Escapar de los bolcheviques

tia se fueron al Cáucaso y de allí a Sochi. En el escaso mes de su ausencia se produjeron grandes cambios: a mediados de octubre se desencadenó la ...
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HISTORIA | EN PRIMERA PERSONA

Escapar de los bolcheviques En Memorias de otra princesa rusa, que Ediciones de la Flor publica el mes próximo, la autora, madre del fotógrafo Anatole Saderman, narra su infancia en la Rusia zarista, la huida en 1917 y su llegada a Buenos Aires. Aquí, un fragmento POR ELIZAVETA MIJAILOVNA

Y

realmente, al volver después del verano a Moscú, encontramos allí un aire pesado, como en vísperas de tormenta. Todos hablaban a media voz, parecían ocultar algo, guardando para sí sus tristes presentimientos, y ya nadie pensaba en diversiones. Los teatros y otras distracciones se volvían cada vez más escasos, desde luego sin contar el teatro de Stanislavsky del cual éramos antiguos abonados: lo seguimos siendo, efectivamente, desde los días de su fundación hasta los últimos días de nuestra estadía en Moscú. A poco de nuestro regreso de Crimea, papá y tío Mitia se fueron al Cáucaso y de allí a Sochi. En el escaso mes de su ausencia se produjeron grandes cambios: a mediados de octubre se desencadenó la revolución en Petrogrado y luego en Moscú. Este suceso inesperado nos tuvo particularmente alarmados, ya que a papá le tocó volver bajo un tiroteo en las calles de Moscú, y es indescriptible lo que hemos padecido hasta que, de pronto, llamó el teléfono y era papá que nos hablaba desde la casa de unos amigos, que se encontraba entre la estación y nuestro hogar. Tardaron varias horas hasta llegar a casa, bajo este tiroteo, guareciéndose de las balas en los zaguanes de paso. Fue una gran dicha verlos finalmente en casa, contando los horrores que les había tocado vivir.

Un reflejo de su época El prólogo del libro de Mijailovna, escrito por la autora de Las perlas rojas POR ALICIA DUJOVNE ORTIZ

18 | adn | Sábado 17 de octubre de 2009

Desde este momento la vida pareció haberse detenido, hubo una paralización total. Moscú parecía vacía y muerta, mientras que en Petrogrado todo parecía hervir: las viejas autoridades cambiaban de una manera salvaje y extraña. Los bolcheviques habían vencido. En febrero el Zar firmó la Constitución y el pueblo salió a la calle jubiloso, con escarapelas rojas en los ojales. Los conocidos, al encontrarse en la calle, se abrazaban, pero recuerdo que uno de ellos quiso echar un balde de agua fría sobre nuestros ánimos exaltados, afirmando que era demasiado prematuro festejar los acontecimientos. Por lo visto, este amigo sabía bien cómo se desarrollaba un movimiento revolucionario, pero mientras tanto, la revolución era un hecho. (Evidentemente, Nona confunde varias fechas: lo de la Constitución se remonta a la Revolución de 1905, y tampoco la firmó. Las escarapelas rojas y los abrazos en las calles eran fenómenos de la Revolución de febrero de 1917, cuando el Zar fue destronado. La vuelta de papá del Cáucaso coincidió con la Revolución de octubre del mismo año, ganada por la fracción bolchevique del Partido Social Demócrata. N. del T.) Esta primera alegría se trocó luego en un año de penurias. En este lapso fueron requisados todos nuestros bienes. Al tío Samuel Katzevich le quitaron su comercio de ocho pisos, a su familia la echaron de su lujoso

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l lector de estas memorias no encontrará en sus páginas un duplicado de aquella célebre princesa de los recuerdos picantes. A decir verdad, tampoco encontrará a una de aquellas aristócratas que poblaban las novelas presoviéticas, capaces de esos estados de ánimo intensamente contrastados a los que identificamos con el “alma eslava”. Elizaveta, la narradora y heroína de este relato, sólo conoce un estado de ánimo, el de no flaquear. Por otra parte, no es una princesa ni puede serlo, por la sencilla razón de que las princesas rusas eran antisemitas y ella pertenece a la burguesía acomodada judía de Moscú. Cuando la Revolución Rusa la hace recalar en Asunción, tras un largo y azaroso periplo que incluye Lodz y Berlín, ella misma lo advierte: “Aunque los emigrados rusos de la aristocracia nos trataban con obsecuencia, nosotros no aceptábamos relacio-

palacete, permitiéndoseles sólo llevarse a cada uno una pequeña valijita de mano, y por más que las chicas imploraron que se les permitiera llevar sus bicicletas, esto no fue admitido. Se mudaron a otra casa de su propiedad, y empezaron a pensar en la huida. Esto no era fácil, ya que había una estricta vigilancia de “burgueses y ricachones”. Finalmente se pudo rescatar al tío Samuel, cosa que le costó a papá un tremendo esfuerzo y una considerable suma de dinero, y fue organizada su fuga al extranjero. Simultáneamente, también nosotros nos aprontábamos para la fuga. De todos lados llegaban noticias terribles. Eran muy escasos los fugitivos que lograban llegar hasta la frontera con vida: eran despojados de todos sus bienes y ultimados. Pero papá decidió emprender la fuga, y con nosotros todos los Katzevich y la familia del tío Arkady. Éramos cuatro familias que se pusieron en marcha guiados por un “combinador”, un judío polaco, probablemente un lejano pariente de la tía Sonia Katzevich que también viajaba con nosotros. Además de una gran familia, viajaban con nosotros dos institutrices –una de Nina y la otra de Ira– y nosotros llevábamos a nuestra mucama Pasha. Nuestro camino nos llevaba a Minsk, aún ocupada por los alemanes, y decidimos esperar allí hasta que los bolcheviques fueran derrotados, calculando que esto llevaría entre tres y seis meses. ¡Qué manera de errar el cálculo! En octubre de 1948 se cumplieron treinta y un años de nuestra expatriación, de lo que se puede deducir que tras no pocas y penosas aventuras, pudimos llegar vivos a la ciudad de Minsk.

narnos con ellos porque eran antisemitas declarados”. Lo curioso es que ésta es la única alusión al antisemitismo que la autora se ha permitido, acaso porque tampoco se ha permitido ninguna otra que haga tambalear el buen humor familiar. Alejandro Saderman, su nieto, lo señala en su “Prefacio”: la abuela memoriosa ha evitado hasta mencionar al hijo desdichado que ha muerto lejos de la casa, nunca sabremos cómo ni por qué. La familia aquí descripta es unida y feliz; sus miembros son hermosos, cultos, buenos y llenos de talento. Los acontecimientos trágicos, como la guerra de 1914 o la tan temida Revolución bolchevique, aparecen como inconvenientes que obligan a esta familia a abandonar su rico y colmado hogar. El padre se ve envuelto en un tiroteo en las calles moscovitas y a Elizaveta le llegan ecos de los sufrimientos ajenos pero, aunque ella misma haya tenido que huir de los comunistas pri-