La triste letra de un sinsentido

15 feb. 2007 - ciones a ojos cerrados o abiertos para ordenar y traducir. Tienen un denomi- ... Ryo Kase y Shido Nakamura. Guión: Iris. Yamashita y Paul ...
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Espectáculos

Jueves 15 de febrero de 2007

LA NACION/Sección 4/Página 7

La triste letra de un sinsentido Excelente

✩✩✩✩✩ Cartas desde Iwo Jima (Letters From Iwo Jima, Estados Unidos/2006). Dirección: Clint Eastwood. Con Ken Watanabe, Kazunari Ninomiya, Tsuyoshi Ihara, Ryo Kase y Shido Nakamura. Guión: Iris Yamashita y Paul Haggis, basado en el libro de Tadamichi Kuribayashi y Tsuyoko Yoshido. Fotografía: Tom Stern. Música: Kyle Eastwood y Michael Stevens. Edición: Joel Cox y Gary D. Roach. Diseño de producción: Henry Bumstead y James J. Murakami. Producción de Amblin, DreamWorks, Malpaso y Warner Bros. Hablada en japonés e inglés con subtítulos en castellano y presentada por Warner Bros. 141 minutos. Sólo apta para mayores de 16 años.

PABLO TORRE

Natalia Segre como Clara, convertida en actriz del cine mudo

Inquietante juego de verdades y mentiras Buena

✩✩✩ La mirada de Clara (Argentina/2006). Guión y dirección: Pablo Torre, basado en su novela La ensoñación del biógrafo. Fotografía: Mariano Monti. Montaje: Agustín y Pablo Torre. Música: Luis María Serra. Con Gabriel Feldman, Natalia Segre, Tamae Garateguy, Pompeyo Audivert, Norman Briski, Eugenio Soto. Hablada en español. Duración: 90 minutos. Calificación: para mayores de 13 años.

En primer lugar es importante aclarar que La mirada de Clara no pretende ser un film biográfico ni nada que se le parezca. El director Leopoldo Torres Ríos y su esposa, May Clara Nilsson, abuelos paternos de Pablo Torre, fueron seguramente protagonistas de una historia de amor, que no es ésta. El primero de los hijos de aquella unión fue Leopoldo Torre Nilsson, con el paso del tiempo un joven amante de la buena literatura y con sueños de escritor que, a fuerza de seguir a su padre en muchos rodajes (y como él mismo recordaba, porque de algo tenía que vivir), se convirtió en cineasta. El debut de ese joven intelectual fue compartido con papá Torres Ríos, ya todo un director consagrado, nada menos que la primera adaptación de un relato de Adolfo Bioy Casares. Así Torre Nilsson se convirtió en “el hijo de Torres Ríos”, un mote del que recién pudo liberarse cuando fue a Cannes con La casa del ángel, a fines de la década del 50. Aquel joven director que ya lucía anteojos con gruesos cristales había declarado su independencia. El cine marcó fuerte a Torre Nilsson, con tal intensidad que sus hijos, Javier y Pablo, y por lo que se sabe también sus nietos, eligieron el mismo camino. Pero, ¿cuándo nació esta pasión capaz de superar generaciones como si fuese parte del código genético? Aquí es donde aparece Pablo Torre con su relato La ensoñación del biógrafo, en el que describe una sucesión de sueños listos para ser interpretados. En esas historias que el protagonista acomoda a su gusto para impresionar a Eva, una mujer dispuesta a escribir acerca de aquel pasado, se mezclan verdad con mentira, detalles auténticos con otros falsos, imágenes cargadas de símbolos con otras que parecen tomadas de un documental jamás filmado. En La mirada de Clara, el límite entre lo verosímil y lo inverosímil desaparece. En este lugar donde todo es posible, se mezcla la historia de un fotógrafo de plaza y la mujer con la que termina uniéndose y casándose, una

sueca muy bonita pero muy miope, a la que conoció por correo, que logrará convertirse en actriz del cine mudo, a cambio de mucho dinero.

Deseo y pasiones En ese universo de represiones, de crudas reacciones, de una mansión protegida por una corte de mucamas miopes, y decorada con pavos reales, Manuel cristaliza un pasado de medida, y cree ver en esa desconocida que lo interroga un objeto de deseo igual a Clara. Leopoldo es, en esa ficción, poco menos que un ogro celoso y Clara, una mujer enigmática y maliciosa. Ella juega al límite con el deseo de su esposo, un hombre obsesionado con fotografiarla, finalmente convencido de que como “cualquiera puede filmar”, también podrá atraparla, para siempre, en un mundo de celuloide. La cámara de Torre recrea algunos de los planos, climas, escenografías y colores que llevaron a su padre (más allá de altibajos) a la categoría de autor respetado por la crítica y el público, y consigue transmitir la idea de ilusión que estaba presente en el libro que adapta. El mismo Torre, que se proyecta en el personaje de Manuel, confiesa que Clara se fue apoderando de la historia a medida que avanzaba el rodaje. Primero desplazó al biógrafo del título y, en algún momento, el cineasta llegó a creer que podía perder el control sobre ella. Torre explica que Clara, a fin de cuentas, es él mismo. Torre acertó a la hora de elegir al dúo protagonista (Gabriel Feldman, Natalia Segre, al igual que Tamae Garateguy y Pompeyo Audivert como Torre Nilsson), y sostiene su doble juego casi hasta el último fotograma. El desenlace, innecesariamente edulcorado, no es del todo convincente, si se tiene en cuenta la audacia de la propuesta y las imágenes que la preceden. El título de la novela original juega con el doble sentido del término biógrafo, al que, como sinónimo de cine, convierte en objeto de deseo de un personaje confundido por las emociones. El nuevo título, La mirada de Clara, también es doble porque encierra una certeza: la mirada declara. En su película, igual que en el diván de un analista, Torre repasa ensoñaciones a ojos cerrados o abiertos para ordenar y traducir. Tienen un denominador común: la contradictoria pasión por un arte que termina atrapando a sus protagonistas (de hecho, al mismo Torre, como titiritero de cada uno de sus personajes), en un inquietante juego de verdades y mentiras.

Claudio D. Minghetti

“Esta isla no tiene nada de sagrada, por mí se la pueden quedar los norteamericanos”, dice –entre escéptico y frustrado– un conscripto japonés horas antes del inicio de la cruenta batalla de Iwo Jima (26.000 muertos en seis semanas de combate) ante los desoladores, inhóspitos 32 kilómetros cuadrados de roca y arena volcánica de ese enclave considerado vital desde lo estratégico en el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. El soldado, por supuesto, será duramente reprendido y luego castigado por sus superiores –dogmáticos de la tradición, del profesionalismo, del patriotismo y de la disciplina militar que hicieron famoso al ejército nipón–, pero esa línea de diálogo expone en toda su dimensión el sentido revisionista, la mirada humanista de este notable nuevo film de Clint Eastwood: por más fuerte que sea una campaña propagandística destinada a demonizar al enemigo, no hay argumentos íntimos que justifiquen una guerra. Narrada desde el punto de vista japonés, Cartas desde Iwo Jima es el complemento perfecto del díptico que, sobre esta batalla, inició con la recientemente estrenada La conquista del honor, que contó el mismo hecho desde la óptica estadounidense. Estilísticamente menos ambiciosa, pero dramáticamente más sólida, Cartas desde Iwo Jima explora, desde otra perspectiva, otra idiosincrasia, otra cultura y una situación militar opuesta (20.000 soldados ja-

WARNER

Ken Watanabe, espléndido protagonista de un film casi perfecto, complemento de La conquista del honor

poneses, sin apoyo aéreo ni naval, sin capacidad de reabastecimiento y en medio de un brutal racionamiento de comida y de una epidemia de disentería, se enfrentaron a más de 100.000 infantes estadounidenses bien equipados), los mismos temas que su predecesora: el sinsentido de la guerra, la construcción de la heroicidad, el absurdo de los rituales de lealtad, obediencia y sacrificio que, en el caso nipón, tienen tradiciones ancestrales como el seppuku (cientos de soldados japoneses se suicidaron antes que entregarse a los estadounidenses). Aunque mucho más sobria, concisa y austera que La conquista del honor, Cartas desde Iwo Jima está construida también con una estructura de relato enmarcado que inicia y concluye la historia en la actualidad. Eastwood no es condescendiente (las escenas bélicas son tan descarnadas como en el film anterior) e incluso las pocas veces que aparece algún soldado norteamericano en pantalla

es para cometer atrocidades tan condenables como las de los militares japoneses más despiadados. El director y sus dos guionistas (el cotizado autor norteamericano Paul Haggis y una japonesa sin experiencia en cine como Iris Yamashita) convierten al film en una experiencia moral y física (claustrofóbica) a la vez, ya que muestran el calvario de miles de soldados nipones que –sabedores de su inferioridad militar– esperaron durante largas jornadas al enemigo confinados en cuevas y trincheras cavadas por ellos en plena montaña. En su mirada amplia y abarcadora, Eastwood describe las experiencias desde cuatro ópticas bien diversas: dos soldados rasos como el inconformista Saigo (la estrella pop Kazunari Ninomiya) y el imprudente panadero Saigo (Kazunari Ninomiya); el barón Nishi (Tsuyoshi Ihara), un aristócrata que supo ser campeón olímpico de equitación y amigo personal de Mary Pickford y Douglas Fairbanks, y el teniente general Tadamichi Kuri-

bayashi (excelente interpretación de Ken Watanabe), el personaje más rico en matices de todo el film. Brillante estratego militar, pero crítico de la concepción fanática de la guerra, se trata de un protagonista de notable carisma que, al mismo tiempo, genera una profunda tristeza. Si Eastwood es visto hoy como el último heredero del clasicismo de John Ford, Kuribayashi es lo más parecido al desencantado héroe fordiano que tan bien supo encarnar John Wayne. Algunos sentirán en ciertos diálogos, en la narración en off del contenido de las cartas del título, algún exceso de didactismo o una búsqueda de falso lirismo, pero esta película está muy cerca de la perfección de una obra maestra. Con toda la madurez y la profundidad, la elegancia y –al mismo tiempo– la crudeza que sólo pueden alcanzar los verdaderos grandes del cine como Clint Eastwood.

Diego Batlle

Un dictador, entre la verdad y la ficción Buena

✩✩✩ El último rey de Escocia (The Last King of Scotland, EE.UU./2006). Dirección: Kevin MacDonald. Con Forest Whitaker, James McAvoy, Kerry Washington y S. McBurney. Guión: Peter Morgan y Jeremy Brock, basado en la novela de Giles Foden. Fotografía: Anthony Dod Mantle. Música: Alex Heffes. Presentada por 20th. Century Fox. Hablada en inglés. Duración: 122 minutos. Calificación: sólo apta para mayores de 16 años.

Hay pocos hombres en la historia del mundo tan conocidos como Idi Amin y su nombre ya se unió al de los dictadores que no conocieron límite humano alguno. Pero Amin fue, además, un caso excepcional que fascinó al país con su orgullo y personalidad vibrantes, y para muchos parecía ser la más grande esperanza de la recién independizada Uganda, para convertirse en una auténtica nación africana. Cuando llegó por primera vez al poder en 1971 con un golpe de estado contra el corrupto y pro comunista Milton Obote, Amin gozó de un amplio apoyo en los medios y en todo el mundo, hasta que se volvió evidente que estaba matando de manera despiadada a sus adversarios y forjando su

FOX

James McAvoy y Forest Whitaker (como Amin), en labores encomiables

gobierno en torno de sus peculiares gustos, místicas y paranoias. Pero el guión del film se toma algunas licencias respecto de la verdadera historia y fija su mirada en Nicholas Garrigan, un apuesto doctor escocés recién salido de la universidad que decide, al azar, emprender un viaje a Uganda en busca de emociones, romance y el pla-

cer de ayudar a un país que necesita de sus servicios profesionales. El médico queda fascinado con la geografía de Uganda y, circunstancialmente, conoce a Amin, quien se siente atraído por la personalidad de ese doctor que demuestra una gran calidad en su profesión y un carisma que, para el dictador, es signo de

suerte y de confianza. Así, Garrigan se convierte en el médico personal de Amin e inicia su odisea hacia el círculo íntimo de uno de los reinos de terror más espantosos de Africa. Al principio, el doctor es seducido por la famosa y encantadora personalidad de Amin y sus ambiciosos planes para Uganda, pero no tardará en descubrir que el terror y la violencia son las únicas armas que esgrime Amin para sojuzgar a su pueblo. El relato transita, a veces reiterada y cansinamente, por la amistad primero y el odio después de sus dos protagonistas que se enfrentarán en una lucha sin cuartel. El director Kevin MacDonald logró imponer un clima de violencia y de suspenso a la historia, que describe con aciertos la personalidad de ese Idi Amin al que Forest Whitaker aporta una enorme convicción. James McAvoy, por su parte, logra imponer calidad dramática a su personaje de médico, en tanto que el resto del elenco y los rubros técnicos apoyan con elocuencia esta aventura que recorre, entre la verdad y la ficción, la travesía por el poder de uno de los hombres más despiadados que se inscribieron en la historia del mundo del terror.

Adolfo C. Martínez