La gran novela del genocidio armenio

12 mar. 2013 - tegra la vasta lista de los grandes creadores ... Su novela Los cuarenta días de Musa Dagh, publicada .... En todo el artículo de marras hay una.
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OPINIÓN | 21

| Martes 12 de Marzo de 2013

franz werfel. Su novela Los cuarenta días de Musa Dagh,

publicada hace 80 años, fue la primera gran denuncia que despertó las conciencias dormidas del mundo entero

La gran novela del genocidio armenio Marcos Aguinis —PARA LA NACION—

S

e cumplen ochenta años de la estremecedora novela épica Los cuarenta días de Musa Dagh. Su denuncia fue un rayo que partió conciencias dormidas y se convirtió en uno de los libros más frecuentados de la época. En medio de la ignorancia, la censura y ajenas urgencias, el planificado asesinato de todo un pueblo había quedado en el más oscuro rincón de las agendas. Con una prosa restallante, su autor describe las atrocidades cometidas por el decadente imperio otomano y cómo se construyó una resistencia que involucró las aldeas que rodean la montaña de Musa Dagh. Aislados, sin comida y sin recursos, un millar y medio de personas se negaron a dejarse arrollar. Es interesante el apoyo que durante esa tragedia les brindó el pastor alemán Lepsius, quien mantuvo un esclarecedor diálogo con Ever Pashá, comandante turco. Este jefe explicó sin cortapisas las razones (o sinrazones) de su gobierno para deportar y asesinar a “los piojos” de su país: el pueblo armenio. La lucha duró cuarenta días, hasta que acudió a rescatarlos una fracción de la armada francesa. El escalofriante y largo episodio pasó a transformarse en un símbolo de la tragedia que quedó inscripta para siempre en el corazón de los armenios. El autor de esa novela basada en hechos reales fue Franz Werfel, narrador, dramaturgo y poeta nacido en Praga en 1890. Integra la vasta lista de los grandes creadores de la Europa central de aquella época y se lo suele asociar con la corriente expresionista. Su vida también fue de novela. Sirvió en el ejército austrohúngaro durante la Primera Guerra Mundial, con tareas militares en el frente ruso y como agente de prensa. Pero no pudo evitar que se lo condenase por traición a la patria debido a su provocador pacifismo. Las obras que empezó a publicar lo bendijeron con una rápida fama y en 1929 se casó con Alma Schindler, viuda del compositor Gustav Mahler.

Imposible no incorporar un párrafo sobre esa bella, culta e inteligente mujer, que lo acompañó hasta su muerte y había sido la joya más codiciada de su tiempo. Dotada de notable sensibilidad artística y avanzado espíritu rebelde, compositora ella misma e hija de un celebrado plástico, Alma recibió “el primer beso” del pintor Gustav Klimt, fue pareja del pianista Zemlinski y tuvo un affaire con el pintor Oskar Kokoschka. Se enamoró y casó con Mahler, cuyo apellido adoptó para siempre. Pero luego se entusiasmó con Walter Gropius, quien fundó la mundialmente aplaudida escuela Bauhaus. Después del fallecimiento de Mahler y un socialmente correcto intervalo, se casó con Gropius. Pero la pareja dejó de funcionar al introducirse en la escena el escritor Franz Werfel. Alma Mahler se divorció de Gropius y se casó con Werfel. Lo acompañó como una musa mientras redactaba la electrizante gran novela Los cuarenta días de Musa Dagh. Es curioso que haya sido publicada en el mismo año que Adolf Hitler tomó el poder en Alemania. También es curioso que, pese a que la obra alcanzó una acelerada aceptación planetaria, Hitler avanzó con sus siniestros planes antisemitas repitiendo la frase “¿quién se acuerda del genocidio armenio?”. Cuando en 1938 se produjo la anexión que incorporó Austria al Tercer Reich (con el júbilo irresponsable de la inmensa mayoría del país), Werfel, su esposa y sus hijos –lo mismo que Freud y otras celebridades– tuvieron que dejar Viena. Se dirigieron a Francia, donde fueron testigos de la invasión nazi. Entonces Werfel con su familia se desplazó hacia el Sur, hacia Lourdes, que había quedado bajo el gobierno cómplice de Vichy. Parecía que la furia genocida inaugurada en el siglo XX con los armenios no llegaría tan lejos. Fue acogido por los monjes del santuario, pero llegó el momento en que ningún judío se podía considerar a salvo dentro de la Francia

ocupada ni de la Francia sometida. Consiguieron embarcarse a los Estados Unidos, donde compuso la famosa “Canción de Bernadette”, donde narra los milagros de la Virgen, obra que pronto fue llevada al cine y obtuvo un Oscar. Corresponde, por lo tanto, señalar que fue un judío quien compuso la primera y electrizante novela sobre el genocidio armenio y que fue ese mismo judío quien dotó de verosimilitud, ternura y espiritualidad al milagro de Lourdes. También fue judío quien acuñó la pala-

bra genocidio. Se trata del abogado polaco Rafael Lemkin, que la propuso en 1944, antes de acabar la Segunda Guerra Mundial y cuando aún no se tenían claras noticias sobre los horrores del Holocausto. Lemkin se refería a las matanzas cometidas por motivos raciales, nacionales y religiosos. Fundamentó su tesis en las atrocidades llevadas a cabo contra el pueblo armenio en 1915. Gracias a sus esfuerzos consiguió que el tribunal de Nürenberg definiera como crímenes contra la humanidad el “asesinato, extermi-

nio, esclavitud, deportación, persecución y cualquier otro acto inhumano contra la población civil, por motivos religiosos, raciales o políticos”. Los historiadores suelen fijar el comienzo de la atmósfera que llevó al genocidio armenio en el golpe de Estado que impusieron los llamados Jóvenes Turcos. El nacionalismo exacerbado, empero, los indujo a canjear las tendencias modernizadoras por una expansión del imperio otomano y “la unión sagrada de la raza turca”. Armenia, por su ubicación geográfica, por haber sido la primera nación en convertirse al cristianismo y por insistir en sus reivindicaciones sociales, se convirtió en un escollo. El 24 de abril de 1915 estalló la primera y espantosa manifestación del delirio con el arresto de las 235 personalidades armenias más relevantes –científicos, escritores, sacerdotes, docentes, líderes políticos–, conforme a una lista previamente confeccionada. Ese número pronto ascendió a ocho centenares. Era una decapitación que pretendía privar al pueblo de una orientación confiable e impedir que las noticias cruzaran las fronteras. Al mismo tiempo se organizaron “brigadas de trabajo” con hombres de 16 a 60 años, destinados a construir caminos y trincheras en los que luego se los ejecutaba sin explicarles el motivo. Muchos morían antes del tiro mortal por la extenuación física, la carencia de alimentos, los castigos brutales y la falta de higiene. A mediados de 1915 empezó la salvaje etapa de empujar niños, mujeres y ancianos hacia el desierto que ahora pertenece a partes de Siria, Irak y Arabia Saudita. Los hacían marchar semidesnudos, descalzos, hambrientos, infectados, heridos, sedientos y aterrorizados. Iban cayendo sobre las arenas que servían de sepulcro, sin que se necesitase gastar la pólvora de las municiones. No conformes con esta “limpieza”, buscaron a quienes se habían escondido en orfelinatos o en el interior de las viviendas donde familias turcas decentes y corajudas les brindaron asilo. Después de la guerra, la comunidad internacional condenó el genocidio armenio, en el que fueron asesinadas un millón y medio de personas. Varios países habían advertido, ya en 1915, que los Jóvenes Turcos serían acusados por el extraordinario crimen. En la actualidad sólo fanáticos son capaces de negarlo. Pero aún la cuestión sigue abierta, porque el gobierno de Turquía se resiste a reconocer su responsabilidad. Contra esa posición se han manifestado grandes intelectuales turcos, incluido el premio Nobel de Literatura Orhan Pamuk. A partir de esa masacre creció la llamada diáspora armenia, que ha producido incontables figuras de gran prestigio en todos los campos de la actividad humana. Cuando Franz Werfel publicó en 1933 su gran novela sobre la resistencia ejemplar en torno a una montaña, no podía sospechar que ese pueblo era en sí mismo una montaña difícil de abatir. © LA NACION

¿Nos falta o nos sobra nacionalismo? Pacho O’Donnell —PARA LA NACION—

E

l artículo “Malvinas, cifra de una pasión nacionalista”, de Luis Alberto Romero, a quien respeto pero con quien disentimos con frecuencia, trasunta una desembozada simpatía por Gran Bretaña y su posición en Malvinas, a las que el autor, en la primera línea, denomina “islas Falkland”. No vacila tampoco en vincular a Rousseau con el referéndum en el que los isleños decidieron sobre su futuro, con un resultado cantado, pues, como ciudadanos británicos de ocupación, era lógico que decidieran seguir siendo ciudadanos británicos. Romero expresó que le hubiera gustado estar presente en esa estratégica circunstancia en que se tomó una decisión antagónica a los intereses de la Argentina, no como censor sino como aplaudidor. Califica a la consulta como ejemplarmente democrática y que debería servirnos como ejemplo, aunque Rousseau sea sinónimo de democracia “directa” por encima de la

“representativa” que es la que hoy rige en todos los países democráticos, incluido el nuestro. El autor argumenta que la idea de que “las Malvinas son nuestras”, con comillas en su texto, “es una semilla plantada, regada y cuidada” por un “nacionalismo intolerante”, retroalimentado a su vez por dicha implantación… Como si no fuera lógico que argentinas y argentinos compartamos la indignación por lo que nos fue saqueado y busquemos desde entonces con mayor o menor éxito, con mayor o menor talento, recuperar lo que es nuestro. No es eso nacionalismo intolerante, es patriotismo. En todo el artículo de marras hay una clara nivelación de los derechos de ambas partes, o en todo caso la convicción de que los nuestros no son manifiestamente superiores a los de los británicos y que la disputa debe resolverse “democráticamente”. Pero ¿cómo hacerlo cuando una parte se ha ne-

gado, luego de su demostración de prepotencia, a sentarse a dialogar? En cuanto a nuestros derechos, ¿acaso no basta con echar una ojeada al mapa para sorprenderse de que un país distante 13.000 kilómetros de las islas pretenda disputar su tenencia a otro cuya distancia es poco mayor que la que media entre Buenos Aires y Mar del Plata? En realidad las Malvinas son una porción de nuestra Patagonia sumergida que aflora sobre la superficie del mar. El beneficio inglés de retener las islas no remite sólo a la explotación petrolera o ictícola sino, fundamentalmente, a su posición de vigía y control de la comunicación entre los dos grandes océanos, estratégica en el caso de que el canal de Panamá quedase desactivado. Además la forzada presencia británica en el Atlántico Sur da supuestos y ya esgrimidos derechos sobre la Antártida que poco y nada respetarán, una vez más, lo que consideramos nuestro territorio austral.

Como en otros artículos, Romero considera al nacionalismo como algo perjudicial, causante de muchos males de nuestra patria. Y para descalificarlo no vacila en identificarlo con la dictadura del Proceso. Nada hubo menos nacionalista que esa pesadilla en que el terrorismo de Estado masacró a compatriotas, se destruyó la industria nacional, se endeudó al país venal e ignominiosamente. Coincido con el autor en que un mal entendido “nacionalismo”, que más correctamente debería llamarse chauvinismo o fascismo, ha sustentado “dictaduras y democracias autoritarias y a mesiánicos salvadores de la patria”. Aunque es curioso que en esa lista de villanías incluya, en el mismo nivel, “a líderes nacionales y populares” (¿Rosas, Yrigoyen, Perón?). Lo que Romero no parece comprender es que los males de nuestra Argentina están más relacionados con la carencia que con

el exceso de nacionalismo. ¿Cómo explicar el tendido de ferrocarriles únicamente en base al interés británico, el pacto RocaRunciman y la renuncia a nuestra soberanía económica y política, o el endeudamiento externo que aún nos sofoca y seguirá haciéndolo durante mucho tiempo más, como es palpable en los días que corren? “El amor a la patria es un sentimiento natural, el patriotismo es una virtud: aquel procede de la inclinación al suelo donde nacemos y recibimos las primeras impresiones de la luz, y el patriotismo es un hábito producido por la combinación de muchas virtudes, que derivan de la justicia. Para amar a la patria basta ser hombre, para ser patriota es preciso ser ciudadano, quiero decir, tener las virtudes de tal” (Bernardo de Monteagudo). © LA NACION El autor es presidente del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego

claves americanas

El traspié argentino con las Malvinas Andrés Oppenheimer —PARA LA NACION—

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MIAMI

a disputa entre la Argentina y Gran Bretaña por las islas Malvinas/Falkland ha vuelto a caldearse, y los últimos acontecimientos apuntan a un nuevo revés para la diplomacia argentina en su legítimo reclamo sobre las islas del Atlántico Sur. Cuando muchos de ustedes lean estas líneas, los 3200 habitantes de las islas ocupadas por los británicos habrán llevado a cabo un referéndum para decidir si quieren seguir siendo un territorio británico de ultramar con un gobierno propio. Todo parece indicar que el referéndum confirmará el masivo apoyo a la continuidad del estatus británico de las islas, y que será una victoria propagandística para los isleños probritánicos. Alrededor de 60 periodistas de todo el mundo se registraron para cubrir el acontecimiento. Posteriormente, los miembros de la Asamblea Legislativa de las islas iniciarán una gira mundial para publicitar el

resultado del referéndum y para pregonar sus derechos bajo el principio de la autodeterminación de los pueblos. Si bien los reclamos de la Argentina sobre las islas son legítimos, la agresiva campaña internacional de la presidenta Cristina Fernández no ha hecho más que dañar el reclamo. Con su exigencia de negociar bilateralmente con Gran Bretaña sin participación de los isleños, su retórica cada vez más hostil contra los habitantes de las islas, su prohibición de que buques con bandera de las islas amarren en puertos argentinos y su amenaza de acciones legales contra empresas que busquen petróleo en los mares circundantes, la Argentina ha empujado a los isleños a celebrar este referéndum y llevar sus resultados a foros internacionales. Aunque no tan grave como la desastrosa invasión de las islas realizada por la dictadura en 1982, la ofensiva del actual gobierno argentino podría servir como un ejemplo modelo de incompetencia di-

plomática. Tanto es así que el Ministerio de Relaciones Exteriores inglés ya lo está explotando a su favor. En una entrevista realizada la semana pasada, durante una escala en Miami de su gira por Nueva York, Washington, México y Cuba, la directora para asuntos latinoamericanos de la cancillería británica, Kate Smith, me dijo que “lo que impulsó al gobierno de las islas a realizar el referéndum fue su preocupación de que el gobierno argentino estaba incrementando su retórica de una forma que descartaba el punto de vista de los isleños”. Smith agregó que “celebrar un referéndum que demuestre real y oficialmente su punto de vista ampliará y fortalecerá la posición de los isleños”. Y luego agregó: “Hubo un momento, hace unos años, cuando tuvimos discusiones constructivas [con la Argentina] sobre temas como la pesca, las comunicaciones y hasta los hidrocarburos, pero ese período lamentablemente ya terminó”, dijo. “Con este gobierno no hemos encontrado es-

te tipo de cooperación en absoluto.” El senador Daniel Filmus, presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, me dijo que el referéndum Malvinas/ Falkland “no tiene ninguna importancia”, porque –a diferencia del de Timor Oriental y otros– no ha sido conducido por las Naciones Unidas. Dijo también que los isleños no tienen lugar en la mesa de negociaciones “porque son británicos”. Explicó que “la población que está allí es una población que fue implantada por la fuerza en 1833”, cuando los británicos ocuparon las islas y expulsaron a los argentinos. “Los isleños podrían haberse ahorrado el referéndum, porque está claro que son británicos”, agregó. Mi opinión: los derechos de la Argentina sobre las islas son legítimos, porque –tal como escribió en 1927 el experto en derecho internacional de la Universidad de Columbia Julius Goebel en su libro La lucha por las Falklands– Francia transfirió la soberanía de las islas a la corona española en 1767, y

cuando la Argentina se independizó de España, en 1816, heredó legalmente todas las ex posesiones españolas en su territorio. Eso significa que cuando los británicos ocuparon las islas, en 1833, y las llamaron Falkland, ocuparon un territorio argentino y lo poblaron con colonos británicos. Pero la acalorada retórica de Fernández de Kirchner, así como la hostilidad de su gobierno hacia los isleños, sirve más para ganar el aplauso fácil en la escena doméstica que para ayudar al país a recuperar las islas. Si la Argentina realmente quiere reafirmar su legítimo derecho sobre las islas, debería seducir a los isleños, en vez de acosarlos. Con su sobreactuación y soberbia, el gobierno argentino ha provocado un referéndum que les dará a los británicos y a los isleños un argumento más para oponerse a cualquier cambio en el estatus legal de las islas. © LA NACION Twitter: @oppenheimera