Eternos ritos del deseo

amorosos de aquellas mujeres que dicen haber sido visitadas por un extraterres- tre. En cambio, otras de las paradas de su ruta –el beso robado a un stripper o.
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LA RUTA DEL BESO POR JULIÁN GORODISCHER NORMA 325 PÁGINAS $ 35

CRÓNICA

Eternos ritos del deseo E

n una foto de Dominique Berretty hay una pareja que se besa junto al río y, a escasos metros de ellos, un hombre que lee un libro con el mismo ensimismamiento con que ellos se besan. Es, justamente, la presencia de ese hombre –el elemento de cotidianeidad, de indiferencia o de mirada analítica sobre los hechos que viene con esa presencia– la que desestabiliza la cristalización romántica que la foto hubiese tenido sin él. Algo en ese hombre recuerda al narrador de La ruta del beso: un cronista que, apelando tanto a lecturas como a su participación en los hechos, indaga en historias donde el acto de besar se aleja del clisé romántico y se convierte, en cambio, en un rito capaz de decir mucho acerca de los anhelos y frustraciones que entran en tensión en toda vida sexual, acerca de los mecanismos a partir de los cuales los medios masivos y la tecnología moldean nuestro deseo. Para hacer esa indagación, Julián Gorodischer –que nació en Buenos Aires en 1973, es redactor del diario Página/12 y autor de un libro previo, Golpeando las puertas de la TV: crónicas de la fama repentina– diseña un recorrido que supone una serie de viajes a, entre otros lugares, los estudios de Televisa, en México, donde participa del entrenamiento actoral de las futuras estrellas de la telenovela; al bar de Rosario que salió en los diarios cuando el encargado expulsó a dos mujeres que se besaban y que el narrador lee como ejemplo de territorio vedado al beso; al pueblo cordobés en el que intenta desentrañar los contactos

Brigitte Bardot y Christian Marquand en Y Dios... creó a la mujer (1956), de Roger Vadim CORBIS

amorosos de aquellas mujeres que dicen haber sido visitadas por un extraterrestre. En cambio, otras de las paradas de su ruta –el beso robado a un stripper o a una estrella de la canción latina, el beso rastreado en las páginas web y en el mundo del chat, el beso retaceado en la filmación de una película porno– no suponen salir de Buenos Aires o, más específicamente, de Villa Crespo, el barrio donde el narrador vive. En muchos de esos recorridos, el cronista va con una compañía: puede tratarse de amigos de la secundaria reunidos por él después de añares, o de una adolescente a la que cree capaz de obtener la información que ál se le niega o, como en el cuento “Asterix” de Fabián Casas, del encargado de su edificio. En todos

ellos el narrador deposita alguna esperanza específica que luego el relato –parodiando la tradición del viaje fructífero de a dos a la que pertenecen el viaje de Gilgamesh con su doble, el de Steinbeck con su perro o el de Graham Greene con su tía– se encarga de frustrar. El relato de Gorodischer, de hecho, va avanzando como una batalla perpetua entre “la frustración de la crónica” confabulada por esos y otros agentes –la oficina, la dispersión– y “la preparación de la crónica” que el narrador persigue siguiendo los pasos de Roland Barthes –quizá, su única verdadera compañía en este relato– en La preparación de la novela, esa reunión de notas que da cuenta de las marchas, contramarchas y desvíos que supone el proceso íntegro de escritura.

Esa alternancia constante, ese “revés de la trama” que va mostrando cómo y por qué surgen o se descartan paradas en este trayecto, permite que La ruta del beso sea no sólo un relato delicioso y por momentos hilarante sino también, en forma paralela, una reflexión –aguda, necesaria, polémica– acerca de lo que significa hoy escribir una crónica. El lugar del cronista en este relato es también una forma, tal vez más indirecta, de contribuir a esa reflexión, a ese debate. Gorodischer descarta la mirada del escritor que observa desde el margen y también la del escritor que por momentos asume la mirada o la voz de alguno de sus personajes y elige una tercera vía: la participacion del narrador en la trama. Cuando va a indagar en el beso robado a la estrella latina, no sólo se asocia al club de fans –paga la cuota, cumple los requisitos– sino que escribe su propio texto en el álbum que las fans preparan para regalarle a Alejandro Sanz; cuando va en busca de la foto de las vedettes, se propone aparecer como extra; cuando va al bar rosarino intenta reactualizar aquel beso prohibido como forma de rebelión. Pero no por eso el narrador de Gorodischer se convierte en un propiciante de la experiencia como matriz del relato: las infinitas lecturas, explícitas e implícitas, que recorren La ruta del beso muestran que su autor es consciente de que una buena crónica, como una buena novela, se escribe fundamentalmente a partir de lo leído. María Sonia Cristoff © LA NACION

Sábado 1º de diciembre de 2007 I adn I 19