hizo el camino de siempre, por Güemes hasta la Cervecería, que desde hacía décadas había pertenecido a la familia de Marcelo. Él estaba parado ahí en la puerta, como si supiera la hora exacta de la llegada. Vio el auto verde refulgir en la esquina. En la camioneta todavía estaban la torta y el vino. Marcelo ya había descargado la comida en la heladera del local. Los abrazó a los dos, y desde Güemes, los autos que pasaban les tocaban bocina y algunos les gritaban: “Hoy es la gran noche”. Todo el pueblo estaba invitado, por eso Marcelo había mandado a traer mesas y sillas, para que la gente pudiera sentarse en el patio y no se encimara adentro. En el salón había manteles blancos que cubrían las mesas. Faltaban las flores y la música nada más, y eso lo traían Carla y Lorenzo. Con esperanza, con alegría, Marcelo alzó la vista y 44

vio un halcón que revoloteaba, recortado sobre el pico blanco del monte. Más arriba y al otro lado de la cordillera los aviones invisibles hacían nuevas piruetas sobre la laguna. Lorenzo también los escuchó y miró a Marcelo, que en ese momento empezaba a descargar los paquetes de rosas amarillas, uno tras otro, sobre la vereda. Carla ya se había puesto el vestido cuando Marcelo golpeó la puerta del baño de damas. Sonreía y alternaba el peso de una pierna a otra, como precalentando para un partido decisivo. Lorenzo estaba sentado en uno de los taburetes de la barra y ya vestido para la ceremonia se dedicaba a saborear una cerveza nueva que fabricaba la familia de Marcelo desde hacía unos meses. Parece que el padre le había montado un galpón en el fondo del local y una vez que estuviera todo listo y funcionando, el negocio sería de Marcelo y, por lo menos, así, tendría algo en qué ocuparse hasta que le devolvieran la licencia para volar. La cerveza tenía una cremosidad dulzona y bajaba por la garganta como un postre inesperado. Al final, alguna amargura quedaba en la boca y sobrevenía el deseo de un nuevo sorbo. Cuando Carla salió finalmente del baño, apenas un minuto después de que Marcelo golpeara la puerta, la cerveza roja había hecho sus efectos en Lorenzo, que no era un gran bebedor. En la penumbra del local y en la oscuridad de su propia visión, Carla le pareció nuevamente hermosa. Las uñas habían vuelto 45

a su color rojizo y el vestido, de bambula bordada –casi un camisón que dejaba ver el contorno de su esquelético cuerpo- se le antojaron a Lorenzo perfectos para el papel que ella intentaba jugar aquella noche. En el pueblo era la chica despreocupada, un poco hippie, descontracturada, pero a la vez fuerte, que había sabido ayudar a Marcelo en sus inconvenientes pero que también había logrado seguir con su vida. Y la boda era la prueba de todo eso. En ese pequeño pueblo Carla era la heroína perfecta. El reparto del resto de los actores era bastante obvio, especialmente el de él mismo. Lorenzo sorbió otro poco y apoyó la cabeza sobre el mostrador. La luz de afuera era ya ámbar, como la de su bebida. Las montañas que rodeaban el pueblo aún dejaban ver algo de sus contornos y una luna acuosa iluminaba con dificultad los picos nevados, que empezaban a cobrar una cierta autonomía de las montañas que los sostenían. Casi parecía que flotaban suspendidos en el aire. Un sorbo más, el último, y Lorenzo se levantó de la silla alta. Había por lo menos unas sesenta personas en la Cervecería y aún faltaba que llegaran otras sesenta más. Carla estaba rodeada y como la divinidad que era, permanecía inmóvil, y recibía besos y ofrendas. A Lorenzo nadie lo saludaba. Marcelo había tomado su lugar detrás de la barra y oficiaba de anfitrión: repartía vasos de vino, cerveza y shots a los que iban llegando. La perspectiva de subirse a un avión con ese hombre se le antojó a Lorenzo como 46

un paso de comedia al lado de los largos años que seguramente compartiría junto a Carla. Aunque, en realidad, todo era parte de lo mismo. Vio las flores amarillas, ya dispuestas sobre las mesas. Era evidente que el sistema de descongelamiento no era perfecto porque a pesar de los esfuerzos de la mamá de Carla, que se había encargado de rociarlas con agua y sostenerlas en los copones con infinitas ramas de pino, los pétalos estaban amarronados y rugosos en las puntas y, como cabezas cansadas, las corolas empezaban a inclinarse hacia los manteles blancos. Marcelo estaba poniendo el compilado de canciones que Carla había armado para la fiesta y esa estúpida canción sonaba pastosa y demasiado fuerte por los parlantes mal calibrados del salón: and we climb and climb and at the top we fly, and the world goes round below us, we are lost in time. Era otra vez esa tonada sobre la vida, el éxito, las montañas altas y la felicidad. Lorenzo abrió la puerta y sereno, se encaminó al auto. Laura, vestida con un mameluco de mecánico, lo esperaba ahí, reclinada sobre el capot, como una chica de almanaque. Lorenzo no se sorprendió. De alguna forma, la esperaba. Tomó el último trago de esa cerveza sin nombre –se había llevado la botella con él– y revoleó el envase hacia arriba, bien alto, como si estuviera lanzando los dados, una vez más.

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Infancia A Cecilia y Beatriz

Teo —¿Es un chiste? Teo era pequeño y se había vuelto minúsculo frente a la pregunta de la profesora de dibujo. El radiador de la sala de maestros estaba apagado y el chico tiritaba. Sobre la mesa, abierta en una hoja muy desprolija, la profesora había dispuesto su carpeta de dibujo. —¿Es un chiste, Jawlensky? Teo dio un paso. La profesora miró. Ese paso era el límite. Un avance más y los ojos de fieltro lo devorarían. Teo bajó la cabeza. Ahí estaban sus zapatos. Todavía resonaba el reto de la Señora Morente, 49

cuando ella había notado su cordón desatado. Desde el cordón suelto hasta el inicio de su pantalón corto, Teo registró su pierna, como una ramita, y vio las medias de algodón azul caídas, ya abultadas sobre el zapato gris. En la punta del calzado, en el pie izquierdo, había una mancha de barro, de esas que han estado secas hace tiempo y ya parecen formar parte definitiva del cuero. —Átese —dijo la Señora Morente, mientras se ponía de pie. Teo obedeció. La nariz casi tocaba el piso. La rodilla parecía sostener la frente, como un pilar. Sus manos lucharon por unos segundos con los cordones. —Levántese —enfatizó ella. Teo se incorporó. La Señora Morente agarró la carpeta de Teo y salió de atrás de la larga mesa en cuya cabecera se había encaramado hasta ese momento. Teo nunca había visto a su profesora tan de cerca. No tenían un aula de dibujo en la escuela, así que cuando llegaba la hora de Morente, ya todos sabían que había que colocarse en parejas y juntar dos bancos enfrentados. Así, aparentemente, había más espacio para las hojas de dibujo y los lápices. Morente entraba a la clase seguida de algún alumno de séptimo que le llevaba un banco alto de madera. El chico ponía el banco al lado del escritorio de la maestra y se iba. El banco de pies altos y asiento ancho, redondo, ser50

vía para colocar las diversas piezas de yeso que los alumnos debían copiar, cada clase. Morente no solía caminar por el aula y rara vez –quizás solo cuando algún alumno se reía y molestaba en clase- se les acercaba. Parada al lado de la tarimita improvisada, impartía instrucciones y exigía cuarenta y cinco minutos de silencio y absoluta concentración. Los chicos sólo levantaban la vista del papel para girar el cuello hacia donde estaba emplazada la pieza de yeso y memorizar una línea, el contorno, la forma que desembocaría en lo que Morente les pedía: una copia exacta del modelo. Teo sospechaba que Morente no se paseaba por el aula, como todos sus otros maestros hacían, porque le era casi imposible mover su masa corporal. Era una señora agobiada por el peso de sus carnes, que año a año, parecían aumentar. Tenía unos cuarenta años, pero se vestía como una persona de más edad. Su cuerpo jamás dejaba ver un retazo de piel, excepto la de sus manos diminutas y abultadas, como a punto de explotar. Frecuentemente Teo se preguntaba si esas manos podrían sostener un lápiz, trazar una línea. ¿Sabría dibujar la Señora Morente? Ella articuló, rígida, señalando la carpeta de dibujo: —Quiero que me explique si esto es un chiste. Mientras decía estas palabras, se aproximaba a Teo. El cuerpo se mostraba entero, la mesa larga quedaba detrás de ella. Morente estaba parada fren51

te a él, como si fuera un ombú inclinado y frondoso que sofocara a un arbusto más pequeño. Teo se mareó un poco, con un vértigo de rascacielos mirados desde abajo hacia arriba. Para calmar su ansiedad, fijó la vista en un punto de la pared de la sala. Los nervios que le había provocado esta cita con Morente le habían hecho olvidar que, por primera vez en sus años escolares –estaba en quinto- entraría a la sala de maestros. Las paredes verdes estaban descascaradas en algunas esquinas. La ventana tenía barrotes negros y daba al patio. Era la hora del recreo largo, así que en el silencio de esa habitación se colaba el griterío de afuera, no con su densidad real sino como un siseo a la hora de la siesta. Una cartelera de madera rebosaba de papeles superpuestos. Había un recorte que mostraba la foto de la esposa del Presidente, rodeada de varias mujeres. Algunas de ellas sostenían unos carteles con la inscripción: “Alma y Nervio. Por el Voto Femenino”. Teo amagó un bostezo, pero lo reprimió. —¡ Jawlensky! ¿Está sordo? —No —fue la mínima respuesta. —Le digo que quiero saber si ésta, su carpeta de dibujos, es un chiste—. Morente acercó la carpeta a la altura de los ojos de Teo. La inclinación la fatigó y finalmente arrimó una silla. Quedó sentada en frente de él y comenzó a pasar las hojas, sin mirarlas; sus ojos estaban fijos en Teo. De pronto, sus manos se 52

detuvieron en una hoja. Era el trabajo práctico de la naturaleza muerta. —Esto no es una manzana. Teo miró el papel sobre el que unos días atrás su mano había trazado una forma semi oval en cuyo tope superior había garabateado una línea oblicua, corta. Claro que no era una manzana, era el dibujo de una manzana. —Había una preciosa manzana roja, ese día en la sala, sobre la tarimita. No una de yeso, una real. ¿Sabe para qué estaba ahí esa manzana? Teo quiso responder: “para comerla”, pero se contuvo y por primera vez, desde que había entrado en la sala, habló en voz tan baja que sus palabras se mezclaron con los vestigios sonoros del patio. —Para copiarlas. Morente estiró su dedo de piel tirante y rosada y señaló, sobre la hoja, el garabato que Teo había dibujado. —Teodoro Jawlensky, aquí usted no copió la manzana y los otros trabajos prácticos son aún peores. Rehaga la carpeta completa para el lunes, si no quiere un aplazo. Voy a enviar una nota a sus padres. Era viernes. Teo salió al pasillo vacío. El recreo largo había terminado y todos estaban en sus clases, menos él. Corrió al aula de quinto, tomó una bocanada de aire y abrió la puerta.

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María —Tengo algo para vos. María avanzó hacia el costado de la cama. El hombre estaba tapado con una sábana celeste, hasta la mitad del torso. Las manos estaban inertes, a los lados del cuerpo. Los brazos le pesaban, aún en esa posición. Un pie asomaba por debajo de la tela ligera. ¿Sería ahora el ahora de la muerte? No podía dejar de pensar en ese momento preciso en el que ese hombre ya no estaría allí, arropado, esperándola a la vuelta de la escuela. No imaginaba la ausencia física como el dolor punzante y trillado ni tampoco pensaba en el llanto desgarrado. Sólo anticipaba su ausencia en relación a los objetos que él tocaba o usaba. Por ejemplo, se preguntaba cómo se dibujarían los pliegues de la cama sin su peso o qué ocurriría cuando las persianas bajas resguardaran de la luz a una habitación vacía. —Vení, acercate. Mirá esta foto. —¿Sos vos papá? —Parece mentira, ¿no? —Pero, no fue hace tanto. ¿Cuándo la sacaron? —Hace dos años, en el Tigre. Acá están Bonano y el gordo Samuel. —¿Es real el pescado que cuelga ahí? —¡Real! No sé. Ahora, en este preciso momento me parece bien irreal. Pero si vas por el Carapachay, unas leguas antes del Paraná de las Palmas, podés pescar uno así. 54

—¿El gordo Samuel también tocaba el bandoneón? —No. Tocaba yo. La luz se escurría por las hendijas de las persianas. —¿Te molesta, papá? —No, dejala. Así está bien. Te voy a dar una cosa. —¿Qué? —Ah, es algo para que guardes. Para después, porque ahora te va a quedar grande. Tomá. El anillo de oro era enorme para su dedo. María se lo puso igual. Jugueteó con él. Paró. Algo le aplastaba el esternón y otra fuerza le oprimía la espalda. El anillo mostraba más de una cara, sometido al golpe de luz de uno de los haces que entraba desde los batientes de madera pintada, descascarados. Antonio los quería arreglar pero hacía tiempo que su cuerpo era solamente una prisión y no podía moverse de la cama. María miró el batiente. Y luego el anillo. Y después la cara amarillenta, los hombros algo desmesurados, los ojos abiertos y voluntariosos. Creyó que se transformaba en un saco azulado y cianótico, en un fuelle obsoleto. No pudo usar ese anillo por un tiempo. Más tarde esa noche vio una figura blanca atravesar el patio. Era Marco, el hermano mayor. Iba a buscar alguna cosa a la cocina. María escuchó cómo los pies descalzos se pegaban al piso, contra 55

las baldosas un poco húmedas. Salió de entre las sábanas y se restregó los ojos. De la habitación de sus padres emanaba el ruido rotoso de una estación de radio. Se acercó a la puerta entornada y espió. Su madre dormía. Antonio estaba despierto, sentado en el borde de la cama. En la penumbra María pudo ver el perfil encorvado, ladeado hacia delante. Las manos de su padre se movían en un onduleo simétrico. Los ojos estaban cerrados. Oficiaba de director de orquesta para esa música pastosa que salía del aparato. Pasaron unos segundos y María enfiló hacia la cocina.

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La intensidad del momento

—No creo que la cosa vaya por ahí, que tomar un café, por ejemplo, sea un acto trascendental, que encontrarse con una persona en un lugar inesperado o ver un objeto en un momento determinado, signifique, necesariamente, algo. —Entonces no te cuento. —Contame. Vos decís que puede ser un buen argumento. Contame. —Una buena historia, dije. Mirate así vestido. ¿Desde cuándo, decime, te comprás esos anteojos? No, no te las saques, dejá. Prefiero no verte los ojos. Porque la historia que tengo para contarte es de esas que requieren unos buenos lentes de sol, incluso para vos. 57

—Siempre el drama, ¿no, Lupe? —Tus tiras son dramáticas y te dieron de comer, Osorio. —Dejá, me voy, pago el café y me voy. Sos genial. cuando querés sos lo mejor que hay en plaza, ningún guionista se iguala a vos, pero, podés ser francamente insoportable. Y disculpame si mis insultitos no son originales ni metafóricos ni metanímicos. —Metonímicos. —Sí, eso. Creo que nunca la pasé tan mal como en ese viaje a la costa. Vos le dabas al librito ese de teoría de la literatura y me leías las definiciones en voz alta. Una pe-sa-di-lla. —Ahora, retrospectivamente, es una pesadilla. Eso se llama sense of an ending o sentido de un final. Es cuando llegás al final de una historia y le volvés a dar un sentido a todo, incluso al comienzo, justamente porque ves todo a luz de ese final. Vos, Osorio, ves todo con el cristal opaco y percudido del desastre que terminamos siendo vos y yo juntos. Pero si no existiera ese final catastrófico no me dirías hoy que aquel viaje a Gesell fue horrible. Porque en verdad la pasamos bien. —“Cristal opaco y percudido”. Vos sola hablás así. ¿Quién usa esas palabras para hablar? Vos. Nadie más. —¿Me voy o te interesa? —¿Se puede optar por las dos cosas? —No. 58

—Te escucho entonces. —Vos sabés que siempre me gustó el mar. No me meto al agua, le escapo al sol, pero mirarlo, estar cerca de él, es algo que me subyuga. Ya sé que no soy la única y que esto no es algo fuera de serie pero sí es un hecho que me lleva a escapar siempre que es posible, hacia alguna orilla. Y si es invierno, mejor. La playa fuera de temporada, las sillas, las carpas, las sombrillas, que tanto valor tienen en el verano, quedan caídas y abandonadas en las terrazas de los paradores. En el mejor de los casos, mal guardadas, apiladas en los sótanos de los edificios que nadie habita hasta que llega el verano. Y cuando no estoy escribiendo para “los jefes”, como les llamo yo a todos ustedes, intento escapar al mar y escribir para mí. —¿Seguís con la novela? —Sí, cada tanto retomo. Y ya no es novela: se convirtió prácticamente en un diario. Un diario íntimo. Te decía que la playa fuera de temporada es mi lugar favorito. —Y que ahí escribís cosas tuyas y solo tuyas. Es decir, de esas que nadie va a leer jamás. —Volví de Mar Azul ayer. Estuve cuatro días en un hotel frente a la playa. Eso es lo fabuloso de ir fuera de temporada. Los precios son muy bajos y prácticamente podés ir a cualquier lado que se te antoje. Vos porque vas a destinos más exóticos como Tailandia pero para mí Mar Azul es un paraíso. Las playas, vos me acompañaste alguna vez, son anchas, amplias, 59

enormes. Y en abril, con estos temporales de viento que hubo, la arena te pega en la cara, como con latiguitos ínfimos y punzantes. Me alojé en uno de esos hoteles spa. Otra ventaja: en abril no va nadie, entonces la masajista, el terapeuta físico, la estilista, están todos para vos. No tienen nada que hacer y parece que por contrato les tienen que pagar hasta fines de abril porque empalman con Semana Santa, así que ahí estaba todo ese ejército de preparadores corporales esperando algún cuerpo donde hundir sus manos. —Y llegaste vos. Lupe, por ahora no escucho nada extraordinario pero seguí, dale nomás. Algo vendrá, supongo. —Como te han quitado la paciencia para las buenas historias, Osorio. Acordate que empiezan despacio, y que van despertando como un animal pesado que ha dormido por años. Se desperezan y después de un rato muestran los dientes y ¡zas! caen sobre su presa. —Ya no te sigo. —Conocí a Nacho. No, Osorio, no pongas esa cara, te lo pido por favor. —Es que siempre hay un Nacho, un Víctor, un Ramiro. Alguien que te hace ver las cosas, “mágicas”, por una noche, y después, cuando se va, todo empieza a recobrar su color normal. Y arruinás las historias así. Las hacés sentimentales, muy pobres a nivel acción. 60

—Nacho es el nieto de la señora Anja. Era tarde ya y solamente estábamos en la pileta, remojando los pies, yo, un matrimonio con dos hijos chicos –la nena, de unos once o doce, el nene, de cinco-. Tengo la certeza de que tenía cinco porque la madre no se cansaba de repetirle: “Ahora que tenés cinco, vas a aprender a nadar”. Y así, una y otra vez, mientras el padre, tapado de pies a cabeza con un toallón del hotel, engafado en unos oscuros de engarce dorado, al mejor estilo policía de los años 70, muy parecidos a esos que tenés vos puestos ahora que lo noto, se empecinaba en vaciar de su vaso unas buenas medidas de whisky. La madre, con un traje de dos piezas que le ceñía a la perfección un busto claramente modelado por un cirujano plástico, vociferaba esto al pobre niño y, como si fuera poco, daba instrucciones paralelas a la hija. Pero esto último no lo hacía en voz alta sino que la llamaba a su lado con un gesto de la mano y le hablaba en un murmullo. La nena se sonrojaba y se acomodaba la bombacha de su trajecito de baño. Y la madre, que miraba atentamente esa parte del cuerpo de su hija, le sonreía y le decía: andá, seguí divirtiéndote que estás limpita. Yo no puede evitar echar a la nena una mirada de compasión pero paré, me detuve en seco. Las miradas a los niños ajenos pueden traer problemas. Estaba yo debatiéndome en esas inutilidades cuando Nacho se le acercó a la nena. Vos pensá, Osorio, en todo el escenario. La nena, de doce, con su traje de baño ce61

leste y rosa y con el cuerpo apenas contorneado por la adolescencia. El chico, Nacho, con short caído casi hasta el límite de su trasero, la piel tersa, aún con el bronceado del verano impreso en la cara, en las piernas. La ausencia total de pelos, Osorio. En ninguno de los dos, ni un pelo sobre el cuerpo. Solamente una fina capa dorada, como si miles de microplumas amarillas los recubrieran y encima, el atardecer. Vos no te das una idea de cómo venía atardeciendo esa tarde. Rosas puros en el cielo, nubes violetas, reflejos azulinos, de esos que casi te impiden ver y a la vez te permiten ver todo como si lo estuvieras viendo por primera vez. Un árbol una flor una pradera de tréboles. ¿Te lo acordás, Lucio? —Me acuerdo. Un niño, nunca nuestro, encrespado en la orilla un caracol dorado un remolino de viento arremete la arena —Una duna, erosiona el silencio Todas las cosas y nosotros en esa terrible luz de la tarde —Nunca me convenció el final. Pero te lo acordás, Lucio Ernesto Osorio, te lo acordás. Así estaba aquel atardecer, así, tal cual. —¿La madre se dio cuenta de todo esto? —No sé, pero se acercó a la hija y le miró la trusa. 62

Y después se fue al lado del padre. —El del whisky. —Sí. —¿Y el nene de cinco años? —Exacto. Por ahí sigue la historia. Nacho y la nena se sentaron al borde de la pileta, pusieron sus piernas en el agua, tensaron sus brazos como si estos tuvieran que sostener el peso de su cuerpo, y empezaron a conversar. Detrás de ellos, a escasos metros, el padre, aún cubierto con el toallón y aún con más whiskies en su estómago, conversaba con la madre. Yo estaba sentada del otro lado de la pileta, con lo cual veía, primero, a la parejita de niños y después, a los padres. Nacho y la nena, en un primer plano, hablaban en susurros pero no como si se estuvieran contando secretos sino más bien como dos personas que no se animan a abrir del todo la boca. Nacho decía algo y la nena se animaba y le respondía un poco más fuerte. Nacho entonces se envalentonaba y elevaba un poquito más la voz. Y de a poco iban ampliando el rango de las mandíbulas y lentamente el susurro se transformaba en voz. En segundo plano, dispersos y desordenados sobre las reposeras los padres conversaban en voz más alta pero no lo suficientemente potente como para escuchar las frases completas, por lo menos no desde donde yo estaba. De pronto un “tu masaje” llegaba hasta mis oídos. O tal vez, “en la habitación” y una risotada grave que terminaba en tos. Los niños, al borde de la pileta, 63

parecían esculpidos en piedra, con sus contornos delineados y firmes. Los adultos, detrás, se me antojaban como dos grandes bochas de helado derritiéndose, dejando poco a poco y sin resistencia, de conservar una forma, una línea. Anja miraba a su nieto. Sonreía pero te aseguro, Osorio, que sufría en realidad. El rostro de Anja, especialmente los ojos verdosos de esa mujer, abren la historia de Nacho, que podría contarse en flashbacks o también, por qué no, en un relatito enmarcado. —Relato enmarcado mejor. Pero Lupe, ¿qué es eso, que significa? —No te entiendo. —Digo, vos empezaste esta conversación diciendo que un mínimo detalle podía significar mucho en una historia. Yo no sé, de verdad no lo sé, si cuando decís “historia” me estás hablando de lo que te pasó en Mar Azul o de un relato. Pero no importa porque en definitiva, es lo mismo, ¿no? —Ah, sí, es lo mismo. —¿Entonces? —¿El detalle? —El detalle significativo, sí. —Las risas y comentarios entre el padre y la madre se hicieron tan estridentes que las pocas personas que estábamos en la pileta en ese momento, empezamos a girar cabezas, a mirar de reojo. Ya sabés, la rutina consabida de la queja silenciosa, de la condena. Ni la madre ni el padre tomaron nota de 64

estas miradas. O, ahora que reviso la escena, tal vez sí se sintieron observados, pero, lejos de reprimir el volumen de la voz o los ademanes voluminosos, empezaron –al menos es mi hipótesis- a exagerarlos. A marcarlos, te diría. A marcarlos como si un director les estuviera indicando cómo formalizar gestos improvisados, cómo fijarlos en un esquema. —Eso me interesa. —Sigo. Pensá, Osorio, que la pileta era ahora, claramente, un anfiteatro, con un semicírculo de espectadores en torno a un escenario en el que se movían los actores principales: el padre, la madre, la niña adolescente, el chiquito de cinco años, Nacho. La abuela Anja quedaba relegada al coro: suspiraba, se ensombrecía, se preocupaba, bufaba, a medida que los protagonistas iban adentrándose en el conflicto. El detalle es el arma. O al menos aquello que yo y todo el público percibimos como un arma. —¿Quién la llevaba? —La madre le pidió a la nena que le alcanzara la cartera, que en realidad era un bolso animal print de dimensiones importantes, con manijas cortas y doradas. La nena se levantó y mientras desplegaba su cuerpo y lo enderezaba, al borde de la pileta, no dejaba de mirar a Nacho, a los ojos. Desde donde yo estaba sentada, la expresión de la nena parecía de súplica. Pero no estoy segura, no sé si realmente vi ese gesto o si lo imaginé. Caminó unos pasos hasta una mesita, que estaba un poco alejada de la som65

brilla y las sillas de la familia, tomó el bolso y se lo dio a la madre. Y ahí, desde el otro lado de la pileta, vi el destello. La madre operó muy rápido. Deslizó la mano adentro del bolso, sacó el arma, diminuta, casi te diría un juguete, y se la dio al padre. El padre la agarró y la puso en el bolsillo de un cardigan liviano que llevaba puesto. Vi el destello, vi el metal, vi lo plateado, creo haber visto una incrustación púrpura en el mango, como un firulete antiguo, artesanal. —Una marca. —Exacto. ¿Entendés ahora? —Sí, entiendo. Pero, ¿y la abuela del chico? —No sé. En el momento en que vi el destello y reconocí qué era aquello que estaba ante mis ojos, me levanté y me fui, a mi habitación, primero y después, a la terminal. No me quedé ni un día más. Mis fobias, ya sabés. —Sí, me acuerdo. En Gessell te quisiste ir del hotel porque te habías convencido que la pareja de brasileros del cuarto de al lado era piromaníaca. Olías el aire, sentías humo en todos lados. —Sí, el fuego, las armas, las multitudes. —La cuestión es que no hay un final.

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Vos no te moriste, Santos

Conservo las fotos. Las tengo aquí, sobre mi mesa de trabajo. Casi todas están escritas en el reverso: “Cerro San Antonio-Piriápolis-ROU-3-1-1962”, “Playa Chica-Mar del Plata-23-1-1957”. En Piriápolis, en el 62, Santos está con Vázquez y Miranda. Los tres un poco retraídos en la sonrisa, en el ademán. Si los miro bien, con la luz blanca del tubo, no con la cálida del velador, los distingo realmente duros. Los tres miran a la cámara, supongo que a Samy, que estaría sacando la foto, pero los tres tienen como un tic fijo. Digo, es una foto, entonces no puedo asegurar que haya, verdaderamente un tic. Pero si pudiera moverse, es claro que Santos hablaría con las manos en la espalda, sin mostrarlas nunca, ahí, bien cruzadas 67

en el inicio del pantalón. Vázquez tiene los brazos colgantes, a los lados del cuerpo. Parece, en un primer vistazo, una postura laxa pero si insisto con la buena iluminación y los anteojos de cerca, distingo la mano derecha cerrada en puño, la izquierda bien alerta, casi como si estuviera a punto de desenfundar un arma. Los brazos de Miranda están cruzados sobre el pecho y fingen descanso. Los tres están al pie de un precipicio. Detrás, una franja de río, unas pocas casas y en último plano, nebulosos, los cerros. Parecen no desear ese lugar bucólico pero allí están. Y francamente no había nada real de qué preocuparse. Es sólo que, después de siete años, las postales de Clara seguían llegando. Santos estaba casado con María Elsa. En el 59, creo, fue la boda. Y eso que Santos esperó a Clara todo lo que pudo. Quiero decir que esperó que ella se curara, si es que lo que tenía se podía llamar enfermedad. En realidad, la había esperado toda una vida. Por ejemplo acá, en ésta del año 53. Tendrían quince o dieciséis años. Santos en el medio de Clara y María Elsa, de traje oscuro. Si recortás a María Elsa, esa figura abultada, erróneamente vestida de blanco y dejás solamente a Santos y a Clara, tenés la foto de dos actores de cine. No miento. Dos actores de Hollywood. Pero Clara siempre tenía algún gesto escondido. Digo, ella siempre dejó pistas de que algo podía suceder: algo fuera de lo común, algo de lo que las familias no hablan porque no saben ni cómo em68

pezar a explicarlo. Es que para las acciones de Clara, y no es por exagerar, habría que inventar un nombre nuevo. En la foto de Playa Chica todavía no habían pasado dos años. Clara está sola, ya con el pelo corto, muy delgada, una mano atrás de la cadera, la otra al costado del cuerpo. Parada en el murallón de piedra, con una franja de mar a su derecha y otra de pasto a su izquierda, sonríe y muestra los dientes. Pero los muestra demasiado. Sé que tengo la ventaja del tiempo y que puedo ver las fotos a la luz de una historia que conozco. Sé que me jacto de interpretar gestos y posturas porque ya sé el final. Es como leer un libro por segunda vez y descubrir los indicios que en la primera lectura habíamos pasado por alto. La de Clara no era una sonrisa natural. Supongo que la foto la habrían sacado Susy o Perla, las hermanas, que eran las únicas que soportaban a Clara, después del tema aquél. Y Vázquez y Miranda hoy lo niegan pero yo estoy seguro de que Santos y Clara estaban comprometidos en secreto. Mirala a ella acá, preciosa, con esos zapatos de taco fino. Y ella se hacía toda la ropa. Desde chica había estudiado corte y hasta cosía para afuera. En los ratos libres se armaba todo el guardarropa, y de primera. Era muy ordenada Clara con sus cosas. Muy pulcra. Y ahorrativa. Digo, mirá ese vestido. Yo no sé de telas pero vos fijate que la foto ésta es de marzo del 48. Era una nena casi, aunque pare69

ce mucho más. Lo del padre había sido hacía muy poco, y está vestida como una reina. No tenían mucho. Fue tan repentino lo de Morales, era tan joven. Pero sabés que a él, al padre, nunca le dejó flores. Eso me lo contaron ya varias veces. Nunca, nada. Estaba empecinada con aquello otro y no había manera de hacerla entrar en razón. Yo no sé qué pretendía Clara de Santos. No sé. Los delirios de una chica que de tan jovencita se hizo sola, andá a saber qué habrá pasado por esa cabeza. Es que hay algunos amores que son antihigiénicos, mirá. Quiero decir que Clara y Santos se conocían desde muy nenes. Llega un momento, en la vida de un hombre, en que hay que hacer un giro. Hay que salir para volver con la cabeza despejada a la mujer que uno realmente quiere. Pero Santos no. Nunca quiso ir con ninguna otra. Y eso que no le faltaban oportunidades ni amigos que lo lleváramos de copas. Pero Clara era todo para él. Y Clara era intocable, pero literalmente. Y vos sabés que cuando el cuerpo no descarga, le entran los miedos. A un hombre como Santos, verlo llorar. Un tipo como él, mirar atrás y arrepentirse. Digo yo, ¿de qué? ¿De salvarse el propio pellejo? Si llegó a decir que hubiera preferido morirse, ahí en la plaza. Yo lo escuché, en la despedida de soltero. Contó todo lo de ese día y, sí, estaba borracho pero lloraba de verdad y repetía, pobre diablo, que hubiera preferido morirse con los otros trescientos, ahí nomás en la plaza. Y qué querés que te diga, para mí, era un héroe. Para 70

mí, eligió bien. Hay otras formas de pasar a la gloria, ¿sabés? No hace falta dejarse matar. Hoy María Elsa vive de la pensión y si él se hubiera muerto en la plaza, con una bomba o del susto, como les pasó a algunos, nunca se hubiera casado con María Elsa, y nunca le hubiera dado una vida a esa pobre mujer que, para ser justos, si Santos no la elegía, estaba destinada a la soledad. Pero para hablar de Clara, yo ya te dije, habría que inventar palabras nuevas. ¿Quién era esta mujer? No sé, cada foto me habla de una Clara distinta, cada vez más alejada. Estas dos son más recientes. No tienen fecha pero les calculo el 68, el 69 máximo. Sí, porque a ella en el 68 se le ocurrió hacer el viaje sola. Y ahorró la plata y se compró el pasaje. Se contrató una excursión. Veinte días, dieciocho noches. Europa clásica. Y a Santos le mandó esta foto. Y fue el desencadenante para mí. ¿Sabés por qué? Porque cuando él se enteró que ella se iba de viaje, se alegró. Pobre iluso, pensó que Clarita ya estaría curada y que el viaje era el signo más claro de ese estado. Por eso, al tiempo de recibir esta foto –Barcelona (sin fecha)– y al dorso esas palabras malditas escritas hasta el absurdo, no sólo en la postal de Europa sino en todas y cada una de las cartas, fotos y postales que Clara le envió a Santos después de junio del 55, hizo lo que se sabe que hizo. Un poco después le sacaron esta otra. Está desafiante, amarrando con su mano a esa nenita fea 71

y masculina que había tomado bajo su protección. Mirala bien con ese vestido a cuadros y ese ojo único, el que el mechón negro no le cubrió, mirala en una calle perdida, un domingo cualquiera. Ése, ése era el momento. Estaba esperando seguramente que se hiciera la hora de cambiarse la ropa por algo negro y tomar el ciento once para bajarse ahí donde se bajaba puntualmente todos los domingos a la tarde. Para bajarse y entrar con las flores, desafiante, te dije, como una viuda, entrar al cementerio con esos claveles blancos. Ella deposita flores. Busca las fechas de la muerte y es precisa, paciente, ordenada. Sabe bien que sólo merecerán los claveles los muertos ese día del 55, ni un día más, ni un día menos. Claro que es ridículo, claro que no tiene forma de saber cómo y dónde murieron. Pero para Clara hay que inventar nuevos adjetivos, nuevos verbos. No conoce ni uno de los nombres que cubre con las flores. El luto persiste, después de tantos años. El luto falso, ridículo, ¿me entendés? El luto, pero al revés. “Vos no te moriste, Santos”, recita, autómata, cada vez que estira las manos sobre la piedra gris. Y a Santos esas palabras lo mataron, pero en serio. Por eso yo me pregunto si de verdad no murió como un héroe. Se escapó del bombardeo, sí. Y dejó atrás a unos cuantos. Los dejó porque corrió y porque se escondió y porque tuvo un miedo horrible que le salvó la vida. Pero mirá la de Piriápolis. Mirá 72

esos ojos ya gastados de tanto leer y escuchar las palabras malditas. Por eso te digo, hay otras formas de pasar a la historia, pero nadie las conoce, nadie les da importancia. ¿Ella? No sé bien. Me dicen que vive. Que sigue yendo al cementerio. Otros dicen que murió. Yo conservo la última foto que le sacaron antes de la tragedia de Santos. Buenos Aires, febrero del 69, apenas llegada de Europa. Está sonriente, como quien ha cumplido con una misión y lo sabe. Mientras baila, ¿la ves?, sonríe. Demasiado.

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Índice

Río abajo��������������������������������������������������������������������������������� 7 Cuestionario������������������������������������������������������������������������ 17 El valle entero��������������������������������������������������������������������� 23 Los tindelis�������������������������������������������������������������������������� 29 Las flores y la música������������������������������������������������������� 37 Infancia �������������������������������������������������������������������������������� 49 La intensidad del momento������������������������������������������� 57 Vos no te moriste, Santos����������������������������������������������� 67

Esta edición se terminó de imprimir en el mes de agosto de 2013, en los talleres gráficos de Tecnooffset, Araujo 3293, Ciudad de Buenos Aires, República Argentina.