La Duda del Caminante

animales cuando el amanecer deja entrar su lechosa luz por las ventanas. .... difícil aguantarlo! ¡Que alguien venga ... sabés que en Trinidad no hay claveles; son flores de clima templado. ...... apresuró a fumar con enorme placer. – Después ...
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Enrique Ipiña Melgar

LA DUDA DEL CAMINANTE

ULTIMOS DÍAS DE UN SOLDADO DE LA GUERRA DEL CHACO

© Autor: Enrique Ipiña Melgar 2009 Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio. SENAPI: R. A. 1-860/2009 Depósito Legal: 4-4-2104-09 ISBN: 978-99954-841-0-1 © Ediciones Vínculos 2012 Calle 6 # 100 Obrajes Telf: +591-2-2783239 email: [email protected] Diseño de tapa y diagramación: Denise Valverde Fotografía: http://www.mirabolivia.com/foro_total.php?id_foro_ini=156973 Atribuidas a Roque Funes La Paz - BOLIVIA 4

INDICE PRESENTACIÓN 9 I. UNA VISITA 11 II LOS RECUERDOS DE UN VIEJO CHOCHO 17 III DON MANUEL 65 IV CAMINO A LA CAPITAL 117 V UNIVERSIDAD MAYOR, REAL Y PONTIFICIA 161 VI GUERRA EN EL CHACO: EL INFIERNO VERDE 243 VII AMARGO AMOR 331 VIII FINAL DE CAMINO 365

PRESENTACIÓN ¿Cuál será la diferencia entre lo real y lo imaginario, si lo real sólo es tal en la medida que la mente humana lo ha definido y organizado así, aunque fuera para su desdicha? Y ¿cuál será la diferencia entre el soñar y el vivir, cuando para soñar es necesario vivir y la vida sin sueños no sería vida? Finalmente, ¿cuál será la diferencia entre la vida y la muerte, cuando para vivir necesitamos ir muriendo cada día, de modo que aquello queen nosotros crece no es la vida sino la muerte? Pero, ¿qué es la muerte sino la nada?. ¿Acaso la nada podrá ser y crecer? Ante estas paradojas se han estrellado las mentes de los hombres como las olas del mar contra el acantilado, desde que el mundo albergó seres pensantes. Juan Ignacio Camino vivió y murió entre esas mismas perplejidades y ansiedades, asomado al abismo de sus dudas y frustraciones, temiendo precipitarse en él y desaparecer sin esperanza de salvación. Fue un muchacho que quiso ser abogado y que vio bruscamente interrumpida su carrera; un soldado que luchó valientemente en la guerra del Chaco, en la cual libró la vida pero salió inválido; un intelectual que supo pelear por la liberación de los indios en la revolución, pero que no alcanzó a ver sus sueños realizados. Al final del camino, abandonado en un asilo de su ciudad natal, sólo esperaba la muerte en medio de sus recuerdos y delirios. Entonces, como surgido del pasado, un visitante inesperado vino en ayuda de su senil demencia. ¿Era un ser real o sólo un producto de sus alucinaciones? Si nos atuviéramos a la estricta razón, diríamos que no pudo ser más que un fantasma de su afiebrada imaginación. Pero, ¿qué pensaba él, en lo más íntimo de su conciencia? En todo caso, el visitante le trajo una reconfortante presencia, era un amigo con el que podía conversar, recordar, reír y llorar, comprender. ¿Qué importaba, entonces, que sólo fuera un fantasma de su imaginación o, por el contrario – y quizás – un ser real, mucho más que él mismo?

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I. UNA VISITA

1 Era una mañana como cualquier otra y aunque aún no se hacía sentir el pesado sopor del mediodía, ya hacía calor. Súbitamente el aire cambió, llenándose de un aroma fresco y silvestre, como traído desde lo más profundo del bosque. Es que había llegado el visitante, sentándose cómodamente al borde de la cama del anciano. Y ahora estaba hablando con él y gesticulando a dos manos, como solía. - Así es muchacho, yo soy lo que se dice un hombre viejo. Sacá la cuenta: nací en enero de 1875 y, por lo tanto, ya estoy por encima de los cien años; aunque la verdad, como terminé mis días antes del centenario de la independencia, en realidad, tendría sólo cincuenta. Bueno, conmigo comenzó el último cuarto del Siglo XIX, cuando el mundo entero estaba fascinado por el engañoso mito del progreso. No hará falta decirte que el famoso progreso se debía a una maravilla insuperable para la gente de ese tiempo y que aún no se conocía en nuestro país: la máquina de vapor. Con ella se habían levantado gigantescas fábricas y se habían abierto los más remotos y escondidos lugares del globo, por tierra y por mar. Así las grandes minas, a tajo abierto o a través de intrincadas e interminables galerías, habían arrojado sobre la tierra riquezas nunca antes vistas en oro, en diamantes o en los más valiosos metales para el crecimiento de la industria, como el hierro y el cobre; mientras que el ferrocarril y los barcos movidos a vapor dejaban chiquitas a las hazañas de los antiguos aventureros y conquistadores, que no habían conocido otros barcos que los veleros, ni más vehículo que sus cabalgaduras, ni más fuerza para mover sus artefactos que la sangre y el músculo de los esclavos o de los proletarios y de las pobres bestias de carga o de tiro. La máquina de vapor 13

permitió soñar en un tiempo en el que podrían descansar los cuerpos de hombres y bestias, un tiempo en el que la verdadera fuerza que podría cambiar el mundo estaría en nuestras mentes más que en nuestros débiles brazos. - ¿Sabe qué? Al escucharlo, pienso que usted es un buen orador. - ¿Buen orador? Creo que estás queriendo burlarte de mí. - ¡Claro que no! Habla usted como si estuviera arengando a la multitud. El visitante calló por un momento, descartando el tema de la oratoria. Y continuó: - Pero en el aislado y soñoliento pueblito en el que abrí los ojos por primera vez, todavía no había cambiado nada. Nada de máquinas, nada de progreso. Una modorra de siglos adormecía los ánimos de las gentes, que se movían sin prisa alguna por las polvorientas calles, a cuyas veredas se asomaban las casas construidas de barro y adobe, sólo protegidas del sol por los largos y frescos corredores apoyados en vetustos horcones de cuchi o tajibo negro, desbastados a puro golpe de azuela por los indios. La ciudad… más bien una aldea con dudosas aspiraciones de ciudad, había sido fundada siglos atrás por Ñuflo de Chávez. Ñuflo… qué nombre, ¿no? Un conquistador español que vino buscando los tesoros de El Dorado, desde la lejana Asunción del Paraguay. Mi pueblo tenía un nombre muy hermoso, aunque inexplicable para mí, al menos en mis tiernos años: Santa Cruz de la Sierra. Lo de santa cruz alcanzaba a comprenderlo a mi manera porque mi madre me hacía rezar todas las noches, arrodillado junto a mi 14

camita: por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos Señor… Pero eso de la sierra, ¿qué era la sierra? ¿Esa enorme y chirriante plancha de acero con dientes, que entre dos peones jalaban y empujaban alternándose, de atrás para adelante y de adelante para atrás, cortando jadeantes la fragante madera de las troncas en largos y anchos tablones? ¡Ah! Tuve que crecer un poquito más y llegar hasta la escuela para entender que la sierra del dichoso nombre de mi pueblo era nuestro inmenso país que se extendía y subía y subía hasta las elevadas alturas de los Andes, más allá de las pampas, allá donde se veían unas lomas achatadas y oscuras en el horizonte, por donde se pone el sol del atardecer. En mis tiempos, Santa Cruz sólo era un pueblito de muy poca población, sí… y, sin embargo, los mayores se sentían orgullosos de que no fuera un pueblo sino toda una ciudad, la capital del departamento del mismo nombre, como decía la maestra de la escuelita municipal, a la que sólo asistíamos los hijos de la gente decente. Desde luego, no era más que un caserío al que sólo se podía llegar a lomo de mula o en un carretón jalado por bueyes, por penosos caminos, a un paso que tomaba semanas desde el interior del país o desde cualquiera de los demás caseríos que los misioneros fundaron como pueblos de indios, y que con la independencia nacional pasaron a llamarse pomposamente capitales de provincia… - dijo remarcando con sorna sus tres últimas palabras. - Sí, está visto que por falta de capitales en este país nunca nos va a ir mal – acotó Juan Ignacio en tono burlón. - Tiene su gracia… Bueno, pues allá nací y crecí hasta que me mandaron a París, muchacho; sí, nada menos que a París. Claro, mi padre era un señor de aquellos que ni contaban 15

su ganado, a lo más, sabía que era el único dueño de unas decenas de miles de cabezas y tierras por centenares de miles de hectáreas. Así que, tras una dulce y amena infancia, ya entrado en la adolescencia, me mandaron a París, a estudiar, dizque… Y punto. Al menos por ahora, muchacho. El visitante tomó su viejo sombrero y miró cuidadosamente a su interior – inspección que formaba parte de sus costumbres – y se lo puso ladeándolo un poquito hacia la izquierda. Después se alisó la visera y se ajustó coquetamente el gastado corbatín. Finalmente, como si estuviera a punto de salir de su casa, se miró en el espejo para asegurarse de su buena pinta y desapareció como por encanto. Al ver que el visitante ya no estaba en la habitación, el anciano se puso a refunfuñar en voz baja: - Muchacho yo. Yo… ¡un viejo casi acabado! Pero, a pesar de todo, el anciano estaba feliz. - ¡Ya era hora de que alguien viniera a visitarme! Y siguió murmurando por un buen rato, rompiendo levemente con su ronca voz el habitual silencio de la tarde, mientras empezaba a dudar de la visita. Pero, ¿quién diablos era el viejo ése, que se atrevió a hablarme con tanta familiaridad? Y, ¿cómo entró acá, hasta mi habitación? Se parecía mucho a mi abuelo Manuel… ¿Y si no hubiera sido más que un sueño?

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II LOS RECUERDOS DE UN VIEJO CHOCHO

1 Como siempre a estas horas del largo mediodía que comienza a las doce y termina hacia las cuatro de la tarde, la soñolienta ciudad amazónica está desierta. Son las dos y no hay nadie en la calle, ni siquiera algún transeúnte refugiado a la sombra de los tamarindos o algún dormilón como botado sobre una hamaca colgada entre dos horcones. De vez en cuando se escucha el zumbido de una moto que se apresura por llegar quién sabe a dónde; aunque en el meridiano sopor de Trinidad nadie parezca tener apuro por nada. Recostado en su poltrona, vestido con un camisón de tocuyo y apenas cubierto por una sábana a causa del intenso calor, el anciano contempla el pálido azul de un cielo sin nubes. Parece estar descansando inmóvil, sin molestarse por las moscas que se pasean impávidas por su frente. Dormita. En realidad, se halla sumido en un sopor que lo sostiene entre medio dormido o medio despierto, incapaz de mover una mano para espantar a los impertinentes insectos. Y así prefiere dejar tranquilas a sus moscas, antes que despertar del todo: - Que se paseen por donde quieran, total, para lo cerca que debe estar la noche de mi velorio… que se vayan acostumbrando… y yo también; ya tendría que ir acostumbrándome a soportarlas… Poco a poco se despierta del todo hasta que, a pesar de su casi total inmovilidad, ya está moviendo vivamente los ojos, oteando más allá de las ventanas, hacia el lejano cielo. Y es que busca algo en la indiferente altura, algo que aparecerá apenas decline la tarde y se anuncie ya el anochecer: sus estrellas.

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Las hermosas ventanas, necesariamente abiertas para refrescar la habitación, dejan también entrar el desagradable hedor de las podridas aguas del arroyo San Juan. Justamente, a causa del pestilente vaho del arroyo que penetra por las ventanas y del acostumbrado sopor del mediodía, el viejo no ha podido dormir y así se dedica, a ratos intermitentes, a su único pasatiempo: recordar y meditar divagando en largos y distraídos soliloquios. - Me gusta quedarme aquí, en mi poltrona, contemplando el cielo de Trinidad. Es hermoso, uno se lanza por él al infinito de los espacios siderales, más allá de las lechosas nubes del día o de la noche… y allá me siento libre para soñar e imaginar mundos remotos, puros y bellos por donde nadie me impide volar y volar. Y eso que, sin ir tan lejos, también me gustan las desleídas manchas del tumbadillo, tan cercanas a mí y tan misteriosas. Y es que siempre se mueven y se transforman y van tomando formas y colores diferentes de acuerdo a las horas o a los días. Yo las contemplo con auténtica curiosidad, tendido en la cama o recostado en la poltrona. Ya que no tengo forma de salir a la calle, por lo menos gozo de una feliz imaginación, libre y creadora. Será por eso que las manchas tienen la figura de diversos animales cuando el amanecer deja entrar su lechosa luz por las ventanas. Y al mediodía, cuando el sol llega hasta su punto más alto, los animales desaparecen para convertirse en mofletudos y juguetones angelitos… hasta las seis de la tarde, cuando toman la figura de monstruosas alimañas, pero yo no les tengo miedo. Lo cierto es que nunca son las mismas. A veces crecen y a veces se achican; a veces se inflan anchas y gruesas; y a veces se estiran y adelgazan corriéndose a lo largo de la pared, hasta confundirse con la telaraña que asoma medio escondida, ocultando a su arañita, detrás del ropero. Y si hasta las manchas del tumbadillo 20

cambian, qué hay de raro en que cambien mis recuerdos, mi mundo, mi vida entera. Aborrezco a esos angelitos mofletudos que, flotando en una nube, están levantando a la Virgen, como bolas de algodón que súbitamente se transforman en feroces hocicos mostrándome sus dientes. Y a veces, lo que es peor para mí, se despeñan como las aguas del río por entre las grandes rocas de las cachuelas. Y luego se apaciguan dejándome medio ahogado, flotando en medio del río, tendido en una canoa cerca de Torno Grande, la Estancia de mi abuelo, llamada así porque el río la abraza con un enorme torno que dura todo un día de lancha. ¡Ah, Torno Grande…! La hermosa Estancia con la gran casa llena de recuerdos: el corredor de fresca sombra, la rumorosa acequia apuntalada de cañas y de troncos, las largas sendas alfombradas de verde, el cálido y siempre lejano sol sobre las altas y desmelenadas copas de los árboles. Pero aquí, en mi vieja Trinidad del alma, ya no corre más, limpio y fresco, el que hace muchos años fue el cristalino arroyo de San Juan, en cuyas aguas aprendimos a nadar antes de atrevernos con el gran río. ¡Cuántas tardes de calor, tan pesadas como ésta, se nos volvían maravillosas jugando y nadando en el arroyo! No podré olvidarme nunca de la canoa que llevábamos hasta el centro, para lanzarnos al agua, desafiándonos a ver quién aguantaba más la respiración. Y los gatos de tía Josefina que Alejandro, el malvado de su hijo, ya casi un muchachote, llevaba hasta medio arroyo para soltarlos al agua y deleitarse, riendo a carcajadas, al oírlos cómo parecían maullar a gritos ¡me ahoooogo! ¡Me ahoooooogo! De nada servía que los pelaos protestáramos porque realmente nos daban pena los pobres gatos, maullando y nadando desesperadamente hacia la orilla. Cuando lograban por fin poner patas en tierra, ya estaba allá el abusivo esperándolos para embolsarlos otra vez, volver a llevarlos arroyo adentro y repetir su diversión 21

una vez más. ¡Quién se hubiera imaginado que un día vendrían unos ingenieros, infalibles, muy bien pagados, para resolver el problema de las periódicas inundaciones que sufría Trinidad desde su fundación misional de más de dos siglos atrás! Vinieron, dieron la solución más absurda, cobraron y se fueron. Resultó peor que las inundaciones, porque aisló al pueblo y lo encerró en sus propias aguas servidas, hinchando calles y patios como una esponja saturada de podredumbre. 2 En la época de su fundación, el caserío de la Misión de la Santísima Trinidad sólo abarcaba unas pocas manzanas alrededor de la plaza, en la parte más alta, de manera que entonces nadie sufría por las periódicas subidas de las aguas, más o menos cada diez años. Fue mucho después de que los españoles expulsaran a los misioneros que el pueblo, abandonado por los indios que huyeron a la selva, comenzó a llenarse de gente llegada de Santa Cruz y entonces empezó a extenderse más allá de la zona segura, exponiéndose así a las inundaciones. No hace mucho que los dichosos ingenieros recomendaron rodear el caserío con un ancho dique protector que impediría la entrada de los ríos desbordados. ¡Qué buena idea! Pero no pensaron que la misma muralla acabaría por impedir también la libre salida de las aguas del arroyo, condenándolo a convertirse en un curiche de aguas podridas, mal disimulado por un verde y brillante manto de tarope. O, si lo pensaron, tal vez creyeron que el municipio podría comprar después, quién sabe cuándo, todo un sistema de bombeo para echar las aguas servidas fuera de la ciudad. De pronto, el viejo sintió la frescura y el aroma de la brisa que le anunciaba la llegada del visitante. Y entonces lo vio ahí, de pie frente a él, mirándolo con una chispa de picardía, 22

como si leyera sus pensamientos. Sí, ahí estaba, aunque no lo había visto ingresar en la habitación por donde entra la gente, por la puerta. Por unos instantes vaciló sin atreverse a tomárselo en serio, pero él le hizo un guiño y un gesto con la mano derecha, como indicándole que continuara con lo que estaba pensando. Entonces el anciano continuó en voz alta, dirigiéndose al recién llegado: - Le cuento que nunca hubo bastantes bombas, quizás porque para eso se necesitaba mucha más plata que toda la que jamás ha tenido la ciudad. Y así el arroyo, el querido arroyo de nuestra infancia, se murió; es decir, se convirtió en una charca insalubre. Nunca más volvieron los pelaos a bañarse en él, nunca más sirvió para el recreo y la alegría en las calurosas tardes de Trinidad. En fin, con la muerte del arroyo puede ser más cierto aquello de que todo tiempo pasado fue mejor. Aunque – la verdad – si miro hacia atrás son pocas, pero bien pocas, las cosas buenas que nos han sucedido. Los nuestros fueron tiempos duros, muy duros. - Ya estás vos otra vez con esa lata de los malos tiempos. No seás quejicoso, muchacho. - Y usted no se me ponga regañón. ¡A ratos me resulta difícil aguantarlo! ¡Que alguien venga de pronto, a reñirme y a corregirme! A mi edad, figúrese. Pero, debo reconocerlo, usted me resulta simpático y la charla con usted resulta interesante. Además, puesto que usted anda diciendo que es mi abuelo… Debe estar loco para decir eso, un abuelo nunca es menor que su nieto. - Al fin de cuentas, yo sé cosas que vos no sabés – dijo el visitante, haciendo una reverencia al tiempo que se sacaba un clavel rojo de la oreja izquierda. 23

- No se lo voy a discutir. Usted parece saber algunas cosas que sólo yo tendría que saber… - ¿Por ejemplo? - Pues… cosas de mi familia. ¿Cómo es que las sabe usted? - Para eso basta con ser tu abuelo. Además, no es más sabio quien más sabe, sino el que comprende el sentido de las cosas. - Y eso, ¿a qué le viene? ¡Bonito trabalenguas! Pero, ¿qué hace usted con ese clavel? ¿De dónde lo sacó? ¿Cómo hace para sacárselo de las orejas? Usted me recuerda a esos magos de capirote o a los payasos que traen los circos de mala muerte y peor gracia. El visitante, sin hacer caso alguno de las preguntas y el comentario sobre su clavel, continuó: - Yo he conocido gente que ni siquiera sabía leer, pero a quienes todos les reconocían una gran sabiduría. Y es que, por encima de todo, se podría decir que simplemente tenían un gran amor a la vida. Y, en cuanto al clavel, vos bien sabés que en Trinidad no hay claveles; son flores de clima templado. - Se puede apreciar que usted sabe mucho… Pero déjese de jugar con claveles, usted, un hombre maduro, figúrese. Y, claro, como no hay claveles en Trinidad, usted y sus flores tienen que ser pues, pura sombra, pura imaginación de mi mente afiebrada.

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- El clavel no prueba nada, pero tampoco impide que te demuestre que yo soy tu abuelo y tu amigo de veras. No soy ¿como decís? Imaginario… ¿Puede hablar con vos una sombra de tu imaginación, llevándote la contra, por ejemplo? - ¡Esas ironías suyas! Son verdaderos sarcasmos. - ¿Podría hablarte del horror de mi muerte, si no fuera tu abuelo? - Mi abuelo murió en el monte. - Sí, tenés razón. Amarrado a un árbol, en medio del dolor y bajo un sol de justicia. - ¿Fue tan doloroso? - Vos sabés, muchacho. No me dirás que no sabías… esas cosas se han sabido y recordado siempre en la familia, me imagino. - ¡No se me ponga irónico otra vez, por favor! - Vos sabés cómo terminé. Te han tenido que contar. Me imagino que toda la gente, durante mucho tiempo, no habrá tenido mejor tema de conversación que el tema de las circunstancias de mi horrible muerte. Sí, fue una muerte cruel, porque me mataron justo cuando confiaba en realizar algunos planes de expansión de la Estancia. Pensaba en plantar árboles de goma en el alto monte, en medio de nuestras tierras.

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- ¡Vaya crueldad! Como si los indios hubieran sabido de sus planes… - Ahora el sarcástico sos vos. - Yo creía que se iba a quejar de los indios, de su saña contra usted, tal vez de cómo lo golpearon, de cómo lo abandonaron en el monte… - Bueno, para mí, lo más doloroso fue ver que mi vida se tronchaba justo en su plenitud, cuando era capaz de hacer muchas cosas grandes y decisivas para mucha gente. Hasta ese momento yo no supe cuál era el valor de la vida. Hasta que llegó mi hora, y entonces lo comprendí. Debo confesarte que nunca tuve tiempo para meditar, reflexionar y comprenderme a mí mismo un poquito más. Ni a mí ni a los demás, por supuesto. O para corregir mis errores y equivocaciones… Sólo pude hacerlo el día de mi muerte, al filo de mi última oportunidad. - ¿Tuvo tiempo entonces, en ese momento, de reflexionar y corregir sus malandanzas, antes de morir? - Muy poco, casi nada. Pero, gracias a Dios, creo que fue suficiente. Vos, en cambio, harto tiempo que tenés desde que murió tu madre; tenés tiempo para pensar. Y para comprender. Vos lo tenés ahora y mucho. Decime, ¿lo aprovechás? Súbitamente, antes de que el anciano pudiera al menos pensar en la manera de contestar esa pregunta, don Manuel se había borrado de su vista dejándolo, como siempre, con las dudas de si realmente estuvo en la habitación: 26

- ¿A dónde se iría el viejingo ése, esfumándose…? ¡Cosa increíble! Me ha dejado esta flor que no es de acá, un clavel rojo, el mismo que le brotaba de una oreja. ¿Quiere probarme con eso que no es una alucinación, un mero sueño? No hay nada que hacer, debo estar bien chocho, de puro caduco y solterón – dice el anciano en voz baja, llevándose las manos a la cabeza en un gesto de profunda aflicción. Ya va cayendo la tarde y vuelve a ingresar por las ventanas el hediondo vaho del arroyo. Pero la fresca brisa que el visitante suele traer consigo no está más. ¡Qué calor! ¡Qué peste! – exclama el viejo, con los ojos fijos en el cielo, tratando de olvidar el mal olor y esforzándose por descubrir, mirando por las ventanas, dónde va a brillar la primera estrella del anochecer. 3 - Cuando mamá me recogió de la pensión de la calle Junín, en Sucre, yo estaba prácticamente listo para empezar una nueva vida; salvo por un pequeño detalle: no podía mover las piernas y nunca más volvería a caminar. Pero eso le dio a ella la gran oportunidad de su vida, la de tomarme y apoderarse de mí, en exclusividad, haciendo de mí el centro y la razón de su existencia. Me recogió, pues; y me trajo a casa, a nuestra apacible Trinidad. Por eso, si estoy acá, en esta maloliente ciudad, es porque me trajeron, no porque yo hubiera decidido venir por mis propios pies, de los que ya no era el dueño, pues ya no los tenía. Estos pies me llevaron hasta la que iba a ser la tumba de mi juventud, hasta la guerra, en el Chaco y allá se quedaron muertos, junto a mis queridos compañeros, para no volver jamás. Pero estaba escrito que yo no iba a morir en la guerra: aunque allá murieron mis piernas y mis pies, y por eso están ahora 27

aquí, inmóviles, descansando muertos sobre el almohadón. A pesar de todo, no me sentí tan mal como uno podría imaginar por mi condición de inválido de guerra. Acepté mi insuperable invalidez física. Pero tengo que reconocer que no podría haber estado mejor en ninguna otra parte que acá en Trinidad, en mi pueblo y en mi casa, cuidado y atendido por mi madre, para quien yo era toda su familia y todo su mundo, sin que le importara nadie más. Así fue que ella y yo vivimos solos y por muchos, muchos años, en ese caserón que fue todo lo que nos quedó de la antigua fortuna familiar. No necesitábamos nada más. Teníamos un lindo patio con su tamarindo al medio y los cuartos alrededor, unidos por un corredor que nos daba su fresca sombra en los calores tropicales y su amable protección en la época de lluvias. Cuando me encontraba muy cansado del sillón y de estar sentado en el mismo lugar, mamá me ayudaba a cambiarme a la silla de ruedas y entonces daba vueltas y vueltas por el corredor y por el patio, y hasta salía a la calle acompañado de una peladita muy buena que nos ayudaba en las tareas de la casa. Nos íbamos a pasear a la plaza, a ver jugar a los peladingos; y a los viejos sentados en los bancos de sombra, charlando de política por no saber que hacer. Los domingos le daba gusto a mamá, íbamos a oír misa y yo, para hacerla feliz, trataba sinceramente de rezar y de levantar mi alma hacia el Dios compasivo que está en los cielos, en quien ella creía con una fe inconmovible, aunque yo sólo podía ver sobre nosotros las mudas bóvedas del templo. Después de la bendición salíamos un rato a la plaza para escuchar la retreta. Casi como en Sucre, casi como en la elegante Plaza 25 de Mayo, la principal de la capital. Teníamos la costumbre de conversar animadamente mientras tomábamos el desayuno. Era la hora favorita de mi madre para estar conmigo, ya que no podíamos almorzar ni cenar 28

juntos pues a esas horas ella debía atender a los clientes pensionados en nuestro modesto comedor… - Hijo, ¿sabés qué? Casi no tenemos plata más que para comer. - Pero mamá, ya lo sé. ¿No le parece que para estos tiempos, eso es mucho? - Sí, pero tenés que recordar que, cuando murió tu padre, todavía teníamos algo de lo mucho que nos dejó don Manuel, algunas cabezas de ganado acá cerca, en la quinta de papá, tu abuelo Francisco. Pero todo se ha ido consumiendo, porque yo terminé por quedarme sola, sin que nadie pudiera ayudarme. Yo soy una mujer como cualquier otra y vos estabas muy lejos, en la guerra. Y así acabé perdiéndolo todo… ¿sabés que vinieron de Santa Cruz los hermanos de tu padre y nos lo quitaron todo? Apenas pude salvar esta casa, gracias a Dios. Ahora nos mantenemos con lo que pagan los pensionados y de la costura que les hago a las que antiguamente fueron mis amigas y que me tienen alguna estima y consideración y bien que nos ayudan, encomendándome que les costure un vestido para ellas, o algunas camisas para sus maridos. Vendo también algo de horneao y a veces hago esas empanadas collas, jugosas, con caldo, que ya no me acuerdo quién me enseñó a hacer con gelatina de pata y que gustan tanto a la gente. Y no tengo ningún problema de seguir haciendo esas cosas mientras sea necesario. Pero, para colmo de males, los precios están por las nubes. ¡Virgen Santa! Dicen que todo esto pasa por culpa de la guerra, porque el gobierno se gastó todo el tesoro público, hasta lo que no teníamos, en comprar aviones y armamentos. Pero no importa, saldremos adelante, hijo mío. 29

- Mamá, cuando yo estaba en el hospital de guerra, allá en Tarija, venía a visitarme un soldado muy educado, muy culto, algo mayor que yo, quizás me llevaba unos dos o tres años. Él sí había logrado titularse de abogado poco antes de que estallara la guerra y, además, era profesional en economía o finanzas, no me acuerdo bien. Pero tenía una formación de primer nivel y por eso, por su excelente formación, trabajaba en las oficinas del Alto Mando. Ese hombre, inteligente y bien educado, tenía una mirada muy especial, que llamaba poderosamente la atención… quizás por sus ojos algo saltones y muy abiertos. Era una persona realmente excepcional. Él me previno que iba a suceder todo lo que ahora está pasando con el encarecimiento de la vida, la dictadura militar y todo lo demás. Todo se ha cumplido. Por eso, yo creo firmemente en lo que él predecía para el futuro, en los años que tenemos por delante. Eso también se va a cumplir. - Si vos lo decís… hijo mío. - ¿Sabe qué, mamá? Él decía una y otra vez, y de muchas maneras, que la guerra del Chaco iba a ser la tumba de la vieja Bolivia, la de la oligarquía aristocrática, la de los cuatro grandes millonarios y de los millones de miserables, y que la guerra sería también la cuna del nuevo país que está por nacer: un país de hombres y de mujeres libres, donde todos seremos iguales, un país en el que las minas serán del Estado y las tierras de los campesinos, sobre todo de los indios que las trabajan, un país sin tuberculosos ni analfabetos. Me dijo que el cambio tomaría tiempo, mucho tiempo; que quizás llegaría a durar hasta cien años… pero que nadie lo podría parar. No sabe usted, mamá, cómo me enardecían sus palabras. Yo sé que todo eso está en camino, que será 30

verdad. Por eso, qué importa que ahora estemos en esta situación, que no es del todo mala si la comparamos con el sufrimiento de tantas viudas y huérfanos que nos dejó la guerra. Esa pobre gente está realmente en la calle y sin que nadie les ponga un pan en la mano. Finalmente, podemos estar juntos, usted y yo. No se deje asustar por la pobreza ni vencer por el pesimismo. Yo sé que soy un inválido; pero no he perdido la cabeza. La sacaré a usted de esta situación. - Pero, ¿cómo, hijo mío? - Pues, como todo el mundo… trabajando. Creo que la invalidez no me va a impedir hacer lo que yo sé hacer, puedo empezar a escribir y a difundir esas ideas de cambio y de esperanza. Puedo hacer muchas cosas sin moverme de esta casa. Escribiré todo eso y otras cosas… pueden ser cuentos, textos para niños, muchas cosas. Y venderé mis libros. Ya verá usted, mamá. Voy a escribir y, si Dios nos ayuda, poco a poco me convertiré en un hombre importante, en uno de esos hombres del futuro de los que hablaba mi amigo. Ya verá usted. 4 Mamá cumplió un rol decisivo en mi vida, cuando volví del Chaco. Con su ayuda llegué a ser un escritor de cierto prestigio, conocido como un sincero luchador en defensa de la dignidad humana y hasta un ciudadano notable, pese a haberme quedado paralítico. Nunca pudimos salir de pobres, pero al menos nos alcanzaba la plata para darle a mi madre un relativo bienestar y, lo que yo más quería, cierta seguridad mientras vivió conmigo, que fue todavía por muchos años. En ese largo tiempo, casi todo 31

lo que predijo aquél culto recluta tarijeño se ha ido cumpliendo. Empezando porque él llegó muy lejos, hasta convertirse en el gran líder que el país necesitaba. Las minas pasaron a manos del Estado. Los indios fueron liberados del maldito pongueaje y se les distribuyó la tierra que trabajaban, aunque todavía falta mucho para que terminen de integrarse, sin paternalismos ni discriminaciones, en una sociedad de iguales. Se ha hecho una reforma educativa y se ha enseñado a leer a millones de analfabetos. Se ha logrado que todo boliviano pueda votar, hombre o mujer, indio o blanco.... Pero no puedo negar mi profunda decepción y mi tristeza porque si bien el indio fue liberado, muy pronto terminó absorbido por el crecimiento de las ciudades, indefenso y desnudo ante la maquinaria del mercado laboral. Y luego me llegó la hora del retiro forzoso, porque el tiempo no perdona ¿Qué más podría hacer yo, una vez cumplido mi ciclo, cuando ya ni siquiera podía escribir solo? Mi madre se me murió como había vivido, sin quejarse, con la única pena de dejarme. Ella, que supo ser la enfermera perfecta, la fiel y paciente secretaria, la que escuchaba mis quejas y maldiciones sin contradecirme, la que leía mis borradores mal escritos a mano y los ponía en limpio, a máquina, primorosamente, se me fue y me dejó desamparado. 5 Recuerdo que me acompañó en el primer viaje que hice desde acá a La Paz, antes de la revolución. Me acuerdo muy bien de la fecha, por todo lo que pasó después. Era en mayo de 1946. Me habían invitado unos jóvenes inquietos, terriblemente comprometidos con el futuro de la patria, para que les diera unas charlas sobre el problema indígena a lo largo de nuestra historia. Me subieron al avión en silla de ruedas y sujetaron la silla junto 32

al asiento de mamá. Cuando llegamos a La Paz, nos estaban esperando los que después serían mis compañeros de lucha por muchos años. ¡Cuál no sería mi sorpresa cuando lo vi a él en medio de ellos! Ahí estaba Víctor, mi compañero del hospital militar en Tarija, años atrás. Me sonrió y me saludó de lejos, desde la valla que les impedía ingresar a la plataforma en que se había detenido el avión. Lo vi muchas veces, desde entonces. Y siempre supe que él sería el gran líder de la revolución porque era un hombre de ideas claras, más que ningún otro. Durante unas semanas nos quedamos en La Paz, alojados en una hermosa casa de Sopocachi, construida con una larga ventana vidriera sobre la fachada, bañada de sol por la mañana y por la tarde. Allí celebrábamos nuestras interminables reuniones, en medio del ambiente más cordial y al mismo tiempo más polémico que puedo recordar. Discutíamos de todo: de la guerra del Chaco; de sus causas y de sus consecuencias, del increíble poder de los barones del estaño, del ridículo precio que Bolivia había cobrado por su estaño como contribución de guerra a los Aliados, de la censura de prensa, de las consecuencias de la guerra mundial, de la bomba atómica, de qué pasaría con los soviéticos ahora que los nazis habían desaparecido… ¡Quién iba a decirnos que unos meses después estaríamos todos prófugos, perseguidos como nazis criollos, después del horrendo asesinado de Villarroel, el Presidente Colgado, y de sus más cercanos y leales ayudantes en la Plaza Murillo! Su delito fue defender a los indios, no por ser enemigo de los ricos, sino por ser más amigo de los pobres… como él decía. Alguien nos delató, tal vez nos denunciaron como conspiradores enemigos de la democracia, ¡qué se yo! El caso es que los matones llegaron violentamente, pateando puertas, a la hora de la cena, encañonándonos con sus ametralladoras. Y se llevaron a todos los compañeros, en fila india, golpeándolos, a culatazo limpio. A mí no me hicieron nada – tal vez porque me vieron inválido – aunque después me detuvieron y me llevaron 33

con mis compañeros a un oscuro calabozo, en los sótanos de la Prefectura. Tal vez me tomaron por un pobre idiota, un inválido no podía ser otra cosa para ellos. Ni siquiera me interrogaron. Dos días después me anunciaron que sería deportado al Beni. ¡Animales! Gracias a su estupidez me dejaron libre y pude volver a casa sin sufrir daño alguno. Al salir a la calle, ahí estaba mi madre, radiante de alegría porque no me había pasado nada. Como ese viaje, hice muchos otros después de la revolución. Entonces ya nadie nos perseguía y los compañeros me necesitaban. Trabajé mucho, de veras. Siempre viajando en avión, siempre acompañado por mi infaltable enfermera y secretaria: mamá. Tal vez por eso y por mi invalidez nunca llegué a tratar con otra muchacha. El amor me había sido vedado después de los felices días con mi Marcela. Y así el tiempo pasó volando en la preparación y puesta en marcha de las grandes medidas de la revolución: la Reforma Agraria y la Nacionalización de las Minas, el Voto Universal, la Reforma Educativa… Cuando me di cuenta, ya nos encontrábamos en la década de los sesenta. Entonces murió mamá. Y desde entonces me confinaron en este mugroso asilo de ancianos, penado por ser inválido, hace ya más de veinte años. No pudo haber condena más dura ni más irrevocable. Cuando llegué al asilo, comencé a deslizarme en el neblinoso mundo del olvido, los amigos fueron despareciendo poco a poco, o se fueron distanciando. Las visitas se fueron haciendo cada vez más raras, desaparecieron las invitaciones y las consultas… Así terminó – o comenzó a terminar – Juan Ignacio Camino, el intelectual de la revolución, en este depósito de ancianos abandonados donde, por lo menos, estoy bajo el cuidado de mis bigotudas enfermeras, esperando el desenlace que, inevitablemente, llegará un día que no puede estar muy lejos, y que espero como una liberación. 34

6 Ahí estaba el visitante otra vez, sentado en la cama del anciano y de muy buen humor. Y lo escuchaba con sincero interés. El anciano, feliz de tenerlo en su cuarto, se explayaba hablándole de su soledad: - Le cuento que en mis cavilaciones nocturnas, cuando el insomnio se apodera tercamente de las pocas horas en las que uno debería descansar, mi mente recorre lenta y minuciosamente las más oscuras sendas de la memoria, hasta perderse en el vacío del tiempo anterior a mi conciencia. - ¿No es algo normal, muchacho, a tu edad? - No me interrumpa, se lo ruego, y no se burle. - ¿Acaso me he burlado? No seás tan susceptible… Sólo quería decirte que, a tu edad, es normal que a una persona le guste recordar su vida pasada. Y a vos te gusta hacerlo. - Pero no siempre es grato recordar. Y, sin embargo, no me cuesta trabajo, más bien los recuerdos acuden a mi mente con gran facilidad, atropellándose, queriendo destacarse unos sobre otros, procurando ser los escogidos. Y uno no sabe qué hacer. - Si escogés los recuerdos gratos, éstos inevitablemente te conducirán a los ingratos. Es la ley de asociación por contraste. - Bueno, por eso he decidido escoger primero los ingratos, con la esperanza de que éstos sí me conducirán a los gratos. Y 35

así comienzo siempre por la universidad, la mañana de aquel maldito lunes, subiendo las anchas escaleras que conducían a las oficinas del decano. Vuelvo a entrar en la oscura oficina del Decanato y vuelvo a mirar a ese viejo desgraciado, tan orondo, sentado detrás de su escritorio, como refugiado en sus gruesas gafas de lechuza. Inevitablemente él me lleva a la caverna y me trae a la memoria a sus ciegos colegas para contemplarlos y oírlos engolando la voz, mandándose sus largas sartas de tópicos sobre el derecho de gentes, o sobre los grandes avances de la teoría del derecho en Alemania, en Italia o en España. - ¿No es una actitud masoquista, la tuya? - No me juzgue todavía, déjeme decirle que esos solemnes catedráticos ignoraban el drama que se estaba desarrollando entonces en Europa, entre las naciones democráticas herederas de las grandes tradiciones de la Revolución Francesa, o en las otras, poseídas por los nuevos y radicales totalitarismos fascistas. Tampoco sabían distinguir las causas de los trabajadores de la Rusia soviética, de aquellas que sostenían los trabajadores en los países capitalistas. Peor aún, nada sabían de nuestra crisis con el Paraguay, nada que no fuera repetir los tradicionales argumentos del uti possidetis, sin ingresar al menor análisis jurídico o histórico para clarificar la propiedad de la corona española y de sus herederas, las nuevas repúblicas, sobre los territorios despoblados y fronterizos como el Chaco, como el Acre, como el litoral de Atacama. Por eso, no puedo dejar de considerarlos culpables por el desastre de la guerra: culpables por omisión en el cumplimiento del deber. ¡Culpables!

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- Pero a los ojos de la gente común, hasta tienen méritos. No te olvidés que tenían medallas y diplomas y doctorados honoris causa y todo eso…. - Ignorantes y cínicos. Ninguno de ellos había investigado nada por su propia cuenta y así, todos repetían lo que consideraban indiscutible, sin haberse formado jamás una opinión personal ¡Y sus clases magistrales! Ahí sí que se plantaban, muy encaramados sobre la cátedra, pontificando como obispos en el estrado de la Catedral. ¡Cómo les gustaba que les dijeran catedráticos! Y es que ocupaban el fondo de la caverna, aunque no lo sabían. ¡No lo sabían! – terminó con una sonora carcajada. - No saber cuál es su verdadero lugar constituye la nota más característica del ignorante, que se figura estar en el centro del mundo y, sin embargo, no sabe nada de nada. - Por eso – continuó Juan Ignacio enjugándose las lágrimas de la risa – me provocan en el fondo una gran tristeza, porque a pesar de su ceguera eran los maestros de la juventud… ¡Pobre juventud! Pero también, ellos, los jóvenes estudiantes de esa época, ahora que están tan lejos en el tiempo, me causan risa. - ¿Eso te resulta tan gracioso, como para reírte de esos pobres diablos? - No es que fueran graciosos, eran ridículos, que no es lo mismo. Eso sí, cuando me acuerdo de esas estupideces, procuro reir suavito para no despertar a mi enfermera que mañana comentará, con su afectada voz, que no durmió en toda la noche cuidándome, porque el señor 37

Camino siempre duerme plácidamente, como un bendito, y al fin de cuentas es mi deber permanecer despierta y en vela, cuidándolo, y lo cumplo con verdadero gusto. Vieja mentirosa… ¡la que duerme plácidamente, toda la noche, es ella! Las únicas que sin hablar cumplen en todo momento su deber, son las monjitas ésas, que por vocación atienden a sus ancianos. De todos modos, ya le dije a usted que dejara de visitarme de noche, para no despertar a los demás. A esas horas no podemos charlar como de costumbre. Total, el único que lo ve y escucha soy yo. Pero me preocupa que las enfermeras me tomen por loco. ¡Qué loco está el señor Camino hablando solito, gesticulando y todo! Y hasta se enoja¡ y a veces lanza cada carcajada…! - Pero en eso se nota que está sano el señor, porque los enfermos no se ríen así, ¿no es cierto, Reverenda Madre? Entonces el abuelo, cansado de escuchar los largos monólogos del anciano, decidió desaparecer sin decir nada. Pero antes de esfumarse le dejó otro clavel sobre la sábana que cubría sus piernas. Cuando vio la hermosa flor reposando sobre sus rodillas, Juan Ignacio exclamó ¡pero si no hay claveles por acá! ¿Cómo lo habrá conseguido el viejo? Este es el colmo de la fantasía porque lo estoy tocando y oliendo… debo estar completamente chiflado con esta loca imaginación mía. Sin embargo, tiene que haber algo de verdad en estas flores, porque si no, ¿de dónde habría salido este clavel? ¡Y qué bien huele! Es un aroma que me recuerda mi época de universitario, en Sucre, la ciudad de los claveles.

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7 El recuerdo de Sucre y de sus años de estudiante en la universidad, lo condujo a una serie de complejas reflexiones sobre la situación de su salud mental: - Dicen que tengo la cabeza cuadrada, como una lata de manteca. Pero en este tacho – dijo golpeándose la cabeza con los puños, casi con rabia – he logrado meter muchas ideas, muchos planes y proyectos, muchas cosas… estudiando, leyendo libro tras libro, mirando y escuchando, pero, sobre todo, ¡viviendo! Porque dicen – lo he comprobado y es así – que esa es la mejor manera de conocer la realidad, es decir, leyendo en el gran libro del mundo. Y por eso yo me sé muy bien que todas las cosas cambian, como cambian esas manchas entre blancas y cobrizas que flotan en el sucio y destemplado tumbadillo de mi cuarto. Pero lo que no logro aceptar dentro de mí, al menos como un recuerdo más, es el infierno de Nanawa que después de más de tantos años permanece tremendamente actual para mí, como si todo eso estuviera sucediendo aquí y ahora mismo, hoy mismo, cada día, una y otra vez, sin acabar nunca de suceder. Es un infierno que no me permite disfrutar ni de un poquito de paz, ni de un minuto de silencio interior aunque me niegue a considerarlo como parte de mi ser. ¿De qué me sirve rechazarlo y maldecirlo con todas mis fuerzas? Porque todas esas muertes no las quiero ni las puedo tolerar. Ni el hambre, ni la sed, ni las plagas de esa tierra calcinada, maldita; ni el interminable tronar de la batalla. ¿Cómo pudo desatarse tanta maldad? ¿Acaso Dios no es Dios? Y si es Dios, ¿cómo pudo haber permitido tan espantosa maldad? Será por eso que a veces me siento caer sin pausa en un abismo de locura… lo que me pasa cuando me pongo a reflexionar sobre la estupidez e inutilidad de 39

nuestro coraje, cada vez que nos daban la orden de salir de las trincheras ¡a la carga! Y salíamos como autómatas, empapados en sudor, cubiertos de arena y con los huevos encogidos por el pánico ¿Por qué tuvo que estallar la guerra? ¿Para qué sirvió? ¿Por qué tenían que morir tantos y tan buenos muchachos que ni habían cumplido los veinticinco años? ¿Alguien me lo podría decir? En ese momento el visitante se hizo visible y, como si hubiera leído los pensamientos de Juan Ignacio, quiso intervenir. Pero él, exaltado como estaba y como si adivinara que el otro quería darle una de sus siempre sensatas respuestas, no lo dejó hablar: - No, usted menos que nadie. Usted nunca podría apreciar la magnitud de esa tragedia, porque usted, que tuvo una feliz y pacífica juventud, no puede saber lo que fue la guerra del Chaco: un total y monstruoso absurdo. Para nosotros, en cambio, la juventud fue sólo un sueño o, peor, una pesadilla. Yo nunca fui joven, no gocé de mi juventud y puedo decírselo ahora que soy su mayor, un octogenario mucho mayor que usted. Porque a usted lo mataron cuando apenas había cumplido los cincuenta. ¿O me equivoco? En cambio, yo sí puedo decir que he llegado a viejo, a pesar de que no tuve una verdadera juventud. Lo que sí tuve, y a Dios gracias, debo reconocerlo, fue una infancia feliz… - ¡Pues me alegro por vos! Y me parece importante que tu infancia hubiera sido feliz. Sobre esa sólida base podremos reconstruir tu vida. - ¿Reconstruir mi vida? ¿Para qué? ¿Acaso es posible? Mi vida ya pasó. Ya la viví y sólo me queda la memoria de lo vivido. ¿Qué sentido tendría tratar de reconstruirla? ¿Para 40

qué? Otro de los absurdos de usted, abuelo, porque si se refiere usted a amontonar recuerdos, ya me acuerdo de todo. No me hace falta acordarme de nada más. - No, muchacho. Estás equivocado. Reconstruir no es solamente recordar. Es mucho más que eso. - ¿Qué más podría ser? - Algo que no es común, muchacho: saber por qué y para qué has vivido esa vida; en otras palabras, hallarle su sentido. Fijate que nuestras vidas sólo tendrán sentido si nosotros sabemos estimarlas como valiosas. Eso es darles sentido. Se trata de encontrar algo más que un tesoro: una respuesta que nos devuelva la fe y la autoestima. ¿Por qué y para qué tuvimos que luchar tanto, trabajar y sufrir, si nuestra vida hubiera sido despreciable? Te invito a que más bien te alejés del absurdo del autodesprecio, no vayás a considerarte nunca una pasión inútil. La frase será famosa, pero es imperdonablemente hueca. - La verdad, abuelo, si fuera posible… si fuera realmente posible encontrarle sentido a la vida… Eso sí que es un sueño. - ¿Será eso, solamente? - Cuando era niño los días, las semanas y los meses me parecían eternos, interminables. ¿Cómo puede usted explicarme que todo hubiera pasado como pasan las nubes por el cielo, desvaneciéndose tan rápidamente? ¿Dónde están las bases de la realidad, dónde los fundamentos de la razón que deberían sustentar tan efímera realidad? ¿Lo sabe usted? 41

- Pues a mí me parece que soy el mismo ahora que antes. - En cambio a mí… se me figura que mi vida no fue una, sino muchas; y tan diversas y distintas que no podrían jamás ser una sola. - ¿Estás hablando en trabalenguas? Dejame que te diga algo a ese respecto. - Aclárese, si puede. Lo escucho sin chistar. - Gracias, muchacho, por dejarme decirte algo, ya que vos nomás querés hablar. Para mí, que decís que soy menos viejo que vos… y es que no contás los años que han pasado desde mi partida; para mí, lo que nos da sustancia y firmeza en nuestro fugaz paso por el tiempo es un hilo mágico que une a los acontecimientos de nuestra existencia. ¡El sentido, muchacho! Ese es el hilo o el vínculo, si querés, muy difícil de encontrar. Pero ahí tiene que estar, uniendo todos los pedazos hasta darles una sólida secuencia y una convincente explicación que nos permitirán reconstruir y salvar nuestras vidas. Es necesario, entonces, recoger los fragmentos y juntarlos sobre una consistente línea de sentido. - Eso es lo que tendría usted que demostrar, no darlo por sentado. - Reconozco que es difícil de aceptar, y aún me dirás que a mí, sentado en la otra orilla del río y en la tierra firme de la eternidad, tiene que parecerme fácil, ¿no…? Claro, para ustedes, que están metidos en la torrentosa corriente del tiempo, y sin saber nadar muy bien que digamos, tiene que parecerles difícil… - y se rió de buena gana. 42

- Abuelo, aunque se ría usted, tengo que reconocer que consigue infundirme algo de calma y un poco, un poquito, así de chiquitito, de esperanza – dijo el anciano haciendo el clásico gesto que casi junta los dedos índice y pulgar. Y continuó: - Tal vez logre usted ayudarme a encontrar el famoso hilo ése, a ordenar los pedazos incoherentes y absurdos de mi vida y a darles sentido. - Ojalá, muchacho, ojalá alcance a serte útil. Pero eso, sólo si no te andás oponiendo a todo lo que te digo; o si no te plantas ahí en tus trece, terco como una mula, sin dar un paso hacia adelante. - ¿Qué quiere, pues, de mí? - Muchacho, muchacho… Yo no quiero nada de vos. Sólo quisiera – para vos y no para mí – que salvés tu vida. Que la hagás trascender más allá, ¿me entendés? Porque tu vida en este mundo ha sido muy dolorosa tenés que pensar que fue sólo un comienzo, aunque las apariencias te digan lo contrario. Todo lo que has vivido hasta hoy no es más, que la primera parte de tu vida, que ha transcurrido dentro de los estrechos márgenes de un cortísimo tiempito, digamos de entre ochenta y cien años que, como máximo, suele durar una vida humana. Todo pasa, y tan rápidamente que sólo se puede entender como un momento, como un breve destello de luz en una noche oscura. La verdadera luz es otra cosa, eso está más allá de estas pálidas sombras en las que te movés ¿Ya no te acordás de esa historia que tanto te gustaba, el mito de la caverna de Platón y de la luz que le venía de 43

afuera? Este es sólo el comienzo, te repito. Un comienzo que puede terminar en un final oscuro y fatal, si uno llega a encontrar el hilo conductor hacia la verdadera vida, ésa que está más allá; allá… desde donde yo vengo a visitarte… - O sea, abuelo… vamos a ver: o sea que entonces usted no estaría muerto. ¿Acaso puede usted ser una persona realmente viviente? Pero, ¿qué es lo que está pasando con mi mente? Si no me acuerdo mal… ...yo apenas era un muchachito cuando usted se murió, quiero decir, cuando lo mataron. - No es que estés loco… es que estás empezando a entender ¿ves? Hay que estar muy cerca de la muerte para entender la vida y, a partir de eso, comprender lo que es la muerte. No es una derrota sino una liberación, la única liberación que merece llamarse tal. Por eso a vos te ha servido de mucho haberte encontrado muy cerca de la muerte, por eso ahora, conversando conmigo, podés entender mejor que, sin esa liberación, la vida sería un infierno; el verdadero infierno y no el que la gente se imagina, con los demonios saltando y brincando entre brasas y llamaradas. Me refiero al infierno de la perpetua soledad, donde nadie puede querer a nadie, ni siquiera a sí mismo. ¿Te imaginás? Por eso, la gente que no estima su propia vida y no le encuentra sentido, esa gente ya está en la antesala del infierno. El anciano sintió que una negra nube, cargada de ira, le estaba ensombreciendo rápidamente el ánimo y no se hallaba dispuesto a dejar que el abuelo siguiera explayándose sobre las cualidades de esa otra vida que él se resistía a considerar ni siquiera como una posibilidad. 44

- Abuelo, voy a decirle una cosa sobre ese infierno suyo, tan metafísico y tan raro. No puedo saber nada de él ni quiero imaginarme nada. Porque, eso sí, yo conozco el verdadero infierno, del que usted no puede ni hablar porque jamás estuvo en medio de una batalla sangrienta. - ¿Te referís a la guerra del Chaco? - Yo sí puedo hablar del infierno, porque yo sí estuve en Nanawa – respondió el anciano incorporándose y levantando la cabeza, advirtiendo además el ligero tono de ironía que se había acentuado en la voz del abuelo. Y prosiguió, tratando de serenarse: - Me acuerdo muy bien de algo que los soldados cantábamos, todavía en Sucre, antes de partir hacia la guerra. Era sólo una triste cueca con la que nos despedía la gente. Para el autor de la canción, el infierno era el Chaco, pero verde: “Mañana, cuando me vaya y de mí nadie se acuerde, porque del infierno verde sólo Dios se acordará…” – tarareó en voz baja, como si reviviera la triste melodía. Y prosiguió contando su historia: - Sin embargo, cuando llegamos a Nanawa, el infierno no era verde, más bien se veía oscuro como una negra noche y eso, incluso bajo la luz del sol. Lo acompañaba el rugido de los cañones que no se callaban nunca y el ruido de las balas que golpeaban secamente muy cerca de nuestras cabezas. Abajo, en la trinchera excavada en el arenal, yo no podía dejar de repetir las palabras del general Kundt, el gringo mataperros, machacándonos los oídos con su obsceno y malsonante castellano: “¡Soldados! Ustedes desde chiquititos cantar en el himno nacional ¡morir antes que esclavos vivir! Ahora pues, carajo: ¡a morir antes que esclavos vivir!” Y así esperábamos la orden de salir 45

de las trincheras para atacar a los paraguayos, pobres pilas quizás más asustados que nosotros. Preferíamos no pensar en sus caras, borrándolas y mezclándolas en una masa amorfa, diluyendo sus identidades personales en una sola y terrible realidad, a la cual era necesario matar para no morir: el enemigo. Por fin, al amanecer nos daban la orden de salir a la carga. Salíamos corriendo y rugiendo como locos, barbotando obscenidades para darnos valor. Mis compañeros iban cayendo a ambos costados sin que se librara casi ninguno; los heridos gritaban llamando a sus madres o a la Madre de Dios, otros ya no gritarían nunca más. Yo sólo me acuerdo de que, en una de esas, caí en la arena buscando a mi compañero Sebastián, el hombre más bueno y más valiente que he conocido. Sebastián era un indio fornido y valiente, de allá, de un rancherío cercano a Sucre. Pero después ya no me acuerdo. Mis compañeros decían que me encontraron en un hoyo, debajo del cadáver de Sebastián, quizás en el cráter abierto por una bomba, y que al principio a mí también me dieron por muerto. Otros decían que me encontraron sólo dos días después y que, por eso, ya me habían reportado como muerto. Pero en mi pecho, junto a la medalla del Corazón de Jesús que me dio mi madre cuando salí de Trinidad, yo tenía una cadenita de plata con una plaquita que llevaba mi nombre, mi apellido y mi número: Juan Ignacio Camino, 100259. Todavía la conservo ahí, en una cajita junto con otros enmohecidos recuerdos de toda clase. El abuelo le pidió que, abriendo el cajoncito de su velador, tomara la cajita de madera, descolorida y con la tapa suelta. Entonces el anciano sacó de su interior una plaquita de plata, 46

oscurecida por los años, pendiente de una cadena también de plata. El abuelo, fascinado miraba, escuchaba y callaba. - Gracias a esta plaquita supieron que yo no había muerto en Nanawa. Pero, tantos años después, ya que estoy acá charlando con usted, ¿será que yo también ya estoy muerto y que por eso podemos conversar? ¿Acaso pueden los vivos hablar con los muertos? ¿No será esto solamente un sueño, un producto de la afiebrada imaginación de un viejo chocho, caduco y solterón? Por eso, abuelo, le ruego: deme una prueba de su verdadera presencia en este cuarto del asilo, dígame, ¿dónde queda Nanawa? ¿Dónde está el Chaco, entre qué ríos se encuentra, en qué parte del país? Al ver entonces que se alejaba y desaparecía, comenzó a gritarle agitando los brazos: - ¡No huya! ¡No eluda el problema de su identidad, usted, que se las da de inmortal y sólo es una triste sombra, un pobre fantasma y nada más! Eso: ¡una mentira, un fraude! Pero el abuelo, golpeado en el alma por el relato de Juan Ignacio y sintiéndose frustrado por no atinar a encontrar cómo ayudarlo a comprender el pasmoso absurdo de la guerra que había llegado a quitarle todo sentido a su vida, ya se había retirado, esta vez sin dejar flor alguna sobre las rodillas de Juan Ignacio, que se quedó llamándolo una y otra vez. Y como nadie escuchaba su llamado, se puso a razonar: - Si dependiera de mi imaginación, el abuelo vendría cada vez que a mí me diera la gana… ahora, si se va y me deja cuando yo más lo necesito; y sólo viene cuando quiere, entonces ¡no puede ser imaginario! 47

Fatigado con esos y otros pensamientos semejantes, el anciano tardó mucho en dormirse esa noche, una de las más tristes de su triste vida. 8 - Fue la guerra. Fue por culpa de la maldita guerra que mi vida cambió para siempre. Si no hubiera sido por la guerra del Chaco… entonces, tal vez yo hubiera llegado a tener con Marcela una relación de cariño, quizás no tan hermosa como la que nos unió a mi regreso, pero, eso sí, más sólida y duradera, podría haberle pedido que nos casáramos y ella hubiera aceptado… Pero entonces yo me habría quedado a vivir en Sucre y hasta me hubiera integrado en esa pechoña sociedad, y así hubiera logrado ser el abogado que soñé y quizás hasta habría hecho una brillante carrera que no se hubiera detenido sino en la Presidencia de la Corte Suprema…quizás; y hasta habría tenido hijos… y ahora alguno de ellos estaría aquí y habría venido a recogerme de mi triste soledad y yo no estaría a punto de morir abandonado en este mugroso asilo y, sobre todo, no me habría sucedido lo que más me ha pesado en toda mi vida: la maldita parálisis de mis piernas. ¡Quién sabe! ¿Por qué mi vida no fue como la de cualquiera de mis compañeros del colegio o de la facultad de derecho? ¿Por qué tuvo que resultarme así, siempre remando contra la corriente, siempre con todo el mundo en contra mía? Ya iba a llorar cuando sintió de pronto el fresco aroma que siempre le anunciaba la llegada del abuelo. Y ahí estaba él otra vez, compartiendo sus pensamientos. Al verlo, como siguiendo una conversación ya comenzada, le dijo:

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- Perdóneme abuelo, ¡qué serie de tonterías se me viene a la mente! Pero Usted sabe, tampoco hubiera… - ¡Basta, muchacho! No podemos especular así. Hubiera sido esto… o hubiera sido esto otro…. La vida, para vos, para mí y para todos, ha sido nomás como ha tenido que ser y no de otra manera. No hay, pues, vuelta que darle. Imaginate qué hubiera sido de vos, si yo… - ¿Usted también? - ¿Ves? Ya me estás empujando a lo mismo, al uso del condicional como el recurso favorito de una enfermiza imaginación. Pero en fin, lo sabés mejor que yo. De modo que ¡basta de imaginar más habrías o podrías! O, si querés, casualidades. Yo prefiero pensar, por eso, que vinimos al mundo para cumplir una misión, cada uno de nosotros. Y creo que vos la cumpliste bien, muchacho, a pesar de todo, a pesar de tus dudas. Lo que cuenta es eso: lo hecho. La realidad. - ¿De qué realidad me puede hablar usted, mi querido abuelo imaginario? No me haga reír… - Pero veo que te reís, muchacho…te reís… de veras que te reís… Y no será por nada… - Dijo el abuelo, poniéndole en los labios un cigarrillo encendido que el anciano se apresuró a fumar con enorme placer. – Después de todo, no puede ser tan imaginario. ¡Cuánto tiempo sin fumar un cigarrito! – pensó, echando el humo por las narices. Y entonces lo oyó, como de lejos:

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- ¡Y no sigás tachándome de imaginario…! No te lo permito. No sigás: o no vuelvo a traerte cigarrillos… ni flores ¡ni nada! 9 Algunos días después el abuelo apareció en la habitación del anciano como saliendo detrás del ropero, sacudiéndose el polvo y las telarañas del rincón que cubría en ángulo el enorme mueble. Una vez posesionado de la habitación, comenzó a sacarse claveles de las orejas. Cuando el anciano lo vio sacándose los claveles, le gritó indignado: - Abuelo, ¡deje ya de sacarse flores de las orejas, por favor, que no hace falta! - Pero es que no tenés sentido del humor, muchacho, no sabés reír y eso equivale a no saber vivir. - ¡No estoy para bromas! Y es que, usted comprenderá… he tenido un mal presentimiento. - ¿Qué presentimiento? Con esa loca imaginación tuya… Te digo que para presentimientos están las mujeres, que dizque tienen hasta un sexto sentido, vos no. - Pero yo presiento que muy pronto van a terminar sus visitas. Usted ya no va a venir más a verme por acá porque, en realidad, yo no estaré más en este asilo. - ¿Te trasladan a otro? ¿A dónde?

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- No, abuelo, no. Es que me habré ido de este cochino mundo. Y por eso creo que ha llegado el momento de entregarle a usted la historia de mi vida, será como mi testamento, pues yo no tengo a nadie más que a usted… - Bueno, pero no te pongás trágico. Te digo que ya conozco mucho de tu vida. Pero está bien, si querés, podés hablar y decirme todo lo que tengás que decir. - Es que he vivido muchos años, abuelo, son tantos que al recordarlos me parece que tuve no una, sino muchas vidas. - ¿Como los gatos? - Abuelo, ¡por favor! - Seguí, seguí… y disculpá la interrupción. - Bueno. Primero, debo reconocer que tuve una vida feliz en Trinidad, fueron mis años de niño y de mi primera juventud. Esos fueron también los años de Torno Grande, los años con usted, abuelo. Después, mi segunda vida comenzó el día en que dejé la casa, ya fallecido usted, para irme a estudiar a Sucre; y duró tanto como el tiempo que estuve en la universidad. Mi tercera vida, quizás la más decisiva por lo dolorosa que me resultó, fue mi vida de soldado, ensangrentada por la maldita guerra del Chaco y que terminó cuando salí del hospital de Tarija. Mi cuarta vida fue bastante feliz, pese a la parálisis, fue la más fructífera, acompañado por mi bendita madre y trabajando mucho. Después, llegó finalmente esta larga y vacía existencia de sobreviviente atado al camastro, a la poltrona y a la silla de ruedas, vida que no ha sido vida, que ha durado hasta hoy 51

y que ojalá se acabe pronto, muy pronto, ojalá el día en que Dios, si realmente existe y se compadece de mí, me quiera llevar. Aunque ahora me atrevo a pensar que Él debe ser quien lo ha enviado a Usted y le ha encargado hacer ese trabajito… - Yo, ¿encargado de tu muerte? ¡Vamos, muchacho! Pero, ¿qué te has creído? Eso ya sobrepasa toda medida… ¡Yo no soy un asesino! - No se enoje, no sería un mal trabajo, tratándose de terminar con la vida de un despojo humano como yo. Sería, más bien, digamos, una obra de caridad. - ¿Por qué te empeñás en ver sólo lo malo? ¿Acaso tu vida ha sido una vida inútil, vana? - Vana existencia de paralítico y solterón, abuelo. Pero tal vez tenga razón, no ha sido una vida del todo vacía. La verdad, como ya le he dicho, mi cuarta vida, parálisis y todo, fue fecunda porque en ella pude crear, producir y contribuir a la preparación y el desarrollo, por lo menos inicial, de la revolución que está transformando nuestro país. - A ver, a ver… eso me interesa. Contame, por favor. - Antes, quiero contarle algunos antecedentes de mi infancia que tal vez no conozca usted y que, aunque parezcan triviales, creo que es bueno que los sepa Usted – respondió el anciano que, en el fondo, no quería hablar de sus experiencias políticas con el abuelo que, bien lo sabía él, era un rosquero, un fanático liberal. Por eso prefirió desviar la conversación hacia su más lejana infancia: 52

- Yo nací un 24 de junio. Por eso llevo el nombre de Juan. Pero el nombre de Ignacio, no sé a qué se pueda deber, tal vez a la devoción que había en estas tierras por San Ignacio de Loyola. Pero yo creo que mejor me hubieran puesto el nombre de Ramón. - Y eso, ¿por qué? - Bueno, nada más que por las extrañas circunstancias de mi nacimiento, y es que mi madre sufrió mucho al parirme… tanto que, según me contó ella misma, casi muere del parto y yo mismo por poco no llegué a nacer vivo. Me contó que yo resulté muy grande y muy pesado, que llegué a pesar casi doce libras… - Un peso realmente extraordinario para un recién nacido… - Por eso no podía acabar de parirme. Entonces una vecina le trajo el cuadro que todavía se podía ver en casa, en el dormitorio de mi madre, cuando ella vivía aún. Era una vieja pintura de San Ramón, dizque patrono de las parturientas. Dicen que toda la gente se puso a rezar de rodillas ante el santo, porque según una vieja leyenda, la madre del santo había muerto y ya se la llevaban al cementerio con su hijo en sus entrañas, porque no había nacido todavía. Entonces sucedió el prodigio: el santo niño lloró desde el seno materno, figúrese. Y eso le salvó la vida, pues ahí mismo le hicieron una cesárea a la difunta. Por eso le dicen nonato, es decir, no nacido. ¿Ve usted, abuelo? El santo Ramón Nonato nació de su madre ya muerta, gracias a que lloró en su seno, y por eso era el patrono de los prematuros, de los que nacen casi muertos y de las parturientas, y por eso todos se pusieron a rezar por mi madre y por mí, pidiéndole a San Ramón 53

que la salvara a ella del mal parto y a mí que me salvara de morir antes de nacer. Muchas veces oí maravillado, a mi madre y a otras personas, cuando yo era muy chico, que contaban esa historia. Por eso yo pude venir al mundo. Y por eso es que debí llamarme Juan Ramón y no Juan Ignacio. Pero ¿qué sentido puede tener todo eso? ¿A qué viene toda esta historia? Perdóneme, debo estar chocho. - Bueno, no sé si sabés que Ignacio quiere decir incendiario, y es que tiene que ver con ígneo, o sea con el fuego, es decir, vos sos un verdadero mete fuegos… no te has quedado chico en esa materia, con tu famosa revolución, ¿o no? Pero dejemos el tema de los nombres. La verdad es que, en nuestro medio y sobre todo en este desgraciado siglo XX, el mero hecho de poder nacer y vivir más de un año es, para la mayor parte de los bolivianitos, un triunfo. - ¡Quién sabe entonces si, por el hecho de haber sobrevivido, he sido un privilegiado y por eso he podido superar tantos peligros y llegar a una edad que es más alta que la que usted alcanzó! Aunque usted se ría, ¡ya le llevo con más de treinta años! - No seás ridículo, muchacho… ¡creerte más viejo que yo…! – dijo el abuelo poniéndose su vetusto sombrero de copa, como para despedirse. - Es que la suya, la vida que usted tiene ahora o que dice que tiene no es, pues, digamos, jamás podrá ser como la vida real de acá, la que yo tengo. Pero no se vaya, déjeme decirle algo más: en toda mi larga vida aprendí muchas cosas, algunas de las cuales, quizás las que me han impactado, nunca las he 54

podido comprender y ni siquiera aceptar. Una vez que dejé a mi familia me lancé a la aventura de vivir solo a los 18 años. Muy pronto choqué con la realidad, cuando me expulsaron de la universidad. Luego me hallé marchando hacia el Chaco, hacia la guerra, donde descubrí la amistad, el compañerismo y la solidaridad, donde me encontré con la muerte y la miré de frente, cara a cara. Así perdí a Sebastián, mi mejor amigo y compañero de guerra. Así pude entender cómo la estupidez es la última y tal vez la única justificación para la conducta de los poderosos. Lo que no podía entender, ni entenderé jamás, es la boluda inutilidad de la guerra. Figúrese para qué tuvimos que matarnos, si después de tantas desgracias todo quedó más o menos como antes: los bolivianos con nuestro petróleo y los paraguayos con su río. El inmenso y seco desierto se partió entre los dos países: un tercio para nosotros con un pedazo de costa sobre el río Paraguay, dos tercios del desierto para ellos, pero sin petróleo. Dígame abuelo, ¿eso valían los cien mil muertos, sin contar los miles y miles de heridos y mutilados de guerra como yo? Y eso, sin considerar las inmensas pérdidas materiales y las terribles consecuencias económicas, sociales y políticas… ¿Será que eso tiene algún sentido? - Claro que no, muchacho. Aunque, debo decirte que el monstruo de la guerra nace, crece y se reproduce por todas partes: ahí están la guerra civil española, y la hecatombe de las dos guerras mundiales, con el holocausto de los judíos, además, y la bomba atómica, y la guerra fría, Corea y Vietnam…, para no hablar más que de este falso, pernicioso y vanidoso Siglo XX.

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- ¿Qué más tendría que suceder? ¿Continuaremos así, prolongando indefinidamente la historia de la estupidez humana? - Pues sí, ustedes la continuaron con su famosa revolución nacional que tanto alabás y que, con diversas justificaciones y persiguiendo nuevas causas, siguió después extendiéndose por toda América, sembrando el odio fratricida en el seno de los pueblos, con la aparición de las guerrillas, el terrorismo y la guerra sucia… - ¡Como si hubiera una guerra que fuera limpia! - No hace falta hacer un esfuerzo para recordar la turbulenta historia de la tortura, de las ejecuciones en masa en los campos de concentración, de los destierros y de los asesinatos… - Para ese entonces yo ya estaba fuera de la circulación, mirándolo todo desde este apartado rincón del mundo. Pero todo se llega a saber, incluso en este asilo. El abuelo se paseaba, impaciente y un poco enojado, por la habitación. Parecía tener prisa por marcharse. Pero Juan Ignacio quería ver más claro, e insistió en sostener la conversación, que continuó así: - Pero abuelo, a pesar de todo, hay que reconocer que, a causa de la matanza del Chaco se preparó y fue madurando la revolución nacional hasta que, quince años después, acabó por estallar, y, con ella, una nueva realidad, un nuevo país que avanza dolorosamente en su lucha por una convivencia más justa, más humana. - La revolución siempre ha nacido de la muerte. 56

- ¿Acaso no es de la muerte que surge la vida? Me acuerdo de mi profesor de filosofía del derecho que, en latín, solía explicarnos cómo el origen de todo ser viviente está en la aniquilación de otro: corruptio unius, generatio alterius, repetía frecuentemente. Alguien tiene que corromperse y morir para que otro sea engendrado y empiece a existir. ¿No le parece que eso es cierto, aunque sea cruel? - ¡Claro que es cruel, muchacho! Pero es la ley natural, es la ley de la vida… y de la muerte. Tanto para los pueblos como para los individuos, para las plantas como para los animales. ¿Qué podríamos objetar? La muerte, por absurda que sea, tiene algo que decirte, muchacho. - ¡No irá usted ahora a hacerme un panegírico de la guerra y de la muerte! - No se trata de eso, sino de reconocerlas como parte de la realidad contra la cual debemos luchar, para vencerlas. No te olvidés: ¡yo vencí la muerte, muchacho! - Ahora sí que está loco. - ¿Acaso no me ves, aquí y ahora? Y, sin embargo, sabés muy bien que mi cuerpo se pudrió en aquella playa del Mamoré, hasta no quedar de él sino carroña: unos pocos huesos, roídos por las fieras y las alimañas del monte. Y, sin embargo aquí me ves, con una realidad que no me podés negar. Me ves acá, y hasta me podés tocar… pero, eso sí, no sabés cómo es que estoy vivo, ni cómo llegué acá, ni cómo me iré para volver otro día, para estar otra vez con vos…

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- Ya, ya… supongamos que es usted un hombre de verdad. Supongamos que está vivo. Pero ¿y yo? ¿Qué hay, entonces, de mí? Porque si usted está vivo, entonces el que está muerto soy yo. El abuelo le contestó bruscamente: - ¿Muerto vos? ¡No! Simplemente estás aquí, podrido en tu poltrona desde que murió tu madre, pero vivo aún. Esa es la verdad. - Sí, acá estoy. Soy yo, el viejo Camino: chocho, caduco y solterón, más perdido que un pájaro que vuela en la oscuridad. Entonces el tono del abuelo cambió, haciéndose amable, casi tierno: - Vamos, muchacho. No es bueno compadecerse de sí mismo… Finalmente, acá me tenés a mí, esperando verte nacer a una vida nueva, en otro nivel de las cosas, incorruptible. Y ya te falta poco porque – eso sí – nadie te librará de la muerte. Vos también te corromperás hasta quedar hecho polvo y ceniza, como yo. Pero también como yo volverás a la vida. También con vos se tiene que cumplir ese famoso principio latino, citado por tu profesor… ¿cómo era? - Corruptio unius… - … generatio alterius! La verdadera vida te espera, muchacho – exclamó el abuelo, casi cantando, alegremente.

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- ¡Cállese! ¡Cállese abuelo, por favor! Otra vez usted con sus malditos sermones sobre la vida eterna. Eso sí que no tiene sentido. No me hable más de eso, son puras pamplinas. Son las pobres ilusiones de mi mente enfermiza, no me atormente más ofreciéndome la muerte como si fuera la salvación. Eso sí que es ridículo. ¡Usted mismo no es más que una sombra de mi imaginación, un inmenso anhelo de compañía que me sale de adentro, en medio de esta soledad que sólo puede parecerse a la muerte! ¿Me cree incapaz de darme cuenta? ¡No me tome por un insensato! Y entonces Juan Ignacio, profundamente conmovido por la clara conciencia de su estado y la convicción de su locura, rompió a llorar amargamente, ocultando su cara con la sábana que cubría su cuerpo. El abuelo lo miró con profunda lástima, pero no dijo nada. Callado, se preparaba para irse, pero, entonces, bruscamente se volvió gritando: - ¿Pamplinas? ¡Ni yo, ni lo que te digo, somos pamplinas! Pero si no me querés escuchar, no volveré más. ¡Nunca más! ¿Me oís? - ¡Por favor, abuelo! No me abandone… Pero el abuelo ya se había ido, furioso, dejando su sombrero sobre la cama, quién sabe si porque lo olvidó o porque quiso dejarlo como una prueba palpable de su realidad física. El hecho es que cuando la enfermera vino al día siguiente para asear al anciano, vestirlo y arreglar su cuarto, se quejó: - ¡Un sombrero sobre la cama! Pero señor Camino, ¿no sabe usted que esto trae muy mala suerte? ¿Y de dónde salió este sombrero, tan viejo? Está re – viejo, pero, cosa rara… está 59

limpio, muy limpio… y huele muy bien, como a claveles – dijo metiendo en la copa del sombrero sus enormes narices picadas de viruelas. 10 Las interminables discusiones del anciano con su abuelo imaginario lo tenían muy inquieto, pues no podía dejar de pensar que tal vez ya había perdido la razón, que no era posible tomar como real lo que no podía ser sino un producto de su imaginación descontrolada. Y, sin embargo, algo había en todo ello que siempre le hacía desear una nueva visita. El anciano esperaba esas visitas. Por eso pensaba que si sólo hubieran sido imaginarias no habría tenido por qué esperarlas, que en lo sucesivo le bastaría con imaginarse al abuelo para verlo cuando quisiera. Pero el abuelo sólo llegaba cuando el abuelo quería, y se hacía esperar. Últimamente, lo que más temía el anciano, entre que lo temía y lo deseaba, era que un día cercano vendría y se lo llevaría con él. - Y es que no puede faltarme mucho para terminar. Tal vez, cuando el abuelo venga, me llevará con él a su nueva vida. Ya sería tiempo. Ya estoy en el último tramo, en punta – camino y al final de este viaje que siempre me ha parecido interminable. Pero, ¿de qué nueva vida estaré hablando, si yo no creo en otra vida que en esta mierda de existencia cargada de miserias? Ese mismo día el abuelo volvió y tocó levemente la campanilla de plata que Juan Ignacio utilizaba para llamar a la enfermera. Al oír el claro tintineo, el anciano dijo sin abrir los ojos: - ¿Ya está usted ahí otra vez, abuelo imaginario?

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- Siempre vuelvo a tu lado, muchacho, siempre dispuesto a conversar con vos de la cantidad de cosas que nos interesan a los dos. Aquí estoy. Y dejá ya de llamarme así, por favor. ¡Imaginario! Yo soy tu abuelo, de verdad, podés verme, oírme, tocarme. Podría ser que, desde hoy, y por encima de todas las evidencias, dejés de dudar de mí. Ojalá que ya se acaben tus dudas sobre mí y sobre la vida, porque entonces habrás asegurado tu futuro. - Si usted insiste en que está realmente vivo pero que murió hace muchos años, ¿será que yo… quiero decir… que a lo mejor yo también, yo… ya estaré muerto? Pero, ¿cómo podría saberlo? – balbuceó el anciano sin volverse a mirarlo. - No es que ya estés muerto. Por supuesto que aún vivís con la menguada vida de este mundo. Y te lo voy a decir por última vez, aunque te enojés. De modo que, si querés, me quedo y te lo digo. Si no, me voy. - No abuelo, quédese y diga lo que quiera. Le prometo escucharlo sin interrumpir. Al fin de cuentas, ¿qué puedo perder al escucharlo? – dijo al incorporarse trabajosamente. - Bueno, si te lo tomás así… Pero no importa. El punto está en que, o te abrazás al ser, apreciando y amando tu vida, o te abandonás a la nada, cargado de amargura, de odio y de rencor. Tan simple como eso. Se trata de tomar una opción personal – y pronunció esta última palabra remarcando cada sílaba – en la que se juega toda la vida a partir de la decisión de cada uno, muchacho. Era tal la firmeza y la claridad de las palabras de su abuelo, que el anciano no se atrevía a decir nada, cumpliendo su promesa. 61

- Mirá muchacho, no me lo invento yo, lo pensó así y así lo escribió el alemán Martín Heidegger, el filósofo más famoso del siglo. Tu opción no tiene nada que ver con lo que piensen los demás. Debés elegir vos, personalmente. Tenés que tomar tu opción personal ante las experiencias de tu vida, contemplando todo lo que tu vida misma te enseñó desde tu más remota infancia hasta el día de hoy. Tenés que abrazar amorosamente toda tu vida, y, en no pocos casos, hasta tendrás que saber perdonarte a vos mismo y a los demás, pues todos somos humanos. Por eso tiene enorme importancia que recojás y ordenés tus recuerdos para descubrir que tu vida sí ha tenido sentido, que ha valido la pena vivirla. Y no me vengás con esa monserga del absurdo, si lo hicieras, habrías perdido tu oportunidad. El absurdo sólo está en tu cabeza: no olvidés que no hay peor ciego que el que no quiere ver, ni peor sordo que el que no quiere oír. ¿Me entendés? - Pero abuelo, ¿qué pasa, si yo no puedo hacer todo eso? ¡Amar, perdonar…! Todo eso huele como a consejos de beatas o a refranes de cofradía. - Dejate de clichés, muchacho. Podés hacerlo. Y lo harás si sabés buscar dentro de vos mismo, en profundidad, si fuera necesario, hasta que duela. ¿Entendés? - Francamente no, abuelo. Tendría que hacérmelo entender usted. - ¡Qué tozudo! – exclamó el abuelo, como agotado por el esfuerzo de hacerse entender y frustrado por no conseguir su propósito. Y comenzó a esfumarse rápidamente.

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- ¡No se vaya ahora, abuelo, por favor! Tiene que explicármelo, no es culpa mía… Pero el visitante se había ido ya, dejando al anciano atormentado por las dudas y por el pesado sentimiento de su impotencia que pugnaba con sus deseos de salir adelante y de comprender el sentido de su vida tal como le aconsejaba su abuelo imaginario. En el silencio de su habitación, sumido en su tristeza, tenía tiempo para pensar: - Si el abuelo tiene razón, entonces aún no he comenzado. Pero, ¿qué quiere de mí, si no le encuentro sentido a esta vida de mierda? No hago nada más que recordar y recordar, pero duele. Ahora que, según el abuelo, no basta con recordar, es necesario entender, comprender, perdonar, amar… ¡Pamplinas! ¿Qué quiere decir con eso del hilo conductor del sentido? ¡No puede haber una razón que explique tanto absurdo! Y el absurdo está ahí, a la vista. No es que esté solamente en mi cabeza. El hecho es que la vida no tiene sentido. Mi infancia pasó, pudo ser feliz, pero eso ahora no vale nada. Lo demás demuestra el absurdo del fracaso, de la guerra, de la muerte, y en mi caso, de la agonía de años y años de paralítico en el asilo. ¿Qué sentido puede tener una vida que se acaba de a poco, o, más bien, que nunca se acaba en este mugroso asilo de locos? Y, sin embargo, cada vez que el abuelo me visita y me dice esas cosas, siento abrirse en mi pecho una inmensa esperanza. Vamos a ver: tal vez acabe por comprender el sentido si sigo un orden cronológico, uno que podría ayudarme a coger y seguir el hilo del sentido, sin soltarlo ni en la etapa del Chaco. Claro, mi infancia. A pesar de todo, esa debería ser la etapa para empezar, porque ese tiempo sí tuvo sentido para mí, aunque hubiera sido corto y fugaz y nada tenga que ver con todo lo que me ha 63

pasado después. Tengo que recordarlo todo arrancando de ahí, con orden. Tengo que hacerlo de manera que el hilo no se pierda, no como hasta ahora, a lo que venga. Tengo que hacerlo. Tengo que encontrar el sentido de la vida, como él dice. Pero, ¿será realmente él? --------- 00000000000000 -------------FIN DE LA MUESTRA Este libro tiene 362 páginas y 8 capítulos. has leido los dos primeros. Para completar tu lectura te invitamos a adquirir el libro en: MARTINEZ ACCHINI S.R.L. LIBROS (EN LA AV. ARCE # 2132 P.B. - TELF. +591-2-2783239 LA PAZ BOLIVIA) TAMBIEN PUEDES ADQUIRIR LA VERSION ELECTRÓNICA EN AMAZON: http://www.amazon.com/dp/B006L15O1C (en Estados Unidos) https://www.amazon.es/dp/B006L15O1C (en España)