La Fragata Negra

31 may. 2010 - las Antillas Menores, donde recaló en septiembre de 1816. Precisamente allí, luego de un aciago periplo repleto de privaciones, donde.
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NOTAS

Lunes 31 de mayo de 2010

LINEA DIRECTA

LA NACION

D

ECIA Adolfo Bioy Casares que la vanidad trae mala suerte. En el caso de esta columna (o más bien, la de la semana pasada), podríamos decir que los sobrentendidos traen de seguro confusiones. Así parece, después de recibir el correo electrónico de la escritora, profesora universitaria e inigualable traductora de Shakespeare Cristina Piña, que llama a reflexionar en toda la línea: “Me parece que hubiera sido conveniente aclarar que el poema de Leopoldo Díaz, Nuestro idioma, se trata de un soneto octosilábico, porque hay mucha gente que no conoce su existencia, y otra que ni conoce la existencia del «soneto», y puede pensar que es en versos así, «cortitos»”. Es cierto lo que escribe nuestra lectora, porque el soneto, como habitualmente se enseña, o se enseñaba, en el secundario, es el que Garcilaso de la Vega, Lope de Vega, Góngora y Quevedo llevaron a la perfección en español: “Breve poema en catorce versos, de los cuales los ocho primeros componen dos cuartetos iguales con dos solas rimas consonantes y los seis siguientes forman dos tercetos iguales o distintos con dos o tres consonancias. En el modelo tradicional, los cuartetos se han ajustado al tipo de rimas abrazadas, ABBA : ABBA, y los tercetos han usado preferentemente las combinaciones CDE : CDE y CDC : CDC. El metro regular ha sido el endecasílabo” (Métrica española, Tomás Navarro Tomás, Labor, 1983). Un gran artista puede, si quiere (casi siempre quiere), jugar con una forma consagrada y darle nueva vida. Rubén Darío, que se dio todos los gustos en materia de poesía, poemas, versos y métricas, incluyó el soneto octosílabo (por estar escrito en versos octosílabos), llamado también “sonetillo”, en el Canto épico (1887) y en Prosas profanas (1896), y por eso se lo conoce como una invención modernista, aunque había ya antecedentes desde el Siglo de Oro. El ejemplo de Darío –dice Navarro Tomás– fue repetido por Nervo, Villaespesa, Díez Canedo y (decimos nosotros) nuestro Leopoldo Díaz (1862-1947). Díaz, abogado, diplomático y poeta, fue uno de los primeros modernistas de América, tanto que sus Bajo-relieves (1895) fueron elogiados precisamente por Rubén Darío. Enamorado del soneto castellano, escribió un libro de Sonetos (1888) y muchas otras composiciones de esta forma métrica posteriores, algunas de ellas recogidas en la Antología que editó en 1945, como homenaje al “decano de los poetas argentinos”, la Academia Argentina de Letras (Wikipedia dixit). Esto de jugar con las formas tradicionales y hasta hacer competencias para ver quién era más rápido a la hora de componer fue una costumbre que solían tener poetas de otra época. Contaba el escritor Isidoro Blaisten que él había tenido ocasión de asistir, siendo muy joven, en los años sesenta, a esas “tenidas” poéticas; por ejemplo, entre Mario Jorge De Lellis, Nira Etchenique o Javier Villafañe, “en una oficina de la calle Florida, en el tercer piso de una casa antigua”. Alguno de ellos miraba el reloj y decía: “¡Ya!”, y el otro escribía “poesía rimada al minuto”, o un soneto con estrambote o lo que le pusieran por delante, con gran conocimiento de la poesía y con extremo rigor. Los poetas de hoy, ¿también seguirán jugando a este tipo de competencias? Para concluir: vuelve a escribir a LD la licenciada Josefina Vargas Fonseca, la doctoranda de Artes en la Universidad Nacional de Córdoba que andaba tratando de encontrar “datos fehacientes sobre el Teatro del Altillo, que, en 1965, puso en escena la obra Fin de diciembre, de Ricardo Halac”. Esta vez, el correo electrónico es para agradecer el aporte de esta columna a su búsqueda. Escribe Josefina: “Estuve consultando el archivo de María Hilda Saens Carman (lectora de la columna que, por e-mail, había ofrecido su ayuda), una profesional superlativa. Si hasta tenemos amigas comunes del ambiente literario. He pasado toda una tarde de encuentro con la documentación que ella me ha facilitado para mi trabajo. Una documentación que muy pocos tienen, por supuesto”. © LA NACION [email protected] / Twitter: @gramelgar

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COMO VOLVIO DE LA DESTRUCCION LA NAVE INSIGNIA DE BROWN PARA LUCHAR POR LA INDEPENDENCIA

Los poetas de hoy, ¿a qué jugarán? L GRACIELA MELGAREJO

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La Fragata Negra GUILLERMO ANDREZ OYARZABAL PARA LA NACION

A fragata Hércules fue el buque elegido por Guillermo Brown para llevar la insignia de la Escuadra Argentina en sus campañas navales. Sin embargo, después del combate de Martín García y tras quedar virtualmente destrozada por el fuego enemigo, el buque fue conocido con el misterioso mote de Fragata Negra. Hacia 1814, Montevideo se hallaba todavía en poder realista y el sitio terrestre que año tras año mantenía el ejército de Rondeau parecía no conmover a sus defensores. Con el propósito de acabar con el dominio español en el Plata e incomunicar la ciudad hasta su caída, el Directorio promovió la formación de una escuadra naval y designó en el comando al marino de origen irlandés Guillermo Brown. Brown eligió para dirigir las operaciones una fragata mercante de origen ruso, de 350 toneladas, dos puentes, 38 metros de eslora y seis de manga, que había sido comprada junto a otros barcos más pequeños por el gobierno de Buenos Aires. Fue armada con treinta piezas de artillería de distintos calibres, entre las que se destacaban cuatro cañones de a 24 y ocho de a 18. Su dotación, de alrededor de 290 hombres, estaba mayoritariamente integrada por ingleses, y se completaba con algunos norteamericanos, franceses, portugueses e italianos, junto a otras nacionalidades. No faltaban los criollos, quienes compensaban sus incipientes conocimientos con un legítimo compromiso. La escuadra se completó con apenas una decena de barcos de disímiles características, pero que resultaban, en opinión del irlandés, lo suficientemente poderosos como para emprender las primeras operaciones ofensivas. Como la isla de Martín García constituía la llave de los dos grandes ríos del litoral, estaba reforzada con emplazamientos artilleros y una poderosa guarnición, y estaba protegida por una escuadrilla naval al mando del capitán de fragata Jacinto de Romarate. La lógica indicaba que sobre aquel punto habrían de dirigirse los primeros movimientos y, en efecto, hacia allí se orientó la primera fase del plan de acción trazado por Brown. Pasado el mediodía del 10 de marzo de 1814, la goleta Julliet, comandada por

La situación era desesperante: la fragata quedó a merced del enemigo, que la sometía al fuego de sus cañones el norteamericano Benjamín Franklin Seaver, que navegaba a la cabeza de la línea patriota, abrió fuego sobre la vanguardia realista y recibió, a su vez, la primera andanada de metralla. Mientras tanto, la Hércules, que buscaba una posición relativa favorable para abordar el buque de Romarate, encalló con la proa a distancia de tiro enemigo. Inmovilizada y apoyada sobre el costado de babor, no podía valerse de los cañones de borda y, salvo por los tres de proa, no tuvo otra alternativa que mantener el resto de la artillería en silencio, mientras era acosada por el fuego permanente de las baterías costeras y de trece barcos realistas que se movían con absoluta libertad de acción. Para la Hércules, la situación era desesperante: sola y sin poder maniobrar, quedó a merced del enemigo, que, sin real oposición, concentraba sobre ella todo el fuego de sus cañones. Al llegar la noche, la pausa impuesta por la oscuridad permitió recomponer las fuerzas, pero el jefe español no habría de dar tregua. Al amanecer

Combate de la escuadra al mando del almirante Brown frente a la isla Martín García, en 1814. Pintura de José Murature (1865) reanudó la batalla. Por ventura, tras las primeras horas, el buque comenzó a flotar y se desplazó canal abajo, hasta que con la ayuda de la única vela en condiciones, pudo alejarse hacia el banco de Las Palmas y alcanzar Colonia del Sacramento. En el diario histórico de Francisco Acuña de Figueroa podía leerse entonces: “De la tierra y los buques con firmeza/ por dos días la lid quedó empeñada,/ hasta que el fiero Brown retrocediendo/ deja a los nuestros en tranquila calma./ Su bajel capitana y la corbeta/ con grande descalabro apenas salvan,/ sufriendo sobre un banco largas horas/ los fuegos de la mar y de la playa”. La nave capitana, acribillada por la metralla, mostraba las heridas de ochenta y dos impactos en el casco, y en sus cubiertas la sangre derramada de casi cien valientes. En efecto: habían muerto tres oficiales y 44 tripulantes, y junto a este cruel saldo quedaban, además, medio centenar de heridos. Frente a las reducidas pérdidas españolas, los resultados eran estremecedores. Sin embargo, el irlandés no se daba tiempo para pensar más que en la definitiva caída de la isla. En Colonia, improvisados calafates, carpinteros y herreros provistos de mazas, martillos, lijas y serruchos apuraron la recuperación del buque, cuyas crujientes llagas fueron selladas con madera y brea, al tiempo que desde la línea de flotación hasta la borda se reforzaron los arreglos con lonjas de cueros vacunos. Desde entonces, el barco fue ganando el curioso y luego legendario nombre de Fragata Negra. Mientras Brown multiplicaba los esfuerzos para restaurar el buque y trataba de estimular el ánimo de las tripulaciones con consignas alentadoras, proyectó sobre Martín García una operación anfibia. En la Julliet, cuyo comandante muerto había sido reemplazado por el capitán Ricardo Baxter, emplazó un contingente procedente de Colonia y una dotación de marineros de la Hércules. Y con esta improvisada, aunque agresiva fuerza de desembarco, en la madrugada del 15 de marzo, al amparo de las sombras y mien-

tras los buques argentinos maniobraban para distraer a sus pares españoles, comenzó la acción. Los defensores, aturdidos por la sorpresa, intentaron una temeraria defensa, pero apenas una hora después, viendo que eran inútiles sus esfuerzos, abandonaron sus posiciones y baterías para embarcarse y huir. Se había logrado el control del río y, por lo tanto, gradualmente se fue cerrando el cerco sobre Montevideo. Mientras por tierra el ejército sitiador se consolidaba, los buques de Brown amenazaban con artillería naval y un bloqueo persistente la plaza de Montevideo. Para salvar la ciudad, el gobierno español tenía que desarticular la escuadra de Buenos Aires y, para ello, no cabía otra opción que enfrentar a su oponente en un combate naval. El 14 de mayo, la escuadra realista, compuesta por doce unidades de distinto porte, tripuladas por aproximadamente 1200 hombres, zarpó del apostadero de Montevideo. Cuando las unidades españolas se acercaron, las argentinas viraron y se alejaron del enemigo, que se lanzó en su persecución. A la altura del Buceo, los buques de Buenos Aires maniobraron sorpresivamente; la Hércules de Brown quedó en situación de entablar un duelo singular con la corbeta Mercurio, mientras lo propio hicieron las demás unidades que, dueñas de la sorpresa, lograron desbaratar la línea enemiga. El temporal que asoló al Río de la Plata el 15 de mayo mantuvo a criollos y españoles demasiado ocupados como para pensar en un nuevo enfrentamiento. Pero entre el 16 y el 17 de mayo la acción trenzó a los contendientes en un extraordinario despliegue de fuerza que culminó con la derrota de la escuadra española. El combate naval de Montevideo, como dio en llamarse a la cadena de acciones que comenzaron el 14 de mayo en el Buceo, fue el punto culminante de un plan trazado cuidadosamente por Alvear y orientado debidamente por Brown para acabar con el sitio terrestre y ocupar el último bastión español en territorio argentino. En evocación de aquella memorable operación de

guerra, la Armada Argentina conmemora los 17 de mayo su aniversario. Las fuerzas navales y terrestres habían actuado en un esfuerzo coordinado, por el cual modificaron sustancialmente y para siempre el desarrollo de la guerra. En aquel juego, la contundencia de la victoria, fruto de una campaña extendida y desarrollada por etapas, que tuvo como puntos culminantes la ocupación de Martín García y la neutralización definitiva de la escuadra realista, al permitir el completo control del Río de la Plata, había arrastrado a Montevideo, que, asediado por mar y tierra, debió capitular. La Hércules, o Fragata Negra, fue también la nave insignia en el temerario

En Colonia, improvisados carpinteros apuraron la recuperación del buque, cuyas crujientes llagas fueron selladas con brea crucero corsario por el Pacífico, donde Brown e Hipólito Bouchard, además de hostigar el tráfico español, difundieron las ideas de libertad en las costas de Chile, Perú y Ecuador, y terminó sus glorias en las Antillas Menores, donde recaló en septiembre de 1816. Precisamente allí, luego de un aciago periplo repleto de privaciones, donde habían sufrido los temporales del Cabo de Hornos, los horrores del hambre y los padecimientos del escorbuto, los corsarios fueron sacudidos por las maquinaciones de un comandante inglés que, al verificar la existencia del valioso producto ganado a los españoles en el Pacífico, confiscó la nave. De la Fragata Negra, mal vendida en Centroamérica, nada se supo después, pero su contribución a la causa de la independencia se mantiene en la memoria como símbolo de lo que pudo y puede el espíritu argentino. © LA NACION El autor es historiador y marino

El campo y su bicentenario GUILLERMO ALCHOURON

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L bicentenario de un país nos lleva a reflexionar sobre lo acontecido en el transcurso de una etapa prolongada de su historia y que a través del análisis de lo allí ocurrido y logrado, podemos tener una sensación de satisfacción y orgullo de la pertenencia a ese país. La explosión patriótica popular del Bicentenario apunta a esa ida. En buena hora. Pero no debemos confundir esos gestos con la realidad cotidiana que vivimos. Un informe conjunto de OCDE y la FAO, el año pasado ratifican que ocupamos el número 176 entre 184 naciones relevadas en materia de confiabilidad.Tal vez es en materia agropecuaria donde el examen histórico resulta más ambivalente. Es cierto que el segundo centenario nos deparó indiscutibles logros. Hubo extraordinarios avances en técnicas de laboreo agrícola. Años atrás se usaban arados de cuatro rejas tirados por ocho caballos, y hoy se han reemplazado por tractores robotizados con aire acondicionado y sistemas incorporados de GPS. El sistema de siembra directa, las enrolladoras de 600 o más kilos, las ordeñadoras mecánicas calesita que eliminaron el fatigoso ordeñe a mano usado, el feed lot, en lugar del viejo pastoreo extensivo: todos fueron avances

PARA LA NACION

ponderables. Las sofisticadas cuatro por cuatro, que convirtieron a las viejas y nobles chatas Ford y Chevrolet en reliquias, y el desarrollo de la genética vegetal y animal, con la inseminación artificial de toros probados con el 99,99 de confiabilidad son avances tecnológicos impensados a principios del siglo XX y encontraron en la Argentina un productor ávido de utilizarlos, con mayor capacidad que en ninguna otra parte del planeta. Todo eso pasó en la Argentina, pero por defectos y fallas solamente atribuibles a nosotros mismos, los argentinos, vemos hoy desaliento y desazón en nuestros productores, que dan todo de sí para el progreso del país y deben soportar las ideas perniciosas de quienes sólo piensan en ponerles la mano en los bolsillos, para luego llevar su recaudación a los bolsillos de otros, campeones de la corrupción. Se impone ahora analizar la posibilidad de rehabilitarnos en el futuro, no sólo para reiniciar la fecunda labor creativa de nuestros ancestros a partir de 1810, interrumpida mas que frecuentemente desde 1930, sino por la creciente necesidad de demostrar al mundo que no somos insensibles al hambre que sufren más de mil millones de personas, y que solo puede

paliarse con un sensible incremento de la producción de alimentos. ¿Cuál es la calificación que podemos esperar de una platea mundial que comprueba que la Argentina ha perdido nueve millones de cabezas de su stock ganadero en los últimos años; que en 2010 y 2011 nacerán cuatro millones de terneros menos que en años anteriores. O que en el primer trimestre de 2010 hemos producido un 11% menos de leche que en 2009. O que tenemos una cosecha tan magra de trigo que hasta compromete el abastecimiento interno. Y esto no se debió a puras razones climáticas, como señala un sector del oficialismo gobernante. Es un argumento mendaz. La verdad es que a partir de 2006 el Gobierno prohibió la exportación de carnes, lácteos y granos, fijó precios por debajo de los costos, aumentó las retenciones y se la pasó agrediendo a los productores agropecuarios porque ellos no doblaron la cerviz ni flexionaron las rodillas ante la Casa Rosada. La Argentina, simplemente sin apremiar tributariamente a los productores, debería haber concluido este segundo centenario produciendo 120 millones de toneladas de granos, exportando un millón de toneladas de carne y obteniendo quince mil millones

de litros de leche por año. No fue así. Las elecciones del 28 de junio de 2009 marcaron un rotundo rechazo a la política productiva del Gobierno a partir de 2003 y, además, recompusieron las mayorías en ambos cuerpos legislativos. Estos ahora tienen la posibilidad de revertir la tendencia declinante de nuestra creación de riqueza y remplazarla por otra que realmente impulse el poder creativo de los habitantes del campo. Es de esperar que todo lo que no fuimos capaces de hacer durante la mayor parte del segundo centenario de nuestra patria, podamos ahora, al iniciarse el tercer centenario, hacerlo para beneficio de las generaciones venideras, dentro y fuera de los límites de nuestro territorio. Para muchos será el milagro argentino. Pero en realidad es solamente lo que tendría que haber sido. Confiemos en que, de aquí a seis años, al cumplirse el bicentenario de nuestra independencia, de 1816, tengamos una esperanza en el futuro, diametralmente distinta de lo que hoy, pasado el maravilloso 25 de Mayo, experimentamos. © LA NACION El autor fue diputado nacional y presidente de la Sociedad Rural Argentina