Estado de protesta

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domingo 23 de marzo de 2014

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Estado de protesta

¿Se pueden regular los reclamos sociales? Mientras los piquetes -con protagonistas y consignas diversasson parte del paisaje en la ciudad y el conurbano, la Presidenta propuso una norma que los organice, una idea que aún ningún legislador, oficialista ni opositor, transformó en proyecto. ¿Un guiño a la clase media o la aceptación de que el kirchnerismo “ya no controla la calle”? ¿Qué regulación es posible cuando las protestas muestran cada vez más la impotencia del sistema político para responder a las demandas ciudadanas? Laura Zommer Para La NaCiON

C

on protagonistas y agendas bien diversas, las protestas –sobre todo, con la modalidad de cortes de calles– vienen aumentando en frecuencia y, a veces, también en violencia en el país, y convierten al piquete, y su consecuente caos de tránsito, en parte del paisaje cotidiano. Vecinos que piden seguridad o que les devuelvan la luz, movilizaciones sindicales –como la que concluyó con un joven tirado desde un puente o las que terminan a los tiros– y de organizaciones sociales y partidos de izquierda que reclaman por distintos derechos vulnerados, entre otros, se multiplican al calor de la inflación y la puja salarial, la percepción de un aumento en los delitos (percepción, porque no se publican datos oficiales

el mundo

nacionales desde 2009) y de un clima preelectoral, aun cuando faltan 19 meses para las próximas elecciones. Esto sucede justo cuando la Presidenta, en uno de los momentos más celebrados de su discurso durante la apertura de las sesiones en el Congreso, el 1° de marzo, criticó los piquetes y reclamó la regulación de la protesta callejera, una iniciativa que hasta Pro aplaudió de pie. ¿Necesidad o demagogia? ¿Oportunismo o error de timing? ¿Qué tipo de normativa puede pensarse frente a una sociedad que, desde la crisis de 2001, adoptó a la manifestación callejera y al corte de calles y rutas como el modo preferido para hacerse oír? ¿Puede el Gobierno regular las manifestaciones después de que “la criminalización de la protesta” fuera criticada por el kirchnerismo como una medida “de derecha”? Continúa en la página 4

el perfil

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El filósofo francés, estudioso del proceso de reconciliación en Sudáfrica, sostiene que los crímenes de lesa humanidad requieren el diálogo político más que el testimonio judicial

Astrid Pikielny Para La NaCiON

¿Cómo se reconstruye una comunidad que ha sido atravesada por delitos de lesa humanidad? ¿Cómo pensar el nuevo comienzo en una sociedad en la que aún conviven víctimas y victimarios, e hijos de unos y otros? En definitiva, ¿cómo volver a dotar de humanidad, compasión y amistad a un sistema que ha deshumanizado y oprimido a todas sus partes? Éstos son algunos de los interrogantes que se formula el filósofo francés Philippe Joseph Salazar, nacido en Marruecos en 1955, que ahora se condensan en el libro Lesa humani-

dad (Katz), en donde Salazar, que es uno de los coeditores, analiza la singularidad y los alcances del proceso de reconciliación en Sudáfrica –país en donde vive desde hace treinta y cinco años– y marca las diferencias respecto de otros países que han sido inficionados por el horror. “Para el proceso de reconciliación sudafricano el perpetrador no es alguien al que hay que rechazar, sino reintegrar”, dice el especialista en retórica, de un país en el que hubo simultáneamente una refundación ética, del Estado y de la nación. “En Sudáfrica era necesario saber y comprender lo que había pasado, y para saber era necesario dejar hablar. Y

para eso se necesita una palabra libre, no controlada como es la palabra judicial, en la que sólo se muestra lo que sirve y se oculta lo que no sirve”, explica. a diferencia de lo que se suele sostener en ámbitos académicos y organismos de derechos humanos, según Salazar “el trabajo de la memoria es antipolítico, porque impide avanzar”. respecto de la reapertura de los juicios en la argentina, el filósofo –que asistió a algunos de los juicios– no duda en afirmar “que la justicia es una forma codificada de la venganza” y que “no se puede aplicar la justicia penal a las relaciones políticas”.

Continúa en la página 3