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Luchy y Manchego salieron disparados entre risas, Rufus ladrando ..... de su pasado florecieron en ese momento, algo que dejó a Manchego de mal humor,.
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La Guerra de los Dioses www.laguerradelosdioses.com EL SACRIFICIO (Libro 1) Por Paul Andreas Wunderlich

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Todos los derechos reservados por Pablo Andrés Wunderlich Padilla 2015 Queda estrictamente prohibido reproducir este texto sin la autorización explícita del autor. Todos los personajes de esta obra son el producto de la imaginación.

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Exordio Os encomiendo una cosa ahora que estamos aquí, cara a cara, platicando acerca de aquello en lo cual estáis a punto de someteros. Quiero pediros que aceptéis las gracias que os otorgo, no sólo por haber escogido este libro, sino también por darle una oportunidad de poder convertirse en parte de vosotros. Un buen libro es aquel que nos acompaña día a día aunque no lo estemos leyendo. Un buen libro nos deja pasmados; algunos pueden hasta cambiar nuestra vida; otros pueden llegar a ser tan intensos que podríamos llegar a identificarnos extensamente con los personajes y el autor. Permanecerá entonces en nosotros como ese mundo alterno, que aunque sepamos que nunca será, jamás dejaremos de añorarlo. Puedo aseguraros que estáis a punto de adentraros en una aventura que prósperamente se irá revelando a vosotros con la lentitud de un té de infusión sumergido entre las aguas hirvientes, donde paso a paso, soltará aromas emotivos peculiares, dejando por último un sabor que jamás olvidaréis. Es un libro diseñado para inmiscuirse entre lo más profundo de vuestra alma, donde se enraizará. Lo recordaréis, aun años después de haberlo leído, dibujando en vuestra mente aquella escena pintoresca que os hizo fluir con el viento. Los mensajes contenidos en él son excéntricos, y a veces un tanto inusuales en la suya manera de transmitirse. Pero en vuestro juicio quedará decir si los mensajes fueron adecuadamente llevados a vuestras almas o no. Os deseo el máximo gozo, y justo antes que volteéis esta página, para toparos con el primer capítulo, quiero deciros que no os arrepentiréis de haberlo escogido. Pero quien sabe, ya que, quizás, puede ser que este libro os haya escogido a vosotros…

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Una carta de agradecimiento para mis lectores suscritos: Espero este libro sea de tu agrado y que lo leas y su experiencia sea enternecedora, que transporte, y te motive a compartir la palabra de su existencia. Soy un autor independiente y ello significa que sólo con tu ayuda podré triunfar y el libro hallar su propio nicho de lectores. Si compartes mi blog me estarías haciendo un gran favor y mucho más instigando a tus amigos a que se suscriban al sitio para descargar El Sacrificio gratis. Un fuerte abrazo, Paul Wunderlich.

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Parte I

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CAPÍTULO I - UN AMANECER ÉPICO Emergió de los sueños con la frente decorada de varias gotas de sudor. Sus ojos seguían cerrados, con el ceño fruncido, pues volvía a soñar de luces extrañas, de unos seres de magnanimidad que jamás había comprendido. El can gimió al ver a su amo sufrir, y lo inició a lamer, sus patas delanteras sobre el pecho del mozuelo. “¡Ya voy chico! ¡Ya voy! ¡Ya … ya! ¡Suficientes lamidos!”, gritó el muchacho abriendo los ojos, su rostro esbozando una sonrisa al sentir la presencia de su mejor amigo. El joven se limpió la baba del rostro con la manga de sus pijamas. Inspiró, y su sonrisa se degeneró en una silente tristeza que ni él detectó. El muchacho se mantuvo sentado en la cama por largos segundos, abrazándose las rodillas, sopesando en la cantidad de enigmas que le complicaban la vida cuando apenas tenía trece años de edad. Aquellos sueños…¿por qué se repetían? Desde que tenía memoria venía soñando con aquellas luces extrañas, y jamás se lo había explicado. Sintió angustia, preocupado que quizá pudiera significar que estaba enfermo de la mente. O al menos, eso le había sugerido su abuelita cuando intentó contarle sobre dichos sueños, y era por ello mismo que ahora se resguardaba aquella verdad. Un haz de luz penetró la ventana, estrellándose contra el rostro del pequeño que pensaba sobre las sábanas. De súbito todas sus preocupaciones se evaporaron. Su ánimo se elevó con creces, estirando los brazos y las costillas. Todos los días son bellos, siempre y cuando se disponga del ánimo para reconocerlo, se dijo el muchacho mientras se levantaba, las suelas de sus pies tocando la madera arcaica de la Estancia, erguida desde hace varias generaciones por sus antepasados. La labor es el camino hacia la felicidad, se dijo el niño, haciéndole eco a las palabras de su abuelita. Rufus lo guardaba con una mirada curiosa, moviendo su rostro de lado a lado mientras su amo se preparaba para el diario ritual. Metiendo y sacando la lengua, el can, aunque bastante añejo, poseía una nata habilidad para comprender a su amo. Gimió, urgiéndole que hiciera prisa, pues las afueras pronto estarían embadurnadas con el fuego líquido del orto. El joven pastor comprendió el mensaje, vistiéndose de prisa, pues perderse del amanecer

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sería inaceptable; además sabía que no ver un amanecer significaría estar de mal humor por el resto del día. Pero primero debía ir al Establo, sabiendo que las ovejas lo estarían esperando para ir a comer pasto fresco. Rufus salió corriendo detrás de su amo, ladrando y saltando de la felicidad. Al pequeño pastor sintió la frescura del mundo envolverle la piel con su helor, el rocío expelido al aire tras pisar el césped creaba una brisa deliciosa. Las ramas de los árboles botaron sus gota mientras bostezaban, el céfiro filtrándose entre sus hojas. Los pajarillos afinaban sus cantos matutinos, canturreando una melodía llena de gozo. Llegó al Observador seguido por el canino fiel y las cuatro ovejas. La Finca amanecía en su integridad, todo reaccionando a las batutas de una magia natural e invisible, gracias a la energía radiante del sol. Las cuatro ovejas se dispersaron al arribar al sitio predilecto, reconociendo el aura espiritual gobernando el paradero llamado el Observador. Éste era el mejor sitio para observar el orto, fuera el alba o el ocaso. Un árbol, llamado adecuadamente El Gran Pino, sobresalía al tope de dicha colina. El sol emergía entre una llanura creada por los valles de la lontananza, resplandeciendo el momento mágico del amanecer. El joven subió la colina y se sentó, recostando su espalda contra el lomo del magnánimo árbol. Tras los minutos de apreciar el horizonte, logró sentir que el árbol se mecía de lado a lado, respondiendo a los soplidos del viento. A gusto, inspiró con profundidad, apreciando el hecho de estar vivo, de poder fluir con los pentagramas de la naturaleza. Eres el heredero de la Finca. No hay nadie más. Si no trabajas…perderemos todo, le resonó la voz de su abuela, tan intrusiva como siempre. Pero era cierto. La Finca estaba sufriendo, y venía en decadencia desde que su abuelo murió trágicamente hace trece años. Lastimosamente jamás conoció al gran Finquero, llegándolo a conocer sino a través de las memorias de su abuelita, las cuales la mayoría eran de él fluyendo con lo natural. El joven se molestó al sentir aquellos pensamientos dominar su mañana dedicada al amanecer. Este era el único periodo del día donde realmente podía sentirse libre; además del momento cuando estaba con Luchy. Cerró los ojos y se dejó llevar. El viento sopló entre su alma. Su elixir fue acarreado por el viento, como trigal moviéndose con gracia. Nada lo hacía volar como el amanecer en curso.

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Gramitas, el apodo que se ganó uno de los tres carneros por comer sin sosiego, masticaba del pasto con frenesí. Los otros carneros se apodaban Bruno y Macizo, nombres que su abuelita les acuñó. La única oveja ya estaba en vías de lo senil, y como tal deseaba estar a solas y gozarse del pasto sin interrupciones. Antes adueñaban a un rebaño numeroso de ovejas. Pero tras el desastre económico de la Finca— gracias a la muerte de su abuelo—, tuvieron que vender a la mayoría. El desastre económico de su propia tierra le recordó del caos político del Imperio. La gente del pueblo cuchicheaba de dichos temas todos los días. Para el joven pastor era muy sencillo: los políticos siempre serían corruptos y los corruptos siempre serían políticos. Una detonación silenciosa sobrecogió al muchacho, silenciándole la mente. El cielo disparó una saeta de luz. El joven sintió el golpe de la luz como el reventar de una ola sobre la playa. Encandilado por la gracia del sol, elevó su mano para cubrirse los ojos, su rostro deformado por una cercenada sonrisa. La pulpa del sol se derramó sobre su alma, hasta quedar por completo cubierto por el resplandor del amanecer. Su alma despegó y voló entre el cielo por varios minutos. Se sintió como si no tuviera cuerpo…ni limitaciones… A Manchego le costaba creer los rumores. La gente decía que el dios de la Luz estaba muerto. ¿Pero cómo? Los días eran bellos, no había manera que estuviera muerto. Pero desde luego que la violencia incrementaba, y el desastre político en el Imperio también. Quizá eran ciertos dichos rumores. Quizá el dios de la Luz, Alac Arc Ánguelo, estaba muerto…asesinado. El muchacho bajó la cabeza y espiró cuando notó que el sol se elevó lo suficiente para darle inicio a un día común y corriente; otro día de laborar; otro día sin ir a la escuela; otro día sin ver a otros chicos de su misma edad. Sólo hay un camino hacia el tope, y es trabajando duro. No hay atajos, no hay secretos: se trata de ser persistente, pensó, haciéndole eco a las palabras de Lulita, su abuela. “¡Manchego! ¡Ya está el desayuno!” escuchó que le gritaban a la distancia, al mismo tiempo que escuchó a la campana resonar. El mozuelo tomó su bastón. Inició a reunir a su pequeño rebaño de ovejas. Bruno y Macizo obedecieron rápido, cesando de jugar a heroicas lanas. Gramitas no tardó en tomar el

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liderazgo del grupo. Pero Pancha, la oveja, permaneció indómita, perdida entre la visión del amanecer.

***

El olor a huevo estrellado invadió la estancia con su aroma. Lulita meneaba el sartén, la paleta de madera raspando la superficie metálica para arrancar esos pedazos pegados. Manchego tomó asiento y cogió los cubiertos de madera entre las manos, esperando el desayuno con la ansia de un cachorro. Lulita tomó su asiento a la mesa tras servirle el alimento. Posterior a morder una manzana, declaró lo temático, “Tú eres el próximo heredero de esta Finca, El Santo Comentario… Ay, mijito…” “Abuela… ¿quién es mijito?” inquirió el pequeño con la boca llena de yema de huevo. Una migas salpicaron de su boca, irritando a su abuela por su carencia de modales. “Eres tú: mi - hijito. ¿Entiendes? Eres mi nieto, claro, pero en el pueblo nos gusta decirle mijito a nuestros hijitos. Es confuso. Pero desde luego que cada cultura tiene sus propias particularidades que nadie entiende.” La abuela encogió los hombros y siguió masticando el pedazo de fruta. Estudió a su nieto literalmente engullirse el desayuno. Tenía el hambre voraz de un muchacho cuyo estómago no tiene fondo. La abuela inspiró y agregó, “Ya viene la cosecha, mijito, y con ella ganaremos otras monedas que, ojalá, nos logren mantener unos meses más. Manchego, bien sabes que debes tolerar las enseñanzas de Tomasa. Yo sé que no es fácil trabajar bajo su tutelaje, pues esa mujer es tan dura como el hierro. Tu abuelo hizo bien en contratarla cuando lo hizo. Mujer Salvaje. Fuerte como toro, inteligente como una comadreja. Te digo, Tomasa es de admirar.” Manchego notó que la luz del día creciente se reflejaba sobre la piel de la señora, que era dorada, del mismo color que la piel de Tomasa. Su abuela era una Mujer Salvaje, y eran tan alta como los hombres y mujeres de dicha tierra; de carácter duro, y de ojos acaramelados. Eso sí, su abuelita carecía el acento de los nativos de dichas tierras, quizá porque nació en el Imperio y no en las tierras salvajes. El muchacho siempre había notado que su piel era morena y no dorada, forzándole a pensar que quizá su madre era morena. Pero jamás lo sabría, pues jamás conoció a

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sus padres. Lulita prosiguió tras darle un sorbo al pocillo de cerámica relleno de café, “La violencia en el pueblo está desenfrenada. Antes uno podía salir a comprar sin preocupaciones, ¿sabes? Hoy por hoy si no tienes cuidado te hurtan en segundos y te dejan sin más. Y eso de las violaciones, la delincuencia…y los secuestros. Antes no era así…Todo es culpa del Alcalde, lo apuesto. Desde que tomó el poder, hace casi cuatro años, la paz en el pueblo se vino cuesta abajo.” Los ojos de Lulita se perdieron en una memoria distante. Manchego cruzó los cubiertos de madera sobre el plato al terminarse su comida. Se bebió el último sorbo de café, contenido en un pocillo de cerámica tan viejo como la Estancia. “¿Algo más, mijito?” “No gracias, abuelita,” dijo el pequeño con una sonrisa triste. “No te vengas quejando de hambre más tarde.” Lulita analizó los ojos de su nieto. Esa mirada tan profunda en un mozuelo era algo muy inusual. Además, esa sonrisita triste. ¿Sería gracias a los sueños extraños que sufría el pequeño? El joven pastor salió de la Estancia, seguido por Rufus, quien ladraba de la felicidad. La abuela lo siguió con la mirada, triste al acordarse de su marido difunto y de lo que aquello significó para su vida.

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CAPÍTULO II - TRABAJANDO LA TIERRA Tomasa maniobraba la pala como caballero la espada. Por detrás cualquiera diría que era un hombre fortachón de espalda gruesa con un par de repliegues de grasa colgando de los lados. Su piel de nativa de las tierras salvajes de Devnóngaron brillaba dorada bajo el sol. Su apodo lo había adquirido no más inició su labor en la Finca: El Oso. Ella era una de las pocas personas que logró conocer a Eromes, el finquero famoso. Si no fuera por aquella memoria, seguramente ya hubiera desistido trabajar en la Finca. Cuando Manchego se presentó para adoptar su parte en las labores del campo, la mujer lo reprimió con su regaño típico—cada palabra dicha cargando su acento pesado, nativo de Devnóngaron—, “¿Porque es’q ha venide tarde po! ¡Ash hombre! ¡Que no mire que disciplin’e es lo que necesite este munde hombre! ¡Ash! ¡A trabajar po que la tarde camin’e y usted no, hombre!” Manchego estaba paralizado. “¡A trabajar po!” le volvió a gritar Tomasa, su rostro redondo lleno de furia. A pesar de ser de piel dorada, bajo aquella se lograba percibir sus mejillas rubicundas. Manchego desde luego sintió el desgano de laborar en los campos, pues significaba desistir de la escuela, algo que detestaba. Gracias a ello ya no frecuentaba con Luchy tan a menudo como antes. Además, jamás fue un muchacho de muchos amigos, y el simple hecho de estar en la escuela lo hacía sentirse como parte de algo. Pero ahora, lejos de los demás muchachos de su edad, se sentía aislado y olvidado. Habían abarcado bastante terreno al cabo del medio día, la gran mayoría realizado por Tomasa. La mucama laboraba velozmente a cuestas de la calidad. No era difícil notar que la tierra carecía de las manos edificadas de un agricultor especializado en el área. Erguido, el pastor notó cuanto le faltaba por hacer al ver las tierras desnudas y maltrechas. “¡Siga trabajando!” le gritó Tomosa. El muchacho deseó que tuviera quince años de edad. Estaría por iniciar su entrenamiento como un soldado de la escasa milicia del pueblo. Lo malo era que no miraría ni a Luchy ni a Lulita, y mucho menos a Rufus. Eso lo puso triste. Pero el tiempo vendría cuando sin duda tendría que enrolarse para defender al pueblo en contra de los

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Desertores y otras pandillas de bandidos y malhechores. Manchego se detuvo. Se sostuvo la espalda baja, su rostro lleno de dolor. Inspiró profundo, sintiendo que horas habían pasado cuando ni siquiera era la hora de almuerzo. “¡Hola!” Manchego se irguió. Parpadeó numerosas veces, no creyendo la posibilidad de ver a Luchy en ese momento. Estaba tan cansado que ni la vio venir. Se restregó los ojos al ver a una princesa vestida de tules moradas…no…era Luchy vestida en sus prendas de algodón, como todo otro pueblerino, pero vaya que poseía una carita lindísima, ojos grandes en forma de almendra, y grandes irises del color de esmeraldas, además de un cabello castaño largo y liso. “Tontito, soy yo. Tu abuelita te manda esto,” dijo la muchachita preciosa con una sonrisa que derritió al pastorcito. Manchego saboreó de antemano la limonada con miel y las champurradas con arequipe, y por otro lado el corazón le palpitaba con amor inédito al ver a su mejor amiga relucir bajo el sol. Luchy se rió entre dientes al verle el rostro sucio y decaído a su mejor amigo. Tomasa interrumpió el encuentro, “¿Qué diables pase aquí? Falta mucho trabaj’ por hacer.” “¡Hola, Tomasa!”, dijo la preciosa con su voz cristalina. Luchy tenía esa cualidad de poder ablandar a cualquiera con su voz y su carisma. Con afabilidad le extendió una limonada a la mucama, “Pensé que usted también podría llegar a tener sed.,” dijo la joven. Tomasa se dejó seducir, “Ay… Pero ay…”, empezó a tartamudear. La mujerona no estaba acostumbrada a la amabilidad de los demás. Siendo tosca y fuerte como toro, pocas veces era tratada como una mujer merece. “Gracies, mamita. ¡Que los dioses le bendiguen!”, dijo aquella bebiéndose el líquido empinando el codo. Manchego hizo lo mismo, emitiendo un “Ahh” al finalizar. Eructó. “¡Puerco!” le gritó Luchy entre risotadas. La mucama tampoco se contuvo las risas. Manchego se sonrojó al notar su discordia, “Uy, disculpas,” fue lo único que logró balbucear. Tomasa no pudo evitar sentir ternura por los pequeños. Supo lo injusto que era para Manchego laborara las tierras como un adulto. Dijo, “Ha terminado por hoy, Mancheguito. Eso sí le digue’, cuidadito viene tarde. Lo necesito para seguir trabajando las tierras, que mire mi chulito la cantidad de cosas que quedan por hacer. ¡Adiós po!”

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Manchego se asombró por la generosidad extendida. Era raro ver a Tomasa tan amable en cualquier momento. Supuso que inclusive ella tenía un corazón blando por debajo de esos pliegues de músculo y grasa. Luchy y Manchego salieron disparados entre risas, Rufus ladrando detrás de ellos.

***

“¿Cuántas veces hemos hablado de la importancia de ser puntual, mijito? No quiero prohibirte ver a Luchy, es algo que lamentaría mucho, pero será necesario si le sigues fallando a la Finca. Siento mucho que a tu edad tu cometido sea pesado y lleno de responsabilidades, pero es algo que también hemos discutido. Ahora siéntate y come tu cena. Son tamalitos de Doña Paca,” aseveró Lulita al ver al muchacho arribar tarde esa noche a la Estancia. Manchego se sintió muy apenado, y dijo mientras se sentaba, “Lo siento, abuelita. Voy a hacer todo lo posible para evitar que esto vuelva a suceder.” Mintió, pues estaba convencido que merecía un receso y mintiéndole a su abuela era la única manera de obtenerlo. En segundo lugar merecía dedicarle tiempo a su mejor amiga, de escucharle todos sus chismes y sus mensajes de carisma. Su mente divagó, pensando en los ojos verdes de la joven. Lulita replicó: “Pues más te vale, mijito. Hay mucho trabajo por hacer y nadie más para hacerlo. Recuerda que es tu futuro también.” El joven espiró, sintiendo la carga de trabajo sobre los hombros. Manchego cortó la pita que envolvía al tamal en una hoja de banano. De inmediato una nube refrescante de vapor emergió de la masa, invadiendo su olfato con aromas de aceitunas, chile pimiento, y carne de cerdo. La masa era un platillo típico del Sur, muy diferente a las carnes curadas y quesos, aquellos siendo los platillos usuales del Norte del Imperio. Manchego se devoró la cena como cachorro hambriento, Lulita sonriendo mientras lo miraba convertirse en un gran finquero. Posterior a la cena la abuela recogió los platos y envolvió a su adorado heredero entre las sábanas. Mientras aquél dormía, Lulita lo estudiaba con

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detenimiento, notando que llevaba el ceño fruncido. El joven a veces hacia un gran esfuerzo, apretando los músculos, para luego volver a reposar—siempre con el ceño fruncido.

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CAPÍTULO III - EL PUEBLO Manchego iba como pasajero en la carreta, sentado sobre los costales llenos con el usufructo de la Finca. Con la cara entre las manos, observaba el transcurrir del día con aburrimiento. Lo que deseaba era jugar con Luchy y con Rufus. Pero por su obligación a la Finca, hoy le tocaba aprender a venderle los productos agrícolas a los mercaderes. La carreta, tirada la yegua de la Finca, llamada Sureña, cursaba sobre la Avenida de los Finqueros, que era la calle de tierra que comunicaba a todas las Fincas en un mismo complejo. Dicho complejo fue bautizado hacía muchas generaciones como El Granjero El QuepeK’Baj. Según las leyendas, dicho nombre significaba “tierra fértil” en la lengua nativa de Devnóngaron. El complejo contenía un total de veinte Fincas, todas adueñadas por familias que se conocían entre sí, muchas de ellas compartiendo parentesco. Gracias a dicho complejo, un mercado creció justo al lado del complejo, algo que creció a ser lo que hoy es conocido como el pueblo San-San Tera. Mientras navegaban sobre La Avenida de los Finqueros, Manchego no pudo evitar imaginarse qué sería de Luchy y de los demás chicos de la escuela. Estaba seguro que ninguno de ellos debía vérselas con mercantes o cualquier tipo de negociante a esta edad. La injusticia de su situación le provocó ganas de llorar. Pero supo que debía ser fuerte, pues sin él la Finca no tendría a nadie que la apoyara. Llegaron a garita Saliente del pueblo, donde dos atalayas mal cuidadas custodiaban su entrada. Los guardias sobre ellas estaban tomando la siesta de la media mañana, mientras que los custodias a la garita hablaban con un par de mujeres de vida liviana y precio barato. Lentamente el pueblo se corroía por razones, hasta el momento, desconocidas. Los guardias inspeccionaron a medias a los entrantes, uno de ellos hurgándose entre la nariz con el dedo índice. “¿Qué negocio tiene en el pueblo, seño?” preguntó un soldado panzón. Sus ojos veloces parecían estar en busca de dinero fácil a cambio de darle paso a la carreta sin miramientos. Tomasa le envió una mirada retadora, “Venim’s a vender desde la Finca el Santo Comentario.”

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El guarda no hizo más preguntas al vérselas con una mujerona, moviendo su mano con un gesto de desdén para que prosiguieran. Manchego sintió el hedor a mugre, estiércol, y otros olores pútridos que no quiso definir al adentrarse al pueblo. Lo que más había crecido estos últimos años era la pobreza, y con ella, el producto de su desdicha. El pueblo iba de mal en peor. Aquella creció a orillas del pueblo en un caos absoluto, sitio que el Sector Medio y Noble pasó a llamar adecuadamente La Pocilga. Lastimosamente, e inevitablemente, era el sitio que albergaba la mayor cantidad de violencia y desgracia. Desde que los niños pobres vieron a la carreta entrar, corrieron tras ella entre risas, ignorantes de su podredumbre. “¡Déme una moneda para mi pan! ¡Una moneda para mi pan! Una no más, ¡qué los dioses le bendigan!” Manchego sólo deseaba dejarlos atrás y no escuchar sus voces clementes. No sabía si sentir asco o piedad por ellos. Las casas en La Pocilga eran chozas, cubículos de madera con suelo de tierra. Las calles de tierra estaban totalmente devastadas. Niños desnudos se paraban a la puerta de sus chozas, con la panza inflada por una desnutrición feroz. Las cantinas se rebalsaban de borrachos a tan sólo las once de la mañana, mientras prostitutas de paga barata se paraban a las puertas, ofreciendo sus servicios a todo aquel capaz de ser un cliente. Manchego tuvo que voltear la cara por el asco. Varias pandillas de mercenarios se aprovechaban de los débiles, o se dedicaban a pagar escasa moneda por un favor extra-marital. El cambio del Sector Pobre al Medio fue tan radical que Manchego sintió que respiraba otro aire. Desde luego el golpe de los cascos sobre las calles adoquinadas en dicho sector resonó como a la nobleza. Sin embargo, donde antes había paz, el Sector Medio estaba ocupado por varios guardas con sus espadas en el cinto y sus armaduras brillando bajo el sol, custodiando que los pobres no provocaran estragos. Manchen notó el emblema de la Casa de Thorén, familia de la nobleza que había donado las armaduras. En el Imperio Mandrágora cada casa tenía su fortaleza, incluyendo a su propia milicia. Además de ello, el Imperio poseía su propio Ejército Imperial, ocupado por guerrilleros legendarios que usaban la magia—llamado Arte Conjetúrico—, a soldados, arqueros, y a magos que manipulaban los elementos. Manchego supo que si algún día se enrolaba a la milicia,

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seguramente estaría trabajando bajo el nombre de la Casa de Thorén, familia noble que jamás había conocido y seguramente jamás conocería. Un joven de pueblo rara vez era invitado a un castillo, salvo que fuera para laborar a cambio de escasa paga. Al entrar al Sector Noble, el ambiente volvió a cambiar. La elegancia deslumbró a Manchego, poco acostumbrado a los lujos. Las mujeres eran preciosas, con vestidos abombados de tul amarillo y morado. Esto parecía ser un sueño, el tipo de historias que había escuchado durante su infancia. Siendo un finquero estaba poco habituado a tanto despilfarro. Por fin entraron al Parque Central, en donde la calle los desembocó a un espacio cuadrado, amplio y vasto, en cuyo centro reposaba una estatua alta y épica de Alac Arc Ánguelo sobre una plataforma. El dios de la Luz estaba adecuadamente celebrado a pesar de estar muerto, o desaparecido como preferían llamarlo algunos afanados a la religión politeísta. La escultura sostenía entre sus manos una lanza que apuntaba a un enemigo imaginario. Sus alas de ángel se extendían como dos mástiles con velas abombadas. El mercado central estaba pululado de un gentío que se ocupaba del intercambio diario, el clamor de la congregación un ruido ensordecedor. La llovizna que desde la mañana había estado cayendo no limitó el progreso de los negocios. Varios compradores regateaban, otros entraban y salían al son de un mercado lleno de competencia y prosperidad. El rumor de voces y perros ladrando gobernaba el Mercado Central. Tomasa se bajó de la montura, y ató la rienda a un poste. La mujerona se apretó la vestimenta de algodón que llevaba, evidente que estaba nerviosa. En su cinto llevaba una daga de filo feroz, sus botas de cuero con un cuchillo amarrado en la punta. Era evidente que venía preparada para un poco de todo. Manchego se bajó de la carreta, ahogado por la cantidad de estímulo que ofrecía el mercado central. Olor a carne fresca y pasada, a pescado muerto y podrido, a verdura fresca y cocida, circulaba el ambiente con libertad; a ello sumado el olor a un mercado lleno de gente con poca higiene. Manchego notó que Tomasa hizo contacto visual con dos hombres que desmontaron de su propia carreta. El joven tembló al ver en sus semblantes una frialdad explícita. El intercambio prometía ser de todo, excepto agradable. Uno de los mercaderes parecía un espantapájaros. El otro era gordo y vulgar con ojos que

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exclamaban desafío, y mostraba orgullosamente un vientre que tenía el alcance de casi una zancada. Tomasa introdujo al heredero, “Este es’n Manchegue, heredere de la Finca, de mi patron Eromes, que en paz desance’.” Dijo trastrabándose la mucama. Los compradores llevaban una mirada de desapruebo en su semblante. Marcus, el grandulón con un vientre extenso, hizo un gesto de asco. Luego volteó a ver a Manchego y se agachó, aproximándose a él. Su rostro barbudo y gordo estuvo a centímetros del suyo. El pastorcito sintió el aliento pútrido del comprador. Ya sea por miedo o por la pestilencia, su cabeza se hundió entre sus hombros. Sus ojos se abrieron de par en par, tragando de la imagen indeseada. El mercante gordo elevó la barbilla y dijo con un tono desafiante, “¿Esta alimaña lastimera es el heredero de la Finca el Santo Comentario?” Se rió abiertamente. “¿Esa carnada piensa sustituir al gran Eromes el Perpetuador? ¡Paupérrimo! ¡Ja, ja, ja!” Feloziano escruto al joven que Tomasa introdujo y añadió, “Es evidente que vuestro pueblo decae a una velocidad extraordinaria. No comprendo qué será, pues asentamientos y pueblos cercanos al vuestro no sufren de tal desdicha.” Tomasa contuvo su enojo para no perder a los únicos clientes de la Finca. “Manchegue es el únique heredere de la Finque po’. No hay nadie mas’n,” su acento foráneo se acentuó gracias al nerviosismo. Marcus respondió, “Bueno niño, ¿qué tienes para ofrecernos? ¿Vas a declarar los productos que traes con una presentación decente, o piensas delegárselo a Tomasa? ¿Qué dices? ¿Acaso no tienes bolas entre las piernas, o es que eres muy verde y no te ha madurado la hombría? ¡Ja, ja, ja!” Manchego no supo qué hacer más que tornarse rojo. Tomasa intervino e inició a balbucear, “Mire po’, que las coses están duras estos días viera’. ¡Los campos sufren! ¡La sequía y la falta de monedas! ¡La situación está difícil, hombre!” Tomasa estaba perdiendo el control. Manchego notó el desapruebo en los ojos de los mercaderes, quienes se volteaban a ver, meneando la cabeza de lado a lado. Marcus enarcó una ceja. La papada le temblaba mientras dijo, “Esperaba más de ti y de tú

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famosa Finca, Tomasa. Por los dioses, cómo esperas que compre esta porquería. Dile a doña Lula que más vale que le reduzca los precios sus cosechas a una cantidad razonable y compatible con la calidad dudosa de las mismas. ¿A cuánto me vendes esta desgracia?” dijo Marcus, tirando parte del grano cosechado, varios cuervos volando de las alturas para comerse el grano lanzado. Tomasa estaba al borde de romperse en llanto, “Treinta coronas. ¡Pero no menos!” “Te doy veinte,” dijo el grandulón. Manchego notó que los dos mercaderes llevaban una espada filosa envainada en el cinto. Esta gente debía ser muy poco clemente, y apenas pudo imaginarse cuanta gente debía haber sufrido bajo su mando. “Pero…” inició a protestar la mucama. Fue interrumpida por el glotón. “Veinte o nada.” Tomasa bajó la mirada. Supo que a este paso la Finca estaría sucumbiendo a la crisis. “Está bueno pues’n,” dijo la mujerona sin más remedio. Su rostro ya se descomponía por la humillación y la tristeza. Marcus sacó de su camisón un morral. Con desprecio la soltó sobre la mano de la interpelada. El mercader pegó un chiflido y de inmediato dos muchachos estuvieron bajando los costales de la carreta de los finqueros. Manchego observaba el trámite realizarse, incrédulo. Marcus dijo mientras se largaba, “Un disgusto hacer negocio con vosotros. Rezadle al dios de la Tierra para que os haga el favor de bendecir vuestros campos, que es lastimero ver vuestra decadencia. Y tú, muchacho, sube unas libras siquiera. ¿Acaso no te dan de comer? En nada te pareces a tu abuelo muerto. Flaco, de piel morena, de ojo negro, ¿qué eres? ¿Cuervo? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!” Feloziano dijo sin las insolencias de su compañero, “Que tengáis una muy feliz tarde, amigos. Hasta luego.” Tomasa esperó a que los mercaderes estuviera a una distancia segura para descomponerse. Lo único que deseaba era vengarse contra los ingratos por ser tan insolentes, y por humillarla por enésima vez a la hora de hacer negocio. “Ay no, Mancheguito, ¿qué vamos ha’cer? ¡Ya no puedo a este paso! ¡La Finca va a perecer y su abuelito se va a revolcar en la tumba! Viera que le he rezado al dios de la Tierra, pero Gordbaklala no pareciera escuchar mis súplicas.” La mucama se desplomó en un llanto

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inconsolable. El mozuelo se sintió terrible. Por estar con Luchy había prescindido de sus obligaciones y hasta ahora notó lo crucial que era su presencia para mejorar la Finca. Supo que tarde o temprano se estaría enfrentando a los mercaderes de nuevo, y si no eran ellos, serían otros con una actitud similar. Debía aprender con prisa para prevenir que esto sucediera, y sólo lo lograría entregándose sin remilgos a la labor y al aprendizaje. Supo que esto lo alejaría de su amiga, y de su afán por apreciar lo natural, pero era necesario. El joven se estiró, sus brazos escuálidos tensos, “No tiene que llorar, Tomasa. Esos tipos algún día van a vérselas conmigo, ya verá. Cuando yo sea el dueño de la Finca, ellos estarán pagando el doble de coronas por nuestros productos. ¡Esa es mi promesa!” “Ay, mi muchachito,” inició Tomasa mientras se limpiaba el rostro. “Usted es muy especial’n. Todo saldrá bien, lo sé. Pero me urge’ que sea más diligente con su trabaj’.” “¿Regresamos a casa?” inquirió Manchego. “¡Ay! Casi se me olvida. Su abuelita necesita que vaya a la tienda de Ramancia a conseguir una pócima mágica para la gallina. Parece que ya no está poniendo huevos, y sin ello se quedará sin desayuno. Ay no, todos los animales se están muriendo…” A Manchego se le hundió el corazón. Habían vendido a muchos de los animales, incluyendo a los cerdos, a los bueyes, toros, y a varias de las gallinas. Les quedaba una, y ahora ella estaba enferma. No podían perderla, pues con escasas monedas jamás podrían pagar por otra gallina. Manchego recibió las ocho coronas que Tomasa la entregó en un pequeño morral. “No se demore mucho, Manchego. Debemos regresar a la Finca a seguir trabajando. ¡Vaya pues!” Manchego tembló al escuchar el nombre de la bruja: Ramancia. Detestaba ir a su tienda. Siempre salía amenazado de ser convertido en nada más que alimaña.

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CAPÍTULO IV - INNONIMATUS Las imágenes cruentas de un pasado doloroso lo atravesaron de lado a lado sin remordimiento, y en su soledad se volvió a transportar a aquel momento. Tzargorg… Innonimatus… Mérdmerén… Irijada… …Los vientos salvajes soplaban sobre su rostro, su helor atravesándole la piel hasta el hueso. Su pelo negro, terso y largo era soplado por el viento. Su pecho musculoso estaba descubierto, sobre él se perfilaba un tatuaje negro cubriéndole medio pecho, gravado con las tinturas del bosque. En su frente llevaba una marca hecha con la sangre fresca del animal que derribó para alimentar al Clan. Su nombre, Tzargorg, dominó por tres generaciones. Él lo heredó tras derrocar y decapitar a su propio padre; y su padre hizo lo mismo con su propio progenitor. Tal es la ley salvaje de Madre, donde el joven fuerte sustituye al líder añejo. Sólo los mas fuertes sobreviven la furia de Madre. Sus ojos se desviaron, apreciando la tranquilidad de la llanura que habitaba su Clan. El pasto estaba húmedo con el llanto de la noche, el sol apenas un gesto tímido en el horizonte. Sobre una roca titánica observaba a la naturaleza desenvolverse, respirando los elementos cósmicos de Madre… Le hablaron. Perdió los hilos de la memoria mientras una voz lo sustrajo de su ensimismamiento. Un joven escuálido de piel morena, ojos café, y de pelo negro le hablaba, “¿Cuánto cuestan estas varas de pastoreo?” Manchego creyó que el vendedor estaba enfermo de la cabeza, sus ojos no parecían enfocarse en nada, más su rostro expresaba nada más que confusión. La tienda, El Pastor de Pastores, era reconocida por poseer los mejores materiales para el arte del pastoreo. Entre varas, chaquetas, batas, botas, y cuchillos para rebanar lana, era una de las más reconocidas en el pueblo. Pero el vendedor no parecía estar atento a sus alrededores. El mozuelo observó a detalle el rostro del hombre extraño de pieles doradas y ojos celestes, aquellos los típicos rasgos de un Hombre Salvaje. Aquél personaje lo contemplaba como ausente, como si la mitad de su cuerpo estuviera en otra dimensión.

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El vendedor aparentaba estar en su quinta década. Pudiera ser más joven, pero las marcas de dolor zanjadas en su ceño le añadían inviernos a su edad. Su piel estaba arrugada, quizá por haber sufrido la ira del clima en varias ocasiones. Sin embargo, algo en el semblante del hombre gritaba socorro aunque aquél estuviera en silencio. Era su mirada….una mirada triste en busca de redención. El vendedor meneó la cabeza un par de veces, y lo único que dijo fue, “¿Quién te ha concedido ese chaleco?” Manchego se quedó perplejo y al instante se puso nervioso. Nadie le había hecho aquella pregunta. Lo que creyó haber sido un viejo maltrecho ocultaba una inteligencia venerable. “Emm, no sé…Me lo dio mi abuelita,” respondió el pastorcito. “Dice que fue de mi abuelito,” continuó explicando al notar que el viejo sencillamente estaba curioso. “Pero ella tuvo que recortarlo de tamaño para que yo lo pudiera usar. Dice que soy mucho más flaco que mi abuelo a esta edad.” El muchacho se encogió de hombros. “Lo uso todos los días. Es la única memoria que mi abuelo me ha dejado…” El muchacho bajó la mirada, domeñado por los miramientos intensos del vendedor. Esa mirada parecía penetrar piedras. El vendedor escrutó el chaleco, analizando cada fibra del tejido como si fuera con los pulpejos de sus dedos. El joven se irritó al reconocer el entusiasmo en el señor, y se retiró medio paso al no comprender el significado de dicho intercambio. “Está muy bien atendido,” dijo el Salvaje, “Es piel de lama, animales rumiantes que crecen en la salvaje Devnóngaron,” dijo el vendedor sin rodeos. Manchego respondió, tragando pesado, “Lo mantiene mi abuela. Yo también lo cuido bastante. Amo las memorias que tengo de mi abuelo…aunque nunca no lo conocí.” “Memorias…” inició a decir el viejo, saboreando la palabra. Con una mano se rascó la barbilla cuadrada. El viejo tenía pelo oscuro con varios mechones encanados. Era alto, y de cuerpo musculoso, tal que sus antebrazos parecían tenazas, con manos con callos densos que eran un testamento de cuanto había experimentado en alguna región salvaje y peligrosa. El hombre Salvaje usaba una túnica sencilla, una que le exponía varias partes del cuerpo y le protegía sólo sus partes privadas. Parecía exponer su pecho y su piel dorada con orgullo. “Las memorias pueden ser dolorosas, y doler cuando uno menos lo espera,” explicó el

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viejo. “Son memorias las que lo nutren a uno de alegría…o de lobreguez. Ese chaleco almacena memorias valiosas,” dijo aquél apuntándole un dedo al chaleco. Manchego se apretó el chaleco, como si temiera perderlo. “¿Cuál es tu nombre, pastor?” inquirió el vendedor, su rostro serenado. El Hombre Salvaje jaló un banco de madera que evidentemente había sufrido los calores del sol, sobre el cual se sentó. Con ello quedó nivelado cara a cara con Manchego, sus ojos celestes y profundos estudiando al joven con un escrutinio incómodo. El joven se asombró, “¿Pastor? ¿Cómo sabes que soy pastor?” Su corazón galopaba. “Ese chaleco, pastor, es un chaleco para pastores. Está diseñado para los amantes de la vida. La persona que usó este chaleco antes que tú tuvo que haber sido un gran personaje. ¿Ves o conoces a alguien joven, o tan joven como tú, con un chaleco similar? No lo creo. ¿Cuál es tu nombre?” “Manchego,” respondió con timidez. “Manchego el pastor,” dijo el vendedor, catando el nombre. “Ése nombre no te pertenece. ¿Te han dicho eso? Quien te llamó por primera vez seguramente no es tu madre.” Manchego se sintió asaltado por ojos que parecían leerlo a detalle, y además en la escuela siempre sufría los comentarios negativos de sus compañeros, diciéndole que tenía el nombre de queso de oveja, algo que jamás le había caído en gracia. Sin aliento tuvo dificultad para responder, “Mi abuela me puso mi nombre…mi madre me dejó olvidado…nunca la conocí.” Los enigmas de su pasado florecieron en ese momento, algo que dejó a Manchego de mal humor, pues en sus trece primaveras ya iniciaba a cuestionarse los orígenes. El vendedor analizó lo dicho. Guiñó y dijo, “En nuestra tierra, creemos que el nombre viene con el viento que te dio origen. El nombre no es algo que te imponen, más bien te asimilas a él. Es decir: te ganas el nombre que mereces al haber vivido con honor y gloria. Al ganarte un nombre, si no vives las características que conlleva aquél, es como traicionarte. Tú, joven pastor, tienes que encontrar tu verdadero nombre. El nombrecillo ‘Manchego’ que te han plantado no encaja contigo. En tus ojos hay más que un nombre tan sencillo. En ti hay fuego, luz, una fuerza… extraña. Eres único pastor. No te traiciones. Nunca te traiciones.” El vendedor perdió la mirada en el mar de su alma, naufrago de su propia existencia. Manchego inquirió, “¿Y tú, vendedor, cómo te llamas?” El vendedor pareció querer salir

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corriendo al escuchar aquella pregunta. “Mi nombre es Balthazar,” dijo con dificultad. “Mi verdadero nombre se murió cuando yo…” El vendedor volvió a perderse entre el mar de su alma perdida. Algo lo perseguía, una memoria intensa. Manchego tuvo la sensación de haberle provocado un dolor inmensurable al vendedor. La mirada del joven se desvió hacia los artículos de pastoreo, su interés reclinado en una de las varas. “No tiene precio,” dijo el vendedor con arrebato. “Nada de lo que hago puede ser comprado con monedas de metal. Lo que yo creo artesanales manos puede ser obtenido únicamente si vives con la intensidad de tu verdadero nombre. Si logras encontrar tu verdadero nombre, quizá me incline a regalarte uno de estos,” dijo sosteniendo una vara. “Bueno, Manchego,” dijo Balthazar, “es hora que te vayas. Algo que reposa entre tu alma y no ha encontrado la manera de madurar. Sé que andas en busca de algo. Eres como yo: un alma perdida entre el mar de su soledad. Tu alma está gritando por saber cosas que son y podrían ser. Sé que te persiguen los enigmas de tu pasado: es evidente en tu mirada entristecida. También sé que regresarás a mí, y el día que vengas me solicitarás ayuda para encontrar tu camino. Lo sé.” Manchego no pudo decir nada más, estaba completamente sobresaltado por las palabras del vendedor. “¡Gracias!” gritó el joven, corriendo hacia la casa de Ramancia, donde debía conseguir la pócima para la gallina. Los ojos de Balthazar siguieron al joven hasta que aquél se perdió entre la muchedumbre.

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CAPÍTULO V - SOMBRAS Y ALMAS Se introdujo al barrio de la sexta avenida, donde las casas lo saludaron sin ilusión en un día plomizo. El lugar se le hizo conocido, pero sus recuerdos pronto lo hicieron lamentarse al reconocer el edificio de dos niveles en donde solía ir a la escuela. El lugar se mira diferente, pensó el mozuelo. ¿O quizá soy yo quien lo percibe diferente? Había cambiado tanto en tan pocos meses, que se sintió como un extraño en un sitio donde alguna vez fue tan familiar. Solo… esta vida la viviré…solo… pensó el muchacho con desconsuelo. Incluso su madre lo dejó olvidado. Escuchó la campana resonar, anunciando que al tertulia había finalizado justa al medio día. Se le estremeció el corazón al notar que se encontraría con sus amigos…tanto como a sus enemigos. Una horda de niños se derramó sobre las calles, restallando con chillidos de felicidad. Unos cuantos salieron jugando con un balón de cueros, para echarse el partido de balompié en las calles húmedas por la llovizna. Probablemente ya jugaban un torneo entre ellos y estarían apostando limitadas cantidades de dinero. El partido seguro finalizaría en una bronca, como siempre. Un diente se caería a cambio de un ojo morado. Manchego se recordaba bien de los aficionados al deporte común en el Imperio, él jamás siendo muy afín al juego. Nunca fue el chico deportista, y estaba seguro que jamás sería tan diestro como aquellos que habían nacido para ser soldados, caballeros, o sencillamente populares. Un grupo de niñas salió a las calles para saltar la cuerda. Otras jugaban al balompié por su propio lado. Manchego las conocía a todas por nombre pues nunca les había hablado, y tampoco le había interesado. El joven se lamentó, pero supo que lo mejor era proseguir con la encomienda que su misma abuela le había encargado. Un pellizco. Ardor. Algo lo hizo marearse. Perdió el balance. Sangre. Le tardó segundos percatarse que estaba en el suelo, y que de su oreja fluía sangre fresca. La violencia lo encontró y no supo ni cómo ni cuando, pero ya tenía una idea de quién. Con harta dificultad se puso de pie, sintiendo que por poco perdía la consciencia. Sin pensarlo, se preparó con los puños frente a la cara, listo para luchar, justo como su abuelita le había enseñado.

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“¡Manchego! ¡El niño llamado como el queso de leche de oveja! ¿Hace cuánto no te veo? Ni te dignas en saludarnos, pequeño bastardo. ¿Acaso no has notado que somos tus únicos amigos, maldita piltrafa? Desgraciado. Pordiosero. Hijo de puta. Tus modales necesitan ser enderezados. Quizás deberíamos darte una lección de cómo tratar a tus superiores, pequeña alimaña. ¿Entiendes? ¿Manchadito?”, dijo Mowriz, alias Malabrad, el mismo joven que por años lo había estado asaltando con sus insultos y agresión física. El joven de cabello negro noche y de altura mediana emanaba una malicia que jamás comprendería. Los dos muchachos al lado de Mowriz se iniciaron a burlar del desdichado. “¡Ya van casi seis meses desde cuando le dimos la última paliza!”, agregó Hogue, un muchacho pelirrojo y redondo, con pecas furiosas en el rostro y labios carnosos. El pelirrojo carecía de inteligencia absoluta, pero por corpulento imponía in daño severo con sus puños cuadrados. “¡El desgraciado se queda a Luchy sólo para él! ¡Creo que es hora que aprenda a compartir!”, añadió Findus, un joven alto y rubio, típico deportista que todo lo puede mejor que nadie. Y siendo buen mozo, traía a media escuela enamorada de sus facciones. Eso sí, la velocidad del chico era más temible que cualquier cosa. “Ésta vez no vas a lograr huir,” expresó Mowriz empuñando las manos. Manchego fue atenazado por el terror. Dio un paso hacia atrás y perdió equilibrio, teniendo que bajar los puños para prevenir una caída. “Eres un imbécil, Manchego. A veces siento que deberías cesar de existir,” le dijo Mowriz con malicia. Manchego supo que estaba a apenas dos cuadras de su destino, una distancia que dada su situación precaria era demasiado vasta. Todo lo que necesitaba era lograr que Findus se distrajera por unos segundos para ganar una ventaja. A Manchego se le ocurrió un plan maestro en segundos: “Luciella me dijo que le gustas, Findus. Me dijo que admira tu cabello rubio tan largo y listo. Y…y…y dice que eres demasiado inteligente.” El chico mencionado pareció inflarse como pavo real y contestó, “¿Es cierto? Qué honor que la misma Luciella piense eso de mí…ella es la chica más guapa de la escuela…” Fue suficiente para lograr la reacción deseada.

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Mowriz, o Malabrad, rápido se tornó rubicundo al escuchar el intercambio, y sin pensarlo le propinó un empujón al joven rubio. El joven atrayente cayó de espaldas con los pulmones desinflados, lo cual le hizo saber a Manchego que el momento era ahora. Se echó a correr sin miramientos, un poder intenso infundiéndose entre sus venas al huir como presa siendo acechada por el depredador. Manchego viró hacia la cuadra yuxtapuesta al llegar a la encrucijada. Un fuego secreto trató de arrancar en su mente, como si el estrés y la presión del momento quisiera despertar una porción resguardada en su ser. Casi se trastabilló en el suelo adoquinado, teniendo que seguir corriendo para no caerse. Se perdió del cruce que lo llevaría a la entrada de la tienda de Ramancia, pero supo que podría seguir a la próxima cuadra para intentar entrar a la casa de la bruja por la puerta trasera––si es que habría una––. Entró en pánico al escuchar que los pasos de sus persecutores se hacían más audibles, y con ello vendrían los puños en la cara y las patadas en el pecho. Para su infortunio notó que no había una puerta trasera que le diera entrada a la casa de la bruja. Entró en pánico, pero observó que en la pared, hecha de tablones de madera, había un tablón con un agujero lo suficientemente grande como para darle acceso. Un anuncio en letras rojas alertaba la presencia de un perro guardián, pero de momento Manchego prefirió vérselas con un perro bravo que con sus enemigos de la escuela. Su cuerpo escuálido se deslizó sin problema bajo el agujero como si fuera alimaña, pero la piel de su pecho se quedó trabado en las astillas, aquellas rasgándole a través de la prenda. Se movió de lado a lado con vigor, pataleando hasta introducir todo el cuerpo entre la oscuridad. Temblando del susto, esperó la mordedura de un can embravecido, o por lo menos un gruñido anunciando que había arribado el peligro. Pero nada más que el silencio lo saludó. Los pasos de sus persecutores se aproximaron a toda velocidad, frenando muy cerca de la apertura donde se introdujo. Se preparó como pudo, empuñando sus manos para defenderse a la muerte. Pero algo muy inverosímil sucedió. “¡Adónde se fue! ¡Juro que lo tenía pillado!” Findus sonaba frustrado. Mowriz lo alcanzó en segundos, “¡Dónde está! ¡Allá! ¡Vamos allá!” Los agresores salieron corriendo en otra dirección, Hogue pasó segundos después, sudando la cruda lucha, “¡No vayáis tan rápido! ¡No puedo respirar! ¡Esperadme!”

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¿Qué clase de truco es este? ¿Dónde estoy? se preguntó el pobre muchacho que sangraba de varias partes del cuerpo. Palpó el ambiente con los tentáculos de sus sentidos. El sitio no parecía albergar vida alguna. Estaba…¿desolado? Más bien, pudo palpar una tristeza, como si el sitio mismo que lo englobaba estuviera llorando. Pasaron minutos, quizás horas, y se mantuvo en completo sigilo mientras se le calmaba el galopante corazón. Jamás se había imaginado que estando solo y en completa oscuridad pudiera estar tan calmado…tan a gusto. La soledad pasó a ser de un agente misterioso a un bienvenido acompañante. Entre veces, aguantaba su respiración con tal de sentir al silencio englobarlo con su expansivo abrazo. Entre cada latido de su corazón la belleza del silencio se aproximaba a él. Un momento… allí estaba, tímida como una flor. Era una presencia dentro de sí, como una flama silente…un soplido frágil…escuchó…escuchó… Hola. Había algo entre sí, una presencia divina que no se podía explicar. ¿Qué era? Notó que dentro de sí algo parecido a una nube mutaba constantemente… A veces era sombría, otras veces era una figura elaborada de sentimientos. A veces no era más que un eco de vaivén eterno. Se maravilló de presenciar aquella esencia, grata y salvaje al mismo tiempo. ¿Es aquí donde se esconde mi verdadero nombre?, pensó, intrigado por las pesquisas que el viejo le hizo en el mercado. La memoria de Tomasa le urgió que debía regresar al Parque cuando antes. Resintió el hecho de tener que dejar dicha magnificencia, pues no sabía si lograría hallarla otra vez. La dificultad de ponerse en pie le hizo saber la cantidad de daño que sufrió su cuerpo. A punto de largarse se detuvo un segundo escuchando algo que lo llamaba en silencio. Volteó a ver hacia la oscuridad, aquella densidad inescrutable sugiriéndole con su misterio. Dio un paso…otro…se dirijo hacia la profundidad de lo oculto. Algo lo llamaba. No supo por cuanto tiempo caminó pero bien que lo hizo con timidez, extendiendo sus manos frente a su rostro para encontrar algo… El temor lo atenazó al sentir que cursaba un sendero equívoco e infinito. Volteó a ver hacia su procedencia, notando que en efecto seguía la apertura por debajo de la tabla, aunque a una distancia vaga y muy lejana para darle conforte. Pudo haber regresado y emergido de vuelta

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al mundo real, pero esta dimensión le llamaba mucho más la atención. Siguió andando por un tiempo indefinido. Por momentos sintió que perdía la noción de donde era adelante y atrás. Una puerta de madera se hizo visible en el ojo de su mente, y lentamente se materializó de las nadas. La abrió como si estuviese abriéndola por enésima vez. Cerró la puerta tras de sí, introduciéndose en una casa. Estaba entre un pasillo decorado por múltiples frescos pintados sobre canvas. El pasillo era largo, tal que habían al menos seis cuadros colgando de la pared. Éste estaba iluminado por una rojiza y parda luz. Las paredes eran de alguna piedra lisa, el suelo recubierto de una vieja alfombra de color agrisado. Las pinturas sobre las paredes cautivaron su atención por su brutalidad. Uno de los frescos perfilaba un abismo espantoso, lleno de elementos fantasmagóricos como seres muertos ambulando hacia un foso que expelía una infernal luz verde. Al pie del abismo un ser de belleza venerable y malicia extrema sostenía por el cuello a un ángel con las alas vencidas. Creyó escuchar un grito de clemencia de aquella figura angelical. Sintió odio hacia la figura demoníaca. Sus ojos corrieron de cuadro en cuadro, fascinado por los dibujos coloreados. Eran salvajes y desagradables, con cadáveres animados, otros con cuerpos desentrañados. Ángeles estaban siendo abolidos con la espada negra de un ser vistiendo armaduras del mismo negro profundo. Otro fresco perfilaba a un dragón hecho de negro humo. Era tenebroso. Aquella bestia escupía fuego líquido sobre un ejército vencido. Vórtices de energía conectaban dimensiones para darle paso a un ejército maldito. En otro fresco, el más perverso, encontró a un ser bello y malvado violando a un ángel mientras le rompía las alas. Manchego se quedó atónito. Escuchó voces. Salió del ensimismamiento, preocupado por lo que estaría por encontrar. Su mirada se dirijo al encuentro de aquel ruido de una mujer sufriendo, quien hablaba en clemencias. La voz cavernosa de un hombre agresivo la reprimía. ¿Qué estaba pasando? Curioso. Cauteloso. El joven se aproximó a la esquina del pasillo, sin darse cuenta que temblaba. En una sala, y sentado sobre un banco negro, el hombre de voz cavernosa hablaba de una gloria inmensurable y de un esperpento mísero. Parecía ser un Padre del Décamon por su ropaje, la capa cubriéndole casi todo el

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semblante. A pesar de no poder verle la cara, sí se le miraba la boca moverse, iluminada vagamente por una luz de vela. La mujer frente a aquél estaba vencida. ¡Era Ramancia la Burja! No puede ser, se dijo el muchacho, si Ramancia es la bruja más poderosa… Esto significaría una sola cosa: que el hombre encapuchado era más poderoso que ella. Hizo el intento por escuchar de qué hablaban. Pero de un momento a otro, la escena fluctuó. La mano del hombre se elevó, un dedo huesudo apuntó directamente al muchacho. Manchego se paralizó del terror al notar que habían dado con él a pesar de estar escondido tras la esquina. Ramancia lo volteó a ver con los ojos lagrimados. El hombre se desapareció entre la sombra de un respingo, llevándose con sí una estela de sombras. La bruja salió corriendo hacia Manchego con un cuchillo entre la mano, su mirada llena de preocupación. Manchego estaba hechizado, incapaz de moverse. No pudo pensar en nada, pues los eventos lo tenían anonadado. “¿Qué demonios haces aquí? Ven, sígueme. No podemos dejar que te detengan,” dijo la bruja en absoluto convencimiento. Manchego la siguió sin peros, pues embrujado no poseía voluntad. Entraron a un salón en donde varias runas estaban escritas sobre una pared de piedra. Vio que la bruja hizo un par de señas y movimientos con sus manos, emitiendo una frágil luz morada. De inmediato una verja levadiza obedeció a su comando y se abrió. Entraron a un pasillo largo y vasto, iluminado por la luz de varias velas que danzaban sobre candelabros rústicos. Los ojos del muchacho se desviaron hacia un espejo. Su alma añoró por verse reflejado en él. El espejo parecía musitarle… Ramancia lo detuvo con sus manos largas y huesudas, de uñas negras y peligrosas, “Todavía no…tu reflejo en el Espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia te dirá verdades que no debes saber…la verdad tiene un precio, pequeño. El día que sepas todas tus verdades… será el día de máximo sufrimiento.” Caminaron en dirección de una luz blanca y brillante que iluminaba como sol sobre una pared, virando como un espiral sin detenimiento. Se fusionaron entre el calor del vórtice mágico, y todo se tornó blanco.

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***

Su consciencia regresó a su control con prontitud, de súbito sintiendo como si abriera los ojos de una pesadilla. El muchacho estaba zumbado y apenas si lograba escuchar lo que le decía la vendedora. “¡Buenas tardes! ¿En qué te puedo ayudar joven?”, dijo la bruja. “¡Buenas! ¡Joven!” La señora estaba desesperada, moviendo sus brazos para llamarle la atención al muchacho. Manchego salió del trance en segundos, sus ojos encontrándose con un ambiente extraño, el cual había visitado en ocasiones anteriores, pero al cual no se acordaba haber llegado. Notó que estaba adentro de la tienda de Ramancia. La bruja lo guardaba con irritación. Había tres estanterías pululadas de frascos coloridos, refulgiendo poderes secretos y místicos a través de cada cristal que contenía una pócima. El olor era a chamuscado, a ácido, y a sulfuro. Arañas asesinas poblaban cada esquina del sitio, esperando el vuelo de un desafortunado insecto. Un olor a moribundo también llegaba a sus sentidos, quizá proveniente de uno de los cristales conteniendo un viscoso y negro líquido por dentro. En aquél se figuraba gusanos moviéndose en un eterno espiral. Manchego sólo pudo esbozar un pensamiento radical del posible contenido de aquella pócima, sin decir los efectos que podría ejercer. Un cristal en particular albergaba la cabeza de una bestia irreconocible, que poseía tres ojos y dos cachos largos. Otro cristal sostenía las garras de un wyvern mantenidas en un líquido opaco. Había un mueble que tras una cristalera exponía una amplia gama de armas portátiles, como dagas y cuchillas, escudos diminutos y largos pinceles de vidrio. Había un lucero del alba que atrajo la atención del muchacho, una cadena conectando al mazo y la bola de picos tan pesada como piedras. Había otro mueble lleno de animales disecados. Frente a él, la vieja de pelo negro rizado, con un sombrero alto terminando en una punta, lo esperaba tras el mostrador con el rostro lleno de irritación. “¿Qué necesitas?”, volvió a repetir la vieja. “Emm … err… necesito una pócima para una gallina que está enferma,” respondió el

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muchacho. Ramancia replicó, “Ah, por fin y hablas, eres muy imprudente. Próxima vez que me hagas perder el tiempo te convertiré en alimaña. ¿Entiendes? ¿Un brebaje para una gallina enferma dices? ¿Está deprimida y ya no pone huevos?” “Sí, sí. Justo eso es lo que le sucede,” respondió el mozuelo. Se sintió la oreja, pues le dolía por una extraña razón… Por algún motivo no lograba acordarse de dicho suceso, como si por razones ocultas la memoria misma estuviera apartada de su consciente. Se acordaba de haber huido de Mowriz y sus secuaces, pero jamás de haber llegado a la tienda de la Bruja. “¡Aquí está!” gritó la bruja mientras rebuscaba entre las estanterías. Del anaquel más alto tomó un cristal con un líquido azul eflorescente. El frasco era de base ancha, estrechándose para finalizar en la boca de un embudo. Estaba tapado con un añejo corcho de textura rugosa y húmeda. “Ésta pócima seguro y le hará el truco. Serían cinco coronas, por favor.” La vieja extendió la mano para recibir la paga antes de entregarle el brebaje. Manchego sacó el morral con el dinero. Contó cinco monedas del metal rugoso y se las entregó a la bruja sin demora. “¿Algo más, joven?” inquirió la vieja, sugiriendo algo oculto. “No, muchas gracias. Debo regresar al Parque Central,” dijo el joven. En ese instante Ramancia le interrumpió con premura, “Por tres coronas adicionales te daré este tótem. Es una Nuez de Teitú.” Manchego tomó la nuez ofrecida entre sus manos. La palpó, extrañado al ver un objeto cotidiano siendo vendido como algo preciado. Tres coronas comprarían el pan de las semana. “No subestimes a una Nuez de Teitú,” dijo la bruja con detenimiento mientras escrutaba al mozuelo. “Es una nuez mágica te digo. Un tótem imprescindible,” agregó aquella con la voz llena de misticismo. “¿Y qué hace?”, preguntó Manchego, curioso. La jugaban entre la mano, extrañado de encontrase afanado a ella con tanta presteza. “Lo verás cuando estés en problemas,” contestó la bruja. “Cuando te veas sufriendo en penurias extremas, entierra la Nuez de Teitú un pie bajo tierra. Riégala tres veces al día y, recostado sobre ella, le das de tu calor por cinco continuas noches. Luego verás lo que pasa.”

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Manchego lo dudó, sabiendo que si tomaba el objeto a cambio de tres coronas, su abuelita lo estaría colgando de las orejas. Ramancia se puso pálida, sintiendo como si el trámite no sucedería. “NO desperdicies esta oferta. ¡Tómalo!” Manchego se sobresaltó, temblando visiblemente. “¡Bueno, bueno! No quiero problemas, señora Ramancia. Aquí está el dinero debido.” Sin decir más se dio la media vuelta, largándose lo más rápido posible del sitio embrujado. La bruja quedó a solas entre su tienda, y se desplomó luego de dicho encuentro. “Estuvo cerca…demasiado arriesgado,” dijo la bruja. Se limpió las narices de un sudor frío.

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CAPÍTULO VI - SECRETOS Y MISTERIOS A Lulita le tardó varios días salir del enojo que sentía hacia Manchego por haber sido engañado por la bruja. ¿Una nuez? ¿Por tres coronas? Era inaudito. ¡Paupérrimo! Lulita había considerado ir a reclamarle ella misma el dinero a la bruja, pero supo que sería una terrible idea, y desistió. Sin embargo, notaba que Manchego se había afanado a la bendita nuez, como si fuera un objeto de alto valor. Pero desde luego su nieto era de personalidad extraña, y apenas si lograba adivinar qué pensaba de día a día. Siempre enamorado de los amaneceres…siempre enamorado de los atardeceres…un jovencito tan especial. Manchego metió la mano al bolsillo de su pantalón, y extrajo la Nuez de Teitú, acordándose de la reprimenda que recibió. Jugó con ella, enviándola al aire para volver a cogerla, y lanzarla otra vez. “Eres una nuez muy extraña…” dijo el muchacho, volviéndola a guardar. Estaba sentado sobre el pasto. El burro estaba alimentándose del campo a una distancia prudente. “Es hora de regresar con la pala y la piocha, burrito,” dijo el muchacho, utensilios que había dejado olvidados en el campo, y debió regresar a cogerlos. Pero era mentira, la verdadera razón por la cual estaba en el campo era para ver el atardecer. El burro lo ignoró, pero Manchego se dedicó a preparar la montura. El día estaba plomizo, recubierto de nubes que amenazaban decantarse. Era cierto, le habían rezado a la diosa del Agua, Mythlium, para que resolviera la sequía, y por lo visto aquella deidad le había escuchado las súplicas. Y justo como predicho por su abuelita, quien le había urgido que no se demorara en los campos viendo atardeceres, una amenazante lluvia inició a descender. “Por los dioses… que la diosa del agua sea clemente…” dijo el muchacho, viendo hacia el cielo. Notó que las nubes se tornaban rechonchas. De un momento a otro lo que era una llovizna se tornó en una tormenta, la lluvia cayendo con furia. Un relámpago atravesó el cielo en forma de cuernos de alce. Manchego se estremeció, el frío trepándole la espalda. Empapado, supo que debía refugiarse lo antes posible. Notó que el único sitio cercano era aquél que evitaba a todo costo, pues le provocaba miedo: el cementerio. Llegó a un terreno cercado por maderas arcaicas y mal atendidas. Entre el recinto pudo visualizar a las once lápidas de sus familiares difuntos, y a un lado reposaba una pequeña casa de

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color blanco de techo rojo despintado por el exceso de sol. Un búho negro y de ojos muy amarillos estaba postrado sobre una de las losas. El ave rapiña escrutaba a Manchego con ojos intensos y extrañamente inteligentes. El pájaro no parecía advertir el azote de la lluvia. Manchego avanzó a paso ligero, teniendo que ignorar la presencia del ave, pese a que le provocaba una temerosa curiosidad. La entrada al cerco era una puerta sosteniéndose por un gozne tan oxidado que en cualquier momento se rompería. Era evidente que todo tipo de animal pequeño, como ratas y palomas, vivía entre dicho abandonado terreno. El negro búho lo embestía con esos amarillos e intensos ojos mientras pasaba de largo. No estaba a más de unos metros del muchacho. Su cabeza se movía de lado a lado. El animal alado tomó vuelo de pronto para perderse entre el espesor del follaje, y extrañamente, la turbulencia de la lluvia no pareció inmutarlo en lo mínimo. Manchego no le prestó mayor atención al asunto, por más insólito que fuera. Había un pórtico viejísimo con tres comederos debajo el techo. Varios utensilios de agricultura colgaban de una pared recubierta por tela de araña. El muchacho amarró la rienda del burro a la columna del pórtico, y sin prestarle atención a otros detalles se dirijo hacia la olvidada y pequeña casa. La cerrajería estaba ultrajada, como si alguien, quizá ladrones, se hubiesen hecho entre ella y saqueado el área. Se deslizó por la puerta como fantasma, cerrándola tras de sí. El ambiente sufrió un cambio súbito, como si hubiese entrado a una burbuja donde la presión y la temperatura era disímiles al ambiente externo. El silencio fue acogedor y la lluvia se escuchaba como un eco distante, transmitiendo un preludio de serenidad. Fue algo bello de guardar con los tentáculos de la percepción. Las partículas de polvo flotaban en parsimonia eterna. Inspiró profundo, percibiendo el olor a resguardo y olvido. Pudo haber sido la casa de los muertos, sin embargo, no aparentaba ser un lugar ominoso a pesar de estar a oscuras por la ausencia de luz. Había todo tipo de material de agricultura dentro de la casa. Aquella no era más que un cubo de techo aflechado, con dos ventanucos y una puerta. Poseía sólo dos cuartos separados por una pared sencilla hecha de varias tablas de madera en posición vertical. En la pared derecha, adonde estaba una de las ventanas, había una silla de madera. Al

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lado una mesa de noche esperaba ser utilizada. Sobre ella reposaban los restos de una roja vela, cual yacía deglutida por la llama que alguna vez ardió. Una pequeña pintura de un girasol yacía justo sobre la mesa, decorando la pared. La puerta hacia la otra habitación estaba entreabierta. Ésta se movía, como si alguien la estuviese manipulando por dentro. No era sino el viento que soplaba y penetraba por las grietas de la casa que la mecían con su soplido. La curiosidad fue imponente, el ver qué había tras ella fue un impulso mandatorio. Se movió como si estuviese percibiendo la acción a través de los ojos de alguien más. Sintió un envión de energía y estrés. Algo lo llamaba… Sintió que retomó el control de su cuerpo al estar dentro de la habitación que estaba completamente entre la penumbra. Sus sentidos le hicieron estirar los dedos para saber que había en aquella oscuridad gelatinosa. Husmeó un olor familiar, como si fuera parte de él. Al pie de la entrada al cuarto había un escritorio. Sobre aquél había un artefacto de vidrio, perceptible por el reflejo emitido sobre su faz. Estiró su mano. La tomó. Pasó su otra mano sobre la mesa, a tientas buscando cómo prenderla. Segundos después encontró una caja con maderillas. Las frotó una con la otra hasta tener una flama que encendió la lámpara, tras cuyo acto el cuarto se iluminó con una anaranjada y titubeante luz. Era un estudio muy pequeño con un escritorio, una silla, y una cama. El escritorio sostenía múltiples artefactos sobre su faz. La cama parecía ser un simple camarote con edredón azul detallado con diminutos girasoles. Sobre la mesa una roja candela restaba a medias. La mecha estaba gris y llena de polvo. Al lado de la misma había un libro abierto con un carboncillo al centro, el cual estaba empolvado, con múltiples agujeros formados por la presencia de polilla. Algo estaba escrito en sus páginas, ininteligible a la distancia a la que se encontraba. Como si fuera suyo, lo tomó entre sus manos, guardando la página en donde estaba con un dedo. Estornudó por el polvo que se sobresaltó al tomar el libro. Lo volteó para ver su portada. Notó una insignia grabada con un metal caliente su faz roja, debajo del cual resaltaba un bordeado que rezaba: Finca el Santo Comentario. Por debajo de aquellas se detallaban las palabras: “Cultivos entre los años 421 - 431 p.k.” Regresó el libro a su lugar y a su página, pareciéndole peculiar que una nota estaba

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escrita a la ligera por los garabatos que escribían algo al borde de lo ininteligible. Regresó una página y leyó el contenido en susurros:

“Finca el Santo Comentario 431 p.k. Cultivos

Día uno:

Los túneles son amplios. Fácil cabrían tres árboles tan grandes y anchos como la Ceiba del Mamantal o cinco del Gran Pino. Son oscuros y desolados, y no he encontrado vida en ellos. Este lugar emana muerte…y me siento rodeado por ella constantemente; juro por la diosa de la Noche que es de lo más extraño. Jamás me imaginé que existiera un lugar tan desolado en nuestro Imperio, y mucho menos debajo de mi la misma Finca donde mi familia ha vivido por tres generaciones. Sin embargo, debo aceptar que la geografía del sitio es muy particular, sencillamente es demasiado perfecta, como si hubiera sido manufacturada. Tuve que regresar a la Estancia, pues sabía que Lulita iba a estar muy preocupada por mí. No sospecha nada, y no debo decirle nada, por lo menos todavía no. No quiero que entre en pánico. Le diré no más le encuentre sentido a este sitio endemoniado.

Día dos:

Tuve que regresar a los túneles. Soñé que la sombra me devoraba, pero que entre ella había un flama brillante de luz. Mi aventura no duró mucho, pues vengo mal preparado. Regresaré mañana. Hoy le recé a la diosa de la noche, D’Santhes Nathor. Le pedí que protegiera en su sombra.

Día tres:

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Hoy encontré luz … pero era verde… fantasmal. La perseguí, percatando que provenía de las piedras mismas. ¿Qué es esto? ¿Será una blasfemia contra el dios de la Luz? Escuché voces. Quizás fue mi mente luego de días de estar sometido entre este infierno. No pude discernir de qué hablaban, pero sé que alguien o algo murmuraba. Mañana regresaré a los túneles y me aventuraré por uno de los caminos en donde debo andar en cuclillas. Deberé armarme. No soy un hombre de armas ni un hombre que aprecia la violencia. Pero siento la necesidad de protegerme. Algo anida entre la sombra.

Día cuatro:

Ya lo dejé todo preparado con Tomasa para desaparecerme el día entero—si no es que más. Llevo tres antorchas, muchas maderillas para frotar, y una soga adicional en caso que me extravíe. Debo descubrir de qué tratan los túneles y a dónde llevan. El llamado a explorarlos es demasiado fuerte. Balthazar ya prepara el producto que vamos a transportar a través del Mar Tempranero hacia Grizna, donde nuevos clientes nos han solicitado de nuestra producción. ¿Puedo creer que la mismísima Princesa Sokomonoko ha solicitado de mi producto? Es inverosímil. El producto será despachado desde el puerto llamado Merromer, al Norte, ciudad que colinda con Háztatlon. Le rezaré a la diosa del agua para que proteja nuestros bienes. Mañana le preguntaré a mi colega si ya logró identificar al negro búho que ha estado postrado sobre la lápida de mis ancestros. Espero poder recontar los eventos y escribir acerca de un Día Cinco entre las cavernas.

-Eromes

Manchego cerró el libro, sin aliento. Sintió un relámpago de emociones conflictivas, pues se sentía tanto feliz como frustrado al leer dichas anotaciones. El hecho que no había escrito un día cinco le infundió nada menos que un mal presagio. ¡Éste libro le perteneció a mi abuelo! ¡No puede ser! Es el segundo artefacto que tengo de él además de este chaleco. Mi abuelo…túneles…¿Bálthazar? pensó el muchacho,

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descabellado. Su rostro asombrado se iluminó por la fuerza de la vela que seguía danzando con tranquilidad. Se sintió extraño al leer todo aquello. Demasiado sombrío para su gusto, tal que le costaba imaginase a su abuelo, un finquero, sometido a tal aventura, y mucho menos que dichos túneles yacían en algún lugar debajo de la Finca. Además, su abuelo también vio al búho, ¿sería el mismo? ¿Quizá una familia de búhos habitaba la zona desde antaño? Lo que más le sobresaltó, sin embargo, fue la mención de Balthazar. ¿Sería el mismo Balthazar a quien había conocido hacía unas semanas en el Mercado Central? Al emerger de la alcoba se sorprendió al notar que el día se había aclarado, como si de súbito un vendaval hubiese limpiado el cielo. Consideró llevarse el libro de su abuelo, pero luego supo que aquí estaría a salvo, lejos de las pesquisas de su familia. No sabría cómo explicarle a su abuela lo misterioso que era el artefacto. Salió de la casita, sintiendo el golpe del aire fresco invitarlo hacia las afueras. Notó que del suelo estaba totalmente tomado por lodo. Los árboles parecían brillar con un nuevo resplandor. Sobre una de las lápidas el mismo búho que anteriormente había visto lo contemplaba con una mirada compleja, imposible de descifrar. Impulsado por la curiosidad, se aproximó a las lápidas sin desdeñar al ave que con facilidad podría sacarle los ojos. El búho lo contuvo entre sus ojos amarillos intensos, para echarse al vuelo de súbito. El muchacho se encogió de hombros, sin una explicación valiosa para justificar la presencia del pájaro. Contempló el cementerio en silencio, sopesando que un sitio como este, a pesar de ser un lugar que almacenaba muertos, no estaba tan sombrío. Decidió leer el gravado en las lápidas, mensaje que leería por primera vez en su corta existencia.

En la más vieja de todas, lavada con negrura, el mensaje rezaba así: “Ermeos, el que trotó leguas para sembrar el don del agricultor. Con pasión penetró en silencio la bóveda del tiempo, y en ella, su nombre, que brille siempre con fuego, quedó grabado con oro y plata, fruto de sus tierras. Que su familia prospere con usufructo y que siempre brille

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su famoso Santo Comentario.” Manchego sabía que él fue el fundador de la Finca el Santo Comentario.

En la siguiente lápida rezaba lo siguiente: “Esomer, hijo de aquel que hizo el Santo Comentario, que en paz descanse. Que su cuerpo enterrado sea el abono a estas Santas tierras. Que con su nobleza, crezca las tierras y nutra a sus hijos e hijas, y a los hijos e hijas de este terreno acuñado correctamente el QuepeK’Baj, o tierra fértil en la lengua Salvaje.”

En la siguiente lápida leyó lo que sigue: “Eromes el Perpetuador: Altísimo y excelentísimo agricultor; pulcro, elegante, humilde, atrayente, amable, austero, y apasionado. Lamentamos su pasar a la vida eterna al Profundo Azur de los Cielos, pues su cosecha, aunque buena, no culminó como debió. Eso sí, aun gozamos de su don natural para conmover a la naturaleza. Que el dios de la Luz siempre le ilumine el camino.” Mi abuelito… se dijo el muchacho, sintiendo tristeza al visitar su tumba por primera vez. Se prometió visitarlo más a menudo. No podía creerlo que su abuela no hablaba del sitio, pero quizá le sustraía malos recuerdos, y por ello deseaba evitarlo. En las dos lápidas siguientes le pareció raro no encontrar nombre alguno, a excepción de un mensaje que lo dejó pensativo: “Por aquellos desafortunados cuyos nombres no se pueden hablar, por aquellos que no lograron abrir los ojos y respirar, aquellas almas tristes que murieron sin piedad, por esas almas que los dioses claman ser suyas, y las llaman a toda hora. Por ellos rezamos. Ellos velan la noche por nosotros.” ¿Qué significan estas palabras? se preguntó Manchego con mucha intriga. Detrás de estas lápidas había otras cinco del mismo tamaño, quizás de las esposas y compañeros de los grandes finqueros. Estas estaban decoradas por enredaderas grabadas en la piedra. Sus nombres estaban borrados por las lluvias, y su mensaje, meramente una memoria

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ininteligible. Manchego cogió la rienda de del burro y se encaminó a la casa, sabiendo que pronto Lulita lo estaría buscando. Sin saberlo, entre su mano apretaba a la Nuez de Teitú.

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CAPÍTULO VII - NATURA NATURATA Una gripe espantosa había agobiado al pequeño pastor. Lo extraño era que iba acompañada de un sueño prolongado, del cual no había emergido por tres consecutivos días. Luchy lo llegó a visitar varias veces, entre ellas haciendo el intento de abrirle la mano, donde apretaba algo con suma fuerza. No sabía que se trataba de la Nuez de Teitú, la misma que le dio Ramancia la Bruja. Cuando, con ayuda de Lulita, estuvo por abrirle la mano, ambas se sorprendieron de la angustia que le produjeron al muchacho, como si le estuviesen arrancando las carnes. Cuando llegó la última tarde del ensueño que había poseído al muchacho, trajo consigo a una visita inesperada. Lulita se sorprendió al verlo dentro la Estancia, pues jamás se percató de su intrusión poco deseada. Ni Rufus logró percatarse de su olor. Pero así era él: huidizo como el humo. Lulita lo encaró al verlo demasiado cerca a la cama de su nieto, donde el mozuelo dormitaba en sigilo. Le dijo con los dientes pelados como un felino: “Pensamos que estabas muerto,” le dijo Lulita, su tono de voz metálico y frío. “Claramente puedes que tus creencias son falsas,” respondió el visitante. “Creímos que te habías suicidado luego de su muerte,” declaró Lulita recordando el momento cuando su amado murió entre sus brazos… “Es cierto, me costó muchísimo sanar las heridas que me provocó su muerte, pero Madre lo sana todo con el tiempo.” “¿Por qué ahora?” “Porque él me necesita, algo que jamás había sopesado hasta ahora. Ten, éste es el remedio que le he preparado, hojas que yo mismo recolecté en el bosque. Ya está listo para ser aplicado. Me fue a buscar…¿sabes? Me necesita, yo lo sé. Madre me lo dijo…” “Creí que no te importaba, ni él ni la Finca…ni los animales ni nada de nada. ¡Maldito egocéntrico! ¡Te fugaste sin más!” “No sabía que iba a crecer a ser un niño tan…especial. Tiene algo en esos ojos, esa curiosidad. Su alma…tiene algo…” el visitante hizo una pausa y luego dijo, cambiando de tema, “Y en aquellos días, mi lealtad era hacia tu esposo. Tienes que comprender el por qué de mi

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silencio. Era lógico que no seguiría estando aquí, en el sitio donde sucedió la…” “NO hables de ése momento…” Lulita sostuvo el mortero que el Hombre Salvaje le entregó entre las manos. Tenía las orillas manchadas con una pasta verdosa que emitía un pútrido olor. Supo que los ungüentos de dicho curandero le haría maravillas a la salud de su nieto. “Déjame verlo” dijo el visitante. A Lulita le costó quitarse del camino, pues jamás había confiado en este hombre. “Debes aplicarle el ungüento hoy mismo,” afirmó el visitante con sus penetrantes y celestes ojos. “Es una enfermedad muy extraña…pero también es un chico muy especial.” El visitante volteó a ver a la señora, notando que aquella lo estudiaba con una mirada de odio. Supo que era hora de largarse. Había cumplido su cometido. Se desapareció de la Estancia como el humo huidizo, la abuela apenas notando su desaparición. Lulita se sentó al pie de la cama, y con su amor decantado, le untó la pasta verdosa entre los labios y sobre el pecho a su adorado nieto.

***

Fue en un abrir y cerrar de ojos. Parpadeó varias veces mientras la vista se le aclaraba. Vio pasto. Era alto y galante, meciéndose de lado a lado tras el soplido del viento. Estaba recostado sobre el suelo, viendo al cielo destilar luz celeste entre los poros del éter. Se levantó, y lentamente observó que estaba a una distancia no muy lejana del Observador, en donde, el Gran Pino le esperaba a que llegara a sentarse cómodamente contra su corteza. Había algo extraño de los alrededores. Era una presencia advenediza, y sin embargo, la misma era como propia, parte íntegra de su alma. Sentía como si apretara algo con su mano, y al verse las palmas de la mano, notó que estaban vacías. Caminó hacia el Gran Pino y se dio cuenta que Rufus lo esperaba sentado sobre sus cuartos traseros, observando, contemplando, sintiendo. Manchego se sentó a su lado, y juntos los dos observaron. Contemplaron, manaron.

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Sobre la Cordillera Devónica del Simrar el cielo se manchaba de un azul de diferentes tonalidades. Las montañas se coloreaban de una tintura morada y profunda, como si estuviese viendo el reflejo de un espíritu inmerso. Manchego y can se voltearon a ver. Se guardaron la mirada por varios minutos. Rufus le dijo con serenidad, “Un ser llega a su máximo potencial al admitirse en la totalidad. Establecer una relación íntima con tu flama interna permite que ella florezca por completo. Conocerse a uno mismo es esencial, mi querido. Ha llegado la hora de ver hacia adentro, no hacia afuera.” Manchego le preguntó a Rufus, “¿Por qué quisiera profundizar en mí mismo?” Rufus respondió, la sabiduría afluyendo de sus fauces, “Sin ello no eres completo, porque nadie es completo sin su esencia.” El can perdió la vista entre el plumaje del horizonte y dijo, fusionado con el manar del viento y el fuego del sol, “Todos estamos hechos de la misma cosa. Somos todo y somos nada. Fuimos y seremos. Debes buscar la verdad que anida dentro de ti y fusionarte a ella. Lo dinámico vive, lo estático, muere.” La voz del can se fue perdiendo en ecos…

***

“¿Una aventura? ¡Pero acabas de estar enfermísimo, tontito!” le dijo Luchy a su mejor amigo. Como esmeraldas, a la preciosa le brillaban los ojos. Finalizaban de ver un amanecer. Hoy, de todos los días, Luchy decidió no atender a la escuela para compartir el orto con su mejor amigo, quien apenas salía de un resfriado horrendo. “Cuéntame otra vez…¿por qué te gustan tanto los amaneceres?,” inquirió Luchy mientras andaban de vuelta a la Estancia. “Uy…eee…” Manchego se rascó la cabeza. Se puso nervioso, pues jamás había encontrado una respuesta valedera. “Sencillamente me gustan…y ya…” “No seas tontito,” le dijo la niña. “Dime la verdad. ¿Es porque tiene algo que ver con tus extraños sueños? Estuviste enfermo por tres largos días, y se notaba que estabas soñando cosas muy raras. ¡Dime!” Manchego se acordó del sueño que tuvo con Rufus, quien le había dicho pasajes profundos. “Esta vez soñé que estaba en el Observador y Rufus me hablaba.”

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“¡Rufus! ¡Pero que tontito eres! ¡El perro no habla!” dijo la niña, rompiéndose en una risa duradera. “Ay, no. Me caes muy bien, Mancheguito. Ahora dime…¿de que trata esta aventura? Tú lo que deseas es involucrarme en tus averías para que dos paguemos el precio de uno en caso que te descubran. Eres un niño travieso,” le dijo la mujercita con burla. “¡Para nada!” En ese momento el joven se acordó del libro rojo de su abuelo y de los detalles que cargaba aquél. “¿Te acuerdas del vendedor de la tienda que conocí en el Mercado Central? Es un tipo bien raro, de pieles doradas. Es un Hombre Salvaje.” “¡Qué, qué! No me lo habías contado. Ya no me cuentas nada.” “Uy…disculpas. No es que no quiera. Ya no es como antes. No nos vemos todos los días…y he estado tan ocupado que pienso que te cuento historias, cuando realmente me las guardo.” Manchego se encargó de ponerla a tanto con los detalles de dicho encuentro. “Y entonces, encontré que mi abuelo tenía un compañero en la agricultura, llamado Balthazar. Es a él a quien debemos ir a buscar al pueblo,” dijo el joven con entusiasmo. “¿Cómo te enteraste?” “Me lo dijo Lulita.” Mintió, y con deliberación, pues no deseaba divulgar que había encontrado un libro extraño con pasajes temerarios. Luchy lo dudó, para luego imaginarse lo alegre que sería compartir una aventura con su mejor amigo. “¡Anímate! ¿Hace cuánto que no vamos al pueblo como antes? ¿Te acuerdas del día que le robamos tortillas de maíz a doña Pamala?” “¡Sí! ¡Alegrísimo! ¿Y del día que le lanzamos huevos al vendedor de zanahorias?” “¡Es cierto! ¡Eramos unos pequeños bandidos!” dijo el mozuelo. Ambos se echaron a reír, viejos días reviviendo entre sus dulces carcajadas. “Vamos, Luchy. ¡Será una aventura grandiosa! Te lo aseguro. Además podríamos aprender tanto de este Balthazar, ¿sabes? Y tú ya sabes lo que significa para mí las memorias de mi abuelo,” dijo el muchacho.

***

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Llegar al Parque Central no fue sencillo, pero ambos gozaron de una aventura entre la aventura que ya gozaban. Decidieron subirse a escondidas a la carreta de un finquero que se llamaba Lombardo, quien montaba a su caballo llamado Marlo, mientras cantaba una canción que a los mozuelos les pareció de lo más cursi:

El caballo café del establo, Del que yo tanto hablo: Cabalga fuerte y bonito, Sobre la calle de granito.

El caballo café del establo, Dicen que se llama Marlo: Galopa tan galante y flaco, Llevando semilla en el saco.

Caballo café del Zapotillo, Naciste hecho un potrillo: Ahora llenas tu destino, Caballito mío tan divino.

Media vez llegaron al pueblo, ambos se desmontaron de la carreta y salieron corriendo en dirección del Mercado Central. Lo primero que hizo Manchego fue hincarse ante la deidad de la Luz, Alac Arc Ánguelo. Luchy le siguió el ejemplo. Y como ellos, varios pueblerinos se dedicaban a rezarle al dios de la iluminación. A pesar que los rumores corrían que el dios de la Luz estaba muerto, muchos le pagaban el respeto debido, y le rezaban a la diosa de la noche,

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D’Santhes Nathor, para que el dios de la Luz estuviera a salvo, fuese donde fuere que estaba. “Es tan raro rezarle a un dios muerto,” dijo Luchy. “No digas eso. Sabes que es pecado hablar así,” dijo Manchego. Ambos caminaron al encuentro de la tienda El Pastor de Pastores, donde seguramente estaría Balthazar. “Pero no puedes negar el hecho que es raro rezarle a un dios que ni sabemos si está vivo,” dijo Luchy. “No seas temática. Lo importante es que le recemos, así como le rezamos al dios de la tierra, del agua, de la noche, y del fuego,” dijo Manchego. “¿Y crees que hayan más dioses?” preguntó Luchy. Los niños notaron que habían varios funcionarios del gobierno del Alcalde Feliel repartiendo volantes. Manchego arrebató uno de las manos de uno de los funcionarios, quien le devolvió una mirada furibunda. El joven leyó lo escrito, notando que era una propaganda para la “Reforma Social” del Alcalde. “Siempre prometiendo de todo,” dijo Luchy. “Para quedar en el poder y hacer más averías políticas. El Alcalde Feliel siempre me ha provocado desconfianza.” “Es cierto,” dijo Manchego. “Mi abuelita dice que de nada sirve la monarquía del Imperio, que todo es una fachada,” dijo el muchacho, rompiendo el volante y dejando las mitades caer al suelo. Media vez entre la muchedumbre del mercado, los olores invadieron los sentidos de los muchachos. Carne fresca, podrida, pescado pasado, hierba buena, comino, y otras especias inundaron los sentidos de los pequeños. La variedad de artículos como espadas, escudos, hachas, cota de malla, también atrapó la vista de Manchego, quien a veces deseaba hacer nada menos que participar en la milicia y alejarse del pueblo. No sabía si sería bienvenido a la Casa de Thorén, sitio donde sería entrenado. No sabía si conocería a la hijas del noble, de quienes los rumores decían que eran bellas. Pero un chico de pueblo como él jamás podría vérselas con la nobleza. “Puede ser que hayan más dioses, pero nosotros no creemos en ellos,” explicó el mozuelo, palpándole el tentáculo a un pulpo muerto. “Bien sabes que la religión de nuestro Imperio, la Decámica, cree en las cinco deidades. Son las más importantes. O por lo menos eso dice mi abuela, y tú sabe que ella frecuenta el Décamon, nuestra iglesia.”

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“Es cierto…pero me gusta pensar que hay otros dioses. Como la diosa de la belleza,” y en ese momento Luchy se amarró una bufanda de color magenta en la cabeza, para ser perseguida por la vendedora, “¡Cinco coronas o nada! ¡Pequeña bandida!” Los chicos salieron corriendo entre risotadas, felices de compartir como en antaño. Manchego no tardó en dar con la tienda de Balthazar. Entre ella estaba el viejo de piel dorada y ojos celestes, sentado sobre un banco de madera, sus ojos perdidos en lo distante del azul cielo. “¡Hola!” dijo Luchy. El Hombre Salvaje se paró de un respingo, produciendo una mortífera hacha que llevaba en el cinto. Sus ojos estaban abiertos de par en par, su quijada mascada con potencia. Luchy se escondió tras el muchacho, quien con una mano frente a su cara inició a decir, “¡No! ¡No! ¡Lo sentimos! ¡No fue nuestra intención sacarte de…las memorias!” El Hombre Salvaje se relajó tras los segundos, colgando la hacha de vuelta al cinto. “Imprudentes. He matado a Desertores y a ladrones por hablarme sorprenderme. No seáis estúpidos.” Rebufó. Los jóvenes se palidecieron. “Ahora…ya que estoy relajado, ¿qué quieres?” Los ojos celestes del Hombre Salvaje atravesaron a Manchego de lado a lado. Parecía leerlo a la perfección. El joven pastor se tornó nervioso y explicó, “Deseo que me enseñes a ser un gran agricultor,” balbuceó. “¿Agricultor?” “¡Sí! ¡Lulita le dijo que usted era un agricultor, y que trabajó con Eromes!” le gritó Luchy, para luego esconderse tras de Manchego otra vez. El Hombre Salvaje se sobresaltó. Sólo que esta vez sus ojos no encontraron el enojo, sino la tristeza. “Entonces Doña Lulita vuelve a mentar mi nombre, luego de tantos años de odio…” Manchego no comprendió lo dicho, pero dijo, “¿Entonces es cierto? ¿Trabajaste para mi abuelo?” “Tú abuelo…era una gran persona. Quizá la mejor que haya conocido nunca. Fue gracias a él que sigo vivo. Nadie me dio refugio ni esperanzas…sólo él. Me desterraron…cometí un ultrajo inigualable.” La mirada del vendedor cayó al suelo. “Pero será una historia para otro día.” Los niños advirtieron, y por primera vez, el musculoso tamaño del vendedor, que a pesar de ser un viejo que invitaba a pensar que era maltrecho, daba un aura de poderes místicos. Su

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pecho al desnudo portaba un tatuaje feroz, con runas poco legibles, que a veces parecía ser el arañazo de una bestia gravado en la piel. El Hombre Salvaje era en esencia una persona rota por los eventos de la vida, pero no cabía duda de su fortaleza física. Manchego se vio obligado a romper el silencio, “¿Y me…puedes enseñar?” Se mordió la lengua, como si hubiera hablado con palabras de fuego. La mirada que le dedicó el Hombre Salvaje fue advenediza, pero luego algo entre su ser pareció complacer a la demanda, “Claro que sí. Si hay algo que le debo a tu abuelo es entrenar a su heredero. Tú. Ese será mi legado. Esa será mi promesa. He perdido la orientación, ya no poseo nada en esta vida. Pero ahora he hallado un propósito. Estoy a tus servicios.” “¡Genial!” gritó el mozuelo, varios vendedores volteándolo a ver con sorna. Luchy celebró con él, dándole un beso en las mejillas. Manchego se sonrojó, pero no estaba ni enterado de los rigores que le esperarían. El Hombre Salvaje produjo la hacha de su cinto a una velocidad de relámpago, y dijo mientras le apuntaba el filo de la hacha, “Pero te aseguro que sufrirás, que sudarás como nunca, porque bajo mi mando crecerás a ser el mejor finquero de todos los tiempos. ¡A trabajar!” Manchego se palideció de nuevo. El filo de la hacha estaba tan cerca a su rostro que podía visualizar el mortífero reflejo del arma. “¡Haré todo lo posible para ser el mejor alumno!” respondió el muchacho. “Pues que así sea. Tú, muchacha, eres testigo del pacto que se sellará con sangre.” El Hombre Salvaje se cortó la palma de la mano con la hacha, gotas del líquido vivo cayendo al suelo. Manchego recibió la mano, el líquido viscoso engulléndole los dedos. El apretón del Hombre Salvaje era poderoso, tal que parecía poder mascar piedras con sus garras. “Hecho está. Madre es testigo. De ahora en adelante eres mi pupilo.” Manchego tragó pesado. Apenas si se enteraba del pacto que acababa de sellar con sangre. Y lo que con sangre se ha firmado, ni la sangre lo podrá disolver.

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CAPÍTULO XI - NATURA NATURANS Pasaron los días. Pasaron las horas. Los meses. Las semanas. El muchacho estaba siendo entrenado como si fuera un hijo de Madre de las Tierras Salvajes, siendo sometido a los rigores más espesos que jamás se imaginó. Lulita no se había enterado del pacto que su nieto había realizado, pues el entrenamiento era llevado a cabo en las regiones más remotas de la Finca, donde los obstáculos eran grandes y las horas de labor intensas. A causa de ello tuvo que prescindir el ver a Luchy con tanta frecuencia. Sencillamente no alcanzaban las horas del día para que se vieran a diario. Con suerte, se lograban ver tres veces por la semana, y en su mayoría, durante las noches, cuando el mozuelo estaba exhausto por las labores completadas. “¿Pero qué tanto haces, mijito?” inquiría su abuela. Ni Manchego ni Luchy deseaban desvelar el hecho que Balthazar lo estaba entrenando, y con los ojos zambullidos en la comida decía, “Debo ser el mejor, abuelita, y sólo trabajando duro podré lograrlo. ¿Acaso no lo sabes? Soy el heredero de esta Finca, y hasta que no sea tan bueno como mi abuelo, jamás descansaré en paz.” Lulita sonrió tras dicho comentario, pero por dentro se preocupaba por el muchacho, pues tan sólo tenía trece primaveras cumplidas, y desde luego parecía sufrir los cambios que los adultos tiene tras exponerse a los rigores de una vida llena de obstáculos.

***

Para el joven, tres meses transcurrieron con harta lentitud, quien se levantaba en la madrugada, observaba el amanecer, y el resto del día se lo dedicaba a laborar las tierras. Apenas si tenía tiempo para almorzar. Apenas si lograba saludar a Luchy cuando ella llegaba a visitar. Cuando cenaba, su mente estaba enfocada en el sermón impartido por el Hombre Salvaje, o sencillamente estaba tan cansado que apenas si podía hablar, para luego irse a dormir. Los sueños del joven jamás desvariaron. A veces soñaba de espirales gigantes con miles de puntillos, a veces de orbes enormes de color rojo, aquellos expulsando una energía radiante. A

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veces observaba a un ángel siendo diezmado por un ser hecho de sombras, mientras en otras ocasiones observaba a cinco dragones responder al llamado de un ser todopoderoso. Los cambios fueron evidentes en el muchacho, especialmente en los brazos y pecho, musculatura que lentamente sobresalía por debajo de las prendas de algodón. Manchego mismo notó que crecía cubos de músculo en el abdomen, o que el pecho mismo se le rajaba en dos mitades. En una ocasión se cambió de camisa a medio día, pues estaba sudado, y justamente fue avizorado por Luchy, quien no pudo más que admirarle el cuerpo fornido. En una tarde de muchas tardes, cuando el orto estaba cayendo, el cobre del sol siendo absorbido por el manto del universo, el maestro decidió intervenir, pues el pupilo estaba con la mente aturdida: “¿Pasa algo, querido alumno?”, preguntó Balthazar. Luego de educarlo por meses había cobrado cariño por él. Manchego dijo con una turbulenta voz, “Es esta cosa que no logro definir. No… ¡no sé! ¡Y me frustra no saber qué es! ¡Agr! ¡Es como si quisiera salir corriendo y olvidarme de todo! ¡No sé! Irme a la Casa de Thorén y convertirme en un soldado!” El pequeño remató la pala contra la tierra, polvo flotando tras el golpe. Su rostro era una máscara de furia contenida por un dique. Balthazar reconoció lo que le sucedía a Manchego, porque ya le había pasado a él cuando estaba siendo entrenado por Madre para convertirse en el futuro Macho Alfa del Clan, “No quisieras tirar todo Manchego, eso te aseguro. Ya vamos a entrar a nuestro primer periodo de cosecha, y pronto podrás gozar del usufructo.” Manchego reflexionó, limpiándose el sudor de la frente con el antebrazo, “Es cierto… ¡es cierto! ¡Pero es que no sé qué me pasa! ¡Agr!” Balthazar le colocó una mano sobre el hombro, “Calma. Calma. Pregúntale a tu esencia qué le sucede.” Manchego profundizó entre sí mismo y sin saberlo concienzudamente, supo lo que le estaba pasando. El pupilo finalmente dijo, espirando su frustración, “Es… es que me siento solo… Nunca me había sentido tan abandonado…apenas empiezo a entrenarme para ser un Gran Finquero y desde luego me siento tan aislado, tan apartado del mundo. Siento que estoy perdiendo al niño

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que fui…mi adolescencia se está desapareciendo con tanta labor. Y veo a otros niños com Findus, o como Dario, y notas que ninguno de ellos debe pasar por tanto sufrimiento. ¿Por qué a mí?” “Calma. Déjame decirte algo,” expresó el maestro. El Hombre Salvaje recibió la luz del sol decadente sobre el rostro y el pecho, luz albaricoque bañándole las facciones cuadradas. Sus ojos celeste penetraban al muchacho, “No eres el primero que por la pasión por su oficio se encuentra sacrificando aquello que le produjo gratificación al instante. Parte de las lecciones de trabajar es comprender que todo tiene un precio, y un precio no necesariamente se cobra con dinero. “El precio que tu pagas ahora es dejar de compartir con tus amigos y familia a cambio de aprender a ser un finquero. La vida te enseña que no todo se puede. Que debes escoger entre varios valores y elegir con una mente concienzuda. Aprenderás de tus errores y de tus virtudes tras marchar un sedero, y posterior analizarás si fue el correcto o no. La vida así es, querido pupilo.” El Hombre Salvaje se transportó a su pasado, cuando él tomó la decisión de traicionar a Madre. Bien que escogí mi camino, y ahora aprendo de mis errores. “Es importante que aprendas a soltar todo lo que fuera de ti pueda hacerte o no feliz,” prosiguió Balthazar con la lección del día. Manchego respondió con confusión, “¿A qué te refieres?” Balthazar acertó, “Me refiero a todo lo que no eres tú: tu abuela, tu Finca, Rufus, Gramitas, Luchy. Pueda ser que algún día te encuentres en completa soledad. Para no sufrir debes reconocer que tú no eres aquellas personas o animales, sino tú mismo. Antes de encontrar fuerza en otros debes hallar la fuerza entre ti mismo.” Manchego se quedó pensativo por un tiempo, y luego añadió, “Entonces, ¿debo despegarme de todo lo que fuera de mi me provoque felicidad?” “Así es,” respondió el maestro, comprendiendo lo dolorosa que sería dicha conclusión. Manchego continuó la lógica, “Con el fin de ser independiente de ellos. Si me encuentro a solas no dependeré de nadie más que yo mismo.” “Exacto,” afirmó Balthazar, “Únicamente en la soledad uno puede llegar a encontrarse. En ella aprendes a despegarte de todo aquello que no eres tú, para que tú seas tu propio

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acompañante; alguien que jamás te abandonará. En esencia, debes convertirte en el mejor amigo que siempre deseaste.” Manchego sintió un tremendo escalofrío trincharle el cuerpo con la mención de una melancólica soledad. Un viento gélido sopló. La luna se elevó, y tras ella surgió el enjuague de luces que eran las estrellas distantes, titilando con en su eterno naufragio.

***

Esa noche volvió a soñar. Sólo que esta vez no estaba soñando lo típico: de luces y batallas. Extrañamente Balthazar estaba en su sueño, observándolo con una mirada calculada. Balthazar chispeó los dedos y en un instante aparecieron sobre unas montañas altas, en donde, Balthazar estaba parado en un pico de piedra, y Manchego sentado en otro. El viento los azotaba, amenazando lanzarlos al precipicio. No había nada más que piedra violenta por doquier. El mozuelo no deseaba pararse, sentía que perdería el balance. Manchego avizoró el precipicio, notando que el fondo estaba recubierto por una neblina espesa. Balthazar se mantenía impertérrito, parado sobre un pico apenas de la anchura de sus zapatos y dijo, “Trata de ponerte en pie. Mírame al ojos mientras lo intentas.” El pupilo hizo el intento de ponerse en pie varias veces. Fracasaba al ver el precipicio que amenazaba devorárselo entre su inclemencia. Balthazar le dijo, “¿Qué sucede?” Manchego gritó, “¡No puedo! ¡Pierdo el balance!” Balthazar le respondió con calma, “¿Quién no puede?” “¡Yo no puedo!” gritó Manchego de nuevo, su rostro un matiz de miedo. “¿Quién pierde el balance?” “¡Yo lo pierdo! ¡No logro controlarme!”, volvió a gritar el estudiante. “¿Quién no logra controlarte?” preguntó Balthazar. “¡Yo! ¡Yo no logro controlarme!” dijo el pupilo al borde de caerse. “¿No es evidente lo que tienes qué hacer?”, preguntó el maestro. “¡No! ¡No sé qué tengo que hacer!” Balthazar agregó, “Adquirir la libertad significa liberarte de ti mismo.” Manchego se quedó atónito como si se hubiese convertido en un muñeco hecho de

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madera. No pensó, no sintió, no se percibió. Únicamente fluyó. Sin saberlo estaba parado en ambos pies, viendo a Balthazar a los ojos, “Así es mi pupilo. La consciencia del yo es un detrimento a la hora de actuar. Elimina el yo de tu mente y obtendrás la iluminación total. Uno es la limitación más grande para uno mismo. Jamás lo olvides.” Balthazar elevó sus ojos al cielo y extendiendo los brazos se dejó caer de espaldas, y entre la neblina del precipicio se desapareció. Manchego supo que debía de seguirlo. Elevó sus ojos al cielo y extendió sus brazos, y a punto de dejarse caer algo lo sujetó por la mente—era él mismo—, “¡No lo hagas! ¡No! ¡Te vas a golpear!” Supo lo necesario. Hizo silencio y sin pensarlo se dejó caer. Apareció en una playa en donde el mar reventaba contra un acantilado. Balthazar observaba el horizonte con las manos tras su espalda, contemplando en silencio el explotar de agua, sal, y viento. Dijo, “Los mares fluyen armónicamente. Los vientos sobre los mares fluyen al igual, pero a diferente ritmo. Las nubes sobre los vientos, y potenciados por ellos, fluyen sobre sobre los mares. Todos comparten eso mismo, que fluyen, porque están hechos de la misma sustancia. “En la naturaleza todo es dinámico y nada es estático. Lo estático pronto perece, y todo pensamiento que sea de aquel orden, también perecerá. “El hombre en su soledad se encuentra en un grave conflicto. Nos damos cuenta que nuestras mentes no fluyen como lo hace el resto del mundo natural. Debes añorar fluir como Ella y todo cesará de existir y se convertirá en un todo unificado. Esta es la lección más valiosa de Madre, nuestra creadora, la diosa de los Hombres Salvajes. Madre es todo. Y tú debes convertirte en parte de todo para ser nada…para ser todo…eternidad.” El joven pastor comprendió, abandonando el temor innato que sentía hacia la violencia de las olas explosivas del mar. Admiró el paisaje donde nubes grises manchaban el cielo. Balthazar agregó, “Ven, hay algo que debo de mostrarte.” El maestro se volteó y viendo al horizonte en su mano apareció una brocha hecha de cola de caballo. Con la misma empezó a pintar un nuevo paisaje, sus brazos pegando grandes pinceladas, de las cuales colores de centenares de tonalidades brotaron como la lava de un volcán. La obra de arte quedó finalizada. Maestro y pupilo se encontraron entre ella. Era una

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escena en donde la iluminación era el color del trigo, las espigas meciéndose de lado a lado, siendo sopladas por el viento. “El arte es la máxima expresión del alma. Es el producto de una alma en paz que logra expresar su cántico más profundo. “Nunca olvides esto: La expresión de un artista es su alma manifestada, su aprendizaje y su ego siendo exhibidos. Tras cada pincelada, cada estrofa, cada nota, cada movimiento corporal, la música de su alma se hace tangible al mundo. Contrario a esto, sus esfuerzos son vacíos como una palabra balbuceada: ausente de significado…” la lección, aunque en sueño, se fue disipando en un eco agraciado.

Horas después, Manchego despertó con un prolongado bostezo. A través de la ventana se percató que faltaba al menos una hora para el alba. Se mantuvo en cama, con los brazos tras la cabeza, sus ojos fijos al techo, pensando. Al cabo de quince minutos, se levantó y vistió sus prendas. Salió de la estancia y se dirigió hacia el Observador, en donde supo que alguien le llamaba, Rufus tras él. Balthazar estaba sentado contra el Gran Pino, observando el distante horizonte. Pocas veces había visto a su maestro sonreír de una manera libre. El Hombre Salvaje dijo, “Has venido temprano, pupilo.” Manchego respondió, conflictivo, “Lo sé. Tuve un sueño muy extraño y tú estabas en él…me estabas hablando de la importancia de compartir con tu esencia…” El muchacho se rascó la cabeza. Balthazar replicó con acertijos en sus ojos, “El arte es la máxima expresión del alma. El nudo de la vida es más complejo de lo que crees y es más sencillo de lo que apuestas. Deja que tu alma se desenvuelva.” Manchego sintió como si Balthazar estuviera jugando o bromeando con él. No dijo más y consideró que el universo era más complejo y más sencillo de lo que aparentaba. Se mantuvo contemplando el horizonte. Uno, dos, tres rayos de luz se hicieron palpables tras el seno de las montañas. Manchego sonrió y se dejó llevar por el flujo de su brillo. Cerró los ojos. Un pensamiento grato invadió su mente:

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‘El sentido del ser es ser. ¿Cómo puede uno serlo sin ser uno mismo? ¿Qué sentido tiene el ser, entonces, de ser si no es pero él mismo? Tienes que luchar para integrarte con su esencia. Hay que manifestarla en cada pulsátil latido, en cada respiro, en cada palabra, en cada mirada.’ ‘¿Quién eres?’, le preguntó Manchego a aquella presencia que crecía entre sí. ‘Soy aquel que anida en tu corazón y te guiará a lo eterno.’ ‘¿Quién eres?’, volvió a preguntarle, inquisitivo. ‘Yo soy. Tú eres. Nosotros somos.’ ‘¿Quién eres?’ ‘Soy Manchego.’

***

En una tarde de tardes, Manchego y Luchy se sentaban sobre la colina llamada el Observador, y eso mismo estaban haciendo: observando. Manchego jugaban ausentemente con la Nuez de Teitú, tirándola al aire para volverla a coger, y repetía la acción, ahora un hábito, afanado al tótem que la bruja le otorgó. Jamás se imaginó que llegaría a familirizarse tanto con ella. Pero desde luego tampoco se imaginó que Balthazar sería su maestro. Lulita debía enterarse del acuerdo que tenía con el Hombre Salvaje, y hoy por la noche se lo diría. Luchy estaría ahí para apoyarlo. Mientras tanto la niña estaba abrazada como garrapata a su amigo, envolviéndole el brazo, su cabeza recostada contra su hombro. No decían una palabra. “Te he echado de menos,” expresó la pequeña, con una voz tan frágil que casi pasó desapercibida por Manchego. “Y yo a ti…es que he estado tan ocupado…” arguyó el joven con el corazón galopante. “No tienes que explicarlo, ya lo sé.” La campana resonó. La voz de Lulita persiguió a dicho anuncio. La cena estaba lista y hoy de todos los días su abuela se enteraría del acuerdo que tenía con el Hombre Salvaje. “…Y es por ello que he avanzado tanto…” terminó de decir Manchego al explicarle todo a su abuelita. Omitió, al menos, el detalle de cómo se había enterado de Balthazar, algo que le pareció extraño a Luchy, pero no inquirió más sobre ello.

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“¿Y tú crees que no sabía?” preguntó la abuela. “¿Qué dices?” dijo el muchacho, sus ojos abiertos de par en par. “Ay, mijito. Soy una Mujer Salvaje. Tengo la percepción y de un felino. Además Balthazar sabe de no merodear conmigo. Claro que sabía. Él mismo me solicitó permiso para entrenarte. Me parece un intercambio saludable. Además Balthazar le debe mucho a esta familia. El cobarde finalmente tuvo las agallas para regresar,” dijo la abuela, recogiendo los platos tras la cena. Luchy y Manchego se voltearon a ver. Lulita era una señora distinta y no era del todo extraño que se enterara de los secretos más ínfimos. “Y ahora la cosecha nos dará, ojalá, mucho usufructo. Le he rezado al dios de la tierra sin cesar, al igual a la diosa del agua para que nos brinde con la lluvia necesaria. Todo saldrá bien… ojalá…” dijo la abuela, sus mirada perdiéndose entre el manto de la noche.

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CAPÍTULO XII - PRÓDROMO Muchos evitaban la sombra. Dentro de las penumbras algo amorfo y despiadado parecía anidar. No era un cuerpo ni una persona; ni un malhechor; ojalá fuese un cuerpo físico, porque de serlo sería un enemigo que puede ser vencido por métodos mundanos. Quizá era algo gelatinoso de masa negra e inmunda, con fauces belicosas con las cuales devoraría almas. Quizá era un espíritu maldecido por la eternidad, gritando oprobio para contagiar almas puras. Madres andaban con pañuelos envueltos alrededor de sus cabezas, ambulando lo más rápido posible con sus hijos a un lado, incluso, deseando evitar la vista de alguien, o de algo. Hombres de negocio no hablaban, y si lo hacían, era quedamente. Vendedores en el Mercado Central cerraban las tiendas a temprana hora, deseando evadir la oscuridad a todo costo. Extrañamente todo iba en congruencia con la campaña del Alcalde Feliel, que promovía su infamosa Reforma Social. “¡Trabajando por tu futuro!” rezaba cada boletín. El rostro del Alcalde se miraba tortuoso, aunque su imagen era políticamente impecable. Los rumores se convertían en leyendas, los bares llenos de hombres discutiendo el oprobio que gobernaba el todo. De vez en cuando un asesinato sin explicación sucedía, y nadie se atrevía a pesquisar sobre él. Cosas muy extrañas estaban concurriendo, incluso el rumor de sacrificios humanos surgía en las tabernas de mala muerte y poca suerte. Y claro, no faltaba el grito desolador de una víctima durante las noches de oscuridad prominente, provocándole nauseas a todo aquél que lo escuchara. Una tarde de silencios y misterios un mensajero llevaba una cartera de cuero, entre la cual yacía la documentación de un negocio cualquiera. El pobre se había aventurado a salir a eso de las seis de la tarde, cuando el sol ya iniciaba a caer, y los tentáculos de la oscuridad salían de su nido. El mensajero escuchó la marcha funesta de una patrulla de seis soldados, en filas de dos por tres, con sus escudos en mano y en la otra una larga y puntiaguda lanza. El Escuadrón de la Muerte le llamaban los pueblerinos por razones evidentes, y cada vez que pasaba la gente se escabullía del sitio, temiendo ser vapuleados por dichos matones. El mensajero se pegó contra la pared al escuchar el retumbo de varias botas batir la piedra

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adoquinada, sonido que algunos le habían pasado a llamar La Marcha Fúnebre. El mensajero le rezaba al dios de la Luz mientras temblaba del pánico. Pero el dios de la Luz estaba muerto. Volteó a ver hacia donde la patrulla se había dirigido, y observó que cinco de los soldados rodeaban a un verdulero. Entre ellos tomaban zanahorias y tomates y los tiraban al suelo y hacia la cara del vendedor, soltando risotadas mientras se divertían del sufrimiento ajeno. “¡Alto! ¡En el nombre del Alcalde Feliel!” El mensajero se paralizó. El sexto guardia topó la punta de su filosa espada contra las carnes del transeúnte y le dijo, “¿Qué lleva entre las manos? Esa cartera…” El mensajero respondió mientras se orinaba: “Es una carta de negocios. ¡Nada más señor! ¡Se lo prometo!” Su voz temblorosa alimentó la rabia del soldado. El labrador del alcalde respiraba agitadamente, y de sus ojos una locura emanaba, como perro rabioso, “¡Toda carta es sospechosa de ser espionaje en contra del gobierno de su altísimo Feliel!” El mensajero replicó, de rodillas, “No puedo, señor, ¡es una carta de negocios y es privada! ¡Además no contiene nada importante en ella!” El guardia le propinó una bofetada con su guantelete, dejándole el labio abierto y sangrado, “¡Es usted un espía! ¡En esa cartera lleva información que pueda comprometer a su Alcalde Feliel!” El soldado sonó un pito y los cinco guardas que estaban acosando al verdulero rápido llegaron en busca de una bronca. Y como un enjambre de abejas, iniciaron a aporrear al mensajero. “¡Espía! ¡Es usted una rata!” le gritaron sin piedad. Y con intenciones de llevarlo al calabozo, los guardias sacaron sus amas. A punto de tenerlo pillado contra el suelo y llevarlo como preso, el alboroto y la histeria del momento hizo que tuvieran hambre y deseos de ver sangre fluir. Una espada punzó de primero, derramando un riachuelo de sangre. El gemido de la víctima alimentó el odio de los agresores. Otra espada entró y salió. Gritos fueron soltados, misericordia pedida. El color vivo de la sangre perpetuó la desgracia, mientras seis espadas entraban y salían del cuerpo de aquel pobre hombre por largos e insufribles minutos. Vísceras se rompieron y derramaron su contenido, heces mancharon el adoquín con su merma. Lo que alguna vez fue un hombre, pronto fue un saco de reventados órganos.

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Uno de los guardias tomó la cartera, y la hizo trizas. Poco importaba su mensaje. El único mensaje que importaba era el que le estaban enviando al poblado: terror.

***

El curandero de animales insistió, temiendo que Lulita se enojara, “Pues la única solución que veo es comprar una nueva pócima para la gallina. El ave está muy vieja y pronto perecerá. Entiendo que por asuntos económicos no puede comprar una gallina más joven, pero si sigue manipulando a la pobre con pócimas, pronto tendrá un monstruo y no una gallina,” aseguró el curandero de animales, un hombre alto y pálido, de amplia sonrisa y escasa inteligencia. “Juro que, aunque ha sido pocas veces, las pócimas de la Bruja, si se usan repetidas veces, conllevan con efectos muy severos.” Lulita contestó: “Ay, por los dioses. Todo se está echando a perder. Pero lamento decir que de momento no hay suficiente ficha para comprar a otra gallina; otra pócima tendrá que bastar,” dijo la señora, ojeando a la ave que no deseaba más que expirar. “¡Manchego! ¡Manchego! ¡Ven mijito que necesito un favor!” En dos segundos la carita de Manchego se manifestó entre las puertas del establo, “¿Sí, abuela? ¿Me has llamado?” “Necesito que nos hagas un favor: que vayas a la casa de Ramancia y me compres otra pócima para la gallina. Procura que sea el doble de fuerte.” “Muy bien. Se puede…” “Sí, sí se puede. Dile a Luchy que te acompañe. Anda pues. Dile a Balthazar que regresarás a trabajar tras finalizar el encargo.” Luchy y Manchego daban de risotadas cuando la yegua los llevaba al pueblo. Se sentían bien al verse el semblante en un día que prometía nada menos que una aventura exquisita. Pero no tenían idea de la sorpresa que les esperaba en el pueblo. Por fin llegaron a la Garita Saliente y de inmediato se dieron cuenta que algo estaba anormal. Por curiosos, lo niños prosiguieron cuando tuvieron que haber virado para regresar a la Estancia. Había una cantidad exagerada de guardias custodiando la entrada al pueblo. Pero los

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guardias no estaban en sus puestos como labradores bien portados. Estaban comportándose como perros callejeros, tocando a mujeres dignas, abusando de su poder. Usurpaban la propiedad de hombres honrados que con su labor y sudor se habían ganado la moneda y el pan. Los guardias de la garita parecieron advertir la presencia del caballo blanco. Cuando la encantación provocada por la belleza de la bestia murió, los guardias tomaron conciencia del botín presente y se interesaron por el jinete, su pasajera, y el caballo diamantino. Manchego le urgió a Sureña que se largaran, jalando la rienda tan fuerte como pudo, pero incluso los estribos entre sus costillas hicieron poco. Sureña estaba ansiosa por ver una pelea desenvolverse. Ella quería un enfrentamiento hasta la muerte, tal como Lulita se lo enseñó, quien la había entrenado desde que era un potro a ser un caballo de guerra. El capitán del Escuadrón de la Muerte fue quien habló, embriagado a media tarde, “¿Y qué pretende hacer un caballero tan notorio como usted mismo, por estos rumbos, si fuese tan amable de aclarármelo señorcito? ¿Cómo se ganó a una montura tan fina y a una putita tan bella que ha de follar delicioso? Ella pareciera pertenecerme a mí o alguno de estos finos soldados, y no a un mozuelo desnutrido, como lo es usted mismo, mi señor, oh, mi señor tan fino.” El grupo de soldados se echó a reír con sorna, y entre ellos se pasaron la botella de agua ardiente. Pero el capitán no estaba consciente de su posición lábil y escueta. Y tampoco estaba consciente que estaba lidiando con una yegua de guerra cuyo temperamento oscila más rápido que la fracción del segundo. El animal lo tenía calculado, olfateado, y con las letras de su sepulcro inscritas en su frente. El capitán, con irrespetuoso desdén, empezó a romper la barrera de distancia que lo separaba de la letalidad de la yegua, diciendo, “Mi caballito lindo, pudieras ser una gran puta blanca y mira que bien yo te daría de lo bueno. Pero eres una yegua inservible, a quien vamos a tener que desangrar y hacer carne para los cuarteles, y a tu jinete, atarlo contra un poste y despellejarlo con el látigo. Mientras, a su linda dama le daremos una buena sacudida entre tres soldados para que conozca la verdadera definición de un hombre y su bastón de gloria. Ven a papá, que papá te va a dar lo tuyo.” Y poniendo sus labios en forma de un beso vulgar lleno de saliva el capitán no tuvo conciencia que esa fue la gota que rompió las barrearas del umbral de violencia…

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Muerte. Con extrema agilidad Sureña tiró su peso hacia sus patas delanteras. Como pivote, permitió que giraran en un movimiento continuo y fluido. En menos de un segundo las patas de la yegua alcanzaron el blanco: el pecho del capitán. El tórax del mismo explotó, cuyo estrépito fue una detonación de hueso roto, y una brisa de sangre. Los demás soldados se echaron hacia atrás, asustados al escuchar una explosión, que no fue nada menos que los pulmones del capitán colapsado. Los soldados no tuvieron ni tiempo para reaccionar. Sureña, bañada en sangre, decidió repartir dolor. A otro soldado le mordió la nariz, arrancándole un pedazo de ella, y luego, con las patas delanteras, lo derribo al suelo donde le pisoteó los huesos del cuerpo como si fuera cascarón de huevo. Por alguna gracia, Luchy se aferró con toda noción a Manchego, quien contaminado con el frenesí de Sureña, se apretó a la montura como una garrapata. Los soldados corrieron a traer sus armas, dos de ellos vomitando al ver lo que le sucedió al capitán. Al cabo de tener sus lanzas listas y espadas de fuera, Sureña ya había entrado por la Garita Saliente del pueblo, cabalgando como un derrumbe de nieve. Las imágenes que vieron los niños en eñ Sector Pobre fueron aterradoras: cadáveres a la orilla de la banqueta; niños desnudos empanzados con lombrices; perros callejeros derribando a un mendigo a quien pronto harían alimaña; mujeres siendo violadas por asaltantes; niños siendo raptados; cuervos nutriéndose de los escombros. No estaban preparados para esto. La última vez que visitaron el pueblo no estaba ni cerca de sufrir tanta violencia. La gente caminaba con la vista gacha, rápido, sin dudar de sus pasos. Mujeres llevaban la cabeza y cara cubierta por chalinas, hombres en carruajes urgían a la rienda andar a toda velocidad. Algunas de las casas estaban totalmente selladas. Tablas de madera fueron empalmadas en las ventanas y las puertas, como si se tratase de fantasmas y demonios a quienes estuviesen ahuyentando. Casas estaban saqueadas, ultrajadas. Otras estaban vacías y muertas, quizá los dueños huyeron a otro pueblo o ciudad. Sobre un poste de luz roto un búho negro de ojos amarillos intensos soltaba un graznido solitario, anunciando la vista de carroña y desalojo, muerte y soledad. Sin saberlo, Manchego

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tenía la mano entre la bolsillo del pantalón, donde apretaba la Nuez de Teitú con toda su fuerza. Como relámpago, la yegua de guerra atravesó las calles sin incidentes, hasta dar, como saeta, directo al corazón de su misión: justo frente a la casa de Ramancia.

***

Al llegar a la casa de Ramancia no les sorprendió encontrar pegado sobre la puerta un volante de la propaganda de Feliel. Abrieron la puerta de un tirón y se dejaron entrar. Manchego fue sobrecogido al encontrar todo exactamente igual a como lo había visto meses atrás. Había una variante, y era que por dentro las estanterías y sus anaqueles estaban recubiertos por una mortaja de polvo. Tela de araña gobernaba las esquinas del techo, las arañas entre ellas habían crecido de tamaño, ojos rojos esperando la llegada de una presa desafortunada. Fue de súbito que una sombra poseyó el ambiente, como si algo hubiese pasado frente al sol y opacado su luz. El ruido normal de la atmósfera fue aplacado por una fuente inconcebible —como ser sumergido bajo agua por un instante, y retornar a la normalidad en otro. Súbitamente, la sombra se levitó del sitio, pero el mal augurio de su presencia permaneció. Luchy escudriñó el lugar, sospechosa de todo aquello a su alrededor. Al no encontrar nada relevante, dijo: “¿Dónde crees que está Ramancia?”, preguntó con inocencia. Manchego estuvo a punto de responderle, pero se paralizó cuando escuchó voces. Hablaban quedo. Una voz, sombría y cavernosa, estaba dándole órdenes ininteligibles a alguien más. Manchego sintió como si hubiera escuchado aquella voz en alguna ocasión, pero no lograba ubicarla. La segunda voz, rota y amedrentada, respondió complaciente, y era claramente la voz de la bruja. Algo estaba pasando. Y no podía ser bueno. Las voces se callaron y de pronto la puerta detrás del mostrador se abrió. Una figura humana se hizo visible. Era una mujer añosa diezmada por el olvido. La bruja, antes considerada poderosa y temeraria, se presentó con ojos hinchados por un llanto prolongado. Emanaba una profunda tristeza. Manchego y Ramancia chocaron miradas, y fue como si hubieran intercambiado

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pensamientos. Algo con un peso terrible rasgó el techo, rajaduras profundas siendo creadas mientras tronaba como si un demonio las masticara. Ramancia tembló del miedo y sus ojos se movieron de lado a lado, bosquejando el techo como si supiera que entre sus grietas el demonio los estuviera escudriñando. Los jóvenes se quedaron sin aliento, el miedo congelándolos ahí mismo, esperando a que algo terrible sucediera. La bruja supo que debía hacer prisa, debía hablar o callar para siempre: “Nos están vigilando. Ay … cosas que están pasando que vosotros no comprenderéis en este momento y quizá, lastimosamente, cuando lo comprendáis sea demasiado tarde.” En ese momento las grietas del techo se pronunciaron. La bruja tembló del miedo. Colocó una mano sobre su pecho, “Yo estoy muy…no puedo decir nada…. Pero sabed que nos están viendo. Hay espías por doquier. Incluso en lugares donde no lo imagináis. Ya vienen. Lentamente vienen. Y marcharán sin remedio alguno.” La bruja cambió de semblante por completo, disimulando la normalidad, “Dime Manchego, ¿en qué puedo ayudarte?” Manchego supo que era un acto, y dijo siguiéndole la corriente, sabiendo que precisaba seguirle la corriente a la vieja para prevenir una calamidad, “Pues em… necesito otra pócima para mi gallina…em…necesito algo más fuerte…” declaró el muchacho con una voz temblorosa, incapaz de ocultar su desequilibrio. Luchy se aferraba a su brazo, viendo a su derredor con miedo. Ramancia dijo mientras le entregaba una poción naranja en un frasco con cuello de ganso al muchacho, “Son cinco coronas, chiquito. Aplica esta poción del mismo modo que aplicaste la previa. Pronto verás que todo estará bien.” Pero los ojos de Ramancia anunciaron que nada estaría bien, y se concentraron en las pupilas de Manchego. El mozuelo sintió que un dedo le invadía la mente. Escuchó la voz de Ramancia en su cabeza, clara e inconfundible a pesar que los labios de la bruja no se movieron del todo. Le dijo un acertijo que no supo interpretar en ese momento:

Los que siembran con lágrimas

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Las semillas entre negra lumbre, Entre ocaso ennegrecido La tiniebla sobre alumbre; Todo un mar ensombrecido, Convoca de la tierra a Thórlimás.

De la Tierra de Tutonticám, Olvidada la remota y bella Teitú, Se encamina fuerte sobre el velo Sobre barcos blancos de bambú, Navegando sobre morado el cielo, Un Guerrero de los Naevas Aedán.

Tiempos del Caos lo pasaron, Sobre la Guerra de un Lamento, y Entre sus pilares tan fuertes, Donde brillaba su aposento, Días vivieron en paz inerte, Lugar que resta destrozado.

Canta la vieja Lírica del Viento, que El que carga el saco de Semilla, Pesado y lúgubre sobre su hombro, Pronto brillará con luz y alegría, y Desvanecerá su noche del escombro,

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Y nunca por volver su descontento.

Ramancia dijo con desesperación, “Eso será todo, niños. Adiós. ¡Y nunca volváis a esta casa! ¡Nunca! ¡Está endemoniada! ¡Huid! ¡Por los dioses, huid!” En ese instante una sombra negra pareció crecer alrededor de Ramancia, tragándosela de un bocado. La bruja empezó a llorar quedamente, esperando el golpe final. Manchego y Luchy no demoraron un segundo más. Salieron disparados de la tienda de Ramancia, como si los látigos del infierno estuviesen lamiendo su piel.

***

Manchego cerró la puerta detrás de sí con un portazo, y abrazó a Luchy. Le dijo con nerviosismo, “¡Debemos regresar a la Estancia! ¡Debemos decirle a Lulita que el pueblo está hecho un caos! ¡Vamos!” En ese momento, Manchego botó la pócima, el cristal cayendo, fragmentándose en detritos, el líquido naranja manchando el adoquín. Manchego quedó inconsciente, un riachuelo rojo corriendo de su frente. Luchy se hincó sobre él, confusa. Analizó lo sucedido, notando la sangre. Fue ahí que escuchó las risotadas del enemigo de Manchego. Luchy elevó la mirada, ahora llena de lágrimas. Al percatarse que Mowriz reía con sus amigos, Findus y Hogue, no pudo controlar su enojo y les gritó, “¡Idiotas! ¡Por qué no podéis simplemente dejarlo en paz! ¿Acaso no veis que el pueblo es un desastre? ¿Acaso no tenéis dos dedos de frente para observar que ya hay suficiente violencia alrededor nuestro?” La niña se puso en pie, sus puños una piedra. Quiso poder pegarle a los agresores, pero no poseía la fuerza. Su frustración inició a escalar. Mowriz dijo con una sonrisa lobuna, “¡Parece que tu putita también quiere una paliza, Findus! Más vale que controles esa boca, putita, o mira que voy a hacer que te duela tanto que no querrás hablar por el resto de tus días. ¡Ahora, aléjate de esa escoria llamada Manchego, que vamos a darle lo que es bueno para él! ¡Ese fenómeno no merece la vida en esta tierra! ¡Aléjate!”

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La reacción de Luchy fue abrazar a Manchego con ahínco. Quiso cargarlo sobre sus hombros y llevárselo corriendo, pero carecía de la fuerza para hacerlo. Los tres malhechores estaban aproximándose al pastor. Luchy no encontraba solución, cuando vio la ventana de la esperanza: Dio tres pasos veloces. Con una carita de traviesa desató la rienda de Sureña. La yegua sintió el peso de la rienda sobre el suelo. Supo que estaba libre para actuar. Ni Mowriz ni sus amigos parecieron advertir el la magnitud de peligro que se avecinaba. Luchy volvió a abrazara a su mejor amigo, sin saber que aquel apretaba la Nuez de Teitú. Por razones ocultas, algo milagroso sucedió, y aunque fue invisible para todos, sus efectos fueron veraces: Manchego soltó un pulso de energía benevolente. Sureña sintió la radiación divina, y, como un unicornio en guerra, soltó su fuerza sobre los malhechores. La bestia tentada cabalgó. Con su pecho embistió a Hogue al colisionar contra él con su musculatura prominente. Como un derrumbe implacable, sacudió las tierras con sus patas, rompiéndole una pierna, destrozándole más de cinco costillas de cada lado, y fracturándole el cráneo. Los sesos del joven pelirrojo se destriparon de su bóveda craneana como pasta, manchando el adoquín. Encabronada y brutal, en un segundo enfrentó a Findus, quien cobardemente se apartaba de Manchego, como si no tuviese nada que ver con su decaimiento. Sureña en instantes lo tuvo entre el rapto de su bronca, y con sus dientes le arrancó la oreja, y con sus patas delanteras le rasguñó el rostro a pozoles, desgarrándole la piel como si pelara una papa. El mozuelo atractivo ululó al serle arrancada la piel de la cara, de los ojos, y del cuello. Cayó al suelo en un delirio ominoso. El tiempo pareció paralizarse para Malabrad, quien muy tarde cayó en cuenta del peligro que corría su vida. Las puertas de la muerte empezaron a englobarlo. Con un giro explosivo, la yegua desembocó el caudal de su furor sobre el pecho de Malabrad. El muchacho recibió la potencia ingratamente al explotarle sus pulmones, volando sobre el adoquín varias zancadas de distancia, al mismo tiempo que una nube difusa de sangre se expelía de su boca. Su cuerpo inerme quedó arrimado a la banqueta. Manchego sintió que dos brazos fuertes lo cargaron. Sintió un beso sobre el cachete.

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Sintió recaer sobre plumas. Sintió amor abrazarlo. Sintió paz. Luchy…

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CAPÍTULO XIII - MIASMA Balthazar abrió la puerta de una patada y se dejó entrar a la Estancia. Luchy corría tras el Hombre Salvaje, buscando ayudar a su mejor amigo de cualquier manera. El mozuelo se miraba en mal estado. Su piel estaba pálida y su respiración era ligera. Lo llevó a su habitación y lo recostó en su cama. Lo acomodó con almohadas y edredones, buscando mantener su calor. Luchy se sentó al pie de la cama, acariciándole el cabello oscuro a su mejor amigo mientras lloraba. Balthazar descolgó un morral que colgaba de su cinto. De varios compartimentos extrajo diferentes hierbas. Tomó un mortero y un pistilo de madera y con extrema sabiduría combinó unas con otras en diferentes cantidades. Las apisonó, y con las lágrimas de Luchy como solvente, las convirtió en una sustancia espesa pero heterogénea. Introdujo la mescolanza de hierbas entre la boca del leso. Dijo un par de sílabas ininteligibles, como invocando la fuerza de la naturaleza. “Necesito que traigas agua, Luchy,” le urgió el Hombre Salvaje. La niña no lo pensó dos veces. Haría cualquier cosa por ayudar a su amigo. Salió disparada hacia la cocina. Balthazar tenía grandes esperanzas en la acción de sus hierbas. El agua le ayudaría a dispersar sus efectos por las venas del mozuelo. Se empezó a desesperar al ver que la niña no regresaba. Perdiendo la paciencia se puso en pie, con intención de ir a buscar a Luchy. Salió de la habitación del lisiado. Viendo hacia la cocina vio lo que sus ojos no desearon creer. Y, por un espacio de unos segundos, se mantuvo estático e incrédulo, hasta que supo que la presencia maligna era tan real como aquella vez cuando se llevó a Eromes…. Las maderas del techo empezaron a ceder bajo algún peso incomprensible, como si algo estuviese reposando su cuerpo sobre él. Balthazar comprendió a Lulita. Con un cuchillo de cocina en la mano, la abuela se movía con extrema precaución entre la cocina, sus ojos abiertos como tragantes de agua que desean verlo todo. Su mano libre estaba abierta al aire, palpando el ambiente para ubicar a esa presencia maligna. Luchy sintió el mismo terror que los atenazó en la casa de la bruja y de inmediato se aferró a las piernas de la abuela. Pasos se escucharon provenir de la habitación de Manchego y el corazón de Balthazar

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corrió preocupado. Al ver el rostro confundido del pastorcito, supo que aquél había despertado a merced de las hierbas. Manchego aun saboreaba la medicina entre su boca, confuso, perdido, desorientado. El mozuelo se amedrentó al ver a Lulita en modo de defensa con un cuchillo filoso en una mano. Sintió, de súbito, el peso de la misma malicia que percibió en la casa de Ramancia. Lulita le urgió a Manchego mantener el silencio. Éste, en respuesta, se dirijo hacia su abuela, para aferrarse a las piernas de ella, tal y como Luchy lo estaba haciendo. La opresión se hizo máxima de un momento a otro. Lulita empezó a perder la paciencia al no encontrar al autor de la negrura. Cuando su frustración culminó, inició a lanzar estocadas, moviendo el cuchillo de lado a lado, haciendo el intento de degollar a un enemigo invisible. La furia de Lulita pronto fue sucumbiendo a la locura y, como animal rabioso, empezó a perder el control de sus movimientos. Empezó a lanzar una, dos, tres puñaladas al aire en busca del enemigo invisible. Se empezó a jalar el pelo, se mordió los dedos. Inició a entrar en estado de pánico, respirando cada vez con mayor velocidad. Lulita empezó a gritar, “¡Ya no más! ¡Muérete de una vez por todas y déjanos en paz! ¡Ya no más! ¡Ya noooo! ¡Por qué has regresado ¿Qué quieres? ¡Aaa.. Aaa… nooo!” El cuchillo cayó al suelo en desuso y el cuerpo entero de la abuela colapsó sobre sí mismo. El Hombre Salvaje surgió del trance extraño de un momento a otro, y con los movimientos ágiles de un leopardo, se aproximó a la abuela explayada sobre el suelo, y supo que debía atenderla para extirparla del mundo depresivo al cual, otra vez, se había abalanzado. “¿Abuelita?” dijo Manchego, preso del llanto. El mozuelo se hincó al lado de su abuela, madre, padre, y amiga. La abrazó, su rostro lagrimado sobre la espalda de la señora. Con sus manos tiernas la acariciaba, pero sin sosiego. “¡Abuela!” volvió a gritar el pequeño. Entre su mano, el joven apretaba la Nuez de Teitú, y sin saberlo, volvió a expulsar una onda de energía benevolente. De un momento a otro, la presencia oscura se desapareció, acto que fue notado por nadie más que Balthazar. “No es primera vez que le sucede,” aseguró el Hombre Salvaje. “Pero debo atenderla de inmediato, por favor. Manchego…escucha…mírame a los ojos. Debes irte de aquí…de momento no harás más que prevenirme de salvarla, pero debes largarte. ¡Ahora! ¡Luchy! ¡Llévatelo de aquí! ¡No me importa a donde! Créeme, por tus dioses debes creerme. Es la segunda vez que le

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sucede algo similar a tu abuela, y tal como la otra vez, debo acudir a su ayuda con métodos místicos,” aseguró el hombre de pieles doradas.

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CAPÍTULO XIV - REVELACIONES Lulita se despertó con un dolor de cabeza inusitado. Quizás era porque el montón de memorias que se abultaban, que amenazaban romper el dique de su escueta concentración, para reventar en una catarata inevitable de lágrimas. Se recordaba de cada detalle del día que el amor de su vida sucumbió a la fuerza de aquella negrura, de una oscuridad que latía con malicia. Todo empezó una tarde cuando Eromes llegó a la casa en apuros, clamando que necesitaba una soga y una antorcha. La besó en las mejillas con el amor que anuncia una tragedia. Horas pasaron hasta que Eromes regresó esa noche, con el rostro pálido, sucio, y lleno de sudor negro, como si al demonio hubiese visto entre las tinieblas. Recordaba perfectamente que escuchó a Eromes y a Balthazar hablando esa misma noche. Desde entonces no vio a Eromes por tres días consecutivos, extrañando sus besos de adiós peyorativo, que aunque penumbrosos, estaban rebosados de un amor con fecha de caducidad. Cuando Eromes no apareció, Lulita recurrió a Balthazar. Entre Eromes y Lulita nunca hubieron secretos. Pero el Hombre Salvaje evadió sus pesquisas, inventando razones poco fundadas que dejaron a la señora en eterno desconsuelo y con un resquemor hacia el Hombre Salvaje que duraría por más de una década. Al siguiente día Lulita seguía preocupada, únicamente que ahora su corazón latía con más inquietud. Atendió las flores, hizo el almuerzo, inclusive asistió a Tomasa durante sus días de entrenamiento en la Finca. A la hora de cuestionar a Balthazar, aquél finalmente respondió algo veraz, “Prometí que no te diría una palabra…” desde cuyo momento la poca amistad entre ellos se difuminó. Esa noche Lulita no durmió en paz. Eromes no se volvería a aparecer sino hasta que trajeron su cuerpo malogrado…

Tomasa entró al cuarto de Lulita, sacándola de la reminiscencia. La abuela estaba en la cama, a pesar de ser el medio día. “Ya está el desayun’.” Lulita le agradeció a Tomasa por su desayuno, aunque no había recobrado su usual

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apetito. Vistiendo sus clásicas pijamas, hechas de lana de oveja, salió de su habitación y en la cocina se sentó a la mesa. La comida olía deliciosa, pero sencillamente no se le apetecía nada. El haber vivido aquellas memorias de nuevo le sustrajo aquella depresión atroz que la dejó sin aliento por largos años de sufrimiento. Y hace tres semanas, por razones desconocidas, la sombra que asesinó a su marido regresó. Rufus entró a la casa en busca de alimaña, y moviendo la cola de lado a lado, llegó a estar próximo a Lulita en busca de restos sobre el suelo. La señora lo saludó de vuelta, ausente de miradas, y con su mano colgando a su lado, dejó que el canino se la lamiese con su lengua robusta. La economía de la Finca estaba en ruinas. El esfuerzo de Manchego lavado con el infortunio, pues el pueblo era un desastre, repleto de violencia, y con ello el negocio con los mercaderes fue imposible. Y gracias a ello, Manchego había perdido la pócima para la gallina, y el ave estaba en vísperas de una muerte irremediable. Ya no habían huevos. Sólo verduras y frutas escasas. A este paso la Finca sucumbiría sin remedio, y se vería obligada a vender la tierra que tanto ama. Espiró, desasosegada. Rufus la apoyó con su alma austera: recostó su cabeza sobre sus rodillas, viéndola a los ojos para darle ánimos. Lulita cobró conciencia de la atención tan benevolente del canino. Sonrío débil y acarició su hocico con ambas manos diciendo, “Ya estoy muy vieja para esto, chico. Temo que mis días están contados con la mano. Quizás no llegue a ver la siguiente primavera, ni siquiera el orto de la próxima semana. Soy un saco de órganos que está demasiado desgastado…” Rufus ladró un par de veces en desacuerdo. Luego de rastrear el suelo por migajas salió a las afueras en busca de su amo. Lulita se rompió en un llanto sosegado, que a cántaros detalló un proceso de olvido sumamente dificultoso. Manchego entró a la estancia de súbito en aras de encontrar algo de comer. Pero viendo a su abuelita en un proceso terrible de reminiscencia, la abrazó con su calidez. La abuela soltó los cántaros de su alma dolida. El joven pastor estaba frustrado con varios asuntos, en especial el no saber qué le había sucedido a su abuela, y que el negocio con los mercaderes se había estropeado gracias a la violencia.

***

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“¿Y qué pasó ese día? ¿No te ha dicho nada tu abuelita?” inquirió Luchy. Era la puesta del sol, y ambos degustaban del orto en el Observador. Manchego lanzó el centro de una manzana hacia la Ceiba, cerca de las faldas de la colina donde se sentaban. Dijo, “No dice nada de nada. Ya estoy harto que no me comparta ningún detalle. Y Balthazar, como siempre, es huidizo. La Finca no ha vendido nada, pues el pueblo que está muy violento. Y ahora mi vida se mira frustrada con otro enigma: sepa la diosa de la Noche qué sucedió en la casa de la bruja y aquí, y en el mismo día. No me cabe dudas que fue algo muy similar,” concluyó el muchacho con la mirada dolorida. “Fue tan raro…tengo pesadillas con ello, ¿sabes? Fue como estar bajo la presencia de algo muy malo…muy oscuro. Pero no puedo decir más porque no sé nada.” “¿Y no sabes que le sucedió a Mowriz?” preguntó Manchego. “No…” “¿Habrá muerto?” “No lo sé,” dijo Luchy. “Pero te quería matar. De eso estoy segura. Sureña te protegió. Fue lo mejor.” “Ay, no, Luciella…” dijo Manchego. “Jamás me has llamado por mi nombre completo,” dijo la niña, el sol del atardecer coloreándole el rostro. “No sé qué está pasando en el pueblo, Luchy, pero tiene que ser algo muy malo. Lo siento. Algo terrible está por suceder.” “No digas eso, tontito, no me asustes.” “No es por asustarte. Es porque lo siento en…el aire…en todo. La sombra que sentimos fue como un augurio de lo que está por venir. Presiento que todo se pondrá peor,” dijo el muchacho con la mirada perdida en el horizonte. “¡No digas eso! ¡Le rezaremos al dios de la Luz todos los días! ¡Hasta iremos al Décamon para rezarle a los vitrales directamente, y ya verás que los dioses nos escucharán!” dijo Luchy con emoción. “Ojalá…ojalá todo este bien,” concluyó el mozuelo. El sol de la tarde finalizó de caer, la mortaja de la oscuridad recubrió al mundo.

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“Tejes como Urdelia, Doña Lula. Siempre fuiste habilidosa para la costura.” Lulita reconoció la voz y le respondió, sin voltearlo a ver, “¿Qué quieres, Balthazar? Déjate de lisonjas. No utilices la amistad que llevas con mi nieto a tu favor. Tú ya sabes lo que yo quiero. Sólo porque tengas mi silencioso permiso de entrenar a mi nieto no significa que somos amigos,” espetó. A Balthazar se le torció el rostro de mil formas, sabiendo que sus intentos por recuperar terreno con Lulita fracasaron. Aquél agregó, la luz del ocaso destellando de su piel dorada, del mismo color que la piel de la abuela, “Tú, siendo una Mujer Salvaje, deberías entender lo que significa un pacto de sangre.” “¿Pacto de sangre? ¿Promesas?” Lulita se puso en pie de un respingo, que para ser una señora añosa poseía una velocidad temible. Su altura era formidable, sus hombros anchos para una mujer, su cuerpo esbelto pero atlético, típico de las Mujeres Salvajes. Tenía el cabello blanco por su vejez, lo cual contrastaba de manera elocuente con su piel dorada. “Eres un confabulador. No sé exactamente qué hiciste para haber sido desterrado por tu querida Madre de las Tierras Salvajes, pero es evidente que tú sabes muy poco lo que significa una promesa. Mi esposo se murió protegiendo a…y hay un vacío de información que yo no sé y desde que murió ansío por saber. Y sólo tú sabes la respuesta.” “Ambos hicimos una promesa, Eromes y yo, y la cumplo a la perfección. No me vengas con…” trató de defenderse el Hombre Salvaje. “¡Yo sé qué promesa hice y no necesito de tu lacra para recordármela!” gritó la señora, soltando el tejido que cosía al suelo. Lulita le gritó, fuera de control: “¡Era mi esposo! ¡Mi amado! ¿Quién eres tú para privarme de sus últimas palabras? ¡Dime!” “¡Él me obligó hacer una promesa, Lula! ¡Abre los ojos! ¡No es mi culpa!”, respondió Balthazar, exaltado. Una lágrima brotó del rostro de Lulita. No saber exactamente qué le había sucedido a Eromes antes de su muerte era algo que la frustraba de sobremanera. Cada día que pasaba se lo preguntaba, y no moriría en paz sin aquellos hechos. La única persona viviente a sabiendas de

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dicha información era nada menos que Balthazar, y Lulita lo detestaba por ser un tipo furtivo. “Pero es mi derecho, Balthazar. ¡Es mi derecho!” Balthazar replicó refulgiendo, “¡No vengo a promover argumentos, Lula! Necesito que me escuches. Quiero hablar de lo que sucedió aquí hace tres semanas, cuando esa sombra vino otra vez.” El tema logró entrar en mente de Lulita tan eficiente como una aguja entre su corazón agonizado, tal que su rostro se tornó pálido. Dijo con las emociones congeladas, “¿Por qué has venido a atormentarme? ¿Acaso derivas placer al hacerlo?” A la abuela le temblaba el labio inferior, mientras los ojos los tenía henchidos de lágrimas. Balthazar bufó de la frustración, “No es así, Lula. No he venido a atormentarte. Es importante comprender a la sombra que nos visitó por una segunda vez. Es la misma desgracia que vino cuando Eromes murió, hace trece años.” Lulita soltó una segunda lágrima, y dijo, “¿Y crees tú, Balthazar, que no sé eso?” El otro contestó, “…esa sombra venía con aras de matar a alguien.” “¿Pero…la vez pasada vino buscando a Eromes…pero nunca supe por qué?” “O quizá NO vino en busca de Eromes, Lula. Mi sospecha es que venía en busca de Manchego. Piénsalo: Eromes ya no está vivo. Pero aquél día y hoy tienen una cosa en común: tres personas vuelven a estar presentes: tú, Manchego, y yo. Puede ser que haya venido buscándote a ti o a mi, pero lo creo improbable. Sólo acuérdate de las palabras de Eromes antes de morir…y de la cría…” La abuelita replicó, perdiendo el control de sus emociones, “Ay, por los dioses… Manchego… ¡Manchego! La cría está en peligro… ¿Dónde está mi Manchego? ¡MANCHEGO!”

***

Manchego estaba terminando de regar las plantas. Ya estaba harto de trabajar tanto y deseaba ir a sumergir su cuerpo a las aguas heladas del Río Márgades. Pero en ese momento escuchó varios gritos. Asustado, elevó sus ojos y contempló a Lulita corriendo a toda velocidad

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hacia él. Lulita lo cubrió de besos y abrazos, tumbándolo al suelo del golpe que le propinó al abrazarlo con todo su amor. Manchego a duras penas si podía respirar, deseando zafarse, pero la abuela no dejaba de apapacharlo. Balthazar se percató del rostro morado del muchacho y rápido empezó disuadir a Lulita, pero no lo lograba. La señora parecía una madre enloquecida. Fue Manchego quien, en susurros y sufrimiento, logró decir, “¡No puedo respirar!” Lulita soltó el apretón al escuchar aquellas palabras, y Manchego se desplomó sobre el suelo, resollando, “¡Abuela!… ¿Qué ha …pasado? …” Lulita exclamó entre su penumbra, “…no sé, mijito lindo…no sé qué me sobrevino. Pero sentí la urgencia de protegerte, sentí que algo te estaba pasando. ¿Estás bien?” La abuela lo acariciaba en cuclillas, removiéndole los flecos sobre los ojos. El muchacho respondió, sobándose las costillas, “Sí, abuelita, estoy muy bien, ya casi terminando de regar las plantas. Luego me toca ir a los cultivos, porque ya se aproxima la segunda cosecha, y esta vez no podemos echarla a perder. Sé que el pueblo es un desastre, y que la violencia es una desgracia, ¿pero a lo mejor encontremos a alguien más que la compre? ¿O es posible que el pueblo ya se haya tranquilizado para ese entonces? Eso espero. Me gustaría vérmelas con Marcus y Feloziano, esos mercaderes que se las verán conmigo.” Manchego sonrió plácidamente. Lulita perdió el control de sus emociones, “La cosecha es muy importante, mijito. Pero lo más importante eres tú. ¿Por acaso has sentido la presencia de alguna sombra maligna?” Manchego volteó a ver de lado a lado, Rufus detrás de él, “No abuela… ¿por qué preguntas?” Manchego estaba genuinamente sobrecogido por la pregunta. “Porque…me preocupo por ti.” Manchego sintió la extrañeza del ambiente provocado por Lulita. Pero temas mas inmediatos lo alentaban a cumplir con sus tareas. Se despidió de su abuela, que fue llevada del brazo de regreso a la Estancia por Balthazar. Al muchacho le pareció extraño ver a los dos añosos andar juntos; jamás fueron amigos. Y ahora parecían ser dos viejos colegas ayudándose a caminar. Ambos poseían las facciones típicas de un Hombre Salvaje. Manchego ya había notado que entre su abuela y él existe poco

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parentesco. Él es moreno mientras ella es de pieles doradas… ¿quién habría sido su padre y su madre? Un aire de suspicacia surgió alrededor de los tantos enigmas que el muchacho poseía de su pasado, y nadie se molestaba en hablar de aquellos días. Era un maldito tabú por razones desconocidas. Pero hoy y ahora más que nunca, al muchacho le ardía el alma por saber las respuestas a sus orígenes.

***

Esa misma noche Manchego arribó a la estancia acribillado. El muchacho llevaba demasiado tiempo fermentando las preguntas de sus orígenes y por fin acumulaba las agallas para preguntarle aquello a su abuela. “Abuelita…” dijo entre penas. “¿Sí, mijito?” El muchacho tomó asiento, su mirada seria. “Abuela… no… nada. Es sólo que me estaba recordando.” “¿De qué, amor mío?” Manchego sintió nerviosismo, “De aquel día cuando sufriste el ataque por aquella sombra. ¿Qué era abuela? Sentí la misma presencia en la casa de Ramancia, cuando fui por la pócima. Y Ramancia…La hubieras visto, abuela. Estaba consumida…algo había acabado con ella y lo poco que le restaba de vida lo empleó para darme consejos y una pócima para la gallina. “Me recuerdo que me dijo estas palabras: ‘Ya vienen. Ya vienen. Ya vienen.’ Y eso me asustó mucho. Ciertamente he sentido que algo terrible está por venir. No sé qué es, pero me da mucho miedo. No quiero quedarme solo, abuelita. ¡No me dejes nunca! ¿Si? ¿Me lo prometes?” Manchego se amedrentó, de súbito atenazado por un miedo irracional. Lulita se derritió bajo la petición de su nieto y dijo, “Ay, mijito, no digas tales cosas. Yo nunca te dejaré. Nunca. ¿Me oyes? Tú nunca estarás solo. Yo siempre estaré contigo, a tu lado, para darte caricias y todo el amor que reviste mi alma.” Lulita pareció reaccionar ante un llamado interno. Sus ojos perdieron foco un momento, para regresar con las siguientes palabras, “Creo que te debo una explicación, mijito. Hay cosas de tu pasado que todavía no sabes… hay temas que no debes de saber por tu propio bien.”

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“Pero es mi pasado, abuela. ¿No debería de ser yo quien juzgue qué es y qué no es importante para mí?” arguyó el muchacho con aflicción. Manchego tuvo un recuerdo súbito del libro rojo de Eromes. Supo que él también le ocultaba algo a su abuela. Secretos…todos parecen albergar secretos, se dijo el muchacho. Lulita tragó pesado. Tenía la boca seca. “Antes que tu abuelo muriera, algo similar a lo que pasó hace tres semanas sucedió en ese entonces. Días después, Eromes, tu abuelo, murió. Vino moribundo a reposar sus últimos suspiros entre mis brazos. Ay, no. Qué día más horrendo…” Manchego vio el sufrimiento en los ojos de su abuela, y le dijo, “No tienes que seguir si no quieres, abuela. Comprendo que es muy doloroso para ti.” Lulita movió su cabeza de lado a lado, inspirando, como preparándose para un gran esfuerzo, “No me cabe duda que te estás preguntando sobre tu existencia, mi querido. Pero hay verdades de tu pasado que no te puedo decir…todavía. A su tiempo, mi querido.” Manchego supo que Lultia había cerrado el baúl de sus memorias. Quizá otro día seguiría hurgando entre aquellas. De momento, no tuvo más opción sentarse a comer la cena.

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CAPÍTULO XVII - SORTILEGIOS Esa misma tarde lo llevaron a los cuidados intensivos, donde curanderos y brujos hacían lo posible por los lesionados en la Guerra Silente. Silente era aquella guerra, porque no era una guerra abierta y declarada, ni una guerra mantenida en el campo de batalla donde ambos contendientes se reúnen con sus banderas en alto. Se luchaba con tácticas de guerrilla en contra de una bestia bien armada y astuta, una bestia motivada por métodos invisibles. Los soldados del Alcalde estaban actuando contra su propia gente, y nadie se explicaba qué estaba motivando a la máquina de la violencia. Aquellos soldados batallaban con las ascuas del infierno. Simplemente eran demasiado fuertes como para ser vencidos por pueblerinos poco entrenados. Curiosamente, los pandilleros, que alguna vez se benefició de los pueblerinos, ahora los defendía en contra de un mal profuso. Los brujos y curanderos fueron ordenados por el jefe de los pandilleros, un tal Buhrman, de concentrarse exclusivamente a cuidar a uno de los lesionados. Una razón no fue dada, pero de ser desobedecida susodicha y se cumplirían los castigos, siendo aquellos peores que la muerte. Los curanderos y brujos hacían lo posible por salvar a un muchacho que por alguna razón era especial. Se decía que un jinete del infierno le arrancó la vida. El caballo mismo le propinó una patada en el tórax, reventándole los órganos internos. Las provisiones de los pueblerinos eran escasas; sus armas hechizas. La mayoría de armamento era usurpado de los cadáveres de los soldados que mataban. Sin embargo, matar a un labrador del Alcalde era cosa difícil. Lentamente los labradores del Alcalde iban ganando terreno en el Sector Pobre. Los pandilleros buscaban impedirle el paso a los soldados a todo coste, y bien que lograban su cometido. Sin embargo, por más que los pandilleros batallaran insuflados por la esperanza, la malicia estaba conquistando el pueblo sin redención. Los lesos sufrían de enfermedades y pestes, algunos teniendo que ser sacrificados en la hoguera para prevenir el esparcimiento de la desgracia. Con poco espacio y poca ventilación, no podrían permitirse enfermedades. Pronto las catacumbas no eran suficientes para tantos cadáveres, y por ello apiñaban a los muertos en montañas y les prendían fuego. Muchos de los sobrevivientes aprovechaban del calor generado por los cuerpos en ascuas durante las gélidas y

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violentas noches. Heces, lenguas, brazos, piernas, vísceras: todo tipo de deshecho humano se acumulaba sobre la tierra. Lluvias a veces lavaban la desgracia para crear ríos de carne y hueso, pozas de la muerte. Mujeres embarazadas daban a luz a medio vómito, cayendo sus crías entre lodo y excrementos. Curanderos huían de aquella escena, imposibilitados de tolerar aquella penuria. El pueblo estaba siendo masacrado con el paso de los segundos, y nadie se explicaba por qué, nadie tenía una respuesta a los impulsos violentos de la Alcaldía y sus soldados. Pero algo era cierto: nadie se escapaba del terror. Y si alguien deseaba salir del pueblo, huir, era derribado, sus carnes hechas una pulpa por sombras maléficas que rodeaban al pueblo, cuidando que ni una sola alma se escapara.

Malabrad, mientras era tratado por los curanderos para salvarle la vida, se arrepentía por haber sido tan cruel con Manchego, deseando haber tomado otro camino. Si pudiera, rectificaría sus acciones. No sabía, sin embargo, que sus peticiones fueron escuchadas. Cada vez que le rezaba al dios de la Luz, algo en su mente germinaba como pupa. Una presencia se hacía manifiesta, la cual poseía una sabiduría más densa que la de mil soles envejecidos, su mirada penetradora poseyendo dos ojos celestes. Mes y medio llevaba Malabrad bajo tratamientos intensivos bajo una supervisión estricta. Curanderos y brujos, entre sus poderes y hechizos, hacían lo posible para recuperar la salud del encargo del jefe de la pandilla, el tal Buhrman. Entre los curanderos había uno que resaltaba por su destreza en el arte de curar. Con las hierbas que producía de su morral y mascaba en un mortero con un pistilo, día a día lograba sanar las lesiones de aquel joven llamado Malabrad. Nadie se explicaba el origen del curandero bien sabido en las artes de curar con las hierbas. Aquél iba y venía a su propio parecer. Aquel curandero era de identidad irreconocible pues una manta negra le cubría el cuerpo, excepto el pecho, y una capucha le cubría la cabeza, y nada más que los labios se le lograban ver cuando la luz lo iluminaba. Eso sí, reconocían su piel dorada y torso fuerte con un tatuaje sobre el pecho.

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Una de esas noches de lluvias intensas, muertes numerosas y gritos de socorro, el curandero se hizo presente para continuar tratando al muchacho gravemente leso. Pero esta vez su presencia no fue física. Se manifestó en sus sueños. Las pesadillas invadieron la mente del enfermo cuando la presencia del curandero se solidificó en su mente como una presencia de identidad indescifrable. Le hablaba en los sueños, balbuceándole cosas ininteligibles. …los sueños cobraron un rumbo extraño y oscuro…el curandero pasó de balbucear cosas ininteligibles a liderar una excursión misteriosa…

El curandero caminaba entre un busque oscuro ocupado por una neblina densa. Era de noche, y una oscuridad perenne gobernaba. El muchacho leso lo seguía, paso tras paso. Ambos caminaban por el bosque, el curandero volteando a verlo de vez en vez. Usaba la misma capucha negra para encubrirse la mayor parte del rostro, excepto los labios. Con su mano le señalizaba al muchacho que debía de seguirle los pasos para no quedarse atrás. El enfermo contrajo una fiebre inexorable, y varios paños húmedos le fueron colocados en la frente. Pero los sueños nunca deterioraron su fuerza a pesar que las fiebres le eran colmadas. Por días el curandero se la pasaba merodeando entre la mente y los sueños de Malabrad, caminando a un paso lento pero seguro entre el bosque denso y nublado. Entre veces un búho negro aterrizaba sobre el hombro del curandero, para clavarle los ojos al muchacho que le seguía los pasos durante aquellos extraños sueños. Los días fueron pasando. El enfermo iba empeorando. Sin embargo, en lo sueños las cosas fueron tornándose cada vez más extrañas. Una de esas noches el sueño se hizo permeable al cambio. El guía se detuvo en una llanura de diámetro no mayor a la altura de un árbol. Entre la llanura refulgía una fogata con lenguas de flama candente, tronando madera mientras emitía luz tenue. Alrededor de dicha fogata se miraba un lomo podrido de árbol a lados opuestos del fuego, sitio donde el curandero y el muchacho tomaron asiento, el uno opuesto al otro.

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El curandero, mientras estaba sentado sobre el lomo, pelaba una rama de árbol. No parecía llevar ni prisa ni pena, simplemente contemplaba en silencio la evolución de la fogata. Durante la mañana del día siguiente, el leso abrió los ojos para encontrarse con el rostro del curandero muy cercano del propio. Ojos celestes profundos lo guardaban con sosiego. El viejo mecía un mortero sujetado por cuatro hilos hechos de raíces. Entre aquél ardía la brasa de un pedazo de eucalipto triturado, su olor una invitación al trance. El encapuchado susurraba, cantaba, emanando poderes místicos y profundos. No supo más y todo estuvo negro. Soñó de nuevo. Estaban de regreso en la llanura, sentados frente al fuego. El curandero no levantaba la vista, aunque esta vez algo había cambiado. El curandero recitaba un canto quedamente, y aunque era muy silencioso, una palabra se discernía entre su mutismo: sol. Pasaron horas, días, meses, siglos entre ese mismo sueño. Durmió, y entre el sueño tuvo otro sueño: que estaba soñando entre un sol. Soñando entre un sol… Despertó en la realidad y abrió sus ojos. El curandero seguía encantando algo inaudible, donde sólo una palabra era precisa, y esa era: sol. Mecía el mortero sujetado por los hilos de raíz, expeliendo el aroma inconfundible a eucalipto. Sol…sol…SOL. Sintió un sabor raro en la boca. Aquél cambió de desagradable a dulce, de depresivo a vigorizante. La mirada del leso se torció, sus ojos blancos. Vio todo negro. Estaban de regreso en la llanura, sentado frente a la fogata que danzaba con las lenguas de fuego. El curandero no levantaba la vista, pero de su canto más palabras eran comprensibles, sol solemne… Sol solaz… Sol solacio… Sol solano… Estas palabras ciclaban como si fuese el inicio de un verso o un coro. Meses, eones, universos paralelos pasaron, chocaron, se fundieron, y de nuevo, abrió los ojos para encontrar al curandero meciendo el mortero. De los labios del curandero emergían dos palabras inteligibles, sol solemne. La capucha negra ya no cubría su rostro. Era de noche. Una noche negra sin luna. Únicamente su silueta y las brasas del mortero eran visibles. Sol solemne. Sol solaz. Sol solacio. Sol solano. El ritmo aumentó. Los ciclos de humo cobraron fulgor. Las palabras eran cada vez más audibles, su armonía iridiscente. Soñó. Caminaban entre el bosque denso, esquivando maderas putrefactas y charcas de

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lodo. Fango. Por horas el curandero lo guiaba entre las sombras, la penumbra maximizada. Una ave reposaba sobre su hombro, viendo directamente a Malabrad con amarillos e intensos ojos. Arribaron a un destino místico, a la llanura con la fogata. El curandero se volteó. Se quitó la capucha. Por primera vez en el sueño Malabrad guardaba aquella quijada cuadrada y de profundos y celestes miradas. El hombre inició a cantar, viendo directamente al muchacho, como dándole instrucciones: “Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu mano.” En ese instante chispeó sus dedos y la luz del fuego se apagó. Todo quedó oscuro. Con un segundo chasquido de sus dedos, prendió los fuegos de nuevo. Cuando la luz volvió a iluminar los alrededores, la visión cambió por completo. Malabrad estaba flotando en un vacío perfecto. Iba dirigiéndose hacia un punto amarillo en el horizonte, negrura absoluta rodeando el todo. Entre el vacío perfecto se dilucidaba un punto luminoso a una distancia inescrutable. Malabrad iba cantando mientras flotaba entre las nadas, contagiado por la vehemencia del cántico: “Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu mano.” Repetía aquel himno, hechizado. Se sintió feliz, exaltado al notar que cada segundo estaba más cerca a aquella luminiscencia. El punto amarillo había crecido a ser más que una mota. Ahora era un cosmos, una esfera perfecta de fuego. El orbe fue creciendo a ser una esfera que ocupaba el horizonte, irradiando luz tan intensa que cegaba. Era un sol. Brillaba tan bello y potente, dador de vida, “Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aludiente… Sol solano, llévame entre tu mano.” Malabrad abrazó al sol. El sol le provocaba bienestar. En su energía encontraba la felicidad absoluta. Nunca se había sentido tan completo. Pasaba horas aferrado al él sin querer soltar. El hechizado se inició a fusionar con el orbe de fuego. De la superficie inició a ser engullido hasta restar completamente poseído por aquél. Los curanderos y hechiceros no se explicaban cómo el muchacho había sanado de sus

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graves heridas. Estuvo tan cerca a la muerte, y ahora parecía funcionar, algo completamente locuaz. Lo que no sabían ellos era que aquel delincuente estaba en un proceso de defunción, para ser sustraído de la muerte y regresar siendo no más que un títere completamente controlado por un hechizo poderoso. Al morir su cuerpo, pero no su alma, lo primero al cerrarse fueron sus ojos. Luego dejó de respirar. Sus tripas se paralizaron. Y por último, su mente dejó de existir como tal; pero su alma persistió como la unidad de energía que potenciaría al cuerpo moribundo. Al morir el cuerpo el hechizo entró en juego, resucitando al cuerpo y permiténdole al alma ocuparlo. Un grito interno empezó a escalar la escalera de la conciencia del muerto-vivo. Paso a paso, el grito emergía como burbuja de las profundidades. Pronto explotaría. La boca de Malabrad se abrió como caverna, negra y muerta por dentro. Soltó una furia implacable. Despertó súbitamente. Se puso de pie de un zarpazo enérgico. Gritó al cielo con una rabia tan feliz como melancólica. Malabrad había resucitado, consciente y alerta. Estaba muerto, pero vivo. Podía ver pero nada de lo que veía le atraía. Podía escuchar, pero nada le importaba. Su amo. ¿Dónde estaba el amo? Sol solecito. Sol solecito. Sol solecito. Cerró los ojos y pudo visualizar a su amo: al sol solecito. Salió corriendo a buscarlo, ciegamente ignorando al resto del mundo.

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CAPÍTULO XV - UN EVENTO FANTASMAL Esa noche Manchego soñó cosas extrañas, de maneras místicas sustituyendo a sus entelequias de luces y explosiones que, aunque indeseados, eran la norma. Su mente estaba siendo meticulosamente manipulada por sortilegios. Parte de sus memorias habían sido escondidas de su propia mente por conjuros poderosos, y por razones hasta el momento desconocidas, el autor de dicho conjuro deseaba deshilvanar su propio sortilegio, con efectos de exponer aquellas memorias escondidas. Aquellas palabras que Ramancia le instaló en la mente resonaron con fuego:

Los que siembran con lágrimas Las semillas entre negra lumbre, Entre ocaso ennegrecido La tiniebla sobre alumbre; Todo un mar ensombrecido, Convoca de la tierra a Thórlimás.

De la Tierra de Tutonticám, Olvidada la remota y bella Teitú, Se encamina fuerte sobre el velo Sobre barcos blancos de bambú, Navegando sobre morado el cielo, Un Guerrero de los Naevas Aedán.

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Tiempos del Caos lo pasaron, Sobre la Guerra de un Lamento, y Entre sus pilares tan fuertes, Donde brillaba su aposento, Días vivieron en paz inerte, Lugar que resta destrozado.

Canta la vieja Lírica del Viento, que El que carga el saco de Semilla, Pesado y lúgubre sobre su hombro, Pronto brillará con luz y alegría, y Desvanecerá su noche del escombro, Y nunca por volver su descontento.

Y como hoja que cae del árbol, la mente consciente del mozuelo fue cediéndole el paso a la mente subconsciente, donde el hechizo desvelaría verdades ocultas. Diez. Nueve. Ocho. Siete. Seis. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno…

Estaba corriendo. Supo que estaba reviviendo una memoria que le fue privada por métodos mágicos. Estaba huyendo de Findus, Mowriz, y Hogue. Volteaba a ver hacia atrás, y detallaba a Findus como una sombra negra que fluctuaba entre una silueta y el joven apuesto que alguna vez fue. Extrañamente el rostro de Findus era diferente al que recordaba. Cambiaba de expresiones

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cada momento, a veces simpático, a veces con el rostro destrozado, con una expresión que juramentaba venganza. La memoria involuntariamente aceleró el paso. Se visualizó cruzando varias calles. La memoria lo condujo hacia la casa de Ramancia, en donde súbitamente hizo una pausa. El cielo, las nubes, el viento, su respiración, todo estaba estático y pendiente del cambio. Manchego lograba percibir el mundo. Precisaba que Findus estaba a una distancia próxima, mientras que Mowriz estaría por detrás con intenciones maléficas. Observó una pared compuesta por tablones verticales de madera, y bajo uno de aquellos un agujero le dio paso hacia un recoveco. Se dejó entrar y supo que gracias a dicho agujero logró huir de sus captores. La oscuridad era total. Algo le llamaba en susurros. Caminó por largo tiempo entre un pasillo sombreado donde la visibilidad era escasa. Pero no tuvo necesidad de saber qué había al final del mismo, porque ya lo sabía. Sin esfuerzo giro el mango de la puerta y la cerró detrás de sí. Se encontraba entre la casa de Ramancia. Alrededor de la casa se visualizaba tela de araña por doquier. La casa estaba muerta, evidente por el silencio, el mutismo de luto que gobernaba todo. Uno de los cuadros en el pasillo le llamó la atención. Se notaba que era un demonio sosteniendo a un ángel por el cuello. Le sorprendió ver que el ángel tenía las dos alas vencidas. Flotaba sobre un abismo que emanaba una verde e infernal luz; las manos de los muertos entre el abismo deseaban poseer el cuerpo del ser alado. Pero eso no era lo importante en ese momento: eso no era lo que la memoria deseaba mostrarle. A través de los pasillos se movió sin cautela y sin reproche, porque era algo del pasado, algo que ya había conquistado. Era su memoria que por fin se había revelado a su mente consciente. Escuchaba una voz llamarlo, una voz débil y casi ausente. Hacia esa dirección se movió. Navegó por la memoria como se navegaría por un mapa detallado y tridimensional. Cruzó una y otra vez, ansioso por encontrar aquella cosa que lo llamaba. Se vio reflejado en un espejo. Una mirada jovial y asustada le devolvía la vista. Era él en

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alguna otra época llamándole. Su rostro estaba afligido, y le deseaba comunicar algo, sin embargo sus palabras eran ininteligibles. Se acordó de todo en ese momento. El hechizo creado por la bruja se había expirado y ahora aquellas memorias ya le eran propias. Ramancia le mencionó el nombre del artefacto reflexivo: El Espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia. Fijó su mirada en su propio reflejo y la imagen le dijo con angustia, “Tienes que encontrar el espejo…” La voz se fue muriendo en ecos… Boom. Boom… Algo pegó contra madera. Boom. Boom… El resonar como tambores de guerra. Boom. Boom… Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano…



“…Sol solecito… Sol solecito…” La voz de un muerto. Manchego abrió los ojos súbitamente. La noche estaba tan oscura que sus ojos estaban abiertos por noción consciente y no por algún efecto de alguna luz. Tuvo miedo. El corazón le galopaba. Piel de gallina sustituyó su dermis. Con pánico aceptó lo inconcebible: ¡Algo o alguien ocupaba su alcoba además de sí mismo! Quizá Rufus. No, Rufus ya hubiera hecho su presencia manifiesta con un par de lamidos al rostro. Escuchó algo. Una voz. Aquella cantaba algo. Escuchó con ansiedad. Una voz clamaba en un tono feliz y frustrado, “Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes…

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Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano.” No era más de un susurro. La voz habló cerca de su cama. La presencia emanaba la pulsación de un ser vivo; no obstante, no respiraba… La presencia hizo silencio. No volvió a musitar aquellas palabras que había recitado previamente, como si supiera que su presencia había sido detectada. Manchego no tuvo las agallas por preguntar quién o qué es lo que estaba ahí, por lo que se mantuvo en silencio. Podría ser un sueño. Debía confirmar que se trataba de algo veraz. Por lo que sintió una eternidad, Manchego se contuvo en un duelo de silencio. Cada vez se sentía más y más amedrentado. Aquella presencia emitió un quejido, algo como dos membranas rozando. Estaba precisamente a unos tres pasos de la cama y justo a nivel de su mirada horizontalmente. Ya sujetaba fuertemente la Nuez de Teitú. Supo que debía actuar. De alguna manera u otra debía vencer a esta presencia que no podría venir con intenciones benignas. De lo contrario, ya lo hubiera despertado como cualquier otra persona normal. La presencia tenía la ventaja. Su única opción era una defensa exitosa o de volcar el elemento de la sorpresa a su favor. Pero opciones de defensa eran escasas ya que carecía de algún arma cercana. Lamentó haber dejado su machete en el establo. De todos modos no sabía usarlo para la defensa. ¿Cómo hizo este jodido para infiltrar la Estancia sin alterar a Rufus o a Lulita? consideró el mozuelo. Sin más opciones, vio una luz de oportunidad. Movió su mano lo más preciso posible, figurando en su mente un mapa de cómo su habitación estaba dispuesta. Palpó el suelo con sus dedos y con un sondeo semi-circular llegó a tocar la punta de una de sus botas. Con sumo cuidado tomó aquella. La retrajo lo suficiente para tenerla en posición cómoda para lanzarla. Con nerviosismo por lo que pudiese ocurrir en los siguientes segundos, le dio vuelo a la bota hacia donde sabía que habían adornos de metal. La bota pegó contra su blanco invisible. El estrépito fue sonoro, alarmando incluso a Rufus que de inmediato empezó a ladrar. Éxito.

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Se escucharon pasos corriendo hacia la puerta trasera de la cocina. Cobrando vitalidad, Manchego salió disparado en una persecución ciega. Como una saeta belicosa salió disparado a las afueras, tan embriagado por el estrés del momento que ni se dio cuenta que iba descalzo. De un instante a otro se sintió vulnerable y letárgico. Luces se prendieron en la Estancia, nota que Lulita había sido alertada. Sin duda la Mujer Salvaje estaría con armas en mano buscando la razón de tal alerta. Manchego pisaba el paso de su asaltante, que ahora, era la presa. Fue en ese instante que el miedo se infundió entre el muchacho como una patada en los sesos. Se detuvo repentinamente, jadeando. El vaho de su aliento y el sonido de su respirar sondaban como estrépitos. ¿Y qué tal si este era el plan del asaltante? ¿Conducir a Manchego fuera de su alcoba en donde sabría que Lulita no podría alcanzarlo? Con una simple emboscada lo tendría yugulado en segundos. El silencio fue aterrador. La noche engulló al muchacho de un bocado. Se encontraba entre el trigal, sofocado por la altura de las plantas que no le permitían ver su derredor. Su atacante podría estar detrás suyo y no lo sabría. Deseó haber tenido la sensatez para esperarse para la madrugada, la paciencia para generar un plan inteligente. Pero no, tuvo que ser impetuoso, y ahora se hallaba en una situación precaria. No le quedaba otra opción que hacerle frente a la situación. Hizo lo posible por elevar su ánimo y su vitalidad. No me voy a morir. No me voy a morir. No me voy a morir, se repetía el pequeño incesantes veces. No poseía algún arma útil, ni siquiera un mazo o un palo como para repeler a sus enemigos. Tampoco poseía el entrenamiento para hacer uso de sus manos o pies como medio de defensa. No vio más opción que regresar o seguir avanzando. Queriendo retornar a casa y al calor de sus sábanas supo que no lo lograría sin direcciones o ayuda. Quizá una antorcha o una lámpara sería lo óptimo. Pero dada su ausencia restaba con sólo sus instintos para guiarse entre la plantación de trigo. Escuchó la voz de Lulita y el ladrido de Rufus, y fue claro que lo buscaban. Pero la voz no era lo suficientemente fuerte, más como un eco, por lo que fallaba como punto de partida para

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ubicarla y dirigirse en esa dirección. Tomando un suspiró profundo tomó la decisión de actuar. Corrió como nunca lo había hecho, soltando una furia inigualable, como si fuese a conquistar tierras o ejércitos. Pero por su desgracia hizo un perfecto trabajo en profundizar entre el trigal y perderse más. Para empeorar la experiencia, las plantas estaban pegando contra su rostro y cortándole la piel con micro-fisuras que ardían. Lágrimas de frustración, ansiedad, y miedo brotaron por acción propia de sus ojos vitalizados por nada más que el desasosiego, y en un tiempo reducido se vio tragando aire, sintiendo que se ahogaba ahí mismo. Quiso gritar y así quizás Lulita lo estaría ubicando más rápido, pero esa acción atraería a sus asaltantes, y prefirió hacer silencio. Con su mente resuelta a luchar, empezó a moverse entre la plantación como felino. Entre su mano sujetaba firmemente la Nuez de Teitú, que por su desgracia o suerte, fue lo único que trajo para defenderse. Pasó una suma cantidad de tiempo sin que su asaltante se hiciera presente. Quizá lo perdió entre el trigal. La esperanza de salir de la plantación ileso estaba surgiendo en su mente. Pero en ese instante fue que Manchego percibió una llanura entre el trigal. Tenía la forma de un círculo perfecto de no más de cinco zancadas de diámetro. Al centro del mismo una fogata ardía en ascuas, listo para ahogarse entre su ceniza. Dos figuras estaban sentadas alrededor del fuego. Una de ellas tenía una capucha sobre la cabeza, por lo cual identificarlo fue imposible. Pero la otra figura era una que reconoció al instante. Su corazón galopó en pánico. Era Mowriz. Aquél lo estaba viendo directamente a los ojos. El joven delincuente dijo con la mirada muerta, “Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano.” Manchego escuchó el canto de un búho. Su hooo-hooo reverberó misterioso y distante. En ese momento el ser encapuchado se puso de pie. Se quitó la capucha que encubría su rostro, resplandeciendo la cabeza de un búho negro con ojos amarillos y brillantes. Los ojos eran radiantes, al punto que dejaron a Manchego encandilado. El semblante de aquel búho estaba poblado por una densa gama de plumas negras como la noche, a punto que difícilmente se delineaban las facciones finas de aquella. Parecía poseer cachos, que no era más

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que su plumaje característico. El cara-de-búho tenia la cabeza tan grande como la de un hombre normal. El pico en el centro de aquella se miraba perfectamente, ya que su superficie era lisa. Reflejaba la luz de la fogata en ascuas. Los ojos amarillos parecían querer devorar al pastorcito. Además, aparentaba desear manipular al mozuelo mediante el hipnotismo. Fue pronto que la realidad se empezó a distorsionar, intoxicada por fuerzas sobrenaturales. Una de fuga en el espacio se hizo visible en un contorno morado y violeta. Inició como una neblina del color mencionado. La neblina violeta empezó a girar hasta formal un vórtice que, luego de ciertos giros, encarneció a un túnel rodeado por el torbellino. Una luz blanca se divisaba al final del fenómeno. El ser con cabeza de búho apuntó con el dedo hacia el túnel, sugiriendo que Manchego debía de montar tal transporte. Debía fundirse con la luz blanca, quizás. El joven pastor estaba tan desorientado y desconcertado, que no se opuso a la orden conferida. Sentía como si su cuerpo actuara por su propia volición, sin necesidad que su conciencia se lo aprobara. Manchego no comprendió del todo la presencia de Mowriz. Tampoco comprendió su estado físico, que por toda noción apantallaba estar abatido, moribundo. ¿Se habría recuperado tan rápido de la paliza que le pegó Sureña? El mozuelo caminó hacia el vórtice. Desde el momento en que puso pie sobre aquel fenómeno sintió que los fragmentos del espacio-tiempo estaban más acelerados, en donde el tiempo mismo parecía discurrir a otra velocidad. El vórtice estaba succionando a Manchego, pero no con violencia, sino más bien con sutileza, asegurando que seguir adelante era lo apropiado. Instintivamente volteó a ver hacia atrás, y vio que Mowriz lo estaba siguiendo. El delincuente estaba ido, mascullando algo completamente ininteligible. La mirada de Mowriz se miraba muerta; su rostro también estaba pálido y sólido como piedra, y para extrañares más, no sintió la agresividad en Mowriz. El joven maléfico parecía emanar otra energía. Algo más…¿amistoso? Manchego llegó al final del túnel. Alrededor de él el ciclón viraba eterno y constante. Sin saber por qué, incorporó su mano entre lo que parecía ser una laguna de blancas aguas en posición vertical; parecía una pantalla de leche. Extrañamente, ésta vibraba y emitía un sonido

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extraño, como si un enjambre de abejas estuviera cerca. Su mano se introdujo entre el cristal líquido. Al otro lado su mano percibió un ambiente frío. Extrañando, la retiró, sintiendo confusión al no saber qué sucedería del otro lado. Mowriz, como siguiendo órdenes, se adelantó. Sin pensarlo se abalanzó entre aquella pantalla blanquecina y se desapareció. Manchego se quedó atónito, no sabiendo qué hacer. Sin embargo, momentos después, apareció la mano muerta de Mowriz, quien lo estaba invitando a cruzar el umbral. Tomando la guía atravesó el portal.

El viento soplaba en silencio, porque no deseaba despertar a los muertos que derramaban sus lamentos en borbotones de sangre e infortunio. La ráfaga arrastraba la sangre disuelta en el polvo. Parecía haber una tormenta de arena, cual bloqueaba la visibilidad a nada más que un par de zancadas de distancia. No identificaba exactamente en donde estaba. El hedor a miedo era omnipresente, y el aullido de un cadáver fue evidente a una distancia corta. Mowriz identificó el peligro, y de su cinto produjo una espada metálica, larga y robusta, quizá otorgada por aquel ser de cabeza de búho. Mowriz le señalizó a Manchego con un gesto corporal para que prosiguieran el camino, y así lo hicieron. El mozuelo sentía la muerte rodearlo, deseando consumirlo. Se movían entre aquella bruma con sigilo. El pastor estaba perdido; y estando descalzo y en pijamas, se sentía completamente fuera de lugar. El aullido del cadáver se fue haciendo más tangible. Supieron que la bestia estaba próxima. En segundos los lamentos de aquel cuerpo en decadencia se hizo presente, el cual se manifestó con horrendos harapos ensangrentados, con las carnes y la piel en vías de la putrefacción. El cadáver era un cuerpo alto y escuálido con surcos marcados en la parrilla costal. Poseía dos piernas y dos brazos, pero lo impactante era la presencia de tres cabezas moribundas sobre sus hombros, aullando del dolor, soltando un lamento tan aterrador que Manchego quiso morirse y escabullirse del mundo. Pero su miedo fue contrastado por una defensa que nunca hubiese imaginado. En ese

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instante, Mowriz y el cadáver de tres cabezas hicieron afronte y colisionaron en una batalla que prometía derramar mucha sangre. Aquel monstruo horrendo buscaba alimentarse de Manchego por alguna razón extraña. El cadáver fue vencido por Mowriz, quien había sufrido una fuerte mordedura en el cuello y sangraba a borbotones. Pero el joven delincuente siguió guiando a Manchego a través de aquella bruma espesa. Llegaron a una puerta y ahí fue donde Manchego supo que estaban en la casa de Ramancia. En ese momento, Manchego sintió un ardor inusual pellizcarlo con odio y desgracia. Se fue de cara al suelo, sin poder controlar su peso. Se reventó el labio al caer sobre la calle de adoquín, su cabeza desangrándose mientras la saeta entre el abdomen se encargaba de vaciarle las vísceras de sangre. Empezó a llorar. ¡Lulita! ¡Luchy! ¡Rufus!

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CAPÍTULO XVI - VIOLENCIA INESPERADA Luchy sacudía a Manchego, el muchacho parecía marioneta al estar profundamente dormido. La niña entre sus intenciones le derramó el contenido de un vaso lleno de agua. Manchego abrió los ojos súbitamente. Con el pelo mojado y el rostro goteando agua se empezó a tocar y a examinar para ver si seguía vivo. Empezó a reírse de la felicidad cuando Luchy le dijo, “¡Estabas teniendo pesadilla, Manchego! ¡Qué horror! ¡Estabas pataleando y respirando muy rápido! ¿Qué te pasó, tontito? No me asustes así.” Luchy notó que Manchego apretaba algo entre su mano. Era la Nuez de Teitú. El muchacho replicó, “¡Qué pesadilla más horrible!” Luchy contestó con los brazos cruzados, “Y otra pesadilla va a ser Balthazar cuando te tenga de las orejas por tu tardanza, tontito.” Manchego vio hacia afuera y era cierto, iba tardísimo a reunirse con Balthazar en el Observador. Rufus entró a casa y le lamió el rostro varias veces. “¿Y tú por qué no me despertarse?” le preguntó el mozuelo al can. Aquél ladró un par de veces, batiendo la cola de lado a lado. Manchego no tardó en reunir sus prendas y vestirse con suma velocidad. Estaba a punto de ataviarse las botas, cuando encontró que sus pies estaban enlodados. Se puso una bota, y luego…¿la otra…? Manchego buscó por el cuarto, y la encontró en el suelo, donde había botado dos adornos de metal. Un miedo intenso se infundió entre sus venas, cual fue posteriormente sustituido por una curiosidad mortífera. Se dio cuenta que había una pequeña nota debajo de un adorno. El adorno era pequeño, como del tamaño de un dedo pulgar. Tenía el cuerpo de un hombre y la cabeza de un búho… Manchego rápido tomó aquella nota y la leyó detenidamente,

‘Casa de Ramancia. Seis de la tarde.’

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La nota estaba escrita con carbón sobre una laja de delgada madera. La letra era un galimatías, como si un niño de cuatro años lo hubiese escrito. El corazón de Manchego aceleró. ¿Quién pudiese haber puesto esta nota ahí? De haber sido un chiste de mala gana, ¿quién lo habría hecho? El sueño…¿sería posible?

***

Luchy y Manchego se sentaban juntos en el Observador bajo el Gran Pino, uno al lado del otro, casi tocando pieles. No lo hacían por pena de qué podría llegar a pensar el otro. Declarar que se gustaban sería una catástrofe. Luchy rompió el silencio, “Han cerrado la escuela, Mancheguito. Dicen que uno de los profesores fue asesinado por los soldados del Alcalde, y que otros fueron abatidos y llevados al calabozo. Es un desastre, una cosa terrible. Por lo menos estoy en casa, ayudando a mis papás a crear dulce de leche,” dijo la niña. Luchy cambió de humor súbitamente, y dijo entretejiendo emociones, “Te extraño, Mancheguito.” La niña se dejó llevar por un sentimiento y recostó su cabeza sobre el hombro del mozuelo. Manchego se puso rojo y tenso. Sin embargo, no pudo negar que le gustó el gesto. No supo qué hacer, por lo cual se mantuvo quieto. Eso sí, hubiera deseado tener las agallas para acariciarle la cabeza o hacerle cariño. Un besito en las mejillas sería lo mejor. Pero con el nerviosismo inhibiéndole inclusive la respiración, no pudo más que vivir el momento con aquellas limitaciones. Un silencio cómodo y agradable gobernó el sitio. Por varios minutos ninguno habló. Manchego aprovechó estudiar cómo Luchy se recostaba contra su hombro, pues sentía que un gesto similar jamás se volvería a repetir. “¿Cómo crees que vamos a estar entre cinco años?” inquirió el pastorcito, rompiendo el silencio. Luchy no supo a qué se refería la pregunta, incluso, se puso un poco nerviosa, “¿A qué te

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refieres?” “Pues… em…digo tú y yo. Nuestra amistad, ¿cómo estará entre cinco años?” “Pues, igual creo yo. ¿Qué crees tu?” Luchy se sonrojó. El detalle pasó desapercibido por el mozuelo. “Creo que vamos a estar igual. ¿Pero no crees que vaya a pasar algo entre tú y yo?”, hizo Manchego la pregunta un poco más específica. No deseaba mostrar que le temblaban las manos y que sudaba frío. Luchy se apartó de Manchego y lo volteó a ver de lleno, obligando al pastorcito a devolverle la mirada, “Pues, no creo. Somos mejores amigos, ¿verdad? Y entre mejores amigos es preferible que no pasen esas cosas. Vale más la amistad que otras cosas, ¿no es cierto?” Manchego no pareció estar satisfecho con la respuesta, como si estuviese esperando algo más, “Uno nunca sabe.” Encogió los hombros. “¿A qué te refieres con eso?” “Tenemos que tener los ojos abiertos y el corazón dispuesto a cualquier cosa.” “¿Quién te dijo eso?” “Fue Lulita.” Manchego encogió los hombros. “Quizá lo dijo porque observa que somos muy buenos amigos. No quiere que nuestra amistad se rompa por nada.” Luchy respondió asertiva, “Yo tampoco quiero que se rompa por nada en el mundo, Mancheguito.” “Yo tampoco, Luchy, y debo de aceptarte que te tengo mucho… aprecio.” Quiso emplear la palabra cariño, pero no pudo, sonaría demasiado amoroso cuando no es lo que deseaba proyectar. ¿O sí? Sus ojos se encontraron, “Yo también te tengo mucho cariño, Mancheguito. Sabes que siempre estaré aquí para apoyarte. En todo.” Manchego se sonrojó. Ambos se echaron a reír, las risotadas contagiando al Rufus, quien inició a ladrar. Permanecieron inmóviles por largo tiempo, el silencio abrazándolos con su calor invisible.

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***

A las cuatro de la tarde, Manchego estaba finalizando su trabajo en el campo. Hubieron varios eventos que lo hicieron considerar que el sueño no fue tan sueño…si no más realidad que otra cosa. Entre ellos el encontrar huellas de pies descalzos en la plantación, y más aún, el haber encontrado aquel círculo llano de trigo, en donde en el centro reposaba una fogata carbonizada. Entró al establo y empezó a acicalar a los caballos, sintiendo los ojos intrigantes de Sureña y de Granola, que lo ojeaban de arriba hacia abajo, como validando su autenticidad. Desde aquel día que Sureña expuso su violencia, el lazo entre el pastorcito y los caballos había madurado a ser uno íntimo. Mientras acicalaba a Sureña, reflexionaba sobre los eventos recién concurridos, y sus misterios. Por un lado, le intrigaba el espejo de una tal Reina Negra. Por el otro, la causaba pavor considerar que existía un espejo que aparentemente le perteneció a una persona que era Reina, y aparentemente tenía relación con la negrura. A las seis de la tarde alguien se quiere reunir conmigo en la casa de Ramancia…¿pero quien?, pensó el pastor, ensimismado. Se agitó. No sabía qué hacer. Las seis de la tarde entraba con un toque de queda. Supo que lo prudente sería notificarle a Lulita, a Luchy, y a Balthazar, que estaba en camino hacia el pueblo, en busca de resolver varios acertijos. Pero eso no fue lo que hizo, pues sabía que de comunicarle un plan tan insólito y claramente peligroso, resultaría en un NO definitivo, y Manchego sabía que ir al pueblo, por más violento que fuera, era lo necesario. Impetuoso, tomó su machete y lo envainó. Lo amarró a la montura que le amarró a Sureña. El caballo blanco aceptó el cargo con gracia. Sin previo aviso, y con el corazón prendido en llamas, salió disparado hacia el pueblo.

***

La tarde estaba oscura y mórbida. Un trueno silente precedió a un relámpago que cruzó el cielo como cuernos de alce.

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Manchego pasó la Avenida de los Finqueros y se introdujo a Los Encuentros, en donde cabalgó hacia la garita Saliente del pueblo. La visión era de esperpento. Caos reinaba. El desastre que se desbordaba no tardaría en rascar al complejo de Fincas. ¿Qué harían? ¿Huir a otro pueblo? No podía pensar en ello de momento, por lo cual siguió su camino, quizá tomando la decisión más imprudente de su existencia. Cientos de cadáveres estaban arrojados sobre y a lo largo de la Garita Saliente. No eran cuerpos de soldados, sino más bien, los cuerpos de pueblerinos. Habían carretas y caballos mutilados por doquier, anunciando que cualquiera que atreviera largarse sufriría las consecuencias de su traición. Manchego estaba espeluznado al ver aquellos cuerpos de una distancia prudente. Además, el olor a putrefacción ya era evidente. La vista no desmoralizó el corazón de Sureña, pero sí el de su jinete. ¿Por los dioses, a qué hora sucedió esta calamidad? se preguntó el mozuelo en un estado catatónico. No hacía sentido que de un momento a otro la violencia sugerida pasara a ser una realidad. Galoparon como saeta entre el Sector Pobre, basura y desecho por doquier, el ruido de lucha haciéndose cada vez más fuerte. Manchego vio a un grupo de pueblerinos envueltos en el esfuerzo de sobrevivir. Siguió de largo, evitando incluirse en el conflicto. Notó que el paso de su caballo blanco, bello y galante, llamó la atención de sobremanera a un grupo soldados muy cercano a sí. Rápido corrió la palabra entre ellos, cobrando atención por el jinete y su montura. El muchacho siguió de largo, notando que dos de los soldados se desprendieron de la lucha andante para perseguirlo. Su corazón inició a galopar al ritmo del trote de Sureña, el miedo provocándole piel de gallina, y un nerviosismo que lo hizo temblar. Fue estúpida la idea de venir al pueblo, pero ya estaba aquí, y no había vuelta de hoja. Varias casas funcionaban como punto de resistencia, donde los pueblerinos se amasaban, la mayoría entrando en un pánico desbordado. Muchos se encargaban de tapizar ventanas y puertas con tablones de madera, mientras otros repartían armas. Lo que alguna vez fue conocido como una Guerra Silente se había convertido en una guerra declarada y abierta: el pueblo contra su gobierno local. Cuando aquellos pueblerinos reunidos notaron la presencia del jinete, sintieron alivio al precisar que aún cabía lugar para la esperanza.

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No había nadie en la calle adoquinada. La campaña de represión estaba siendo eficiente. Los cadáveres en este sector eran menos que en el Pobre. Sin embargo, no era extraño encontrar varios cadáveres colgando de un dogal. Otras veces encontraba cabezas decapitadas incrustadas en estacas. El esperpento provocó náuseas en el chiquillo, quien siendo un finquero imberbe, estaba poco acostumbrado a tales horrores. Manchego escuchó la marcha de soldados sobre el adoquín. Por el fragor, al menos veinte de ellos venían a avizorarlo. Entre ellos con facilidad harían picadillo de él y del caballo. Una lanza zumbó al lado de su oreja. Manchego volteó a ver hacia atrás, notando que los soldados lo perseguían en un sprint. Manchego le clavó los estribos a la yegua, quien no demoró en salir disparada para evadir a los asaltantes. Llegaron al Parque Central, empujados a tomar esta ruta dada la persecución. Manchego estaba agitado, sudando frío, consumido por el terror. Supo que debía llegar cuando antes a la casa de Ramancia. No obstante, lo que vio en el parque central le desgarró el corazón: La estatua del dios de la luz, Alac Arc Ánguelo, estaba llena de excremento y sangre. Mendigos dormían a sus pies, y para su desgracia, alguien le habían cortado la cabeza. El muchacho sintió tal enojo, que en ese instante soltó un pulso de luz de una manera inconsciente. Apretaba la Nuez de Teitú. El pulso infectó a Sureña con la urgencia de defender a una cría. Llamas prendieron en su corazón, vapor emanó de sus narinas, la guerrera entre la yegua estaba convocada. Otra lanza zumbó tan cerca a Manchego que le arrancó un pedazo de la prenda. La yegua notó que los soldados que los habían perseguido ya estaban muy próximos, y con la furia derramada, se echó a la carga, con el propósito de embestirlos con su peso. Los soldados tomaron la posición de una falange: doce lanzas apuntando hacia el pecho del caballo en carga. Manchego quiso hacer virar a la Sureña, pero esta, tomada por la pasión de derribar a sus enemigos siguió acelerando. A no más de cinco zancadas de hacer colisión con la falange, la yegua hizo un giro drástico y relinchó, elevando sus patas delanteras en desafío. En ese preciso instante hubo una explosión. La falange de soldados se venció, piel siendo carbonizada al instante. Una emboscada de pueblerinos salió del Mercado Central para matar a los labradores del Alcalde. Los soldados se sacudían en llamaradas, muriéndose con ardorosa

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lentitud. Dos soldados, a pesar de estar rebosados en flama, se unieron a la lucha contra los pueblerinos, tal su disposición a luchar hasta lo último. El sonido de metal contra metal fue intenso. La Sureña quería un pedazo de la acción y embistió a un soldado con su poderoso pecho, para luego machacarlo en el suelo con sus patas, enlatando el cuerpo magullado del soldado. Los doce soldados fueron vencidos con rapidez por los pueblerinos organizados. El líder de ellos, un señor moreno, alto, y con barbas mal cortadas le dijo al jinete, “No es recomendable estar a estas horas en la calle, mi señor. En vista que pudimos, ayudamos con lo que teníamos. Ya hace días que deseábamos emboscar a soldados con el regalito de una bomba de grasa fermentada. Maslon, Desmond, quitadle las armaduras a los malditos. Esos metales son útiles. Las espadas nos devendrán bien, las armaduras serán usadas para crear más flechas.” El señor volteó a ver, y con su espada mató a un soldado que todavía se retorcía. Luego añadió: “Nosotros nos vamos, señor. Le ofrezco venirse al Fuerte las Asaetearas, donde varios habemos refugiados haciendo la resistencia. Nos habíamos dividido en tres grupos de pueblerinos, organizados para sobrevivir la calamidad. Pero lamento decir que ya sólo uno permanece. Tenemos poca comida y limitada agua. Podríamos usar su dote de jinete, y su caballo se mira digno de luchar esta guerra.” Un pueblerino vestido en retazos, llegó a hablar con el líder. “¡Mi capitán! ¡Han localizado a un gran número de soldados aglomerándose a no más de dos cuadras de esta calle! ¡Dicen que numeran cerca de los doscientos! Más de veinte Escuadrones de la Muerte…¡Es el grupo más grande que se ha reunido! ¡Parece ser que algo los ha alertado y están moviéndose en masa!” El líder se volteó hacia Manchego y le dijo, “Mi señor, ¿ha escuchado esta calamidad? Quizá es oportuno que se una a nuestro bando.” Manchego respondió apenado, desenvainando su machete, “Le agradezco su hospitalidad, capitán. Pero em…Lo cierto es que tengo una misión que cumplir y no creo que pueda irme con su grupo pero…” “¿A dónde se dirige, mi señor? ¿Quizás podemos escoltarlo hasta ese punto?” Manchego se sintió halagado al ser llamado por señor. El jinete dijo pavoneado, “Voy hacia la quinta avenida y séptima calle, el Barrio la Villa sexta del Nuno, a cinco cuadras de las

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Amrias Santas, capitán.” La mirada del mozuelo ardía con vehemencia. El capitán lo vio con ojos de curiosidad y dijo acercándose y hablando quedo, “Mi señor, ¿está seguro que quiere ir hacia la quinta avenida y séptima calle? Ese Barrio, mi señor, es uno de los sitios en donde nadie quiere poner pie. Como se lo hago ver más fácil, emm, es el lugar que le llaman el endemoniado, hablando de cadáveres que caminan y de un fuerte de soldados imposible de penetrar. No sé qué lo lleva a tal punto mi señor, pero si es ahí a donde va, sólo puedo darle mi escolta hasta la quinta avenida y sexta calle. Posterior a este punto, usted seguirá por su propia cuenta. ¿Estamos entendidos?” Manchego movió la cabeza asintiendo la oferta que el capitán le extendió con amabilidad. El líder estaba por irse, en cuyo momento el muchacho le urgió, “¡Capitán! ¡Su nombre no me lo ha dado!” El Capitán se quitó el casco que obviamente se lo había usurpado a un soldado. Pelo lamido recubría su cabeza. Dijo con reverencia, “Me dicen Savarb, antes el Leñador pero ahora simplemente voy por el título de capitán, pues en un pasado remoto fui parte de la milicia. Eso sí le digo, señor, la violencia que rapta al pueblo es despiadada, y usted, tanto como nosotros, corre el peligro de perder la vida. ¿Cual es su nombre, señor?” “Manchego, hijo de…” no sé quienes son mis padres, pensó el mozuelo, “…nieto de Eromes El Perpetuador y de Lulita, proveniente de la Finca el Santo Comentario.” Los ojos de Savarb se iluminaron, “Que honor conocer al nieto del gran Eromes. Pero no hay tiempo para las lisonjas, mi señor. Sólo hay tiempo para huir y luchar.” Savarb empezó a dar órdenes, “¡Necesito a un equipo de escoltas, aptos para defender al señor Manchego, fino guerrero del linaje de nada menos que Eromes el Perpetuador! ¿Hay voluntarios?” Dos hombres reaccionaron, uno de ellos acercándose a Manchego, “Yo fui cliente directo de tu abuelo. Juntos sembramos en los campos y cuidamos de Fincas. Yo lucharé a tu lado, señor Manchego.” El segundo, un joven de no más de quince años dijo, “Yo conozco a Doña Lulita de la Finca el Santo Comentario. A su lado voy a luchar, señor Manchego, Maslon a su servicio.” Uno tras otro se conglomeraron once hombres, todos ellos con el rostro embadurnado en suciedad y barbas mal podadas.

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Excepto uno. Era imposible descifrar su identidad, pues un manto que le cubría el cuerpo y la cabeza entera. Savarb gritó, “¡El resto de hombres regresen al Fuerte y pasen la palabra que Savarb regresará pronto.” El capitán se le aproximó y le masculló a Manchego en la oreja, “¿Está seguro que quiere usar un machete contra los soldados?” Manchego se inventó una historia para no hacer el ridículo, “Extravié mi espada cuando usted reventó la bomba de grasa fermentada.” Savarb le respondió entre penas y apuros, “No aguarde, mi señor. Tenga esta espada.” El hombre descolgó el arco que llevaba sobre un hombro. Preparó las flechas entre una aljaba hechiza. “Nosotros correremos sobre el techo para protegerlo, pues bien sabe que una lucha mano a mano contra los soldados es suicidio. Que los dioses vayan con usted. ¡Vamos, mientras le rezamos al dios de la Luz para nos proteja de la oscuridad!” El capitán dividió a los hombres en dos grupos de seis, cada uno correría sobre los techos de cada lado de la calle. Sin embargo, uno de los voluntarios permaneció a un costado del jinete, impertérrito. El capitán se aproximó a él para corregirle su comportamiento, “¿Qué crees que estás haciendo? ¡Dije que nadie se va a pie! ¡Es muy peligroso! ¿Qué no me oyes? Haz lo que quieras. Te lo advertí…” Esta persona desobediente, para la sorpresa de Manchego, era aquella encapuchada. Aquella figura mascullaba algo, inaudible dado el desastre que concurría derredor. “…sol solecito…” Manchego empezó a moverse hacia su destino dándole un pequeño golpe a Sureña con los estribos. De inmediato el encapuchado corrió tras él a una velocidad considerable. Llegando a la cuarta avenida se escucharon pitos resonar a una distancia cercana. Botas pisaron adoquín. En ese instante una lanza voló cerca de la oreja de Manchego. Entre la oscuridad creciente, a una distancia, un grupo de soldados formaba una falange para interceptarle el paso al corcel y a su piloto. El triángulo de escudos estaba listo con lanzas apuntando al pecho del caballo. Pero de súbito, y mucho antes que el jinete llegara a colisionar contra la falange, un furor de llamas y una explosión llovió sobre dicha ofensiva. El triángulo se

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desintegró en segundos, permitiéndole el paso a una lluvia de saetas embravecidas. El zumbido era grotesco, tal como los gritos de dolor y abatimiento. Sureña cobró pasión y se incluyó entre la masacre, partiendo cráneos a patadas. Manchego lanzaba arcos y estocadas con la espada, pero era muy pesada para él, apenas graznándole las carnes a los soldados. Contrario al jinete, el encapuchado maniobraba la espada como un auténtico espadachín. En arcos y estocadas, partía brazos y piernas, cascos y pecheras, decapitando a unos y totalizando a otros, y además no parecía fatigarse, sus tajos una perfección. “¡Mi señor! ¡Cabalgue con fuerza y no se demore! ¡Vaya con los dioses!” le gritó Savarb desde el techo. “¡Otra horda de soldados viene hacia nosotros! ¡Prosiga su camino! ¡Mucha suerte!” El jinete no fue ni lento ni perezoso, dejando el ruido de la batalla detrás, un eco que lo persiguió con sorna.

Sureña se detuvo con brusquedad al percibir sus alrededores. Era algo mortecino. Era la sombra. Manchego desmontó a la bestia, e intentó de tirar de ella por la rienda, pero el animal estaba decidido. Con un movimiento súbito, el caballo inició a cabalgar de regreso por donde vinieron. Manchego no pudo hacer más que ver a su montura largarse, y desaparecer al virar en la esquina. Con el corazón hundido, no le quedó otra opción más que proseguir en su misión, que ahora le parecía la decisión más tonta que había hecho nunca. Ruido detrás de sí. El joven pastor tenía la espada entre las manos, y con un giro se viró para encararse con aquél encapuchado. “Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano,” dijo aquél en una voz clara y concisa. Aquel hombre se retiró la capucha, su rostro inconfundible. Era Mowriz sin lugar a dudas, pero su aspecto estaba extraño: tenía el rostro más pálido de lo normal y sus ojos estaban muertos. El delincuente, extrañamente, se hincó ante Manchego. Volvió a repetir las palabras, una y otra vez, como si estuviese poseído. Manchego dio un paso hacia atrás, aterrorizado. Mowriz seguramente venía a cobrar su

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venganza. ¿O no? “¿Qué quieres? ¿Vienes a darme una paliza?” “Sol solecito,” respondió el interpelado. “¿Eso es un sí o un no?” “Sol solecito.” Manchego se impacientó. “¿Estuviste en mi habitación anoche?” “Sol solecito.” El mozuelo empuñó las manos, su impaciencia escalando al borde de la violencia. Lo escrutó, intentando divulgar alguna sonrisa en el muchacho, o de percibir algo que desmintiese esta bufonada. “Ya basta… no es chistoso, Mowriz.” “Sol solecito.” Sintió rarísimo estarle dando órdenes a esa persona que por tanto tiempo lo había hostigado. “¡Basta te dije!”, gritó Manchego. Mowriz se puso de pie inmediatamente. El pastorcito se echó hacia atrás, cubriéndose el rostro, esperando lo peor. Pero nada sucedió. El delincuente poseído seguía de pie, su mirada perforando el suelo. Manchego recobró su compostura, “¿Qué te pasa? ¿Realmente consideras que voy a creer que estás de mi lado?” Mowriz respondió con una voz muerta, “Sol solecito…” Manchego se enojó. “¡Ya basta! ¿Qué te pasa?” “Sol solecito…” “¿Qué quieres de mí?” “Sol solecito…” “¡Cállate!” Mowriz hizo silencio. “¡Habla bastardo! ¿Qué quieres de mí?” “Sol solecito…” “¡Qué me digas!” “Sol solecito…” “¡Ya basta con eso! ¡Dime!”

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“Sol solecito…” Manchego perdió la paciencia y empujó a Malabrad con toda su fuerza. Aquél calló al suelo, sin alguna expresión facial. Mowriz regresó al lugar en donde estaba y siguió diciendo en susurros, “Sol solecito…” “¿A quién buscas?” “Sol solecito…” Manchego sintió algo extraño surgir entre su ser. Dijo reventando del enojo: “¡Te voy a dar una buena paliza si sigues así, Mowriz! ¡Esto ya no es chistoso!” El interpelado tomó su espada y se la ofreció a Manchego, “Sol solecito…” “¡No quiero tu espada, vil serpiente! ¡Dime!” Aquél retiró su espada y dijo, “Sol solecito…” Manchego entró en furia y le gritó, “¡Cállate, villano!” Acababa de tratar a Mowriz tal como él lo trató en la escuela. Se sintió mal al precisar que él se había convertido en el violento. No se pudo detener. Estaba ciego por la furia, por la gana de sentir la dulce venganza contra el desgraciado que le hizo la vida imposible en la escuela. “Sol solecito…” “¡Que calles, rata inmunda!” Manchego le propinó un puñetazo en la nariz, sangre negra formando un riachuelo sobre sus labios moribundos. Mowriz respondió, “Sol solecito…” “¡Qué calles, desgraciado!” El pastorcito le atizó un puntapié al estómago. El interpelado no se inmutó. Era duro como piedra. Mowriz volvió a responder., “Sol solecito…” “¡Ándate al infierno!” le gritó el mozuelo, su rostro deformado en una mueca vil. Jamás había expresado tanta amargura en su existencia. Quizá los eventos que estaba viviendo lo estaban cambiando…para bien o para mal. En ese instante Mowriz empezó a caminar hacia donde estaba la sombra.

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CAPÍTULO XVII - LA CASA EMBRUJADA Sigue mis órdenes al pie de la letra. ¿Es mi tormento perjurado convertido en mi sirviente? pensó el pastor con asombro al ver a su enemigo mortal guiarlo hacia la sombra. El pastor siguió con cautela a su enemigo, ahora su escolta personal. Miedoso, se aprovechaba del coraje aparente de Mowriz, quien caminaba sin emoción. Manchego se tornó paranoico. Volteaba a ver de lado a lado, espantado. Algo anidaba entre la sombra gelatinosa. Un terrible augurio corrió por su espalda. La sombra devoraba luz. No se veía nada más allá de unos cuantos metros. Las casas adyacentes lentamente se iban desvaneciendo, olvidadas entre el abismo devorador. ¿Por qué estaba tan oscuro un sitio que alguna vez fue normal? Manchego estaba seguro que era la misma sombra que ocupó la tienda de Ramancia, y luego la casa de su abuela. Algo se movió entre la sombra, suscitado, quizá, por la presencia de los jóvenes. Mowriz elevó la espada que llevaba con sí. Siguió caminando como si estuviese convencido de luchar hasta la muerte por su amo, sin importar qué fuese a pasar sobre su propia faz. Un objeto voló por el aire, casi pegándole a Manchego en la cabeza. El proyectil rebotó para rodar a los pies del muchacho, donde se espeluznó al reconocer lo que le habían lanzado: una cabeza decapitada. Entre la sombra su acechador se presentó, emergiendo como fantasma de la tumba. Caminaba cojeando con una velocidad alarmante. El monstruo fantasmagórico poseía varios brazos, varias piernas, y varias cabezas con las bocas en agonía, como si fuese una bestia compuesta por varios hombres mutilados. Manchego soltó un pulso de luz blanca angelical al verse enfrentado a semejante oprobio. Dicha luz energizó al alma esclavizada de Mowriz, quien cobró un furor belicoso. Mowriz y la quimera del infierno se unieron en una batalla sanguinolenta. Espada metálica empezó a rebanar carne apisonada, mientras que la bestia le propinaba al muchacho varios golpes con sus varios brazos, mientras las bocas de sus varias cabezas buscaban morderlo. En una de esas ocasiones, aquel organismo maldito sostuvo a Mowriz por un brazo. Lo empezó a sacudir de lado a lado como perro haría con una alimaña, para arrancarle el brazo

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izquierdo a su víctima. Mowriz se fue de cara al suelo de adoquín, donde yació sin movimiento alguno. Manchego supo que su momento había llegado, y con el rostro deformado en terror, elevó la espada para defenderse. Pero sería fútil. Lo sabía. Lo único que pudo hacer fue alcanzar a su bolsillo, donde por acto involuntario, apretó la Nuez de Teitú. En ese instante el muchacho soltó un invisible pulso de luz. Mowriz cobró fulgor al ser engreído por la luz benéfica, poniéndose en pie de un respingo. Con toda su fuerza musitada, le propinó una estocada a la quimera, directamente al corazón de su energía oscura. La bestia aulló, para luego desplomarse, varios cadáveres cayendo al suelo, sus facciones rebosadas en agonía. Un espíritu maligno se escabulló del sitio, habiendo sido la energía que motivaba a la quimera. Manchego parpadeó, no pudiendo creer lo que estaba viviendo. Esto era una locura, y de hecho se sentía como un sueño, una pesadilla y nada más. La sombra seguía presente, rodeando todo con su oscuridad. Sin embargo, a Mowriz no le parecía importar dicho espectro, y siguió andando a la casa de Ramancia. Manchego lo siguió paso a paso, usando el cuerpo de su vigía para protegerse de otros malhechores. El joven pastor notó que donde el brazo le había sido arrancado a su enemigo, sangre había cesado de fluir, y tenía la carne oscura y poco vitalizada. Al llegar a la puerta de la casa de Ramancia, Manchego le ordenó al muchacho hechizado abrir la puerta. No obstante, acordándose de la pesadilla, donde una flecha acabó con su vida, él mismo se apartó de dicha entrada. Notó que la puerta estaba firmemente sellada. “Espera,” dijo Manchego. “La entrada está por detrás de la casa de Ramancia,” dijo el pastor, acordándose de la memoria de cuando huyó de sus captores. El joven le dijo a su guardia, “Sígueme, vamos a irnos por otro camino.” “Sol solecito…”, dijo el otro. Llegaron a la pared de madera. Por debajo de una de los tablones yacía el pasillo secreto. No parecía haber alguna entrada cuando acordaba que había un agujero. ¿Dónde estaría? Manchego rebuscó, y frente a sus ojos una de aquellas tablas transmutó de estar intacta a tener un agujero por debajo. A Manchego le pareció que muchos de los detalles aparentaban estar perfectamente planificados. ¿Pero por quién?

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Fuera quien fuera, Ramancia o alguien más, había urdido un plan a la perfección, cuyo fin hasta el momento era desconocido. Manchego, media vez entre el pasillo, de inmediato se dirijo hacia la puerta secreta.

***

Empezó a caminar por el corredor hasta dar con la esquina. Entró a una larga habitación donde contempló dos sillones recubiertos por mantas negras. Fue aquí, se acordó, donde vio a Ramancia y a la figura encapuchada, aquella que le apuntó un dedo. En la pared izquierda colgaba un cuadro. Era un retrato de Ramancia en sus días de juventud, en donde el artista responsable la había transfigurado con una cabra de color negro. El rostro de Ramancia se fundía indefinidamente con el animal en diversos puntos. Apantallaba ser una quimera. “Mantente cerca de mí en caso de que haya peligro. Y si lo hay, no demores y elimina el problema. ¡No hagas ruido!” le urgió el muchacho a su guardia. Todavía se sentía extraño al darle órdenes al muchacho que lo atormentó durante su niñez; sin embargo, de momento no cabía estarse cuestionando tales cosas. Debía proseguir si es que deseaba llegar al meollo de este misterio. “Sol solecito…” El cuarto mostró que frente a los sillones recubiertos había una parte llana, suelo con marcas hechas con lo que podría ser una piedra poma. Al centro se dibujaba un círculo de unos dos metros de diámetro. Entre aquél había otro más pequeño, en donde dibujado había un triángulo equilátero con una cruz al centro, y tres círculos rodeando cada vértice del triángulo. Manchego no comprendió la naturaleza de aquella brujería, pero el presagio que dejó en su mente no fue bueno. Supo que tales runas eran demoníacas y mal vistas, odiadas por el Décamon. Y no estaba del todo seguro de la función de dichos símbolos. Siguieron su camino pasando sobre tales círculos. Al final de la habitación se toparon con un par de estatuas de mármol negro, piedra lisa y brillante. Las figuras protegían un escalafón que descendía en un espiral. El joven empezó a descender por los peldaños. Aquellos eran de un material rocoso,

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quizás del mismo mármol negro que las estatuas. Éstas emanaban un ruido raro cada vez que daba un paso, como el sonido de un eco interno. Cada peldaño parecía albergar un universo dentro de sí. Mientras más descendía, notó, se sentía más liviano, su cuerpo menos pesado. Cada peldaño nuevo prometía una sensación más extraña. Si antes emitían un eco al pararse sobre él, ahora parecía tener una superficie lisa, al punto donde sentía flotar y no caminar. De un momento a otro los peldaños cesaron de existir. Ahora flotaba en el vacío, estrellas y astros a su alrededor. Era un fenómeno impresionante, muy similar a las imágenes con las que había soñado desde pequeño — algo que le pareció extrañísimo. Se asustó al notar que le faltaba el aire. Sin embargo, a una distancia muy corta un cuarto se hizo visible. Hacia él pataleó, intentando moverse tan rápido entre dicho espacio, Mowriz fielmente detrás de sí. De un segundo a otro aterrizó sobre suelo de piedra. Inspiró profundo, agradecido de tener el aire de vuelta. Volteó a ver hacia atrás, efectivamente el vacío seguía ahí. A una distancia indescriptible se miraba el escalafón de peldaños negros. Cada vez la realidad se tornaba más insólita. Sin embargo, ya nada parecía impresionarle luego de haber vivido tanta extrañeza en menos de un día. Seguramente los eventos de hoy calarían profundamente, y tarde o temprano tendría que sopesar en cómo le afectaría su alma, antes pura, ahora manchada por tanta violencia y varios extraños sucesos. El cuarto donde se hallaba era vasto. Las piedras en el suelo, la pared, y el techo, eran del mismo tipo: grandes, quizá de una zancada de largo y ancho, de superficie irregular y robusta, con signos que el tiempo las había carcomido sin remordimiento. Manchego pudo ver sin mucho escrutinio que el mismo suelo figuraba varios arañazos profundos, como si aquí se movió mueblería de peso enorme. Notó que Mowriz no estudiaba el ambiente como él, como si no le importara del todo. Una lámpara gigante colgaba al centro del vasto cuarto. Estaba hecha de bronce ya oxidado, con tantos candelabros extendiéndose como brazos articulados, que más parecía ser un arácnido intrépido a punto de caerse. Siguieron andando hacia la única puerta visible, cual estaba abierta. Era la misma verja levadiza de barrotes de hierro que había visto. Las paredes estaban llenas de las runas demoníacas, círculos rodeando triángulos

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equiláteros con esferas en cada ángulo, cubos con estrellas de seis vértices al centro, medias lunas con cruces invertidas al centro, figuras que le enviaban fríos pensamientos a la mente del joven. Prefirió no estudiarlos. No deseaba perturbar aun más su alma ya socavada por los recientes eventos. “Sol solecito…” repetía el cadavérico enemigo, guardia, y acompañante del pastor. Aun no estaba seguro qué título admitirle. Pasaron por la verja y entraron en un corredor compuesto por cinco unidades de puertas de cada lado. Al lado de cada puerta había un candelabro. Aquél se alzaba hasta la altura del pecho de Manchego, con una candela prendida cuya flama danzaba al son de una música mística. El corredor se iluminaba vagamente por la luz de las diez llamas. Al final del mismo había otra verja levadiza, la cual estaba cerrada. Manchego sintió tremenda suspicacia al andar por el pasillo. Tras cada puerta del corredor sentía una presencia fantasmal escuchar cada uno de sus pasos. El mozuelo se tornó furtivo, haciendo el intento por no alterar a nada ni a nadie. Mowriz iba siguiendo ciegamente los pasos de Manchego. Le ausentaba el brazo izquierdo, y no parecía molestarse por el hecho. En la mano derecha llevaba la espada, listo para proteger a su amo. El rostro del muchacho poseído mostraba una emoción frustrada y feliz. Arribaron a la verja levadiza al final del pasillo. A través de los barrotes, notó Manchego, había otro cuarto vasto, que era cuadrangular, muy espacioso, que se asimilaba al primer cuarto que encontró al hallarse en esta dimensión extraña. En aquella cámara le esperaba algo muy insólito. Al centro había un tunco de madera que parecía ser un asiento, cuyas dimensiones eran del diámetro de la rodaja de árbol no debía superar media zancada. Manchego trató de abrir la verja con toda su fuerza, sosteniendo los barrotes con las manos. Inútil. Mowriz se adelantó e hizo el intento él mismo. La verja apenas se movía con aquellas sacudidas. “Sol solecito…” dijo el guarda muerto-animado. Manchego estuvo por silenciarlo con una reprimenda, cuando algo se movió. La puerta se levitó micras. Manchego se sorprendió y, sin comprender el misterio, le ordenó a su fiel seguidor, “¡Canta esa canción!” Mowriz obedeció, “Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol

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solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano.” Fue la llave a la cerradura del hechizo que protegía la verja. Muy astuto este juego de hechizos, se dijo el mozuelo. Ramancia trama algo que apenas inicio a comprender, concluyó. Los engranajes oxidados y sin uso tronaban mientras la verja se elevaba, el sonido reverberando con intensidad. Manchego y su guardia se adentraron a la cámara, la cual estaba fría y olía a desgasto. Al centro le esperaba el tunco de madera. Este cuarto, contrario al previo, no tenía los signos de desgasto sobre el suelo o la pared, como si hubiera sido construida hace poco. Tampoco tenía runas inscritas por doquier. Se aproximó al centro de la pieza, fijando su atención en el tunco de madera. Sobre él, notó, le esperaba con paciencia una cajita. Entre ella se detallaba una pequeña nota y una varilla de madera larga y sólida. La nota rezaba así:

Sol solemne, calmantes fuegos… Sol solaz, fraguas inocentes… Sol solacio, imberbe y aliciente… Sol solano, llévame entre tu mano.

¿Qué diablos se supone que debo hacer aquí? Seguramente no es el fin. Algo me sigue llamando y lo debo encontrar. El espejo… Esto seguramente es un acertijo. Otro de los trucos de Ramancia, pensó al muchacho mientras analizaba sus alrededores. Manchego levantó la cajita. Notó que al centro del tunco había una mella. La depresión era en forma de embudo. Le pareció raro, pero no pensó nada al respecto en ese momento. Mowriz, sintiendo la frustración de su amo, dijo, “Sol solecito…” Manchego contestó, “Eso es exactamente. Un acertijo. Detesto los acertijos. Sol solecito. ¿A qué se puede referir con sol solecito? Puede ser el sol mismo, pero no veo una forma sencilla de hacer que haya sol por aquí adentro, además, es de noche. No hay ventanas como para darle

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paso a los rayos solares. ¿Pero a qué más se puede referir? Seguramente no hay muchas cosas que se parezcan a un sol. Hmm, ¿cómo hacemos para buscar un sol solecito? ¡En este cuarto no hay nada similar! No sé, Mowriz, ¿qué piensas al respecto?” “Sol solecito…” “Sí, sí, sol solecito. No sé ni por qué pregunté. La solución tiene que estar en este cuarto. Si no, no nos hubieran puesto a resolverlo. ¿No crees? Tú vives diciendo sol solecito a mi lado, entonces asumo que tú has de saber qué significado tienen dichas palabras.” Manchego se rascó la cabeza. “Sol solecito…” “No sé de qué sirve que me sigas repitiendo eso. Hazte útil y anda a rastrear el cuarto entero. Debemos hallar una pista para resolver el acertijo.” Lo cierto es que deseaba quedarse a solas para pensar. Además, estar tan cerca a Mowriz en un estado moribundo no le causaba gracia. De inmediato, el interpelado cumplió la orden. Envainó la espada y con el brazo restante inició a peinar entre los surcos creados en el suelo y la pared. Manchego sintió un influjo de ideas. Quizá Mowriz guardaba la clave hacia el acertijo. Pensando lo cual, ordenó a Mowriz, “¡Canta la canción!” Mowriz, quien estaba peinando el suelo, se puso en pie como militar y recitó el cántico. Manchego le dio tiempo al tiempo. Quizás era una puerta o vía que se abriría con lentitud. Minutos pasaron y nada sucedió. Mowriz se mantuvo firme, esperando órdenes. “Continúa buscando,” le ordenó el mozuelo. Exactamente eso hizo Mowriz. “¿Sol solecito? ¿Como así?” Cruzó los brazos. “Seguramente no puede referirse al sol, porque… ¡porque no! ¡No suena lógico! Tiene que ser algo que esté en este salón, o quizá, en el siguiente. Algo que se asemeje a las propiedades del sol… ¿Cuales son las propiedades del sol? Brilla. Esa es una. Da calor. Esa es otra. Quema. ¿Fuego?” Manchego vio la varilla de madera. Emocionado, tomó el palillo reseco y caminó hacia donde estaban los candelabros. Con extremo silencio le prendió fuego a la varilla con la vela de uno de los candelabros. Con el palillo encendido, procuró caminar con lentitud para que aquella llama no se apagara. No había otra opción más que hacer lo lógico, eso es, depositar la llama entre la mella al

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centro del tunco de madera. Colocó la llama en la hendidura y en ese instante aquella depresión cobró fuego, como si tuviese algún combustible. La llama ardía como una antorcha en su máximo fulgor. El sonido de la flama era a ráfagas de aire cursando con velocidad, algo que le dio la pauta que debía deberse a un hechizo contaminando a la flama. El salón se iluminaba con aquella llama intensa, y al menos, había encontrado la parte número uno del acertijo. Ahora debía de proseguir. Quizá, éste era el sol solecito. En ese instante Manchego escuchó que la cerradura de una de las puertas del corredor se abrió. Se le heló el corazón. Se volteó instantáneamente con los nervios paralizados, esperando encontrarse lo peor. Lo único que había era una de las puertas abiertas. Era la primera del lado derecho. Manchego le dijo a Mowriz, “Anda y entra al cuarto.” El interpelado siguió la orden. El pastorcito siguió a su guarda, cuando las fauces de la habitación se abrieron como la boca de un cadáver. Entre aquella había únicamente un espejo sostenido por un armazón que permitía el movimiento del mismo en un eje vertical. El espejo no era grande, pero tampoco se podría decir que fuese chico. El pastor ordenó, “Trae ese espejo aquí afuera.” Manchego notó que seguía sosteniendo la espada entre sus manos. Savarb nunca le entregó la vaina para tal, y sabiendo que no la utilizaría en un momento cercano, la dejó caer al suelo, aquella resonando con un estrépito. ¿Será este el espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia? Improbable. No puede ser así de fácil, se dijo el muchacho mientras observaba a su guarda mover el artefacto. Mowriz, sin mucho problema, arrastró aquel espejo hasta donde Manchego lo guió. El guarda colocó el espejo próximo al fuego evocado, notando que de inmediato el espejo empezó a brillar, como si estuviera absorbiendo la luz emanada por el fuego. El mismo empezó a destellar un haz concentrado que fue a pegar hacia la pared de piedra. Impresionante…pensó el muchacho. Una segunda puerta se abrió. Manchego volteó a ver, con una ilusión sofocada por miedo. Era la primera del lado izquierdo. De nuevo ordenó a Mowriz que guiase el camino, y juntos, fueron hacia aquella habitación. Entre ella había únicamente un cofre de madera situado al centro, visible pobremente por la luz que entraba de las afueras. Manchego le ordenó a su guardia, “Abre el cofre y tráeme lo que hay por dentro.”

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Mowriz se desapareció en ese instante. Se escuchó el abrir del cofre y la extracción de algo liviano, quizás papel o pergamino. Manchego tuvo un papelito entre sus manos, donde leyó lo siguiente:

Runas.

Manchego dobló el papel entre su mano y dijo, “¡Joder! ¡Más acertijos! ¡Runas! ¿Pero qué demonios quiere decir con eso?” “Sol solecito…” “Momento… quizás eso sea. ¡Ven!” Manchego corrió hacia el espejo. Lo maniobró con dificultad, moviéndolo de arriba abajo y en el plano horizontal. La luz encontró una blancas marcas que no se habían divisado si no fuera por el destello del espejo. La runa perfilaba un sol envuelto en un recuadro. Extraño. No pasó nada. Esperaba la apertura de una tercera puerta, sin embargo nada sucedió. El muchacho se sintió embriagado por los acertijos. ¿Cuál sería el próximo paso? Con ganas de ir a ver si a lo mejor una puerta en el pasillo se había abierto, por casualidad pasó frente al destello del espejo, recibiendo el haz de luz en el rostro. En ese preciso instante una tercera puerta chilló. Se abrió la penúltima puerta del lado izquierdo. Manchego ordenó a Mowriz que lo guiara hacia el cuarto, pues el muchacho estaba aterrorizado que fuera algún tipo de trampa. Al entrar, Manchego notó que algo reposaba sobre el suelo de aquella cámara, y era una jaula pequeña que, dado la limitada cantidad de luz , le fue difícil concluir qué había dentro de ella. Emergieron de la habitación, el guarda cargando la jaula con la misma mano que cargaba la espada. En las afueras la luz era brillante dada las llamaradas, y gracias a dicha luz, pudo visualizar el cadaver de un búho. Entre la jaula, aparte del búho, había una nota doblada por la

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mitad. Manchego la extrajo con cautela, cuidando de no tocar al búho muerto. Leyó el mensaje inscrito en la nota en voz queda,

“Incinerar.”

“Recuéstala sobre las llamas. Ten cuidado, porque está muy caliente,” le dijo el muchacho a Mowriz, quien obedeció sin peros. Media vez la jaula fue englobada por las llamaradas intensas, el búho entre aquella cobró vida de súbito, chillando del dolor, aleteando con frenesí, hasta que el sonido a carne siendo achicharrada inició el preludio de su muerte. Manchego se sentía afligido por el ave, pero supo que no había nada por hacer, pues ya era muy tarde para salvarle la vida. Cuando el búho murió, dos puertas se abrieron en el pasillo. Apestaba a sangre fresca. Manchego notó que entre una de las cámaras había un cuerpo tumbado sobre el suelo, el cual estaba entre una estrella dibujada con piedra poma. El cuerpo explayado estaba rodeado por seis candelas, cada una en el vértice de la estrella de seis puntas, los vértices rodeados por un círculo hecho a la ligera. El cadaver estaba decapitado, y por el olor emanado parecía llevar varios días desde que le arrebataron la vida. El muchacho se salió del cuarto agarrándose las fauces, conteniendo un vómito que intentó salir proyectado de su boca. Prosiguió a explorar la otra cámara que se había abierto gracias al sortilegio. Mowriz extrajo de aquella habitación una pequeña nota, la cual tenía varias huellas digitales manchadas con sangre. La nota estaba escrita en garabatos, evidente que fuera quien fuera que la escribió estaba de prisa. La nota rezaba así:

‘La quimera de un sueño hecho realidad.’

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Manchego había escuchado esa palabra antes, aunque no estaba seguro qué significaba. Hablaba de un sueño, seguramente el sueño que Manchego tuvo. ¿Cómo sabría cualquier persona que tuvo cualquier sueño? El muchacho sintió un escalofrío treparle la espalda. Estaba consciente que algo o alguien lo estaba manipulando mediante sortilegios poderosos, que gracias a esta persona se encontraba en un sitio tan misterioso como la casa de Ramancia, llena de recovecos secretos. ¿Y por qué yo?, se preguntó el muchacho, ¿Por qué debo ser yo el experimento de algún hechicero? Manchego se sintió usado, malversado, y manipulado por fuerzas ocultas y superiores. Proseguir era la única manera de hallar una solución a los misterios, y sin una resolución sabía que jamás podría vivir en paz. Su mente juvenil prosiguió a resolver el acertijo. No le tardó sumar dos con dos, para comprender que acababa de prenderle llamas a un búho, y ahora se hallaba frente a un cuerpo decapitado. Con la mente resuelta, le dijo a su guarda, “Anda y trae la jaula en llamas. Colócala en donde la cabeza del cadáver debería de estar.” Mowriz tomó la jaula por las rendijas, incandescentes por el calor. El metal de la jaula estaba rojo, y a pesar del calor expelido por aquella, Mowriz no sentía una lágrima de dolor, signo fidedigno que aquél no sentía. Cuando el guarda colocó la jaula con el cadáver del búho chamuscado donde la cabeza del cuerpo decapitado yacía explayado, la estrella de seis vértices brilló con furia. Una roja luz validó el hechizo, explotando de un zarpazo. Como si hubiera sido una ventisca, el fuego que bramaba fuera de la cámara se apagó, y todo quedó a oscuras. El muchacho se aterrorizó al percatarse que ya no había luz del todo, nada se miraba… movimiento. Algo se meneaba. Algo se arrastraba. Dos puertas se abrieron. Pasos… pies descalzos haciendo contacto con el suelo… Los pasos, escuchó el muchacho con terror, se dirigieron hacia el salón en donde el tunco de madera había estado soltando la llama fogosa. Manchego sintió una presencia atrás suyo. Los pelos del occipucio se le erizaron. “Sol solecito…” el joven se tranquilizó al precisar que era su guarda; sin embargo, en completa oscuridad se sentía preso del infortunio, y además había tenido la mala suerte como para olvidar la espada, y si surgía una escaramuza, no podría hacer nada más que lloriquear.

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Luz. Manchego se tapó los ojos, guiñando para esclarecer que estaba sucediendo por fuera de la cámara. Era tenue, pero lentamente se avivaba. Cuando la luz acrecentó, fue evidente que tres seres estaban alrededor de las llamas que emergían del tunco de madera, y estaba moviendo sus brazos de manera circular, elevando las manos, para repetir el movimiento sin cesar. Con el corazón galopando, el muchacho notó que los tres cuerpos alrededor de aquella llama creciente tenían cabeza de búho, muy similar al hombre que visualizó en su sueño. Sólo que estos cuerpos eran cadáveres en estado de putrefacción, emanando un olor espantoso. Los tres cabeza de búho lo voltearon a ver, ojos amarillos e intensos penetrándole el alma. El joven se amedrentó, sudando frío. Se escondió detrás de Mowriz, pero notó que su guardia no reaccionó con aversión. Al estudiar el ambiente, notó que los cadáveres que avivaban la llama estaban parados en un círculo incompleto, pues faltaba una persona para completarlo. Manchego sintió un llamado profundo, como si comprendiera que era su propia presencia la que hacía falta para completar el sortilegio. Tomando un respiro profundo, se dedicó a emerger de la parálisis de miedo, y caminó hacia aquellos cuerpos rodeando a la llama. Se paró al lado de las quimeras, temblando del terror. Cuando el calor y la sugerencia del ritual lo envolvieron en su rapto, instintivamente inició a mover sus brazos como aquellos: en arcos y esferas, elevando sus palmas hacia el techo. Repitió cada movimiento a la perfección, al inicio moviéndose con timidez, para luego ganar fluidez en sus movimientos, envolviéndose completamente en el acto de brujería. La temperatura del ambiente incrementó drásticamente, mientras las llamas iniciaron a convulsionar con vigor. Del centro blanco de aquellas llamas místicas, una esfera perfecta inició a cobrar forma, para solidificarse e iniciar a flotar hacia el techo. Manchego estaba absorto, completamente consumido por el acto de brujería, y el ver a la esfera emerger, sintió la necesidad de incrementar la pasión de sus movimientos. La esfera se desprendió del centro de las llamas, e inició a ascender en el espacio, como si no pesara nada. Aquella esfera de energía irradiaba misterios y secretos, y mientras seguía ascendiendo, Manchego no podía hacer más que admirarla. De súbito la esfera hizo contacto con el techo de piedra, soltando un timbre diáfano. Al instante la piedra, como si fuera una pantalla, se desapareció, dejando expuesto un pasadizo vertical. Al fondo del pasadizo, notó Manchego,

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había un reflejo… El salón empezó a rotar, como si un niño estuviera girando un cubo sobre sus lados. Manchego empezó a deslizarse hacia la pared. Pronto, lo que fue la pared vertical se convirtió en el suelo. Las leyes de la gravedad no parecían afectar a las quimeras, ni a Mowriz, quienes seguían parados en lo que había sido el suelo, ahora la pared. Manchego estaba completamente inundado de confusión, no sabiendo cómo diablos alguien o algo había logrado desafiar a las mismas leyes de la naturaleza. Pero era real, esto estaba sucediendo, y no había manera de desmentirlo. Supo que no había tiempo para detenerse a filosofar sobre dichos asuntos. No se detuvo a pensar ni un segundo más. Caminó hacia el reflejo, precisando que el objeto reflexivo estaba atado a una armaron de hierros negros. ¿Sería el espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia? Al estar frente a frente con el espejo, notó que no poseía nada particularmente especial además de ser un objeto reflexivo. Notó que su rostro estaba lleno de lodo y sangre, que sus prendas estaba enlodadas y rotas como retazo. Supo que Lulita lo tendría de las orejas al verlo hecho harapos. Se analizó el rostro. Su cara…estaba triste. ¿Por qué? Su mirada…ojos negros… pupilas negras…vio con detención. De un momento a otro su propia imagen inició a parpadear, para luego iniciar a llorar. Observó a su propia imagen caminar hacia el interior del espejo…y fue ahí que las sombras lo englobaron.

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CAPÍTULO XVIII - LÁGRIMAS El fuego de antorcha ardía con vigor, iluminando el rostro afligido de la persona llevando dicho artefacto. Los ojos del portador de la antorcha estaban frenéticos, inquietos, yendo de sombra en sombra, buscando donde ubicar el sendero que debía proseguir. En la otra mano llevaba una espada metálica de filo bravo, la cual destellaba el fulgor de la flama. Su mente se paralizó al escuchar el siseo de voces mortecinas, palabras de violencia y terror que le carcomieron el alma. Algo muy malo estaba sucediendo y lo sabía, lo presentía, y era por ello que estaba aquí, porque algo inocente necesitaba de su ayuda. Apagó la antorcha, procurando no mojar la mecha, a sabiendas que a lo mejor y necesitaría avivar la luz…si es que salía vivo de la exploración de la malicia que se anidaba entre la sombra. Se movió con extrema cautela, utilizando a una luz verdina e infernal que emergía de las piedras como fuente de iluminación. La espada la llevaba frente a sí, listo para utilizarla en caso que la violencia se desatara. Se escondió tras una piedra cuando precisó a cuatro figuras en una caverna. Tres eran claramente humanas, mientras la cuarta parecía humano, pero era demasiado esbelto y sus armaduras eran muy extrañas, además de poseer un rostro pálido. Fue evidente que se trataba de dos mercenarios, utilizando armaduras de cuero curtido, con varias armas colgando de varios cinchos. Eran grandes y glotones, con brazos macizos y miradas experimentadas. Pero la figura con la que conversaban no parecía humano del todo, además de vestir unas armaduras que le detallaban el cuerpo a la perfección…y esas manos… eran garras. La cuarta figura era el cuerpo explayado de una mujer. No respiraba…no se movía del todo, y estaba recostada sobre un charco de su propia sangre. Tenía las piernas abiertas, con sangre fresca manchándole el vientre. El ser bello y malvado dijo en una voz cristalina y convincente, casi seductora, “Podéis retiraros, mis amigos. Vuestra enmienda ha sido cumplida. Id en paz. Pronto nuestros mensajeros os estarán entregando vuestra suntuosa recompensa.” Pero los mercenarios estaban inquietos. Haber matado a la señora no fue difícil, pero la cría que habían extraído de su vientre, era de otra naturaleza, pues emanaba nada más que

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bondad, “¿Y qué será del bebé, mi señor?” El ser bello y malo respondió, “Ése ya no es problema vuestro, amigos. Él ha de morir hoy en la noche, tal es como lo dicta el Amo, Legionaer. En Némaldon los sacrificios son necesarios.” Uno de los mercenarios lo contrarió, volteando a ver a su compañero, “Estoy bastante seguro que hemos cometido alguna clase de error…esa cría no es cualquier cosas, ¿no es así? ¿Acaso no sabías que emana bondad? Esto es una trampa, una barbaridad…Los dioses te condenen para siempre, dethis,” dijo el mercenario. “Que la diosa de la Noche te juzgue como es debido, y te envíe a su calabozo eterno. La cría se quedará con nosotros.” El segundo mercenario desenvainó una espada curva y dijo, “Maldito dethis…no sé cómo llegamos a aceptar vuestro negocio. Los dioses me perdonen por lo que he hecho…esto es una desgracia. Nos iremos, la cría se vendrá con nosotros.” “Esta cría es propiedad del Amo. El trato ha sido sellado con sangre, y nada podrá remedarlo.” El ser llamado dethis sonrió con sorna, exponiendo un par de colmillos lobunos. Con un movimiento ágil, derribó al primer mercenario, arrancándole la mitad del cuello con una mordedura. El segundo mercenario apenas si tuvo tiempo para elevar su espada, cuando las garras del demonio ya lo atravesaban de lado a lado. En ese momento la bestia inició comerse a los mercenarios, el sonido a carne siendo desgarrada llenando el ambiente. El viajero valiente estaba desconcertado por lo que estaba viendo. Los demonios de Némaldon… ¿en el pueblo San San-Tera? Nada hacía sentido, pero era lo de menos. Supo que la mención de una cría significaba que seguía viva. Emergió del escondite, corriendo con la cabeza gacha. Al llegar al lado de la mujer desangrada, noto que tenía el cuello cercenado de lado a lado. Al lado de una placenta grisácea, encontró el cuerpo de un recién nacido, el cual seguía atado al cordón umbilical. Se quitó el chaleco de lama y envolvió a la cría entre él, la cual, aunque muy fría, seguía viva, su cuerpecito apenas moviéndose. Cortó el cordón, y sin miramientos, salió corriendo de vuelta a su escondrijo. Avivó las ascuas de la antorcha, y de un momento a otro salió huyendo en busca del sitio que le dio acceso a los túneles endemoniados que emanan la luz verdina.

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Eromes entró a la Estancia, preso del infortunio. Había sido tocado por los tentáculos de la sombra, y su mente y alma habían sido contaminadas con su ignominia. Pero entre sus brazos llevaba algo muy especial, envuelto en el chaleco de lama que para siempre dejaría como recuerdo de su heroísmo. Lulita salió corriendo a su auxilio al verlo tomado por la locura, sus manos llenas de sangre, “¡Eromes! ¡Mi amor! ¿Dónde has estado? ¡Háblame! ¡No me hagas sufrir este desamparo!” Eromes respondió, “¡Recíbelo! ¡Cuídalo mucho!” Lulita abrió los brazos, su instinto materno entrando en juego en cuestión de un instante. “Ay, por los dioses, ¿quién es esta criatura tan bella?” Lulita lloró a cántaros. Estaba feliz, porque luego de años de intentar tener hijos con Eromes, habían sido todos fallidos. Quizás porque uno de ellos estaba estéril, o quizás porque no era la voluntad de los dioses. Las únicas dos veces que había resultado en embarazo, los dos fueron abortos naturales. Las crías que nunca fueron ya estaban enterradas en el cementerio. Eromes le dijo entre su delirio, “¡Lulita, tienes que hacer lo posible para que nadie lo descubra! ¡Entrégale lo mejor de ti! ¡Ámalo como madre y hazlo sentirse bien! La sombra…es terrible…una malicia…la sombra…” Lulita corrió tras Eromes, pero fue fútil el intento, “¡Amor mío no te vayas! ¿Por qué nos dejas así? ¡Explícame! ¡Amor mío!” … El tiempo aceleró por un túnel de colores morados y violeta. La imagen se esclareció, detallando un nuevo panorama: Lulita tocó la campana, “¡Manchego! ¡Ya está el desayuno!…” El rostro de un mozuelo de sonrisa triste se hizo visible. Un can lo seguía con la lengua colgando de su afable rostro. Manchego dijo, “Gracias abuelita. ¡Te quiero!” Lulita se miraba joven, lúcida, pero se notaba que la tristeza le había cobrado el precio a su mirada desde luego decaída.

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La realidad le pegó una bofetada, viéndose en el reflejo de aquel objeto místico. Su rostro estaba lleno de lágrimas. Las piernas se temblaron, las rodillas se vencieron bajo la congoja. Cayó sentado, deslizándose contra la piedra. …¿Huérfano? ¡Y nadie osó en decirme que soy un maldito huérfano! Mi madre murió a cuestas de un demonio de Némaldon, mientras que mi supuesto abuelo murió por salvarme la vida… ¿qué soy? Soy el producto del infortunio… y esta es la verdad que Lulita y Balthazar han estado escondiendo por tantos años…todo una gran mentira para mantenerme alejado de la verdad. Y por ello no me parezco a Lulita, ni a Eromes, ni a nadie…es porque soy un huérfano desgraciado, un bastardo seguramente…por los dioses…¡MALDICIÓN! Amargas lágrimas emergieron de sus ojos, el pluvial sentimental bañando sus harapos, su rostro, mojando la piedra bajo su cuerpo. Me querían asesinar desde pequeño, un tal Legionaer. Así de sombrío es mi pasado. ¿Quién fue mi padre? ¿Será que a él le gustaba ver el amanecer? ¿Será que a mi madre le gustó ver el orto? ¿Por qué soy tan diferente a todos? ¡Oh, dioses, sed clemente conmigo!, pensó el muchacho en desasosiego. Por un prolongado tiempo permaneció sentado, escuchando el bramido del fuego. Las quimeras seguían en su ritual, manteniendo el portal abierto. Muchas de sus dudas habían sido esclarecidas, y sin embargo, no hicieron más que arruinarle la existencia. A pesar de saber la verdad, de nada le servía…aunque claro estaba que alguien deseaba hacerle saber la verdad… ¿pero con qué fin? Esa persona merecía una bofetada por desconsiderada…¿acaso no sopesó el dolor que le provocaría? ¿Que saber dichos hechos le rompería el corazón? Se limpió los mocos con la manga de su camisón. En ese momento, sintió la Nuez de Teitú entre su mano. Lágrimas caían libremente sobre ella. No sabía por qué apretaba fuertemente dicho tótem. “¿Huérfano…?” Las lágrimas regresaron. “¿Me querían matar? ¿Un sacrificio? ¿Pero para qué?” ¿Y dejarás que te conviertan en un sacrificio? se preguntó el mozuelo. ¡Jamás!, se respondió él mismo. No seré el sacrificio de nadie. Y es gracias a Lulita y a Eromes que estoy vivo… ¡Lulita! ¡La Finca! ¡El pueblo!

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La realidad lo regresó a sus cabales, comprendiendo que a pesar de sus dolores existenciales, el mundo continuaba, y que si no hacía prisa, pronto la violencia del pueblo lo tendría envuelto entre su desgracia, y podría quedar sepultado en él. ¿Qué haría Lulita si muriera, desamparado y sólo en el pueblo? Fue el amor lo que lo sustrajo del pesimismo, amor hacia la señora que le dedicó la vida y el corazón para tratarlo como hijo propio. Los cadáveres, de uno en uno, cesaron de forjar el hechizo que le permitió al muchacho acceso al Espejo mágico. Debían sellar el acceso a dicho artefacto de poder, pues manos maléficas podrían dar con él, y dicho objeto jamás debería caer en las manos inadecuadas. La primera quimera se largó, y la llama disminuyó de fulgor. La segunda se largó, caminando de vuelta hacia las puertas de donde provino. La tercera se largó. La llama empezó a morir hasta quedar en una diminuta luz. Lo último en desvanecerse fue el reflejo del espejo de la Reina Negra del Abismo de Morelia que desde el techo soplaba las últimas imágenes de su misterioso destello.

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CAPÍTULO XXII - LA TRÁGICA CASCADA Una columna negra de humo escalaba el cielo, como el dedo de un ser malvado punzando el contenido de las nubes blancas. El olor a violencia fue evidente cuando humo y ceniza fue enviada por una violenta levantisca. Manchego abrió los ojos de súbito. Estaba por fuera de la casa de Ramancia, y Mowriz no estaba por verse. ¿Habría sido un sueño? ¿Se habría quedado dormido frente a la casa de la bruja? Cuando estudió a detalle las calles del pueblo, vio algo que le espeluznó los cabellos del cuerpo. Notó que habían tres montañas hechas de cadáveres, cada una conteniendo a no menos de veinte cuerpos, todos con el rostro agonizado, evidente que la muerte que les arrancó la vida no fue placentera. El choque de metal contra metal fue clarividente a una distancia próxima a él. El muchacho puso en pies de un respingo, alerta, volteando a ver de lado a lado, temiendo que pronto la violencia lo alcanzaría. Se escuchó una explosión seguida por llamaradas de fuego. Aquella catástrofe fue seguida por varios gritos y la colisión mortífera de metal contra metal. En ese instante un grupo de diez a quince hombres y mujeres corrían a toda gana en dirección de Manchego, huyendo de algún esperpento. Uno de ellos, con barbas en su rostro, manos ensangrentadas, harapos empolvados y botas rotas, gritó, “¡Hay que retroceder! ¡Retroceded! ¡Al Fuerte de las Asaetearas!” Manchego no tuvo más opción que seguir a los huyentes, sabiendo que de quedarse en el mismo sitio sería derribado por la violencia que avanzaba hacia ellos. Una lanza de diente malvado alcanzó a uno de aquellos que huía. Fue derribado en un segundo, rodando hasta quedar inerte. Otra lanza viajó con una ardorosa velocidad, zumbando como avispón, llevándose a una mujer al suelo y directo a la muerte. “¡A la caterva!” gritó uno de los huyentes, orientando a los que corrían, incluyendo a Manchego, a una pila de ruinas y detritos, entre la cual había una pasadizo aparentemente secreto. El hombre de barbas ensangrentadas gritó, “¡Somos nosotros! ¡Traemos a un sobreviviente de la batalla de la Marcha de los Doscientos!”

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Uno de los hombres armados sobre el techo de una de las casas gritó de vuelta, “¡Qué cosa más extraña! ¡La Marcha de los Doscientos derrotó a la mitad de nuestra resistencia! ¡Oye! ¡Tú! ¿Cuál es tu nombre?” “Manchego…”, replicó nervioso, sin notar que su rostro estaba pálido del hambre y el sueño. El muchacho se percató que tras pasar lo que era una garita, llamada la Caterva, entró a un espacio que no era más que una calle cercada por dos garita de detritos y desperdicio. Esto era el Fuerte, o al menos uno de los que Savarb, el líder de la resistencia, había mencionado. Manchego observó a sus alrededores, notando que la base que los pueblerinos habían creado, eran las casas y tiendas, ahora convertidas en un punto de resistencia. Pero el joven supo que casas de madera jamás detendrían a los soldados por mucho tiempo, y mucho menos sostener el odio de aquellos. El pueblerino abrió los ojos de par en par, “¡El Señor Manchego! ¿El jinete del caballo blanco? ¡Por los dioses! ¡Ha vuelto de su misión! Los dioses son buenos…” Aquel hombre bajó de su posición en el techo, colgando el arco alrededor de su espalda. Le estiró una mano sucia al interpelado, “Mi señor… Savarb a su servicio. Hay que darle gracias a los dioses por su vida. Es un milagro. La Batalla de los Doscientos fue una masacre. La matanza un exceso. Y esos hijos de puta recopilan a nuestros muertos en montañas por razones que desconocemos, pero es evidente que algo malicioso se traman esos malditos…. ” El rostro del capitán se deformó en agravios. “¡Labradores!” En ese instante, por aquel laberinto por donde entraron los fugitivos, La Caterva, como la conocían los de la Resistencia, un escuadrón de veinte soldados la invadió de súbito. Una bomba de grasa fermentada les fue enviada con dedicación desde los techos. En ese instante el grupo de soldados se incineró. Flechas volaron como abejas enfadadas, llevando a los invasores a una muerte temprana. El sonido de carne siendo achicharrada invadió el ambiente. Savarb le dijo a Manchego entre suspiros, “Vamos, mi señor. Tenemos poco tiempo para juntar nuestras fuerzas y fortalecer el Fuerte de las Asaetearas, el último de los tres puntos donde luchamos contra el enemigo. Sígame. ¿Qué pasa? ¿Anda preocupado?” Savarb se percató del cavilo que atenazaba al muchacho. Manchego respondió, “Sí, capitán… estoy preocupado por lo que pasa en mi Finca. Temo

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que debo de regresar cuando antes…y no sé si la violencia del pueblo se ha extendido hacia allá. Le prometo que las cosas no estaban tan mal cuando me fui de la Finca…¡Lulita!” dijo el joven, preso del pánico. Savarb respondió, “¿Regresar? ¿Está loco? ¿Sabe a los peligros que se estará sometiendo si se dirige a las Fincas a esta hora? Los soldados lo harán picadillo, señor Manchego.” Savarb analizó al muchacho, notando que no lograría disuadirlo de su misión. Le dijo, “Conozco un camino por el cual puede irse, mi señor: la alcantarilla. Advierto desde entonces que es un camino peligroso. Desconocemos qué alberga dicho sitio, pero es la única opción que le ofrezco. Hay un problema: la entrada más próxima a los sumideros está a dos cuadras.” Manchego respondió esperanzado, “¡No tengo opción! No me puedo quedar aquí cuando mi abuelita sigue en la Finca, y Luchy y Tomasa y Rufus también… ¡me necesitan! No me importa,” dijo el joven, empuñando las manos. Jamás se había sentido tan determinado. “Me iré por los drenajes.” Manchego notó que su propio tono de voz había cambiado…como si su inocencia se hubiera evaporado y hubiera sido sustituida por una madurez entristecida y vengativa. Savarb asintió, “Dos de mis soldados lo escoltarán. Además necesita de varios brazos para quitar la tapa de metal pesado. Estando entre los sumideros, debe seguir la corriente del agua. La salida de los drenajes está al costado de la calle conocida como Los Encuentros. “Al entrar en el túnel, se supone que hay una antorcha al final del la escalera antes de hacer contacto con el desperdicio. Ésta se supone que prende fácilmente, mantenida fresca por los que trabajaban para mantener limpio al pueblo. Tenga esta caja de maderillas. Al frotarlas prenden rápido sin necesidad de una yesca. Las usaba para fumar pipa. Pero veo que usted las necesitará más que yo.” “¡Labradores!”, resonó el grito desde La Caterva. Una esfera de llamas se esparció. Flechas llovieron del techo en trombas. Savarb exclamó preocupado, “¡No descansan esos hijos de su puta madre! ¡Váyase de inmediato! Tenga, llévese esta daga en caso que le sea útil. ¡Váyase antes que el sol caiga por completo!”

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Maslon y un pueblerino llamado Ermand guiaron a Manchego al sitio predilecto. A la distancia se escucharon los gritos y el ruido de la escaramuza sostenida en la garita. El pastor se estaba fatigando rápido. El moverse en sigilo estaba cobrando su precio en su cuerpo juvenil. Creyó escuchar el trote de botas metálicas contra el adoquín, pero el sonido se perdió entre el bullicio del viento. Manchego barrió su vista sobre las ventanas y puertas de las casas. Encontró en ellas la actividad de varias manos que con el apremio de la angustia sellaron las ventanas y puertas con tablas y clavos. Otras casas estaban completamente saqueadas. Maslon y Ermand guiaron a Manchego a donde su capitán, Savarb, había indicado. Justo al centro de la calle, una tapa de metal, pesada y de superficie lisa y de óxido abundante, encubría firmemente la entrada a la alcantarilla. Maslon dijo jadeando, “Tiremos de ella con el barrote––¡una, dos y tres!” La tapa cedió con un crujido poderoso. El aliento de los sumideros surgió con una pestilencia alarmante. Manchego empezó a descender la escalera sin pensarlo dos veces, pues nada lo atenazaba más que la preocupación de su abuelita. Maslon lo detuvo y le dijo, “¡Mi señor, aguarde! Hay algo que deseo decirle. Es una canción que mi abuela me cantó a mis orejas en los tiempos difíciles, y usted uno de estos seres brillantes a quienes mi abuela llamaba un desvelador. La canción va así:

Tan triste y vencido, no te dejes vencer tan seguido. Tan triste y vencido, no te dejas ver tan seguido.

Te angustias y palabras te sofocan en olvido. Te angustias y palabras vuelan sin sentido.

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Estas enviciado, galopando en una ruta que conoces, Venciendo el terreno agolpando el terreno conquistado, Eclipsado te vences en derrota y deslizas hoces, Gritando en guerra voz rugido el león tan frustrado.

Quieres despojarte de tus penas, arrojarlas a un río y olvidar, Quieres alojarte en ajenas, despojarte de tus vientos y manar.

Te opacas en llanto caprichoso y de tus ideas fluyen alabardas, Te hamacas entre tus penas y cesas de fluir y te aguardas.

Emociones translocan movimientos en energías situaciones, Se mueven pensamientos en saetas que perforan ilusiones.

Te pierdes de ‘todo eso’ que urdimbran pueblerinos en canciones, Crees en deprimente la música que se gozan otros tus eones.

Pero fuerte y potente alzas la lucha en bandera remontando vuelos, Resistes la opresión tan constante que sonoro te abate lobregando, Te decaes y te desvelas, oh potente desvelador, y caes en desvelos, Tu corazón hervido lanza mil memorias en cordones, y recuerdas cuando.

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Lúgubre el enjambre de fantasiosas las ideas que sulfuran un desdén, Te opacas y te hundes, un navío fracasado que pronto hace un vaivén.

Acrósticos afables de tus tertulias ya pasadas se deslizan de tu mano, Y caen ya heladas sobre montes de palabras que divagan en villano.

Héroes guerreros que los tiempos evolucionas en soslayo te designan, Luchas emprendido abarcando lo total y nunca lo parcial que te dignan.

Evitas entonces recaer en guerrero espumoso tan efímero su rostro, Y defiendes en furor los flancos que se te asignan con fuego y fulgor. No sucumbas y no te tientes a tales sacrilegios que te vuelven costro, Marcha héroe guerrero y en fiera fuerza alumbra sombras del terror!

Anda entonces divino ángel y cuida de tus ovejas que pastor te impones! Y no dejes caer esa vitalidad que los santos manan en nombre a montones!

Grita en potencia el furor de tu eminencia y realza tus pasiones de guerrero! Marcha entonces en fuerte la morada y alza en gloria y brilla tan austero!

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Manchego sintió un aire de esperanza en las palabras del joven, algo que lo alejó del deseo de vengarse contra quien fuera que asesinó a su madre y a su abuelo. “Gracias por las palabras…y ahora debo irme, Maslon y Ermand. ¡Que los dioses estén con vosotros!” Maslon y Ermand le desearon a Manchego un buen viaje, y con grandes esfuerzos cerraron la entrada a los drenajes. Precisó cómo la luz de la tarde fue aislándose mientras la tapa se cerraba. El ruido del mundo externo quedó opacado. Una que otra gota se escuchaba caer a una distancia. El corazón de Manchego se heló cuando escuchó botas metálicas correr sobre el adoquín. Deseó lo mejor por sus nuevos amigos, Maslon y Ermand, quienes a lo mejor y se escaparon justo a tiempo para llegar al Fuerte. El silencio fue calmante. Aparte del goteo intermitente, nada más era audible, salvo su propia respiración y el latido de su corazón. De una de sus bolsas del pantalón sacó la caja de maderillas que el capitán le concedió, percatándose que en el otro bolsillo llevaba la Nuez de Teitú. Savarb le advirtió que la caja tenía solamente tres maderillas, por lo cual debía de usarlas con prudencia. Encendió aquellas frotándolas entre sí. Una pequeña burbuja de luz rodeó sus alrededores, detallando unas paredes de ladrillo manchadas por moho y la corrosión del tiempo. Descendió con prudencia, a modo de no agitar el viento para prevenir que este soplase sobre su luz y la apagara. Al lado del último peldaño estaba la antorcha que Savarb había mencionado. Una ráfaga ascendió por el túnel, apagando su pequeña flama. Aprovechándole las ascuas, volvió a frotar las madrecillas con persistencia, avivando a la flama que pronto llegó a encender la mecha de la antorcha. La flama cobró fulgor de un chispazo, lenguas de fuego lamiendo el aire con voracidad. Su rostro se iluminó, y pronto la burbuja de luz tocó los límites del sumidero. Confiado por la presencia de luz, finalizó descender las escaleras, sumergiendo sus botas en un líquido verde y espeso, que no era más que una sobreabundancia de heces y otros desperdicios. El olor fue espantoso, pero su alma adolorida por los sucesos de su pasado, y por la seguridad de Lulita, lo empujaron a proseguir a pesar de la pestilencia. Empezó a moverse en dirección del flujo del agua y del excremento. Se movió con rapidez, dando pasos ligeros, haciendo lo posible por evitar un exceso de ruido. El sonido aquí

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debía viajar con mucha eficacia y por nada deseaba alertar a quien fuera. De vez en cuando se topaba con una encrucijada. Sin saber a donde ir, simplemente seguía el flujo del agua y del estiércol, su mente una matriz de enigmas y marañas que apenas lograba comprender. Toda su existencia había sido volcada de un momento a otro; los efectos que esto tendría sobre su alma estarían por verse. Ruido. Cesó de caminar y en ese preciso instante el ruido cesó. Había escuchado pasos, estaba seguro de ello. Alguien caminaba al mismo son y ton que él, por lo cual no era posible discernir aquella presencia. Pasaron unos segundos. Manchego permaneció viendo hacia atrás, esperando a ver si quizás alguien, un amigo, lo estaría siguiendo. Nada. Fueron las ondas del agua que delataron a aquella presencia que le seguía los pasos. En ese instante el pastor reaccionó con un estrujón de energía. Empezó a correr hacia donde el agua fluía, y para su delirio escuchó a su persecutor andar al mismo paso. Alguien o algo deseaba dar con él. “¡Alto en el nombre del Alcalde!” El grito reverberó con la muerte inscrita en su frente. Manchego vio una cosa aparecerse entre el aura de luz. Una lanza casi le arrancó la cabeza, colisionando contra la antorcha, enviando ascuas y chispas por doquier. La oscuridad colapsó sobre su cuerpo. Sin saberlo y sin sentirlo, soltó un pulso de energía angelical. Como una ola magnánima, un cuerpo viajó por el espacio que los separaba. Manchego sólo sintió aquella presencia rozar sus pieles, para desembocar su furia sobre la carne de los soldados que deseaban hacerlo picadillo. El muchacho cobró su coraje y limpió las chispas de su rostro. La antorcha estaba mojada e inútil. Siguió avanzando, produciendo la daga de su cincho. Frágiles rayos de luz iluminaron vagamente la escena, donde vio a dos guardias luchando a la muerte contra un ser que maniobraba una espada con un sólo brazo. Manchego sintió que la energía se le multiplicó al creer reconocer el cuerpo de Mowriz, luchando contra los soldados como si no hubiera un mañana y, contagiado con los deseos de vengar a su abuelo y a su madre, se abalanzó al ataque con torpeza, clavándole la daga profundamente en el costado a un soldado. El muchacho sintió terror al sentir que la punta se

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hundió profundo y sin deterioro, y mucho peor cuando escuchó al soldado ahogarse en su propia sangre. No tuvo la oportunidad de detenerse, la prisa y la necesidad de llegar a la estancia lo empujó, catapultándolo fuera de los sumideros. Emergió al mundo abierto, notando que la tarde ya cabalgaba sobre el día, y que una nube negra gigantesca ya ocupaba la mayor parte del cielo. Volteó a ver al pueblo, notando que de varias partes emergían columnas de humo espeso y flamas de infortunio. Con el corazón en la mano, el muchacho corrió hacia la Finca, sintiendo que las alas del demonio los estarían haciendo presa bajo su terror.

***

Llegó a la Finca con el alma en pánico. Estuvo por entrar a la Estancia cuando escuchó el ladrido de Rufus a una distancia lejana. Algo estaba terriblemente fuera de lugar, y lo sentía en su corazón. Hacia esa dirección corrió. Notó que el ruido de los ladridos lo guió hacia el Observador. Al llegar a la pequeña colina, justo al lado del Gran Pino estaba Rufus ladrando a todo pulmón. Manchego abrazó al can y le dijo entre su agitación, “¡Rufus! ¿Qué ocurre?” Rufus siguió ladrando en dirección de la Ceiba, el árbol magnánimo a pies de las faldas de la pequeña colina. El pastor desvió su mirada hacia aquella dirección. Con terror deformándole el rostro, notó que Gramitas estaba atrapada bajo la fronda del árbol. El pastorcito no se detuvo, e impulsado por el deseo de salvar a su favorito animal, llegó a su auxilio sin miramientos. “¡Ya voy, Gramitas!”, le gritaba Manchego mientras se dirigía hacia el carnero. Un relámpago palideció el cielo. El trueno dejó sordo a Manchego por unos segundos. Los árboles, incluyendo a la Ceiba, se batían de lado a lado con la fuerza del vendaval que inició a soplar de súbito. Manchego no notó que Rufus empezó a desacelerar, ladrando con vigor, urgiéndole a Manchego que no siguiera adelante. Al llegar al costado del carnero, el muchacho se acuclilló, en busca de ayudar a la bestia a salir de sus penurias. Pero para la sorpresa del muchacho, nada en particular estaba

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obstruyéndole el paso al animal. ¿Sería un truco? El joven elevó la mirada, para encontrarse con la vista de la bestia, quien lo estaba estudiando con una mirada inteligente. Manchego se espantó, dando un respingo. Los ojos del carnero seguían estudiándolo con escrutinio, ojos celestes y brillantes, poseídos. Se trastrabilló con una raíz. Sin poder detener un tropiezo inminente, el muchacho empezó a caer de espaldas. La tragedia inició su cascada inevitable. El mozuelo vio cómo el mundo entero se volcó. La caída fue lenta y aterradora. Su espalda pegó contra el suelo. Sus pulmones se vaciaron del poco aire que restaban entre ellos, quedándose sin aliento. Sintió que algo se empezó a quebrantar bajo su peso. Quiso actuar, pero lo único que pudo hacer fue permitir que el pánico le consumiera el alma. El suelo bajo su cuerpo se inició a hundir. El pastor soltó dos lágrimas de tristeza al no poder prevenir una inminente caída hacia las profundidades. Estiró los brazos en aras de aferrarse a lo que fuera, su mano rascando nada más que al viento escurridizo. Un grito fallido se produjo de sus vocales…Lulita. Lágrimas de desasosiego inundaron su rostro. La caída entre la absoluta oscuridad fue inminente, cuando la tierra se lo tragó.

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