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ligera tartamudez, el autodesprecio. Había pasado los primeros días después de su pérdida encerrada en su dormitorio, preguntándose cómo pudo ocurrir, ...
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INFORMACIÓN GENERAL

Por la ventanilla intenta ver el final de ese viaje sin horizonte definido. El de ida fue un vuelo sin turbulencias, el de regreso se desliza ahora sobre una pista asfaltada. Sin embargo, para Vero, ambos trayectos resultan gaseosos, parcialmente nublados, sin una línea clara que una el punto A con el punto B, o viceversa, confundiendo la partida con el arribo, el pisar tierra con el ubicarse en la realidad. En este momento, el autobús sale de la estación y emprende el camino de regreso. Vero mira el cielo y recuerda cómo semanas atrás traspasó la gruesa nata de nubes limeñas después del despegue, y antes de eso, la primera vez que miró el mar desde las alturas, donde es imposible calcular las distancias. Difícil saber si te encuentras tan alto como para apreciar la curvatura del horizonte, o tan bajo como para temer un acuatizaje forzoso, igual que en las películas, que lo resuelven todo en estallidos de fuego y agua. Los buques de carga, que semejaban barquitos de juguete que transportaran brillantes legos de colores, le sirvieron como puntos de referencia para no temer durante los minutos del ascenso. Pero, ¿cuál es su punto de referencia ahora? ¿De dónde sujetarse esta vez?

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Cuán distintos pueden verse dos puertos de embarque. En el primero experimentó la orgullosa satisfacción de viajar por aire mientras otros se quedaban al ras del suelo, la superioridad de quien remonta las alturas con dos aeromozas dispuestas a servirle jugos, cocacolas y vino blanco para beber con el pescado del almuerzo. En el segundo, el triste hacinamiento de la estación de autobuses, donde parece que solo los marginales del país utilizaran este medio de transporte. Esperando en el andén, levanta la solapa de su casaca para calentarse el cuello. El vapor sale de su boca como una gran fumarola. Se cubre la nariz con un pañuelo para enfrentar el aire helado, sintiéndose tan pobre como el hombre que hojea un diario deportivo a su derecha, la madre que golpea en la cabeza al niño que no se queda quieto, la anciana que empuja sin ayuda sus dos fardos de equipaje. Mentalmente va tomando nota de toda esa gente a la que nadie le interesa despedir, hasta que su autobús se estaciona en la dársena asignada. No necesita competir con el resto de pasajeros que pelean por entregar las maletas al copiloto, que sin cuidado las lanza al fondo del depósito. Abraza su única mochila al subir por la puerta delantera, busca el número de su asiento al lado de la ventanilla y finalmente se acomoda. Vero sabe que le esperan cuatro días de viaje con pocos puntos de referencia, que cruzaría una tierra desconocida con el paso nervioso de quien camina por la cuerda floja sin tener ninguna red debajo. Ya se había acostumbrado a esa sensación: el entrenamiento circense había empezado semanas antes, cuando escuchó la voz en inglés de una azafata solicitando a los pasajeros colocar sus asientos en posición vertical y abrocharse los cinturones de seguridad. Entonces, para despertar del viaje de ida, Vero se

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peinó con las manos y frotó sus mejillas con una pereza sensual e infantil. Recuperó su mochila escondida debajo del asiento del avión para colocársela sobre las rodillas, sacó del bolsillo delantero un espejo y unas cajitas de pinturas de colores para maquillarse la boca y los ojos. No mucho, lo suficiente como para volver a la realidad. Luego revisó que colgara derecha la medalla de su abuelo, una vieja, curiosa herencia que ella utilizaba como un prendedor en su casaca. Solo entonces ajustó su cinturón. A su lado, Daniel descubría en su camisa migajas del último refrigerio. Después de sacudirlas, revisó el asiento girando sobre sí mismo, recogiéndolas obsesivamente, una por una. Si los genios existieran, y si hubiera tenido la oportunidad de pedirles un deseo, habría elegido vivir en un mundo aromatizado, donde por decreto hubieran sido prohibidas las migajas, además de las pelusas, las telas de araña, las cáscaras de huevo, las salpicaduras de barro, la caspa, los hongos y toda sustancia grasosa. Al parecer, una migaja se había deslizado al interior de su camisa y ella podía verlo sufrir, buscando aquel fragmento de metralla incrustado en su piel. La irritación acompañó a Daniel durante el aterrizaje, lo persiguió al abandonar la nave, al recorrer la manga, al ganar los pasillos, apurando el paso de Vero para encontrar menos congestionadas las ventanillas de migraciones. El sudor terminó por disolver la corteza de pan y él pudo respirar tranquilo, aunque no lo suficiente como para recibir una caricia en su mejilla: Aquí no, Vero, esto es un lugar público, estamos en el aeropuerto, estamos en migraciones, nos miran los otros turistas, no llames la atención, no digas nada, no intentes, no sonrías, no cruces, no esperes, no sigas, no seas, decía él. La larga cola empezó a moverse.

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A su turno, Vero entregó su pasaporte al agente de migraciones. Le preguntó sin mirarla cuál era el motivo de su visita, mientras revisaba con distancia y sospecha aquellos datos impresos: nacionalidad peruana, estudiante, veintiocho años. Observada su foto, levantó la mirada para confirmar que su nariz se encontraba allí. Vacaciones, respondió a secas. Volvió a mirar la fotografía. ¿Se habrá dado cuenta del defecto de la imagen? Cualquiera que la conociera entendería que no era verdad que su nariz perturbase el equilibrio del rostro, que minimizara la profundidad de sus ojos redondos. Mientras esperaba el sellado del pasaporte, pensó que no debió peinar su largo cabello con cerquillo el mismo día en que se tomó aquella foto, una semana después de que Daniel la sorprendiera al invitarla a tan largo viaje, ese necesario viaje, como enfatizó él, después de todo lo que habían pasado. Vero no imaginó que su primer destino turístico iba a resultar tan lejos de casa y, a la vez, tan próximo en su imaginación, pues era la tierra del abuelo. Daniel siempre le había prometido llevarla. Era una de esas propuestas conyugales que de tanto repetir y estirar ya sonaba a frase vacía, a costumbre familiar, como el saludo por la mañana. Pero después de los recientes acontecimientos, él insistió en que debían distraerse, olvidarse de todo, tomar distancia. El agente estampó el sello, devolvió el pasaporte sin mirarla y llamó al siguiente. Entonces fue el turno de Daniel. Nacionalidad peruana, sin nada que declarar oficialmente. Extraoficialmente confesaría lo mucho que deseaba que Verónica, o Vero, como él abreviaba para no perder tiempo, se sacudiera aquel estado de distracción en que se encontraba, esa forma de mo-

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verse y hablar como si no le afectara la velocidad natural de las cosas. Que abandonara, además, la apatía, la ligera tartamudez, el autodesprecio. Había pasado los primeros días después de su pérdida encerrada en su dormitorio, preguntándose cómo pudo ocurrir, cuál había sido su error, qué había hecho mal, sin poder hacerse a la idea de que no existiera el bebé en su interior. Antes de aquello, Vero era muy diferente. Recordaba lo imposible que resultaba entenderla cada vez que la pillaba acelerada, analizar sus palabras disparadas tan rápido, seguirle los pasos cuando se mostraba interesada por todo al mismo tiempo, y que solo la podía alcanzar cuando ella tomaba un descanso para pegar furiosas dentelladas a sus uñas. Pero luego de alumbrar un bebé de veintinueve semanas, con la dolorosa certeza de que, tras pujar, no escucharía el llanto con el que acostumbran terminar las historias más comunes de parto, su profunda distracción empezó a notarse en variados ejemplos. Uno de ellos: olvidar en la ventanilla del agente de migraciones la mochila donde guardaba la cámara, parte del dinero, su espejo y sus cajitas de pinturas de colores. Abandonar una mochila en migraciones no es lo mismo que extraviarla en cualquier otra dependencia. Podía suceder, como ocurrió entonces, que alguien sospechara de aquel bulto sin dueño y lo reportase a la policía. Pasaría poco tiempo para que un eficiente protocolo de seguridad se desplegara alrededor del objeto abandonado y todo quedara en manos de los agentes de la unidad antiexplosivos y en las patas de sus perros detectores. Mientras tanto, los pasajeros tendrían una oportunidad para recordar la fugacidad de la vida al ser desalojados de la sala para ser llevados hacia zonas más seguras del aeropuerto.

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Dicen las estadísticas que el lugar donde se olvida la mayor cantidad de equipajes de mano suele ser el paso de migraciones. Maletines, bolsas de compras, estuches de maquillaje, afiches enrollados y monederos son encontrados diariamente al pie de las casetas, quizás debido al tan humano temor a la autoridad o, en el específico caso de Vero, por los sentimientos de culpa que arrastra desde que su médico le permitiera sostener en brazos al bebé dolorosamente inmóvil. Ella había pensado que tendría la forma de una pequeña muñeca de paño, sin embargo, lo que sostenía en sus brazos era un ser inacabado, más parecido a un objeto preincaico, casi moche. A su lado, Daniel también pudo ver aquella figura blanca de labios morados, ahorcada por el cordón umbilical. Pero ya habían pasado semanas desde entonces y él no intentaba recordarlo todo el tiempo. Prefería concentrarse en cosas más urgentes, como por ejemplo recuperar la mochila olvidada de Vero, después de que los agentes descartaran su peligrosidad, y darle el encuentro por fin en los carruseles donde ella recogía el equipaje. Fiel a su estilo, ella había respondido avergonzada a sus llamados de atención, sintiéndose descubierta cuando recibió una mochila que no llegó a explotar. Ahora que el autobús recorre las avenidas que finalmente conectarán con la carretera, recuerda las palabras repetidas por Daniel: Despierta Vero, no te distraigas, no te pierdas, no me avergüences. Días más tarde debió haber añadido no me dejes, pero ella se encontraba ya muy lejos para escucharlo.

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