Lectores de viaje

21 sept. 2014 - iglesia de San Cologero, el monas- terio del Espíritu Santo, exponen- te del arte medieval (siglos XIII); la catedral de estilo árabe-normando.
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turismo | 11

| Domingo 21 De septiembre De 2014

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Al fin y al cabo de la Vela, en Colombia Por matías rebecca

España.

“La menor de las islas Baleares es un paraíso de playas vírgenes, aguas turquesa y arenas blancas que provoca adicción. Formentera es un sueño en estado puro. La fotografía fue tomada en Illetes, la playa más afamada de la isla, cerca del conocido chiringuito Pirata que se localiza al principio del arenal”, cuenta Damián Pablo Martínez.

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Ambos sabíamos que la carretera colombiana estaba llegando a su fin, pero desconocíamos que lo mejor del viaje nos estaba esperando en la península de la Guajira. Dejando al sur las intensas playas de Palomino, arribamos al desolado pueblo de Uribia para descansar la noche previa a la última estación. El sueño lo interrumpió la asistencia perfecta del despertador marcando las 6, que nos obligo a madrugar y preparar las mochilas una vez más. Guardamos provisiones. Verduras en latas, agua, chocolates y frutas; regateamos los pasajes y con los primeros rayos de sol emprendimos viaje al punto más norte de todo América del Sur. El cabo de la Vela. Los camiones atraviesan el desierto sin caminos ni brújulas, guiados únicamente por la experiencia y el recuerdo de la naturaleza. El periplo del cactos y la tierra sedienta es dueña de los originarios Wayúu. Apartados

de toda civilización y recursos, sobreviven con el trueque de provisiones que los camiones, rebalsados de sorprendidos turistas citadinos, hacen llegar a sus solitarias casas de adobe y madera. Al paso de tres horas debajo del intenso sol del mediodía, el calmo mar Caribe que se hizo presente y protagonista indiscutible del paisaje delataba en aquel horizonte que habíamos llegado a destino. Al instante de bajar, una estampida de locales nos arrinconaba con ofertas y promociones. Una diversidad de las más excepcionales artesanías en morrales, carteras, vinchas y pulseras. Todos los precios y colores, que sumados al servicio de hostales y restaurantes de mar son el sustento y la vida del pueblo. Buscamos donde dejar las fatigadas mochilas y almorzamos las provisiones de Uribia. Colgamos nuestras camas-hamacas en una de las tantas casitas que caracterizan al cabo, donde las paredes son de caña seca, los pisos de arena, las puertas no existen y a las ventanas las enmarca el cielo. Como primerizos terrenales desorientados emprendimos una caminata de punta a punta por la bahía que encierra al cabo. Nos dimos el gusto de formar parte de un fulbito con los locales, confirmando así que la pasión por la redonda alcanza todos los rincones de la Tierra, y nos arraigamos a la orilla para presenciar

uno de los mejores espectáculos de la naturaleza, donde el cielo y la tierra se unen. Igualados por el sabor del siempre fiel, cálido y amargo mate, nos inmovilizamos frente al ocaso para maravillarnos mientras el sol se acurrucaba en el horizonte colombiano, despidiéndose así, con una sinfonía de saturados rojos, amarillos, naranjas y celestes. Cuando el astro brillante desapareció, el cielo mutó de inmediato y un millar de estrellas se adueñó del pueblo. La energía eléctrica es un servicio de lujo y urgencia que los locales ahorran y no desperdician, teniendo así por única la tenue luz de lucero y luna. Contemplando aquel cielo me puse a cavilar en los simples placeres cotidianos que perdemos en la carrera del día a día. No había nada más que nosotros y aquellos pequeños gigantes puntos del cielo, que en su intermitencia de brillos nos paralizaban para admirarlos y atesorarlos en silencio. Entrada la medianoche el viento empezó a soplar, la temperatura había bajado notablemente y el calor del fuego era cada vez más codiciado. Cuando el cansancio del viaje nos tocó la puerta, nos acostamos en las hamacas, alrededor de una humilde fogata, y sin darnos cuenta nos dormimos con las ventanas abiertas al eterno cielo colombiano. Al inolvidable cielo del cabo de la Vela.ß

Agrigento, en el sur de Sicilia, cuenta la historia con vientos antiguos y el mar de testigo. En el centro histórico, las huellas de centurias permanecen en los ocres frentes y calles empedradas. Intrincados caminos comunican a los vecinos entre subidas fatigosas, puertas abiertas y distancias breves. La suave brisa agita en cada casa, la ropa tendida de cara al paseante. La vía principal, Athenea, susurra sus secretos a medida que la recorres; flanqueada por mansiones te distrae con veredas angostas y tiendas vestidas. Si continúas la recta, arribas a Piazza Pirandello y el teatro del mismo nombre, en cuyo foyer, el busto de Zeus te da la bienvenida. Ayuda a procesar las imágenes el sabor de la pausa acompañada por un café pretto y una mousse de pistacho. Cuelgan flores de los balcones pendulando horas, coloreando el cielo, y plantas que se adhieren a los muros como sosteniendo los viejos balcones y el tiempo. Escalinatas con misterio conducen a interrogantes y otras señalan la iglesia de San Cologero, el monasterio del Espíritu Santo, exponente del arte medieval (siglos XIII); la catedral de estilo árabe-normando (siglos XI). A unos minutos de allí se erige estoico el Valle de los Templos soportando los días y las noches, los terremotos y saqueos de piedras. Siete templos griegos que dominan la vista; el de la Concordia es uno de los mejores conservados, una perfecta realización de la arquitectura dórica; caminar entre ellos en silencio es dar vuelta el reloj de arena. Deméter observa, suspira y nos fecunda de arte y cultura.ß