La ciudadela de los libros

3 dic. 2012 - cula inicial: los aztecas, los maoríes, la cul- tura mochica, los ciudadanos .... pital de México, gracias al empeño de una matriarca mexicana ...
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OPINIÓN | 21

| Lunes 3 de diciembre de 2012

REfugIo DEL pApEL. En una vieja fábrica de tabaco de la capital mexicana,

un proyecto ha reunido las bibliotecas privadas de un puñado de grandes escritores que suman, juntas, más de 350.000 libros. Enclave de la cultura, el lugar se ha convertido en meca de lectores y bibliófilos

La ciudadela de los libros Mario Vargas Llosa —PARA LA NACION—

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MÉXICO, D.F.

ace unos veinte años oí a la agente literaria y matriarca de escritores Carmen Balcells hablar de un proyecto fabuloso relacionado con Barcelona y los libros. En los años siguientes, siguió hablando de él, mientras lo pulía y redondeaba, a la vez que, utilizando todas las artes y técnicas de que es capaz (y que son poco menos que infinitas), trataba de convencer a las autoridades de la Generalitat de que lo pusieran en marcha. El proyecto consistía nada menos que en convertir todos los antiguos cuarteles de la Ciudad Condal en archivos y bibliotecas de escritores. Como Barcelona había sido en los años 70 la capital del “boom” y tierra privilegiada del reencuentro entre los escritores latinoamericanos y españoles, Carmen quería que los primeros archivos y bibliotecas que sentaran sus reales en los ex cuarteles fueran los de García Márquez, Cortázar, Fuentes, etcétera, y que poco a poco se les añadieran muchos otros, de España, Europa y el mundo entero. En unos años (diez, veinte o cincuenta), Barcelona se convertiría en una esplendorosa Ciudad de los Libros donde investigadores, bibliófilos, letra heridos y lectores de los cinco continentes acudirían a consultar, leer, e impartir seminarios y cursos sobre todas las literaturas contemporáneas. Las autoridades catalanas no debieron ser muy receptivas al respecto, porque, con el paso de los años, Carmen Balcells fue refiriéndose cada vez menos al asunto hasta, un buen día, desistir de semejante sueño, por imposible. Lo que nadie podía prever es que, años después, una idea equivalente, aunque de proporciones menos gigantescas, germinaría de pronto allende los mares, en la capital de México, gracias al empeño de una matriarca mexicana llamada Consuelo Sáizar Guerrero, tan iluminada y tan pragmática como Carmen Balcells (aunque tal vez menos apabullante), y que esta vez el proyecto se haría realidad, convirtiendo a México, D.F. en la sede de la más bella, original y creativa biblioteca del siglo XXI: La Ciudad de los Libros. Está instalada en una fábrica de tabacos que se construyó a fines del siglo XVIII, en un área de 40.000 metros cuadrados, en el centro colonial de la ciudad. Fue también fábrica de armas, cárcel militar, hospital y

cuartel. En 1946, José Vasconcelos la convirtió en la Biblioteca Nacional, que dirigió hasta su muerte. Luego, entiendo que hubo un largo paréntesis de inactividad en el desgastado local hasta que en 1987 el arquitecto Abraham Zabludovsky inició su rehabilitación. La Ciudadela, inmenso y hermoso espacio, consta de patios, jardines y pabellones donde se han reunido las bibliotecas privadas de un puñado de escritores mexicanos –José Luis Martínez, Antonio Castro Leal, Jaime García Terrés, Alí Chumacero y Carlos Monsiváis– que suman, juntas, cerca de 350.000 volúmenes. Cada biblioteca ha sido confiada a un grupo de arquitectos, artistas y decoradores que han reconstruido y ordenado las diferentes colecciones respetando la personalidad –los gustos, las manías, las fantasías y las ocurrencias– de sus antiguos dueños, y, al mismo tiempo, facili-

La biblioteca de Carlos Monsiváis refleja su alegre desorden y su curiosidad desenfrenada Me he pasado la vida leyendo y escribiendo en las bibliotecas de las ciudades donde he vivido tando al máximo la accesibilidad de los libros y la comodidad de los lectores. No exagero si digo que todos estos edificios –muy diferentes uno del otro– son creaciones donde el buen gusto, lo funcional y lo grato de la atmósfera resultan extraordi-

nariamente estimulantes para el quehacer intelectual. Sé por qué lo digo. Me he pasado la vida leyendo y escribiendo en las bibliotecas de todas las ciudades en las que he vivido y, con la excepción quizá de la antigua British Library –cuando estaba en el Museo Británico, antes de mudarse al mastodonte de St. Pancras– no recuerdo haber sentido tantas ganas de ponerme a trabajar (y hasta quedarme a vivir allí) como en las varias bibliotecas de la Ciudadela mexicana. Nada más cierto que las bibliotecas retratan a sus dueños. Basta comparar el orden y el equilibrio de los 70.000 volúmenes que reunió el historiador, ensayista y crítico José Luis Martínez, con la atmósfera poética y ecléctica de García Terrés, o el alegre desorden y la curiosidad desenfrenada del agudo cronista de la cultura popular que fue Carlos Monsiváis. A la entrada del pabellón que alberga la

biblioteca de este último recibe al visitante una fotografía con los ojos subyugantes de María Félix en la que la diva ha estampado una cariñosa dedicatoria a Monsiváis. El pintor Francisco Toledo ha alfombrado este local con un tapiz lleno de los gatos que aquel criaba y concebido un panel delicado y exótico con los lomos de los libros y una cabeza de pelusas de su viejo dueño, que los contempla con nostalgia. Además de estos pabellones, hay otros, dedicados a los niños, a los bebes –sí, he dicho a los bebes y su local se llama ¡la bebeteca!– y a los ciegos (eufemísticamente bautizada Biblioteca para Débiles Visuales). Me quedé con las ganas de echar un vistazo a la misteriosa bebeteca; pero, en cambio, sí tuve tiempo de pasearme un buen rato en el pabellón de la puericia y sentirme niño otra vez, entre esos juguetes diseñados con personajes y lugares de cuentos de hadas y novelas de aventuras que van astutamente empujando la curiosidad de los precoces lectores hacia los libros en que aquellos juguetes se inspiran. Hay también un auditorio mil y una nochesco para los cuentacuentos. Probablemente el más literario y original de todos estos pabellones sea la biblioteca de invidentes. La música es en ella tan importante como en la bella novela de Bruce Chatwin The Songlines, en la que el escritor describía el antiguo mundo de los aborígenes australianos como un fantástico recinto donde las fronteras entre las distintas etnias y comunidades no eran geográficas, sino musicales. En el interior de esta biblioteca, los espacios están delimitados por composiciones sonoras, cuyos autores han trabajado en su gestación con la asesoría de los propios invidentes. Éstos pueden dirigirse, guiados por la música, hacia los estantes o puntos de lectura que usualmente ocupan. La biblioteca no sólo dispone de una vasta colección de obras en braille, sino también de tabletas, cintas y discos de libros grabados que pueden ser escuchados en pequeñas cabinas individuales. Para aislar este pabellón de los ruidos de la calle hay, entre ésta y aquél, un jardín y un camino delimitado por aromas de flores y de árboles que guían al usuario desde la puerta de entrada de la Ciudadela hasta el pabellón, sin necesidad de lazarillos. La licenciada Consuelo Sáizar Guerrero, presidenta de Conaculta (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes), no hubiera podido materializar este formidable proyecto cultural si no hubiera recibido el apoyo (y los recursos) del gobierno del presidente saliente de México, Felipe Calderón. Como se atrevió a enfrentar al dragón del narcotráfico, guerra que ha hecho correr mucha sangre y mucho sufrimiento en su país, muchos juzgan negativamente la gestión de este gobernante. Yo creo que ha sido valiente, honrado y que ha contribuido decisivamente a la democratización del que es, ahora, el primer país hispanohablante del mundo. Y no creo equivocarme si digo que, una vez que pasen los años y se vayan desvaneciendo de la memoria histórica las violencias de estos años asociada al narcotráfico, la Ciudadela de los Libros seguirá allí, intacta, atrayendo cada vez más lectores, como un enclave de civilización invulnerable a la barbarie. © LA NACION

LÍNEA DIRECTA

La teoría de la ventana rota

María Moliner, del Diccionario al teatro

Daniel Muchnik —PARA LA NACION—

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n estos días, donde están presentes la imprevisibilidad oficial, la inseguridad en su más amplio sentido, los malos servicios públicos (desde el transporte hasta la infraestructura vital y diaria de la gran ciudad) es interesante volver a recordar los fundamentos de la “teoría de la ventana rota”. En muchos países sigue vigente, y si bien han surgido algunos cuestionamientos a la teoría desde que fuera formulada en los años 90, su aplicación permite comprender en toda su dimensión los resortes y las conductas de las sociedades, en este caso, la argentina. Los trabajos de investigación en torno a la teoría se basan en un artículo publicado en marzo de 1982 en la revista estadounidense The Atlantic Monthly. Allí se decía: “Consideren un edificio con una ventana rota. Si la ventana no se repara, los vándalos tenderán a romper unas cuantas ventanas más. Finalmente, quizás hasta irrumpan en el edificio y, si está abandonado, es posible que sea ocupado por ellos. Además, consideren una acera. Se acumula algo de basura. Pronto, más basura se va acumulando. Eventualmente, la gente comienza a dejar bolsas de basura de restaurantes de comida rápida y a ensuciar los alrededores”. Ese trabajo periodístico motorizó una serie de interpretaciones de psicología social y de abordajes sociológicos. La conclusión es discutible, pero atrayente. En síntesis, se propone reparar las “ventanas rotas” en un corto tiempo, en días, en menos de una semana, para impedir que algunos se tienten y destruyan más ventanas. De la misma manera, hay que evitar que la basura se acumule en las calles. Catorce años después de aquel artículo, George Kelling y Catherine Coles, tomando la teoría de la ventana rota como plataforma de lanzamiento, elaboraron un libro que tuvo mucho impacto: Restaurando el orden y reduciendo el crimen en nuestras

comunidades. Kelling comenzó a ser presentado como el mentor intelectual de lo que se llamó “tolerancia cero” en una Nueva York que estaba a cargo del alcalde republicano Rudy Giuliani. A partir de ello, se escucharon serias acusaciones. Una de ellas fue que la “tolerancia cero” les abría el paso a prácticas discriminatorias hacia los “afrodescendientes”. Otra fue que las autoridades no tenían en cuenta el avance de la epidemia del crack y de otras drogas en el aumento de la violencia. La solución, entonces, era mucho más compleja. Luego se fueron sumando a la polémica nuevas investigaciones. Una de ellas sostenía que el desorden y el delito están inexorablemente ligados, en una suerte de secuencia que se cumple paso a paso. Y psicólogos sociales consideraron que las “ventanas rotas” no son patrimonio exclusivo de barrios pobres o carenciados. Una ventana sin reparar, argumentaron, es señal de que a nadie le preocupa; por lo tanto, romper más ventanas no tiene un costo significativo. Muchos años más acá, y en nuestro país, los concesionarios de los servicios ferroviarios parecen desconocer esta evidencia tan simple (y también las empresas recolectoras de basura en la vía pública). No es necesario viajar en la línea Sarmiento para comprobar esto, cualquier línea bastaría. Así como basta pararse frente a una barrera cualquiera y observar el paso de trenes hacia uno y otro lado para comprobar un tremendo deterioro. Los vagones están sucios y rotos, llenos de grafitis, y los asientos están despedazados.

Los vagones están sucios y rotos, llenos de grafitis, y los asientos están despedazados

Las ventanas están rotas. Pero nadie puede determinar qué empezó primero, si las ventanas rotas o el pésimo servicio o la falta de respeto al pasajero o el incumplimiento en los horarios o la serie de accidentes que suceden a diario. A falta de suficiente transporte, muchos usuarios viajan peligrosamente colgados, jugándose la vida. Es tanto el atropello que, de pronto, la gente explota, como ha sucedido algunas veces en las estaciones terminales o en las intermedias. Las ventanas rotas no son sólo responsabilidad de los procesados hermanos Cirigliano. Hay otros en la misma categoría. Los sectores más beneficiados en el reparto de subsidios económicos son el energético y el de transporte. El primero de ellos, con una participación en 2010 y 2011 del 58%, y el segundo, del 32%. Ambos representan casi el 90% de los subsidios. Entran en la categoría de subsidios al “sector económico”, que en los últimos siete años aumentó un 2312%. En 2005, esos subsidios alcanzaban los 2820 millones de pesos, mientras que en 2011 subieron a 68.015 millones. Tuvieron como objetivo el congelamiento de las tarifas y la cobertura del déficit de las empresas públicas, una pesada carga para las cuentas públicas, hoy desniveladas. La enseñanza de la teoría de la ventana rota es que si no las arreglan, se van a seguir rompiendo. En el caso que nos ocupa, hasta volver de uso imposible importantes servicios de transporte. Es necesaria, para que las arreglen, la tarea de control público. La Auditoría General de la Nación previó el fatal accidente de Once. Y advirtió. Esperemos que siga adelante con su tarea, y que no se la obstruyan. Pero, por sobre todas las cosas, que el Gobierno lea sus informes y actúe en consecuencia. © LA NACION

Graciela Melgarejo —LA NACION—

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esde esta columna se ha celebrado el hecho de que, junto con el nuevo diseño, el diario en papel incorporara el uso de las tildes en las mayúsculas, una norma académica en rigor desde hace muchísimos años. Muchos lectores esperan ahora que la versión en línea siga ese ejemplo. Las mayúsculas dan algunos dolores de cabeza. Por ejemplo, el 30/11, en un mail, el lector Jorge Tolosa comenta: “Hace un par de años comencé a notar una extraña costumbre en mis alumnos. No usan las mayúsculas en los nombres de organismos oficiales o de marcas, lo cual no me sorprendió porque lo atribuí a una distracción propia de la edad y de las nuevas generaciones, habituadas a la escritura rápida e incompleta de los mensajes de texto. Pero sí eran muy cuidadosos a la hora de poner las mayúsculas en los gentilicios: «Me gustan las empanadas Salteñas» o «la diseñadora de indumentaria Colombiana» o «no leo revistas Argentinas». Hoy puedo decir que ya se generalizó este uso y cuando lo corrijo simplemente me preguntan «¿Qué quiere decir gentilicio»?” La observación del lector tiene mucho sentido. Una consulta rápida a la nueva edición de la Ortografía de la RAE puede ayudar y mucho. En el Capítulo IV, titulado “El uso de las letras mayúsculas y minúsculas”, está desplegado un mundo de sabiduría, porque el tema no es menor: “La escritura normal –nos recuerdan los académicos–utiliza habitualmente las letras minúsculas, si bien, por distintos motivos, pueden escribirse enteramente con mayúsculas palabras, frases e incluso textos enteros; pero lo usual es que las mayúsculas se utilicen solo en posición inicial de palabra, y su

aparición está condicionada por distintos factores”. Entre esos factores, están los que dan una lección a los alumnos del profesor Tolosa: en la página 471, en el apartado “Gentilicios y nombres de pueblos o etnias”, se explica que “los adjetivos y sustantivos que expresan nacionalidad o procedencia geográfica, así como aquellos que designan pueblos o etnias, se escriben siempre con minúscula inicial: los aztecas, los maoríes, la cultura mochica, los ciudadanos filipinos. La minúscula es también la escritura apropiada cuando se utilizan en singular con valor colectivo: «Los otomanos sitiaron Viena, que otra vez consiguió resistir con ayuda de otros países cristianos, formándose a continuación la Santa Liga en defensa contra el turco [= los turcos]» (Otero Fundamentalismos [Es. 2001])”. La norma es importante, pero sabemos que es porque el uso la consagró. Por eso, una buena noticia que llena de felicidad a los seguidores de María Moliner, la autora del Diccionario de uso del español. Tuiteó la RAE: “@RAEInforma «El diccionario», inspirada en la vida y la obra de María Moliner, se estrenará en @teatroabadia, dirigida por el académico José Luis Gómez”. Y en el sitio www.elcultural.es, se publica este artículo: “María Moliner vuelve a la palabra en Diccionario”, la obra de teatro de Manuel Calzada sobre “una intelectual valiente y honesta”, cuya vida fue “una continua lucha por crear un mundo mejor. A través de su Diccionario habló alto y claro”. Ojalá algún productor argentino piense en estrenarla también en la Argentina. ©LA NACION

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