Las chicas se revuelcan en tules

6 may. 2007 - sido una Medea y una Fedra apre- ciables), no aporte su rico tempera- mento, ni Oscar Ferreiro no sea un convincente viejo e irascible Cabot.
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Espectáculos

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Domingo 6 de mayo de 2007

Cuatro que intentan conocer algo del amor Bueno

✩✩✩ Hablar de amor. Sobre un cuento de Raymond Carver. Dramaturgia y dirección: Adrián Canale. Con: Marcelo Subiotto, Carolina Tisera, Maribel Outeda y Fernando Castels. Iluminación: Sergio Cosstesich. Asistencia de dirección: Mariana Jaiquil. Puerta Roja, Lavalle 3636. Viernes, a las 22.30. Entrada, $ 15. Duración: 70 minutos.

Las chicas se revuelcan en tules Muy bueno

✩✩✩✩ Pequeño drama para dos mujeres. Dramaturgia, dirección y concepto escenográfico: Andrea Chacón. Con Mariana Ortiz Losada y Vanna Passeri. Luces: Javier Alemanno y Mariano Arrigoni. Vestuario: Gabriela Delmastro. Música: Christian Basso. Entrenamiento corporal: Silvia Tavcar. En Apacheta, Pasco 623, los viernes, a las 21. Duración: 60 minutos.

Escondido, pero cálido y acogedor, el Apacheta ya se consolidó en el circuito alternativo como una sala de experimentación, con interesantes propuestas. Pequeño drama para dos mujeres es una delicia. Al principio, todo parece raro. Un espacio escénico cubierto de tules por el que se mueven dos actrices, como perdidas, diciendo cosas que parecen sinsentidos. Pero enseguida todo comienza a tomar forma y atrapa la atención del espectador, con una poética artesanal desarrollada por Andrea Cha-

cón, de la que no se ausentan ni el humor, ni la reflexión. Estas dos mujeres se cuelan en los casamientos y buscan, ansían y sueñan no sólo con el amor sino con los hombres y todo aquello que puede venir con ellos. Su paso por las fiestas de bodas es una condena que disfrutan y parece destinada a no terminar jamás. Para eso, Chacón exploró en el ser femenino, y tomó un punto de partida brillante: los cien cobres grabados que hizo Pablo Picasso con el nombre de Suite Vollard. Quien alguna vez haya observado esas sugestivas estampas de fuerte erotismo encontrará puntos en común e imágenes en forma casi permanente. Quien nunca haya tenido contacto con ellas tendrá el preludio perfecto. Así, una de ellas contará que el hombre que conoció y que la enloquece tiene dos cuernos en la cabeza. “Estás tan acostumbrada a la desgracia, que me das pena”, le dice la otra.

La dramaturga hace uso y usufructo del absurdo y de lo naíf, pero en forma cruda y contundente. Juega con los antagonismos, con la lucha de fuerzas y se vale de esas imágenes abstractas en un decir no naturalista, sino natural en ellas. A su vez, el simbolismo es tan asequible como elaborado. El texto hurga con obsesión y esmero en lo más intrincado de los sentimientos y las elecciones afectivas. Qué se busca y cómo; las ansiedades; la insatisfacción; la envidia; la necesidad y la búsqueda del placer; la omnipotencia de los sexos, y cada vértice de este universo es tocado con exquisita sutileza. Asimismo, Chacón confrontó esa búsqueda y esos lazos afectivos con los vínculos sanguíneos cercanos.

Tres mujeres talentosas Andrea Chacón es muy hábil en el manejo escénico y deja en claro aquí sus conocimientos de régisseuse. Por momentos, apuesta a la inmovilidad, pero de pronto apela a la ac-

ción como elemento modificador. Las aproxima y las aleja; las hace transitar la violencia y les pone acciones para acelerar sus estados emocionales, y dejar expuesta la fragilidad de ambas criaturas. Asimismo, las hace transitar el espacio y juguetea con movimientos casi geométricos. Para eso cuenta con dos actrices que se entregaron enteras a tan compleja tarea. Mariana Ortiz Losada es una intérprete espléndida a la que hay que prestar mucha atención, y Vanna Passeri no se queda atrás y va creciendo cada vez más con el transcurrir del trabajo. Sobre la segunda mitad de la pieza, las dos consiguen una sinergia potente y efectiva. La concepción escénica de Chacón también es brillante, así como el vestuario diseñado por Gabriela Delmastro, que le dio a cada una de las chicas su color, como personajes de dibujos animados. Por su parte, la música de Christian Basso es un elemento importante en los climas.

En su cuento De qué hablamos cuando hablamos de amor, Raymond Carver narra un momento –quizás un par de horas– de un encuentro entre dos parejas amigas que, entre ginebra y ginebra, hablan del amor. El director Adrián Canale toma este texto del escritor norteamericano para presentar la segunda parte de lo que será una trilogía sobre Carver. En Hablar de amor opta por trabajar sin un texto fijo y deja a sus actores, y éstos a sus personajes, librados a un formato de improvisación a partir del que recorren diferentes puntos de la narración, que les sirven de sostén. Así, como aquí los vasos de ginebra se transforman en elegantes copas de vino, la conversación de estos amigos toma algunos pocos colores locales para hacer más cercano y más natural el relato. Y el espectador asiste a esa reunión casi como si fuese un voyeur involuntario. Todo transcurre con tanta naturalidad que, por momentos hasta cuesta entender qué dicen porque hablan a la par que fuman o que comen un trozo de queso. Es la voz del personaje que interpreta Fernando Castels –muy cómodo en su rol– la que sitúa algo de contexto, palabras esenciales para que el

espectador vuelva a ser espectador o, al menos, se sienta menos intruso en el papel de fisgón. Así, es sumamente agradable asistir a esa intimidad ajena, que se puede parecer tanto a cualquier encuentro entre amigos que no hacen otra cosa que conversar de la vida. Conversación que de a poco va brindando datos sobre quiénes son, qué hacen, por qué están ahí. No hay respuestas grandilocuentes a estas preguntas y ahí Canale logra pintar el mundo de Carver, despojado, limpio, sin grandes conflictos pero sí con pequeñas tensiones. Irónicos, agudos, pasivos, triviales son los diálogos entre estos amigos sobre el amor, el vacío, el sinsentido. Cada uno de los actores le da una impronta a su personaje cercano y reconocible, sobre todo Marcelo Subiotto que hace de su dueño de casa un ser verborrágico, sensible y querible, cualidades que se acentúan con el paso del tiempo y de los vinos. Casi como un capitán de barco, él lleva adelante la impronta de la improvisación de sus compañeros de escena, lo que les permite llegar a buen puerto. Más allá de marcaciones de dirección, se nota la mano de un actor talentoso, con un ojo fino y sensible. En el mismo sentido, buen papel desempeña Carolina Tisera. A quien se la ve más perdida en ese mar de diálogos, aparentemente dispersos y casuales, es a Maribel Outeda, que no logra darle cuerpo a sus intervenciones. En conjunto, logran un trabajo sumamente atractivo, original y sensible del que da placer ser testigo.

Verónica Pagés

Pablo Gorlero Tisera y Castels interpretan a la mujer y al amigo del dueño de casa

No hay ni deseos, ni olmos Regular

✩✩ El deseo bajo los olmos, de Eugene O’Neill. Adaptación y dirección: Raúl Serrano. Con Alejandra Rubio, Oscar Ferreiro, Federico Amador y Nelson Rueda. Escenografía: María Ibáñez. Vestuario: Mercedes Colombo. Asistente de dirección: Ezequiel Molina. Sala Solidaridad, del Centro Cultural de la Cooperación, Corrientes 1543. Duración: 80 minutos.

No hay olmos a la vista, en esta versión. Deseo, tampoco. La ausen-

cia de los árboles puede ser compensada por la imaginación del espectador. El deseo, no. Aquí se lo enuncia, pero no se lo siente, por más que los actores se desvistan y se revuelquen por el suelo. La pieza de O’Neill, fechada en 1924, remite a un tema tan viejo como el teatro mismo: el drama del hombre más que maduro, enamorado de una mujer mucho menor, a la que debe disputar con un muchacho, que suele ser su propio hijo, como en este caso. A veces, la situación deriva en comedia, como en la

HERNAN ZENTENO

Oscar Ferreiro encabeza la fallida puesta

maravillosa Escuela de las mujeres, de Molière. Aquí, dada la natural inclinación del autor a la tragedia (recuérdese su trilogía de El luto le sienta a Electra, o sea, la Orestíada, de Esquilo, transportada a la Guerra de Secesión), la trama no podía sino culminar en un horrendo sacrificio, evocador del perpetrado por la Medea de Eurípides. La codicia y la lujuria son los motores de la tragedia, en un medio salvaje y austero –esa región agrícola de los Estados Unidos, apodada “la olla de polvo”, que exige tanto y rinde tan poco–, recorrido, además, por el fanatismo religioso. Con semejantes ingredientes, el estallido será feroz. Pero muy poco de esa tensión, de esa tremenda conmoción final, llega al espectador. Y no porque Alejandra Rubio, frecuentadora de las heroínas trágicas (ha sido una Medea y una Fedra apreciables), no aporte su rico temperamento, ni Oscar Ferreiro no sea un convincente viejo e irascible Cabot. Sensible sobre todo en los tramos culminantes, hay una inexplicable laxitud en la puesta de un director tan eficaz y de probada calidad – excelente maestro de actores, también– como Raúl Serrano.

Ernesto Schoo