La Presidenta, entre la gloria y la enfermedad

31 dic. 2011 - el concepto de dinastía, que el dic- cionario define ... emblema de una nueva dinastía? ... personas que han pasado por severas crisis de su ...
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NOTAS

Sábado 31 de diciembre de 2011

I

Por NIK

Decisiones

MARIANO

JOAQUIN

GRONDONA

MORALES SOLA

¿Serán los Kirchner, finalmente, nuestros Borbones?

C

UANDO se supo que la Presidenta será operada de cáncer en la tiroides dentro de cuatro días, diversas emociones cruzaron la mente de los argentinos. Por lo pronto una de asombro por lo inesperado de la noticia y otra de preocupación por el inevitable impacto que produce la palabra “cáncer” aun en estos tiempos en que esta temida enfermedad es derrotada con frecuencia. Por eso a la preocupación siguió el alivio casi inmediato cuando se advirtió que el cáncer en la tiroides que padece la Presidenta es curable, sobre todo porque su erradicación estará a cargo de un equipo médico de excelencia. Lo notable es que estas emociones casi simultáneas de asombro, preocupación y alivio no afectaron solamente a los círculos que apoyan a Cristina, sino también a la población en general. Es que una pregunta fugaz relampagueó tanto en la conciencia de los que aman a la Presidenta como en la conciencia de los que se le oponen: ¿qué haríamos sin Cristina? ¿Qué haríamos todos los argentinos, sea cual fuere la posición de alabanza o de crítica que nos haya tocado ocupar frente a su inmenso poder? Si un poder tan inmenso como el de ella permitiera imaginar la posibilidad de su ausencia aunque fuera por segundos, cundiría como una corriente eléctrica una sensación de vacío porque, a esta altura

Una cosa es indudable: mientras dure la licencia presidencial, el vicepresidente no moverá ni un dedo de las circunstancias, cuesta pensar en un país que no gire en torno de Cristina. El alivio casi instantáneo por la disipación de la imagen de un país sin Cristina se reforzó, por otra parte, porque su vicepresidente ya no es Julio Cobos, sino Amado Boudou. Si una cosa es indudable es que, mientras dure la licencia de la Presidenta, su actual vicepresidente no moverá ni un dedo para hacer saber que, efectivamente, existe. Por eso en un artículo para El País, de Madrid, titulado “El peronismo hoy se llama cristinismo”, que reprodujo LA NACION de anteayer, el columnista Miguel Angel Bastenier, al advertir que entre nosotros todo gira en torno de Cristina, se pregunta si los argentinos no estaremos viviendo una suerte de hipnocracia, un “estado hipnótico” en virtud del cual un gobernante omnímodo atrae de modo irresistible, para bien o para mal, a sus gobernados. Pero Bastenier formula, además, otra pregunta: ¿cómo evitará ese poder omnímodo a partir de una concentración que no admite antecedentes la tentación de buscar la perennidad? “Cristina eterna”, esta frase que pronunció en su momento la diputada Diana Conti, ¿es entonces sólo el anhelo solitario de una “ultracristinista” o es, más allá, un proyecto de poder presidencial que apunta ya no sólo a su ilimitación en el espacio, sino también a su ilimitación en el tiempo?

La “hipnocracia” Debe decirse a favor del modo como Cristina anunció su cáncer en la tiroides que, a la inversa de Hugo Chávez en relación con su propio cáncer, no lo negó empecinadamente, sino que lo hizo público, con prontitud y sobriedad. Pero hay otro rasgo que la acerca a Chávez: la hipnocracia. Esta resulta de proyectar sobre el pueblo, con la ayuda de la cadena oficial, un flujo cotidiano de discursos presidenciales. Este es el método de comunicación que, inaugurado por Fidel Castro para los cubanos, tiende a desatar una corriente incesante de mensajes unipersonales y unidireccionales cuyo objeto es envolver a la audiencia en un clima casi obsesivo del cual, al fin, nadie se escapa. Una suerte de “lavado de cerebro colectivo” que tiende a convertirse en monopólico cuando sus reiterados mensajes son acompañados por la persecución sistemática de aquellas otras voces que tienden, por su parte, a preservar el pluralismo que resulta de la libertad de expresión. Nada más representativo del sistema republicano, en este sentido, que la pluralidad de las opiniones. Pero la inusual concentración del poder de comunicación en manos de un

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Estado con vocación hegemónica, que ha tenido en Castro a su precursor y en presidentes autoritarios como Chávez y Rafael Correa a sus continuadores, también está siendo ensayada por la Presidenta. Esta modalidad sería inviable, sin duda, si el mensaje dominante de un sistema hegemónico no incluyera un contenido, un argumento, destinado a sus oyentes. En Cristina, a este argumento se lo llama el relato. El relato consiste en un argumento que procura competir con la realidad desde una posición dominante. Cuando aun en las circunstancias que rodearon al sobrio relato de su enfermedad la Presidenta procuró victimizarse como una heroína dispuesta al sacrificio, apeló al “relato”. Si Néstor Kirchner murió por ofrendar su vida en aras del pueblo, Cristina Kirchner se presenta hoy como una gobernante que le está entregando su salud a ese mismo pueblo. Algunos críticos subrayan por su parte la vasta corrupción que la beneficia y la rodea. Pero estas voces disidentes ¿qué llegada tendrán en medio de la “hipnocracia”? ¿Qué sentido tendría este grado superlativo de concentración del poder y de las comunicaciones si no fuera, además, ilimitado en el tiempo? ¿Es posible advertir que Cristina concentra al máximo su poder en el espacio sin suponer que buscará dotarlo, además, de “perennidad”?

¿“Monarquía” o “dinastía”? Los emperadores romanos, si bien disponían de un poder absoluto, no eran hereditarios sino electivos y vitalicios –lo mismo ocurre hoy con los papas–; para encontrar monarquías hereditarias, habría que remitirse a las monarquías europeas, aun en su menguada actualidad, hasta Juan Carlos I de España inclusive. Cuando una monarquía es hereditaria, cambia la naturaleza del poder porque aparece el concepto de dinastía, que el diccionario define como “una familia en cuyos individuos se perpetúa el poder”. El concepto de “monarquía” puede aplicarse a Cristina no bien se comprueba el intenso grado de concentración del poder que la exalta. Pero esta concentración carecería de intensidad si se limitara en el tiempo, por ejemplo a los cuatro años de gobierno que le permite nuestra Constitución. Y aun si Cristina consiguiera el reeleccionismo indefinido, aun así carecería de “perennidad”. La única manera de conseguir la “Cristina eterna” a la que aspira Diana Conti sería que ella pudiera transmitir el poder dentro de la misma familia en cuyo seno lo recibió. Entre nosotros, hubo sin duda intentos de monarquías vitalicias, por ejemplo en torno de Rosas y en torno de Perón. Pero nadie pudo imaginar a la dulce Manuelita como reina, quizá porque la idea de una reina estaba prohibida en la cultura de entonces. Perón, a su vez, no tuvo hijos. ¿Qué habría pasado si los hubiera tenido? ¿Se habría detenido

Ya es monárquica Cristina; sus ministros y colaboradores conforman en torno de ella una sumisa “corte” la saga de Perón con su muerte, en 1974? El poder que ya ha alcanzado Cristina tiende a mostrarse cada día más como monárquico y no como republicano. Cuando Cristina se hizo coronar el pasado 10 de diciembre, no por el vicepresidente Cobos sino por su propia hija, Florencia, ¿no pasó por su mente que el poder residía en su familia? ¿Qué otra sino ella ha sido la heredera de Néstor Kirchner? ¿Es demasiado atrevido pensar que Cristina, al ocupar el trono, es el emblema de una nueva dinastía? ¿No es notable el control creciente que ejercen al lado de ella su hijo, Máximo, y sus amigos de la Cámpora? Que Cristina ya es monárquica basta confirmarlo cuando se advierte que sus ministros y colaboradores conforman en torno de ella una sumisa “corte”. Culturalmente, los argentinos hemos sido tentados de preferir la tiranía antes que la anarquía y el poder concentrado antes que el “desorden” republicano. En España, todavía reinan los Borbones. Entre nosotros, ¿no reinan, ya, los Kirchner?

La Presidenta, entre la gloria y la enfermedad

L

Por Hugo Caligaris

Las palabras

Extraño “¿Sería extraño que hubieran desarrollado una tecnología para inducir el cáncer y nadie lo sepa hasta ahora y se descubra esto dentro de 50 años o no sé cuántos?” (Del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, en alusión a los Estados Unidos.) Dijo el gran Maxwell Smart sobre Control: “La CIA está en los diarios todo el tiempo y el FBI tiene su propio programa de televisión. Nosotros somos la única organización secreta de la que nadie oyó hablar”. ¿Nadie? No. Hay alguien que está al tanto de todo, alguien que por haber cultivado relaciones con las máximas figuras de Kaos está, evidentemente, bien dateado. Al comandante Chávez es muy difícil venderle buzones o hacerle pasar gato por liebre, porque el comandante Chávez es un astutísimo agente del recontraespionaje al que nadie encontrará nunca desorientado. Claro que el complot que insinúa Chávez les suena extraño a los hombres sin imaginación, no tanto porque para creer en él hay que admitir la posibilidad de que se haya aislado el virus del cáncer, sino por las dificultades que plantea el operativo de administración selectiva. ¿Cómo harían los yanquis para inocular la pócima cancerígena entre los presidentes latinoame-

ricanos que se atrevieron a hacerse los gallitos con ellos? ¿Mandarían enanos verdes para que se cuelen en sus despachos? ¿Les regalarían bombones envenenados? “No nos digas que éste también es un sucio truco del tío Sam”, le dirían a Chávez. Y cuando Chávez contestara que sí, retrucarían: “Te dijimos que no nos lo dijeras”. Pero la tesis de la conspiración resiste. Como diría el perverso conde Von Siegfried: “¡Esto es Kaos! ¡Ni una pizca de sentido común aquí!” ¿Vieron las “fotos de familia” que se sacan los mandatarios en las reuniones internacionales? Bueno: observen con cuánto disimulo Barack Obama se ubica cada vez al lado de alguien distinto. Miren sus manos cuando las apoya en el hombro o la espalda del vecino. ¿No sobresale algo entre los dedos apretados? ¿No podría ser una jeringuita? ¿No les parece raro que cuando le dijeron que Chávez sospechaba de él, Obama haya empalidecido y que dijera, un segundo después: “Exijo el Cono del Silencio”?

AS profundas ondulaciones de la vida. Esa es la única presencia constante en la existencia de Cristina Kirchner. Todo y nada. El poder y la muerte. La gloria y la enfermedad. La renuncia o la fundación de una historia. Las dos veces que Cristina accedió a la presidencia, en 2007 y hace 20 días, tropezó en el acto con la desgracia. Nunca su situación política fue mejor que en los últimos meses. Por primera vez ganó ampliamente una elección sin la ayuda de su marido muerto; se convirtió, así, en la presidenta más votada de la democracia argentina. Un puñado de días después la sorprendió una de las peores noticias que puede recibir una persona: padece de cáncer, aunque se trate de un cáncer curable. Ni siquiera Santa Cruz, la base política y familiar del kirchnerismo, la dejó recomponerse del infortunio personal. Otra vez los santacruceños se sublevaron contra el poder de los Kirchner. En 2007, tres días después de jurar la presidencia, se ventilaron en los Estados Unidos declaraciones de Antonini Wilson, que vincularon su valija venezolana repleta de dólares con la financiación de la campaña de Cristina. Su primer mandato estuvo más tiempo en la planicie que en la cumbre. Fue un período estremecido por la guerra con los productores agropecuarios, que la Presidenta perdió y que motivó su intento de

La concentración del poder del Estado en un par de manos es una mala receta política y un veneno para el cuerpo renuncia, y por la recesión de 2009. Cuando comenzaban a repuntar ella y la economía, a principios de 2010, Néstor Kirchner sintió los primeros síntomas de una grave enfermedad coronaria; no se recuperó y murió en octubre de ese año. La presidenta viuda conoció luego el tiempo más amable de su vida pública, mientras encerraba la privada en la soledad y la desconfianza. El cáncer es ya una enfermedad curable, pero su nombre no dejó de pertenecer a las cosas que el temor no nombra. Cristina Kirchner no es un ente, sino una persona. Aunque haya actuado una alegre normalidad, percibió la conmoción y el miedo de la misma manera que esas turbaciones se apoderarían de cualquier ser humano. La Presidenta ha hecho de sus apariciones públicas un despliegue permanente de actuación. Llora cuando debe llorar y ríe cuando debe reír. Los dos Kirchner han empujado la vida política hasta sus últimos límites. Esa impronta pudo provocar –cómo no– que sus vidas fueran acosadas por la muerte o la enfermedad. La salud de esos líderes pareció arrastrada por torrentes de pasiones o por rencores nunca saldados del todo. La concentración del poder del Estado en un par de manos no es sólo una mala receta política; es también un veneno para el cuerpo. Cristina Kirchner solía ser crítica de su marido por ese estilo, pero ella terminó copiándolo hasta el extremo de superarlo. Nada se mueve ahora en el Estado sin el beneplácito previo de la Presidenta, escéptica de las lealtades, salvo las de su familia más cercana. Con esa visión conspirativa y concentradora del poder, Cristina eligió un vicepresidente que carece de antecedentes y de experiencia para el cargo. Con ese mismo criterio construyó un gobierno que fija sus ojos en ella y que es incapaz de actuar por sí solo. ¿Qué es todo eso sino la sensación de que la eternidad está de su lado? Nada podía suceder fuera de su control, pero sucedió. El método funciona en tiempos de bondad política o cuando la salud de la jefa está en plenitud. El problema surge cuando el líder toma nota de que el decurso de la política no es controlable o que la vida es siempre enigmática y sorpresiva, más allá del poder y la gloria de las personas. Los especialistas aseguran que las personas que han pasado por severas crisis de su salud suelen cambiar. El impacto psicológico deja más secuelas que la enfermedad física. La Presidenta podría revisar su forma de gobernar en los días de reposo que la aguardan. El caso de Santa Cruz es un ejemplo de que hay algo en el método kirchnerista que no funciona o funciona mal. Santa Cruz es una

provincia enorme, con poca población, con petróleo y con turismo. Tenía reservas propias en el exterior por cerca de US$ 1000 millones hace apenas 10 años. Ya no queda nada de eso. En algún momento de los últimos años, el entonces matrimonio Kirchner hasta debió abandonar Río Gallegos por las agresivas revueltas de los santacruceños. Ahora, el gobernador de Santa Cruz, Daniel Peralta, anunció un ajuste del sistema de jubilaciones muy parecido al que están implementando los países europeos arruinados por la deuda y la recesión. Esos mismos planes que la Presidenta suele criticar desde los atriles internacionales, sobre todo en el G-20. Obviamente, el gobernador Peralta es sólo un vicario del poder de la familia Kirchner. La Presidenta se manifestó también, ya conocida su enfermedad, cansada de la monserga de los “institucionalistas”. El poder cambia a las personas; jamás se hubiera esperado esa definición de parte de la entonces senadora Kirchner. ¿Es un exceso de institucionalismo sorprenderse porque un juez consideró “irrelevante” una resolución de la Corte Suprema de Justicia? Es lo que hizo el juez Carlos Folco cuando ratificó la inhibición de bienes del diario LA NACION por un viejo pleito con la AFIP. La Corte había ordenado no innovar en ese caso hasta que se decidiera el fondo de la cuestión. La AFIP arguyó que no estaba reclamando el pago de una deuda, sino pidiendo que se protegieran bienes para el caso de que la empresa periodística debiera pagar algún día. El juez Folco hizo suyo el criterio de la AFIP, tildó de “irrelevante” la decisión de los máximos jueces del país y derrumbó el principio de inocencia hasta que no se pruebe lo contrario. A todo esto, hace más de un mes que el magistrado se declaró “incompetente” para seguir tratando el conflicto. Sigue decidiendo, no obstante, suelto de cuerpo. ¿Es ése el país institucional que Cristina Kirchner quiere dejar como legado? Hay que sacar del medio el artificial conflicto con la prensa (que agrava las decisiones de la Justicia) para percibir la peligrosidad de una estirpe gobernante que resolvió desoír a su Corte Suprema. Estábamos acostumbrados a que esa práctica fuera común entre los funcionarios; la novedad es que ahora también la promueven los propios jueces. Hay que sacar también a Cablevisión del medio para advertir la gravedad de un allanamiento efectuado sin orden judicial, según consignó el martes pasado L A NACION y lo confirmó públicamente el gerente general de esa empresa de comunicaciones, Carlos Moltini. Sólo la orden explícita de un juez, en un país que vive protegido por el Estado de Derecho, puede permitir que fuerzas policiales ingresen a sitios privados. En Cablevisión, efectivos de la Gendarmería fuertemente armados ingresaron a esa empresa privada de

¿Habrá decidido el kirchnerismo, arropado en ínfulas fundacionales, abolir los principios de la democracia? comunicaciones, revisaron carteras y mochilas, y abrieron computadoras y notebooks del personal. El juez Walter Bento había tomado varias decisiones arbitrarias, pero no ordenó por escrito el allanamiento. ¿Lo hizo verbalmente? Esas cosas no se dicen; se escriben. En una Nación más sensible ante los atropellos a los derechos y las garantías de las personas, el caso hubiera significado la renuncia de ministros y el relevo de los jefes de las fuerzas de seguridad que participaron del allanamiento ilegal. En tal caso, que no es el argentino, el gobierno hubiera recurrido a eso para no verse envuelto en un interminable escándalo político y judicial. ¿Todo esto es monserga de “institucionalistas”? ¿No es la democracia, acaso, una lenta y permanente construcción institucional? ¿O el kirchnerismo ha decidido también, arropado por sus ínfulas fundacionales, abolir los principios de la democracia? La política tiene sus límites, que no son distintos de los límites de la propia vida.