La otra cara del progreso global

16 abr. 2014 - masa social cada día menos informada, y ese desequilibrio, advierte Marc Augé, multiplicará la desigualdad económica. Marc Augé es, en lo ...
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OPINIÓN | 23

| Miércoles 16 de abril de 2014

excluidos del saber. Sin una revolución educativa, la humanidad quedará dividida entre una aristocracia del conocimiento y una

masa social cada día menos informada, y ese desequilibrio, advierte Marc Augé, multiplicará la desigualdad económica

La otra cara del progreso global Santiago Kovadloff —PARA LA NACIoN—

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arcAugées,enlosuyo,un experto inusual. Su pensamiento y su expresión exceden, ampliamente, los procedimientos de un especialista. Donde a cualquier otro profesional se le impondría la necesidad de trazar una frontera, Augé tiende puentes. No lo desorienta la pluralidad de fenómenos que le exige la consideración de su tiempo. La antropología opera en él como una fuente proveedora de estímulos. Es, al unísono, un disparador y una perspectiva; su plataforma de pensamiento y una de sus brújulas. Nunca el horizonte excluyente de sus ideas. Aun quien se limite a recorrer los títulos de su bibliografía advertirá en ellos una impronta filosófica indisociable de su razonamiento y su práctica. Los no lugares: Espacios del anonimato (1993); Dios como objeto (1997); Las formas del olvido (1998); Ficciones de fin de siglo (2001); El tiempo en ruinas (2003); ¿Por qué vivimos? Por una antropología de los fines (2004); La comunidad ilusoria (2010). Lo recordó la periodista Luisa Corradini en una entrevista reciente: Augé terminó por transformarse “en el mejor observador de lo que él mismo llamó «sobremodernidad», una situación social caracterizada por el exceso: de tiempo, de velocidad, de movimientos y de consumo”. Ese don de observación, entramado con una formación realmente sinfónica, le permite discernir rasgos y dilemas de la actualidad, habitualmente desdibujados en abordajes más convencionales. Así como el joven estudiante de Letras que fue Augé supo muy pronto que la gran poesía moderna no se nutre de hechos excepcionales, sino de relaciones excepcionales con hechos comunes, así también la mirada del investigador maduro supo dirigirse a los escenarios en apariencia más triviales de la vida cotidiana (subtes, calles y aeropuertos) para advertir en ellos signos elocuentes de la crisis cultural contemporánea. En El antropólogo y el mundo global, su nuevo libro, Augé lleva a cabo un enlace convincente y sugestivo entre la marcha de la antropología a lo largo del último siglo y las realidades que hoy ponen a prueba su aptitud diagnóstica. Actuamos, afirma, en un escenario histórico agrietado por una contradicción estructural. En él se produce, por un lado, una creciente integración planetaria. Por otro, en cambio, se multipli-

ca su número de excluidos. Augé convoca a reordenar ese escenario. Dos realidades a tal punto antagónicas pueden favorecer no sólo la proliferación de más violencia, sino de “formas inéditas de la violencia”. Y añade que la inequidad social no sigue invicta a pesar del progreso, sino en virtud de la forma en que ese progreso es concebido y practicado. Así, deslumbrantes innovaciones tecnológicas tienen lugar en un mundo simultáneamente primitivo y bárbaro. Estos contrastes desgarradores e indisimulables infunden a nuestro tiempo un perfil sombrío. Su arraigo y su expansión desbaratan las pretensiones de universalidad con que habitualmente se exalta la noción de progreso. Augé entiende que se procede irresponsablemente al homologar el desarrollo objetivo alcanzado con un proceso de enriquecimiento moral. Mejores máquinas, dice Augé, no producen, necesariamente, mejores personas. Esta asimetría entre el conocimiento disponible y la siembra persistente de desigualdades desalienta la fe en la aptitud del hombre para la convivencia solidaria. La concepción de los espacios urbanos contemporáneos es, para él, un ejemplo más que elocuente de este problema que se empecina en desconocer soluciones. “Hay que aceptar, sostiene, que la ciudad no es un archipiélago. Por haberla concebido de ese modo terminó por volverse invisible. Urbanistas y políticos ignoraron la necesidad de la relación social y del contacto con el exterior.” Tampoco idealiza Augé el ritmo vertiginoso de las innovaciones tecnológicas en el campo de la comunicación. Entre los millones que se comunican cada vez más rápido, pocos son los que se comunican mejor. Lo dicho hasta aquí permite entender qué significa, en el caso de Augé, pensar como antropólogo en el mundo global. Ética y eficacia le resultan inescindibles. El suyo es un proyecto de vida y de trabajo decidido a denunciar la expansión de la barbarie en el progreso. Sobre todo, en una Europa a merced de la crisis económica, los niveles inusuales de desempleo, la consecuente agitación social y el arraigo y la extensión del populismo xenófobo. Augé está persuadido de que las nuevas tecnologías “son también vectores de profundización de la diferencia de conocimiento entre la gente. Gracias a Internet cunde la impresión de que se puede tener todo al alcance de la mano. Yo creo, por el contrario, que es la base de una desigualdad profunda entre los que pueden participar gracias a su educación y su situación económica, y los

excluidos. Entre los que se benefician con el mundo del consumo global y el conocimiento, y aquellos que no tienen acceso. Esa distancia se ahonda cada vez más”. Es obvio, entonces, que el problema no está en la herramienta, sino en quienes la emplean. “Nuestras sociedades –afirma Augé– necesitan un cambio revolucionario en el terreno de la educación. De lo contrario, la humanidad quedará dividida entre una aristocracia del conocimiento y la inteligencia, y una masa social cada día menos informada. Ese desequilibrio reproducirá y multiplicará la desigualdad económica.” No se le escapa a Augé que la resistencia al otro es arcaica. Ni que su persistencia a

lo largo de los siglos atenta contra lo que la globalización debería ser: una oportunidad inédita para avanzar en el campo de la integración y la convivencia. “Sin alteridad, sin relación con el otro –sentencia– no hay identidad.” Pero la identidad nacida de la relación con el otro puede constituirse en forma solidaria o hegemónica. Esta última sigue siendo, desgraciadamente, la predominante. La asimetría económica y cultural no implica entonces ausencia de relación, sino primacía de un tipo de relación: la despótica. Augé juzga que la ciencia no nos hace más libres ni más felices. Es cierto, reconoce, que “nos ayuda a vivir mejor, pero no ha

sido capaz de producir una nueva conciencia social”. ¿Por qué? Porque, “en gran parte, la ciencia es tributaria de la política que la financia y, en consecuencia, la orienta”. Los excluidos del saber son, pues, hombres y mujeres sin inscripción en el presente. Encadenados por la férrea desigualdad económica y la ignorancia a un pasado sin porvenir, buscan inútilmente el acceso a un mundo que al privarlos de conocimiento les ha cerrado las puertas de la dignidad. “En una situación tan desequilibrada –escribe Augé en su nuevo libro– cabría esperar que se desarrollen tanto las ideologías nacionalistas y/o religiosas más reaccionarias como las más deplorables manifestaciones de rechazo a los otros.” ¿Qué porvenir aguarda a una civilización como la occidental que arrastra hacia nuevas y aún incompletas configuraciones, como lo es la globalización, arcaicos problemas irresueltos y acuciantes como lo son el de la exclusión y la desigualdad de oportunidades, agravados ahora por las tensiones que siembran entre las culturas los contrastes, y aun los antagonismos, en el orden del conocimiento? Buena parte de las migraciones contemporáneas responden, como se sabe, a la necesidad de escapar del hambre, la desocupación y la violencia política. El occidente desarrollado es la meta de ese flujo persistente de excluidos. Mientras busca afianzar su unidad transnacional, Europa especialmente debe responder a la vez a ese afán dramático de reinscripción geográfica y social por parte de quienes aspiran a reiniciar sus vidas. Al mismo tiempo, y con todas sus imperfecciones, esta confluencia de culturas en el Viejo Mundo genera un proceso de sincretismos notables. A Augé no se le escapa y lo subraya. “La identidad –escribe– es producto de incesantes negociaciones. El multiculturalismo, para superar la contradicción entre cultura y universalismo, no debería ser definido como la coexistencia de culturas mónadas decretadas iguales en cuanto a su dignidad, sino como la posibilidad, ofrecida constantemente a los individuos, de atravesar universos culturales diferentes.” Trasladar este esquema de desigualdades y desentendimientos intransigentes a un nuevo modelo de organización planetaria puede significar muchas cosas menos una integración venturosa. ¿Cómo dudar de que los tiempos globales a los que se refiere el título del último libro de Marc Augé remiten a ese riesgo y a ese enorme desafío? © LA NACION

Corrupción e inseguridad van de la mano Luis Gregorich —PARA LA NACIoN—

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uve, en el pasado, la suerte o la desgracia de participar en la conducción de varias campañas electorales, no tan profesionales ni estructuradas como las que se realizan en los países del Primer Mundo, pero ocasionalmente iluminadas por chispazos de creatividad y debates interesantes. Es obvio que las campañas, por sí solas, no ganan nunca una elección. No hay campaña que valga contra un gobierno de alta imagen positiva y buena gestión económica, ni tampoco un oficialismo hundido y desacreditado podrá remontar la cuesta gracias a una campaña, por brillante que sea. Las campañas, también es sabido, pueden hacer la diferencia en situaciones electorales reñidas, en que no hay ventajas terminantes en las encuestas, o bien reducir las distancias entre los candidatos, cuando cualquiera de éstos es demasiado gris o, al revés, demasiado extrovertido para ganar. Puede decirse, de todos modos, que las campañas electorales son un indispensable componente de la vida democrática, sobre todo si apuntan al corazón de los problemas de sus sociedades, y lo hacen con tantas dosis de inventiva como de honestidad. Desde otro ángulo se afirma que, en las

campañas, gana el que impone su discurso o, con mayor fuerza aún, su agenda. Cuando hablamos de agenda nos referimos, por supuesto, a ideas centrales, a temas, a situaciones sociales o políticas que definen los lugares y las fechas en que son vividos. En la Argentina de 2014 –y nada hace pensar que en el próximo año se producirá algún cambio– se presenta una notable coincidencia, consistente en que, según nuestra opinión, dos de los temas más importantes de la agenda, y que ningún equipo de campaña podrá soslayar, están férreamente vinculados entre sí, dependen mucho más de lo que parece el uno del otro, y forman una duplicada amenaza para el futuro del país. Por eso mismo creemos que obtendrá una recompensa doble, electoralmente hablando, quien entienda y asuma el problema, y se comprometa, en forma irrevocable, a afrontarlo. Una solución definitiva quizá sea trabajo para varias generaciones. Hablamos de la corrupción y de la inseguridad. A no asustarnos; analicemos esas lacras de la sociedad argentina con firmeza y sencillez. No confundamos el núcleo de la lucha para deshacerlas (o al menos reducirlas) con un mero denuncismo o con la agitación mediática de estruendosos casos

individuales (por más que estas acciones también sean necesarias). Es más grave: la corrupción, para empezar, tiene un papel protagónico en la marcha de nuestra economía, casi sin que nos demos cuenta: erosiona los presupuestos nacionales y provinciales, se traga colosales coimas y regalías, participa con entusiasmo en la obra pública y todo tipo de contratos del Estado (y de las provincias). Financia a dirigentes políticos y sociales de diversa gama y transforma el federalismo en el reino de las extorsiones y las asimetrías. La inseguridad, instalada con cada vez mayor prepotencia, y que remite al mismo tiempo a una sensación de indefensión y a una concreta realidad de violencia, no tendría un crecimiento tan inquietante sin la supervisión de su hermana más poderosa. Corrupción e inseguridad se dan la mano para consumar sus delitos, desde las modestas salideras y entraderas hasta las más ambiciosas compras de empresas y blanqueos millonarios. Jueces, policías, y pequeños y grandes funcionarios del Estado aceitan una maquinaria corrupta que, además de cobrarse vidas, construye una impunidad que nos parece invulnerable. El nuevo milenio nos ha proporcionado

otra dudosa hazaña de estos dos temibles socios, abriendo las fronteras del país a los personajes y negocios del narcotráfico, con efectos deletéreos en amplios sectores juveniles y, por qué no, de cualquier edad. Aprovechando la amistosa disposición de la Justicia, y la benevolencia y visión nublada de las fuerzas de seguridad, los narcotraficantes están consolidando sus minúsculos pero bien protegidos fortines. A veces la corrupción y la inseguridad se articulan de manera paradójica. Ante la vista de los grandes millonarios que se han enriquecido al calor del Estado, y frente a nuevos ricos que ceden a la tentación de ostentar sus guardarropas y sus viajes a Disneylandia, el pequeño criminal, que mata y roba casi por necesidad, termina por creerse una especie de Robin Hood posmoderno, consciente y satisfecho por sus actos. No se trata aquí de negar mérito a quienes han denunciado, a lo largo de los años, la corrupción y el robo de dineros públicos. Elisa Carrió, Leandro Despouy, Graciela ocaña, Ricardo Gil Lavedra y tantos otros, merecen nuestro respeto y reconocimiento. Lo que importa ahora es presentar esta agenda, que reúne la lucha contra la corrupción y la inseguridad, como un

asunto de Estado, como una de las opciones transformadoras que requerimos con vistas a 2015. Debe entenderse que la corrupción no es únicamente una encrucijada moral o una cuestión de ética política, sino un severo riesgo económico y social. No sabemos cuántas escuelas, cuántas viviendas, cuántos hospitales podrían haberse construido con el dinero robado. Por otra parte, la corrupción y la inseguridad reunidas bloquean todo consenso de largo plazo. No hay cabida allí para una educación de excelencia ni para trenes de alta velocidad. Sólo vivimos un presente de descreimiento que se repite sin cesar. Hay muchas medidas que tomar en esta lucha: desde Casa de Gobierno, desde el Congreso, desde Tribunales. No las enumeraremos aquí. 2015 espera. Simplemente será tiempo de decir basta, de tener candidatos que puedan probar su honestidad, de poner presos a algunos ladrones de guante blanco y de recuperar por lo menos una parte de sus bolsas repletas de dinero. El que decida ponerse al hombro esta agenda tendrá resuelta una parte de su campaña. Podrá pertenecer a cualquier partido, pero difícilmente le creamos si proviene del oficialismo. © LA NACION

libros en agenda

La traducción y sus efectos Silvia Hopenhayn —PARA LA NACIoN—

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alter Benjamin es una figura que brilla en la historia del pensamiento. Por sus textos, sus lecturas, su modo de andar por el mundo y el coraje de su huida, con trágico final. Benjamin se suicidó mientras escapaba de los nazis, el 26 de septiembre de 1940, en la población catalana de Portbou. No logró (o no quiso) llegar a Nueva York, donde lo esperaba su amigo Theodor Adorno. Benjamin fue un excelso crítico de arte, filósofo andariego, ensayista de su tiempo. Si bien sus escritos sobrevolaron todo el siglo XIX y primeras décadas del XX, hay dos autores que fueron pilares de su

ensayística (y existencia): Charles Baudelaire y Franz Kafka. Benjamin se dedicó a Kafka en distintos momentos de su vida; su primer trabajo extenso, publicado en 1934, apareció en la revista Sur bajo el título “Ensayos escogidos”. Sus amigos más cercanos, apuntalaron sus comprometidas lecturas del autor del cuento “Ante la ley”. Bertolt Brecht pensaba que, con sus reflexiones, Benjamin “se hacía la cama al fascismo judío”. Scholem dijo que Benjamin “sabía que tenemos en Kafka una teología negativa del judaísmo”. Por su parte, el propio Benjamin confesaba que la lectura de Kafka le provocaba un tormento físico.

Una oportunidad de comprender mejor este tormento –e íntima comunión– es la lectura del recién editado Sobre Kafka, textos, discusiones, apuntes, de Walter Benjamin (Eterna Cadencia), en cuidada traducción de Mariana Dimópulos, también autora del revelador prólogo. Allí señala: “Acaso a primera vista se trate de una interpretación literaria; es también una discusión sobre el origen y la posibilidad del derecho”. El concepto de verdad y el de origen aparecen ligados, a través del propio Benjamin, en la obra de Kafka. Aquí me gustaría festejar un contagio, el del traductor con la obra traducida. Un pasaje misterioso de la lengua que esta-

blece uniones particulares. ¿Acaso Edgar Allan Poe no se infiltró en la tinta de Cortázar, luego de que éste dedicara años a traducir toda su obra, por encargo de la Universidad de Puerto Rico en 1956, antes de escribir la mayoría de sus cuentos fantásticos? ¿Quedó Borges indemne al traducir Bartleby, el escribiente, de Hermann Melville, y sobre todo La metamorfosis, de Kafka? La novela recién aparecida de Mariana Dimópulos, Pendiente (Adriana Hidalgo), es un fruto delicioso de su tarea literaria en distintas lenguas. De prosa fina, seca y profundamente audaz, consigue que sentimientos recónditos afloren en el

cuerpo, casi como un calambre de amor. Esther Cross calificó bellamente su libro de “novela de acción pasional”. Podría entonces decirse que la traducción es una experiencia única de lectura que atraviesa al escritor, y en felices ocasiones, produce obras subrepticiamente ligadas. Dimópulos también es responsable de la conmovedora y lúcida Correspondencia 1930-1940, de Gretel Adorno con Walter Benjamin, publicada por Eterna Cadencia y de los insondables cuentos de Robert Musil dedicados a las mujeres: Tres mujeres y Uniones, editados en El Hilo de Ariadna. © la nacion