Imposible pero incierto_Goodreads

poco que se de este arte. ...... secretos de las artes marciales, o que le ayudara en los momentos de .... Echando un ojo al manual, pasó el dedo por la página ...
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IMPOSIBLE PERO INCIERTO R.R. LÓPEZ

Copyright © 2013 R.R. López All rights reserved. ISBN: 1492371343 ISBN-13: 978-1492371342

Para Dunia, porque tú me sacaste del vacío.

ÍNDICE DE CONTENIDO CAPÍTULO 1: VOCES EN LA OSCURIDAD.................................................... 1 CAPÍTULO 2: LUCES Y SOMBRAS.................................................................. 7 CAPÍTULO 3: UN AMARGO DESAYUNO ..................................................... 14 CAPÍTULO 4: UN COMIENZO DE SEMANA UN TANTO PECULIAR..... 31 CAPÍTULO 5: RÉQUIEM POR UNA PELANDRUSCA ................................ 46 CAPÍTULO 6: UNA EXCURSIÓN INESPERADA ......................................... 57 CAPÍTULO 7: RITOS EXTRAÑOS.................................................................. 72 CAPÍTULO 8: MÁS ALLÁ DEL TIEMPO Y DEL ESPACIO ....................... 80 CAPÍTULO 9: ALUCINACIONES PERNICIOSAS........................................ 93 CAPÍTULO 10: MUERTE EN LA NOCHE ................................................... 119 CAPÍTULO 11: ¿MITO O REALIDAD? ........................................................ 130 CAPÍTULO 12: LA COSA SE PONE FEA ..................................................... 155 CAPÍTULO 13: ENCUENTROS IMPREVISTOS ......................................... 167 CAPÍTULO 14: UNA INCURSIÓN ARRIESGADA...................................... 175 CAPÍTULO 15: TOCATA Y FUGA ................................................................ 184 CAPÍTULO 16: UN POCO DE LUZ ENTRE TANTA SOMBRA ................ 187 CAPÍTULO 17: ACONTECIMIENTOS PERTURBADORES ..................... 199 CAPÍTULO 18: SOLO, NO PUEDES; CON AMIGOS, SÍ............................ 211 CAPÍTULO 19: EVIDENCIAS INQUIETANTES ......................................... 218 CAPÍTULO 20: SI VIS PACEM ...................................................................... 242 CAPÍTULO 21: DE PROFUNDIS.................................................................... 252 CAPÍTULO 22: LA TRACA FINAL ............................................................... 261 CAPÍTULO 23: UN ACONTECIMIENTO INESPERADO .......................... 267 APÉNDICE: FELIO PERDIENDO LOS PAPELES...................................... 280 SOBRE EL AUTOR .......................................................................................... 282

AGRADECIMIENTOS Siempre he pensado que un escritor no es nada por sí solo. Desde la misma esencia del concepto en sí, el escritor, sin alguien que lea sus escritos, carece totalmente de sentido. Esto se hace especialmente patente en el caso de los escritores noveles y autoeditados. Tienes que andar reclamando la atención de los demás para que se lean tus borradores, para que te ayuden con las correcciones, a elegir portada, etc. Además, una de las ventajas de la autoedición es que, si te place, puedes hacer una lista de agradecimientos tan larga como la de un disco de música. Por eso me gustaría aprovechar para agradecer a mis amigos y familia, que me ayudan y me inspiran, y a mi pareja, por encajar con deportividad todas las horas que le he dejado de dedicar para volcarme en el libro. A José Manuel Ballesteros, que me enseñó lo poco que se de este arte. Mi agradecimiento especial para los lectores del borrador, Toñán, Casimiro, Jose Ignacio, a mis padres y hermana, a Dunia, a mis primos, Jesús y Elvira, por sus valiosas correcciones, y a Rafael Carcelén. Para este último, para su mujer Raquel, y para Isa, mi más tremenda gratitud por devolverme la ilusión por escribir al descubrirme el mundo de la publicación en Amazon. Sin vosotros este libro no habría sido escrito y seguiría rebotando por los oscuros rincones del interior de mi cabeza. Mención especial merecen los usuarios de i

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Leyenda.net, a los que agradezco su paciencia para con mis desvaríos mentales y su asesoramiento, en especial a Salino, a.k.a Rubén Garcìa. @rubengaco, por poner a mi disposición su talento de forma desinteresada para el diseño de esta portada con el que tanto nos costó dar. Y para todos los foreros y foreras que me han apoyado, en especial para Cris, que desde la India me animó a usar mi blog para algo más que «subir pantallazos», haciendo que me soltara escribiendo artículos, a Judas Price, Amparo Bonilla, Dragón, Tali, Dyordedgar, Juanen, Manolo, Dimiga, y a todos los que han soportado con paciencia mi inexperiencia en el mundo de los foros. Y por último, a mis compañeros de aventuras, a los que estuvieron y a los que están, por todas las veces que salvamos el mundo alrededor de una mesa.

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CAPÍTULO 1: Voces en la oscuridad «Que no hay muerto que yazga eternamente, y con ciertos eones puede morir la muerte». ―Extracto del Necronomicón, de Abdul Alhazred―

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ra una noche oscura y callada, y fría como la madre que la parió. Si hubiera podido elevarme sobre los tejados habría contemplado cómo las tinieblas se cernían sobre el laberinto de líneas de empedrado y parches de tejas que formaban las angostas calles y añosas casas de la judería pero, como no llego a tanto, baste decir que caminaba en compañía de Ramiro por uno de los laterales de la Mezquita Catedral. Por alguna extraña razón, la luz de los focos y farolas de la calle que transcurría por esa cara de tan insigne monumento se había extinguido, y las sombras 1

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daban un aspecto tétrico y amenazador a los andamios que envolvían la antigua piedra como si de un gigantesco vendaje de hierros y planchas de metal se tratara. Estos debían su existencia a unas obras de restauración que, como todas las obras que se financian con fondos públicos, se estaban prolongando ad infinitum. No esperéis que ahora tire del manido recurso de “¿qué quién soy yo?” y después me describa de pies a cabeza. NO. Si a estas alturas no sabéis quién soy, me da igual. Imaginadme como os dé la gana. Total, para lo que es el caso por mí como si me queréis imaginar con la cara de Brad Pitt y con un pene sobredimensionado (es solo una sugerencia). Aquella noche habíamos asistido a la mesa redonda «El Fary, ente alienígena o icono cultural», promovida por el sector gafapasta de la ciudad en conjunto con el área de juventud del Ayuntamiento, en la que Antoine había participado en calidad de experto en la filmografía y carrera musical del astro; había reivindicado a capa y espada, por supuesto y como era de esperar, la hipótesis que abogaba por la naturaleza extraterrestre del artista como explicación a su peculiar físico e inusual talento. Después, nos habíamos ido a tomar unas copas que en ese preciso instante estaban empezando a pugnar en mi interior por reincorporarse al ciclo del agua al que acaban volviendo la mayoría de los líquidos acuosos en 2

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un momento dado. La oscuridad, debida al que suponíamos había sido un inusual apagón, daba al silencio reinante una cualidad ominosa, cuasi premonitoria de que algún peligro acechaba entre las sombras, lo que hacía que el inevitable resonar de nuestros pasos sobre las húmedas piedras de la calzada fuese el único sonido que nos atrevíamos a emitir. A mi siniestra caminaba Ramiro, que esa noche se quedaba en mi casa a dormir. Se había dejado crecer un mechón de pelo para hacerse una trencita, según él para gustarle más a las tías, aunque todos creíamos que lo hacía para ocultar una evaginación axonomórfica que había emitido el simbionte que lo dominaba, y que anidaba en el agujero infectado del zarcillo que llevaba en la oreja. Como su pelo era ensortijado, para evitar que la coletilla fuera una colita de cerdo, le había trenzado a todo lo largo varios trozos de cable flexible de color rojo de los que se usan para cerrar los paquetes de pan Bimbo, que le daban un cierto toque “tribal”, por llamarlo de algún modo. Por lo demás su atuendo era el de siempre, pantalones negros de bolsillos, botas militares y sudadera de manga larga con una camiseta heavy por encima. Conforme la inclinada calle descendía hacia el Arco del Triunfo, la llamada de la naturaleza se hizo más y más imperiosa y, al fin y al cabo, ¿quién era yo para interrumpir un ciclo que llevaba eones siguiendo su curso?

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―Voy a sacar a la anaconda de paseo ―le espeté a Ramiro ignorando sus protestas, pues trataba de convencerme de que aguantara hasta llegar a casa dada la aprensión que le causaba el paraje circundante; me encaramé por las escaleras que subían hasta la base de los muros de piedra centenarios y me afané en que mi vejiga se descargara a gusto. Como la cosa iba para largo dejé vagar mis ojos por los andamiajes de la fachada bañada en tinieblas del edificio, con aire distraído, hasta que, en la parte más alta, se detuvieron ante un resplandor mortecino y amarillento que escapaba por un angosto ventanuco del interior del edificio. Intrigado y borracho como estaba no pude resistir el reclamo de tan seductor misterio. ―¡Rami, tío, mira, que aquí hay una luz encendida! ―susurré con voz pastosa a mi acompañante. ―Vámonos, Felio, que me duelen las varices. ―Trató de convencerme Ramiro. ― Venga, no seas moña, ven y mira esto. ―Es que en mi familia la circulación de retorno la tenemos hecha una mierda. ―Intentó reiterar, pero finalmente se acercó refunfuñando ante mis gestos de insistencia, viendo que no colaba la excusa. ―¡Qué raro! ―exclamó, situado en la base del muro, una vez su mirada hubo seguido la dirección que le marcaba mi dedo acusador―. ¿Quién coño estará ahí dentro tan tarde? ―Eso es Alá, que está echando horas extra ―Fue 4

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mi contestación―. Por cierto, ¿qué horas son ya? Como respondiendo a su pregunta la campana de la catedral emitió un tañido que reverberó en toda la calle como una tétrica advertencia. Ambos nos miramos presas de la congoja. Otro, aún más resonante. Por una obvia asociación de ideas comencé a oír en mi cabeza la canción Hells Bells1, de AC/DC. El edificio terminó su alocución con un tercer doblar de campanas indicándonos que eran las tres de la madrugada, una hora más que razonable para irse a casa, tras lo cual se restituyó el plúmbeo silencio. Pasados unos instantes recobramos la compostura. ―No hay huevos de subir a ver quién es. ―Lancé el reto a Ramiro. ―Felio, me cago en ti y en tus tajadas atléticas ―repuso él, pues era tradición en mí ejecutar, cuando iba pasado de copas, complicados actos acrobáticos y de malabarismo (en lugar de ponerme agresivo o ensalzar los valores de la amistad) que solían acabar con desastrosos resultados para mi persona y para el mobiliario urbano y demás bienes públicos, lo que finalmente solía atraer a algún representante del orden, que al parecer eran grandes admiradores de mi buen hacer farandulero. ―Venga Rami, enróllate. Seguro que nunca te has subido a un andamio. 1

Campanas del infierno.

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―Pues la verdad es que nunca había sido una de mis metas vitales ―se planteó Ramiro con aire pensativo. ―Bueno, tú quédate aquí abajo ―decreté con una vocalización tan buena como el exceso de alcohol me permitía―. Agárrame si me caigo. ―Con estas palabras comencé a trepar entre los tubos oxidados y las planchas metálicas humedecidas por la lluvia de hacía unas horas. ―Sí, te voy a coger al segundo bote ―me respondió Ramiro mientras se frotaba el torso con los brazos tratando de alejar de sí la sensación de frío. La ascensión por las barras cruzadas del exterior del andamiaje resultaba aparatosa pues tan solo disponía del fulgor de la gibosa luna llena como iluminación. Cuando había subido a unos seis metros, casi al final del la ascensión, el pie izquierdo, que me servía de apoyo para dar el siguiente paso en mi escalada, resbaló del codo metálico en el que se encontraba alojado. Súbitamente mi cuerpo se precipitó al vacío.

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CAPÍTULO 2: Luces y sombras «Hay más cosas entre el cielo y la tierra, Horacio, de las que se sueñan en tu filosofía». ―Hamlet―

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n el último instante mi mano derecha se cerró sobre uno de los tubos de la andamiada antes de que este quedara fuera de mi alcance. El cilindro de metal rechinó bajo mi peso, del que la gravedad tiraba como si hubiera un muerto agarrado a mis tobillos El armazón se quejó con un profundo crujido. Por unos instantes me balanceé sintiendo la nada bajo mis pies y tuve la sensación de que la estructura se iba a separar del muro, yendo a precipitarse sobre la calzada aplastándonos a Ramiro y a mí en el proceso.

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La descarga de adrenalina que cosquilleó por todo mi cuerpo acabó de súbito con mi estado de embriaguez. Ya más centrado, busqué con los pies un apoyo. ―¡Baja de ahí, gilipollas! ¡Que te vas a matar! ―Oí exclamar a Ramiro desde abajo. El volumen de su voz dejaba patente que trataba de mantener un tono de voz tan tenue como le fuera posible. ―¡Ya que casi me escoño tendré que subir arriba del todo, porque si no, sí que habría hecho el capullo! ―repuse mientras me encaramaba como una garrapata a una de las plataformas que coronaban la cumbre. Me acerqué con cuidado al hueco de la pequeña ventana y, tras echar un vistazo a la vista panorámica del barrio de la Judería que me ofrecía mi posición, me acuclillé. Una ráfaga de frío viento agitó mi pelo amenazando con derribarme, lo que me obligó a asir con fuerza una de las barras metálicas del cuerpo de la plataforma. Parecía como si algún poder enigmático quisiera impedir que mirara por aquella misteriosa abertura. Como pude apreté la cabeza contra la piedra, fría y húmeda, dado que la oquedad se estrechaba hacia el interior del edificio. Tan solo conseguí un ángulo de visión torcido e incómodo que me permitía ver vagamente una columna de piedra y un fragmento de suelo. Afiné el oído y me pareció percibir un repicar metálico parecido al de la forja de un herrero, golpes de algún objeto férreo sobre una superficie dura, con una cadencia regular. 8

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¡Qué desilusión!, pensé, seguro que serían los restauradores que habían decidido hacer horas extra, pero, ¿hasta las tres de la mañana? El golpeteo frenó de súbito y una voz, que en aquel momento me resultó extrañamente familiar por su desagradable tono, llegó hasta mí por el hueco de la ventana algo distorsionada por la cavernosa resonancia del interior. Por un momento me pareció atisbar, dentro del limitado ángulo de visión de que disponía, una figura encapuchada. ¿Monjes franciscanos aficionados a la albañilería entrando en la catedral a las tres de la mañana? Las explicaciones lógicas iban sonando cada vez más inverosímiles. Por un momento el murmullo de voces que había en el interior tomó en mis oídos la forma de una frase inteligible: ―«Amo a vé, ensiende er soplete». ―Y acto seguido un ruido llameante. Una voz azarada contestó a la primera dicción en tono respetuoso: ―La verdad es que no sé yo si este chapuz funcionará… ―«Verá» tú si todavía no te «ví a tené que dá» un correctivo. ―Un carraspeo, que por su sonido se me antojó improductivo, cerró la advertencia. Entonces comenzaron los cánticos como un hilo musical muy tenue pero cuya polifonía indicaba que 9

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dentro de la estancia debía haber ciento y la madre. ―«¡Per Adonai Eloim, Adonai Jehová, Adonai Sabaoth, Metatrón On Agla Mathom. Verbum phyternicum, misterium salamandrae cenventus sylvorum, antra gnomorum, daemonia Coeli Gad, Almousin, Gibor, Jehosua, Evam zariatnatmik, ¡veni, veni, veni!» Un hedor, como nunca antes había olido y como creí que no volvería a oler en mi vida, equiparable, o eso me imagino, al aliento de un escarabajo pelotero con halitosis, comenzó a emanar del ventanuco. Del mareo casi me caigo. Reprimiendo una arcada me volví a asegurar en la plataforma y opté por subirme la braga calientacuellos hasta la nariz, para seguir con mi tarea de espionaje. Entonces fue un fogonazo, como el resplandor de un relámpago, lo que, del sobresalto, me hizo caer sobre mis posaderas. En la lejanía, un perro callejero aulló en algún callejón oscuro. De fondo podían oírse las apagadas súplicas de Ramiro para que bajara del andamio y nos fuéramos a casa. Pero tan inusuales fenómenos habían captado por completo todo mi interés y no podía dejar de mirar por la pequeña ventana. Traté de aguzar mis sentidos al límite, y aún hoy desearía no haberlo hecho, porque en aquel momento comencé a oír la voz. 10

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Era un fino hilo de voz, casi imperceptible, un confuso crepitar que se hacía a veces inaudible, a veces inaudito, de un tono cascado y seco que ponía los vellos de punta. Parecía surgido de muy, muy lejos, como si emergiera del fondo de un profundo abismo. Me trajo a la memoria las escalofriantes sicofonías que había oído en los programas de ciencias ocultas que ponían en la tele en verano a altas horas de la madrugada; poseía la misma cualidad evocadora, ese tono ajeno a toda realidad que conseguía que un miedo reflejo, subconsciente, acariciara con sus dedos gélidos la nuca de quien lo escuchaba: ―La su venida está cerca, escuchad lo que os predigo. Uebos os es fazerlo e derramar la sangre inocente. Así podrá quedar en este lado la su simiente, para preparar la venida de Aquel que soñando ha de aguardar, y la muerte en vida ge cernirá sobre este mundo, como es su voluntad. Un silencio asfixiante cayó sobre la escena. Daba la impresión de que el tiempo se había congelado, inmóvil, muerto. Pasados unos segundos eternos volvió a sonar la primera de las voces que oyera en el rato que llevaba subido en el andamio. ―¿Está donde «dise» tu libro? 11

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De nuevo los pelillos de la nuca se me erizaron al oír el sonido insoportable de los fonemas de aquella voz antinatural y repulsiva. ―Tal y como en vida conuve, en el antiguo templo oculto de Poseidón, en el agua que no ha de ver la luz. Las últimas palabras fueron extinguiéndose; parecían haber sido absorbidas por la piedra, como si esta, en su centenaria sabiduría, quisiera borrar toda evidencia de aquel eco malsano, de aquella aberración auditiva. De nuevo un manto de espeso silencio se cernió por unos instantes sobre el edificio. Tras semejante paréntesis el transcurso de los acontecimientos se reanudó de forma no menos inquietante. Una cacofonía de varias voces coreó en tono quedo una extraña letanía, que por unos momentos quedó fuera de mi umbral de audición. ―¡¡Ïa, ïa ―el sonido se hizo indistinguible―… fhtagn!! Pasaron unos minutos y no volví a percibir indicios de actividad en el interior del edificio, el frío arreciaba y comenzó a invadirme el cansancio. Cual ebria lagartija descendí de la andamiada y al llegar al suelo Ramiro me recibió con un agrio comentario: ―Hombre, por fin se ha dignado a bajar “Spiderpollas” ―me espetó con mala cara, «por lo bajini». 12

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―Ramiro ―le contesté con cara de asombro―, no te vas a creer lo que he visto… ―Venga, hombre, vámonos ya a dormir que me estoy quedando pasmado de frío ―musitó, interrumpiéndome bruscamente. ―Pero es que ahí dentro había gente, y se han oído voces, y una era muy rara, y, y…―dije tratando de ser tan coherente como el elevado grado de excitación, al que me hallaba sometido a raíz de tan insólitos acontecimientos, me permitía. ―¡Que sí, que sí, que sí! ―profirió mi iracundo interlocutor mientras me empujaba calle abajo para forzarme a avanzar―. Seguro que el guardia de seguridad se ha montado una juerga con los colegas dentro de la mezquita y están «to fumaos». Mientras le relataba entrecortadamente lo acontecido llegamos a la altura del Arco del Triunfo. Por un momento volví la vista atrás fugazmente para echar un último vistazo al vetusto edificio, que ahora se hallaba envuelto por la más absoluta penumbra, preguntándome si todo lo que había presenciado aquella noche no eran sino desvaríos de una melopea especialmente sicoactiva.

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CAPÍTULO 3: Un amargo desayuno «Aparentemente, todo seguiría igual, pero nos dijo que teníamos que esquivar a los forasteros por nuestro propio bien». ―Zadok Allen―

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egañas como quesos de bola y un poco de resaca. Eso era todo lo que me había deparado el despertar de aquel día nuboso y gris. Jaimito había acudido como siempre puntual a nuestra cita para ir a estudiar a la biblioteca del centro cívico, que era uno de los pocos sitios en los que podíamos estudiar en domingo. La proximidad de los exámenes de diciembre hacía que, salvo excepciones como la juerga de la noche anterior, los fines de semana se convirtieran en rutinarias estancias en los pupitres de la biblioteca. Frente a mí se hallaban Ramiro, que estaba totalmente concentrado en sus apuntes, y Jaimito, al que conocía desde la más 14

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tierna infancia, aunque a lo largo de los años había cambiado mucho hasta llegar a ser el individuo que tenía delante. Ya desde crío había sido extremadamente delgado y de una altura superior a la media. En la infancia, su delgadez y carácter algo enfermizo habían hecho que fuera un niño tímido y pálido que siempre vomitaba en clase a primeras horas de la mañana para deleite de la limpiadora que, con paciencia, serrín, y pocos escrúpulos, era la encargada de deshacer el entuerto causado por las múltiples alergias alimentarias que hacían mella en aquel infante. Durante los años de instituto nuestros caminos se habían separado al dejar de estar en la misma clase y Jaimito había pasado a ser un adolescente solitario que paseaba por los pasillos con una barba que habría sido la envidia del más curtido marino, el pelo rapado al uno, y embutido en un grueso chaquetón relleno de plumas que recordaba vagamente al muñeco de Michelin. Su gesto serio y distante, su parquedad en palabras, su tez pálida y su nariz aguileña le habían hecho ganarse en aquellos años el mote de «el enterrador de Lucky Luke», por su semejanza con dicho personaje secundario de cómic. El hecho de que yo repitiera el C.O.U.2 hizo que coincidiéramos de nuevo en clase, dándonos la oportunidad de ponernos al día. Poco a poco había ido perdiendo la timidez, a base de juergas nocturnas, 2

Curso de orientación universitaria.

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partidas de rol, y demás actividades sociales. Incluso su aspecto había cambiado, y actualmente un pelado a lo John Lennon daba forma a su lacia y negra cabellera, y junto con unas gafas redondas con finas patillas de «titanio irrompible, mira, mira, las doblo y no pasa ná», le atribuían un aspecto mucho más desenfadado y abierto. Había un problema de matemáticas que se me estaba atascando, motivo por el que anoté en un folio el enunciado y se lo pasé a Jaimito, a ver si podía ayudarme a resolverlo. Éste cogió el papel, se lo quedó mirando un momento, concentrado, y sin levantar la vista espetó: ―Felio, esta letra tan fea no hay quien tenga cojones de entenderla. ―Pero qué dices, chaval ―repuse airado―, fea te lo parecerá a ti, que tienes menos intuición que un tornillo de estrella. Mi letra es elegante y afiligranada ―a cualquiera que siguiera el hilo de nuestra conversación le quedaba claro que las pocas ganas de estudiar estaban comenzando a hacer mella en nuestro ánimo―, es… ―Un garabato ininteligible ―sentenció, cáustico, mi interlocutor. Ramiro levantó la vista de sus papeles. ―Niños, para estar perdiendo el tiempo vámonos a desayunar. ―Fue su proposición. ―A ver qué encontramos abierto un domingo a 16

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estas horas. ―Con esta observación Jaimito se levantó y avanzó hacia la puerta. Tras franquear la mesa en la que el sicópata pelirrojo, que hacía las veces de guardia de seguridad, realizaba su monótona labor repantigado en su silla, desde la que nos lanzó una mirada inquisitiva que no venía a cuento, salimos a los jardines de setos bajos y parches de césped del Parque Cruz Conde. El único sitio que encontramos abierto, en una oculta esquina, y en el que no habíamos reparado nunca, dado que no nos habíamos visto en la necesidad por hallarse abiertos otros locales mejor situados, tenía un cartel que rezaba así:

«FREIDURÍA RAFI MARSO Especialistas en delicias del Atlántico»

Era un local pequeño que apestaba a fritanga; un cubículo de planta rectangular con paramentos rematados por azulejos blancos, pero amarilleados por la grasa de infinitas frituras, lo que le daba un aspecto desvaído y sucio. En su estrechez tenían cabida un mostrador, tras el cual había una cafetera doméstica, una freidora, un arcón frigorífico, y un par de mesas pequeñas dotadas cada una de cuatro sillas de metal negro con el respaldo redondo. Al fondo podía verse la puerta del servicio. Antes de sentarnos en una de las dos mesas, que 17

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estaban totalmente vacías, nos aproximamos a la dependienta, una mujer de mediana edad que nos miró fijamente, con cara hosca, perforándonos con sus enormes ojos saltones. Tenía la tez mortecina, de un aspecto céreo y desagradable. Su pelo rubio, ralo y escaso, llegaba hasta los hombros, con una permanente que solo podía ser calificada como desoladora, y que hacía que sus rizos parecieran aros de patata secos, crujientes y manidos. Su mala cara iba más allá de la mala cara de cualquiera que haya tenido que madrugar para trabajar en domingo, y poseía una característica de repulsión intrínseca a su persona, rematada por un fuerte olor a pescado pasado que solo se percibía cuando se estaba muy cerca de ella, como si se hubiera echado un perfume elaborado a base de despojos piscícolas. A pesar de que los rigores del tiempo aún no arreciaban con mucha intensidad, y menos para una persona que se pasaba ocho horas a escasos centímetros de una freidora, llevaba el cuello envuelto en una bufanda. ―¿Qué queréis? ―La señora escupió cada una de las palabras de una forma tan despectiva que si no hubiera sido la única cafetería disponible le habríamos explicado cómo usar su ampolla rectal para guardar desayunos y cartas de menú. ―Pues yo me tomaba un «colacaito». ―Comenzó Ramiro. ―¡Aquí no hay Cola Cao! ―La negativa implícita en la frase fue tajante. 18

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Mientras mis compañeros realizaban el pedido del desayuno bajo una hostilidad y tensión crecientes, me puse a ojear un periódico que estaba abierto sobre el mostrador. Primera noticia; esta hacía tiempo que traía cola: «NIÑA DE 9 DESAPARECIDA»

AÑOS

CONTINÚA

Pobrecilla, algún malnacido la había raptado hacía ya una semana. La cosa pintaba mal. Obvié semejante tragedia que en nada iba a mejorar si yo leía el, de seguro, morboso artículo. Mis ojos pasaron a la segunda noticia que me llamó la atención: «PROFANACIÓN DE TUMBAS MEZQUITA CATEDRAL

EN

LA

La pasada noche tuvo lugar en el insigne monumento cordobés un acto vandálico cuya consecuencia ha sido la profanación de un sepulcro. Esta mañana, al producirse el relevo del turno de noche al turno de mañana, el guarda jurado de la empresa que gestiona la seguridad del monumento no encontró al compañero encargado del turno cesante. Al inspeccionar las instalaciones encontró que una losa de mármol blanca, ubicada en la zona del edificio correspondiente a la ampliación de Almanzor, cercana al conocido popularmente como «colmillo del elefante» que se halla suspendido del techo por dos cadenas, había sido rota, y el contenido de su interior reducido a 19

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cenizas. Hasta el momento se desconocía que dicha losa fuera una tumba, dado que carecía de grabado o signo alguno, y no se mencionaba nada al respecto en ningún texto histórico». Por un momento hice una pausa en la lectura y señalando el titular interpelé a Ramiro: ―¿Ves?, te dije yo que no me lo había inventado. En ese momento la señora (o señorita, pues por su cara de amargura podía aventurarse que no había conocido varón en los últimos lustros) cerró el periódico de un manotazo. ―Si quieres leer cómprate uno. Le faltó la palabra forastero para que aquello pareciera el previo a una bronca en un salón del salvaje oeste. La situación resultó tan chocante que revertió su efecto alcanzando una comicidad surrealista. Nos miramos entre nosotros con una cara que mezclaba sorpresa y diversión, pero optamos por no hacer ningún comentario. Una vez sentados en la mesa, Ramiro continuó la conversación donde la habíamos dejado, hablando en voz baja para no herir posibles susceptibilidades. ―Felio, eso es pura coincidencia, macho. ―Las casualidades no existen, te lo digo yo. ¿Qué me dices del tufo a pescadilla de la tía esta? Hay unos relatos, que en teoría son de ficción, en los que los habitantes de un pueblo costero se hibridan con unos 20

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monstruos que eran como batracios humanoides, ¡y esta tía es igualita que los híbridos que describían! Estoy empezando a pensar que la realidad oculta cosas que superan la ficción. ―Eso será que tiene trimetilaminuria ―Jaimito y yo nos miramos con cara espanto―. El síndrome de olor a pescado, que lo vi en un documental, es un problema para asimilar la trimetilamina, un compuesto presente en algunos alimentos. A las tías que lo padecen se les suele agudizar cuando tienen la regla. Ramiro estaba muy puesto en química orgánica. ―Eso explicaría por qué está tan de mala leche…―repuse yo. ―Que no, hombre ―continuó Ramiro con su argumentación―, que estás empezando a tener el síndrome de Jessica Fletcher. Para los más jóvenes aclararé que Jessica Fletcher es el personaje que interpretaba Angela Langsbury en la serie de televisión «Se ha escrito un crimen». Era una serie de misterio en la que Jessica, una escritora jubilada con chepa y grandes dotes detectivescas, resolvía en cada episodio un caso de asesinato. Lo gracioso es que allí donde fue Jessica a lo largo de los 264 capítulos siempre había alguien que encontraba una muerte violenta, por lo que lo extraño era que los amigos, familiares, conocidos y colegas profesionales que la invitaban a su casa o a los eventos que celebraban, la siguieran convocando, aun a sabiendas de que el mal fario de la señora rompía 21

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cualquier efecto estadístico. Lo lógico hubiera sido que nada más verla llegar hubieran huido por cualquier vía de escape practicable como ratas que abandonan un barco que se está hundiendo, y que su círculo de amistades hubiera acuñado dichos y bromas personales como «Esa idea es tan mala como invitar a Jessica Fletcher a la comunión de tu hijo», o «no me toques las pelotas, que me llevo a Jessica Fletcher a tu cumpleaños», o mejor aún: «es tan peligroso como ir con Jessica Fletcher de montería». Cosas así. Pero, al parecer, los guionistas habían pasado por alto semejante detalle. El síndrome de Jessica Fletcher, por lo tanto, consistía en que uno creía que allá donde fuera iba a ser protagonista de un misterio que tendría que resolver, y que todo le pasaba siempre a él. Con un gruñido de impotencia decliné seguir argumentando mi postura y me dediqué a dejar vagar mi atención por la sala reparando en la escasa pero curiosa decoración de aquel antro. Mientras, Jaimito y Ramiro departían sobre las virtudes de Monkey Island como aventura gráfica. Una foto en blanco y negro enmarcada en plástico rojo. Fechada en mil novecientos treinta y algo, la última cifra no se podía distinguir. Unos tipos con cara de gañanes, especialmente feos, de labios tan hinchados que me hicieron plantearme si ya existían las infiltraciones de silicona por aquel entonces, y ojos como huevos duros, o eso parecía, pues tampoco es que la calidad de la foto permitiera distinguir los detalles 22

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con demasiada nitidez, posaban con ropa de época, o sea, de cateto, al lado de una alberca. Una silueta oscura y ominosa se dejaba entrever en la superficie del agua como una mancha de sombras. Seguramente sería un fallo de revelado de la fotografía, pues la forma era demasiado extraña para pertenecer a nada que encajara en semejante contexto. Junto a la alberca, un cartel con la siguiente leyenda: Ochavillo del Río. Al enfocar la mirada hacia otro objeto mis ojos se toparon con la penetrante observación a la que la camarera me estaba sometiendo. ¿Había ligado con semejante engendro? Cuando vi el resto de su rostro comprobé con alivio que seguía esbozando el mismo gesto de desagrado de quien está oliendo una enorme y hedionda mierda. Siguiente ítem. Una foto de un barco de pesca. En la cubierta un pescador saludaba con la mano. Lo extraño en esta ocasión es que el marino parecía llevar puestos, en vez de guantes, unas manoplas de las que se usan para sacar bandejas del horno, pues no había solución de continuidad entre sus dedos. Seguramente sería una herramienta utilizada en algún arte de pesca que me era ajeno. Sin embargo, aquel inocente detalle causaba en las capas más profundas de mi cerebro una punzada de inexplicable inquietud. Dónde coño nos habíamos metido a desayunar. En la pared adyacente, un llamativo cartel: “Pregunte por nuestras exquisitas raciones de ancas de rana”. No pude reprimir un mohín de asco. Último

regalito.

Un 23

póster

o

lámina

que

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representaba una visión del fondo marino, con todas las especies animales habidas y por haber. Faltaban solo los snorkels (jovencitos, googlead esto). Estaba hecho con carboncillo y no es que fuera horroroso, es que era molesto a la vista. Los tonos negros, blancos y grises, fríos y oscuros, las especies de un tamaño anormal, pululando como entes carroñeros, y unas extrañas formas que se dibujaban en el fondo (de nuevo tan solo manchas y sombras insinuantes) convertían el dibujo en una especie de test de Rorschach de dudoso gusto, nulo valor decorativo y aspecto perturbador. De nuevo me sorprendí al comprobar que la encargada del local seguía apuñalándome con las retinas, sin perder detalle de todo lo que hacíamos. Intercambiamos algún que otro comentario jocoso para alargar algo más el desayuno, pues incluso aquella opresiva atmósfera constituía una opción más atractiva que volver a sentarnos frente a los apuntes. Pero finalmente, frías ya las migas de las tostadas en los platos, decidimos regresar a nuestros puestos de estudio. ¿Cómo era posible que no hubiéramos reparado antes en semejante local? El resto del día transcurrió con normalidad, aunque en mi mente subyacía una extraña sensación de turbación, que quizás si hubiera aumentado de intensidad habría acabado dándome algo de gustico, pues por lógica se habría tratado de más-turbación. No entendía cómo podían ser tan parecidas dos palabras con efectos tan dispares entre sí. 24

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La realidad parecía estar dando una vuelta de tuerca mostrándonos su lado más enigmático y misterioso. Era como si mi consciencia tuviera una maleta llena de ideas, de las cuales algunas eran artículos deleznables, carentes de importancia, mientras que otras eran piezas de un extraño rompecabezas, pero aún no había podido distinguirlas entre sí. Tras la jornada de estudio de la tarde regresé a casa a eso de las nueve. El patio seguía como siempre: dos fachadas de ladrillo visto enfrentadas entre sí. Al fondo una alta pared blanca que era el lateral del edificio contiguo, y que el hijo mayor de la Lourdes, una de las vecinas más dominantes, solía usar para jugar al frontón, sin importarle que el ruido molestara al resto de vecinos, que la pelota a veces se escapara e impactara sobre algún niño distraído, o que la pared quedara llena de topos grises. Mientras subía por los desgastados peldaños que conducían al piso de mis padres, oí un ruido, una estampida de pasos que bajaban en tropel. Al momento me hice a un lado para no ser arrollado por una manada de chinos. Al piso de encima de mis padres se habían mudado Xn chinos. Sí, digo bien, dado que desconocíamos el número concreto. Para nosotros, no acostumbrados a las particularidades de su fisonomía, resultaban indistinguibles, y estábamos seguros de que el número de ocupantes era superior a ocho e inferior a infinito. A veces bajaban veinte, a veces tres, a veces niños, a veces mujeres, a veces grupos mixtos… La única forma 25

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en la que se me ocurría que semejante poblado pudiera caber en un piso tan pequeño era que dormían apilados en filas de cuatro, unos encima de otros, cada fila en perpendicular a la inferior, como si fueran palitos de merluza del Capitán Pescanova, arrejuntados en una suerte de Jenga3 carnal. ―Buenas noches ―me saludó cordial la única persona que conocía del grupo. Se trataba de María, o ese era el nombre occidental que había adoptado para que a los nativos no se nos hiciera un nudo en la lengua al intentar pronunciarlo, según nos había contado mi vecina Palmira, que a los dos meses de haberse mudado los orientales ya era conocedora de toda su vida y no dejaba de repetir que había que ver lo que la querían María, el chino Paco y todos sus subalternos. La nostalgia me trajo a la cabeza al chino Cudeiro. Pena que no se hubiera mudado también al piso, aunque en realidad fuera japonés, como el programa de la tele que lo hizo famoso. Los que la seguían podían ser perfectamente el chino más pobre de China, Chin Lú Chin Agua Chinná, y el más rápido, Chiunn, porque, repito, era imposible distinguirlos entre sí. Aproveché para ejecutar un truco que llevaba tiempo guardando en la manga. 3

Juego de habilidad física y mental, en el cual los participantes deben retirar por turnos bloques de una torre (formada por bloques de madera cruzados) de 18 niveles de altura y colocarlos en su parte superior, hasta que ésta se caiga.

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―Ni hao. ―Fue mi contestación. Su significado era ‘hola’. Me lo había enseñado Antoine, que estaba aprendiendo chino porque estaba convencido de que en un futuro a corto plazo los chinos iban a dominar el mundo. Chiunn, o Chin Lu, no sabría concretar cuál de los dos, me miró con cara de flipado, miró a su acompañante, incrédulo, y me volvió a mirar, como si no se creyese lo que acababa de oír. ―¡Ni hao! ¡Ni hao! ―exclamó riendo mientras asentía repetidamente con su enorme cabeza. Al sonreír me enseñó una dentadura que parecía los restos de un choque de trenes. Una vez hubieron pasado de largo se les podía escuchar, dado que, en discreción, lo que se dice unos ases no eran, riendo y repitiendo entren sí: ¡Ni hao! ¡Ni hao! Podía decirse que ya había realizado mi buena obra del día. En los peldaños que restaban hasta la puerta de mi hogar me embargaron reflexiones relativas a estos nuevos vecinos. La verdad es que cuando uno pensaba en tener un vecino chino, tan influidos por los estereotipos cinematográficos y televisivos como estamos, imaginaba siempre a un anciano oriental, al estilo del maestro Po, el maestro de kung fu, o a Chow Yun Fat (quien a pesar de su segundo apellido, no está nada gordo) que con exótica sabiduría le mostrara los secretos de las artes marciales, o que le ayudara en los momentos de dificultad con consejos cargados del saber de su milenaria cultura. Pero como la vida no es una 27

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serie, las personas que vivían en encima de nosotros eran emigrados de zonas rurales de China, personas sencillas con sus peculiaridades etnográficas incluidas, como escupir en la escalera, hablarse entre sí a gritos, aunque fueran las 3 de la madrugada, también en la escalera, o cocinar cosas que olían a rayos, por suerte en sus cocinas, y no en la escalera, aunque los aromas acabaran inundando ésta última. Una vez en el umbral de casa llamé al timbre, pero nadie respondió. Mi madre debía de estar en casa de los vecinos. Cerré los ojos e inhalé profundamente para preparar mis meninges de cara al estrés al que iban a ser sometidas en los próximos minutos y, resignado, toqué en su puerta. Ante mí, cual genio surgido de lámpara maravillosa, se materializó mi vecina: dos bolas de grasa, músculo y carne, unidas a una tercera que hacía las veces de cabeza, forrada por una cabellera negra y rizada y que portaba unas gafas de pasta marrón oscuro. Su tez morena me sonrió. ―¡Ayyyy! ¡Si está aquí mi principito! ¡La niña de mis ojos! ¡El… ―Iba ya más de una década escuchando las mismas lisonjas por su parte, por lo que, con un «Buenas, Palmira», penetré en el piso. Pasé por el salón, con sus estanterías de color caoba preñadas de figuritas de lo más kitsch, con su espacio en el centro de losetas ajedrezadas, en plan pista de baile setentera, y llegué al salón. ―Buenas, maestro ―espeté a Arturo, el marido de Palmira, que se hallaba sentado frente a la tele en 28

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actitud de concentración, con una libreta en la mesa y un boli en la mano. La vecina, que me había seguido, me reconvino con rapidez: ―¡Shhhh, calla, que Arturo está escribiendo! ―Esta última palabra la pronunció abriendo mucho los ojos, con la mirada fija, y con tal grandilocuencia que daba la impresión de que me encontraba ante Nietzsche en pleno proceso de creación de Así habló Zaratustra. ―Es que creía que mi madre estaba aquí. Tendrá usted que dejarme la copia de la llave, que las mías las olvidé en casa… ―Traté de susurrar para no perturbar al genio que se devanaba los sesos en el salón. Arturo tenía en el rostro grabados la concentración y el esfuerzo. Sacaba la lengua por la comisura derecha de la boca mientras ejecutaba trazos con su boli Bic, totalmente abstraído. No pude evitar fijarme en tan intrigante documento. Con la letra de un niño pequeño que, a pesar de ser diestro, intentara escribir con la mano izquierda en mitad de una crisis epiléptica, estaban anotadas las siguientes revelaciones: «Er» toro «peza kiniento kilo»… Franco «izo mucho pantano»… Islero «mato» a Manolete… ―mis dotes detectivescas se activaron; Arturo había estado viendo, a saber, los toros y algún documental sobre pantanos o sobre la vida del Caudillo― «Evaj» te «qita er oló» a bacalao «der sho…». Esto último no pude relacionarlo muy bien.

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En realidad, a pesar de lo estrambótico del asunto, el hecho de que mi vecino pudiera escribir, en sí, ya tenía mérito. La suya no había sido una vida fácil. Nacido en un pueblo sevillano de la Andalucía más rural y profunda, obligado a ser el lacayo del cacique de turno que ostentaba el cortijo en el que los padres de Arturo trabajaban como guardeses, había padecido los rigores de la posguerra, el hambre, y la falta de acceso a una educación formal, hasta que finalmente había podido huir de semejante entorno a Córdoba en busca de una vida mejor. A su manera, era un genio multidisciplinar autodidacta. Palmira me sacó de mi ensimismamiento al mostrarme la llave atravesada por un pequeño círculo de cordel elástico blanco. Desconozco lo que soñé aquella noche, pero la mañana siguiente me despertó con un regusto de desazón en el ánimo y un pesado fardo de fatiga, signos inequívocos de que mi sueño había sido agitado y poco reparador.

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CAPÍTULO 4: Un comienzo de semana un tanto peculiar «¿Incestuoso vástago? ¡Dios mío, pero serán simplones!» ―Doctor Henry Armitage―

L

a semana había comenzado de forma extraña. Casi podría decirse que el devenir estaba penetrando en un vórtice de surrealismo.

Durante la primera hora habíamos sido víctimas de una clase de ingeniería química en la que el profesor cambiaba los hiatos «ía» por «íe»: «podríe», «querríe»,... Los primeros cinco minutos resultaba divertido, pero pasada la primera media hora acababas poniéndote nervioso; era un profesor cabezón con memoria fotográfica. Su clase estaba plagada porque se aprobaba mediante un trabajo, y no mediante examen. 31

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Tras cinco minutos de atropellada pausa en los pasillos le había tocado el turno al docente de Bases Técnicas de la Ecología Ingenieril. Era la misma imagen de Leslie Nielsen o del comandante Lassard, que tan famoso se hiciera en los años ochenta con la serie de películas de «Loca academia de policía», tan solo un poco más ajado por las arrugas; ojos pequeños, pelo blanco y abundante con corte clásico de caballero, nariz «porretona», facciones cuadradas y mentón prominente. Y estaba igual de senil. Para colmo tenía una dicción hilarante en la que cambiaba todas las consonantes sibilantes por la «z», lo cual había hecho que la gente, que tiene muy mala leche, le pusiera motes como «El Mázinger», «El Zorro», etc. Para más inri era un judoka experto, como siempre dejaba claro en sus clases a través de metáforas en las que comparaba las diferentes proyecciones del Judo con diversos aspectos de la física y la ingeniería. Aquel señor debería haberse jubilado hacía ya tiempo para disfrutar mientras charlaba con los amigos y jugaba a la petanca en algún parque, calculando las trayectorias de tiro parabólico que debía efectuar para ganar la partida. Semejante personaje tenía un secundario a su altura que contribuía a amenizarnos aún más la clase, el Movidas, hijo de un terrateniente extremeño, cuya voracidad por el marisco y el jamón le había acarreado una obesidad considerable y ataques periódicos de gota. 32

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Vestía como si estuviera continuamente de montería, y pagaba a la gente para que se fueran con él de fiesta. El mote le venía porque siempre estaba inventando alguna jugarreta. En una ocasión incluso intentó «perchársele» a Antoine para dormir en casa de los padres de este, porque al Movidas se le había quemado la cocina del piso. El tipo aprovechaba la más mínima oportunidad para alardear de que tenía mucho dinero y, sin quererlo, gracias a las preguntas incesantes que lanzaba al profesor para pelotearle, también hacía alarde de su escasa capacidad intelectual. Aquel individuo tan pintoresco estaba tramando algo, puesto que, a pesar de lo dicho anteriormente, tenía una astucia primitiva, animal, que se reflejaba en el brillo febril de sus oscuros ojos. Precisamente por ser conocedor de sus limitaciones, llevaba toda la carrera trepando a base de halagos y de la técnica de la gotera, como la llamábamos, que era como la tortura de la gota de la Bastilla, pero en vez de una gota de agua que te taladraba el cráneo por repetición, en su caso eran preguntas dirigidas continuamente al profesor, en las que lo único que hacía era reformular como interrogación las últimas palabras que el tutor de turno acababa de explicar, anteponiéndoles el adverbio «¿Entonces…». El efecto era el mismo que el de la tortura física, dado que acababa taladrándote el cráneo, de una forma metafórica, pero igualmente desquiciante. La sospecha sobre sus maquinaciones secretas 33

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provenía del hecho de que en el descanso lo habíamos observado, apartado en un rincón, leyendo con disimulo un manual de judo. Al aproximarme a él con naturalidad fingida para preguntarle si había comenzado a practicar judo, como única respuesta se me quedó mirando con sorna y comenzó a reírse. Cuando consideró oportuno se dignó a contestarme: ―¿Pero tú «maj» visto a mí? ―¿Entonces? ―repuse yo. ―Pues que me ha «dao» la «picá» por saber más sobre el judo. ¿Sabías que el profe impartía clases de judo en el gimnasio de la universidad? ―No lo sabía ―contesté perplejo. ―Pero tuvo que dejarlo. ―¿Por qué? ―inquirí. La historia tenía pinta de prometer. ―Porque cada vez que explicaba una técnica todos se partían de risa. ―¿Por qué? ―repetí―. ¿Acaso la ejecutaba mal? ―No ―me contestó El Movidas esbozando un gesto de confidencialidad y bajando la voz―. El problema no estaba en la naturaleza de la técnica, sino en el nombre. ―¿Y cuál era? Echando un ojo al manual, pasó el dedo por la página, hasta encontrar el dato que estaba buscando. 34

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―Sasae tsuri komi goshi. Por este motivo llevaba toda la clase pendiente de cuando intentaría su argucia. La hora había comenzado de forma gloriosa. El pobre septuagenario se estaba peleando con el proyector sin éxito. Un estudiante se levantó solícito y bajó a sacarlo del atolladero. Se trataba de Marcos Dios, quien, a pesar de tan grandilocuente y sonoro apellido, era un chico sencillo y de lo más humilde. Una vez resuelto el problema técnico, mientras Marcos se dirigía de nuevo a su asiento, el profesor comenzó su clase con el siguiente comentario a modo de agradecimiento: ―No hay nada como «eztar» a «buenaz» con «Dioz». ―Y puso una sonrisilla pícara. Bajo aquella apariencia de serio academicismo se escondía un cachondo mental con vocación de showman.―«Bálbara» ―se dirigió a una chica pelirroja de la primera fila―, ¿«zeríaz» capaz de calcular, «uzando» como medida el «kilomorr», la cantidad de «cenizaz menosh» la cantidad de «ózido» nítrico, en «baze zeca», que «eshpurzan diezizei shimenea», si «tenemo» un «zishtema» de aireación «globarr», pasadas «noventiosho horass»? El inicio de aquella clase siempre era duro. Costaba mucho aguantar la risa ante el baile que debía estar ejecutando la dentadura postiza en la mandíbula del orador. Daban ganas de gritar: ¡MAAAAMBO! La chica se le quedó mirando con cara de 35

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perplejidad y esbozó una negación con la cabeza. ―Lo «zuponía». La «reziztenzia eláztica» de «loz materialez, miz queridoz pupiloz» ―continuó diciéndonos el profesor cambiando radicalmente de tercio, con los brazos cruzados detrás de la espalda, mientras caminaba por el aula con pasos que denotaban seguridad en sí mismo―, una magnitud cuyo conocimiento «ez imprezcindible» en ingeniería para «zaber» cómo «rezponden losh» ―de vez en cuando se le escapaban algunos intentos como este de hablar «fisno»― «materialez shólidos» a «fuerzaz ezternaz» como la «tenzión», la «comprezión», la «torzión», la «flekshión» o la cizalladura. ―Con semejante festival de ceceos y silbidos reptilianos era imposible tomar apuntes. El Movidas levantó la mano. Por un momento el tiempo pareció detenerse. Todos los alumnos se le quedaron mirando con una ambigua mezcla de expectación y hastío. ―¿«Zí», Bartolo? ―¿Puedo hacerle una pregunta? ―Era obvio que sí. ―Como «dezía» la zarzuela, pregunte, pero no ofenda. ―Había que reconocer que el hombre tenía estilo. Consiguió arrancarme una sonrisa al imaginar por un momento en un escenario al profesor vestido como un galán del Género Chico cantándole con voz de barítono al Movidas, que por supuesto iba vestido de dama, con un parasol, y se tapaba la boca al sonreír, azarado por el atrevimiento de su pretendiente. 36

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―Entonces, ¿eso «ej» como la metáfora de la caña que se dobla con el viento y no se parte, pero el chaparro que es más duro sí se rompe? La cara del profesor denotaba que estaba empezando a animarse con el tema. ―Entonces ―volvió a la carga el movidas―, ¿«ej» como si la caña le estuviera haciendo judo ―esta última palabra la pronunció literalmente, con una jota que rasgó el aire―, ¿no? ―El muchacho estaba elevando por momentos el acto de lamer el culo al nivel de arte―. «Ej» como si el junco cogiera al viento por la pechera y le hiciera eso que lo coges por el kimono y... ¡kiá! ―el grito lo había sacado, seguro, del anuncio de detergente de la niña que le dice a la madre que le lave el kimono mientras da una patada al aire―, y le da una patada en la pierna y le hace un uchi mata... ―¡¡¡Zazae zuri kumi gozi!!! ¡¡¡Zazae zuri kumi gozi!!! ―Comenzó a gritar el sexagenario, emocionado, mientras asentía con la barbilla. Desde luego, la elección del nombre de la técnica no podía ser más desafortunada. La situación estaba degenerando hacia el absurdo. Entre la concurrencia se escapó alguna que otra risotada. Finalmente la clase terminó con una salida del Movidas a la pizarra para que el profesor pudiera demostrarnos la semejanza entre los principios físicos que se aplicaban durante la proyección de judo y la resistencia elástica de los materiales. Pero la mala fortuna quiso que un súbito ataque de lumbago le fastidiara las vértebras al ejecutante cuando tenía 37

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cargado el tremendo peso de la oblonga anatomía del Movidas quien, cual saco de patatas parlanchín, afrontaba el bochorno con una sonrisa de circunstancia en los labios con tal de ganarse el beneplácito del docente. El sonoro crack de la espalda del viejo fue seguido por el grito de terror del orondo contrincante, que fue a dar con sus huesos contra el suelo. El resto de la mañana las referencias y chanzas relacionadas con semejante despropósito fueron continuas. Aún faltaba lo peor del día; tenía que quedarme por la tarde, solo ante el peligro. Bueno, solo no, en realidad estaría con mi amigo Modesto y con todos los alumnos del curso inferior, debido a que, por segundo año, me veía obligado a sufrir el martirio genital que representaba la asignatura denominada Física Entera 2. Por ese motivo me hallaba en la cafetería del campus, también llamada «La Pajarera», porque era un edificio de una planta, de cristal, en el que el ruido ensordecedor del eco de las conversaciones de los presentes y la suciedad que campaba a sus anchas por doquier te hacían creerte que estabas rodeado de periquitos. Por suerte, la comida no tenía sabor a alpiste. Mientras degustaba un suculento, a la par que indigesto, bocadillo de calamares con mayonesa, tenía puesta mi atención en el periódico del día.

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La ciudad seguía consternada por la desaparición de la niña, los partidos seguían achacándose entre sí la falta de desarrollo económico de la ciudad… De nuevo mi realidad dio un vuelco brusco. No sería el último acontecimiento ominosamente extraño que aquel delirante día me tenía reservado. Normalmente nunca miraba las necrológicas, pero en aquel caso el negro recuadro de la esquela, lúgubre y sobrio, había captado mi atención como un matón de la mafia rusa que me hubiera cogido por la solapa. El nombre que allí rezaba me resultaba familiar. De hecho me resultaba muy, pero que muy familiar. Un nombre como ese no era frecuente, no cabía posibilidad de confusión alguna: Espasmos Rodríguez Peña. No podía creerlo, Espasmos, una joven de mi edad, lozana y saludable (y, por qué negarlo, algo puta), ¿había muerto? Sensaciones contradictorias me invadieron, llenándome de consternación. A pesar de lo mal que me había tratado, accediendo a tener una cita conmigo tan solo para hacer tiempo hasta que su verdadero objetivo saliera del turno de barra, flirteando con él en mis narices, a pesar de que por su culpa acabé enemistándome con uno de los traficantes de droga más peligrosos de la ciudad y con toda su banda, que nos estuvieron hostigando durante toda la noche, convirtiendo aquella en la peor cita de mi vida, a pesar de todo ello, repito, no podía evitar el pesar que me 39

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causaba la noticia de su muerte. Aunque me costara admitirlo, había tenido sentimientos por ella. Por un corto plazo de tiempo había formado parte de mi vida, y el escaso contacto carnal que había mantenido con ella me había proporcionado material para el onanismo del último año, haciéndome más soportable la carestía sexual en la que me hallaba inmerso por cierta maldición que me lanzó una vez una gitana; pero esa es otra historia. Al parecer, la familia iba a ofrecer un sepelio en Córdoba para dar la oportunidad a los compañeros y amigos que Espa tenía en la ciudad de presentar sus últimos respetos, antes de trasladar el féretro (y supongo que su contenido, aunque como la familia fuera igual de lista que Espasmos podía esperarse de ellos cualquier cosa) a la localidad onubense que la vio nacer. Tomé nota mental de llamar a Ramiro aquella misma tarde para informarme mejor sobre las circunstancias de su fallecimiento, dado que al haber estado él saliendo con Palmira, la compañera de piso de Espa, con quien aún mantenía una buena relación, seguro que estaba enterado de todos los detalles. Al salir de la cafetería el aire me hizo sentir por un momento un escalofrío en el cuerpo. Me acomodé en una de las hileras de asientos escalonadas de la clase, que estaba inclinada como una sala de cine. El Lompa, el profesor, apoyado en la mesa. En un año no había cambiado su anatomía, seguía teniendo cuerpo de morsa, cara de morsa, pelo 40

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negro relamido hacia atrás, impregnado en gomina (o quizás en grasa de morsa), y en el que las prominentes entradas parecían dos bahías simétricas. Sus gafas, de pasta oscura, hacían que los ojos parecieran diminutos, como los de un topillo. Vestía un chaleco verde de lana, pantalones de pana y una camisa de cuadros. A pesar de la prohibición de fumar en el interior del aulario, exhibía sin pudor un enorme puro que llenaba el aula con su apestosa fragancia. Con gesto teatral esperó a que se calmara el murmullo de los estudiantes. Cogió unos folios amarillentos que seguramente estarían llenos de contenidos totalmente desactualizados. Carraspeó un par de veces de forma repugnante, y comenzó a largar. Aquella asignatura era digna predecesora de Física entera 1; incrementaba el nivel de dificultad y surrealismo. En teoría te capacitaba para practicar análisis químicos del suelo, pero en realidad era un mejunje que el mamón del Lompa se había inventado para poder hacer la criba como le saliera de las narices. En unos apuntes de locura, llenos de tablas de textura de suelo, capacidades de cambio iónico, y mil datos inútiles más, se escondían conceptos tan esquivos como la capacidad de cambio, que habíamos intentado que nos explicara durante el curso pasado, y cuya respuesta siempre evitaba el maquiavélico instructor mediante frases ambiguas, o directamente contándote alguna anécdota absurda de su juventud que no tenía nada que ver. No es que se saliera por los cerros de Úbeda, él 41

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atrochaba directamente por mitad de los Apalaches. Modesto, a quien sorprendentemente también le había quedado la asignatura, a pesar de ser un estudiante ejemplar, y servidor, nos traíamos la coña de que este año nos respondería cantando un rap en un idioma inventado, del palo de: «Agrate jate jare, agrate jate jambio, así es como se calcula la capacidad de cambio». Lo chulo era imaginártelo cantando vestido de estrella del rap y cruzando y descruzando los brazos en plan hiphopero. Como demostraba mientras volvía a darle una calada a su puro sin ningún tipo de rubor, caradura tenía para eso y más. Poco a poco la clase fue discurriendo y, llegando un momento, Modesto me miró, alto como era, con su rostro moreno de pelo negro y rizado, por encima de sus gafas. Sí, había llegado el momento de todos los años: ¡¡¡Los ejemplooos!!! Aquello era la prueba definitiva de que el hombre llevaba sin cambiar el temario desde el pleistoceno, dado que todos los años ponía los mismos ejemplos, que él creía ilustrativos, supercuriosos, e indicadores de que poseía una cultura tan vasta como basto era su atuendo. ―Señorita… ―dijo el Lompa mirando a una 42

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sorprendida fémina de la primera fila, que se quedó paralizada como un ciervo al que un conductor da «las largas». ―…sabe «usté pa» que se usan los «titanatoj». ―Me adelanté yo por una fracción de segundo. La voz del Lompa sonó como un eco a mis palabras. ―¡Pues para afeitarse las piernas! ¿Es que no sabía «ujté» que «loj titanatoj» se usan «pa hasé laj cushilla» de «afeitá». ―Continué profetizando con total acierto en voz baja, imitando el marcado acento sevillano del ponente. Lompa confirmó la predicción, añadiendo al final un estentóreo ¡EJEM!, a modo de carraspeo seco causado por el puro que se acababa de fumar. La muchacha soltó una risilla pudorosa, tapándose la boca con la mano. El Lompa se quedó mirando al auditorio. ―Bueno, y ahora «oj» voy a «presentá» a un alumno que ha «venío» de la «facurtá» de «siensia» de «Jarva», de «Masachuse», de «loj Ejtado» Unido, vaya, y que va a «empesá» a «trabajá» en mi departamento. Su cara reflejaba un gesto de orgullo. Para alguien a quien le gustaba tanto figurar como a él, tener un alumno de la capital del imperio, de la prestigiosa universidad de Harvard ni más ni menos, debía de ser toda una oportunidad para ufanarse. Señaló a uno de los estudiantes que se hallaba sentado en la primera fila. 43

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Hasta el momento había pasado desapercibido, pero ahora que reparábamos en él no entendíamos como había sido posible. ―«Oj» presento «ar señó» Jedediah «Guatli» ―Su acento hacía imposible determinar cómo se deletreaba el nombre del extranjero―. «Ejpero» que lo «tratéi» bien, con «hojpitalidá». ―El Lompa remarcó su alegato con un amenazador ¡EJEM!, mientras señalaba al corpulento individuo, que se giró y recorrió el auditorio con una mirada aviesa, extraña, torcida. Un mote vino a mi mente de forma automática: Caracabra. Y es que sus rasgos podían ser calificados de chotunos. Una perilla puntiaguda remarcaba el efecto. Sus ojos también eran caprinos, amarillentos, y casi parecía que su pupila fuera horizontal por algún tipo de malformación. Lo único que lo diferenciaba del ojo de una cabra era que tenía un finísimo círculo blanco por esclerótica. Su media melena de pelo alborotado y salvaje le daba cierto aspecto parecido a la mitológica Medusa. ―¡Coño! ¡Qué tío más feo! ―La aguda voz de Modesto, que contrastaba con su elevada estatura, sonó en tono quedo en segundo plano. Durante el resto de la clase no pude dejar de observar a aquel individuo tan inquietante. Tampoco fue tranquilizador observar, cuando se levantó al final de la hora, sus extraños pasos, casi deslizantes. Sin duda debía tener un problema en las piernas, dado que eran anómalamente anchas, como si tuviera elefantiasis o un culo inusitadamente gordo. Para ocultarlas vestía 44

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unos pantalones anchísimos, como de rapero, de los que tienen el tiro a la altura de las rodillas. Un gélido cosquilleo me recorrió la espalda cuando percibí que, súbitamente, fuera por un efecto de la luz sobre el movimiento del tejido al andar, fuera por una alucinación de mi mente, un extraño culebreo recorría sus piernas y costados. Seguramente llevará prótesis en las piernas, me dije a mí mismo para intentar tranquilizarme. Sin embargo, no pude ofrecer una explicación plausible al movimiento bajo el tejido de la camisa. Un último detalle se me quedó grabado en la mente. De una de las trabillas de su pantalón pendía una cadena como las que se usan para sujetar la cartera, pero en este caso estaba conectada a un extraño objeto, situado en su bolsillo trasero. Parecía ser un reluciente silbato plateado. El extraño individuo agachó la cabeza para atravesar la puerta de salida de la clase, tal era su envergadura, y desapareció en el pasillo. Sin embargo su imagen se quedó conmigo, atormentándome. Pobló mis pesadillas aquella noche. Los ojos, amarillos y maléficos, se me clavaban en el alma extrayéndome la vida mientras aquel rostro de chivo profería sonoras y terroríficas carcajadas. La extraña voz de ultratumba que escuchara hacía dos días encaramado al andamio de la Mezquita se mezclaba con las risas causando una cacofonía siniestra e ininteligible. 45

CAPÍTULO 5: Réquiem por una pelandrusca «Pero aquel de la fuente que nadie lo toque, que lo dejen tranquilo y no lo provoquen. Ese toro bonito ya ha nacido para semental, las vaquillas lo siguen, no lo dejan descansar». ―El Fary―

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e miré en el espejo. Mis ojos, de color azul, estaban enmarcados por unas ojeras violáceas y profundas, que hacían que nariz y rostro se vieran aún más alargados. Había pasado muy mala noche. Tendría que empezar a tomar valeriana. Y lo peor era que en aquel momento ignoraba la cadena de horribles acontecimientos que aún estaban por venir, y que pondrían a prueba mi cordura. Una vez aseado salí a la calle de riguroso luto, 46

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como exigía la ocasión. Zapatos negros, pantalón negro, sudadera ajustada, negra, abrigo largo y negro y guantes cortados, por supuesto de cuero negro. Mi sombrío aspecto era acorde con mi estado de ánimo y con la ocasión. Tomé el autobús. Hoy no iba a la universidad, me dirigía a la parte alta de la ciudad, una zona residencial de chalets de lujo, El Brillante. La familia no había reparado en gastos para la primera de las ceremonias que se ofrecerían en honor de Espasmos. Podía recordar, como si no hubieran pasado meses, la primera vez que mis ojos se posaron en aquella foto en la que iba ataviada con una minifalda, medias de red, botas hasta las rodillas y un delantal con un tremendo consolador; una sonrisa afloraba en sus labios. Una persona con un nombre semejante sin duda estaba condenada a vivir y a morir de una forma estrambótica; esta condición se había cumplido en el caso de Espasmos. Según me había contado Ramiro por teléfono la tarde anterior, los hechos habían sucedido durante una capea celebrada en el campo, a la que Espasmos sin duda habría acudido a por pijos frescos que echarse a la boca (en esta frase, a la palabra ‘pijo’ podía atribuírsele más de una acepción). Era capaz de imaginar la escena en mi mente. De fondo sonando la canción de Frank Sinatra, «A mi manera», versionada por Siempre así. Una manada de muchachos de pelo lacio cortado a capas o engominado al estilo lametón de vacuno, polos Lacoste, camisas Pedro del Hierro o Burberry por doquier, pantalones 47

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Levi’s 501 cubriendo las piernas. Ellas con pendientes de perlas, polo con chaleco de cazador o Barbour, pantalones y botas de amazona. Espasmos feliz de la vida dando el cante, mariposeando de flor en flor bajo las miradas escandalizadas de sus coetáneas, haciendo gala de ropas exageradamente cortas y provocativas y con un ciego bochornoso a base de tinto con limón y alguna que otra calada a un porro. En ese momento, debido a la excesiva ingesta de líquido, a pesar de lo entrenado de la musculatura de su aparato urogenital, Espasmos siente una punzada en la vejiga, tiene que descargar como sea. Su embriaguez unida a sus cortas luces hacen el resto, y la tragedia tiñe de muerte la sierra cordobesa. Ya fuera de mi onírica dramatización, y volviendo a los hechos objetivos que Ramiro me había transmitido, en su urgencia por orinar, Espasmos había ido a explorar en solitario, buscando un rincón íntimo y recoleto en el que hacer pis. Como no lo encontraba, decidió saltar la valla de una finca colindante. Había un cartel sujeto a un poste, pero estaba oxidado, por lo que tan solo se podía leer la palabra bravo de la advertencia “peligro, toros bravos”, con lo cual Espasmos lo interpretó como una confirmación divina que animaba su decisión de orinar allí mismo. A pesar de que, milagrosamente, consiguió saltar el cerco incólume, en la otra parte, al parecer, había un morlaco encelado. La tragedia se desató porque, al estar Espa con el periodo, cuando se puso a desaguar, el animal olió el 48

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orín cargado de hormonas y, como bien es sabido, cuando hay ganas vale cualquier agujero, aunque sea el ojo de la cerradura. Espasmos fue empotrada, literalmente, contra la valla por quinientos kilos de testosterona y músculo (de nuevo otro término, empotrar, que se puede aplicar en la plenitud de sus acepciones). El golpe contra la valla que se dio en la cabeza no la mató, pero le hizo perder la consciencia, sufriendo una hemorragia interna por el subsiguiente desgarro de sus partes pudendas. Para cuando el resto de los asistentes a la capea echaron cuentas, ya era demasiado tarde. Había perdido demasiada sangre, aunque para siempre quedaría la leyenda urbana de que había muerto con una sonrisa en los labios (no me preguntéis en cuales). En fin, podría decirse que le cogió el gustillo a eso de los toros. La historia era digna de un especial de Halloween del programa televisivo sobre tauromaquia «Tendido Cero». Cuando alguien de tu entorno muere, sobre todo cuando se es joven, la muerte te sorprende como un mazazo, recordándote tu propia finitud. La salud y la jovialidad son meros biombos a ambos lados del camino tras los que constantemente nos sigue, oculta, La Parca, esperando el momento para hacer su entrada. Si fuéramos plenamente conscientes de su constante acoso nos volveríamos neuróticos, apáticos y depresivos.

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Nada más poner un pie fuera del autobús, el helor del aire me sacó de aquel arrebato de existencialismo, mientras que hojas marrones y secas, volutas de polvo, y algún que otro papel, se arremolinaban por el suelo de la calle. Unas gotitas frías me golpearon el rostro. Aquel chispear de las nubes era el preludio de una tremenda tormenta que amenazaba con desatarse en cualquier momento sobre mi cabeza. A pesar de la alergia (que no alegría) que me provocaban las iglesias y sus ocupantes, me adentré discretamente en el templo. La sala era sombría y olía a incienso. Un montón de personas enlutadas estaban sentadas en los bancos de las primeras filas, pero no se veían muchos estudiantes. Si hubieran venido todos los parteners sexuales de Espasmos habrían tenido que celebrar la misa en un campo de fútbol, pero se ve que las relaciones que esta chica emprendía con la gente de su edad eran superficiales, al no tener una profundidad mayor que la de su vagina. Las chicas seguramente acabarían odiándola por levantarle a los novios, y los chicos la habrían usado para pasar el rato, y si te he visto no me acuerdo. Intentando pasar desapercibido, me quedé de pie junto a una columna. La ceremonia estaba ya empezada, el cura departía sobre la vida, la muerte, los que se quedan aquí, los que se marchan allá, y esas cosas, todo adornado con referencias a Jesús, al cielo, a los ángeles, y demás parafernalia, intercalándolo con citas bíblicas y menciones a lo que le habían contado de Espasmos. Su cara, muy característica, aparte del aspecto 50

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grimoso que normalmente caracteriza a los párrocos (salvo a los misioneros, que suelen tener pinta de bonachones y sanotes), entre delicado, blanquecino y querúbico, tenía una inquietante cualidad, un ojo de cada color. Concentrado como estaba en el rostro del eclesiástico, el contacto visual fue inevitable cuando este levantó el rostro de la lectura de los sagrados textos que estaba realizando en aquel momento, y dijo: ―Y ahora, la familia querría invitar a alguno de los compañeros y amigos o amigas, que tuvieron la oportunidad de compartir su vida universitaria, a que dijera algunas palabras. Se hizo un tenso silencio. Nadie recogía el guante. Quizás por ser el único que permanecía de pie, o por lo llamativo de mi aspecto, el cura mantuvo sus ojos clavados en mí haciendo que el resto de los presentes se volvieran para mirarme. Giré el rostro a los lados, intentando hacer ver que yo también estaba buscando al afortunado, pero no funcionó. ―Venga hombre, sal, no seas tímido ―me dijo un hombre mayor, bien vestido y con acento onubense, que estaba sentado en la penúltima fila de bancos. La presión de tantas miradas y el silencio inquisitivo tomaron una intensidad insoportable, con lo que finalmente me dirigí al púlpito. Una vez delante del micrófono tosí un par de veces para ganar tiempo.

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Las miradas seguían clavadas en mí, mostrando un inmenso interés. Seguramente para los familiares sería reconfortante saber la opinión que los compañeros y gente del entorno de Espasmos tenían de ella. Los nervios atenazaban la boca de mi estómago. Cuanto antes terminara, mejor. ―Aún recuerdo la primera vez que la vi en persona, estaba sonando una canción de Chayanne, «Hay que ser torero», me parece. ―Conforme terminaba de pronunciar estas palabras me di cuenta de que la había cagado al ver las caras que estaba poniendo la gente. Algún carraspeo de incomodidad resonó entre el público, una señora mayor prorrumpió en llanto, desconsolada. Si hasta el momento había algunas personas que tenían la mirada perdida o estaban distraídos, ahora todas las atenciones estaban clavadas en mi discurso, de forma casi dolorosa. Quizás si metía un gracejo improvisado se relajaría la atmósfera y me haría con la audiencia. ―Recuerdo que tenía mucho sentido del humor. Todavía hoy me viene a la memoria como se rió cuando le conté el viejo chiste de: ¿oye, a ti te gustan los toros? ¿Sí? ¡Anda, como a las vacas! ―Hubo quien comenzó a removerse inquieto en el asiento. Pude ver como una mole con pinta de pueblerino cerraba los puños con crispación. Su mirada reflejaba un odio homicida. ―Eeehhh ―si antes estaba nervioso, ahora estaba totalmente bloqueado―, qué podría decir de Espasmos que no sepamos todos ya... ―De seguro muchas cosas, pero ninguna buena; comencé a buscar en mi archivo 52

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mental, tratando de esquivar las imágenes taurinas con las que me estaba bombardeando mi perverso subconsciente―. Para mí, Espasmos fue… bueno, mejor no comentar eso ―la perplejidad se reflejó en los rostros de mi audiencia―, ella era… ella era una chica… abierta ―la primera fila de lacrimosos familiares comenzó a fulminarme con la mirada―, amante… amante de la vida y de… ¡los animales! ―dije precipitadamente conforme las palabras venían a mi cabeza. Todos los sollozos se silenciaron a la mención de aquel fatal sustantivo. Me sentía como el presentador de telediario que de repente es consciente de que se ha puesto el peluquín mostrando el lado del forro―. Vivía la vida… vivía la vida al momento ―todos asintieron unánimemente, estaba dando en el clavo― como… como un torero... ―no, mierda, como eso no― le gustaba… ¡coger el toro por los cuernos! ―La sonrisa esperanzada con la que dije esto pareció ser el colofón. Los rostros de mi auditorio acababan de pasar de la sorpresa e incredulidad a la ira contenida. Un nudo comenzó a cerrarse en mi garganta. Piensa, piensa... ―Por todos es sabido ―reanudé mi perorata midiendo las palabras tanto como me era posible en aquella precipitada e incómoda situación― que la muerte la embistió como un tor… ―las mujeres abrazaron sollozantes a sus maridos al mismo tiempo que estos me exterminaban con la mirada― ¡como un torpedo! ―Definitivamente aquello no marchaba. Traté de cambiar de registro, tal vez la evocación de algún recuerdo alegre mejorara mi ya de por sí precaria situación. 53

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―Ella siempre fue un gran exponente de la fiesta... nacional ―¿por qué diantres estaba diciendo aquello?―, no, no, nacional no... de la fiesta «dance nacional». ―Cuando el primero de los familiares con pinta de gorila unicejo se levantó hacia el estrado me di cuenta de que era el momento de poner pies en polvorosa. ―¡Muchacho, corre a la sacristía! ―me gritó el cura mientras me empujaba con desesperación al ver que una masa de familiares furiosos comenzaba a correr hacia el atril, una réplica perfecta de un regimiento mongol, armándose de candelabros, estatuas y cualquier otro objeto contundente que tuvieran a mano. «¡¡¡Yo lo matooooooooo!!!», «¿quién coño es este hijo de puta?», «¡¡Menuda falta de respeto!!» fueron algunos de los comentarios más suaves que pude oír a mis espaldas mientras corría despavorido. ―¡A la sacristía! ¡Ha huido a la sacristía! ―gritaba furibundo alguno de los presentes. Lo siguiente fue el ruido de gente levantándose presurosa, sillas arrastrándose, pasos que corrían en mi dirección. Con un suspiro de alivio cerré la puerta tras de mí y eché el cerrojo. «¡¡Descolgad el Cristo!! ¡¡Lo usaremos como ariete!!» me llegó de forma apagada a través de la puerta. Madre mía, me iban a matar. Me quedé paralizado por la angustia.

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De fondo se oían, estentóreas, las protestas del religioso: ―¡Alto, está en suelo sagrado! Un cura defendiendo mi vida, lo último que nunca hubiera imaginado. Me juré que no volvería a silbar la sintonía de «Batman y Robin» cuando me cruzara con las monjas por la calle. Tras un grito multitudinario para coordinar el embate, un primer golpe hizo retumbar los goznes. Me sentía como un diestro que se parapeta tras el burladero asediado por un morlaco de media tonelada. ¡Mecachis, si es que me sale solo! ―¡Sacrilegio! ¡El Cristo, que me desgraciáis el Cristo! Por suerte, la ventana que daba a la calle no tenía barrotes. La confianza del cura en Dios para proteger la iglesia (y en las alarmas con célula fotoeléctrica de última generación conectadas con la policía) me habían salvado el pellejo. ―¡Paganos, impíos, hijos de putaaaaaaa…! ―El cura debió estallar justo en aquel instante. Mientras la segunda arremetida chocaba contra la puerta separándola del marco unos centímetros lancé el San Pancracio que el párroco tenía como pisapapeles contra el cristal, atravesé el hueco abierto de un salto, y corrí tanto como pude, sin mirar atrás, no sé durante cuánto tiempo, hasta que el dolor de mi bazo y la falta de aire en los pulmones me hicieron buscar un sitio 55

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donde apoyarme, exhausto. Con las piernas envaradas de tanto correr, paré, y conmigo paró el pánico, dándome cuenta en ese preciso instante de que me hallaba en los aledaños de la capital, con lo que emprendí el cansado camino de vuelta a casa desandando lo trotado.

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CAPÍTULO 6: Una excursión inesperada He visto el oscuro universo bostezando, donde los negros planetas giran sin rumbo, donde ruedan, horribles, sin ser vistos, sin conocimiento, ni brillo, ni nombre». ―Howard Phillips Lovecraft―

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os siguientes días los pasé encerrado en casa. No iba a la universidad por miedo a que alguien me reconociera como el instigador involuntario de los hechos que aparecieron como un breve en la prensa al día siguiente de la misa por el óbito de Espasmos, y que fueron recogidos bajo titulares como «Funeral deviene en intento de linchamiento», «Altercado durante una misa de difuntos» o «Asistentes a un funeral causan destrozos en la iglesia». Este autoencierro se vio roto por un acontecimiento 57

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notable. El jueves por la noche mi hermana vino de visita. Durante una semana la casa volvería a estar completa, su cuarto dejaría de ser un espacio vacío y volvería a cobrar el sentido para el que había sido dispuesto, mis padres estarían más contentos de lo habitual, de alguna forma todos nos sentiríamos un poco más completos. Al día siguiente decidí acompañarla a que se renovara el DNI, para ponernos al día de sus andanzas en Las Palmas de Gran Canaria. ―Hasta luego, Mari Pili. ―Sin salir de mi asombro vi como mi hermana se daba la vuelta, tras despedir así a un maromo alto, robusto y velludo; un antiguo conocido con el que se había encontrado cuando íbamos de camino a la comisaría. ―Hermana, ¡que era un tío! ―Mientras caminábamos por el puente de San Rafael la reconvine, sorprendido. ―Ya, ¿por qué lo dices? ―me contestó extrañada. ―Porque lo has llamado Mari Pili. ―¡Ay, qué cabeza la mía! No me había dado ni cuenta. En algunas ocasiones su despiste alcanzaba niveles legendarios. Por un momento analicé su rostro. La gente decía que nuestros rasgos eran muy similares. De alguna forma ambos teníamos un parecido reseñable con mi padre, ella en versión femenina: la cara alargada, tabique nasal algo ancho, nariz larga, labios estrechos, y una estatura un poco superior a la media. Su pelo, a diferencia del mío, era lacio, y actualmente 58

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de un castaño tan claro que rozaba con el rubio gracias al sol y la brisa marina de Las Palmas. Su piel tenía un tono bronceado muy saludable, otro de los regalos concedidos por el bondadoso clima de las islas, e iba vestida de una forma muy colorida, con pantalones anchos, y un abrigo de tonos vivaces. Cuando quería picarla le decía que vestía como Kirí el payaso, aunque la verdad es que su estilo era original a la par que favorecedor. En la comisaría todo fluyó sobre ruedas, cogimos número, esperamos, hicimos la gestión, y, finalmente, salimos con el DNI renovado. Nos sentamos en un bordillo del zócalo de un edificio para que mi hermana se fumara un cigarro. En ese momento, un viandante que pasaba, achaparrado, de tez morena, calzado con zapatillas deportivas, vaqueros y cazadora vaquera con cuello forrado de borreguito, al más puro estilo quinqui, como impulsado por un resorte, se giró en nuestra dirección, y sin importarle que estuviéramos manteniendo una conversación entre nosotros, comenzó a hablarnos: ―No que han «matao» a la «mujé» del «puestesillo» de los «paato», «endevé» la gente que «mar» fario tienen. «Lan rebanao er pescueso». La pobre «mujé» que era una viejecita. ¡Aaay!, total «pa» quitarle las cuatro perras que tuviera, si es que no se explica. Y la tiran ahí en el río, como si fuera un saco «patatal». Mi hermana y yo asentimos muy lentamente, ojipláticos.

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―Es que la gente ya no tiene ni moral ni «ná», te lo digo yo. Es que venía aquí a la «pulisía», por un asuntillo ―prosiguió aquel individuo con su monólogo―, por «ná» vamos, por una denuncia de «ná» ―su testimonio comenzaba a sonar poco creíble―, y «manterao» en el periódico. «Pa» nosotros, los «gitano», los mayores son «mu» importantes y les tenemos mucho respeto. Yo entiendo que «tol» mundo tiene que viví, y si le tienes que dar un sustillo a la «mujé», pues te «coge» un palo, y la asustas, hombre ―Si es que aquel tipo era un buenazo―. Si quieres «robá» algo más gordo, pues coges una escopetilla de «ná», pero das un tiro a los pies, «pa asustá» ―Aquellas palabras denotaban una técnica delictiva muy depurada―. ¡Aaay, a ese que ha «matao» a la vieja lo cogía yo! No lo iba matar no ―menos mal que era un tipo que no se tomaba la justicia por su mano―, lo iba a encadenar al coche con unas cadenas en las muñecas, descalzo, y me iba a poner a andar con el coche a «vente» o «trenta» kilómetros por hora, hasta que se le abrasaran los pies a la «artura» de los «tubillol». Y dicho esto, nos miró durante un segundo, y continuó su camino. Ernesta, que así se llama mi hermana, y servidor, nos miramos por unos instantes sin poder dar crédito a aquel encuentro tan azaroso y surrealista. Mientras volvíamos de camino a casa, mi mente no estaba al cien por cien en la conversación. No paraba de darle vueltas a los acontecimientos. Una atmósfera ominosa estaba comenzando a apoderarse de la ciudad. 60

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Una niña desaparecida, un acto vandálico en la mezquita, un guardia de seguridad del que no había quedado rastro alguno, la viejecita del puestecillo de gominolas del popularmente conocido como «Jardín de los Patos» asesinada sin motivo aparente, con la garganta destrozada. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. ¿Habría vuelto Constantino, mi excompañero de clase, que se fugó a la sierra para huir de la policía tras cometer una serie de terribles actos que incluían la antropofagia y el asesinato? La verdad es que nuestra relación desde que averigüé su participación en estos hechos había sido complicada, dado que, por un lado me culpaba por haber roto la única barrera que le impedía reprimir sus feroces instintos, mientras que, por otro, me agradecía precisamente la libertad que esto le había concedido. El tío estaba desquiciado, eso era un hecho, pero a pesar de ello, y contra todo pronóstico, me había salvado la vida cuando el Guanán, un traficante del Cerro4 y su secuaz, habían intentado coserme a navajazos por cierta cuenta pendiente. Toda una historia. En cualquier caso, un tipo loco, bestial e impredecible como Constantino, era una bomba de relojería, por lo que si andaba por la ciudad me vería obligado a extremar precauciones. Este hecho contribuyó a que el viernes también decidiera permanecer enclaustrado en casa. El sábado, para despejarme, me dispuse a retomar 4

Barrio marginal de Córdoba.

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las riendas de mi vida. Había decidido acompañar a Jaimito en una excursión al Tótem, y no es que fuéramos a las montañas a bailar alrededor de un poste de madera labrado con motivos rituales, no. Tótem era el nombre de una pequeña librería especializada de las dos o tres que había en Córdoba, la de más rancio abolengo, situada justo en una de las puertas de la plaza de la Corredera, donde Jaimito se surtía de tebeos manga con los que satisfacer su afición por los cómics eróticos japoneses, y de paso, como era obvio, satisfacía otras necesidades de ámbito fisiológico. Aun a riesgo de quedar con el estigma conocido como “la garra del pajero”, o sea que se te quedaban los dedos atrofiados en forma de garfio, como si estuvieras cogiendo los manguitos del manillar de la bici, a posteriori le pedía dichos ejemplares y, eso sí, siempre conseguía devolvérselos sin que las páginas se quedaran pegadas. El dependiente, un hombre de mediana edad con aspecto de astrólogo malvado, es decir, calva rodeada por melena churretosa ondulada y escasa que llegaba hasta los hombros, bigote y mirada facinerosa, aunque, en vez de con una túnica con motivos estelares estaba ataviado con una camisa de cuadros, seguía atento nuestra incursión desde el pequeño mostrador. El espacio del pequeño recinto estaba aprovechado al milímetro. Las estanterías estaban abarrotadas de cómics, libros, objetos decorativos con motivos fantásticos, cada centímetro de pared recubierto de posters y láminas adhesivas, el escaparate preñado de expositores de complementos del más dudoso gusto, en fin, lo que viene a ser una librería especializada. 62

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Jaimito, imitando a un oso que pescara un salmón con la mano, sacó de una pila el ejemplar que estaba buscando, y lo ojeó en silencio. No pude evitar mirar por encima de su hombro. ―¡Mira Felio! ―Jaimito, entre todos los anuncios que mostraban juguetes sexuales y señoritas de rostros salaces y poses insinuantes, señaló con el dedo un recuadro de texto con una imagen de lo que parecía una mujer a la que un rictus hubiera dejado paralizada en mitad de una exclamación mientras tomaba el sol en una playa nudista―. Estos japoneses son unos máquinas, acaban de sacar una versión de las Real dolls, pero más barata, que pesa menos. El único problema es que no es maciza ―por sus atributos a priori nadie se habría atrevido a afirmar tal cosa―, sino que es como las muñecas hinchables normales, pero mejor conseguida, mediante un sistema homeostático que equilibra la presión, con un tejido que imita la piel humana. ¿Cómo lo harán? ―Obviamente a ti te interesa el anuncio desde el punto de vista ingenieril, ¿no? ―le dije con sorna, dado que Jaimito estaba estudiando una carrera técnica y, como muchos ingenieros, disfrutaba con aspectos de la vida que al resto de los humanos nos parecían prosaicos. Podía pasarse horas analizando un circuito electrónico, una megaconstrucción o un problema de matemáticas como si de una obra de arte se tratara. Sus mejillas se tintaron de un color encarnado, debido a mi comentario. En el fondo seguía siendo un poco tímido. ―Sí, sí, claro. No es que yo tenga pensado comprarme una… Me ha llamado la atención, sobre 63

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todo, el hecho de que en el anuncio ponen las mismas advertencias que si fuera un recipiente con gas a presión. ¿Te imaginas que te la estás pinchando y que por error aplicas el término en toda su literalidad y te revienta? Pues por lo visto tiene un sistema de seguridad que, para evitar eso, haría que saliese volando, como cuando desinflas un globo… ―Me puedo imaginar el susto que se llevaría tu madre cuando viera salir volando de tu habitación una tía en pelotas, como si estuvieras follando con Supergirl, o con Wonder woman o con… ―Oye, si no lo vais a comprar ponerlo en su sitio y daros el piro, que me estáis ocupando espacio en la tienda ―nos increpó desde detrás del mostrador el astrólogo malvado. Jaimito procedió a liquidar el pago mientras miraba al hombre con cara de pocos amigos. Al salir de la tienda, mi colega con su botín, yo con las manos vacías porque no tenía un duro que gastar en tebeos, nos dirigimos hacia una de las callejuelas que rodeaban la plaza, en la que, a base de insistir y dar vueltas, habíamos encontrado un aparcamiento de dudosa validez legal. Al pasar por una bocacalle se detuvo. Había un hombre parado frente a una puerta, fumando. ―Ven un momento Felio, que voy a saludar a mi tío ―dijo mi acompañante, y comenzó a andar hacia el fumador.

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Ahora que me fijaba, era cierto que aquel individuo guardaba un notable parecido con el padre de Jaimito. ―Hombre niño, ¿qué haces tú aquí? ―Fue el saludo con el que aquel señor, cuya estatura estaba por debajo de la media, recibió a su sobrino. Ambos pertinentes.

intercambiaron

las

explicaciones

Al parecer el tío, que era electricista, había salido a hacer un descanso, pues estaba a punto de terminar de renovar la instalación eléctrica del edificio ante cuya puerta se hallaba. ―No veas la instalación tan guapa que les he puesto ―Su voz era chillona, en contraste con su aspecto curtido―. Pasad si queréis y os la enseño, que vais a alucinar. ¡La de pasta que tienen que tener los «colgaos» estos! Seguro que son una secta de esas como Los niños de Dios, el Opus, o algo de eso. A priori, visitar un edificio anónimo para ver la instalación eléctrica no parecía muy interesante, pero como a mi amigo se le habían iluminado los ojos ante la posibilidad de ver bombillas, interruptores, diferenciales y cables, y como tampoco es que tuviera nada más interesante que hacer, dado que la otra opción era estudiar Física Entera 2, a ver si conseguía descifrar de una vez cómo cojones se calculaba la capacidad de cambio, accedí a realizar la visita. Nunca hubiera imaginado lo equivocado que estaba.

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Córdoba es una ciudad de secretos y apariencias, y esto se refleja en su sociedad y en su arquitectura. Al igual que mucha gente se esfuerza en aparentar un nivel económico que no posee mediante ropas de marca y un aspecto muy cuidado, del mismo modo en que una de las ciudades con el índice de paro más alto de España tiene dos concesionarios de la marca de coches de lujo Mercedes, de la misma forma que cientos de parados trabajan en la economía sumergida mientras cobran la prestación, las intrincadas y laberínticas calles del casco antiguo ocultan edificios como el Palacio del Duque de Medina Sidonia, casas solariegas como la Casa de los Condes de Zamora de Riofrío, la Casa Mudéjar de Samuel de los Santos, o el Palacio de los Duques de Oribe, que tras fachadas anónimas que a priori parecen pequeñas, ocultan extensiones insospechadas, tanto en ancho como en profundidad; palacios, casas señoriales, frondosos jardines, ocultos de los ojos de los transeúntes al igual que los secretos inconfesables de las acaudaladas familias que los erigieron en su día. El edificio en el que penetramos no era una excepción. Una fachada de piedra marrón con un frontispicio triangular sobre la puerta, enmarcado en el paramento rectangular que seguía en altura un par de metros sobre este elemento decorativo. El conjunto apenas tenía unos cuatro metros de anchura. La vetusta puerta de madera revestida con gruesos remaches de hierro negro comunicaba con una especie de recibidor cuya planta cuadrangular no tenía más de cuatro metros de lado. En él, un fresco, que representaba una figura egregia que por su cara de bobalicón y mejillas sonrosadas debía de ser un 66

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compadre salido del santoral, recibía al visitante. Al fondo tan solo aguardaba una puerta de tamaño normal y aspecto anónimo. El tío de Jaimito, que al igual que su padre guardaba un leve parecido con Pedro Picapiedra (jovencitos, googlead esto también), con una de esas barbas tan cerradas que aunque las afeites dejan el mentón de color gris, con su voz chillona que contrastaba sobremanera con el resto de su aspecto de macho ibérico castizo, comentó: ―Niño, pasa «pa» dentro que vas a ver cómo se lo montan estos. Tras la puerta apareció un pasillo algo umbrío con puertas a la derecha. En la pared izquierda, un cartel colocado en el centro, de un tamaño suficiente para que fuera legible desde cualquier punto del corredor, proclamaba:

Congregación Teosófica Humanista Unida: Logia Hegemónica Ulterior. ―Joder, se han quedado descansando con el nombre ―musité para mis adentros. Jaimito secundó mi afirmación asintiendo en silencio. Lo cierto es que el nombre me sonaba de haber visto publicidad pegada en los muros y farolas anunciando actividades gratuitas relacionadas con esoterismo, estados alterados de conciencia, autoayuda, etc. De nuevo la voz de pito de su tío continuó 67

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descubriéndonos las bondades de aquella visita panorámica improvisada: ―Mirad que «peaso» de instalación les he puesto aquí ―dijo mientras pulsaba ufano un interruptor circular y una serie de focos se encendían de forma gradual, simulando un extraño amanecer. Aquellas instalaciones eran, de seguro, el último grito en domótica. La sala era rectangular, dividida en dos sectores cubiertos de cómodas sillas y separados por un pasillo que llevaba a un atril con un micrófono tras el cual toda la pared del fondo estaba cubierta por un extraño e inquietante mural pintado al óleo. Seguramente lo habría pintado un paciente de un siquiátrico, pues mostraba, en unos tonos fríos, oscuros, perturbadores, un paisaje estelar extraño y totalmente ajeno a cualquier imagen sideral que en mi vida pude ver. La zona central la dominaba un planeta oscuro, tan oscuro que parecía que el pintor, cuyo talento para lo macabro y lo grotesco era innegable, había conseguido, mediante una ignota técnica pictórica, que aquel tétrico cuerpo celeste diera la rara sensación de que absorbía la luz incidente en esa parte del cuadro como si fuera un verdadero agujero negro, un oscuro vacío a través del cual se pudiera meter el brazo para extraer algún arcano inescrutable de la existencia. Tanto era así que por un momento estuve tentado de tocarlo para ver si ese vacío era real. Y lo que causaba un mayor desasosiego: incluso con aquella oscuridad, el autor había logrado que de 68

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alguna forma la luz causara en algunas zonas distales del planetoide reflejos que, a nivel subconsciente, sugerían estructuras arquitectónicas de tamaño colosal, a todas luces distinguibles de cualquier formación geológica formada por la naturaleza. En una esquina del cuadro se veían unas manchas extrañas y negras. En una suerte de efecto impresionista insinuaban lo que parecían unas formas aladas que se alejaban de este planeta. Sin embargo, uno nunca estaba seguro de dónde estaban los límites entre proyecciones del propio inconsciente y efectos pictóricos intencionados cuando contemplaba la obra. Pasamos a otra sala similar. La pintura del fondo mostraba esta vez un cielo nocturno, en el que unas sobrecogedoras esferas se arracimaban, gigantescas. Parecían bolas de luz, pero tenían unos extraños matices caleidoscópicos, que traían a la mente los reflejos iridiscentes del jabón de las pompas producidas por un soplador. Sin embargo al contemplar esta pintura uno se sentía minúsculo, aterrorizado, tan solo de imaginar al monstruoso ente que debía estar soplando para producir semejantes globos. Era reseñable la capacidad del artista para transmitir una sensación de malignidad alienígena que flotaba de forma difusa en la escena, sin que pudiera atribuirse a ningún elemento concreto de los que componían la obra. ―Mira, mira, sobrino. ―El tío de Jaimito dio dos palmadas sacándome del estado contemplativo en el 69

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que me hallaba absorto. Las luces de la sala se apagaron y encendieron. Mientras Jaimito y su familiar comentaban los pros y los contras de aquel tipo de lámparas me deslicé hasta la siguiente sala para satisfacer mi curiosidad. Esta vez, nada más atravesar el umbral, mi mente se vio absorbida por un paisaje mesetario, frío y desolador. En una llanura bordeada por crueles picos escarpados de colores pardos, amarillentos y grises, a través de los que casi se podía oír el ulular del viento, se erigía un edificio de piedra cuyo portal estaba sumido en sombras. El aspecto era terrible, insano, nada crecía en aquellos parajes. El cielo se hallaba plagado de nubes de tonos morados, esmeraldas y grises, en cuyo interior los relámpagos anunciaban que un castigo inminente iba a desatarse sobre aquel paisaje de pesadilla. La civilización que hubiera erigido semejante edificio debía haber desaparecido hacía milenios de la faz de la tierra. Al contemplar aquella escena uno no podía evitar tener la angustiante sensación de que algo o alguien iba a salir por aquel dintel sumido en tinieblas. ―En la parte de abajo hay todavía más salas ―le dijo el tío a Jaimito al entrar en la estancia―. Pero más o menos son «toas» igual. Bueno, voy a tener que ponerme otra vez al lío, que tengo que terminar el tajo. Mientras nos acompañaba a la puerta, tío y sobrino se despidieron.

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IMPOSIBLE PERO INCIERTO

Aquellos cuadros, aquellas visiones, volvían a mi mente de forma recurrente, obsesiva. Menudo culto tenía que ser aquel. La acumulación de hechos extraños, llamativos, de los últimos días, estaba comenzando a romper la estadística. Los sucesos se desarrollan, o eso pensaba yo, siguiendo orbitales de probabilidad. Al igual que un electrón no se halla en un sitio concreto de su órbita, sino que existe una probabilidad determinada de que se encuentre en ese punto del orbital, los acontecimientos tienen una probabilidad de suceder que no es fija. De esta forma, las casualidades son sucesos altamente improbables, pero si se repiten en el tiempo, pueden llegar a cobrar fuerza, a tener unos orbitales de probabilidad mayores. Si esta tendencia se repite en el tiempo, llega un momento en que la casualidad se convierte en causalidad, en hechos que pasan de ser improbables a muy frecuentes, y hay quien dice que se interrelacionan por alguna razón, que comienzan a adquirir un sentido. A nivel subconsciente, mi cabeza se pasó el fin de semana tratando de encontrar aquella razón, la columna vertebral de semejante secuencia de hechos inusuales, sin éxito, sumiéndome en un estado de nerviosismo. Para bien o para mal, en aquel momento ignoraba que en un par de días todo comenzaría a cobrar una tétrica coherencia. Fuerzas superiores a las que cualquier humano pudiera manejar estaban desplegando lentamente, de manera insidiosa, sus tenebrosos tentáculos por el tejido espacio temporal que conforma nuestra realidad.

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CAPÍTULO 7: Ritos extraños «No existe la casualidad, y lo que se nos presenta como azar surge de las fuentes más profundas». ―Friedrich Schiller―

E

n mitad del aulario, tieso como un poste, mis ojos estaban clavados en la fotocopia de color verde sujeta con una chincheta al panel de corcho:

«CONFERENCIA GRATUITA: LAS PUERTAS DE LA PERCEPCIÓN A cargo de Jedediah Whateley. Conoce cómo acceder a otros universos, desvela las verdades de la existencia a través del conocimiento esotérico. Libérate de las ataduras del racionalismo. Entrada libre hasta agotar aforo». 72

IMPOSIBLE PERO INCIERTO

En la esquina inferior derecha un extraño emblema: una especie de estrella de mar negra, esquemática, de siete brazos, con un ojo en su centro, enmarcada en un dodecágono blanco, que a su vez estaba contenido en un círculo gris. Justo al lado, resaltando en un recuadro con letras llamativas en tipografía gótica, rezaba un nombre que hizo que repiquetearan campanas en el interior de mi cráneo: Congregación Teosófica Humanista Unida Aquel anuncio tenía una pinta malísima. Apestaba a nido de colgados o a secta destructiva, pero, aun así, algo en mi interior, una profunda corazonada, me decía que tenía que investigarlo, tenía que averiguar qué relación había entre aquellos extraños cuadros, aquella congregación, y el siniestro alumno de intercambio. Se celebraba esa misma noche. Prometía ser un comienzo de semana interesante. Fui nervioso a buscar a Ramiro. ―Tengo un planazo para esta noche. Ramiro me lanzó una mirada cargada de escepticismo desde la silla naranja de plástico en la que se hallaba sentado. A nuestro alrededor la cafetería del campus hervía de actividad. ―Felio, un lunes por la noche no hay fiestas universitarias, nadie que conozcamos ha montado un sarao en su piso, al día siguiente hay que madrugar, ¿qué me estás contando, Marlon Brando?

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