El Maravilloso Viaje De Nils Holgersson

temporada buscan un abrigo bajo los balcones y los aleros de las casas desiertas. ... Allí la tierra se desparrama en islas, islotes y promontorios, entre.
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El Maravilloso Viaje De Nils Holgersson Selma Lagerlöf

“Uso Exclusivo Vitanet, Biblioteca Virtual 2005”

1 EL DUENDE Erase un muchacho que no pasaría de los catorce años, alto, desmadejado, de cabellos rubios como el cáñamo. El pobre no servía para maldita la cosa. Dormir y comer eran sus ocupaciones favoritas; era también muy dado a practicar juegos, en los que demostraba sus instintos perversos. Un domingo por la mañana se disponían sus padres a marchar a la iglesia ;el muchacho ,en mangas de camisa y sentado sobre un ángulo de la mesa, se regocijaba al verlos a punto de partir, pensando en que iba a ser dueño de si durante un par de horas. “Cuando se vayan —pensaba para sus adentros— podré descolgar la escopeta de mi padre y hacer un disparo sin que nadie se meta conmigo.” Se hubiera dicho que el padre adivinaba las intenciones del muchacho, por cuanto en el momento de salir se detuvo a la puerta y dijo: —Ya que no quieres venir al templo conmigo y con tu madre, podrías muy bien leer en casa los sermones del domingo. ¿Me prometes hacerlo?

—Lo haré, si usted quiere —dijo, pensando, como era de suponer, que no leerla más que lo que le viniese en gana. —Conviene que leas detenidamente, porque cuando regresemos te preguntaré página por página; ¡y ay de ti si te has saltado alguna! —El sermón tiene catorce páginas y media —añadió la madre como para colmar la medida—. Debes comenzar en seguida si quieres tener tiempo para leerlo. Por fin partieron. Desde la puerta vio el muchacho cómo se alejaban; se hallaba como cogido en un lazo. —Estarán muy contentos —murmuraba— con creer que han hallado el medio de tenerme sujeto al libro durante su ausencia. Mas el padre y la madre estaban, por el contrario, muy afligidos. Eran unos modestos terratenientes; su posesión no era más grande que el rincón de un jardín. Cuando se instalaron en ella apenas bastaba para el sustento de un cerdo y un par de gallinas. Duros para la faena, trabajadores y activos, habían logrado reunir algunas vacas y patos. Se habían desenvuelto bien y en esta hermosa mañana hubieran partido muy contentos camino de la iglesia, de no haber pensado en su hijo. Al padre le afligía verlo tan perezoso y falto de voluntad; no había querido aprender nada en la escuela; sólo era capaz de cuidar los patos. Su madre no negaba que esto fuese verdad, pero lo que más la entristecía era verlo tan perverso e insensible, cruel con los animales y hostil al trato con los hombres. —¡Dios mío, acaba con su maldad y cambia su modo de sentir — suspiraba—, porque, de lo contrario, hará su desgracia y la nuestra! El muchacho reflexionó largo rato acerca de si leería o no el sermón, y, por último, comprendió que esta vez lo mejor era obedecer a sus padres. Se arrellanó en el sillón y

estuvo un rato leyendo a media voz, hasta que lo adormeció su mismo sonsonete, comenzando a dar cabezadas. “No quiero dormirme, porque entonces no acabaría de leer en toda la mañana”, se decía. Pero a despecho de esta resolución, acabó por dormirse. “¿He dormido mucho tiempo, o sólo unos instantes?”, se preguntó al despertarle un ligero ruido que oyó a sus espaldas. En el alféizar de la ventana, frente a él, descubrió un lindo espejito, en el que se reflejaba casi toda la habitación. Lo miró en uno de sus movimientos de cabeza, y quedó atónito al ver, por él, que la tapa del cofre de su madre había sido levantada. La madre poseía un gran cofre de roble, pesado y macizo, con guarniciones de herraje, que nunca dejó abrir a nadie. Allí conservaba todas las cosas que heredara de su madre y que tenía en mucha estima. El muchacho vio por el espejo que el cofre estaba abierto. No comprendía cómo había sido esto posible, porque estaba seguro de que su madre había cerrado el cofre antes de partir: jamás lo hubiera dejado abierto quedando su hijo solo en casa. Al punto sintió que se apoderaba de él un gran malestar. Temía que un ladrón se hubiera deslizado en la casa. No se atrevía ni a respirar: inmóvil, miraba fijamente al espejo. Se sentía atemorizado en espera de que el ladrón se presentara, cuando le extrañó ver cierta sombra negra sobre el borde del cofre. Miraba y remiraba, sin creer lo que sus ojos veían. Poco a poco fue precisándose lo que al principio no era más que una sombra y tardó poco en darse cuenta de que la sombra era una realidad. No era ni más ni menos que un pequeño duende que, sentado a horcajadas, cabalgaba en el canto del cofre.

El muchacho había oído ciertamente hablar de los duendes; pero jamás pudo imaginar que fuesen tan pequeños. No tendría mayor altura que el ancho de la mano, sentado como se hallaba en el borde del cofre. Su cara avejentada era rugosa e imberbe y vestía larga levita con calzón corto y sombrero negro de anchas alas. Su aspecto era elegante y distinguido: llevaba blondas blancas en las mangas y en el cuello, zapatos con hebilla y ligas con grandes lazos. Del fondo del cofre había sacado un plastrón bordado y lo examinaba tan detenidamente que no pudo advertir que el muchacho se había despertado. Este no salía de su asombro; pero, en verdad, no se asustó de tal duende; no creía del caso tener miedo de cosa tan pequeña, y comoquiera que el duende se hallaba absorto en su contemplación, hasta el punto de no ver ni oír nada, pensó el muchacho que sería muy divertido hacerle blanco de una jugarreta: meterle, por ejemplo, dentro del cofre, y echar sobre él la tapa o algo por el estilo. Al desviar la vista dio con la escopeta de su padre que colgaba de la pared y un poco más allá las plantas que florecían ante la ventana. Por último, clavó sus ojos en una vieja manga para cazar mariposas que habla en lo alto de la ventana. Distinguirla y cogerla fue todo uno, y enarbolándola corrió hacia el cofre; su satisfacción no tuvo límites al ver lo felizmente que había llevado a cabo su hazaña. El duende quedó preso en su red, bajo la cual yacía el pobrecito imposibilitado para trepar. En el primer momento el muchacho no supo qué hacer de su presa. Sólo se preocupaba de agitar la manga hacia uno y otro lado para que el duende no estuviera tranquilo y evitar que trepase. Cansado el duende de tanta danza, le habló para suplicarle que le devolviera la libertad, alegando que le

había hecho bien durante muchos años y que por ello debía dispensarle mejor trato. Si le dejaba en libertad le regalaría una antigua moneda de plata, una cuchara del mismo metal y una moneda de oro tan grande como la tapa del reloj de plata de su padre. El muchacho no encontró muy generoso el ofrecimiento; pero le tomó miedo al duende después de tenerle en su poder. Se daba cuenta de que le ocurría algo extraño y terrible, que no pertenecía a su mundo, y no deseaba otra cosa que salir de la aventura. Así es que no tardó en acceder a la proposición del duende y levantó la manga para que pudiera salir. Pero en el momento en que su prisionero estaba a punto de recobrar la libertad se le ocurrió que debía asegurar la obtención de grandes extensiones de terreno y de todo género de cosas. Como anticipo, debía exigirle, por lo menos, que el sermón se le grabara sin esfuerzo en la cabeza. “¡Qué tonto hubiera sido dejarle escapar!”, se dijo. Y se puso de nuevo a agitar la manga. Pero en este mismo instante recibió una bofetada tan formidable, que su cabeza parecía que le iba a estallar. Primero, fue a dar contra una pared, después contra la otra y, por último, rodó por los suelos, donde quedó exánime. Cuando recobró el conocimiento estaba solo en la estancia; no quedaba ni rastro del duende. La tapa del cofre estaba cerrada; la manga pendía como de costumbre, junto a la ventana. De no sentir el dolor de la bofetada en la mejilla hubiera creído que todo era un sueno. Se dirigía hacia la mesa haciéndose estas reflexiones cuando de repente observó algo extraño. No era posible que la casa se hubiera hecho más grande. Pero ¿cómo podía explicarse de otro modo la gran distancia que tenía que recorrer para llegar a la mesa? ¿Y qué le pasaba a la silla? A la vista era la misma; pero para sentarse debió

subir hasta el primer travesaño y ascender así hasta el asiento. Lo mismo ocurriría con la mesa, cuya superficie no podía ver sino escalando el brazo del sillón. “¿Qué significa esto? Yo creo que el duende ha encantado el sillón, la mesa y la casa toda.” El sermonario continuaba abierto sobre la mesa y, al parecer, sin cambiar en modo alguno; pero algo extraordinario ocurría cuando para leer una sola palabra tenía que ponerse en pie sobre el mismo libro. Después de leer algunas líneas levantó la cabeza. Sus ojos se fijaron de nuevo en el espejo y no pudo menos que exclamar en alta voz: —¡Otro! En el interior del espejo veía claramente un hombrecito, muy pequeño, con su gorro puntiagudo y sus calzones de piel. —Viste exactamente como yo —gritaba, juntado las manos con la mayor sorpresa. Entonces, el hombrecito del espejo hizo el mismo ademán. El muchacho se tiraba de los cabellos, se pellizcaba, se mordía, hacía piruetas, y el hombre del espejo reproducía al punto sus movimientos. Rápidamente le dio una vuelta al espejo para ver si había alguien oculto tras él; pero no vio a nadie. Se puso entonces a temblar porque, de repente, comprendió que el duende le había encantado y que la imagen que reflejaba el espejito no era otra que la suya propia.

Se imponía hacer algo, y lo mejor para que resultara provechoso consistía en buscar al duende para ver el modo de hacer las paces con él. Saltó a tierra y se puso a buscarlo. Miró por detrás de las sillas y los armarios, bajo la cama y en el horno. Se agachó incluso para mirar en un par de agujeros donde se metían los ratones; pero todo fue en vano. Todas estas pesquisas iban acompañadas de llantos súplicas y promesas de todo género: nunca más faltaría a sus palabras, jamás se entregaría al mal, jamás se dormiría durante el sermón. Si volvía a recobrar su cualidad de ser humano sería el niño más obediente, el más dócil, el más solícito a todo ruego. Pero era inútil prometer; de nada le servía. En esto recordó de pronto haber oído decir a su madre que los duendes tienen la costumbre de esconderse en el establo, y hacia allí se dirigió. Afortunadamente, la puerta de la casa había quedado abierta; por sí solo no hubiera podido alcanzar el picaporte. Y salió sin el menor tropiezo. Sobre la vieja grada de roble que había ante la puerta saltaba un pajarillo que comenzó a piar y gritar apenas descubrió al muchacho: —¡Tuit-tuit! ¡Miren a Nils el guardador de patos, más pequeño que un liliputiense! ¡Miren al pequeño Pulgarcito! ¡Miren a Nils Holgersson Pulgarcito! Los patos y las gallinas se volvieron rápidamente hacia Nils, promoviendo un alboroto con sus cloqueos y cacareos verdaderamente formidables: —¡Ki-ki-ri-kiY —cantó el gallo. —¡Bien merecido lo tiene por haberme tirado de la cresta! ¡Cra, cra, era, bien está! —contestaban las gallinas, repitiendo infinitamente la misma exclamación. Los patos se reunieron, apretándose los unos contra los otros, alargando sus cabezas al mismo tiempo y preguntando: —¿Quién habrá podido hacer esto? ¿Quién lo habrá podido hacer? Lo más maravilloso era que el muchacho podía com

prender el lenguaje de estos animales. Sorprendido, permaneció un momento en la escalinata para escucharlos. “Comprendo el lenguaje de las aves y los pájaros —se decía—, porque he sido transformado en duende.” En el establo sólo había tres vacas, pero cuando llegó el muchacho se desencadenó tal estruendo que cualquiera hubiera creído que eran lo menos treinta. —(Mu, mu, mu/—mugía Rosa de Mayo Es una dicha que haya justicia en este mundo: —Le haré danzar sobre mis cuernos —mugía otra. —¡Mu, mu, mu! —mugían todas a la vez, sin que el muchacho pudiera entender lo que decían, porque los mugidos de una apagaban y hacían incomprensibles los de las otras. Intentó hablarles del duende; pero no lograba hacerse oir. Las vacas estaban en plena agitación. Las tres parecían desmandarse como cuando entraba en el establo un perro extraño. Lanzaban coces furiosas, agitaban sus rabos y movían sus cabezas, amenazando cornearle. El muchacho hubiera querido decirles que deploraba el haber sido tan malvado con ellas, que se arrepentía para siempre y que no volvería a hacerles nada si accedían a decirle dónde estaba el duende; pero las vacas armaban tal alboroto y se agitaban tan violentamente, que tuvo miedo de que llegaran a soltarse, y juzgó que lo más prudente era salir del establo. Ya en el corral, se sintió muy descorazonado al darse cuenta de que nadie se mostraba dispuesto a ayudarle a hallar al duende. Además, pensaba que aun el. encontrarlo no le podría servir para maldita la cosa. Poco a poco comenzaba a darse cuenta de lo que representaba el no volver a ser un hombre y esto lo aterraba. En adelante viviría separado de todo; ya no podría jugar con los otros niños, ya no podría hacerse cargo de las propiedades de sus padres y, más ciertamente, ya

no podría encontrar a ninguna joven que quisiera ser su esposa. Hacía un tiempo maravillosamente hermoso. Se oía el murmullo del agua en los regatos, las ramas echaban sus hojas, los pájaros piaban alegres en derredor. Sólo él yacía bajo una pena infinita y nada podría alegrarle ya. Jamás había visto un cielo tan azul. Los pájaros emigrantes pasaban a bandadas. Volvían del extranjero; habían volado a través del Báltico hacia el cabo de Smygehuk, y ahora iban hacia el norte. Los había de diferentes especies, pero él sólo reconocía a los patos silvestres que volaban en dos grandes líneas formando un ángulo. Habían pasado ya varias bandadas de pájaros. Volaban a gran altura y, sin embargo, percibía sus gritos: —Volamos hacia las montañas. Volamos hacia las montañas. Cuando los patos silvestres advirtieron desde lo alto a los patos domésticos que jugueteaban en el corral, descendieron, gritando: —Vengan con nosotros, vengan; vamos hacia las montañas. Los patos domésticos no podían sustraerse a levantar la cabeza y escuchar lo que se les decía; pero respondían con muy buen sentido. —Nosotros estamos bien aquí. Nosotros estamos bien aquí. Como ya hemos dicho, era aquél un día muy hermoso, y se percibía un airecillo tan fresco, tan ligero y sutil que invitaba a volar. A medida que pasaban nuevas bandadas los patos domésticos se sentían más inquietos. Hubo momento en que batían sus alas como dispuestos a seguir el vuelo de los patos silvestres. Pero cada vez que lo intentaban se oía la voz de un pato anciano, que les advertía:

—No hagan locuras. Esos patos tienen que sufrir los rigores del hambre y del frío. Un pato joven, a quien la invitación de los patos silvestres le había infundido los más vivos deseos de partir, dijo: —Si pasa otra bandada, me iré con ella. Pasó otra bandada, repitiendo lo que decían las precedentes, y el pato joven respondió: —Esperen; voy con ustedes. Desplegó sus alas y se elevó en el aire; pero tenía tan poca costumbre de volar que cayó desde lo alto. Los patos parecieron comprender lo que les había dicho, y volvieron atrás lentamente para ver si el pato joven se reunía con ellos. —¡Esperen, esperen! —decía, intentando un nuevo esfuerzo. El muchacho lo oyó desde el sitio en que se hallaba oculto. —¡Qué dolor si el pato joven llegara a escaparse! Mis padres tendrían una gran pena al volver de la iglesia —se decía. Olvidando otra vez que era pequeño y carecía de fuerza, saltó en medio de los patos y echó sus brazos al cuello del volátil para sujetarlo. —Tú te quedarás aquí, ¿me oyes? —gritaba. Pero en aquel preciso momento el pato hendió los aires como si una fuerza extraña le impulsara al vuelo. No pudo detenerse ni sacudir al muchacho y se lo llevó por los aires. La ascensión fue tan rápida que el vértigo se apoderó del chiquillo, quien pensó en desprenderse de lo que creía su presa; pero llegó tan alto que se hubiera matado al caer. No le quedaba otro remedio que montar sobre el pato, lo que logró a costa de no poco riesgo. Tampoco le

era fácil sostenerse sobre las espaldas lisas y resbaladizas, entre las alas batientes. Tuvo que hundir sus manos en las plumas y plumones para no rodar por el espacio. Durante mucho rato el muchacho experimentó vértigos que le impidieron darse cuenta de nada. Los patos silvestres no volaban muy alto, porque el nuevo compañero de excursión no hubiera podido resistir un aire demasiado ligero. Por esto tenían que volar con menor celeridad que de ordinario. El muchacho tuvo, por fin, suficiente valor para lanzar una mirada hacia tierra. Quedó sorprendido al ver extendido allá abajo un lienzo parecido a un gran mantel, dividido en un sinnúmero de grandes y pequeños cuadros. “,-Dónde podemos encontramos?”, se preguntó. Continuó mirando, sin ver nada más que cuadros. Había unos estrechos y otros anchos; algunos eran oblicuos, pero por todas partes descubría planos, ángulos y rectas. Nada redondo, ninguna curva. —¿Qué es lo que será esa gran pieza de tela a cuadros? —decía para sí el muchacho, sin esperar respuesta. Pero los patos silvestres que volaban a su alrededor le respondieron: —Campos y prados. Campos y prados. Entonces comprendió que la tela a cuadros era la llanura de Escania, que atravesaba al vuelo y no pudo menos que reír al contemplar todos estos cuadros, pero al oírle los patos silvestres le gritaron: —País bueno. País bueno y fértil. “¿Cómo te atreves tú a reír —se decía— después de la más terrible desgracia que le puede sobrevenir a un ser humano?”

Permaneció grave un momento, pero no tardó en sentirse alegre y reír de nuevo. Se iba acostumbrando a este modo de viajar y a la velocidad, sin pensar en otra cosa que en mantenerse sobre las espaldas del pato; comenzaba a observar las innumerables bandadas de pájaros que poblaban el espacio, todos en marcha hacia el norte, escuchando los gritos y llamamientos que se dirigían unos a otros. Cuando los patos silvestres encontraban patos domésticos es cuando mejor lo pasaban. Deteniendo mucho su vuelo, gritaban: —Vamos camino de las montañas. ¿Quieren venir? ¿Quieren venir? Pero los patos domésticos respondían: —Todavía es invierno en el país. Han venido demasiado pronto. ¡Vuelvan, vuelvan! Los patos silvestres descendían muy bajo para dejarse oír mejor, y gritaban: —Vengan y les enseñaremos a volar y a nadar. Los patos domésticos, irritados, ni se dignaban responder. Los patos silvestres descendían más aún, hasta tocar el suelo, y después se remontaban como flechas, asustados. —¡Ea, ea, ea! —gritaban—. No eran patos; eran corderos, eran corderos. Entonces los patos domésticos respondían furiosos: —Debieran cazarlos y batirlos a perdigonadas a todos, a todos. Y escuchando estas gracias reía el muchacho. Después lloraba al asaltarle la idea de su desgracia, para reír de nuevo un poco más tarde. Nunca había viajado con la vertiginosa rapidez de entonces; siempre había tenido la ilusión de montar a caballo para correr, correr de manera desenfrenada; pero jamás imaginó, naturalmente, que el aire fuese allá en lo alto de tan deliciosa frescura ni que se aspiraran tan olorosas fragancias, emanadas de la tierra humedecida y de los pinares resinosos. Esto era como volar por encima de las penas.

II

OKKA DE KEBNEKAJSE El pato joven que se había lanzado tras los patos silvestres se sentía muy orgulloso de recorrer el país en su compañía y de impacientar y burlarse de los patos domésticos; pero la satisfacción que experimentaba no impidió que al sobrevenir la noche comenzara a sentirse fatigado. Intentaba respirar con más fuerza e infundir a sus alas movimientos más rápidos; pero a pesar de sus esfuerzos se quedó a gran distancia de sus acompañantes. Cuando los patos que volaban en último término advirtieron que no podía seguirlos, dijeron a gritos al guía de la bandada, que volaba en el vértice del ángulo que los patos formaban: —¡Okka! ¡Okka! —¿Qué ocurre? —El pato se ha quedado atrás. —Díganle que es más fácil volar rápida que lentamente —contestó Okka, sin dejar de volar, como antes. El pato procuró seguir el consejo y aumentar la rapidez de su vuelo; pero pronto se extinguieron sus fuerzas y

descendió casi al nivel de los sauces que bordeaban los caminos y los campos. Estaba furioso al verse traicionado por sus fuerzas y por no poder mostrar a tales vagabundos lo que era capaz de hacer un pato doméstico. Lo que más le disgustaba era haberse reunido con Okka. Aunque no era más que un ave de corral, había oído hablar repetidas veces de una pata llamada Okka, que era jefe de una bandada y que tenía más de cien años: Su reputación era tan grande, que los mejores patos silvestres querían formar parte de su tropa. Ahora, al convencerse de que nadie trataba con más menosprecio a los patos domésticos que esta Okka y su bandada, hubiera querido demostrarles que era su igual. El pato blanco volaba lentamente, un poco más atrás que los otros, sin dejar de pensar en la decisión que adoptaría. De repente, la partícula de hombre que llevaba sobre sus espaldas le dijo: —Mi querido pato Mártir, comprende que ha de serte imposible, ya que”no has volado nunca, seguir a los patos silvestres hasta la Laponia. ¿No sería mejor que volvieras a casa antes de sufrir algún daño? El pato tenía horror al hijo de la casa, a este mal bicho que llevaba a cuestas. Así es que apenas oyó que el muchacho lo creía incapaz de llegar al término del viaje optó por decirle: —Si añades una palabra más, te arrojo en la primera laguna que encontremos. Y la cólera le dio energías para volar casi tan bien como los otros. Es probable que no hubiera podido continuar haciéndolo, a pesar de todo; pero por fortuna no fue necesario abandonar la bandada. El sol descendía rápidamente y los patos volaban veloces hacia abajo. Antes de que hubieran podido darse cuenta el muchacho y el pato se encontraron en las orillas del lago Vombsjö.

“Es aquí donde probablemente pasaremos la noche”, se dijo el muchacho, y saltando del lomo del pato pisó tierra. El sol se había extinguido en la lejanía. El lago esparcía un frío terrible. Las tinieblas caían del cielo sobre la tierra, la noche iba dejando al pasar sus huellas espantables y en el bosque se percibían ruidos y susurros que ponían espanto en el alma. ¡Qué se había hecho del alegre valor que experimentara en lo alto! En su angustia se volvió hacia los compañeros de viaje, únicos que allí había. Advirtió entonces que el pato estaba aún mucho peor. No se había movido del sitio donde cayera y parecía próximo a morir. Su cuello se alargaba inerte sobre el suelo; sus ojos permanecían cerrados y su respiración era un leve silbido. —Querido Martín, procura beber un poco de agua; el lago está a dos pasos. Pero el pato no hizo el menor movimiento. El muchacho había maltratado siempre a todos los animales; mas ahora comprendía que el pato era su único apoyo y tenía mucho miedo de perderlo. Sacando fuerzas de flaqueza pretendió arrastrarlo al lago. Martín era grande y pesado y el muchacho se vio negro para conseguirlo. Al fin se salió con la suya. Martín cayó en el lago, de cabeza. Durante un instante permaneció inmóvil, sumergido en el limo; pero pronto irguió su cabeza, sacudió el agua que le cegaba y respiró. Seguidamente se puso a nadar entre los juncos y los cañaverales. Los patos silvestres se habían metido en el agua antes que él. No sentían la menor inquietud por Martín y su caballero, y se arrojaron al lago. Tras bañarse y acicalarse, procuraron atender a su alimentación con plantas medio podridas y trébol acuático. El pato blanco tuvo la suerte de descubrir una peque-

ña trucha. La cogió rápidamente, nadó con ella hacia la orilla y se la ofreció al muchacho. —Te agradezco que me hayas arrojado al agua —le dijo. Era la primera palabra amistosa que le decían en todo aquel día, y se puso tan contento, que hubiera querido saltar al cuello del pato; pero no se atrevió. Estaba contento con el regalo. En un principio juzgó imposible comer un pescado crudo, pero acabó por hacer el intento. Se sentó para ver si llevaba el cuchillo todavía. Felizmente lo tenía prendido en la cintura de su pantalón, si bien era tan pequeño que apenas excedía del tamaño de una cerilla. Con todo, lo consideró suficiente para quitarle la escama, vaciar el pescado y comerlo déspués. Cuando ya estaba harto se avergonzó el muchacho de haber comido algo crudo. —Se ve que no soy un ser humano, sino un verdadero duende. Mientras comía el muchacho, permanecía el pato silencioso y sin apartarse de su lado. Después del último bocado le dijo en voz baja: —Hemos caído en medio de una banda de patos silvestres que desprecian a los patos domésticos. —Si, ya lo he notado. —Seria un motivo de orgullo para mí poderles seguir hasta la Laponia y demostrarles que un pato doméstico sirve para algo. —Sí —contestó el muchacho en tono vacilante, dando a entender que, aun sin creerlo capaz de tal hazaña, consideraba inoportuno contradecirle. —Pero no creo poder realizar yo solo tal viaje —añadió el pato—. Te pido por favor que me acompañes para ayudarme. El muchacho, naturalmente, no tenía otra idea que

volver pronto a su casa, por lo que, sorprendido, no sabía qué contestar. —Yo creí que éramos enemigos —exclamó, por fin. Pero Martín no se acordaba de ello; sólo recordaba que el muchacho acababa de salvarle la vida. —Será preciso que yo vuelva cuanto antes a casa de mis padres. —Yo te llevaré allí más adelante, en otoño —contestó el pato—. No te abandonaré hasta el momento en que te deje a la puerta de tu casa. El muchacho pensó que lo mejor seria no aparecer por su casa en algún tiempo. El proyecto no le disgustaba en absoluto. Entonces vio Martín aproximarse a los patos silvestres que, precedidos de su guía, salían del mar. Sintió un gran malestar ya que los creía parecidos a los patos domésticos y esperaba encontrarlos más familiares. Eran más pequeños que él; ninguno era blanco; todos eran grises con rayas oscuras y sus ojos amarillos le infundían miedo ya que brillaban como si hubiese fuego tras ellos. Terminados los saludos, el guía preguntó a Martin sobre su procedencia y habilidades. Ni una cosa ni otra le pareció digna de alabanza. Quiso también saber quién era el pequeño Nils lo que el pato se cuidó de ocultar presentándolo corno pulgarcito, pero sin decir que se trataba de un hombre, de quienes los patos desconfiaban. Se veía fácilmente que el pato que hablaba con Martín era muy viejo y volviéndose hacia él, dijo con voz imperiosa: Soy Okka El pato que vuela a mi derecha es Iksi y el que vuela a mi izquierda es Kaksi. El segundo de la derecha se llama Kohney el de la izquierda es Neljä. Tras ellos vuelan: Kiisi de los montes de Ovik y Kiisi de Sjangeli. Todos ellos, lo mismo que los seis que le siguen, tres a la derecha y tres a la izquierda, son patos de las altas montañas y de la mejor familia.

Nils, sin embargo, no aceptó que el pato ocultara su procedencia y valientemente descubrió su origen humano. Esto aumentó el rechazo de los patos silvestres, quienes se negaban a aceptar su compañía. Tras largas explicaciones y compromisos consiguió Martín que le permitieran llevar a Nils consigo. Algo disconformes aceptaron que se quedaran con ellos sólo por esa noche, que dormirían sobre el hielo del lago. Ya para entonces el muchacho se había entusiasmado con el proyecto y quedó desolado al ver cómo se desvanecía su sueño de realizar un viaje a la Laponia. Además tomó miedo al frío albergue nocturno. —Esto va de mal en peor, pato. Vamos a morir de frío sobre el hielo. Pero Martín era valeroso. —No hay ningún peligro. Te ruego que recojas toda la hierba y la paja que puedas. Cuando el muchacho hubo recogido una buena cantidad de hierba seca, lo cogió el pato por el cuello de la camisa y voló con él hacia el hielo, donde los patos silvestres, puestos en pie, dormían ya con la cabeza bajo el ala. —Ahora extiende la hierba sobre el hielo para que haya algo debajo de los pies, que nos impida que se hielen. Ayúdame y te ayudaré —dijo el pato. El muchacho obedeció, y., cuando hubo terminado, lo tomó por el cuello de la camisa y lo guareció bajo una de sus alas. —Creo que así estarás caliente —dijo, apretando el ala. El muchacho se hallaba tan tapado que no pudo contestar; en efecto, estaba muy calentito, y como su fatiga era grande, se durmió en un momento.

Es una verdad reconocida que el hielo es pérfido y que constituye un error fiarse de él. Ya mediada la

noche, la capa de hielo flotante del Vombsjö cambió de sitio y fue a estrellarse contra la orilla. Sucedió entonces que Esmirra, la zorra que se hallaba en tal momento al este del lago, en el parque de Ovedskloster, se dio cuenta de ello durante su caza nocturna. Esmirra, que había descubierto desde la tarde del día anterior la presencia de los patos silvestres, no abrigaba la esperanza de poder atrapar a ninguno. Al verlos ahora al alcance de sus garras corrió hacia ellos, pero habiendo dado un tropezón, sus uñas hicieron ruido sobre el hielo y los patos despertaron y batieron sus alas dispuestos a emprender el vuelo; pero Esmirra fue más rápida. Dando un salto logró coger a uno de los patos por el ala y huyó con él hacia tierra. Pero los patos silvestres no estaban solos aquella noche; entre ellos había un hombre, aunque pequeño. El muchacho se despertó bruscamente cuando Martín abrió sus alas y él fue a dar sobre el hielo. En su aturdimiento no llegaba a comprender los motivos de tal alarma hasta que vio a un animalillo parecido al perro que procuraba huir con un pato entre los dientes. Nils se precipitó tras él dispuesto a libertar al pato. Esmirra, la zorra, salió del hielo por la parte que comunicaba con la tierra, dispuesta a escalar la pendiente de la orilla, cuando oyó que le decían: “¡Deja el pato, canalla!” Esmirra, que ignoraba quién pudiera hablarle de tal modo, corrió más presurosa, sin atreverse a volver la cabeza, adentrándose por un bosque poblado de grandes hayas, seguida del muchacho, que no se daba cuenta del peligro. Nils pensaba en el desdeñoso recibimiento que los patos le habían dispensado la tarde anterior y ardía en deseos de mostrarles que el hombre es siempre algo más que los otros seres de la creación. El muchacho corría tan ligero que los magníficos troncos de las grandes hayas parecían deslizarse tras él; le

ganaba terreno a la zorra, y al poco rato llegó tan cerca de ella que la pudo atrapar por el rabo. —Yo te quitaré el pato —gritaba, tirando con todas sus fuerzas. Pero no le bastaban para detener a Esmirra, que lo arrastraba con tanta rapidez, que las hojas secas volaban en tomo de ellos como agitadas por el huracán. Esmirra, que se dio cuenta de que su agresor era un ser inofensivo, se detuvo, dejó el pato en tierra, sujetándole con las dos patas delanteras, y se dispuso a cortarle el pescuezo. El muchacho se agarró fuertemente a la cola de su enemigo, apoyándose en una raíz de haya, y en el momento en que la zorra abría sus fauces para hundir los dientes en la garganta del pato, tiró bruscamente con todas sus fuerzas. La sorpresa de Esmirra fue tan grande que no pudo evitar retroceder un par de pasos, por lo que el pato silvestre recobró su libertad, emprendiendo el vuelo con alguna pesadez, por tener herida una de sus alas, de la que apenas si podía servirse. Además, no veía nada en medio de las tinieblas del bosque. Por tanto, no le era posible prestar la menor ayuda al muchacho. El pato buscó una abertura en la espesa techumbre de ramas y voló hacia el lago. Esmirra dio un salto para atrapar al muchacho. —Si uno ha logrado escapar, todavía me queda otro —dijo con voz que la rabia hacía temblorosa. —¿Lo crees tú? Pues te equivocas —contestó el muchacho, envalentonado por su triunfo y sin soltar el rabo de la zorra. Y comenzó una danza loca en medio del bosque y entre torbellinos de hojas secas. Esmirra daba vueltas en redondo, su rabo se agitaba con violencia y el muchacho no se soltaba por nada del mundo. En un principio, Nils no hizo más que reír y burlarse

de la zorra; pero Esmirra persistía en su propósito con la tenacidad de un viejo cazador, y el muchacho comenzó a temer que la aventura acabáse de mala manera. De repente advirtió un haya joven que había crecido recta y fina como una vara, hasta llegar al aire libre por encima del ramaje de los viejos árboles. Súbitamente soltó el rabo de la zorra y comenzó a trepar por el tronco de la pequeña haya. Tal era su ardor, que Esmirra no se dio cuenta de pronto de lo sucedido y continuó buen rato dando vueltas. —No bailes más —gritó el muchacho. Esmirra, que no podía soportar la vergüenza de haber sido chasqueada por un pequeñín despreciable, se echó al pie del arbolillo dispuesta a hacerle guardia todo el tiempo necesario. El muchacho estaba incómodo, encaramado sobre una pequeña rama. La joven haya no llegaba a la altura del frondoso ramaje de las grandes. Nils no podía, por tanto, saltar sobre otro árbol ni descender. Pronto quedó transido de frío y sin fuerzas casi para mantenerse en su puesto; también tuvo que luchar contra el sueño, resistiéndose a dormir por temor a caer. El bosque presentaba un aspecto siniestro en esta hora de la noche. Jamás hasta entonces había sabido lo que era la noche. El mundo entero parecía adormecido para siempre. Por fin amaneció. El muchacho se sintió feliz al ver que todo adquiría su aspecto ordinario, si bien el frío se hacía más sensible que durante la noche.

En el bosque no pasó nada durante el tiempo que los patos necesitaron para el desayuno; pero ya al finalizar la mañana pasó bajo la espesa techumbre del ramaje un pato

silvestre, solitario. Parecía buscar lentamente su camino entre los troncos y la enramada, y avanzaba despacio. Apenas lo vio Esmira abandonó el puesto que ocupaba junto a la joven haya y se deslizó en su persecución. El pato no se alarmó ante su presencia y continuó volando lo más cerca posible de ella. Esmirra dio un salto para alcanzarlo, pero no pudo, y el pato prosiguió su vuelo hacia el lago. Hubo un momento de tranquilidad bajo las hayas. Esmirra recordó de súbito a su prisionero y elevó sus ojos hacia el árbol. El pequeño Pulgarcito ya no estaba allí, como era de suponer.

Al día siguiente, Nils estuvo con el alma momento de la despedida; pero los patos indicación en este sentido. La jornada pasó silvestre le gustaba cada vez mas. El gran parecíale suyo y no tenía el menor deseo de estrecha ni a los pequeños campos de su país.

en un hilo esperando el no le hicieron ninguna como la víspera; la vida bosque de Evedskloster volver a su vivienda tan

Y llegó el domingo. Había transcurrido una semana desde que Nils fue transformado en duende, y ni por asomo salía de su inopinada pequeñez. No por esto experimentaba inquietud. A mediodía se instaló en lo alto de un sauce crecido, junto al agua, y se divirtió tocando la flauta. En terno suyo habían ido reuniéndose abejorros, pinzones y estorninos, tantos como las ramas podían soportar, y los pájaros cantaban y silbaban trinos que él trataba de imitar con su flauta. Pero no estaba muy fuerte en este arte. Tocaba tan mal que a sus maestros se les erizaban las plumas y gritaban y agitaban sus alas desesperadamente. El muchacho se divertía mucho con todo esto y la risa le hizo interrumpir su sonata. Después volvió a tocar tan mal como antes y todos los pajaritos se lamentaron:

—Hoy tocas peor que nunca, Pulgarcito. Desafinas de un modo terrible. ¿Adónde van tus pensamientos, Pulgarcito? —A otro sitio —respondió el muchacho. Y era verdad. Estaba preguntándose siempre hasta cuándo lo tendrían los patos. De súbito tiró su flauta y saltó a tierra. Acababa de descubrir a Okka y a los otros patos que se acercaban volando en una larga fila. Avanzaban lenta y solemnemente y creyó adivinar que, por fin, iban a decirle lo que habían decidido respecto a él. Cuando se detuvieron, dijo Okka: —Mi conducta debe haberte asombrado, Pulgarcito: yo no te he dado las gracias todavía por haberme salvado de las garras de Esmirra; pero soy de los que prefieren agradecer las cosas con actos que con palabras. Y he aquí que yo creo haberte prestado, en cambio, un servicio. He enviado un mensaje al duende que te ha encantado. En un principio no quería oír hablar de volverte a tu primitiva forma: pero le he enviado mensaje tras mensaje para decirle lo bien que te has portado entre nosotros. Y me ha dicho, por último, que permitirá que vuelvas a ser hombre cuando regreses a tu casa. Si grande fue la alegría que experimentara al oír las primeras palabras de Okka, grande fue también la tristeza que se apoderó de su ánimo cuando la pata hubo callado. No pudo decir una palabra, y volviendo la espalda rompió a llorar. —¿Qué significan estas lágrimas? —preguntó Okka—. Se diría que esperabas más de lo que te ofrezco. Nils, que pensaba en los días de indolencia y diversión, en las aventuras y en la libertad, en los viajes por los aires, a los cuales tenía que renunciar, se lamentaba amargamente: —No quiero volver a ser hombre —exclamaba—. Yo

quiero ir con ustedes a Laponia. —Escúchame —contestó Okka—, voy a decirte una cosa. El duende es tan irascible que temo que si no aceptas ahora lo que te ha concedido, resulte imposible inclinarle de nuevo en tu favor. Cosa extraña: aquel muchacho no había sentido nunca amor por nada ni por nadie; no había querido jamás al maestro de escuela ni a sus camaradas de clase ni a los chicos de las granjas vecinas. Todo lo que habían querido que hiciera le había parecido siempre enojoso. Así es que no pensaba en nadie ni a nadie echaba de menos. Las únicas personas con las cuales había podido entenderse un poco eran Asa la guardadora de patos, y el pequeño Mats dos criaturas que, como él, llevaban sus patos al campo; pero no las estimaba verdaderamente. —No, no quiero volver a ser hombre —gritó el muchacho—; quiero seguirlos a ustedes a la Laponia. Sólo por esto he estado portándome bien durante toda la semana. —No me opondré a que nos sigas tan lejos como quieras —dijo Okka—; pero antes reflexiona sobre si prefieres regresar a tu casa. Algún día puedes lamentar tu resolución. —No, no lo lamentaré —contestó el muchacho-. Nunca me he encontrado tan bien como entre ustedes. —Como quieras. —Gracias —respondió Nils. Era tan feliz, que no pudo menos que llorar de alegría, así como antes había llorado de pena.

III LLUVIA Era el primer día de lluvia durante el viaje. Mientras los patos habían permanecido en los alrededores del Vombsjö había reinado un tiempo espléndido; pero comenzó a llover el día en que emprendieron el vuelo hacia el norte. El muchacho tuvo que estar algunas horas sobre las espaldas del pato, empapado por la lluvia y tiritando de frío. Por la mañana, al partir, el cielo estaba claro y sereno. Los patos se habían elevado mucho, sin precipitaciones y con orden perfecto. Okka a la cabeza; los otros, en dos filas, formando un ángulo. No habían perdido tiempo gastando bromas a los animales de tierra, pero como eran incapaces de permanecer callados mucho rato, lanzaban constantemente, al ritmo de su batir de alas, su llamamiento: —¿Dónde estás? ¡Aquí estoy! ¿Dónde estás? ¡Aquí estoy! El viaje resultaba monótono. Cuando aparecieron las primeras nubes creyó Nils que aquello iba a ser muy entretenido. Al caer el primer aguacero primaveral, los pequeños pájaros prorrumpieron en gritos de alegría en

los bosquecillos y en los montes. En lo alto repercutían sus píos, y Nils se estremecía al oírlos. —Ya llueve. La lluvia de la primavera, la primavera de las flores y las hojas verdes, las flores y las hojas verdes dan larvas e insectos, larvas e insectos que nos alimentan, un alimento bueno y abundante es lo mejor que hay en el mundo —cantaban los pájaros. Los patos silvestres también celebraban la lluvia, que fecundaría las plantas y desharía el hielo de los lagos. No pudiendo permanecer taciturnos, comenzaron a gastar bromas a cuantos veían por aquellos contornos. Cuando pasaron por encima de los campos de patatas, tan numerosos en la región de Kristianstad y que estaban todavía pelados y negros, gritaron: —Broten y sean útiles. Ya llega quien las hará brotar. No sean perezosas ya más tiempo. Viendo a los hombres que se apresuraban a guarecer-se de la lluvia, les decían: —¿Por qué corren tanto? ¿No ven que llueven panes y pasteles, panes y pasteles? Una nube grande y espesa se deslizaba hacia el norte con rapidez, siguiendo a los patos muy de cerca. Creían que eran ellos los que la arrastraban consigo. Y al descubrir muy vastos jardines, gritaron jubilosamente: —Nosotros traemos anémonas, nosotros traemos rosas, nosotros traemos flores de almendro y de cerezo, nosotros traemos guisantes y habichuelas, rábanos y coles. ¡Tomen lo que quieran! ¡Tomen lo que quieran! Así hablaron al caer las primeras oleadas de lluvia, que alegraban a todos; pero como continuara lloviendo toda la tarde, acabaron por impacientarse y gritaron a los sedientos bosques de los alrededores del lago de Ivosjo: —¿No tienen ya bastante? ¿No tienen ya bastante? El cielo adquiría a cada momento tintes más sombríos y el sol se había ocultado de tal modo que nadie hubiera

podido adivinar dónde estaba. La lluvia era más copiosa, chocaba fuertemente contra las alas de los patos y, atravesando sus grasientas plumas exteriores, les llegaba al cuerpo. La tierra desaparecía bajo la capa de agua. Cuando, ya tarde, aterrizaron bajo un pino achaparrado, en medio de una marisma, donde todo era húmedo y frío y donde se veían algunos arbustos cubiertos de nieve y otros que surgían pelados de hojas de una charca con hielo medio disuelto, no había llegado todavía a descorazonarse. Nils corrió de aquí para allá en busca de bayas silvestres y arándanos. Mas sobrevino la noche. Nils se cubría bajo el ala del pato, pero no le era posible dormir porque estaba mojado y tenía frío. “¡Si pudiese llegar a cualquier casa sólo para pasar la noche! — pensaba—. ¡Sólo para sentarme un instante cerca del fuego y comer algo! Antes del amanecer podría estar de regreso, junto a los patos.” Abandonando su lecho de plumas se deslizó a tierra. Nadie estaba despierto, y con mucho sigilo y precaución atravesó la marisma. Ignoraba en absoluto si se encontraba en la Escania, en la Esmalandia o en Blekinge. Al salir de la marisma vislumbró a lo lejos un gran pueblo, hacia el que dirigió sus pasos. Había llegado a uno de esos pueblos que surgen en tomo de una iglesia y que, siendo tan frecuentes en la parte norte, apenas si se encuentran en la parte sur. Pronto encontró un camino por el que llegó a una calle bordeada de árboles y en la que las casas eran de madera. Al atravesar las calles y contemplar las casas, oía Nils las conversaciones y las risas de los hombres reunidos en habitaciones muy calientes. No distinguía las palabras, pero pensó que era bueno oír voces humanas. “Me imagino lo que dirían si llamara a la puerta y les rogara que me dejasen entrar.” Esto es lo que tenía intención de hacer, si bien su

terror a las tinieblas se había disipado al ver las ventanas iluminadas. Ahora experimentaba la misma timidez que sentía siempre que se hallaba en la vecindad de los hombres y se contentó con pensar que haría bien en pasearse un poco por la ciudad antes de pedir cobijo en algún sitio. Al pasar frente a la casa de Correos pensó en los periódicos que cotidianamente traen noticias de todos los rincones del mundo. Vio la casa del farmacéutico, del médico, y pensó que los hombres eran bastante fuertes para luchar contra la enfermedad y la muerte. Llegó a la iglesia y entendió que los hombres la habían construido para oír hablar de otro mundo, de Dios, de resurrección y de una vida eterna. Cuanto más iba viendo, más grande era su amor a los hombres. Nils no comprendió hasta este momento lo que había perdido al transformarse en duende, y se apoderaba de él un miedo atroz ante el temor de no recobrar su primitiva condición. ¿Qué haría para convertirse nuevamente en hombre? Sentado en una gradería que escaló con esfuerzo, se entregó a profundas reflexiones mientras caían torrentes de lluvia. Y así pasó una hora, dos horas, tan pensativo que su frente acabó por arrugarse. Y lo peor era que no encontraba ninguna solución a su problema; las ideas le rodaban por la cabeza vacía. Cuanto más pensaba y más tiempo transcurría, más insoluble lo encontraba todo. “Este asunto —se decía— es harto difícil para quien, como yo, no ha estudiado nada ni sabe nada. Será cuestión de preguntar al cura, al médico, al maestro y a otras personas de estudio, para ver si entre todos encontramos un medio para que yo pueda volver a mi humana condición.” Lo determinó así y, levantándose, se sacudió el agua como lo hubiera podido hacer cualquier perro al salir de un charco.

De repente vio aparecer un gran búho en lo alto de un árbol de la calle. Un mochuelo oculto bajo un canal se agitó al gritar: —¡Kivitt, Kivitt! Por fin te vuelvo a ver, búho. ¿Cómo lo has pasado por el extranjero? —Muy bien, mochuelo, muy bien. ¿Ha sucedido algo de particular durante mi ausencia? —En Blekinge, nada, búho; pero en la Escania ha sucedido que un niño se ha metamorfoseado por un duende y se ha hecho tan pequeño como una ardilla. Después ha marchado a Laponia con un pato doméstico. —Es una cosa muy extraña, es una cosa muy extraña. ¿Y podrá transformarse en hombre alguna vez, mochuelo? ¿Podrá transformarse en hombre alguna vez? —Esto es un secreto, búho; pero, no obstante, voy a revelártelo. El duende ha declarado que si el muchacho cuida del pato y lo conduce a casa sano y salvo y... —¿Qué dices, mochuelo, qué dices? —Ven conmigo hasta el campanario, búho, y te lo contaré todo. Tengo miedo a que alguien nos oiga desde la calle. Los pájaros de la noche volaron entonces. Nils echó su gorra al aire: —Si yo cuido del pato y lo llevo a casa sano y salvo, volveré a ser hombre. ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Yo volveré a ser hombre! Gritó tanto que fue raro no se le oyera desde las casas próximas. Y corrió velozmente hacia la marisma donde reposaban los patos.

IV JUNTO AL RIO RONNEBY Una tarde en que Esmirra vagaba por un punto desierto y pobre, no lejos del río Ronneby, vio una bandada de patos que cruzaba los aires. Descubrió al punto que uno de ellos era blanco y con ello supo quiénes eran estos patos. Los vio volar hacia el este, hasta el río; después cambiaron de dirección y siguieron el río hacia el sur. Comprendió que buscaban un sitio donde pasar la noche junto al agua, y creyó que aquella noche podría apoderarse de uno o dos sin mucho esfuerzo. Cuando Esmirra llegó cerca de donde estaban los patos se dio cuenta de que habían encontrado un sitio adonde no podría llegar. El río Ronneby no tiene una corriente de agua grande y caudalosa, y debe su fama a la belleza de sus alrededores. Pero era todavía invierno o apenas si apuntaba la primavera, fría y gris; los árboles estaban sin hojas y nadie pensaba en observar si el paisaje era hermoso o feo. Los patos silvestres se mostraban contentos por haber encontrado bajo la montaña una pequeña franja de terreno arenoso bastante larga para poder descansar. Ante ellos se

deslizaba la corriente impetuosa por efecto del deshielo; tras ellos se elevaban las rocas infranqueables, y los arbustos que crecían en lo alto se abrigaban y los ocultaban. Difícilmente hubieran encontrado un sitio mejor. Los patos se durmieron en seguida, pero Nils no pudo cerrar los ojos. Desde que el sol se puso le había asaltado el horror a las tinieblas y el espanto a la naturaleza salvaje. Sentía la nostalgia de los seres humanos. Oculto bajo una de las alas de Martín, nada podía ver ni oír y tenía miedo de que les sobreviniera algún peligro sin que él pudiera advertirlo. De todas partes llegaban rumores misteriosos y ruidos alarmantes; por último, la inquietud le hizo salir de su refugio y se sentó en tierra, junto a los patos. Esmirra, desde la alta cima, alargaba el hocico y miraba a los patos con cara de disgusto. “Seria tonto continuar la persecución y vale más que desista —se dijo—. No he de poder bajar una montaña tan escarpada, ni atravesar una corriente tan impetuosa, ni llegar hasta donde están los patos, por falta de camino. Vale más que abandone la caza.” Pero como a todas las zorras, a Esmirra le costaba mucho abandonar una empresa comenzada. Así es que se tendió en lo alto de la cima, sin apartar la mirada de los patos silvestres. La rabia de Esmirra aumentó al oír de improviso un crujido que venía de un pino próximo y ver una ardilla que descendía del árbol perseguida por una marta. Ni una ni otra repararon en la zorra, que permanecía inmóvil viendo la caza que continuaba a través de los árboles. Observaba cómo la ardilla saltaba de rama en rama, tan ligera que parecía volar. Observaba que la marta, aun sin dar muestras de tal habilidad, descendía y subía por los troncos de los árboles con la misma seguridad que si recorriera los llanos caminos del bosque. “Si yo pudiera trepar de esa manera —pensaba la zorra—, no dormirían los patos tranquilamente mucho tiempo.

Cuando la ardilla cayó en las garras de su enemigo, avanzó Esmirra hacia la marta, deteniéndose unos pasos antes de llegar para demostrarle que no abrigaba el propósito de arrebatarle su presa. Esmirra sabia decir muy bellas palabras, como todas las zorras. La marta, que con su cuerpo alargado y flexible, su cabeza fina, su piel sedosa y su cuello de un moreno claro, parecía una maravilla de hermosura y no era, en realidad, más que un habitante salvaje de los bosques, apenas si respondió a su interlocutor. —Me asombra —dijo la zorra— que un tan buen cazador como tú se contente con echar el diente a las ardillas, cuando tienes a tu alcance una caza mejor. Hizo una pausa; mas como la marta se riera insolentemente en sus narices, añadió: —¿Será posible que no hayas visto los patos silvestres que están ahí abajo, al pie de la montaña? Creo que tú eres un trepador bastante hábil para descender hasta ellos. Esta vez no hubo necesidad de esperar la respuesta. La marta se precipitó hacia la zorra, con el lomo curvado y los pelos erizados: —¿Has visto a los patos silvestres? —rugió—. ¿Dónde están? Habla o te parto la garganta. —Ve despacio, ve despacio; recuerda que soy el doble de grande que tú y procura ser más educado. Yo no pretendo otra cosa que mostrarte los patos. Un instante después estaban ya en camino. Esmirra seguía con su mirada el cuerpo de serpiente de la marta, que saltaba de rama en rama, mientras pensaba: “Este admirable cazador de los bosques tiene el corazón más cruel que todos. Creo que los patos tendrán un despertar sangriento”. Pero en el momento en que Esmirra esperaba oír los gritos de agonía de los patos, vio que la marta rodaba de

lo alto de una rama y caía en el río. Después se oyó el fuerte batir de alas de los patos, que emprendieron una fuga precipitada. Lo primero que pensó Esmirra fue correr tras los patos, pero como estaba deseosa de saber qué es lo que les habla salvado, decidió esperar el regreso de la marta. La pobre estaba toda mojada y de cuando en cuando se detenía para frotarse la cabeza con sus patas delanteras. —Ya he visto que tu falta de habilidad te ha hecho caer en el fondo del río —dijo la zorra con menosprecio. —No ha sido por falta de habilidad, como dices. Ya estaba sobre una de las últimas ramas y buscaba la manera de saltar mejor para apoderarme de varios patos, cuando un pequeñín, no mayor que una ardilla, me dio una pedrada en la cabeza con tal fuerza, que he caído al agua, y antes de tener tiempo para salir... La marta no pudo continuar por no tener oyente. Esmirra estaba ya lejos, tras los patos.

Okka y su banda volaron una vez más a través de la oscuridad de la noche. Felizmente para ellos no se había ocultado aún la luna y gracias a su luz pudieron encontrar en el país un refugio ya conocido. Okka siguió el curso del río con dirección al sur. Pasó volando por encima de los dominios de Djupadal, los tejados que se destacaban en la sombra y la espléndida cascada de Ronneby. Un poco al sur de esta pequeña ciudad, no lejos del mar, se encuentra la estación de Ronneby con su establecimiento de baños, sus fuentes, sus grandes hoteles y las villas de los veraneantes. Durante el invierno está todo cerrado, cosa que saben bien los pájaros, porque son numerosos los que por una larga temporada buscan un abrigo bajo los balcones y los aleros de las casas desiertas.

Los patos silvestres se instalaron en un balcón y se durmieron al punto, como acostumbraban. Nils, que no había querido guarecerse bajo una de las alas del pato, no podía conciliar el sueño. El balcón estaba orientado al mediodía y desde allí contemplaba el muchacho la belleza del mar. Siéndole imposible dormir, admiraba el soberbio espectáculo que en Blekinge ofrece la unión de la tierra con el mar. Allí la tierra se desparrama en islas, islotes y promontorios, entre los cuales se recorta el mar en golfos, en bahías y en estrechos que parecen encontrarse con placer y alegría. Cosa es ésta que no suele verse durante el invierno por lo que Nils se dio cuenta de lo dulce y sonriente que era allí la naturaleza, lo que le tranquilizó mucho. De pronto oyó un aullido siniestro y agudo que venía del parque. Levantándose un poco y en medio de un claro de luna, vio una zorra debajo del balcón: era Esmirra, que había seguido una vez más el vuelo de los patos. Al comprender que esta vez tampoco había medio de atraparlos, no pudo reprimir un prolongado grito de despecho. Este grito despertó a Okka que, aunque no podía ver nada, reconoció la voz. —¿Eres tú, Esmirra, que corres en medio de la noche? —preguntó. —Sí —respondió Esmirra—, soy la zorra. Quisiera saber lo que piensas de la noche que les he dado. —¿Acaso eres tú la que ha enviado a la marta? —¿Cómo negar tan bella hazaña? Ustedes me han hecho blanco, una vez, del juego de los patos; ahora he comenzado yo con ustedes el juego de las zorras, que no interrumpiré mientras quede con vida uno solo de ustedes, aunque tenga que perseguirlos a través de todo el país. —Escucha, Esmirra: ¿Te parece digno que tú, armada

de dientes y garras, persigas de esa manera a seres indefensos? —dijo Okka. Esmirra creyó que era el miedo lo que le hacía hablar de aquella manera, por lo que se apresuró a proponer: —Okka, si prometes entregarme a ese Pulgarcito que ha hecho fracasar tantas veces mis tretas, haré las paces contigo. No perseguiría ya a nadie de tu bandada. —¿Entregarte a Pulgarcito? No lo pienses. Desde el más joven hasta el más viejo de nosotros daríamos la vida por él de muy buen grado. —¿Tanto lo quieren? —preguntó Esmirra—. Entonces será el primero en sentir mi venganza. Okka no quiso responder. Esmirra dejó oír todavía algunos aullidos; después, el silencio. Nils continuaba sin poder dormir. Esta vez era la respuesta que Okka le había dado a la zorra lo que lo desvelaba. Jamás hubiera esperado oír una respuesta semejante; le conmovía pensar que había alguien dispuesto a jugarse la vida por él. A partir de este momento ya no podría decirse de Nils Holgersson que no le quería nadie.

V VIAJE A OLAND Los patos silvestres habían ido a un islote próximo a la costa. Allí se encontraron con unas patas grises que se quedaron muy sorprendidas al verlos, sabiendo que sus parientes no suelen aproximarse a la costa. Como eran curiosas e indiscretas, no cesaron de preguntar hasta que obligaron a los recién llegados a que refirieran la aventura de la zorra. Una vez referida la historia, una pata gris, que parecía igualarse con Okka en edad y experiencia, les advirtió: —Es una gran desgracia para ustedes que la zorra haya jurado vengarse. Ya verán cómo mantiene su palabra y los persigue hasta la Laponia. De estar yo en la piel de ustedes no volaría sobre Esmaland; atravesando el camino exterior pasaría sobre la isla de Oland. De este modo perdería la pista. Y para despistaría todavía más, tal vez les conviniera detenerse dos o tres días en la parte sur de la isla. La comida es allí abundante y la compañía numerosa. Creo que no sentirían hacer este viaje. El consejo era prudente y los patos silvestres resolvieron seguirlo.

Una vez lleno el buche, volaron hacia Oland. Ninguno de ellos había estado allí, pero la pata gris les había indicado los medios para orientarse. No tenían más que ir rectamente hacia el sur, hasta que encontrasen el camino de las aves de paso, de donde debían seguir a lo largo de la costa de Blekinge. Todos los pájaros que tienen su nido de invierno en el mar del Oeste y que al llegar la primavera van a Finlandia o Rusia, siguen la misma ruta, y al pasar hacen escala en Oland para reponerse de la fatiga. Los patos silvestres no carecerían de guías. No estaban todavía a la vista de la isla cuando comenzó a soplar una brisa ligera que arrastraba masas compactas de humo blanquecino, como si hubiera un incendio en alguna parte. Las espirales de humo fueron espesándose y acabaron por envolverlos. No se percibía ningún olor y la humareda no era negra ni seca, sino blanca y húmeda. Nils acabó por comprender que aquello no era más que niebla. Los patos se asustaron mucho cuando la niebla fue haciéndose tan espesa que no podían distinguir nada más allá de su pico. Hasta allí habían volado con el mayor orden; pero ahora comenzaban a distanciarse unos de otros, separados por la niebla. Volaban en todas direcciones, extraviados. —¡Mucho cuidado! ¡No den tantas vueltas, desanden el camino! ¡Nunca llegarán a Oland! —les gritaban otras aves más ligeras. Todos los patos sabían muy bien dónde se encontraba la isla y hacían lo posible para comunicarse unos con otros. —¡Cuidado, patos grises! —gritaba una voz perdida en la niebla—. Si continúan por ese camino llegarán a la isla Rugen. Para los que conocen más o menos un camino no es cosa grave el desorientarse un momento; pero para los

patos silvestres era esto un gran contratiempo, por no haber hecho nunca aquella travesía. —¿Adónde van, buenas gentes? —gritó un cisne que se dirigió hacia Okka con aire compasivo y grave. —Vamos a Oland, pero no conocemos el camino —contestó Okka—. No hemos estado nunca. Okka creyó que podía confiarse a aquel pájaro. —Es lamentable —dijo entonces el cisne—. Van extraviados. Por aquí vuelan hacia Blekinge. Vengan conmigo y les enseñaré el camino. El cisne dio una vuelta y los patos lo siguieron. Cuando ya les había llevado tan lejos del camino de paso que no les era posible oír los gritos de los pájaros viajeros, el cisne desapareció entre la niebla. Los patos volaron un instante a la ventura. Al encontrar nuevamente a los otros pájaros, les dijo un pato: —Harían mucho mejor si permanecieran en el agua hasta que se desvaneciera la bruma. Ya se ve que no tienen la costumbre de viajar. Los miserables casi acabaron haciéndole perder la cabeza a Okka. Nils pudo ver que los patos volaron largo rato indecisos, describiendo un círculo. —¡Cuidado! ¿No se dan cuenta de que no hacen más que subir y bajar? —gritó otro pájaro que pasó volando rápidamente muy cerca de ellos. Nils se agarró con fuerza al cuello del pato, revelando el temor que abrigaba desde hacía rato. De no haberse oído en este momento una detonación que se extendía por los aires como un sordo rumor, nadie hubiera podido saber dónde se hallaban. Okka extendió el cuello, batió sus alas y se lanzó en el espacio con toda velocidad. Por fin encontraban algo en qué guiarse. La pata gris le había aconsejado que no descendieran en la parte extrema de Oland, porque allí tenían los hombres un cañón con el que tiraban contra la niebla.

Por fin sabía dónde se hallaban y en adelante nadie conseguiría desviaría de su marcha.

En la parte oriental de Oland se eleva una antigua mansión real a la que se designa con el nombre de Ottenby. Difícilmente se encontraría en todo el país un lugar más a propósito para los animales. A lo largo de la costa se extiende, en unos tres kilómetros, el lugar que antiguamente se dedicaba al pastoreo de los corderos; es el mayor prado de toda la isla; los animales pueden pacer, correr y divertirse a sus anchas. Allí está también el célebre bosque de Ottenby, con sus robles centenarios, bajo los cuales se descansa al abrigo del sol y del terrible viento de Oland. Tampoco hay que olvidar la larga tapia de Ottenby, que va de una a otra orilla del mar, separando el dominio del resto de la isla; esta tapia indica a los animales hasta dónde se extiende el antiguo dominio del rey, y les advierte que no deben aventurarse a través de otras tierras, donde no encontrarían muy segura protección. Cuando los patos silvestres y Nils Holgersson llegaron por fin a Oland, descendieron en la playa, como todos los pájaros. La niebla que cubría la isla era tan espesa como la que flotaba sobre el mar, lo cual no impidió que Nils quedase estupefacto al ver tan gran número de pájaros en el reducido espacio que sus ojos alcanzaban. La mayor parte de las aves allí congregadas tenían que continuar su viaje, ya que sólo se habían detenido para descansar. Cuando el jefe de una bandada consideraba que sus compañeros habían recuperado suficientemente sus fuerzas, les decía:

—Si están preparados, volemos. —¡No, no, espera! Estamos lejos de encontramos satisfechos — gritaban los aludidos. —¿Creen, acaso, que van a hartarse hasta no poder volar? —decía el jefe. Tras esto desplegaba sus alas y emprendía el vuelo; pero muchas veces tenía que volver al punto de partida porque los demás se negaban a seguirle. Al día siguiente era también muy espesa la niebla. Los patos silvestres se holgaban en el prado. Nils había ido junto al agua a recoger almejas. Había muchas, y como pensara que al otro día estarían en otro punto donde no hubiera nada que comer, resolvió construir un saquito para llenarlo de almejas. Encontró en el prado unos junquillos secos y resistentes, y comenzó su trabajo, que le ocupó durante varias horas. Cuando lo hubo terminado se puso muy contento. A mediodía todos los patos de la bandada corrieron a él para preguntarle si había visto al pato blanco. —No, no ha estado conmigo —dijo Nils. —Hace un momento estaba con nosotros —observó Okka—, pero ha desaparecido sin saber cómo. Nils se puso en pie de un salto, muy asustado. Preguntó si por allí hablan visto alguna raposa, algún águila u hombres. Nada sospechoso habían visto. El pato debía de haberse extraviado a causa de la niebla. Nils sintió profundamente la desaparición del pato. Y se dedicó a buscarlo. La bruma parecía ser su protectora, ya que le permitiría recorrer aquellos lugares sin que nadie le advirtiera; pero, al mismo tiempo, le impedía ver. Se llegó hasta la parte sur de la isla donde se encuentran el faro y el cañón que se dispara cuando hay niebla. Por todas partes el mismo pulular de pájaros, pero ni el menor rastro del pato blanco. Se aventuró hasta el patio del dominio de Ottenby, inspeccionando

todos los robles plantados en el parque, y el pato sin aparecer. Anduvo en su busca hasta que se hizo de noche. Entonces tuvo que regresar hasta la costa del este. Marchaba lentamente, descorazonado. ¿Qué sería de él sin el pato? Al llegar al centro del gran parque surgió de la bruma una cosa blanca. Era el pato. Estaba sano y salvo y se mostraba muy contento de haber encontrado la bandada. Se había extraviado de tal modo por la niebla, que había pasado el día dando vueltas al parque. Nils se arrojó sobre su cuello para abrazarlo y le suplicó que fuera más prudente, procurando no separarse de los otros. El pato prometió que no lo volvería a hacer nunca más. Pero, a la mañana siguiente, hallándose Nils paseando junto al mar, los patos corrieron en su busca nuevamente para preguntarle por el paradero de su amigo. Nils no lo había visto. Había desaparecido otra vez. Como la víspera, se había extraviado entre la niebla. No se descubría el menor rastro del pato. Como la noche iba cayendo, tuvo que volver junto a los patos silvestres , convencido de que no le seria posible dar con su amigo. Estaba tan desesperado que le ahogaba la pena. Había escalado el muro cuando oyó que a sus espaldas rodaba una piedra. Al volver la cabeza creyó distinguir algo que se movía entre un montón de piedras, junto al muro. Se acercó con toda prudencia y descubrió al pato que trepaba penosamente entre las piedras, llevando en el pico algunas raíces. El pato no se dio cuenta de la presencia del muchacho, y éste prefirió callar para espiarle, con el fin de saber a qué obedecían sus frecuentes desapariciones. Pronto supo los motivos. En lo alto de un montón de piedras descansaba una pata gris, que lanzó un grito de alegría al ver al pato. Nils se deslizó lo más cerca posible para oír lo que se decían, enterándose entonces de que la

pata no podía volar por tener herida un ala. Su bandada la había abandonado, y sin el pato blanco, que la víspera había oído sus lamentaciones, se hubiera muerto de hambre. El pato continuaba llevándole comida. Los dos tenían la esperanza de que curaría antes de que partiera el pato, pero la pata aún no podía volar ni caminar. Estaba desolada y el pato la consolaba diciendo que no se marchaba todavía. Por último le dio las buenas noches y se marchó prometiéndole volver a la mañana siguiente. Nils dejó que el pato se marchara y cuando desapareció en la lejanía, trepó hasta lo alto del montón de piedras. Estaba furioso por haber sido engañado y se disponía a decirle a esta pata gris que el pato le pertenecía a él, a él solo, y que debía conducirlo a la Laponia, y que no era cuestión de quedarse allí por su causa. Pero al ver de cerca a la pata gris comprendió los motivos que había tenido Martín para llevarle comida y cuidarla durante los dos días últimos, y, también, por qué no había querido decirle nada. Tenía una cabecita preciosa; su traje de plumas era fino como la seda más suave y sus ojos eran dulces y suplicantes. Cuando advirtió al muchacho quiso salvarse volando, pero su ala izquierda, dolorida, no se elevó del suelo, impidiéndole todo movimiento. —No tengas miedo —dijo Nils enternecido—. Soy Pulgarcito, el compañero de viaje del pato Martín. Y calló, no sabiendo ya qué decir. Hay a veces en los animales algo que nos obliga a preguntamos ante qué seres nos hallamos. Se llega a pensar incluso en la posibilidad de que sean seres humanos metamorfoseados. De esta clase era la patita gris. Cuando Pulgarcito le hubo dicho quién era, inclinó la cabeza, marcando una reverencia con infinita gracia, y después, con una voz tan delicada que no parecía de una pata, dijo: —Estoy muy contenta de que hayas venido en mi

socorro. El pato blanco me ha dicho que no hay en el mundo nadie tan bueno e inteligente como tú. Hablaba con tanta dignidad, que Nils quedó impresionado. “No puede ser un ave —pensó——. Es una princesita encantada.” Se apoderó de él un gran de deseo de socorrerla. Después de rozar con sus manos el rico plumaje, le tentó el hueso del ala lastimada. El hueso no estaba roto; el mal estaba en la articulación solamente. El muchacho hundió un dedo en una cavidad vacía. —¡Un poco de valor! —dijo. Y apretando vigorosamente, hizo que el hueso volviera a su sitio. Hizo muy pronto y muy bien esta operación, no obstante ser la primera; pero, sin duda, debió hacerle mucho daño, por cuanto la pobre patita gris dio un grito y se desvaneció entre las piedras, sin señales de vida. Nils tuvo miedo. Había querido socorrerla y la había matado. Y saltando del montón de piedras echó a correr. Parecíale haber matado a un ser humano. Al amanecer el nuevo día era magnífico el tiempo. La niebla había desaparecido. Okka dio orden de proseguir el viaje. El único que puso objeciones fue el pato. Nils comprendió muy bien que no quería abandonar a la patita gris; pero Okka se puso en camino sin prestarle la menor atención. Nils saltó sobre la espalda del pato, que siguió tras la bandada, aunque lentamente y a disgusto. Nils se mostraba muy feliz por haber abandonado la isla. Tenía sobre su conciencia la muerte de la patita gris y no se atrevía a comunicar al pato el resultado de su desgraciada intervención. Lo mejor era callar para que el pato no lo supiera nunca. Al mismo tiempo le asombró que el pato blanco hubiera podido abandonar a la patita gris. De súbito, se volvió el pato y voló hacia la isla. Le

atormentaba el recuerdo de la patita gris. Tanto peor para el viaje a la Laponia. En un momento llegó al montón de piedras, pero la patita había desaparecido. —Finduvet, Finduvet, ¿dónde estás? —gritó el pato. La habrá casado la raposa”, pensó Nils; pero al punto se oyó una vocecita que decía: —Estoy aquí, pato; estoy aquí. He venido a tomar el baño matinal. Y la patita gris salió del agua sana y salva, refiriéndole alegremente que Pulgarcito le había vuelto el hueso a su sitio y que estaba curada y pronta a seguir a los otros: Las gotas de agua parecían perlas desgranadas sobre su plumaje tornasolado, y de nuevo pensó Nils que era una verdadera princesita.

VI LAS CORNEJAS En los límites del cantón y del Haland hay una llanura de arena tan vasta que de un extremo no se llega a ver el otro; los matorrales crecen profusamente, excepto en una baja colina pétrea que atraviesa la región y donde se encuentran enebros, serbales y hasta algunos grandes y frondosos abedules. En la época en que Nils Holgersson acompañaba a los patos silvestres, se veía también una pequeña cabaña rodeada de un pedazo de tierra labrada, pero abandonada por las gentes que habían habitado aquel lugar. La casita estaba vacía y el campo inculto. Al abandonar la cabaña sus moradores habían cerrado la chimenea, las ventanas y las puertas; pero olvidaron que una de las ventanas tenía un cristal sólo sustituido con una tela, que fueron carcomiendo los años y pudriéndola las lluvias, hasta que un día cedió bajo el pico de una corneja. La colina pétrea, que se elevaba en el centro de la llanura no estaba tan desierta como se hubiera podido creer; la habitaba un numeroso pueblo de cornejas. Cla-

ro está que las cornejas no vivían allí todo el año. En invierno se iban al extranjero; en otoño visitaban los campos de Göttland, uno tras Otro, para comer trigo; en verano se dispersaban y vivían en las proximidades de las granjas de Sunnerbo, alimentándose de castañas, de huevos y de pajarillos; pero a la primavera volvían siempre al arenal desierto a poblar sus nidos y cuidar sus crías. La corneja que había arrancado el pedazo de tela era un macho viejo conocido por Pluma-Blanca, aunque siempre se le llamaba Fumla o Drumla, hihih-Drumla, porque era torpe, cometía tonterías y se prestaba al ridículo. FumlaDrumla era más grande y más fuerte que las restantes cornejas pero su fuerza no le nada: era un eterno sujeto de risa. Ni aun el hecho de pertenecer a una familia aristocrática-le granjeaba el respeto de los demás. En buena justicia él debía de ser el jefe de la bandada porque desde largos años pertenecía esta dignidad al mayor de los Pluma-Blanca. Pero desde antes de nacer Fumla Drumla había sido desposeída su familia de tal poder, asumido al presente por una corneja cruel y salvaje. Se llamaba la Ráfaga.. El cambio de reinado se debía a que las cornejas habían abandonado su antigua manera de vivir. Tal vez se crea que todas las cornejas viven de la misma manera; pero esto es un error. Hay pueblos de cornejas que llevan una vida honrada, es decir, no comen más que granos, gusanos, orugas y algunos animales muertos; pero otras llevan una vida de pícaros, atacando a los lebratillos y a los pajaritos y devorando cuantos nidos se les presentan al paso. Los antiguos jefes de la familia de los Pluma-Blanca habían sido severos y moderados; mientras ellos capitanearon la bandada impusieron a las cornejas tan excelente conducta que jamás incurrieron en las censuras de los otros pájaros. Pero las cornejas llegaron a ser muy numerosas y la miseria reinaba entre ellas, por lo que acabaron

rebelándose contra los Pluma-Blanca y confiriendo el poder a la Ráfaga, que era el más terrible perseguidor de los nidos que formaban los pajaritos y el mayor bribón que se pudiera dar, a no ser su mujer, conocida por la Borrasca que era aún más terrible. Bajo su reinado, las cornejas inauguraron un género de existencia que las hacia más temibles y odiosas que los gavilanes y halcones. Ninguna de las cornejas sabía que hubiese sido FumlaDrumla la que había quitado la tela o trapo de la ventana, y de haberlo sabido les hubiera causado gran extrañeza. Nadie podía atribuirle la audacia de aproximarse tanto a una vivienda humana. El mismo lo había ocultado, para lo que no le faltaban razones la ráfaga y la borrasca la trataban bien siempre durante el día y en presencia de las otras cornejas; pero una noche sombría, cuando todas las cornejas se habían entregado al sueño, fue atacada arteramente por las dos cornejas, que en poco más la matan. Después de este atentado había tomado la costumbre apenas llegada la oscuridad, de abandonar su antiguo puesto para refugiarse en la cabaña vacía. Una tarde de primavera, cuando las cornejas habían instalado sus respectivos nidos, hicieron un extraño descubrimiento. La Ráfaga y la Borrasca habían descendido con otras dos cornejas al fondo de un gran hoyo situado en un rincón de la vasta llanura. El hoyo estaba lleno de arena y las cornejas no llegaban a comprender por qué habían hecho los hombres aquella excavación. Poseídas de viva curiosidad, todo eran idas y venidas, vueltas y revueltas y un constante remover de los granos de arena. De improviso se desprendió sobre ellas un alud de grava. Entre las piedras y el ramaje de los matorrales desprendidos descubrieron una vasija de barro, bastante grande, cubierta con una tapa de madera. Trataron de averiguar lo que la vasija contenía, pero fue inútil su intento de arrancar la tapa y de romperla a golpes de pico.

Contemplaban la vasija algo inmutadas, cuando oyeron una voz que les decía: —¿Quieren que les ayude, cornejas? Levantaron la cabeza sorprendidas y vieron una raposa junto al hoyo abierto. Era una raposa de las más hermosas de color y de aspecto que pudieran haber visto. —Si deseas prestamos tu ayuda, no la rechazaremos —dijo la Ráfaga echando a volar rápidamente con todos sus compañeros. La raposa saltó al fondo del hoyo y se puso a morder la vasija y a tirar de la tapa para arrancarla; mas no consiguió abrirla. —¿Acertarías lo que tiene dentro? —preguntó la Ráfaga. La raposa hizo rodar la vasija, aplicando su oído. —No puede contener más que monedas de plata —dijo. Esto era infinitamente superior a lo que las cornejas habían podido pensar. —¿Crees verdaderamente que es dinero lo que encierra? — preguntaron con los ojos desmesuradamente abiertos por la codicia, por cuanto, aunque parezca extraño, nadie ama más el dinero en el mundo que las cornejas. —Escuchen y oirán cómo suenan las monedas —añadió la raposa haciendo rodar nuevamente la vasija—. Desgraciadamente, no sé de qué medio valerme para hacerme con ellas. —No, no hay ningún medio a nuestro alcance —suspiraron las cornejas. La raposa se rascaba la cabeza con su pata izquierda, mientras reflexionaba. Y pensaba que, con la ayuda de las cornejas, tal vez pudiera apoderarse de aquel pequeñuelo que volaba con los patos silvestres y al que no lograba atrapar nunca.

-¿Saben quién es el que podría abrir la vasija?- dijo al fin. —¿Quién? Di el nombre —gritaron las cornejas, que en su ardor volaron hasta el fondo del hoyo. —No lo diré mientras no acepten mis condiciones —respondió. La raposa les habló de Pulgarcito, afirmando que sería capaz de abrir la vasija, por lo que debían obligarle a venir. A cambio de este buen consejo la raposa exigía que las cornejas le entregasen a Pulgarcito después que les prestase el deseado servicio. Las cornejas, que no tenían por qué ocuparse de Pulgarcito, aceptaron la proposición.

Los patos silvestres se despertaron con la aurora y se dispusieron a comer un poco antes de emprender la travesía de la Ostrogocia. El islote donde habían dormido era estrecho y pelado; pero en las aguas que lo bañaban había bastantes plantas para alimentarse bien. El pequeño, por el contrario , no encontraba nada que comer. Hambriento y transido por el frío de la mañana, se entretenía mirando en tomo suyo, cuando descubrieron sus ojos dos ardillas, que trepaban en sus juegos de uno a otro árbol, en una punta de terreno que se destacaba frente a la isla. Imaginando que las ardillas no habrían consumido, seguramente, sus provisiones de invierno, Nils rogó al pato que le llevara allí para pedirles un par de nueces. El pato blanco accedió a ello, nadando inmediatamente a través de las aguas y llevando consigo a Pulgarcito; pero, por desgracia, tan entregadas a su juego estaban las ardillas, que no oyeron las súplicas del muchacho. Saltando de árbol en árbol se internaron cada vez más en el bosque.

Nils, que quiso seguirlas, no tardó en perder de vista al pato, que se había quedado junto al agua. Pulgarcito avanzaba penosamente entre algunas plantas de anémonas blancas que le cubrían hasta la cabeza, cuando, súbitamente, se sintió cogido por detrás; alguien trataba de detenerlo, se volvió rápidamente y vio una corneja que lo había agarrado por el cuello de la camisa. Nils se debatía con toda su energía; pero una segunda corneja, que llegaba en auxilio de la primera, lo atrapó por las piernas, haciéndolo caer. Si Nils Holgersson hubiese llamado inmediatamente en su ayuda al pato blanco, éste hubiera logrado desembarazarle de las cornejas; pero el muchacho pensó que él, por sí, se bastaba para desprenderse de las dos cornejas. Por muchos puntapiés y puñetazos que diera, no consiguió deshacerse de sus enemigos, que acabaron elevándose por los aires con él a cuestas. Emprendieron el vuelo de un modo tan imprudente, que la cabeza de Nils chocó con violencia contra una rama. El choque fue tan fuerte que a Nils se le nubló la vista y perdió el conocimiento. Cuando pudo abrir los ojos se hallaba muy lejos de tierra. Al volver en sí no se dio cuenta de dónde estaba ni de lo que había pasado. A su mente acudía un tropel de preguntas. ¿Cómo no se hallaba sobre las espaldas del pato blanco? ¿Por qué volaba en torno de él todo un enjambre de cornejas? ¿Por qué, en fin, se sentía dolorido como si le hubieran sacudido con un palo, con todos los miembros dislocados? De repente lo comprendió todo: lo habían raptado las cornejas. El pato blanco lo esperaba en la ribera y los patos se preparaban para partir aquel mismo día hacia la Ostrogocia. En cuanto a él, lo conducían hacia el sudoeste; el sol quedaba a sus espaldas. —¿Cómo lo pasará el pato blanco sin mi? Y entre lamentos pidió a las cornejas que le llevasen

a donde estaban los patos silvestres; pero las cornejas no hacían el menor caso de sus súplicas. Entonces les dijo: —Pero ¿es que entre ustedes no hay una sola capaz de llevarme sobre sus espaldas? Me han maltratado ya de tal manera que me siento dolorido. Tómenme a horcajadas; no me tiraré a tierra, lo prometo. —Si tú crees que nos vamos a preocupar de tu comodidad, estás equivocado —dijo el jefe. Pero surgió entonces un pajarraco erizado, que tenía una pluma blanca en una de sus alas, y que, saliendo del grupo, dijo: —Oye, Ráfaga, ¿no es preferible que Pulgarcito llegue entero, en una pieza, que no partido por nuestros tirones? Yo trataré de llevarlo sobre mis espaldas. —Si tú puedes, Fumla-Drumla, tanto mejor —dijo el jefe—. Pero cuidado con dejarle caer. Nils experimentó gran contento, porque aquello representaba una partida ganada. Cuando llegaron a nuestra llanura, el sol ya se había puesto, pero aún quedaba resplandor del día. La Ráfaga expidió primero una corneja para anunciar el éxito completo del rapto, y apenas fue conocida la nueva, la Borrasca y centenares de cornejas acudieron volando para ver a Pulgarcito. En medio de los gritos ensordecedores que hacían oír los dos grupos, Fumla-Drumla susurró a Nils al oído: —Te has mostrado tan digno y valeroso durante ese viaje, que te he tomado mucho cariño. Por tanto, voy a darte un consejo: apenas lleguemos te pedirán que ejecutes cierto trabajo que tal vez te sea fácil llevarlo a cabo; pero pon cuidado. Algunos minutos después Fumla-Drumla dejaba a Nils en el fondo de un gran agujero. El pequeñín se dejó caer por tierra como agotado por la fatiga. Sobre su cabeza

revoloteaba tan gran número de cornejas, que el aire vibraba como en una tempestad; pero Nils no levantaba la cabeza. —Pulgarcito —dijo la Ráfaga—, levántate. Vas a hacemos una cosa que te será muy fácil. Pero Nils no se movió. Parecía dormir profundamente. Entonces la Ráfaga le cogió de un brazo y le arrastró sobre la arena hasta el sitio donde había una vasija de tierra, de modelo antiguo, colocada en medio de un orificio. —Levántate, Pulgarcito, y abre esta vasija —le ordeno. —Déjame dormir —respondió el muchacho—. Estoy muy fatigado y no puedo hacer nada esta tarde. Espera a mañana. —¡Abre la vasija! —gritó la Ráfaga, sacudiéndole con el pico. El pequeño se levantó de mala gana y se puso a examinar la vasija. —¿Crees posible que un pequeñín como yo pueda abrir vasija semejante? Es más grande que yo. —¡Ábrela! —ordenó nuevamente la Ráfaga con voz imperiosa—. Ábrela si estimas en algo tu vida. El muchacho se levantó, se aproximó hacia la vasija tambaleándose, y tras intentar abrirla, dejo caer los brazos en señal de vencimiento e impotencia. —Nunca me he sentido tan cansado como hoy. Si me dejaras descansar hasta mañana creo que podría conseguir lo que deseas. Pero la Ráfaga estaba impaciente, y lanzándose hacia él le dio un picotazo en una pierna. Sufrir tal trato de una corneja ya era demasiado. El muchacho se irguió bruscamente, dio algunos pasos atrás, sacó de la vaina su cuchillo y se dispuso a defenderse. —¡Ten cuidado! —gritó la Ráfaga. Pero le cegaba de tal modo la cólera que no se fijó

en el cuchillito de su rival, y al abalanzarse sobre el muchacho le entró por un ojo, penetrándole hasta el cerebro. Nils retiró rápidamente el arma; pero no pudo evitar que la Ráfaga cayera a sus pies entre los estertores de la agonía. —¡La Ráfaga ha muerto! ¡El extranjero ha matado a nuestro jefe! — exclamaron las cornejas. La terrible confusión que siguió no es para descrita. Muchas gemían desoladas; otras pedían venganza. Todas las cornejas corrieron y volaron hacia el muchacho, precedidas de Fumla-Drumla. Esta se condujo torpe y malamente, como siempre. Revoloteaba por encima del muchacho, batiendo sus alas e impidiendo a todo trance que las cornejas lo mataran a picotazos. Nils comprendía el peligro en que se hallaba, mirando desesperadamente en torno suyo en busca de un lugar donde refugiarse. Le parecía imposible poder escapar a la venganza de las cornejas, cuando de repente descubrió la vasija. De un golpe logró arrancar la tapadera y saltó dentro para ocultarse. La vasija no le ofrecía un buen refugio por hallarse llena hasta el borde de pequeñas monedas de plata. No había manera de esconderse allí. Nils comenzó a tirar monedas para hacerse un hueco. Las cornejas lo rodeaban formando un enjambre espeso; pero cuando vieron rodar las monedas ante sus ojos atónitos, olvidaron su sed de venganza para recoger las pequeñas piezas. El muchacho arrojaba el dinero a manos llenas y las cornejas, sin excluir a la Borrasca, luchaban por atraparlo. Y apenas una corneja se apoderaba de alguna moneda, volaba presurosa a esconder su tesoro. Nils no se atrevió a levantar la cabeza hasta que hubo arrojado al suelo todas las monedas de plata; en el hoyo que formaba el terreno sólo quedaba una corneja. Era Fumla-Drumla, con su pluma blanca en el ala, la que había llevado a Pulgarcito.

—Tú me has prestado un servicio más grande de lo que te puedes imaginar, Pulgarcito —le dijo con un tono de voz muy distinto—; yo te salvaré la vida. Salta sobre mis espaldas y te conduciré a un sitio donde pasarás la noche con absoluta seguridad. Mañana ya procuraré que te reúnas con tus patos silvestres. Cuando el muchacho se despertó con el alba al siguiente día, vio con sorpresa que se hallaba entre cuatro paredes, bajo techo, y creyó al momento que había vuelto a su casa. Y pensó: “Dentro de un ratito vendrá mi madre a traerme el café”. Pero al punto de hacerse esta reflexión cayó en la cuenta de que se encontraba en una casita abandonada, a donde Fumla-Drumla, la de la pluma blanca, le había transportado la tarde antes. Como se sentía dolorido, encontró delicioso reposar un poco más, mientras esperaba a Fumla-Drumla, que había prometido volver a reunirse con él. Pero allá en lo alto descubrió el muchacho algo que le hizo saltar de la cama. Era un par de panes secos, que colgaban de un palo colocado al efecto entre las traviesas. Tenían todo el aspecto de unos panes duros y enmohecidos, pero el pan siempre es pan. Empuñó el hurgón y consiguió hacer caer unos cuantos pedacitos. Comió y llenó su saco de repuesto. ¡No se pueden imaginar lo bueno que es el pan! Buscó todavía más, por si encontraba aún algo que pudiera serle útil. “Voy a apoderarme de todo lo que pueda necesitar, porque nadie parece quererlo”, se dijo. Pero no había muchas cosas que escoger; la mayor parte de los objetos que allí había eran demasiado pesados o demasiado grandes para poder cargar con ellos. No pudo llevarse más que unas cuantas cerillas. Saltó sobre la mesa, y con ayuda de la cortina ascen-

dió al estante que había encima de la ventana. Cuando estaba guardando las cerillas en su saco, la corneja de la pluma blanca entró por la ventana. —¡Ya estoy aquí! —dijo, colocándose sobre la mesa—. No he podido venir antes porque hemos tenido que elegir el jefe que ha de sustituir a la Ráfaga. —¿Quién ha sido elegido? —preguntó Nils. —Ha sido elegido un jefe que no permitirá el pillaje ni el robo. Ha sido elegido jefe Pluma-Blanca, llamado hasta aquí Fumla-Drumla — respondió la corneja, adoptando un aire majestuoso. —Es una buena elección —dijo Nils, felicitándola por ello. En este momento el muchacho oyó una voz en la ventana que creyó reconocer. —¿Es aquí donde se encuentra? —preguntó Esmirra la raposa. —Sí, aquí es donde está —respondió una voz de corneja. —Cuidado, Pulgarcito —advirtió Pluma-Blanca—. La Borrasca está en la ventana con la raposa, que quiere devorarte. En efecto, Esmirra comenzaba a golpear la ventana. La vieja madera podrida cedió al punto y apareció Esmirra. Pluma-Blanca no tuvo tiempo de ponerse a salvo y Esmirra la mató de un golpe. Seguidamente saltó a tierra y comenzó a husmear, buscando al muchacho. Este trató de ocultarse detrás de un paquete de estopa; pero Esmirra le había descubierto y se preparaba a darle caza. La casita era tan baja y estrecha que Nils comprendió que la raposa no tendría que esforzarse mucho para alcanzarle. Pero él no estaba del todo indefenso; rápidamente frotó una cerilla, la aplicó a la estopa, que instantáneamente se inflamó, y la arrojó sobre la raposa. Loca de terror, huyó ésta fuera de la cabaña.

Desgraciadamente, Nils para escapar de un peligro había caído en otro. La estopa inflamada había prendido en las cortinas de la cama. Nils saltó a tierra y trató de apagar el fuego, pero era tarde. Las cortinas ardían ya. La cabaña se llenaba de humo y Esmirra, la raposa, que permanecía asomada detrás de la ventana, se daba perfecta cuenta de lo que estaba sucediendo. —Muy bien, Pulgarcito —gritaba—. ¿Qué es lo que prefieres? ¿Dejarte asar o salir de ahí? Yo hubiera preferido devorarte, pero de cualquier manera que mueras no dejaré de sentirme menos contenta. Nils estaba convencido de que la raposa sentiría viva satisfacción al ver la espantosa rapidez con que el incendio se propagaba. La cama ardía ya y el fuego se extendía de un extremo a otro de las cortinas. Nils saltó hasta el hogar cuando oyó rechinar una llave en la cerradura. A pesar del peligro en que se hallaba desechó el miedo y llegó a alegrarse. Se precipitó hacia la puerta y cuando llegó a ella se abrió como por encanto. Ante él aparecieron dos niños y, sin fijarse en ellos, se lanzó fuera. No se atrevió a separarse mucho de la casa. Esmirra debía de estar vigilándola y era necesario permanecer cerca de los niños. Se volvió hacia la casa, y apenas vio a los niños corrió hacia ellos sin poder reprimir un grito: —¡Buenos días, Asa, guardadora de patos! ¡Buenos días, pequeño Mats.! Al ver a los niños, Nils olvidó completamente dónde se hallaba. Las cornejas, la casa incendiada, los animales parlantes, todo se había borrado de su memoria. Estaba en un campo de rastrojos de Vemmenhög y guardaba un rebaño de patos; en el campo vecino los dos pequeños esmalandases cuidaban de sus patos. En seguida saltó sobre un montón de piedras, gritándoles: —¡Buenos días, Asa, guardadora de patos! ¡Buenos días, pequeño Mats!

Ante aquella miniatura de hombre que corría hacia ellos con los brazos abiertos, los dos niños se cogieron de la mano y retrocedieron algunos pasos, como aterrorizados. Al ver su espanto, Nils despertó de su sueño y recordó dónde estaba; nada le podía acontecer más terrible que llegar a ser visto por estos niños bajo el aspecto de un duende. La vergüenza y el dolor de no volver a ser hombre se apoderaron de su ánimo. Volvió la espalda y escapó sin saber adónde dirigirse. Al llegar a la llanura el muchacho tuvo un buen encuentro: entre la bruma entrevió algo de color blanco; el pato, acompañado de Finduvet, iba hacia él. Al verle correr con tanta precipitación, el pato creyó que Nils era perseguido. Volando rápidamente pudo alcanzarle, y sobre sus espaldas se lo llevó velozmente por los aires.

Nils volaba muy alto; bajo sus pies se extendía la gran llanura de Ostergötland. Gozaba en contar las iglesias blancas, cuyos campanarios surgían entre los grupos de árboles. Pronto llegó a contar cincuenta; pero, al equivocarse no quiso continuar. Al llegar a Norköping los patos silvestres abandonaron la llanura y dirigieron su vuelo hacia las florestas de Kolmarden. Un instante después seguían un viejo camino vecinal abandonado, que serpenteaba a lo largo de las resquebrajaduras, al pie de las pendientes abruptas, cuando Nils lanzó inopinadamente una exclamación. Se había entregado durante este vuelo a la distracción de balancear los pies y acababa de caérsele uno de sus zuecos. —Pato, pato: he perdido mi zueco —gritó. El pato volvió hacia atrás y descendió hasta el suelo; pero Nils se había percatado de que dos muchachos que caminaban por la carretera habían recogido el zueco.

—Pato, pato —gritó de nuevo—. Remóntate pronto; es demasiado tarde. Alguien ha recogido mi zueco. Abajo, parados en medio del camino, Asa, la guardadora de patos, y su hermano, el pequeño Mats, contemplaban curiosamente un zueco que había caído del cielo. —Lo han perdido los patos silvestres —dijo el pequeño Mats. Asa, la guardadora de patos, permaneció un momento contemplándolo silenciosamente. Al fin, dijo lentamente y con acento reflexivo: —¿Te acuerdas, pequeño Mats, de que al pasar por Evedskloster, junto a una granja, oímos relatar que había sido visto un duende vestido con pantalones de cuero y que llevaba zuecos como un simple obrero? Más tarde encontramos a una muchachita que había visto a un duende con zuecos, que cabalgaba sobre un pato. Y cuando llegamos a nuestra casa, pequeño Mats, vimos muy bien a un hombrecito vestido de este modo y que escapó volando a caballo de un pato. Tal vez sea el mismo, que al pasar ha perdido el zueco. —Debe ser el mismo —contestó Mats. Los dos niños daban vueltas y más vueltas al zueco, examinándolo atentamente, porque, en verdad, no siempre se encuentra el zueco de un duende en medio del camino. —Espera un poco, Mats —gritó apresuradamente Asa, la guardadora de patos—. Hay algo escrito en este lado. —Sí, es cierto; pero las letras son tan pequeñitas... —Déjame verlas. Aquí dice..., dice... Nils Holgersson de Vresta Vemmenhög. —Nunca he visto nada más extraordinario —exclamó el pequeño Mats.

VII LA LEYENDA DE KARR Y PELO GRIS Unos doce años antes que Nils Holgersson realizara su gran viaje, ocurrió que un propietario de Kolmarden pensó en deshacerse de uno de sus perros de caza. Envió a buscar a uno de sus guardas y le dijo que no podía tener aquel perro, que no cesaba de dar caza a los corderos y gallinas; por tanto, se lo debía llevar al bosque y una vez allí pegarle un tiro. El guarda ató el perro y se lo llevó al punto en que era costumbre matar y enterrar a los perros inútiles. A pesar de que no se trataba de un hombre perverso, el guarda experimentaba cierto placer ante la proximidad de deshacerse de aquel perro, porque sabía que el animal, además de dar caza a los corderos y las gallinas, se escapaba con frecuencia al bosque para atrapar alguna liebre o gallo silvestre. El perro, pequeño y negro, el pecho y las patas de delante amarillos. Se llamaba Karr y era tan inteligente que comprendía todo lo que decían los hombres. Cuando el guarda lo conducía a través del bosque se dio cuenta del final que le esperaba; pero no dio a entender nada. No

doblaba la cabeza ni se le metía el rabo entre las piernas; mostraba la misma resolución que de ordinario. ¿No atravesaba el bosque donde había sido el terror de los pequeños animales que lo habitaban? “¡Qué alegría sentirían muchos de los que están entre esa maleza si supieran la que me espera!”, se decía. Y se puso a menear el rabo y a dar ladridos de contento para que no se sospechara nada. Pero, de pronto, cambió su estado de ánimo: extendió el cuello y levantó la cabeza como para aullar. Y en vez de ir al paso del guarda, se fue quedando atrás; se echaba de ver que lo dominaba una idea desagradable. El verano apenas si había apuntado. Los ciervos acababan de dar al mundo sus pequeños y la víspera por la noche había conseguido Karr arrebatar a su madre un cervatillo que no tendría más allá de cinco días y que arrastró hacia una marisma. Allí lo había perseguido de otero en otero, no para darle caza, sino simplemente por el placer de ver el terror que le infundía. La madre, que sabía que en esta época del año, poco tiempo después del deshielo, no tiene fondo la marisma, y, por tanto, apenas sí puede sostener un gran animal como ella, permaneció cuanto le fue posible sobre la tierra firme; pero como su pequeño se alejaba más y más, se lanzó de golpe en la marisma y poniendo en fuga al perro recogió a su hijo y volvió hacia la orilla. Los ciervos son más hábiles que los otros animales para avanzar a través de las marismas y evitar el hundirse en el fango; los dos animales no revelaban temor por hallarse aún distantes de la tierra; peto, llegados cerca de la orilla, se hundió un Otero sobre el cual acababa de poner el pie la cierva madre, y ésta se hundió también en el limo. Fue en vano todo su esfuerzo, pues se hundía más y más. Karr miraba lo que estaba sucediendo sin atreverse a respirar; viendo que la cierva no aparecía se alejó de allí lo más aprisa que pudo. No ignoraba que le

esperaba una paliza terrible si se llegaba a descubrir que había sido la causa de la muerte de una cierva. Y le entró tal miedo que sólo dejó de correr al llegar a su casa. Tal es la aventura cuyo recuerdo acababa de asaltar a Karr; ninguna de sus antiguas hazañas lo había afligido de tal manera. Sin querer causar el menor mal a la cierva ni a su pequeño, les había ocasionado la muerte. “Tal vez no hayan muerto —pensó al cabo—. Puede que se hayan salvado.” Sintió un deseo violento de saberlo. El guarda no sujetaba el lazo muy fuerte; Karr dio un salto brusco y escapó, corriendo libremente a través de la marisma; estaba ya lejos cuando el guarda se repuso de su sorpresa. Corrió tras él y logró alcanzarlo en la marisma, en pie sobre un otero, a algunos metros de la tierra firme, aullando con todas sus fuerzas. Deseoso de saber lo que ocurría, avanzó arrastrándose sobre el hielo en cuatro patas. No tardó en descubrir una cierva ahogada en el limo. Junto a ella estaba su pequeñuelo, aún con vida, pero agotado, sin fuerzas para seguir lanzando su gemido. Karr se acercó al cervatillo y tan pronto lanzaba un aullido en demanda de socorro como lo lamía. El guarda llevó a tierra al pobrecito animal. El perro estaba loco de contento. Saltaba en torno del guarda dando ladridos y lamiéndole las manos. El guarda se llevó al cervatillo y lo encerró en su establo. Inmediatamente requirió auxilio de otros hombres para sacar a la cierva grande de la marisma; pasó bastante tiempo sin acordarse de que tenía que darle un tiro a Karr. Por fin llamó al perro y se lo llevó nuevamente al bosque. Una vez en camino debió cambiar de propósito porque desandando lo andado se encaminó hacia el castillo. Karr lo había seguido tranquilamente, pero viendo que lo conducían de nuevo a casa de su amo, se alarmó. Sin duda había comprendido el guarda que él, Karr, era la

causa de la muerte de la cierva, y ahora le aplicarían una buena porción de azotes antes de matarlo. Ser azotado parecíale a Karr la peor de las cosas. Le faltó el valor; llevaba la cabeza colgando y parecía no reconocer a nadie. El amo estaba en la escalinata. Karr se encogió cuanto pudo y se ocultó entre las piernas del guarda, cuando éste comenzó a hablar de los ciervos. Pero el guarda no relató la historia de la manera que temía el perro. Hizo el elogio de Karr. Este había sabido que los ciervos estaban en peligro y había querido salvarlos. —Que el señor me perdone —acabó diciendo—; pero yo no puedo matar este perro. Karr levantó las orejas. ¿Habría oído bien? Aunque no hubiera querido revelar su inquietud, no pudo retener un débil ladrido lastimero. ¿Era posible que el simple hecho de haber querido salvar los ciervos le valiera la vida? El dueño contestó que no podía menos que reconocer que Karr se había portado bien; pero como estaba decidido a no tenerlo un día más, pensó un poco acerca del partido que debía tomar. —Si tú te encargas de él y me garantizas que no volverá a cometer ninguna fechoría, lo dejaré con vida —dijo al fin. El guarda aceptó, y he aquí por qué Karr fue a habitar la casa forestal. Desde entonces dejó Karr de cazar furtivamente, no por miedo, sino por no disgustar al guarda que le había salvado la vida y al que le había tomado un gran cariño. Lo seguía por todas partes, y cuando el guarda cumplía su misión, lo precedía para vigilar el camino; cuando se hallaba descansando en su casa, Karr permanecía tendido a la puerta, inspeccionando a todos los que iban y venían. Cuando todo estaba en calma y ningún paso resonaba

en la carretera, cuando el guarda cuidaba sus plantas y sus legumbres, Karr se iba a jugar con el cervatillo. En un principio Karr no había tenido el menor deseo de ocuparse de él, pero como seguía a su dueño por todas partes, lo acompañaba también al establo en las horas que correspondía dar la leche al pequeñuelo Karr se sentaba delante del abrevadero y se entretenía viendo beber al cervatillo. El guarda había bautizado a éste con el nombre de Pelo Gris. Pero el animalito parecía enfermo, no crecía y su estado empeoraba cada vez más; por último acabó no levantándose del suelo ni aun al ver a Karr. El perro saltaba entonces sobre el abrevadero; una débil lucecilla iluminaba los ojos de la pobre bestia. Desde entonces Karr le hacía todos los días una visita, pasaba a su lado horas enteras, lamiéndolo, jugando y saltando con él, al par que le enseñaba lo que necesita saber un animal del bosque. Sin embargo, poco a poco se fue registrando un hecho notable: el cervatillo comenzó a mejorar y a crecer. Su crecida fue tan rápida que a las dos semanas no podía entrar donde estaban los becerritos y hubo necesidad de trasladarlo a un pequeño lugar de pastoreo cercado con una valía. Dos meses más tarde tenía unas patas tan largas que podía saltar la cerca sin dificultad. El guarda recabó entonces autorización para construirle una alta empalizada junto a un pequeño bosque donde el ciervo vivió algunos años, llegando a ser un ejemplar soberbio. Karr iba algunos ratos a hacerle compañía no ya por piedad, sino por afecto. El ciervo continuaba siendo melancólico y parecía indolente y desmayado; sólo Karr conseguía divertirlo y hacerlo jugar. Pelo Gris llevaba ya cinco años en casa del guarda forestal, cuando el propietario de aquel terreno recibió una carta del director de un jardín zoológico del extranjero

proponiéndole la venta del animal. El guarda quedó desolado, pero nada podía hacer. La venta del ciervo quedó resuelta. Karr supo pronto lo que se tramaba y corrió a instruir a su amigo. El perro estaba afligido ante la idea de perderlo; pero el ciervo aceptó su suerte con calma y no parecía contento ni descontento. —¿Es que piensas dejarte llevar sin resistencia? —le preguntó Karr. —¿Para qué resistir? —replicó el ciervo—. Ciertamente, prefiero continuar aquí; pero como me han comprado no tardarán en llevarme. Karr miró largo rato al ciervo, midiéndolo con los ojos. Se veía que no había alcanzado todavía el límite de su talla; no tenía los retoños muy desarrollados, la giba muy alta ni la crin tan espesa como los ciervos adultos aunque no era menos fuerte que ellos para defender su libertad. “Ya se ve que has estado siempre cautivo”, pensó Karr; pero nada le dijo. Karr no volvió a ver al ciervo hasta después de medianoche, a la hora en que sabía que Pelo Gris, luego de un sueño, hacía su primera comida. —Haces bien, Pelo Gris, dejándote llevar —le dijo-. Serás guardado en un jardín grande y gozarás de una vida sin sobresaltos. Lo único triste es que tengas que abandonar el país sin conocer el bosque. Ya conoces la divisa de los tuyos: “Los ciervos y el bosque son una misma cosa”, y tú no has Visto el bosque. El ciervo apartó la cabeza del trébol que comía: —De haber querido hubiese visto el bosque; pero yo no puedo salir del encierro —contestó con su acostumbrada indolencia. —En efecto, es imposible cuando se tienen las patas tan cortas —dijo Karr. El ciervo lo miró con el rabillo del ojo. Karr, siendo

tan pequeño, saltaba la empalizada varias veces al día. Pelo Gris se aproximó a la cerca, dio un salto y, sin saber cómo , se vio libre. Karr y Pelo Gris se encaminaron hacia el bosque. Era una hermosa noche, iluminada por la luna; finalizaba el verano; los árboles proyectaban sus grandes sombras. El ciervo caminaba lentamente. —Tal vez sea mejor volvernos —dijo Karr—. Tú no tienes la costumbre de correr por el bosque y puedes romperte las patas. El ciervo pareció no comprenderle; pero apresuró su marcha e irguió la cabeza. Karr lo llevó a la parte del bosque donde crecían enormes abetos, tan juntos que el viento casi no podía penetrar. —Aquí es donde los miembros de tu familia se ponen al abrigo de la tempestad y del frío —dijo Karr—. Pasan el invierno a pleno aire. Tú te alojarás mejor. Durante el invierno te meterán en un establo, como si fueras un buey. Pelo Gris no respondió; había detenido el paso y aspiraba con delicia el fuerte aroma resinoso que se desprendía de los pinos. —¿Tienes algo más que enseñarme —dijo al fin—, o me lo has mostrado todo? Karr lo condujo a una gran marisma, donde le mostró los islotes y las laderas abruptas. —Cuando los ciervos son perseguidos se salvan a través de esta marisma —dijo Karr—. No sé cómo lo consiguen, siendo tan grandes y pesados; pero no se hunden en el limo. Tú no podrías marchar por un terreno tan peligroso; pero, felizmente, no tendrás necesidad de intentarlo, porque a ti no te perseguirán jamás los cazadores. Pelo Gris no respondió; pero de un salto se lanzó a la marisma. Se sentía feliz al percibir el temblor de los islotes

bajo sus pies y corrió en todos sentidos por las laderas; después volvió al lado de Karr. —¿Hemos visto ya todo el bosque? —preguntó. —Todavía no —respondió Karr. Y condujo al ciervo hacia el arenal, donde crecían hermosos árboles llenos de hojas: robles, álamos y tilos. —Es aquí donde los de tu raza vienen a comer hojas y cortezas —dijo Karr—. Consideran eso como un regalo, pero tú tendrás en el extranjero mejor alimento. El ciervo contempló con admiración los árboles que extendían sobre su cabeza sus copas verdes. Y saboreó las hojas de los robles y la corteza de los álamos. —Esto es bueno y amargo —dijo——. Es mejor que el trébol. —Al menos lo habrás probado una vez —dijo el perro. Más arriba condujo al ciervo junto a un pequeño lago, cuyas aguas dormidas reflejaban las riberas envueltas de ligeras brumas vaporosas. Pelo Gris se detuvo de pronto. —¿Qué es esto? —gritó. El no había visto nunca un lago. —Es un lago —respondió Karr—. Tu gente tiene la costumbre de atravesarlo nadando de una a otra orilla. Tú no sabrás hacerlo, pero podrás darte un baño. Apenas dijo esto, Karr se echó al agua y se puso a nadar. Pelo Gris permaneció en tierra un buen rato; pero acabó por seguir al perro. Cuando el agua fresca envolvió blandamente su cuerpo, experimentó una voluptuosidad que lo hizo jadear; quería hundir su espalda bajo el agua y se alejó de la orilla; al observar que el agua lo sostenía , se puso a nadar. Nadaba cerca de Karr y parecía en su elemento. Cuando salieron a la otra orilla, Karr le propuso arrojarse al agua nuevamente. —Aún está lejos la mañana —objetó el ciervo—. Demos otra vuelta por el bosque.

Penetraron otra vez en el bosque. Pronto llegaron a un pequeño claro iluminado por la luna; la hierba y las flores brillaban bajo el rocío; allí pastoreaban grandes animales. Había un ciervo y varias ciervas, algunos más jóvenes y otros más pequeños. Al verlos se detuvo Pelo Gris. Apenas si fijó su mirada en las ciervas y los cervatillos; parecía fascinado ante un ciervo viejo, jefe de la tribu, que ostentaba un bosque de cuernos y una alta giba en sus lomos; una barba recubierta de largos pelos pendía de su cuello. —¿Quién es aquél? —preguntó Pelo Gris. Su voz temblaba de emoción. —Se llama el Coronado —contestó Karr —y es pariente tuyo. Tú también tendrás un día como él un bosque de cuernos y una crin, y si te quedaras en el bosque conducirías un rebaño como ése dentro de algún tiempo. —Puesto que es de mi familia —añadió Pelo Gris— voy a verlo más de cerca. Yo no había imaginado ver un animal tan soberbio. Se aproximó hacia el rebaño, pero al punto volvió corriendo hacia Karr, que se había quedado esperándolo bajo un árbol. —¿Acaso no te ha querido recibir? —le preguntó Karr. —Le he dicho que era la primera vez que veía a mis padres y él me ha amenazado con los cuernos. —Has hecho bien retirándote —dijo Karr—. Un joven como tú, que apenas si tiene los primeros cuernos, no puede medir sus fuerzas con los viejos ciervos. Hubiera sido otra la canción del bosque si él hubiera cedido sin resistencia. ¿Y esto qué puede importarte a ti, que no te has de quedar en él, porque tienes que vivir en el extranjero? No había acabado Karr, cuando Pelo Gris le volvió la espalda para marchar al lugar de donde venía. El viejo ciervo se puso ante él y comenzó la lucha. Cruzaban sus

cuernos y se embestían con todas sus fuerzas. Pelo Gris retrocedía a lo largo del claro del bosque, sin que al parecer supiera valerse de su fuerza; pero al llegar a los linderos del bosque hundió más firmemente sus patas en el suelo y arqueándose hizo un esfuerzo vigoroso y consiguió rechazar a su adversario. Luchaban en silencio, mientras su viejo rival soplaba y rechinaba sus dientes. De pronto se oyó el ruido de algo que se resquebrajaba. Era un retoño que saltaba del bosque de madera del viejo ciervo. Retrocedió bruscamente y huyó hacia el bosque. Karr esperaba a su amigo bajo los árboles. —Ahora ya has visto lo que hay en el bosque —le dijo a Pelo Gris al regresar—. ¿Quieres que volvamos a casa? —Si, ya es hora —respondió el ciervo. Caminaron en silencio. Karr suspiró varias veces como víctima de una decepción. Pelo Gris marchaba con la cabeza alta, contento de su aventura. Avanzó hacia su encierro sin vacilación; pero al llegar se detuvo. Recorría con su mirada el estrecho lugar donde había vivido, se fijaba en el suelo tantas veces pisado, en el heno pasado, en el pequeño abrevadero y en el sombrío rincón donde había dormido. —Los ciervos y el bosque son una misma cosa —gritó. Y tras esto echó atrás su cabeza y huyó precipitadamente hacia el bosque.

Una tarde Okka y su bandada descendieron a la orilla de un lago del bosque. Estaban todavía en Kolmarden Sudermania. La primavera se había retrasado, como ocurre siempre en las montañas. El hielo cubría el lago en toda su extensión, excepto una pequeña franja de agua en todo

el largo de la tierra. Los patos se precipitaron sobre el agua para lavarse y buscar alimento. Nils Holgersson, que había perdido un zueco por la mañana, corría entre los alisos y los álamos de la orilla, buscando algo con qué resguardar su pie. Debió ir bastante lejos para encontrar lo que buscaba. Había hallado un pedazo de corteza de álamo que se ajustaba bien a su pie, cuando escuchó a sus espaldas un rumor de hojas secas. Se volvió y advirtió una culebra que avanzaba hacia él. Era muy larga y muy gruesa. Nils vio que tenía una mancha clara en cada mejilla, y permaneció quieto. “No es más que una culebra —pensó— y no llegará a hacerme daño.” Pero la culebra se abalanzó sobre él y le dio tal golpe en el pecho que le echó de espaldas. Nils dio un salto y echó a correr, mas la culebra se lanzó en su persecución. El suelo era pedregoso y abundaba en maleza y no le era posible avanzar gran cosa. Y al descubrir una roca escarpada se dispuso a escalaría. Ya en lo alto vio que el animal trataba de seguirlo. Junto al muchacho, en la cumbre de la roca, había una piedra casi redonda, gruesa como una cabeza de hombre, situada junto a la pendiente y que parecía suelta. Viendo que se aproximaba la culebra, corrió Nils a ponerse tras la piedra y la empujó con toda su fuerza. La piedra rodó recta hacia la culebra, tropezó con ella y le aplastó la cabeza. —Ya estoy salvado —dijo Nils, exhalando un suspiro, mientras la culebra hacía algunos movimientos bruscos hasta quedar inmóvil—. Creo que no he corrido tanto riesgo como ahora en todo el viaje. Apenas se había repuesto del susto, oyó un batir de alas y vio un pájaro que descendía cerca de la culebra. Este pájaro tenía la altura y el aspecto de una corneja,

pero su plumaje era negro completamente y con reflejos metálicos. El muchacho se ocultó prudentemente en un hoyo. Guardaba muy vivo recuerdo de su aventura con las cornejas. El pájaro negro describió algunas vueltas en torno del cadáver y, por último, lo empujó con el pico. Tras esto batió dos o tres veces las alas y gritó con voz sobreaguda: —Es Indefensa, la culebra; la he encontrado muerta aquí. Todavía dio otra vuelta alrededor del cadáver y se entregó, al parecer, a profundas reflexiones, mientras se rascaba la nuca con una pata. —No es posible que en el bosque haya dos culebras tan grandes — dijo al fin—.. No puede ser más que ella. Y se dispuso a hundir su pico en el cuerpo de la culebra; pero se contuvo de pronto. —No seas bestia, Bataki —murmuró—. ¿Cómo es posible que pienses en comerte la culebra antes de haber llamado a Karr? No querrá creer que Indefensa, su enemiga, ha muerto, si no lo ve con sus propios ojos. Nils trataba de mantener su serenidad; pero el pájaro estaba tan solemnemente ridículo, yendo y viniendo y hablando consigo mismo, que el muchacho no pudo reprimir la carcajada estrepitosa que se le escapó. Lo oyó el pájaro y de un vuelo se plantó sobre la roca. Nils se levantó y fue hacia éL —¿No eres tú el llamado Bataki el cuervo amigo de Okka? —le preguntó. El pájaro se quedó mirándolo y agitó tres veces su cabeza. —¿Serás tú, acaso, el que vuela en compañía de los patos silvestres y al que llaman Pulgarcito? —Soy el mismo —contestó Nils. —¡Qué suerte haberte encontrado! ¿Podrías decirme quién ha matado esta culebra?

—La ha aplastado una piedra que he hecho rodar desde lo alto de la roca —dijo Nils. Y acto seguido le refirió cuanto había acontecido. —Eso está muy bien para un hombrecito como tú —dijo el cuervo—. Yo tengo por aquí un amigo que se pondrá muy contento cuando sepa la muerte de la culebra y, por mi parte, me consideraría muy feliz si pudiera prestarte algún servicio. Bataki había vuelto la cabeza y aguzaba el oído. —¡Escucha! —prorrumpió de pronto—. Karr no está lejos. ¡Qué contento se pondrá! Entonces Nils aguzó el oído. —Habla con los patos silvestres. —Habrá venido a la orilla del lago para enterarse del paradero de Pelo Gris. El muchacho y el cuervo se dirigieron rápidamente hacia la orilla. Todos los patos habían salido del agua y habían entablado conversación con un perro viejo, tan cansado y tan débil, que se esperaba verlo caer de un momento a otro. —Mira a Karr -dijo Bataki a Nils—. Dejémoslo que oiga lo que le cuenten los patos y después le diremos que la culebra ha muerto. Okka decía: —Fue como te digo, cuando hicimos nuestro último viaje de primavera. Habíamos partido una mañana Yksi, Kaksi y yo del lago Siljan, en Dalecarlia, y atravesábamos los grandes bosques de la frontera entre Dalecarlia y el Halsingland. A nuestros pies no veíamos más que los árboles, de un verde sombrío. La nieve estaba todavía dura y los ríos helados, con algunos agujeros negros aquí y allá; a lo largo de las riberas la nieve se había fundido ya. De pronto distinguimos tres cazadores. Se deslizaban sobre esquís y llevaban perros de caza, pero no escopetas. La superficie de la nieve era muy dura y firme, y como no

tenían por qué seguir los caminos tortuosos, corrían rectamente delante de ellos. Parecían saber muy bien hacia dónde iban. “Nosotros volábamos muy alto y vislumbrábamos todo el bosque. Habiendo visto a los cazadores sentíamos grandes deseos de ver la caza. Dimos algunas vueltas sobre el bosque para ver mejor entre los árboles. De súbito, en una espesura, descubrimos algo parecido a gruesas piedras enmohecidas. Aquello no podían ser piedras porque no estaban cubiertas de nieve. Nos dejamos caer en medio de la espesura. Los tres bloques de piedra se movieron. Eran tres ciervos, un macho y dos hembras. El macho se puso en pie ante nuestra proximidad. No he visto jamás animal más grande ni más hermoso. Al ver que sólo eran tres pobres patos silvestres los que lo habían despertado, se volvió a acostar.” “No, no, abuelo, no vuelvas a dormirte —le dije—. Sálvate lo antes posible, porque tres cazadores se dirigen hacia aquí.” “Te doy las gracias, madre pata; pero has de saber que la caza del ciervo está prohibida en esta época. Esos cazadores habrán salido a cazar zorras.” “Por todas partes hay huellas de zorras, pero los cazadores no se fijan en eso. Créeme. Saben dónde están ustedes y vienen a matarlos. No llevan escopetas y van armados de cuchillos y venablos, porque no se atreven a disparar una escopeta en esta época del año.” El ciervo permanecía en calma, pero las dos hembras comenzaban a impacientarse. “Los patos pueden tener razón”, dijeron, incorporándose a medias. “Estén tranquilas —dijo el ciervo—; no vendrán cazadores por aquí; pueden estar seguras.” No podíamos conseguir nada y nos elevamos sin alejamos mucho de aquel lugar. Cuando estaríamos a la altura a que acostumbramos volar, vimos salir al ciervo de la espesura. Husmeó en tomo suyo y fue hacia los cazado-

res. Al marchar pisaba las ramas secas, que se rompían con estrépito. Una gran marisma descubierta surgió ante su paso. Y fue a apostarse en sitio muy visible, en el centro precisamente. Permaneció allí hasta que los cazadores desembocaron en el bosque. Entonces echó a correr para ponerse a salvo, pero no hacia el lugar de donde había salido. Los cazadores azuzaron los perros y corrieron rápidamente tras ellos, montados en sus esquis. El ciervo, con la cabeza tendida sobre su espalda, corría a toda velocidad; la nieve volaba en grandes copos a su alrededor. Perros y cazadores se quedaron muy atras. Entonces se detuvo como para escucharlos y cuando los vio venir escapó nuevamente. Comprendimos que trataba de llevar a los cazadores lejos del sitio donde estaban las ciervas. La caza duró dos o tres horas. Nosotros nos asombrábamos de ver tan obstinadamente a los cazadores tras semejante corredor, siendo así que no llevaban escopetas. ¿Cómo podían esperar cogerlo? Mas pronto observamos que el ciervo no corría ya con tanta rapidez. Ponía los pies sobre la nieve con mayor prudencia y cuando los sacaba dejaba huellas de sangre. Entonces comprendimos por qué lo perseguían tanto los cazadores y por qué no se descorazonaban. Contaban con la nieve. El ciervo era pesado y a cada paso se hundía más y la superficie endurecida de la nieve le rascaba las patas, arrancándole los pelos y la piel. Los cazadores sobre sus esquís y los perros que corrían con bastante ligereza sobre la helada superficie le seguían siempre. El ciervo huía, huía; pero sus pasos eran cada vez más inciertos, tropezaba y soplaba violentamente. Sufría mucho y se agotaba de fatiga en la nieve endurecida. Al fin perdió la paciencia y se detuvo para que se aproximaran

los perros y los cazadores y luchar con ellos. Mientras los esperaba lanzó una mirada hacia el cielo y nos descubrió: “¡Van a ver mi fin, pájaros silvestres! —gritó——. Cuando atraviesen el bosque de Kolmarden busquen a Karr, el perro, y díganle que su viejo amigo Pelo Gris ha muerto bellamente.” Al llegar el relato a este punto se levantó el perro y se dirigió hacia Okka: —Pelo Gris ha llevado una buena vida —dijo——. Me conocía mucho. No ignoraba que soy un perro valiente y que me satisfacía saber que ha tenido una muerte digna. Cuéntame ahora... Levantó el rabo e irguió la cabeza para recobrar su aspecto fiero y valeroso, pero decayó pronto su ánimo esforzado. —¡Karr, Karr! —gritó en este momento una voz humana desde el bosque. El viejo perro se irguió de nuevo. —Es mi amo que me llama —dijo— y no puedo retardar mi vuelta. Hace un momento le he visto cargar su escopeta. Hemos venido al bosque por última vez. Te doy las gracias, pato silvestre. Ahora sé cuanto necesitaba para marchar contento hacia la muerte.

VIII EL BELLO PARQUE Al anochecer de aquel día los patos volaron hacia los terrenos de Sörmland, al sitio llamado Stora Djulö. Allí estaba la gran casa blanca con su parque de álamos detrás del edificio y delante un lago de forma irregular y accidentadas riberas. Aquello presentaba un aspecto de cosa antigua y atrayente, por lo que al cruzar por encima suspiró el chicuelo, diciendo: —¡Qué bien me encontraría yo en un sitio así para descansar después de la caminata del día, en vez de ir a parar sobre una húmeda piedra o un frío pedazo de hielo! Pero no había que pensar en ello. Los patos aterrizaron a bastante distancia de la parte norte del lindero del bosque, el cual se hallaba tan inundado, que sólo algunos terruños asomaban de trecho en trecho sobresaliendo de las aguas. No tenía duda de que la noche que le esperaba iba a ser la peor de todas las que había pasado durante el viaje. Permaneció un buen rato sobre las espaldas del pato sin saber cómo arreglárselas: pero saltando por fin a tierra,

empezó a brincar de terruño en terruño, rápidamente, con dirección a la vieja casona. Aconteció que justamente aquella noche algunos hombres se hallaban sentados en torno del fuego, en una cabaña perteneciente a Stora Djulö, hablando acerca del sermón, de los trabajos del campo durante la primavera y del tiempo. Y conforme el tema de la conversación se fue agotando pidieron a una vieja, que era madre del dueño de la cabaña, que les relatara alguna historia de duendes. Y la vieja comenzó diciendo que hubo un tiempo en que existía un castillo con un bello parque sobre un montículo, en cuyo sitio sólo se veía hoy el bosque. Y sucedió que un señor, que se llamaba Carlos y que en su tiempo dominaba toda la Sörmlandia, había llegado de viaje al castillo. Después de comer y beber marchó a dar un paseo por el parque, donde permaneció largo rato contemplando el hermoso paisaje que desde allí se divisaba. Pero cuando más tranquilo se hallaba en la contemplación del mismo, pensando en que no había tierra más hermosa que aquélla, se percató de que alguien suspiraba a sus espaldas. Se volvió y pudo ver que un viejo jornalero se encontraba trabajando la tierra. “¿Eres tú el que suspira de ese modo? —le preguntó—. ¿Qué te obliga a suspirar?” “¿No le parece que tengo motivo para ello cuando día tras día me veo obligado a trabajar la tierra?”, contestó el interpelado. Pero el caballero Carlos, que era brusco de temperamento y no gustaba de oír lamentos, le dijo: “¿No tienes ninguna otra cosa de qué quejarte? Yo te puedo decir que me daría por muy satisfecho si pudiese siempre venir a cavar esta nuestra tierra de Sörmlandia.” “Dios quiera que suceda como usted desea”, contestó el jornalero. “Cuentan las gentes que el caballero, solamente por haber dicho estas palabras, no tuvo sosiego en su sepultura después de muerto y que todas las noches acostumbraba a ir a Stora

Djulö para trabajar la tierra de su parque. Bien, es verdad que ahora no hay allí castillo ni parque. Donde estuvieron éstos sólo existe un bosque; pero si alguien quisiera atravesarlo durante la noche oscura, pudiera muy bien darse el caso de que llegara a ver el parque.” Aquí suspendió la vieja su relato y miró en dirección a un oscuro rincón, diciendo: —¿No hay ahí algo que se mueve? —No, madre —contestó la nuera—. Prosiga su relato; no es nada. Ayer vi que los ratones hicieron un agujero; pero como tuve tantas otras cosas de que ocuparme, no hubo tiempo de taparlo. Díganos si ha visto alguien el tal parque alguna vez. —Sí —contestó la vieja—. Mi mismo padre lo vio en cierta ocasión. Atravesaba el bosque una noche de verano cuando, de modo inesperado, se halló frente a una tapia, por encima de la que sobresalían los árboles más raros, tan cargados de frutas y flores que sus ramas se inclinaban sobre el muro. Mi padre continuó con gran cuidado su marcha, pensando cómo había podido surgir aquel parque. Se abrió entonces rápidamente un portón y apareció el jardinero, que le preguntó si quería ver el parque. Tenía el jardinero su azadón en la mano y se cubría con una blusa como las que se usan en estos oficios. Se disponía mi padre a seguirlo, cuando se fijó en su cara, viendo con asombro que aquella cara era la misma , con su misma frente invadida por los cabellos y la misma barba, que había visto en los retratos del caballero Carlos que existían en todas las casas señoriales que poseyera. Nuevamente suspendió la vieja el relato. Una chispa había saltado de la chimenea iluminando la estancia por un momento, y entonces creyó ver junto al agujero de los ratones algo minúsculo que se movía y que se apresuró a desaparecer.

—Continúa, madre —dijo la nuera. Pero la vieja no quiso. —Ya hay bastante por hoy. Dijo esto con una voz tan extraña que, si bien los presentes querían continuar oyendo el relato, fue entonces la misma nuera la que se opuso, porque la veía palidecer y porque veía también cómo temblaban sus manos. —No, madre, ya hay bastante por esta noche; debes estar cansada y te conviene dormir. Un rato después volvía el pequeño Nils al bosque donde se hallaban los patos. Daba mordiscos a una zanahoria que había encontrado y que saboreaba como una espléndida cena, después de haber pasado algunas horas en el templado ambiente de la cabaña. si.

“¡Si yo pudiese encontrar ahora dónde pasar la noche!”, pensó para

Entonces se le ocurrió que quizá fuese lo mejor buscar refugio en las tupidas ramas de un abeto que se hallaba junto al camino. Trepó hacia lo alto, unió dos ramas y allí dispuso su cama para dormir. Durante un rato permaneció despierto, reflexionando sobre lo que había oído respecto al caballero Carlos, durmiéndose después. Y hubiese dormido tranquilamente hasta bien entrada la mañana si a poco no le despertara el ruido de una verja que se abría a sus pies. Se incorporó al momento, se restregó los ojos y miró en derredor. Junto a él vio una gran tapia, por encima de la cual sobresalían unos árboles tan cargados de frutas y flores, que sus ramas se inclinaban a su peso. Aquello le pareció muy raro, porque recordaba que al llegar no había visto allí ninguna clase de árboles frutales; pero pronto cayó en cuenta, por los recuerdos que acudían a su memoria, de lo que debía ser aquel huerto. Lo mas extraño fue que, en vez de sentir miedo, experimentaba un vivísimo deseo de entrar en él.

Allá, en las altas ramas del abeto en que se había refugiado, era grande la oscuridad y se sentía frío; pero en el huerto había luz y le parecía ver brillar las flores y los frutos bajo los vivos reflejos solares. ¡Qué bien, disfrutar de este calor veraniego cuando tanto tiempo había sentido el frío y las inclemencias del tiempo! Para llegar hasta el parque no había obstáculo alguno. El portón del muro estaba al pie del mismo árbol y un viejo jardinero acababa de abrir, asomándose como si esperara a alguien. En un breve instante bajó del árbol, y gorro en mano, saludó al jardinero, preguntándole si podría ver el parque. —Sí, señor —contestó el jardinero con voz algo bronca—. Puede usted pasar. Cerró luego el portón con llave y guardó ésta en su cinturón mientras le contemplaba el muchacho. El jardinero se internó en el parque a largos pasos y esto obligó al muchacho a correr para seguirlo. Conforme iban llegando a unas y otras veredas del jardín, que era en verdad maravilloso, el bueno del jardinero iba dando explicaciones al muchacho, diciéndole: —Este jardín se llama Sörmlandia. Y tan contento se hallaba el chicuelo, que de buena gana se hubiera quedado en cuantos sitios visitaba. Llegaron a un lugar denominado el palacio de Eriksberg, y le preguntó el jardinero si quería penetrar en él, sin dejar de advertirle que de hacerlo debía tener cuidado con la mujer del casero. Contemplaba atónito el muchacho las riquezas que en cuadros, tapices, libros y otros ornatos ostentaba el castillo, cuando oyó la voz del jardinero invitándole a salir, lo que se apresuró a hacer sin ver más que una mitad del castillo. —¿Cómo te ha ido? —le preguntó el jardinero—. ¿Has visto a la mujer del casero?

—No he visto a ningún ser viviente —contestó el pequeño. La contrariedad se reflejó en el semblante del jardinero, que dijo: —La mujer del casero encontró descanso y yo no. La misma escena se repitió en otro edificio donde el jardinero le encargó que buscara a la dama blanca, a la que tampoco pudo hallar, lo que motivó que fuese en aumento la contrariedad del jardinero, exclamando como antes: —La dama blanca encontró descanso y yo no. Llegaron también ante una iglesia y penetró en ella, no sin haberle encargado el jardinero que tratase de ver al obispo Rogge. Tampoco lo halló, y el jardinero dijo: —El obispo Rogge descansa y yo no. Y llegaron a un bello islote, y le dijo: —Entra en él si te place, pero ten cuidado de no encontrarte con el rey Erik. Y Nils tampoco vio al rey Erik. Y el jardinero dijo: —El rey Erik encontró descanso y yo no. Y así fueron pasando por unos y otros sitios, hasta que advirtió el muchacho que se iban acercando hacia el lugar de salida. Quiso darle el muchacho las gracias al jardinero cuando se hallaban junto a la puerta, pero el jardinero no se cuidó de oírle; le pedía sólo que le sostuviera el azadón mientras él abría la puerta; pero el muchacho, llevado del deseo de no molestarlo, le dijo que no era necesario, pues era tan pequeño que podía pasar cómodamente entre los barrotes sin necesidad de que la puerta se abriese. Y así lo hizo. Esto llevó al jardinero a la mayor desesperación, que se tradujo en un violento pataleo y fuertes sacudidas cogido a los hierros de la puerta. —¿Qué es eso, qué es eso? ¿Por qué se disgusta tanto? —preguntó el chiquillo—. Yo sólo quise evitarle molestias.

—¿No crees que tengo motivos para ello? —replicó el viejo jardinero—. Si tú hubieses tomado el azadón hubieras quedado aquí guardando el parque y yo me vería libre del encantamiento. Ahora ya no sé cuánto tiempo más tendré que permanecer en este sitio. —No debe disgustarse por ello, caballero Carlos de Sörmlandia —le contestó—, porque no habrá nadie que venga a cuidar de su parque como usted lo hace. Apenas hubo concluido Nils de expresarse así, quedó como silencioso y quieto el jardinero, y poco a poco se fue desvaneciendo el parque hasta desaparecer con sus flores, sus frutos y su luz, cual si hubiese sido una neblina, quedando todo sumido en la más completa oscuridad.

IX EL DESHIELO Era la primera hora de la mañana. Los dos pequeños esmalandeses, Asa, la guardadora de patos, y el pequeño Mats, caminaban por la carretera que de Sudermania conduce al Narke. Esta carretera se extiende a lo largo de la ribera sur del lago Hjelmar, y los niños contemplaban el hielo que aún cubría la mayor parte del lago. El sol de la mañana esparcía su claro resplandor y el hielo no tenía el aspecto sombrío y engañador que tan frecuentemente ofrece durante la primavera; lucía blanco y refulgente. Asa, la guardadora de patos, y el pequeño Mats, caminaban hacia el norte pensando en los muchos pasos que se ahorrarían si pudieran atravesar el gran lago en vez de darle la vuelta. No ignoraban los peligros que ofrece confiarse al hielo de la primavera, pero el que estaban viendo parecía completamente sólido. Se fijaban también en que había trazado un camino y que la otra orilla del lago parecía tan próxima que bastaría una hora de caminata para alcanzarla. —¡Intentémoslo! —repuso el pequeño Mats—. Sólo

con que procuremos no caer en ningún agujero creo que podremos llegar muy bien. Se aventuraron a través del lago. El hielo no estaba muy resbaladizo y se mantenía firme bajo los pies. Sin embargo, había un poco más de agua de lo que imaginaban; a trozos se presentaba el hielo poroso y dejaba pasar el agua con cierto borbolleo. Estos eran los escollos que había que evitar, pero nada más fácil en pleno día y bajo tan hermoso sol. Los niños avanzaban rápidamente, sin experimentar fatiga, felicitándose de la buena ocurrencia de atravesar el lago, lo que les permitía evitar un gran rodeo por caminos reblandecidos por la reciente lluvia. Habían llegado cerca de la isla de Vinöd. Una vieja mujer que les vio desde la ventana salió a toda prisa, haciéndoles señales desesperadas con los brazos y diciendo algo que no entendían. Sin embargo, comprendieron que la mujer les indicaba la conveniencia de no continuar su camino. Pero ellos, que estaban sobre el hielo, veían mejor que nadie que no corrían ningún peligro. Hubiera sido una cosa estúpida abandonar tan buen camino. Al pasar la isla apareció ante ellos una vasta extensión de dos o tres leguas por lo menos; por allí había ya lagunas tan grandes que era preciso bordearías; y encontraron una diversión en ver cuál de los dos daba mejores pasos. No sentían hambre ni fatiga. A veces, mirando a la otra orilla, asombraban se de verla todavía tan lejos a pesar de que llevaban caminando una hora larga. —Creo que la orilla se aleja de nosotros —dijo el pequeño Mats. En medio de esta gran llanura de hielo nada había que pudiera protegerles contra el viento oeste que a cada minuto aumentaba su violencia y les plegaba los vestidos contra su cuerpo, de tal manera que les hacía bastante

penosa la marcha. Este viento frío y penetrante era el primer motivo de disgusto que encontraron. Lo que les causaba un gran asombro era que el viento llegara con mucho ruido, como si trajera hasta allí el estruendo de un gran molino o de una fábrica. ¿De dónde podía llegar tal batahola? Habían pasado a la parte izquierda de la gran isla de Valen y les parecía ya próxima la costa septentrional; pero al mismo tiempo iba haciéndose el viento más molesto y aumentaba el ruido casi ensordecedor que le acompañaba. Hubo un momento en que creyeron que este ruido nacía de las olas que se estrellaban contra la ribera entre espumas. Pero ¿cómo había de ser esto posible si el lago permanecía helado? Detuvieron el paso y miraron en torno de ellos. Entonces descubrieron a lo lejos, hacia el oeste, una blanca muralla de escasa altura que cortaba el lago de parte en parte. En el primer momento la tomaron como un montículo de nieve que bordeara un camino; pero no tardaron en comprender que aquello no era otra cosa que la espuma de las olas que se lanzaban contra el hielo. Al ver esto se cogieron de la mano y echaron a correr sin pronunciar palabra. El lago se había abierto allá abajo, en el Oeste, y se habían dado cuenta de que la línea blanca avanzaba rápidamente hacia el este. ¿Iría a deshielarse el lago por todas partes? Presentían la magnitud del peligro. Ante su paso se levantaba el hielo de improviso: se hinchaba y después se hundía, como si alguien lo empujara desde abajo. Al mismo tiempo se oía un golpe seco que partía del hielo y se abrían muchas grietas en todas direcciones. Las veían extenderse por la superficie. Siguió un momento de calma y luego otra vez la

hinchazón y el lento hundimiento de la capa de hielo. Las grietas se convertían en hendiduras y el agua borbollaba a través de las mismas. Después las hendiduras se convertían en hoyos y el hielo iba reduciéndose a grandes bancos flotantes. —Asa —dijo el pequeño Mats—, esto es el deshielo. —Sí, es el deshielo; pero aún podremos llegar a tierra. Corre, corre. En efecto, al oleaje y al viento aún les quedaba mucho que hacer para desembarazar el lago de hielo. Lo más costoso había quedado hecho al abrirse la capa de hielo, pero los grandes bancos habían de quedar reducidos a pedazos, y éstos desmenuzados, pulverizados, fundidos. Quedaban todavía grandes extensiones de hielo resistente y endurecido. Lo que aumentaba el peligro para los niños era el no ver un vasto horizonte; les era imposible saber dónde les cortarían el paso las ranuras recién abiertas. Corrían al azar y en vez de aproximarse se alejaban de la tierra. Extraviados, espantados ante el hielo que crujía y se fundía, se detuvieron al fin y se echaron a llorar. En ese momento pasó sobre sus cabezas una bandada de patos silvestres cortando el aire en vuelo rápido. Gritaban hasta ensordecer. Los niños creyeron oír en medio de este griterío unas palabras que decían: —Vayan hacia la derecha, hacia la derecha, hacia la derecha. Siguieron este consejo, pero pronto se detuvieron de nuevo ante una gran laguna, indecisos. Los patos gritaron nuevamente, y los niños creyeron oír estas palabras: —Esperen donde están, esperen donde están. Los niños no contestaron, pero obedecieron. Los bancos de hielo no tardaron en unirse, facilitándoles el paso de este modo. Otra vez se dieron la mano para correr

juntos. El extraño socorro que les prestaban los patos les infundía tanto temor como el peligro. Cuando vacilaron de nuevo ante el camino a recorrer, dijo la misma voz: —Sigan adelante, sigan adelante. Así continuaron durante media hora. Por último llegaron a la punta de Sunger y pudieron abandonar el hielo y ganar la orilla a través de agua poco profunda. Era tan grande el miedo que se había apoderado de ellos, que al llegar a tierra firme no se detuvieron a contemplar el lago, donde las olas comenzaban a golpear los bloques de hielo. Pasó un momento antes que Asa se detuviera. —Espera un poco aquí, pequeño Mats —le dijo—. Yo he olvidado una cosa. Y al llegar corriendo a la orilla se puso a buscar en su zurrón y sacó un pequeño zueco, que colocó bien visible sobre una piedra. Tras esto corrió hacia su hermano. Apenas hubo vuelto la espalda, un gran pato blanco descendió hasta la piedra y, tras apoderarse del zueco, se remontó rápidamente.

X LA FUNDICION Durante el día en que los patos silvestres atravesaron las montañas de Bergslagerna sopló un fuerte viento oeste, el cual llegó a tal extremo de violencia que, cuando aquellos trataron de dirigirse hacia el norte, se sintieron arrastrados hacia el este. Como Okka temía que la zorra anduviese por la parte este de aquellas tierras, se resistía a seguir tal dirección y se obstinaba en orientar su vuelo hacia el norte. En su lucha contra el viento no pudieron los patos adelantar gran cosa, por lo que al sobrevenir la tarde se hallaban a escasa distancia del lugar de partida. Declinaba el sol cuando el viento dejó de soplar, y los patos, abrumados de fatiga, creyeron que su vuelo se haría más fácil y que podrían hacer un buen recorrido antes que desapareciera por completo la luz solar. Mas de repente se desencadenó un irresistible huracán, que arrastró a los patos, lanzándolos por los aires como si fuesen pompas de jabón. El chicuelo, que ya se creía seguro y que se había aposentado tranquilamente sobre el lomo del pato predi-

lecto, fue arrebatado por el viento, y su cuerpecito, dado su poco peso, fue llevado a impulsos del viento, por lo que en vez de caer al suelo verticalmente, quedó largo rato a merced del aire que soplaba con furia, cayendo finalmente a tierra como si fuese débil hoja desprendida de un árbol. Pulgarcito cayó de espaldas en un gran hoyo y como tuvo la suerte de que el descenso fuese lento, no se hizo ningún daño. Repuesto del susto consiguiente, se levantó del duro suelo, recogió su gorro. y empezó a hacer señales con el mismo para llamar la atención de sus compañeros de viaje, sin dejar de repetir a voz en cuello: —Estoy aquí. ¿Dónde están ustedes? Estoy aquí. Como transcurriera el tiempo y Okka no apareciese, trató de consolarse haciéndose algunas reflexiones. Pensó que el viento debió llevarse a los patos muy lejos y se decidió a marchar en su busca apenas amainase. Por lo que vio a su alrededor pudo comprender que aquello era una mina que debió estar en explotación años antes, y se disponía a trepar para salir del hoyo en que había caído, cuando oyó un sordo bramido al par que le sujetaban por la espalda. —¿Puedes decirme quién eres? —le preguntaron. Se volvió, y en el primer momento de su asombro creyó ver ante él una gran piedra gris; pero pronto pudo observar que lo que tomó por una piedra era un ser viviente que tenía cuatro patas, unos ojos brillantes y una boca enorme. Pulgarcito recibió tal impresión que no pudo articular palabra. Era un oso. Este parecía dispuesto a devorarlo, a engullirlo sin más averiguaciones; pero así como fue contemplándole cambió de opinión y acabó llamando a gritos a dos oseznos que tenía, diciéndoles: —Vengan, vengan, que tengo algo bueno para ustedes. No tardaron en aparecer, con paso incierto, los ca-

chorritos, que tenían una piel suave como si fueran perritos, y dirigiéndose a su madre le preguntaron: —¿Qué es lo que has encontrado para nosotros? Enséñanoslo. —Ahí lo tienen —contestó. Y dándole una patada a Pulgarcito, lo lanzó hacia sus hijos. Uno de los cachorros le cogió con su boca por el pescuezo y se lo llevó corriendo, aunque sin apretar demasiado los dientes, porque quería divertirse con aquel monigote antes de matarlo. El otro cachorro, que no quería verse desposeído, corrió tras su hermanito para arrebatarle la presa, entablándose entre los dos una lucha que le devolvió a Nils la libertad. Y mientras los oseznos encontraban se en su lucha, el pequeño comenzó a trepar con gran ansia por entre los arbustos, buscando en éstos su salvación; pero los oseznos, que adivinaron sus intenciones, se abalanzaron hacia él, consiguiendo hacerlo caer de nuevo en el fondo de la hendidura donde se hallaban. Con su actitud le hicieron comprender al pequeño Nils cómo debe ser tratado un pobre ratón cuando cae en las garras de un gato. Y los osos jugaron con el infeliz Nils como los gatos con los ratoncillos. —Corre otra vez —le decían cuando, tras correr mucho, caía el pobrecito muerto de cansancio, sin poder moverse—. Como no corras más, te comemos. —Ya podéis hacerlo -contestaba Nils—. No tengo fuerzas para continuar corriendo. Ante esta contestación, y viendo que Nils apenas si daba señales de vida, fueron a contárselo a su madre, diciéndole: —Ya no quiere jugar más. A lo que les contestó la madre:

-Entonces, se lo pueden comer, haciendo dos partes iguales. Pero la orden de la madre no fue cumplida. Los cachorros se habían divertido tanto con el pequeño, que prefirieron guardarlo para el día siguiente, y para que no pudiese escapar se lo llevaron con ellos con el objeto de que se durmiera junto a la madre, y los dos le pusieron una pata encima para que no se moviese. Pronto se quedaron todos dormidos. El cansancio y el agotamiento de Nils sobrepasaban la angustia de su situación. Pasó algún tiempo hasta que el rodar de unos pedruscos los despertó a todos, viendo entonces Nils con verdadero espanto que junto a ellos se hallaba un gran oso que, muy irritado, decía: —Olor a carne humana siento por aquí. —¿Cómo puedes suponer tal cosa? —contestó la madre. —He andado buscando nuevo albergue para nosotros. El hombre parece que quiere quedarse solo en la tierra. Hasta ahora nos hemos alimentado de bayas y plantas; no hemos molestado a ganados ni a personas, y, a pesar de ello, no se nos deja tranquilos en el bosque. En las abandonadas galerías de estas minas lo hemos pasado bastante bien durante muchos años —añadió el oso—; pero ahora que se han hecho en estas cercanías instalaciones tan ruidosas, las gentes no nos dejan vivir y en estos días estuve dando vueltas por las montañas de Garpenberg, donde hay también buenos escondrijos y podríamos evitar el encuentro del hombre. Apenas el oso hubo dicho esto, se levantó dando señales de inquietud, diciendo: —Es extraño; cuando hablo del hombre percibo de nuevo el mismo olor de antes. —Ve y busca por ti mismo si es que no te fías de lo que yo digo — replicó la osa.

El oso salió y regresó después de olfatear por todos los rincones. La casualidad quiso que uno de los cachorros se moviese y colocase una de sus patitas sobre las narices de Nils, con lo que el chicuelo no pudo menos que estornudar. Apenas lo hubo hecho, el oso, fuera de sí, separó a los hijuelos del regazo de su madre y descubrió al pobre Nils antes que éste se pudiese mover, y de seguro lo hubiera devorado si la osa no se hubiese interpuesto, gritando: —No lo toques; es propiedad de nuestros hijitos. Han estado jugando con él toda la tarde y no se lo han comido por guardarlo hasta mañana. —No te mezcles en asuntos que no conoces —dijo el oso—. ¿No ves que esto es un hombre y si nos descuidamos nos hará alguna mala pasada? Ya había abierto la boca para dar el primer bocado cuando recurriendo Nils a los fósforos de azufre, que siempre llevaba consigo, encendió uno rápidamente, frotándolo sobre el pantalón, y se lo aproximó al oso. Este, molestado por el olor y extrañado por aquella luz, retrocedió y, lleno de curiosidad, le preguntó al chicuelo: —¿Tienes otras muchas lucecitas como ésa para poder encender? —Tantas —dijo el chiquillo para amedrentar al oso-que con ellas podría incendiar todo el bosque. —Entonces —le replicó el oso—, ¿podrías incendiar igualmente casas y fábricas? —Eso sería para mí fácil en extremo —contestó con petulancia el chicuelo. —Me alegro, porque entonces podrás hacerme un favor y me alegro de no haberte comido. Puestos de acuerdo, cogió el oso entre sus dientes

con gran cuidado al chicuelo y rápidamente lo llevó a una altura próxima, desde la que se dominaban las fábricas y fundiciones, y preguntó: —¿Podrías incendiar unos talleres tan grandes como éstos? —El hecho de que sean grandes o pequeños, oso, no tiene para mí importancia. alguna —manifestó el pequeño Nils, jactándose de su poderío. —Óyeme, pues —dijo el oso—: hace años no había aquí más que un par de herrerías que trabajaban sólo algunas horas al día; pero hoy se han hecho tan grandes estas fábricas que se trabaja sin parar de noche y de día, y es ya tanta la gente que hay en ellas que no nos es posible vivir aquí como no destruyamos esto. Y cogiendo de nuevo con la boca al chiquillo, lo llevó con sigilo hasta las tapias de las fábricas, las que le mostró, diciéndole: —Si las haces arder, te perdono la vida; pero si no, acabo contigo. El chiquillo comprendió que aquello no era fácil. La techumbre era de teja y pidió al oso un poco de tiempo para reflexionar. Quería con ello ver la manera de ingeniarse un medio para salir del atolladero; pero por más que pensaba, nada se le ocurría. El oso, que en un comienzo accedió a su petición, se inquietaba, exigiéndole una pronta resolución. —¿Quieres o no quieres? —le preguntaba. El chicuelo, pensativo, se llevó la mano a la frente; estaba convencido de que no debía intentar nada que redundase en perjuicio del hierro, que tan buen auxiliar ha sido siempre del hombre, tanto rico como pobre, y que proporcionaba el pan a muchísimos obreros de aquella comarca. —No quiero —contestó Nils con decisión. El oso se abalanzó sobre él, oprimiéndole entre sus

—No conseguirás —continuó diciendo el muchacho— que yo destruya fábricas en las que se trabaja el hierro, que tan grandes beneficios proporciona a la humanidad. —Entonces no habrá salvación para ti —le replicó el oso. —Ni la espero —exclamó Nils, dirigiendo una mirada de rabia al formidable oso que le sujetaba. Tan entregados estaban ambos a su disputa, que ninguno de los dos advirtió la presencia de un hombre que se había aproximado al lugar donde se encontraban, hasta que el bruñido cañón de una escopeta brilló muy cerca de ellos. Al darse cuenta de la proximidad del arma salvadora le gritó al 050: —Huye; de lo contrario, morirás. El oso salió escapando, pero no sin llevar entre sus dientes al chicuelo. En este instante sonaron dos disparos. Las balas pasaron rozando las orejas del oso, sin hacer blanco. “Nunca he sido tan tonto como ahora —pensaba Nils mientras corría el oso—. Si no le hubiese dicho nada, el oso hubiera sido muerto y yo habría recobrado la libertad.” Tan acostumbrado estaba a hacer el bien a los animales, que aun sin proponérselo había salvado al oso. Cuando el fiero animal hubo recorrido un buen trecho a través del bosque, detuvo su marcha y dejó a Nils sobre el suelo con todo cuidado. Y le dijo: —Muchas gracias, pequeñín; esas balas me hubiesen alcanzado de no haberme advertido a tiempo. Tras esto salió de estampía como si le persiguiese un grupo de cazadores o una jauría. Y Nils quedó completamente solo, sin poder darse cuenta de lo que le había sucedido. Los patos silvestres volaron toda aquella noche en busca de Nils, hasta que el cansancio los rindió, posándose profundamente entristecidos. Poco después se hallaban

entregados al sueño. Ninguno de los patos dejaba de creer que su compañero se había estrellado en la caída, por lo que temían no encontrarle ya nunca. Así es que a la mañana siguiente, al despertarse con el amanecer, fue extraordinario el júbilo de la bandada de patos al ver que Nils dormía entre ellos. Sentían tales ansias por saber lo que le había acontecido a Nils, que nadie pensó en levantar el vuelo para ir en busca de alimento. Y allí permanecieron todos hasta que Nils terminó de referirles lo que le había sucedido con el oso. —Y ya saben cómo he llegado hasta ustedes —terminó diciendo. —No, no lo sabemos; te equivocas. Nosotros no sabemos nada. Creíamos que te habías estrellado al caer. —Óiganme, pues, y les contaré. Y tras una pausa, añadió: —Al dejar al oso trepé a lo alto de un abeto y me dormí. A los primeros albores del día observé que se aproximaba hacia mí una gran águila que, cogiéndome entre sus garras, me llevó consigo. ¡Y entonces sí que creí llegado mi último momento! Pero no fue así, porque el águila no hizo más que traerme directamente, en rápido vuelo, hasta donde estaban, y entre ustedes me dejó. —¿Y no te dijo el águila quién era? —le preguntó Okka. —No —contestó Nils—. Marchó tan ligera, que no me dio tiempo ni para darle las gracias. Okka miró a sus compañeros como interrogándoles acerca de lo que pudiera pensarse del suceso; pero todos miraban hacia el espacio como si no les importase lo que acababan de oír. —No debemos olvidar que todavía no hemos almorzado esta mañana —dijo Okka. Y abriendo sus alas emprendieron los patos el vuelo.

XI LA INUNDACION Durante varios días había hecho un tiempo espantoso al norte del lago de Málar. El cielo estaba uniformemente gris, el viento silbaba y la lluvia azotaba el suelo. Hombres y mujeres sabían que no se tiene por menos la primavera; pero tal tiempo no dejaba de agotar su paciencia. No sólo se alarmaban los hombres porque el Málar pudiera desbordarse. También los ánades que guardaban sus huevos entre los juncos de la orilla, y los topos que vivían a lo largo de la ribera y que tenían pequeñuelos que no se podían valer, se sentían dominados por una gran angustia. Todos, hasta los grandes y altivos cisnes, comenzaban a temer la desaparición de sus nidos y sus huevos. Sus temores estaban fundados; la crecida del agua duró varios días. Los prados bajos del Grifolm quedaron inundados de tal modo que el gran castillo no se separaba de tierra por ningún estrecho canal, sino por una amplia extensión de agua. Por esta época Esmirra, la zorra, andaba husmeando por un pequeño bosque de álamos, al norte del Malar.

Pensaba siempre en los patos y en Pulgarcito; habiendo perdido sus huellas, se preguntaba constantemente de qué manera lograrla atraparlos. Se hallaba en un momento de abatimiento cuando advirtió a Agar, la paloma mensajera, sobre una rama. —Estoy encantada de verte, Agar —le dijo Esmirra—. Tal vez tú puedas decirme dónde se encuentran en este momento Okka y su bandada. —Es posible que lo sepa —respondió Agar—; pero ten la seguridad de que no te lo diré nunca. —No me importa gran cosa —respondió Esmirra con indiferencia— con tal de que accedas a transmitirle un mensaje que se me ha confiado. Ya sabes en qué deplorable estado se encuentran las riberas del Malar. La inundación es tan grande, que el numeroso pueblo de los cisnes que habita en la bahía de Hjelsta está a punto de perder sus nidos y sus huevos. Luz del Día, el rey de los cisnes, ha oído hablar de un hombrecito que acompaña a los patos y que conoce el remedio para toda clase de males; me ha encargado que rogara a Okka que vaya con Pulgarcito a la bahía de Hjelsta. —Puedo transmitirle el mensaje —dijo Agar—; pero no veo el modo de que ese hombrecito pueda socorrer a los cisnes. —Ni yo tampoco —añadió Esmirra—; pero se asegura que sabe vencer todo género de dificultades. —Lo que me causa también gran asombro es que el rey de los cisnes envíe sus mensajes por medio de una zorra —objetó Agar. —Efectivamente, nosotros somos enemigos en tiempo ordinario — confesó Esmirra con una voz muy dulce—, pero en los grandes desastres es preciso apoyamos mutuamente. En todo caso, tal vez convenga que no le digas a Okka que este mensaje te lo ha transmitido una zorra, porque de lo contrario abrigaría sospechas.

Mälar es la bahía de Hjelsta. Esta tiene unas riberas muy bajas; el agua poco profunda se ve invadida por los cañaverales. Esta bahía ofrece una excelente residencia a los pájaros que allí viven en paz. Hay un pueblo numeroso de cisnes; el propietario del antiguo dominio real de Ekolsund, situado a corta distancia, ha prohibido la caza -en la bahía con el fin de no inquietarles. Apenas le fue transmitido el mensaje, Okka voló hacia la bahía de Hjelsta. Al llegar con su bandaba una tarde se dio cuenta de la magnitud del desastre. Los grandes nidos de los cisnes, arrancados por las aguas, flotaban a merced del viento. Algunos se habían deshecho ya, dos o tres se habían volcado y los huevos que contenían brillaban en el fondo del agua. Los cisnes se habían reunido en un rincón del este, donde estaban más al abrigo del viento. Aunque habían sufrido mucho con la inundación, su excesivo orgullo no les permitía demostrar su pena. —¿Para qué lanzar gemidos? —se decían—. Las fibras y las briznas de hierba no nos faltan. Reharemos nuestros nidos, y en paz. Como ninguno de ellos había tenido la idea de pedir socorro, no sospechaban ni remotamente que Esmirra hubiese enviado un mensaje a los patos silvestres por mediación de Agar. Ascendían a varios centenares y se hallaban formados respetando el rango que concede la edad: los jóvenes en la periferia, los mayores y los más sabios en el centro, alrededor de Luz del Día, el rey, y de Nieve Serena, la reina, que, además de tener el privilegio de los años consideraban a la mayoría de los cisnes como descendientes suyos. Los patos silvestres habían bajado al Oeste de la ba-

hía, y Okka inició en seguida su nado hacia los cisnes. El mensaje había causado mucha sorpresa, pero, considerándolo como un gran honor, no podía dejar de prestarles su ayuda por nada del mundo. Ya cerca de los cisnes miró hacia atrás para ver si los patos que la seguían nadaban a distancias iguales y en línea recta. —Ahora naden vivamente y bien —dijo a todos No miren a los cisnes como si no hubieran visto jamás nada bello, y no se preocupen de lo que les puedan decir. No era la primera vez que hacía una visita al viejo rey y a la reina de los cisnes. La habían recibido siempre con la distinción a que tenía derecho una pata tan notoria y que había viajado tanto. No obstante, se resistía a cruzar entre todos los cisnes que formaban su acompañamiento. Jamás se consideraba tan pequeña, gris y humilde como cuando estaba con ellos, y a su paso les había oído más de una vez llamarle raro y pobre animal; pero, prudentemente, nunca se había dado por aludida. Esta vez todo parecía marchar conforme a su deseo. Los cisnes se apartaban deferentemente y los patos silvestres nadaban como en una avenida en la que los grandes pájaros, blancos y sedosos, abrían calle. Estaban verdaderamente hermosos cuando extendían sus alas como velas para presentarse más bellos ante los visitantes. No hicieron ninguna manifestación de desagrado y Okka no salía de su asombro ante su comportamiento. “El rey ha debido darse cuenta de sus modos incorrectos y les habrá llamado la atención para que sean corteses”, pensó para sí Okka. Mas, de repente, descubrieron los cisnes al pato blanco que nadaba el último de la larga fila. Un murmullo de sorpresa y de desprecio se escapó de los cisnes, que con su delicadeza de modales comenzaron a agitarse.

—¿Cómo es eso? —gritó uno—. ¿Es que los patos silvestres tratan de llevar también plumas blancas? —¡No vayan a imaginar que con eso van a ser cisnes! —añadió otro. Y todos gritaban más y mejor, haciendo gala de sus voces fuertes y sonoras. Imposible resultaba convencerles de que era un pato doméstico el que les acompañaba. —Ese debe ser el rey de los patos, en persona. —¡Qué insolencia! —Eso no es un pato, es un ánade doméstico. Los gritos se cruzaban; el gran pato blanco, recordando la orden de Okka, se hacía el sordo y nadaba todo lo rápidamente que podía. Los cisnes, cada vez más exasperados, se volvían agresivos. —¿Qué es esa rana que lleva a la espalda? —preguntó uno-. Los patos creían, sin duda, que no reconoceríamos que esto es una rana vestida de hombre. Los cisnes, tan bien alineados al principio para dejar paso a los patos, se agitaban y nadaban en todas direcciones, empujándose para ver mejor al pato blanco. Okka había llegado justamente frente al rey de los cisnes y se disponía a informarse sobre la ayuda que se había solicitado de ellos, cuando el rey observó la agitación que dominaba entre los suyos. —¿Qué ocurre? ¿No he ordenado que se muestren amables con los patos? —dijo con voz desabrida. La reina partió para apaciguar a su pueblo y Luz del Día se volvió de nuevo hacia Okka. Pero la reina regresó al punto, poseída de verdadero enojo. —Hay un pato blanco allá —gritó-—. Esto es vergonzoso. No me asombra que se revuelvan los nuestros. —¡Un pato silvestre blanco! —exclamó el rey—. ¡Qué locura! No hay ninguno. Tú has debido equivocarte. En tomo del pato los empujones habían llegado al límite.

hacia él. Entonces el viejo rey, que era más fuerte que todos, se lanzó adelante, apartando los cisnes y abriéndose camino hacia el pato. Pero cuando vio al gran pato blanco montó en cólera como los demás cisnes. Furioso, se precipitó sobre el pato y le arrancó dos plumas. —Esto te enseñará, pato, lo que cuesta venir a donde están los cisnes ataviado de esa manera —gritó. —¡Echa a volar, pato, echa a volar! —le ordenó Okka, comprendiendo que los cisnes le arrancarían hasta su última pluma. —¡Echa a volar, pato, echa a volar! —gritó también Pulgarcito. Pero el pato, cercado por los cisnes, no tenía bastante sitio para extender las alas. Por todas partes le tendían los cisnes sus fuertes picos para desplumarle. El pato se defendía como podía, dando picotazos a diestro y siniestro. Los patos atacaron también a los cisnes pero el resultado del combate no hubiera sido dudoso, de no recibir los patos un refuerzo inesperado. Una curruca, que veía lo que estaba sucediendo, lanzó un agudo pío como el que sirve a los pajaritos para advertir la presencia de un gavilán o un halcón. Apenas hubo lanzado el mismo pío por tercera vez, todos los pequeños que volaban por allí se lanzaron como flechas en forma de un enjambre ruidoso, hacia la bahía de Hjelsta. Los débiles pajarillos se lanzaron sobre los cisnes. Les picoteaban los oídos, les cegaban con sus alitas y les hacían perder la cabeza, gritándoles: —¡Tengan vergüenza, cisnes! ¡Tengan vergüenza, cisnes! El ataque de los pajarillos fue de corta duración; pero cuando ya habían escapado y los cisnes pudieron reponerse de la sorpresa, los patos silvestres se habían echado a volar hacia la otra ribera.

XII EL NUEVO PERRO GUARDIAN Afortunadamente para los patos, los cisnes eran demasiado soberbios para perseguirlos. Así es que pudieron dormir con toda tranquilidad en un campo convertido en cañaveral. En cuanto a Nils Holgersson, era tan grande el hambre que sentía, que no podía cerrar los ojos. que yo encuentre algo para comer”, se En este tiempo de inundación no era difícil encontrar un barquichuelo para ganar la orilla próxima. El muchacho saltó sobre una tabla que las olas habían empujado hacia los cañaverales, y provisto de un pequeño palo logró navegar remando hacia tierra. La alcanzaba ya, cuando oyó cierto chapoteo a su lado. Se mantuvo quieto un momento, ojo avizor, y no tardó en descubrir un cisne hembra que dormía en su gran nido, a escasos metros de distancia. Vio también una zorra que se adentraba por el agua con el propósito de sorprenderlo. -¡Ea, ea! ¡Todos en pie! – grito Nils.

Y con la percha dio varios golpes sobre el cisne dio un salto, pero la zorra hubiera tenido ti atraparlo de no haber preferido lanzarse sobre el muchacho.. Nils vio venir a la zorra y echó a correr a la rada. Ante él se extendían extensos y continuados Ningún árbol al que poder subir, ningún boque guarecerse; no tenía más remedio que escapar c diera de la persecución. El chicuelo corría bien, prendió que no podía habérselas con la zorra. Felizmente, era corta la distancia que le ser dos pequeñas cabañas cuyas ventanas estaban iluminadas Nils corrió hacia la luz, convencido de que la zorra alcanzarle por el camino. La zorra iba a echarle encima; pero Nils se escabulló con brusco ad zorra perdió con esto un poco de tiempo y en estuvo Nils la suerte de tropezar con dos hombres volvían del trabajo. Los dos hombres parecían fatigados. No hubiera la zorra ni al muchacho, aunque ambos pasado ante sus narices. Nils no se creyó obligad les socorro. Se contentaba con seguirlos muy creyendo que la zorra no se atrevería a aproxima hombres. Estos caminaron hasta llegar a una de las donde entraron. Nils proyectaba seguir tras sus pasos, en la puerta vio un grande y temible perro muy peludo, que avanzó al encuentro de su amo hizo cambiar de idea, quedando en la parte de ah —¡Escucha, perro guardián! —dijo en voz baja vez hubieron cerrado la puerta los hombres—. ayudarme a atrapar una zorra? El perro guardián tenía la vista cansada; hecho muy arisco y perverso a fuerza de permanecer atado. A las palabras de Nils respondió con un ladrido furioso.

—¿Atrapar una zorra? ¿Quién eres tú para burlarte de mí? Acércate más y te enseñaré a no burlarte de mí. —No temo acercarme —respondió Nils, corriendo hacia él. Al verlo, se quedó el perro tan estupefacto que no pudo decir palabra. Nils añadió: —Yo soy el que llaman Pulgarcito y que acompaña siempre a los patos silvestres. ¿No has oído hablar de mí? —Creo, en efecto, que los gorriones han gorjeado algo referente a ti —dijo el perro—. Parece que has hecho grandes cosas. —He tenido, realmente, mucha suerte hasta aquí —respondió el muchacho—; pero esta vez puedo darme por muerto si tú no me salvas. Me persigue una zorra, que se ha ocultado detrás de esta casa. —Ya la olfateo —respondió el perro-. Pronto saldrás de este peligro. El perro comenzó a gruñir, llegando todo lo lejos que le permitía la cadena. —Ya no aparecerá por aquí en toda la noche —dijo contento de sí mismo y volviendo al lado de Nils. —Es preciso hacer algo más que ladrar para comerse esa zorra — respondió Nils—. Va a volver y yo me he prometido que tú la has de escarmentar. —Te burlas de mí —dijo el perro. —Vamos a tu garita y te expondré mi plan. El muchacho y el perro entraron en la garita. Pasó un momento, durante el cual se les oyó cuchichear. Algunos minutos después la zorra avanzaba el hocico tras una de las esquinas de la casa. Como todo estaba en calma, se deslizó al corral. En busca del muchacho husmeó hasta cerca de la garita, y sentándose sobre sus patas, a una distancia prudente, se dio a reflexionar sobre el modo de hacer salir a Nils de su escondite. De repente sacó el perro su cabeza y gruñó:

—¡Vete: si no, te muerdo! —Estaré aquí hasta que quiera. No serás tú el que me haga levantar el campo —respondió la zorra. —¡Vete! —gruñó el perro otra vez—. Si no, será ésta la última noche en que trates de cazar. Pero la zorra no hizo más que reír con soma y permaneció quieta. —Yo sé muy bien hasta dónde llega tu cadena —dijo. —Ya te he advertido tres veces —aulló el perro saliendo de la garita— . ¡Tanto peor para ti! Dichas estas palabras dio un salto y alcanzó a la zorra sin ninguna dificultad, pues estaba suelto. El muchacho le había desprendido de su cadena. Hubo algunos instantes de lucha, pero la victoria fue del perro; la zorra yacía en tierra, sin movimiento. —Quieta, porque si no te mato —gruñó el perro. Y cogiendo a la zorra con sus dientes, por el cuello, la arrastró hacia su garita. El muchacho se aproximó con la cadena, la puso al cuello de la zorra y la sujetó bien. La zorra no se atrevía a hacer el menor movimiento. —Creo, Esmirra, que serás un buen perro guardián -dijo Nils a guisa de despedida.

XIII FINDUVET No hay nadie más dulce en el trato ni dotado de mejor corazón que la patita cenicienta Finduvet. Todos los patos silvestres la amaban mucho y el pato blanco era de los que se arrojarían al fuego por ella. Cuando Finduvet pedía alguna cosa, ni la misma Okka se atrevía a negársela. Apenas llegada al lago Malar reconoció el paisaje. Más allá del lago se extendía el mar, donde sus padres y sus hermanos habitaban un pequeño islote. Y solicitó de los patos silvestres dar una vuelta por allí antes de emprender el vuelo hacia el norte. ¡Se alegraría tanto su familia al verla! Fue tan insistente su mego, que todos acabaron por ceder, aunque los patos silvestres llevasen gran retraso, si bien la vuelta que iban a dar no alargaría el viaje más de un día. Se pusieron en camino por la mañana, después de una buena comida, volando hacia el este por encima del Mälar. Finduvet tenía dos hermanas llamadas Ala bonita

Ojo de Oro. Aunque muy inteligentes y de gran resistencia en el vuelo, no tenían el bonito plumaje ni las buenas inclinaciones de Finduvet. Siendo unas rapazuelas de color amarillento, ya empezaron los pescadores a demostrar sus preferencias por Finduvet, por lo que las hermanas la miraron con envidia. Cuando los patos silvestres se detuvieron en los islotes, Ala Bonita y Ojo de Oro picoteaban las hierbecillas de la orilla. —Mira qué pájaros más hermosos —dijo una hermana—; parecen cisnes. ¡Qué apuestos son! —Pero calla —exclamó la otra, llena de asombro—; ahí está Finduvet, que dejamos abandonada en Oland para que muriese de hambre, después de haberla obligado a tal vuelo que se descoyuntaron sus alas. Ya verás cómo esto acabará mal. Como se enteren nuestros padres, nos echarán de los islotes. Mientras hablaban las dos hermanas, los patos silvestres arreglaban un poco su plumaje para marchar seguidamente en busca de los padres de Finduvet, que solían hallarse siempre por aquellos lugares. Los padres de Finduvet eran buenos y acostumbraban prodigar consejos y auxilios a los que allí llegaban. Cuando la pata Okka levantó el vuelo al frente de su bandada, que volaba de un modo admirable, le salieron al encuentro los padres de Finduvet para darle la bienvenida, y antes que cruzaran el saludo, se les apareció la propia Finduvet, que, con gran júbilo, les dijo: —Aquí estoy. ¿Me conocen? Comenzó entonces una alegre charla, y cuando los patos silvestres referían cómo habían salvado a Finduvet, llegaron a todo correr, dando la bienvenida desde lejos, las hermanas, que se mostraban muy contentas de la llegada de Finduvet. Pero los celos habían aumentado el odio de las dos

hermanas contra Finduvet, por cuanto la suponían en amores con el pato blanco, siendo así que ellas no los tenían más que con el ordinario pato gris. Esta fue la causa de que emplearan toda clase de ardides para que desapareciera Finduvet y corriera peligro de muerte el pato blanco. El último que pusieron en juego para lograr su intento fue el siguiente: como se hiciese hora de marchar, las dos hermanas dijeron a Finduvet que no debía ausentarse sin ir antes a cierta cabaña a despedirse del pescador que la habitaba. Como Finduvet temiera ir sola a aquel lugar, rogó a Pulgarcito y al pato blanco que la acompañasen, y una vez allí entró Finduvet en la cabaña, mientras sus compañeros la esperaban en un sitio cercano. Como a poco oyesen la señal de partida de Okka y viesen salir de la cabaña a una pata gris, emprendieron el vuelo para unirse rápidamente a la bandada. Habían volado largo rato cuando Pulgarcito observó que el pato que les seguía no tenía el dulce batir de las alas de Finduvet; y al percatarse del engaño de que habían sido víctimas, el pato blanco y Pulgarcito se dirigieron contra él. Este, en vez de huir, se aprestó a la defensa, y lanzándose sobre el pato blanco cogió a Pulgarcito con su pico y siguió volando. Era la misma Ala Bonita, la que, a pesar de la persecución de que fue objeto por parte de la bandada, quizá se hubiera podido vengar en Pulgarcito si la casualidad no hubiera hecho que desde una barquilla se le disparara con tal acierto, que la carga le pasó muy cerca. Y el tiro le causó tal impresión de miedo que abrió el pico y Nils cayó al agua, junto a la barquilla, logrando salvarse. Ella huyó despavorida.

XIV ESTOCOLMO Hace algunos años vivía en Skansen, el gran jardín de Estocolmo donde se han reunido tantas cosas antiguas y curiosas, un buen hombre llamado Klement Larsson. Era del Halsingland y había venido al Skansen para tocar viejas melodías populares con su violín. Acostumbraba ejercer el oficio de músico ambulante, por la tarde particularmente. Durante la mañana custodiaba una de esas sugestivas y viejas casas de aldea que han sido transportadas al Skansen desde todos los rincones de Suecia. En sus primeros tiempos, Klement se consideraba muy feliz de poder pasar su vejez de tal modo; pero no tardó en sentirse irritado contra cuanto le rodeaba, sobre todo durante las horas en que actuaba de guardián. Lo pasaba menos mal cuando acudía la gente a visitar la casona pero, a veces, Klement permanecía solo durante horas enteras. Entonces sufría tanto y añoraba de tal modo su país, que pensaba en abandonar el puesto y renunciar al empleo. Klement era muy pobre; sabía que de volver a su país tendría que implorar la caridad pública. Por tanto, se esforzaba en conservar su ocupación, pero cada vez se consideraba más desgraciado.

Una hermosa tarde de primeros de mayo, habiendo alcanzado unas horas de libertad, descendió Klement por la inclinada pendiente de Skansen. Allí tropezó con un pescador que regresaba a casa con su red al hombro. Era un joven vigoroso que iba frecuentemente al Skansen a ofrecer las aves marinas que lograba capturar vivas. Se llamaba Asbjörn. Klement le había visto muchas veces. El pescador detuvo a Klement para preguntarle si el director del jardín estaría allí, y Klement a su vez le interrogó acerca de lo que llevaba para vender. —Yo te mostraré lo que llevo —dijo el pescador—; pero, en cambio, aconséjame sobre el precio que puedo pedir. Y extendió su red. Klement retrocedió despavorido al verlo. —¿Qué es eso, Asbjörn? —balbuceó——. ¿Has hecho tú eso? Recordaba que, siendo niño, había oído hablar a su madre de los duendes, que vivían bajo tierra y se enfadaban cuando los niños gritaban demasiado o no eran buenos. Ya mayor, creyó que su madre había inventado esta historia de los duendes para obligarle a estar quieto. ¡Y ahora he aquí que en el capazo de Asbjörn veía uno! —Yo no lo he acechado —dijo-—; es él quien ha venido a mí. Yo he ido al mar esta mañana muy temprano. Casi no había dejado la tierra cuando pasó volando una bandada de patos silvestres. He disparado mi escopeta y he errado el tiro, pero ha caído de lo alto este hombrecito; ha caído en el agua, tan cerca de mi barca, que yo no he tenido más que alargar la mano para cogerlo. —No habrá sido herido, ¿verdad? —preguntó Klement. —No, no; está sano y salvo. Al caer no sabía dónde estaba y le he atado de pies y manos con un bramante

para que no se escapara. Y he pensado en seguida en que esto era algo bueno para el Skansen. Klement se sintió con el alma oprimida. Todo lo que había oído contar en su infancia sobre los duendes, de su espíritu vengativo y de su prontitud en socorrer a los amigos, le vino a la memoria. Jamás habían tenido buena suerte los que habían tratado de coger a un duende. —¿No ha dicho nada? —preguntó Klement. —Sí; en el primer momento ha tratado de llamar a los patos, pero yo le he mordazado para impedirlo. —Pero, Asbjörn, ¿en qué pensabas? —gritó Klement, aterrorizado—. ¿No comprendes que se trata de un ser sobrenatural? —Yo no sé qué es esto —replicó Asbjörn, impasible—. Que lo decidan otros. Yo me daré por satisfecho sólo con que me lo compren. Dime lo que tú crees que me puede dar el director. Klement guardó silencio un momento. Una angustia infinita le apretaba el corazón. Le parecía que su madre estaba a su lado suplicándole que fuese bueno con “la gente menuda”. —Yo no sé lo que el director te dará, Asbjórn —le dijo-; pero te ofrezco veinte coronas si quieres dejármelo. Al oír que se le ofrecía tan grande suma, el pescador miró a Klement casi desvanecido. Imaginó que Klement creía sin duda que el duende estaba dotado de un poder secreto que quizá le sería útil, y como tenía la vaga impresión de que el director seria menos generoso, aceptó. El músico callejero metió al duende en uno de sus largos bolsillos, regresó al Skansen y penetró en una de las cabañas donde no había visitantes ni guardián. Después de cerrar cuidadosamente la puerta sacó al prisionero, que

todavía tenía los pies y las manos ligados y la boca amordazada, y le puso sobre una mesa. —Y ahora escucha bien lo que voy a proponerte —dijo Klement—. Yo sé que los seres de tu especie no quieren ser vistos de los hombres y que aman entregarse solos a sus quehaceres. He decidido ponerte en libertad; pero con la condición expresa de que permanezcas aquí en el jardín hasta que te permita salir. Si aceptas, mueve la cabeza tres veces. Klement miraba con esta esperanza al duende; pero éste continuó inmóvil. —No estarás mal aquí —continuó Klement—. Te prepararé todos los días una píldora con comida suficiente, y tendrás tantas cosas que hacer que el tiempo no te parecerá largo. Pero no saldrás de aquí hasta que yo te lo permita. La señal será la siguiente: mientras yo te ponga la comida cada mañana en un tazón blanco, permanecerás aquí, y cuando te la dé en uno azul, será la señal para que puedas irte. Klement se calló de nuevo, esperando que el hombrecito hiciera los movimientos de cabeza; pero no se movía. —Entonces -dijo Klement— no me queda más que entregarte al director del jardín. Te encerrará en una jaula y toda la gente de la gran ciudad de Estocolmo vendrá a verte. Esta perspectiva debió de desagradar mucho al duende, porque éste se apresuró a mover tres veces la cabeza. —Muy bien -dijo Klement, tomando su cuchillo para cortar el bramante que sujetaba las manos del pequeño. Después se dirigió hacia la puerta. El pequeño se desató los pies y se quitó la mordaza. Cuando se volvió para darle las gracias a Klement Larsson, éste había desaparecido.

Al llegar Klement a la parte de fuera cruzó ante él un caballero de edad, alto y erguido, que parecía dirigirse a un lugar próximo desde donde se divisaba un espléndido panorama. Klement no recordaba haberlo visto nunca, pero el caballero debía conocerlo, porque deteniendo el paso le dirigió la palabra: —Buenos días, Klement. ¿Cómo te va? ¿Te encuentras, acaso, enfermo? Parece que has enflaquecido. Las maneras del anciano eran tan amables y atrayentes, que Klement le demostró la mayor confianza, refiriéndole lo mucho que le atormentaba la añoranza de su país. —¡Cómo! ¿Te disgusta vivir en Estocolmo? —le preguntó el viejo—. ¿Cómo es posible? El caballero habla adoptado una actitud casi de enojo. Después, con aire maravillado, dijo que aquellas palabras sólo las podía pronunciar un pobre campesino del Halsingland. Y comenzó a hablar con el tono de bondad que había mostrado al principio. —¿No has oído referir nunca cómo fue fundada la ciudad de Estocolmo? De no ser así comprenderías que tu nostalgia no es más que una quimera. Vamos a sentarnos en aquel banco y te hablaré de Estocolmo. (Y en una larga y amena charla el caballero le refirió toda la historia de Estocolmo a través de los siglos.) Luego terminó diciéndole: —Y ahora, Klement, vas a hacerme un favor: yo te enviaré un libro sobre Estocolmo que leerás. Tú debes familiarizarte con la ciudad, porque esta ciudad no sólo pertenece a los hijos de Estocolmo: te pertenece también a ti, lo mismo que a toda Suecia. Recuerda, Klement, al leer la historia de Estocolmo, lo que te he dicho: Estocolmo tiene el poder de atraer a todo el mundo. Primero se instaló aquí el rey; después construyeron sus palacios los grandes señores. Y ahora, Estocolmo no sólo pertenece a sí misma y a la región circundante: pertenece a todo el

reino. Y cuando leas en tu libro todas las cosas que se han reunido en Estocolmo, piensa también, Klement, en lo que se ha traído aquí. Mira esas viejas casonas; en ellas se bailan las danzas antiguas. Mira esos trajes antiguos, esos viejos utensilios caseros. Aquí viven músicos ambulantes y recitadores de leyendas y de cuentos de hadas. Todas las cosas buenas y antiguas que hay en el Skansen las ha traído aquí Estocolmo para glorificarías y transmitirlas con honor al pueblo. Pero para leer tu libro precisa, Klement, que te sientes en esa altura. Es necesario que veas la alegría de las olas espumantes y la hermosura de esas riberas deslumbradoras. Es preciso que estés como encantado, Klement. El anciano había elevado el tono de la voz; ahora resonaba fuerte e imperiosa y sus ojos despedían destellos de luz. Se levantó y se despidió de Klement con un leve ademán de la mano. Y comprendiendo Klement que el que le había hablado era un gran señor, se inclinó profundamente.

Al día siguiente un lacayo del palacio real llevó a Klement un libro voluminoso y una carta. Esta decía que el libro era regalo del rey. Después de este acontecimiento Klement Larsson estuvo durante varios días con la cabeza trastornada. Al cabo de una semana fue a presentar la dimisión al director. Se sentía obligado a regresar a su país. —¿Y por qué? —le preguntó el director—. ¿No estás contento aquí? —Ahora estoy más contento que nunca; pero es preciso que me vaya. En realidad, Klement estaba ante la mayor perplejidad de su vida; el rey le había ordenado que estudiara la

historia de Estocolmo y que aprendiera a divertirse; pero ¿cómo había de renunciar él a la felicidad que le reportaría el referir en su país que el rey en persona le había dado tal orden? Tenía necesidad de reunir gente a su alrededor, un domingo a la salida de misa, para contar a todos lo amable que había sido el rey, al sentarse a su lado, en un banco, hablándole largo rato a él, pobre y viejo músico de aldea, sin otro propósito que curarle de su nostalgia. ¡Qué bonito sería referir esto a los viejos lapones y a los pequeños dalecarlianos del Skansen! ¿Qué opinarían de esto en su país? Aun teniendo que parar en el asilo de los pobres, Klement no sería ya un hombre desgraciado. Era otro e iba a gozar desde entonces de una consideración nueva. Y este deseo era invencible en él. El director tuvo que dejarlo partir.

XV EL AGUIIA Entre las montañas de la Laponia, muy lejos, al norte, había un viejo nido de águilas colgando del saliente de una abrupta pendiente rocosa. El nido de las aves de rapiña estaba construido con ramas de pino. Las águilas habían habitado las altas cimas rocosas y los patos silvestres el fondo del valle. Todos los años solían aquéllas raptar algunos, teniendo siempre el cuidado de no arrebatarles tantos que los patos acabaran por no volver más. Los patos silvestres, a pesar de esto, sacaban provecho de la presencia de las águilas. Estas eran unas bandoleras, pero mantenían a distancia a los otros piratas del aire. Tres años antes que Nils Holgersson viajara con los patos silvestres, la vieja pata guía Okka contemplaba una mañana el nido de las águilas desde el fondo del valle. Las águilas marchaban de caza poco después de salir el sol. Los veranos precedentes había vigilado Okka su partida todas las mañanas, con el fin de asegurarse de que no escogían nunca el valle como terreno de caza.

Y no tuvo que esperar mucho tiempo. Hermosos, aunque temibles, los dos pájaros se lanzaron pronto a través de los aires, dirigiéndose hacia la llanura cultivada. Okka lanzó un suspiro de satisfacción. La vieja pata había cesado de poner sus huevos y de criar a sus pequeñuelos; el verano lo pasaba yendo de uno a otro nido y dando consejos sobre el modo de incubar los huevos y de cuidar a los pequeños. Además, vigilaba no sólo a las águilas, sino a las zorras alpinas, a los búhos y a los otros animales enemigos, que constituían una amenaza para los patos y sus crías. Cerca de mediodía se puso Okka a espiar la vuelta de las águilas, como acostumbraba desde años antes. Por su vuelo conocía si habían hecho buena caza, en cuyo caso se sentía tranquila por la suerte de los suyos; pero este día no las vio regresar. “Decididamente, me hago vieja —pensó después de haber esperado largo rato—. Las águilas deben estar en su nido hace tiempo.” Durante el transcurso de la tarde no cesó de vigilar la montaña, esperando ver a las águilas sobre la cima, donde ordinariamente reposaban hasta la hora del crepúsculo; no viéndolas, fue al lago donde acostumbraban bañarse. Y de nuevo se lamentó de hacerse vieja. No podía creer que las águilas hubiesen dejado de regresar. Al día siguiente se levantó muy temprano con ánimo de ver a las águilas; pero fue en vano. En cambio, oyó en medio de la calma del amanecer un grito a la vez furioso y lastimero y que parecía venir del nido. Rápidamente se remontó a bastante altura para lanzar una mirada al nido de las águilas. Y no descubrió al águila macho ni al águila hembra. En el gran nido sólo había un aguilucho medio desplumado que gritaba de hambre. Lentamente, como si vacilara, descendió hasta el nido.

Era un rincón lúgubre. Al punto se podía ver que era el refugio de las aves de rapiña. El nido y la cima del monte estaban cubiertos de huesos calcinados, de plumas y de pedazos de piel ensangrentada, de cabezas de liebre, de picos de pájaros y de patas de lagópodos cubiertas de plumas. El mismo aguilucho, que yacía en medio de todo este detrito, ofrecía un aspecto repulsivo, con su grueso pico abierto, su pesado cuerno apenas recubierto de vello y sus alas rudimentarias, cuyas nacientes plumas pinchaban como espinas. Okka acabó por vencer su repugnancia y se puso al borde del nido, mirando con inquietud a su alrededor, temerosa de que a cada instante se presentaran las águilas. —¡Por fin se acude a socorrenne! —gritó el aguilucho—. Tráeme en seguida que comer. —Espera un poco —dijo Okka—. Dime primero dónde están tu padre y tu madre. —¿Lo sé yo acaso? Al marchar ayer en la mañana me dejaron un mal pajarillo por toda comida. Como comprenderás, hace ya mucho que me lo he comido. Es odioso dejarme morir de hambre de esta manera. Okka comenzó a creer que, decididamente, habían sido muertas las águilas, y pensaba en que si dejaba morir de hambre al aguilucho se desharía de toda esta familia de piratas para siempre. Sin embargo, su conciencia no le permitía dejar abandonado a un pequeño sin defensa. —¿Qué es lo que esperas? —gritó el aguilucho con impaciencia—. ¿No has oído que quiero algo que comer? Okka abrió las alas y se dirigió al pequeño lago que había en el fondo del valle, y no tardó en volver a subir al nido con una trucha en el pico. El aguilucho estalló en cólera al ver el pescado. —Pero ¿crees que voy a comerme eso? —silbó, rechazando la trucha con la pata—. A mi me has de traer lagópodos y cabritillos, ya lo sabes.

Okka alargó el pico y descargó un fuerte golpe en la nuca al aguilucho. —Escucha bien lo que voy a decirte —dijo la vieja pata—; si quieres que te traiga qué comer, has de conformarte con lo que te dé. Tu padre y tu madre han muerto, y, por tanto, no han de poder hacer nada por ti. Si aspiras a morir de hambre mientras te traigo lagópodos y cabritillos, no creas que he de oponerme. Dicho esto, emprendió el vuelo para no aparecer por allí hasta una hora después. El aguilucho había devorado el pescado, y cuando la pata le puso otro delante, lo aceptó sin decir palabra, aunque dando a comprender que lo encontraba poco apetitoso. Okka comenzó a tener un trabajo abrumador. Las viejas águilas ya no volvieron, y tuvo que cuidar ella sola del aguilucho. Le llevaba pescado y ranas, y el aguilucho no daba muestras de que le sentara mal este régimen. Cada día era mayor y más fuerte. Como no tardó en olvidar a sus progenitores, las águilas, consideró a Okka como su verdadera madre. Okka, por su parte, le quería como a su propio hijo y se esforzaba en darle una buena educación y en desarraigar su natural ferocidad y su arrogancia. Dos o tres semanas más tarde Okka se dio cuenta de que se aproximaba el tiempo de la muda y que, por tanto, no estaría en condiciones de emprender ningún vuelo. Hasta la otra luna no podría llevar comida al aguilucho. —Gorgo —le dijo Okka—, no te podré traer pescado dentro de poco. Es preciso que intentes bajar al llano. Tienes que escoger entre morirte de hambre aquí o decidirte a descender allá, lo que también te puede costar la vida. Sin replicar en absoluto y sin la menor vacilación, el aguilucho se llegó al borde del nido, y sin medir la distancia con los ojos, extendió sus incipientes alas y se lanzo al

espacio. Cayó dando vueltas por el aire, pero ya cerca del suelo supo sacar bastante partido de sus alas para llegar a tierra casi indemne. Ya en el valle, Gorgo pasó el verano en compañía de los patos. Se consideraba como uno de ellos y trató de seguir su método de vida. Cuando se echaban a nadar intentaba seguirlos, lo que le ponía en trance de morir ahogado. El no serle posible aprender a nadar lo humillaba mucho, y exponía sus lamentaciones a Okka. —¿Por qué no he de poder nadar como los otros? —Tus garras se hicieron demasiado ganchudas mientras estuviste en lo alto de la montaña —dijo Okka—. Pero no te desesperes por ello. Serás un pájaro valiente por lo menos. Las alas del aguilucho crecían con rapidez, pero él no tuvo el propósito de emprender el vuelo antes del otoño, época en que los patitos aprendieron a volar. Esto le dio un motivo de orgullo, pues fue el primero en conseguirlo. Sus compañeros apenas sí podían sostenerse algún rato en los aires, mientras que él volaba sin fatiga. No se había dado cuenta de que él no era de la misma especie que los patos; pero sí observó una serie de cosas sorprendentes sobre las que interrogó a Okka. —¿Por qué huyen los lagópodos y los cabritillos cuando ven que mi sombra se refleja en el monte? ¿Cómo es que no revelan este terror ante los patitos? —Porque tus alas crecieron demasiado mientras permaneciste en la cima del monte —contestó Okka—. Eso los asusta; pero no te desesperes. Tú no dejarás de ser por eso un pájaro valiente. Cuando, al llegar el otoño, emprendieron los patos silvestres el vuelo hacia otros parajes, les siguió Gorgo. Continuaba creyendo que era uno de ellos. Como el espacio estaba lleno de pájaros que volaban hacia los países cálidos, fue grande el escándalo que se produjo al ver que

entre ellos y tras Okka volaba nada menos que un águila. Un enjambre de papanatas rodeaba siempre el triángulo que los patos describían. Okka les suplicaba que callaran; pero ¿cómo conseguirlo de tanto charlatán? —¿Por qué me llaman águila? —preguntaba constantemente Gorgo, más confuso cada vez—. ¿No ven que soy de los vuestros? No soy como esos pájaros que devoran a sus semejantes. Un día pasaron sobre una granja donde las gallinas picoteaban en el corral. —¡Un águila! ¡Un águila! —gritaban las gallinas, huyendo a la desbandada. Pero Gorgo, que había oído hablar siempre de las águilas como terribles malhechores, no pudo contener su cólera. Recogió sus alas, se lanzó rectamente sobre una gallina y le hundió sus garras en el cuerpo. —De ese modo te enseñaré que yo no soy un águila —gritó con rabia, dándole unos cuantos picotazos. En ese momento oyó la voz de Okka que le llamaba. Sumiso y obediente, se remontó en el espacio. La pata silvestre voló hacia él para castigarle. —¿Qué es lo que has hecho? —le dijo, al mismo tiempo que le propinaba un golpe con su pico—. ¿Acaso tenias intención de matar a la gallina? ¿No te da vergüenza? Como el águila se dejaba castigar sin oponer resistencia a la pata silvestre, se desencadenó una tempestad de gritos y risas entre la multitud de pájaros. Al oír estas risas burlonas el águila se revolvió contra Okka, mirándola con ojos irritados, como si quisiera atacarla. Tras esto, viró en redondo bruscamente, se lanzó hacia el cielo con aletazos vigorosos, subió tan alto que no podía llegar ningún grito a sus oídos y no cesó de volar hasta que los patos no pudieron divisarle. Tres días después volvió a aparecer de nuevo entre los patos silvestres.

—Ahora ya sé quién soy —le dijo a Okka—. Puesto que soy un águila, es preciso que viva como viven las águilas; pero creo que no por eso debemos dejar de ser amigos. Jamás te atacaré a ti ni a nadie de tu raza. Okka, que había hecho cuestión de honor criar un águila haciendo de ella un pájaro dulce e inofensivo, no quiso dejar pasar el que Gorgo viviera a su antojo. —¿Crees que voy a ser amiga de quien se come los pájaros? —le contestó Okka—. Vive como yo te he enseñado a vivir, y te permitiré que sigas con nosotros. Pero los dos eran fieros e indomables; los dos eran incapaces de ceder. Okka acabó por prohibirle que volviera a presentarse ante ella, y su cólera fue tan grande, que desde entonces nadie se atrevió a pronunciar el nombre de Gorgo en su presencia. Desde tal día Gorgo voló errante por el país, solo y odiado de todos por sus temibles actos de rapiña. Con frecuencia se mostraba de un humor sombrío, y a veces lamentaba, sin duda, el tiempo en que se creía un pato silvestre y jugaba con ellos. Entre los animales gozaba fama de tener un atrevimiento inaudito. Se decía que en el mundo sólo temía a Okka, su madre adoptiva. También se aseguraba que no atacaría nunca a ningún pato silvestre.

Gorgo sólo tenía tres años; no había pensado nunca en buscarse una compañera y formar su nido, cuando fue apresado por un cazador y vendido al Skansen. Allí había ya otras águilas. Estaban encerradas en una pajarera de gruesos barrotes y alambres entrecruzados, construida sobre una altura y bastante vasta para contener un gran montón de piedras y dos árboles. Sin embargo, languidecían allí. Pasaban casi todo el día inmóviles en el mismo

sitio. Su hermoso plumaje perdía la brillantez y se erizaba, y sus ojos se clavaban en el espacio con una fijeza desesperada. Durante la primera semana de cautiverio Gorgo se mantuvo vivo y despierto; pero poco a poco fue quedándose como abotagado. Comenzó a permanecer inmóvil durante horas y aun días, como sus compañeros. Una mañana en que, como de costumbre, se hallaba adormecido, oyó que le llamaban en voz baja, y apenas tuvo fuerzas para vencer su pesadez y bajar los ojos hacia el suelo. —¿Quién me llama? —Pero, Gorgo, ¿no me reconoces ya? Soy Pulgarcito, el que iba con los patos silvestres. —¿También Okka se encuentra prisionera? —preguntó Gorgo, haciendo un esfuerzo para reunir sus pensamientos, como si saliera de un largo sueño. —No; Okka, Martín y los patos estarán, sin duda, en la Laponia — contestó el muchacho—. El único prisionero soy yo. No había acabado de hablar cuando Nils vio que la mirada del águila se extendía al par que iba adquiriendo mayor fijeza. —¡Águila real! —gritó el muchacho-. Dime si puedo serte útil en algo. Gorgo apenas lo miro. —Déjame ahora, Pulgarcito —le dijo-. Estoy soñando. Vuelo muy alto, por los aires. No quiero que me despierte nadie. —Es preciso que te agites y te intereses por lo que sucede en torno de ti —exclamó Nils—, porque, de lo contrario, no tardarás en tener el mismo aspecto lastimoso que las otras águilas. —Ya quisiera ser yo como ellas son. Viven tan felices

con sus sueños, que nada puede conmoverías —respondió Gorgo. Al llegar la noche se oyó un ligero ruido sobre el techo de la pajarera, sin que las águilas se despertaran. Las dos viejas águilas continuaron durmiendo pesadamente; pero Gorgo se despertó. —¿Quién está sobre el techo? —preguntó. —Soy Pulgarcito. Estoy limando algunos alambres para que te puedas escapar. El águila levantó la cabeza y advirtió al muchacho en la claridad de la noche. Tuvo un movimiento de esperanza, al que sucedió pronto el abatimiento. —Soy un pájaro grande, Pulgarcito —le dijo—. ¿Cómo vas a limar bastantes hilos para que yo pueda pasar? Vale más que no te fatigues y que me dejes donde estoy. —¡Duerme, y no te preocupes de mí! —contestó el muchacho sin descorazonarse—. Te he de liberar antes de lo que te figuras. Gorgo se sumió nuevamente en el sueño; al despertar observó que varios hilos estaban cortados. Este día lo pasó menos abatido que los precedentes. Encerrado en la pajarera, ejercitaba un poco sus alas revoloteando entre los barrotes para vencer la rigidez de sus miembros entumecidos. Una mañana, en el momento en que apuntaban los primeros resplandores de la aurora iluminando el cielo, lo despertó Pulgarcito. —¡Escápate ahora, Gorgo! El águila levantó la cabeza. El muchacho había hecho un orificio bastante grande en la tela metálica. Gorgo agitó sus alas y se remontó un poco. Fracasó en sus dos o tres primeros intentos de fuga, cayendo desde lo alto de la pajarera; pero, finalmente, metió el cuerpo en el agujero y escapo. Al primer impulso se elevó volando hasta las nubes.

El pequeño Pulgarcito lo miraba con melancolía, deseando que alguien le concediera también la libertad. “Si no fuera por la promesa que he hecho —pensaba—, ya hubiese encontrado un pájaro que me llevara a donde están los patos.” Tal vez parezca a muchos extraño que Klement Larsson no hubiese puesto en libertad al duende; pero hay que tener en cuenta lo muy aturdido que el pequeño músico de aldea estaba al abandonar al Skansen. La mañana de su partida había pensado en el duende; pero, desgraciadamente, no había encontrado ningún tazón azul. Y todos los que vivían en el Skansen, lapones y dalecarlianos jardineros y obreros, habían venido a despedirse de él. En el momento de marchar, no habiéndole sido posible hallar a mano un tazón azul, recurrió a un viejo lapón, a quien confió lo siguiente: —Aquí, en Skansen, hay un duende. Yo le doy de comer todas las mañanas. Toma este dinero y con él cómprale un tazón azul, que deberás poner mañana, con el alimento, junto a la cabaña de Bollnäs. El lapón se quedó atónito al oírlo, pero Klement no disponía de tiempo para largas explicaciones, porque se le hacía tarde para el tren. El lapón descendió a la ciudad para dar cumplimiento a su promesa; pero no encontrando ningún tazón azul como el que buscaba, adquirió uno blanco, que llenó regularmente cada mañana y que colocó en el sitio indicado. He aquí explicado por qué continuó Nils en el Skansen, a pesar de haberse marchado Klement. Todo por ser fiel a su promesa. En la noche de nuestro relato el pequeño suspiraba más que nunca por su libertad, porque la primavera y el verano brindaban ya a todos sus delicias. —¡Qué bonito debe de ser atravesar el tibio ambiente

sobre la espalda del pato en una hermosa tarde, y contemplar la tierra cultivada y adornada de verde hierba y bellas flores! Se hallaba sentado sobre la cubierta de la pajarera pensando en estas cosas, cuando el águila descendió súbitamente, recta como una flecha, y se puso a su lado. —Yo sólo he tratado de probar si mis alas tenían fuerza todavía para resistir un largo vuelo —le explicó—. Supongo que no habrás creído ni un momento que te abandonaba en tu cautiverio. Sube sobre mi espalda y te conduciré donde están tus compañeros de viaje. —Imposible —suspiró Nils—. Yo he dado palabra de permanecer aquí hasta que se me conceda la libertad. —¿Qué es lo que dices? —exclamó Gorgo—. ¿Se te condujo aquí a viva fuerza y aún te obligaron a hacer semejante promesa? ¿Es que tú crees que se debe cumplir una promesa que arrancaron de tus labios contra tu voluntad? —Te agradezco tu bondad para conmigo; pero es preciso que yo cumpla esta palabra. Tú no puedes hacer nada por mí. —¿Que no puedo hacer nada? Ya lo veremos —añadió Gorgo. En este momento agarró a Nils Holgersson entre sus fuertes garras, y volando con él hasta las nubes desapareció en dirección al norte.

XVI A TRAVES DEL HALSINGLAND El águila no se detuvo hasta que llegó lejos, al norte de Estocolmo. Al descender sobre una colina abrió sus garras, y al verse libre Nils reunió todas sus fuerzas para regresar al punto al Skansen. El águila dio un salto, le atrapó de nuevo y le puso la pata encima. —¿Aún no has comprendido, Pulgarcito, por qué quiero llevarte donde están los patos silvestres? He oído decir que cuentas con todo el afecto de Okka, y quisiera que intercedieras por mí. —Quisiera serte útil en esta ocasión, pero estoy imposibilitado por la palabra empeñada. Y dicho esto, le explicó cómo le había arrancado Klement de las manos del pescador y cómo había marchado del Skansen sin relevarle de la promesa que le hiciera. Pero el águila no renunciaba a sus propósitos. —Escúchame Pulgarcito —le dijo—. Mis alas pueden transportarte a donde sea y mis ojos lo ven todo. Yo sabré encontrar a Klement; tú te aproximarás a él y arreglarán este asunto. Nils aceptó gustoso esta proposición.

—Ya veo, Gorgo, que has tenido una madre adoptiva tan sabia como la vieja Okka. A esto añadió que había oído decir que Klement era del Halsingland. —Entonces le buscaremos en todo el Halsingland, desde Lingbo hasta Mellansjö. Y creo que mañana por la tarde te será posible entrevistarte con ese hombre —contestó Gorgo. Se pusieron en camino, y esta vez como buenos amigos. Nils iba sentado sobre la espalda del águila, que le condujo rápidamente a través de todo el Gastrikland. Al día siguiente atravesaba Nils el Halsingland. Gorgo, el águila, estaba seguro de encontrar al músico ambulante entre las gentes que subían hacia los chalets; pero las horas pasaban sin que se le descubriera su paradero. Después de haber volado sobre el país en todas direcciones, el águila se decidió a bajar a la caída de la tarde sobre un chalet aislado en la cumbre de la montaña. Las gentes y el ganado acababan de llegar. Los hombres cortaban la leña, mientras las hijas de la granja se ocupaban en ordeñar las vacas. —¡Mira allá abajo! —dijo Gorgo—. Creo que es aquél. Y, al descender muy bajo, Nils reconoció no sin asombro, que el águila tenía razón. En efecto, Klement Larsson cortaba leña en el cercado del chalet. Gorgo descendió sobre un árbol algo alejado de las casas. —Yo he cumplido lo que te prometí —le dijo—. Ahora trata de quedar bien con ese hombre. Te espero en lo alto de este pino copudo. En el chalet había acabado el trabajo del día y las gentes conversaban después de haber cenado. Hacía mucho tiempo que no se había pasado una noche de verano en el bosque y ello quitaba a todos el sueño. Además, estaba

claro aún. Las jóvenes iban dejando ya el trabajo y miraban hacia los bosques, sonriéndose unas a otras. —¡Henos otra vez aquí! —se decían, suspirando satisfechas. La agitación del pueblo se borraba de sus espíritus y el bosque las iba envolviendo en su paz profunda. Cuando estaban en casa y pensaban que pasarían todo el verano solas en el bosque, creían que apenas podrían soportar tal soledad; pero, recién llegadas a las cabañas, comprendían que el tiempo pasado allí era el más feliz de su vida. De súbito, la mayor de las muchachas, levantando la vista de la labor, dijo alegremente: —No debemos permanecer esta noche en silencio, cuando tenemos entre nosotros a dos cuentistas. Uno es Klement Larsson, que está junto a mí, y el otro es Barnhard de Sunnansjö, que está ahí con la mirada fija en la colina Black. Creo que podríamos pedirles que refiriesen un cuento, y yo prometo entregar este pañuelo que estoy terminando al que diga el cuento que nos resulte más agradable. Esta proposición mereció una entusiasta acogida, y aunque los llamados a tomar parte en esta contienda hicieron algunas observaciones, acabaron por cumplir la voluntad de los demás. Klement requirió a Barnhard para que comenzara, y éste accedió. Conocía poco a Klement Larsson, y suponiendo que refiriese un cuento de brujas y duendes, lo que de ordinario gustaba a las gentes, creyó prudente referir algo de este estilo, y comenzó diciendo: —Hace varios siglos regresaba montado a caballo a través de un espeso bosque y en la noche de Año Nuevo un cura párroco de Delsbo venía de dar los auxilios espirituales a un enfermo que habitaba en una pobre cabaña, en la que había pasado mucho tiempo sin darse cuenta de ello. Vestía capotón de pieles, tocaba su cabeza con gorra

de piel y llevaba sujeta a su silla de montar una bolsa, en la que portaba el copón, el breviario y la capa con la que se revestía para aplicar los santos óleos y dar la comunión. El párroco iba contento porque la noche era buena. El frío no era intenso; no soplaba viento, y a través de las nubes que cubrían el cielo se veía lucir el hermoso disco de la luna alguna que otra vez. El caballo que montaba, y al que tenía en gran estima, era fuerte, inteligente como una persona y tan conocedor de aquellos sitios que desde cualquier punto iría rectamente a la abadía. De ahí que el cura, entregado a sus cavilaciones, dejase que el caballo siguiera el camino sin preocuparse de las riendas. De pronto el caballo se paró en seco, y, no logrando el cura que arrancara, se apeó, cogiéndole de la rienda para hacerle marchar. Todo fue inútil. Por fin consiguió que anduviese, y como viera que se adentraba en la espesura, empuñó las riendas para guiarle. El caballo se paró, sin encontrar el medio de hacerle marchar. Todo fue inútil. Por fin el caballo dijo, dirigiéndose al cura: “¿No te parece que, después de haberte servido de mí y hecho tu voluntad año tras año, debías acceder por esta noche a mi capricho?” Presumió el cura que el caballo necesitaba de su auxilio por una u otra causa, y para que nunca se dijera que el. cura de Delsbo había dejado de ayudar a quien se lo pidiera, condujo al caballo junto a una piedra para montar mejor y se dejó llevar. El caballo comenzó a subir por una escarpadura que el bosque cubría, hasta llegar a una alta planicie desprovista de arboleda. Allí, junto a una gran piedra que había en el centro, vio a un buen número de animales feroces —osos, lobos, etcétera— que parecían celebrar una reunión, la cual era presidida por un genio del bosque, alto como los más grandes árboles y que vestía capa de ramaje de abeto, tachonada de piñas, y en cuya mano derecha ostentaba una antorcha de leños que ardía en altas y rojizas llamaradas. Del bosque que bordea

ba la planicie vio salir a los animales domésticos en grupos, que venían de sus masías y cabañas, y por más que tratara de impedir que llegaran hasta las bestias feroces, no pudo conseguirlo. Los animales domésticos desfilaron ordenadamente ante los feroces, sin que éstos les hicieran daño, y sólo rugían cuando el genio señalaba con la antorcha a los que serían sacrificados aquel año entre los colmillos de las fieras hambrientas. También tuvo el caballo que tomar parte en el desfile, y al ver el cura que el genio iba a señalarle con la antorcha, presentó el breviario, y cuando la luz reflejó en la cruz que adornaba la cubierta del libro, se apagó la antorcha y todo se desvaneció como por encanto. Cuando el cura llegó a su casa no pudo decir si aquello era un sueño o una visión, si bien le sirvió para recomendar a sus feligreses en cada sermón la defensa y amparo de los animales domésticos, y se cuenta que fueron tan eficaces estos sermones, que de la parroquia desaparecieron los lobos y los osos, aunque, dado el tiempo que ha pasado, han vuelto otra vez. Cuando Barnhard hubo terminado su relato, por el que fue muy felicitado, comenzó el suyo Klement, sin hacerse de rogar: —En Estocolmo, cuando yo estaba en el Skansen añoraba un día mi país... Y refirió la historia del duende que compró para librarlo del cautiverio y evitarle la vergüenza de ser expuesto a los papanatas encerrado en una jaula. Después contó cómo había sido inmediatamente recompensada su buena acción. El auditorio seguía el relato con estupor siempre creciente, y cuando llegó el momento en que el lacayo real le llevó el hermoso libro de parte del rey, las jóvenes dejaron caer la labor de sus manos y lo miraron inmóviles, aturdidas, como si les hubieran sobrevenido las cosas más extraordinarias. Todo el mundo comenzó a considerar a Kle-

ment de otra manera. Había hablado con el rey. De improviso alguien le preguntó lo que había hecho del duende. —Me faltó tiempo para comprarle un tazón azul —respondió——; pero yo le encargué esto al viejo lapón. No sé lo que habrá pasado después. Apenas Klement hubo dicho estas palabras fue a darle en la punta de la nariz una pequeña piña. Nadie se la había arrojado. —¡Ay, ay! Me parece que nos está oyendo el duende, Klement —dijo la muchacha—. De todos modos, creo que el pañuelo debe corresponderte a ti, porque Bamhard ha contado lo que pudo suceder a otros, mientras que tú has referido algo que te ha sucedido a ti. Y como todos asintieron, fue Klement el que se llevó el pañuelo.

XVII LAPONIA El águila había dicho a Nils que la ancha faja de costa que se extendía ante sus ojos era Vesterbotten, y que las crestas de las montañas que azuleaban muy lejos, al Oeste, se encontraban en la Laponia. El viaje a espaldas del águila era tan ligero que a veces le daba la impresión de estar inmóvil, sobre todo desde que el viento norte que soplara por la mañana había cambiado de dirección. Por el contrario, la tierra parecía retroceder hacia el sur. Los bosques, las casas, los prados, los cercados, las islas, los numerosos aserraderos de la costa, todo estaba en marcha. Se hubiera dicho que cansadas de la parte extrema del norte, se trasladaban hacia el sur. Esta idea divertía a Nils. ¡Imagínense si este campo de trigo que parecía recién sembrado llegaba a la Escania, donde en esta época del año el centeno ha echado espigas! ¡Y aquel jardín que descubría en tal momento! Tenía hermosos árboles; pero no árboles frutales, ni nobles tilos, ni castaños; nada más que serbales y álamos. Había boni-

tos zarzales, pero no saúcos ni cítisos; sólo cerezos y lilas. Había una huerta, pero no estaba labrada ni sembrada. Si semejante jardincito apareciera al lado del jardín de un gran dominio de Sudermania, daría la impresión de un desierto. Lo que constituía la gloria del país eran los sombríos y caudalosos ríos rodeados de valles habitados, llenos de maderas flotantes, con sus aserraderos, sus pueblos, sus desembocaduras rebosantes de embarcaciones. Si alguno de estos ríos apareciera al sur de Dal Elf, los ríos y los riachuelos de allá se hundirían bajo tierra, de vergüenza. ¡Pues piensen lo que ocurriría si una llanura tan inmensa, tan fácil de cultivar y tan bien situada, apareciera ante los ojos de los campesinos del Esmaland! Se apresurarían a dejar el laboreo de sus pedazos de tierra infecunda y de sus campos, que son verdaderos pedregales. Lo que este país poseía en abundancia era luz. En las marismas las grullas dormían en pie. La noche debía haber llegado ya; pero la claridad continuaba. El sol no descendía hacia el sur, sino que, al contrario, subía muy alto hacia el norte, y sus rayos herían ahora los ojos de Nils, quien aún no experimentaba la menor necesidad de dormir. ¡Piensen si esta luz, si este sol, iluminaran Vemmenhög! Esto haría la suerte del Holger Nilsson y de su mujer: ¡un día de trabajo de veinticuatro horas!

Nils levantó la cabeza y miró en torno suyo, cuando apenas estaba despierto. Se había acostado en un lugar que no reconocía. Jamás había visto aquel valle ni las montañas que lo circundaban. No había visto tampoco aquel lago redondo que ocupaba el centro del valle ni había visto nunca álamos tan miserables, tan achaparrados como aquellos sobre los cuales aparecía tendido.

¿Y el águila? No se veía por ninguna parte. ¿Qué aventura era aquélla? Nils se recostó y cerró los ojos; después trató de recordar lo que había ocurrido en el momento de dormirse. Recordaba que Gorgo había cambiado de dirección y que el viento les daba de lado. Recordaba que el águila le llevaba en uno de sus vuelos poderosos. —¡Ya estamos en la Laponia! —había dicho Gorgo de repente. Y se sintió muy decepcionado al no ver más que marismas infinitas y bosques interrumpidos. La monotonía del paisaje había acabado por cansarle. Entonces dijo a Gorgo que no podía más, que tenía necesidad de dormir. Gorgo bajó a tierra, y Nils se arrojó sobre el musgo; pero el águila lo recogió con sus garras y se remontó nuevamente. —¡Duerme, Pulgarcito! —le había gritado—. El sol me tiene desvelado y quiero continuar el viaje. Y, a despecho de su incómoda posición, se durmió en efecto, y sonó. Marchaba por un largo camino, al sur de Suecia, tan de prisa como se lo permitían sus piernecitas. No iba solo; a su lado marchaban tallos de centeno de largas espigas, acianos y crisantemos jóvenes; caminaban los manzanos doblegándose bajo el peso de sus gruesas manzanas, seguidos de vainillas trepadoras llenas de simiente y de verdaderos montes de groselleros. Árboles soberbios, hayas, robles y tilos, avanzaban lentamente; ocupaban el centro del camino, no se apartaban ante nada ni ante nadie y hacían sonar fieramente su ramaje. Entre los pies de Nils corrían flores y frutas; fresas, anémonas, tréboles y miosotis. Mirando con más detención descubrió Nils que hombres y animales formaban también parte de aquel cortejo. Los insectos volaban entre las plantas; los peces nadaban en las lagunas del camino; los pájaros cantaban en los

árboles en marcha; los animales domésticos y los silvestres rivalizaban en velocidad, y en medio de este hormiguero de bichos y de plantas marchaban los hombres, algunos provistos de azadas y guadañas, otros de hachas, algunos de escopetas y los últimos con redes de pescar. El cortejo avanzaba alegremente y Nils no se asombraba de nada desde que había visto quien iba a la cabeza. Aquello no era ni más ni menos que el sol. Andaba sobre el camino como una gran cabeza resplandeciente de alegría y bondad, con una cabellera formada de rayos multicolores. —¡Adelante! —gritaba a cada momento—. Nadie debe sentirse inquieto mientras yo esté aquí. ¡Adelante! ¡Adelante! —Yo me pregunto: ¿adónde quiere llevamos el sol? —murmuró Nils. Un tallo de centeno que marchaba a su lado le respondió al oír sus palabras: —Quiere llevarnos a la Laponia para hacer la guerra al rey del frío y de la noche. Nils se percató al cabo de un momento de que algunos expedicionarios vacilaban, detenían el paso y se paraban al fin. Vio cómo quedaba atrás la soberbia haya; cómo suspendían su marcha el corzo y el trigo, así como las zarzas de la morera silvestre, los castaños y las perdices. Sorprendido, miró Nils a su alrededor y descubrió entonces que no estaba en el mediodía de Suecia; la marcha había sido tan rápida que se encontraba ya en Esvealand. En este momento comenzó el roble a sentir cierta zozobra. Se detenía, daba algunos pasos y se paraba definitivamente. —¿Por qué no nos acompaña el roble hasta más lejos? —preguntó Nils. —Tiene miedo al rey del frío y de la noche —le respondió un joven y dorado álamo, que avanzaba alegre y decidido.

Aunque se había rezagado mucha gente, no por esto disminuía la rapidez de la marcha. El sol rodaba siempre allá arriba, y repetía con una gran sonrisa alentadora: —¡Adelante! ¡Adelante! Nadie debe mostrarse inquieto mientras yo esté aquí. Pronto se encontraron en Norland y el sol tuvo que apelar de nuevo a su sonrisa: el manzano se detuvo, el cerezo y la avena lo mismo. El muchacho se volvió hacia ellos: —¿Por qué no vienen? ¿Por qué traicionan al sol? —No nos atrevemos. Tememos al rey del frío y de la noche que permanece allá lejos, en la Laponia —respondieron. Pronto conoció Nils que habían entrado en la Laponia. Las filas se habían dispersado extraordinariamente. El centeno, la cebada, el fresal, el mirto, el guisante y el grosellero permanecían fieles hasta allí. El ciervo y la vaca habían marchado juntos; pero todos se detenían ahora. Los hombres continuaron todavía un trecho del camino, pero la mayor parte se había detenido. El sol hubiera quedado casi solo si no se hubiesen unido otros compañeros del cortejo: zarzales de mimbre y una multitud de pequeñas plantas montanas y, después, lapones y rengíferos, mochuelos blancos, lagópodos alpinos y lobos azules. El muchacho oyó de golpe algo que marchaba adelante con gran estruendo. Eran ríos y riachuelos que corrían bulliciosos. —¿Por qué corren de una manera tan precipitada? —preguntó. —Huyen ante el duende del Polo, que habita en las montañas —le explicó un lagópodo hembra. De súbito vio Nils aparecer ante ellos una sombría pared, muy alta, con la cumbre almenada. A la vista de aquella fortaleza retrocedieron todos aterrorizados. Pero el sol volvió hacia el muro su cara radiante. Y se vio enton-

ces que no era una fortaleza lo que les cerraba el camino, sino una montaña magníficamente bella, cuyos picos se elevaban unos tras otros, enrojecidos al sol, mientras que las pendientes eran de un azul pálido con reflejos de oro. El sol los exhortaba, rodando hacia la cumbre. —¡Adelante! ¡Adelante! Mientras esté yo aquí no habrá peligro —les decía. Pero durante la ascensión fue abandonado por el joven y atrevido álamo, el pino vigoroso y el abeto cabezudo. Después le abandonaron también el rengífero, el hombre de la Laponia y el mimbre. Por último, cuando llegaron a lo alto de la montaña, el único que acompañaba al sol era Nils Holgersson. El sol rodó hacia una hondonada cuyas paredes estaban tapizadas de escarcha. Nils hubiera querido proseguir todavía, pero un espectáculo terrible le dejó clavado en el sitio. En el fondo de la hondonada estaba sentado el viejo duende del Polo. Su cuerpo era de hielo, sus cabellos de témpanos y su manto de nieve. A sus pies había tendidos tres lobos negros que se levantaron y abrieron sus fauces al aparecer el sol. De las fauces de uno de ellos se exhalaba un frío penetrante; de las del segundo un viento norte que se calaba hasta los huesos, y el tercero vomitaba por las suyas impenetrables tinieblas. “Ese es el duende del Polo y su corte”, pensó Nils. Y deseando saber cómo acabaría el encuentro del duende y el sol, Nils permaneció al borde de la caverna. El duende no se movió. Su cara siniestra estaba fija en el sol. Este, igualmente inmóvil, no hacía más que sonreír y brillar. Así pasaron un gran rato. Después creyó ver Nils que el duende comenzaba a agitarse y a suspirar; primero dejó que se deslizara su manto de nieve, y los tres lobos terribles comenzaron a ulular con menos violencia; pero de repente el sol lanzó un grito: —Mi tiempo ha terminado.

Y retrocedió fuera de la caverna. El duende soltó sus perros; el cierzo, el frío y las tinieblas se lanzaron en persecución del sol. —¡Dadle caza! ¡Echadle de aquí! —gritaba el duende—. ¡Perseguidle para que no vuelva jamás! ¡Hacedle ver que la Laponia me pertenece! Nils Holgersson sintió tal estremecimiento ante la idea de que el sol no volviera más a la Laponia, que se despertó dando un grito. Cuando reaccionó de tan fuerte impresión vio que se hallaba en el fondo de un valle de montañas. Pero ¿dónde estaba Gorgo? Se levantó nuevamente y miró a su alrededor. Sus miradas descubrieron un curioso edificio de ramas de pino, construido en una grada de la montaña. —Eso debe ser un nido de aves de rapiña, como los que Gorgo me ha descrito. No acabó su pensamiento. Se quitó la gorra y la agitó al aire alegremente. Acababa de comprender adónde lo había llevado Gorgo: era aquél el mismo paraje donde las águilas habitaban en lo alto de la montaña y los patos en el fondo del valle. ¡Había llegado! Un instante después volvería a ver al pato blanco, a Okka y a todos sus compañeros de viaje.

Nils marchó lentamente en busca de sus amigos. Todo dormía en el valle. El sol no había salido aún y Nils pensó que era demasiado pronto para que los patos hubiesen despertado. Apenas dio unos pasos se fijó en algo muy bonito: era un pato silvestre que dormía en un nido abierto en tierra; a su lado estaba el pato blanco, que dormía igualmente, pero que se había colocado de tal manera que pudiera hacer frente en seguida al menor peligro.

Nils no los despertó y continuó explorando los montoncitos de mimbre que cubrían el suelo. Pronto descubrió una nueva pareja. No pertenecía a su bandada; pero Nils no dejó de alegrarse por eso. Eran dos patos silvestres, y esto le bastaba para estremecerse de placer. Continuó observando lo que había por allí y bajo otro refugio de mimbres vio a Neljä que incubaba sus huevos el pato que había a su lado no podía ser otro que Kolme; no era posible equivocarse. Nils tuvo la tentación de despertarlos, pero se contuvo. Estos sí eran los patos de su bandada. Más allá encontró a Viisi y Kiisi y un poco más lejos a Yksi y Kaksi. Los cuadro dormían. Pero ¿qué era aquello blanco que había allá? Nils sintió agitarse su corazón de alegría y corrió. En medio de un minúsculo nido de mimbre, Finduvet, pequeña y bonita, incubaba sus huevos y a su lado estaba el pato blanco, que, aun sumido en profundo sueño, parecía estar orgulloso de guardar a su pata en las montañas de la Laponia. Nils resistió al deseo de sacarle de su sueño y continuo su caminata. Pasó bastante tiempo antes de tropezar con otros patos. De pronto, sobre una ligera elevación, distinguió algo semejante a un pequeño cerro gris. Llegado al pie del montículo reconoció a Okka, que, muy despierta, contemplaba el valle como si fuera la encargada de su vigilancia. —¡Buenos días, madre Okka! —gritó Nils—. ¡Qué alegría de encontrarte despierta! No llames a nadie y así podré hablar a solas contigo un momento. La vieja pata guía corrió hacia Nils. Primeramente le cogió y le sacudió con sus alas; después le acarició con el pico de arriba abajo y, por último, volvió a sacudirle otra vez, sin pronunciar una sola palabra, porque Nils le había pedido que no despertara a los demás.

Pulgarcito abrazó a la vieja pata y la besó. Tras esto comenzó a relatarle sus aventuras. —¿Sabes a quién he encontrado cautiva? A Esmirra, la zorra. Aunque haya sido mala para nosotros, no he podido menos que compadecería. Languidecía allá, privada de libertad. Yo tenía allí muchos amigos y un día supe por el perro lapón que había venido un hombre al Skansen para comprar zorras. Era de una lejana isla del archipiélago de Estocolmo. En su isla habían sido exterminadas las zorras, y las ratas se multiplicaron de tal manera que todos llegaron a lamentar la falta de éstas. Al saber yo la nueva corrí a decirle a Esmirra: “Esmirra, mañana vendrá un hombre a comprar una pareja de zorras. Procura que te lleve, porque así recobrarás tu libertad”. Como obedeció mi consejo, en este momento debe estar libre de nuevo y corriendo por la isla. ¿Qué dices a esto, madre Okka? ¿He procedido bien? —Es lo mismo que hubiera hecho yo —contestó. —Me satisface que apruebes mi conducta —continuó Nils—. Ahora quisiera pedirte otra cosa. Un día vi que llevaban al Skansen a Gorgo, el águila. Tenía un aspecto lastimoso y pensé en limar algunos alambres de su pajarera para facilitarle la fuga. Después reflexioné que era un ser peligroso, enemigo de los pájaros. Yo no sabía si tenía derecho a darle la libertad y creí que tal vez fuera mejor dejarle donde estaba. ¿Qué piensas de esto, madre Okka? ¿Verdad que no estaba en un error al razonar así? —Silo estabas —replicó Okka sin vacilar—. Dígase lo que se quiera, las águilas son unas aves valerosas, y puesto que aman la libertad más que todos los otros animales, no se las debe tener cautivas. ¿Sabes lo que te propondría? Que apenas descanses un poco nos marchemos a aquella gran prisión de pájaros para que pongas a Gorgo en libertad. —Esperaba de ti esas palabras, madre Okka —dijo el muchacho—. Se decía que tú no sentías ya ningún afecto

por aquel que habías criado con tantos trabajos desde que comenzó a vivir como a ello están obligadas las águilas. Veo que se equivocan. Iré ahora a ver al pato blanco, si es que se ha despertado, y si durante este tiempo quieres dar las gracias al que me ha traído aquí, vete allá arriba, al nido de aves de rapiña, donde una vez encontraste a un pobre aguilucho abandonado.

XVIII ASA, LA GUARDADORA DE PATOS, Y EL PEQUEÑO MATS El mismo año del viaje de Nils Holgersson se hablaba mucho de dos niños, un muchacho y una jovencita, que atravesaban el país en busca de su padre. Eran de Esmaland, del cantón de Sunnerbo; habitaban, con sus padres y cuatro hermanos y hermanas, una pequeña cabaña de un arenal inmenso. Cuando los dos niños eran pequeños todavía, una vagabunda llamó una tarde a la puerta e imploró un rincón donde pasar la noche. Aunque la cabaña era muy pequeña y estaba ya llena, la madre le arregló un lecho sobre el suelo. Durante la noche había estado a punto de morir y al amanecer continuaba demasiado enferma para seguir su camino. Los padres de los niños habían sido con ella sumamente buenos. Le habían cedido su propia cama y el padre había ido a la farmacia en busca de una medicina. La enferma se mostró en los primeros días exigente e ingrata; pero, poco a poco, se fue suavizando y trocando su carácter, aunque no dejaba de suplicar que la llevaran fuera y la dejaran morir sobre la hierba. Según decía,

había recorrido el mundo con unos gitanos. Ella no era gitana; hija de campesinos, se escapó un día de su casa para seguir al pueblo nómada. En la banda figuraba una vieja que por odio le había inoculado la enfermedad que la postraba en la cama. Y la misma vieja le había predicho que quien fuese bueno con ella y la albergara bajo su techo, tendría la misma suerte que ella. La pobre vieja creía en el maleficio de la gitana y temía llevar la desgracia a los que la habían hospedado. Estos quedaron muy impresionados por este relato, pero no eran gentes que se decidieran a dejar en la puerta a una moribunda. Poco después moría la enferma y comenzaban las desgracias. Hasta entonces se había vivido alegremente en la casa. Eran pobres, pero no habían conocido la miseria. El padre tenía muy buen humor y todos reían hasta reventar, oyéndole contar historietas. La época que siguió a la muerte de la pobre vagabunda fue para los niños como un mal sueño. No recordaban el tiempo exacto que había pasado, pero tenían la impresión de haber asistido a una serie interrumpida de entierros. Los hermanitos y hermanitas murieron uno tras otro. No tenían más que cuatro hermanitos y, por tanto, no podían haber concurrido a más de cuatro entierros; pero a los niños que quedaban les parecía mayor el número de éstos. En la cabaña reinaba un silencio de muerte. El dolor no había abatido a la madre; pero el padre había cambiado mucho. Ya no bromeaba ni trabajaba. Desde la mañana hasta la noche permanecía con la cabeza entre las manos, entregado a amargas reflexiones. Una vez, después, del tercer entierro, prorrumpió en exclamaciones desvariadas que asustaron a los niños. No comprendía por qué se cebaba en él la desgracia. ¿No habían realizado una buena acción al recoger a la enferma? ¿Es que el mal puede más que el bien? ¿Cómo permi-

tía Dios que una mujer malvada causara tantos males? La madre trató de consolarle, sin que él la escuchara. Dos días después los niños perdieron a su padre, no por haber muerto, sino por haberse marchado, abandonándolo todo. Por entonces había caído enferma la hermana mayor. El padre la quería más que a los otros hijos y al verla morir perdió la cabeza, y se fue. La madre no se lamentó ante el abandono, pues temía verlo loco. Con la marcha del padre cayeron en la más completa pobreza. Al principio les enviaba algún dinero; pero estos envíos cesaron pronto. Y el mismo día en que enterraron a la hermana mayor, la madre cerró la casa y partió con los dos niños que le quedaban. Al llegar a la Escania, dispuesta a trabajar en los campos de remolacha, encontró ocupación en la refinería de Jordberga. Era una buena operaria y se comportaba de un modo franco y alegre. Todos la querían, aunque se extrañaban de verla tan tranquila después de tantas desgracias; pero la madre era una mujer muy resignada, fuerte y resistente. Si le hablaban de los dos niños que llevaba consigo, contestaba invariablemente: —Tampoco vivirán mucho. Se había acostumbrado a no esperar nada, y lo confesaba así, sin una lágrima. Sin embargo, se equivocaba. Fue ella la que murió primero, y su enfermedad duró menos que las de sus hijos. Llegada a Escania en la primavera, quedaban sus hijos, Asa y Mats, en la mayor orfandad al comienzo del otoño. Durante su enfermedad repitió varias veces a sus hijos que recordaran siempre que ella no había lamentado jamás haber acogido a la pobre enferma. “Nada tiene de extraordinario —decía— morir después de haber cumplido con su deber; todos hemos de morir, tarde o temprano; nadie escapa a la muerte, y que cada cual escoja entre morir con la conciencia limpia o cargada de remordimientos.”

Antes de morir se preocupó del porvenir de sus hijos, logrando que se los dejara en la habitación que ocupaban. Los niños no serian una carga para nadie; seguramente se ganarían la comida. Quedó convenido, en efecto, que a cambio de la habitación se dedicaran los dos hermanitos durante el verano a guardar los patos. La conducta y laboriosidad de los niños demostraron que la madre no se equivocaba. La pequeña Asa hacía bombones y su hermano fabricaba objetos de madera que vendían en seguida en las granjas. También se dedicaban a cumplir encargos y se les podía confiar cualquier cosa que fuese. La niña era mayor; a los trece años se mostraba razonable como una mujer. Era grave y silenciosa, y su hermanito Mats alegre y hablador en tal grado, que su hermana le decía que él y los pájaros eran los que más charlaban en los campos. Hacía dos años que los niños estaban en Jordberga. Una tarde hubo una conferencia popular en la sala de la escuela. Aunque se trataba de una conferencia para las personas mayores, los dos niños figuraban entre el auditorio, pues acostumbraban no contarse entre los niños. El conferenciante habló de la tuberculosis, esa terrible enfermedad que tantos estragos causa todos los años en Suecia. Habló en términos sencillos y los dos hermanitos lo comprendieron todo. Cuando hubo acabado el acto esperaron al conferenciante a la salida. Al aparecer le tomaron de las manos y le dijeron, muy gravemente, que tenían que hablarle. A pesar de sus caritas infantiles y sonrosadas, hablaron con una seriedad propia de personas mayores. Le refirieron cuanto había acontecido en su casa y le preguntaron si la madre, los hermanos y las hermanas murieron de la enfermedad que acababa de describir. Esto no parecía improbable y, según ellos, no podía ser de otra cosa. Creían que si el padre y la madre hubiesen sabido lo

les nada de cuanto les dio. Al partir les indicó las señas de su hermano en la región próxima, quien los acogió tan bien como ella. El los llevó donde un amigo en la siguiente granja y de ésta a otra en la misma forma. En casi todas las granjas que habían visitado de este modo habían encontrado un tuberculoso. Y sin saberlo, los dos niños recorrían el país poniendo en guardia a las gentes contra la terrible enfermedad y enseñando el medio de combatirla.

XIX LA MUERTE Con todo, el pequeño Mats murió una mañana al amanecer; sólo le vio morir su hermana Asa. —¡No vayas a buscar a nadie! —le dijo el pequeño, ya próximo a expirar. Y su hermana obedeció. —Soy feliz porque no muero de la enfermedad, Asa —prosiguió——. Y tú también, ¿verdad? Como Asa no contestara, continuó: —Creo que importa poco morir desde el momento en que no muero como mi madre, mis hermanos y mis hermanas, porque estoy seguro de que tú no hubieras podido convencer a nuestro padre de que todos murieron de una enfermedad ordinaria; pero ahora lo conseguirás. Cuando todo hubo acabado, Asa reflexionó largamente sobre lo mucho que el pequeño Mats había sufrido en la vida. Pensaba que había soportado todas las desgracias con el mismo valor que un hombre. Pensaba también en sus últimas palabras, que revelaban el mismo valor de siempre. A su juicio, era imprescindible enterrar al pequeño Mats con los mismos honores que a una persona mayor.

Asa sabía muy bien cómo quería los funerales de su hermano. El domingo anterior había sido enterrado un contramaestre. El coche fúnebre, del que tiraban los caballos del propio director, había llegado hasta la iglesia seguido de un largo cortejo de obreros. En tomo de la tumba tocó una banda de música y cantó un orfeón. Después de la inhumación fueron invitados a una taza de café en el local de la escuela cuantos habían asistido al entierro. Algo así quería Asa para su hermano, el pequeño Mats. Pero ¿cómo? No eran los gastos lo que la horrorizaban. Entre los dos habían ahorrado lo suficiente para hacerle un entierro magnífico. La dificultad era otra. ¿Cómo imponer su voluntad tratándose de una niña? Sólo tenía un año más que el pequeño Mats, tendido ante ella, tan pequeño y delicado. Tal vez las personas mayores se opusieran a su deseo. Primero expuso sus anhelos a la enfermera. Sor Hilma había llegado a la cabaña un momento antes de la muerte del pequeño Mats. Esperaba no encontrarle con vida, porque la víspera había sabido que, habiéndose aproximado el pequeño Mats al pozo de una mina en el momento de hacer explosión un cartucho de dinamita, le habían alcanzado varias piedras. Quedó largo rato desvanecido en tierra; finalmente le habían recogido, curado y llevado a su casa; pero había derramado mucha sangre para poder seguir con vida. Al llegar la enfermera pensó más en la hermana que en el pequeño Mats. La monja se quedó muy sorprendida al ver que la pequeña Asa no lloraba ni gemía y la ayudaba tranquilamente en todo. Al hablarle después Asa, comprendió esto. —Cuando se ha de cumplir un deber como el mío para con el pequeño Mats —comenzó diciendo solemnemente, pues tenía el hábito de hablar escogiendo las palabras como una mujer de razón—, lo primero en que hay

que pensar es en honrarle mientras sea tiempo. Después, no faltarán días para entregarse al llanto. En seguida solicitó a la hermana que le ayudara a procurar un buen entierro para el pequeño Mats. La enfermera se esforzó por facilitárselo, ya que la sola idea le hacía tanto bien a la niña. De este modo la ayudaba a cumplir la promesa y realizar sus proyectos. Desde el punto y hora en que sor Hilma le ofreció su apoyo, creyó Asa cumplidos sus deseos porque la monja era muy influyente. En este país minero, donde la dinamita estalla a diario, los obreros corren siempre el peligro de ser alcanzados por una piedra perdida o aplastados bajo una mole desprendida de la montaña; así es que todos se conducían bien con la enfermera. Debido a esto, cuando al día siguiente acompañó sor Hilma a la muchacha para recoger a los obreros que asistirían el domingo al entierro del pequeño Mats, fueron muy pocos los qué se negaron. La hermana consiguió igualmente que tocara la música y cantara el orfeón ante la tumba. Así, los funerales se celebraron con toda solemnidad. En todo Malmberg se habló mucho del entierro del pequeño Mats.

XX ENTRE LOS LAPONES En la orilla occidental del Luossajore, pequeño lago situado a varias millas al norte de Malmberg, había un campamento lapón. Una tarde de julio, en que llovía a torrentes, los lapones, que de ordinario no permanecían allí en esta temporada, se reunieron casi todos en torno del fuego en una de las tiendas para tomar café. Mientras saboreaban el brebaje, sin dejar de conversar, se aproximó hacia el campamento una embarcación que venia del lado de Kiruna. De la embarcación descendieron un obrero y una jovencita de trece o catorce anos. Los perros se lanzaron hacia ellos aullando con rabia, y uno de los lapones sacó la cabeza por la abertura de la tienda para ver lo que pasaba. Al reconocer al obrero experimentó mucha alegría. Era un amigo de los lapones, un hombre afable y alegre que hablaba su lengua. —Llegas a punto, Söderberg. La cafetera está al fuego. No se puede hacer otra cosa con este fuego. Ven a damos las nuevas que sepas.

Todos se apretaron para dejar sitio a los recién llegados. El hombre comenzó a hablar en tono vivo con los lapones en su lengua. La jovencita, que no comprendía nada de lo que decían, miraba, presa de gran curiosidad, la marmita y la cafetera, el fuego y el humo, a los lapones y a sus mujeres, a los niños y a los perros, la lona de las paredes y las pieles que cubrían el suelo, las pipas de los hombres, los trajes pintorescos y los utensilios esculpidos. Todo era nuevo para ella. De golpe, tuvo que bajar los ojos, porque todas las miradas estaban fijas en ella. Söderberg debía hablar de ella, porque los hombres y las mujeres, retirando la corta pipa de los labios, la observaban con atención. Un lapón que estaba a su lado le dio un golpecito cariñoso en la espalda, diciendo en sueco: —Bien, bien. Una lapona le puso una taza llena de café, que le pasaron de mano en mano, y un muchacho, casi de su edad, se deslizó hacia ella rastreando entre los que había sentados y, al llegar cerca, se tendió sobre el suelo sin dejar de mirarla. La jovencita comprendió que Söderberg refería su historia y el solemne entierro que había hecho a su pequeño Mats. Hubiera querido que hablase menos de ella y más de su padre. Había oído decir que vivía entre los lapones, al oeste de Luossajore, y había venido en tren desde Gellivara a Kirunavara. Allí se portaron todos muy bien con ella. Un ingeniero había enviado a Söderberg, que hablaba el lapón, para que la acompañara a buscar a su padre al otro lado del lago. Esperaba encontrarle apenas llegada y el corazón le palpitaba cuando, al entrar en la tienda, miró a todos los reunidos. Su padre no estaba allí. Vio que Söderberg se ponía cada vez más grave mientras hablaba con los lapones. Estos movían la cabeza y de cuando en cuando se llevaban el índice a la frente

como para referirse a un hombre que había perdido la razón. Por último, ya inquieta y no queriendo esperar más, preguntó a Sóderberg lo que decían los lapones. —Dicen que se ha ido a pescar. No saben si volverá aquí esta noche; pero apenas mejore el tiempo irán a buscarle. Dicho esto, Söderberg volvió vivamente la cabeza y reanudó su conversación con los lapones. Era evidente que hablaba de Juan Assarsson, el padre de la niña.

A la mañana siguiente amaneció un buen día. El mismo Ola Serka, el más influyente de los lapones, había prometido ir en busca de Juan Assarsson; pero no demostraba prisa. Acurrucado ante su choza, reflexionaba sobre el mejor modo de decir al padre que su hija había llegado en su busca. Ante todo no tenía que inquietarle en absoluto, porque era un hombre muy extraño, que huía ante los niños. Al verlos le asaltaban pensamientos sombríos, según decía. Ola Serka descendió hasta el lago y siguió las riberas hasta encontrar a un hombre sentado sobre una piedra y con una caña de pescar en las manos. El pescador tenía los cabellos grises y el cuerpo encorvado. Sus ojos reflejaban cansancio y toda su persona daba la impresión de un ser desamparado e inerte. Tenía el aspecto de una persona que hubiera hecho un grande y excesivo esfuerzo para soportar una carga muy pesada, o que hubiese tenido que resolver un problema harto difícil, y quedado maltrecho y agotado. —Buena debe ser hoy la pesca, Jon, cuando no has abandonado la caña en toda la noche —le dijo el lapón al saludarlo. Jon Assarsson se estremeció y levantó la cabeza. So-

bre la hierba no había ni un pescado, y el anzuelo no tenía el menor cebo. Al oírle se apresuró a retirar la caña y cebar el anzuelo. El lapón se sentó sobre la hierba, a su lado. —Quisiera pedirte un consejo —comenzó diciendo Ola—. Tú sabes que yo tenía una hija que se murió el año pasado y que me hace mucha falta. —Ya lo sé —le interrumpió el pescador, cuyo rostro se nubló un instante, porque no gustaba oír hablar de niños muertos. Hablaba lapón muy corrientemente. —Como no es cosa de que yo muera de pena, he pensado adoptar una jovencita. ¿Qué opinas tú? —¿Y a mí qué me cuentas? —contestó Jon evasivamente. —Voy a contarte lo que sé de la jovencita que he pensado adoptar — respondió Ola. Y refirió a Jon que dos niños, un muchacho y una muchacha, habían venido a Malmberg para buscar a su padre; que el muchacho había perdido la vida en un accidente y que la hermana le había querido enterrar con los mismos honores que si fuera una persona mayor. —¿Y es esa jovencita la que quieres adoptar? —preguntó el pescador. —Sí —dijo el lapón—. Todos hemos llorado al oír contar su historia, y hemos pensado que una niña semejante sería una hija muy buena para con sus padres. Jon Assarsson no respondió; pero, transcurrido un momento, y por no enojar a su amigo con la indiferencia, le preguntó: —Pero ¿esa niña pertenece a tu pueblo? —No —respondió el lapón—; no pertenece al pueblo samoyedo. —Será, sin duda, la hija de uno de esos colonos que tienen la costumbre de vivir aquí, en el norte.

No viene de lejos., de sur- respondió Ola vivamente. El pescador pareció interesarse mas. —En este caso, no creo prudente que la adoptes —le dijo—. No soportarla la vida en una tienda de campaña durante el invierno, si no ha sido criada para ello. —Pero aquí encontraría buenos padres, hermanos y hermanas — contestó Ola obstinadamente—. Peor que tener frío es vivir abandonado en el mundo. El pescador se resistía a la idea de que una niña sueca fuese recogida por los lapones. —¿No has dicho —objetó— que tenía sus padres en Malmberg? —El padre ha muerto —añadió el lapón con firme acento. —¿Estás seguro, Ola? —Naturalmente que sí —respondió el lapón con aire de gran convencimiento-. ¿Hubiera tenido necesidad de recorrer el país con su hermano, de haber vivido su padre? ¿Hubieran se visto obligados a trabajar para ganarse el sustento, de haber tenido un padre capaz de trabajar para ellos? ¿Estaría aquí sola, de tener padre, ahora que todo el pueblo samoyedo habla de ella con admiración? La misma muchacha cree que su padre vive; pero yo estoy convencido de que ha muerto. El hombre de los ojos fatigados se volvió hacia Ola. —¿Cómo se llama? —preguntó. El lapón reflexionó un instante. —No me acuerdo. Yo se lo preguntaré; ahora está allá abajo, en mi choza. —¡Cómo! ¿La has llevado a tu casa antes de saber si su padre, que no ha muerto, lo permite? —¿Y a mi qué me importa su padre? Aunque no haya muerto, no se interesa por su hija, y esto debiera alegrarle, porque hay otro hombre que se preocupa de ella.

El pescador arrojó su caña y se levantó. El lapón continuó diciendo: —Creo que el padre debe ser uno de esos hombres perseguidos por la fatalidad y que no sirven para nada ni quieren trabajar. ¿Qué bien podría reportarle tal padre? El pescador comenzó a subir el ribazo. —¿Adónde vas? —le preguntó el lapón. —Quisiera ver a tu hija adoptiva, Ola. —Muy bien; ven conmigo. Tengo la seguridad de que te parecerá buena la muchacha que he adoptado. El sueco marchaba muy de prisa; poco después de haber echado a andar, le dijo Ola: —Ya me acuerdo de su nombre: se llama Asa. Jon apresuró el paso sin decir palabra. Ola Serka reía de satisfacción. Cuando estaban cerca del grupo de chozas Ola añadió: —Ha venido hasta estas tierras en busca de su padre; pero, si no lo encuentra, yo tendré mucho placer en adoptarla. El sueco ya no andaba, corría. “Ya sabía yo que le infundiría miedo la amenaza de adoptar a su hija”, pensó el viejo Ola. Cuando el hombre de Kirunavara que la víspera condujera a Asa a través del lago hasta el campamento lapón regresó por la tarde a su punto de partida, se llevó en su barca a dos personas sentadas en el mismo banco y con las manos cogidas como para no separarse más; eran Jon Assarsson y su hija. Los dos parecían haber cambiado: Jon Assarsson se mostraba más erguido y parecía menos fatigado; sus ojos despedían un destello luminoso y miraban con aire de bondad, como si tras infinitos esfuerzos hubiera encontrado al fin la solución de un problema angustioso; y Asa, la guardadora de patos, no miraba ya en torno de ella con aquella atención y

aquella prudencia que le eran peculiares y que la hacían aparecer como una vieja. Tenía en quién apoyarse, y esto la hacía volver a la niñez.

XXI ¡HACIA EL SUR! ¡HACIA EL SUR! Nils, sobre las espaldas del pato blanco, viajaba por encima de las nubes. Volaban hacia el sur, formando un triángulo regular, treinta y un patos silvestres. Las plumas zumbaban y las alas se agitaban en el espacio, haciendo vibrar el aire no se podía oír ni una voz. Okka volaba a la cabeza, y tras ella, a derecha e izquierda, seguían Yksi y Kaksi, Kolme y Nelja, Viisi y Kiisi, el pato blanco y Finduvet. Los seis patos jóvenes que formaban parte de la bandada ya no figuraban en la expedición. En cambio, iban con los patos viejos veintidós patitos que habían nacido en el valle de la Laponia. A la derecha iban once y otros once a la izquierda, y hacían cuanto podían por guardar las mismas distancias que los patos viejos. Los pobres patitos, que no habían hecho nunca ningún viaje, tenían que realizar grandes esfuerzos para seguir el vuelo rápido de los patos. —¡Okka! ¡Okka! —gritaban en tono lastimero. —¿Qué les pasa? —preguntaba el ave guía. —¡Nuestras alas se cansan de tanto volar! ¡Nuestras alas se cansan de tanto volar!

—Ya se les irá el cansancio volando —les respondía Okka sin detener el vuelo para nada. Y se hubiera dicho que tenía razón, porque a las dos horas de volar ya no alegaban la menor fatiga. Pero comenzaron a lamentarse de otra cosa. Como en el valle pasaban el día comiendo, no tardaron en decir que tenían hambre. —¡Okka! ¡Okka! ¡Okka! —gritaban los patitos tristemente. —¿Qué les pasa ahora? —Tenemos tanta hambre que no podemos continuar volando. ¡Tenemos mucha hambre! —Un pato silvestre debe saber nutrirse de aire y beber los vientos — les respondió la implacable Okka, continuando su vuelo. Pronto debieron aprender a nutrirse de aire y viento, porque dejaron de exhalar sus lamentos. La bandada de patos estaba todavía sobre las montañas, y las patas viejas indicaban a gritos el nombre de todas las cimas que iban dejando atrás para que los aprendieran. Y como no cesaran de anunciar: “Este es el Porsotjokko, y ése, el Sarjektjocco, y aquél, el Sulitelma”, los jóvenes comenzaron a impacientarse. —¡Okka! Okka! ¡Okka! —gritaban con voz desgarradora. —¿Qué ocurre? —En nuestras cabezas no hay sitio para tantos nombres — gritaban.— No hay sitio para tantos nombres. —Cuantas más cosas entran en la cabeza más sitio hay para las otras —contestó Okka sin conmoverse. Nils pensaba que ya debía ser tiempo de ponerse en camino hacia el sur, porque nevaba mucho y la tierra estaba blanca en toda su extensión visible. Últimamente lo habían pasado bastante mal allá arriba, en el valle de las montañas. La lluvia, la tempestad y la niebla se sucedían

sin interrupción, y si alguna vez se aclaraba un poco el tiempo, no tardaba en sobrevenir alguna helada. Las bayas y las setas con las que Nils se alimentara se helaron o se echaron a perder, y al cabo había tenido que comer pescado crudo, que no le gustaba. Los días acortaban ya mucho, las noches eran largas y los amaneceres eran terriblemente lentos para cualquiera que no pudiera dormir mucho después de la puesta del sol. Finalmente, se fortalecieron las alas de los patos y pudieron comenzar el viaje hacia el sur. Nils cantaba y reía de contento. No deseaba abandonar la Laponia sólo porque allí no alumbrara el sol, hiciera filo y escaseara la comida; había otra cosa que le arrastraba hacia la Escania. ¡Ah, qué feliz era al ver que seguía su camino! Al divisar el primer bosque de abetos agitó su gorra alegremente y saludó con un ¡hurra! las primeras casitas grises de los campesinos, las primeras cabras, el primer gato, las primeras gallinas. Pasaba por encima de las soberbias cascadas y veía a su derecha los altos picos de las montañas, pero apenas si los miraba. Cuando descubrió la capilla de Kvicjock, con su pequeño presbiterio y la aldea que la rodea, ya fue otra cosa. Le pareció tan bello este rincón que las lágrimas saltaron de sus ojos. A cada instante se cruzaba con los pájaros emigrantes que volaban en grupos más numerosos que en la primavera. —¿Adónde van, patos silvestres? ¿Adónde van? —preguntaban los pájaros. —¡Vamos al extranjero, como ustedes! ¡Vamos al extranjero! — respondían los patos. —Vuestros pequeñuelos no son bastante fuertes —gritaban los otros—. No franquearán el mar mientras tengan las alas tan débiles. Los renos y los lapones se disponían a abandonar las montañas. Descendían en medio del mayor orden: abría la

marcha un lapón, al que seguía un rebaño presidido por grandes toros, un grupo de renos con las tiendas y bagajes a cuestas, y, por último, cerrando el cortejo, siete u ocho personas. Al ver a los renos, descendieron un poco los patos silvestres para gritarles: —¡Hasta la vista! ¡Hasta el verano próximo! ¡Hasta el verano próximo! —Buen viaje y que regresen bien —respondieron los renos. Los osos, viendo partir a los patos, los mostraban a los oseznos, gruñendo: —¡Miren a esos miedosos que temen al frío y no quieren pasar el invierno en sus casas! Pero las patas viejas, no cortas de lengua, contestaban: —¡Miren a esos holgazanes que prefieren dormir la mitad del año antes que tomarse la molestia de emigrar! En el bosque de abetos se veía a los gallos silvestres frotándose unos contra otros, erizados y transidos de frío, mientras miraban con envidia a las bandadas de pájaros que se dirigían hacia el sur entre exclamaciones de alegría: —¿Cuándo nos llegará el turno? ¿Cuándo nos llegará el turno? — preguntaban a sus madres. —Ustedes se quedarán con su padre y su madre —respondía la gallina—. Ustedes se quedarán aquí con su padre y su madre. Mientras los patos volaron por la Laponia disfrutaron de buen tiempo; pero apenas entraron en el Jemtland quedaron envueltos en nieblas impenetrables y descendieron sobre la cumbre de una colina. Nils creyó hallarse en un país habitado, porque se imaginaba percibir la voz de los hombres y el chirrido de los vehículos. Hubiera preferido refugiarse en una granja; pero temía perderse entre la niebla. Todo destilaba agua y despedía humedad. De la

punta de cada brizna de hierba caían gotas constantemente y observaba que al menor movimiento descargaban sobre él verdaderas duchas. Al cabo dio algunos pasos en busca de un refugio y advirtió ante él un edificio muy alto, pero no muy grande. La puerta estaba cerrada y el edificio deshabitado. Nils comprendió que aquello sólo podía ser una torre erigida en aquel punto para contemplar mejor el paisaje. Y volvió a donde estaban los patos. —Mi buen pato, ponme sobre tus lomos y llévame a lo alto de aquella torre que hay allá. Tal vez encuentre un rincón seco donde dormir. El pato obedeció y lo dejó en lo alto de la torre donde el muchacho se quedó dormido hasta que el sol de la mañana le dio en pleno rostro. En este momento experimentó un sobresalto. No se había dado cuenta hasta entonces de que algunos visitantes subían por la torre. Ascendían con tanta rapidez por la escalera que apenas si tuvo tiempo para meterse en un agujero. Se trataba de un grupo de muchachas y muchachos que hacían una excursión a pie a través del Jemtland. Ya en lo más alto se felicitaron de haber llegado a la ciudad de Oestersund la víspera por la tarde, para gozar al amanecer del bello espectáculo que ofrece la vista del Fróso, desde donde se distinguen más de veinte poblaciones. Una jovencita sacó de su bolsa un mapa que desplegó sobre sus rodillas y todos se sentaron para examinarlo. Nils se mostraba inquieto, porque su presencia allí se iba prolongando demasiado. El pato no vendría en su busca mientras estuviesen aquellas jóvenes en la torre, y no ignoraba que los patos tenían prisa por continuar su viaje. En medio de la conversación de los turistas creyó oír por un momento el chillido de los patos y el batir de sus alas; pero no se atrevió a salir de su escondite.

XXII LEYENDAS DE HERJEDALEN Cuando, al partir los turistas, pudo Nils mirar en todas direcciones, no vio el menor rastro de los patos silvestres. No venía a buscarle ningún pato. Llamó repetidas veces, pero en vano. No concebía que los patos hubieran podido abandonarlo; si, acaso, temía que hubiera podido ocurrirles alguna desgracia. Se devanaba los sesos para imaginar un medio que le permitiera unirse a ellos, cuando, de repente, Bataki, el cuervo, abatió el vuelo junto a él. Jamás pudo imaginar Nils que pudiese saludar a Bataki con tanto cariño. —Mi querido Bataki —le dijo—, ¡qué suerte que hayas venido! ¿Podrías darme noticias del pato blanco y de los patos silvestres? —Precisamente vengo de su parte —contestó Bataki—. Okka había descubierto la presencia de un cazador y no se ha atrevido a venir en tu busca. Me ha encargado que te conduzca a donde están los amigos. Sube sobre mis espaldas, y dentro de un instante estaremos con ellos.

Nils saltó sobre las espaldas del cuervo, que lo llevó hacia el sur. Descendieron en un espacioso valle. El paisaje era espléndido; las montañas eran altas como las de Jemtland; pero había pocas tierras cultivadas y pocos pueblos. Bataki descendió sobre una cabaña e hizo bajar a Nils. —Este verano ha habido aquí maíz —le dijo—. Mira si puedes encontrar algunos granos para comer. Después de haber comido, Bataki y el muchacho continuaron su camino, siguiendo el curso del Ljusnan. Llegados cerca del pueblo de Kolsatt, en los límites de Halsingland, el cuervo se echó de nuevo a tierra junto a una pequeña cabaña, en la que no había ventanas y sí sólo un tragaluz casi invisible. De la chimenea se escapaba una humareda mezclada con chispas, y en el interior se oían los golpes de martillo. —Al ver esta herrería recuerdo que antiguamente hubo en este pueblo herreros tan hábiles que no tenían par. Yo he oído contar algunas historias de esto allá en lo alto. —Cuéntame una —solicitó Nils. —Pues, señor —continuó Bataki, sin hacerse de rogar—, hubo una vez un herrero que invitó a otros dos maestros herreros, uno de la Dalecarlia y el otro de Vermland, a medirse con él en la fabricación de clavos. El reto fue aceptado, y los tres herreros se reunieron aquí, en Kolsatt. Primero comenzó el dalecarliano. Y forjó una docena de clavos tan iguales, tan agudos y tan bonitos que nadie los hubiera hecho mejor. Después vino el vermlandés. Y forjó también una docena de clavos perfectos, si bien con la ventaja de que empleó la mitad de tiempo que su contrincante. Los que actuaban de jueces aconsejaron al herrero de Herjedalen que no lo intentara siquiera, porque no lo podría hacer mejor que el primero ni más pronto que el segundo. “Eso me importa poco, y no me entrego —respondió el tercer

concursante—. Debe haber una tercera manera de distinguirse.” Y puso el hierro sobre el yunque sin pasarlo por el fuego, calentándolo a martillazos, y forjó clavo tras clavo sin emplear carbón ni fuelle. Nadie de los allí reunidos había visto manejar el martillo con más habilidad, y el herrero de Herjedalen fue proclamado el más hábil del país. Bataki se calló una vez dicho esto. Nils reflexionó un instante. “Dime cuál ha sido tu intención al referirme esta historia”, preguntó al fin. “La he recordado al ver esta vieja herrería”, respondió Bataki. Los dos viajeros reanudaron el vuelo. El cuervo llevó a Nils a través de la parte de Herjedalen, vecino a la Dalecarlia. Y descendió sobre una colina que dominaba la llanura. —¿Sabes lo que es este montículo que está bajo tus pies? —preguntó Bataki. Nils contestó que lo ignoraba. —Pues bien: es una tumba, un túmulo antiguo —añadió el cuervo—. Fue elevado en honor de un hombre llamado Herjulf, el primero que se instaló en Heijedalen y cultivó el país. —¿También tendrás que referirme alguna historia sobre este señor? —preguntó Nils. —No he oído decir grandes cosas con respecto a él. Creo que era noruego. Primeramente estuvo al servicio del rey de Noruega; pero creo que acabó riñendo con él. Y presentándose ante el rey sueco que vivía en Upsala, entró a su servicio. Transcurrido algún tiempo, pidió en matrimonio a la hermana del rey, y como éste se la negara, la raptó. Y se vio en el trance de no poder habitar en Noruega ni en Suecia; y a todo esto, no quería marcharse al extranjero ni abandonar el país a ningún precio. “Debe haber una tercera alternativa”, pensó. Y con sus criados y

sus tesoros se puso en marcha hacia el norte, a través de la Dalecarlia, hasta que llegó a los grandes desiertos que existían en los confines de esta provincia. Detuvo su marcha, construyó una casa, removió la tierra y se convirtió en el primer habitante de este país. Al oír esta última historia quedó Nils más intrigado que nunca. —¿Por qué no me dices cuál ha sido tu intención al referirme esto? — le preguntó. En un principio Bataki no contestó nada, limitándose a mover y remover la cabeza y entornando los ojos. —Bueno; puesto que estamos solos —dijo finalmente—, quiero preguntarte una cosa. ¿Te has dado bien cuenta de la condición impuesta por el duende que te ha transformado para que puedas volver a convertirte en hombre? —La única de la que he oído hablar consiste en que yo debo conducir al pato blanco a la Laponia y llevarle sano y salvo a la Escania. —Precisamente es lo que yo pensaba —dijo Bataki—, pero la última vez que nos vimos, decías tú con orgullo que no está bien traicionar a un amigo cuya confianza se tiene. Tú procederías cuerdamente si le preguntaras a Okka cuál es esa condición. No debes ignorar que ella misma ha ido a tu casa para hablarle al duende. —Okka nada me ha dicho. Sin duda, pensaba que era mejor para ti que no supieses el alcance de las palabras del duende. Te estima más a ti que al pato blanco. —Es curioso, Bataki -dijo Nils—, el modo que tienes de ponerme siempre triste y de inquietarme. —Tal vez pueda, en efecto, parecerte así —añadió el cuervo—; pero esta vez creo que me agradecerás el que te repita las palabras del duende. Ha dicho que volverás a ser hombre cuando conduzcas el pato blanco a tu casa para que pueda matarlo tu madre.

Nils se levantó de un salto. —¡Es una mala invención tuya, Bataki! —gritó. —Ahora mismo puedes preguntárselo a Okka, porque creo que se aproxima con su bandada; pero te ruego que no olvides las historias que hoy te he referido. Hay un medio de salir de todas las dificultades que se presenten, con tal de que se encuentre. Me gustaría saber cómo lo conseguirás tú.

Al día siguiente, durante un alto en el camino y aprovechando un momento en que Okka se había alejado un poco de los otros patos, le preguntó Nils si era verdad lo que le había dicho Bataki. Okka no pudo negarlo. El muchacho hizo entonces que la vieja pata le prometiera que por nada del mundo daría motivos para que el pato blanco sospechara lo más mínimo referente a este secreto. Bravo y generoso como era, podría obrar por su cuenta sin pedir consejo a nadie. Después de esta conversación, Nils permaneció silencioso, recostado sobre las espaldas del pato y sin interesar-se por nada. Sólo le sacaron de su abstracción los gritos de los patos que llamaban a sus crías y anunciaban que ya se podía ver el Stadjan, por haber entrado en la Dalecarlia. —Como es probable que tenga que viajar toda mi vida con los patos, ya tendré tiempo de ver este país más de lo que deseo —refunfuñó Nils. Tampoco mostró mayor interés cuando los patos gritaron que ya estaban en Vermland y que el río que seguía hacia el sur era el Mar. —He visto tantos ríos, que ya tengo bastante —añadió.

XXIII EL TESORO DE LA PLAYA Desde el comienzo del viaje los patos habían volado con dirección al sur, pero al cruzar el valle de Fryken tomaron otra dirección y por el Vermland occidental y el Dalsland, dirigiéndose hacia el Bohuslän. El viaje fue largo. Los patos se habían ejercitado bastante para lamentarse de la fatiga, y Nils recobró un poco de su antiguo buen humor. Sólo pensaba ahora en el medio de disuadir al pato blanco de la idea de regresar a Vemmenhög. —Creo, pato —le dijo una vez mientras iban por los aires—, que será muy monótono y pesado para nosotros permanecer en casa todo el invierno. Estoy tentado de decirte que no haríamos mal si acompañásemos a los patos en su viaje al extranjero. —No debes hablar en serio —exclamó el pato muy alarmado, porque desde que había demostrado que era capaz de seguir a los patos silvestres hasta la Laponia, no deseaba otra cosa que reintegrarse al establo del granjero Holger Nilsson. —¿Pero no encuentras que sería algo triste, pato Martín, no ver más tan bellas cosas? —preguntó Nils.

—Yo prefiero en mucho los campos ubérrimos de nuestra llanura escaniana a estas peladas colinas pedregosas —respondió el pato—; pero ya sabes que si tú te decides a proseguir el viaje, no he de abandonarte. —Esperaba de ti esta buena respuesta —dijo Nils. Y el tono con que dijo estas palabras demostraba que se había quitado un gran peso de encima. Los patos silvestres pasaron sobre el Bohuslan con la mayor rapidez posible; el pato blanco les seguía jadeante. El sol señalaba su raya de fuego en el horizonte y desaparecía por momentos detrás de una colina. De repente vieron hacia la parte oeste una raya luminosa que se extendía a cada batir de alas. Era el mar que se ofrecía ante ellos lechoso, irisado a trechos por reflejos rosa y azul; y cuando hubieron doblado las rocosidades de la costa aún les fue posible ver nuevamente al sol, enorme y encendido, encima de las olas donde iba a abismarse. Al ver el mar libre e infinito y el sol de la tarde, purpúreo, de un resplandor tan dulce que podía fijar en él la mirada, Nils sintió que entraban en su alma una gran paz y una gran seguridad. —¿Por qué afligirse, Nils Holgersson? —le decía el sol—. Es bueno vivir en este mundo, así para los grandes como para los pequeños. Es una bella cosa ser libre y vivir sin inquietudes y tener el espacio abierto ante sí.

Los patos se instalaron para dormir sobre un pequeño escollo, ante la ciudad de Fjallbacka. Como se aproximaba la medianoche y la luna había ascendido muy alto en el cielo, la vieja Okka fue a despertar a Yksi y Kaksi, a Kolme y Nelja, a Viisi y Kiisi. Y acabó por tocar con el pico a Pulgarcito.

—¿Qué hay, madre Okka? —gritó éste poniéndose en pie de un salto. Nils vio a su lado algo que tomó en un principio por una alta piedra puntiaguda; pero pronto se dio cuenta de su error al percatarse de que era una gran ave de presa. Y reconoció a Gorgo, el águila. Evidentemente, él y Okka se habían citado allí, porque nadie mostraba la menor sorpresa. —Eso se llama ser exacto —dijo Okka al saludarle. —He venido —respondió Gorgo—; pero temo que aparte de mi exactitud haya algo que no merezca vuestros elogios. He cumplido muy mal la comisión que me confiaste. —Estoy segura —dijo Okka— de que has hecho más de lo que aparentas, y antes que refieras cómo te fue en el viaje, he de pedir al liliputiense que me ayude a buscar algo que debe estar escondido entre las peñas e islotes de estas playas. Hace una porción de años —continuó diciendo— que yo y un par de los que se han hecho viejos en la bandada, sorprendidos por una tormenta, fuimos arrastrados hasta estos lugares, entre cuyas piedras hubimos de buscar refugio durante varios días. Sufrimos mucha hambre y anduvimos buscando algo con que alimentarnos. No encontramos nada que comer y sólo vimos unos sacos medio enterrados en la arena, sobre los que nos lanzamos hasta romper sus telas a picotazos en la creencia de que pudieran contener trigo; pero no fue así. Aquellos sacos no contenían otra cosa que brillantes monedas de oro, que no tenían para nosotros aplicación alguna; y las dejamos donde estaban. En todos estos años no hemos pensado en tal hallazgo; pero por sucesos acontecidos en el pasado otoño, tenemos deseo de poseer dinero. No es probable que el tesoro se encuentre aquí todavía; pero, de todos modos, como hemos venido para buscarlo, vamos a ver si lo hallamos.

El chicuelo se metió entre las rendijas, y con un par de conchas empezó a quitar arena en varios sitios. No encontró los sacos, pero sí un par de monedas que le pusieron sobre la pista, y haciendo un gran hoyo encontró el caudal derramado por allí, pues los sacos habían desaparecido por la acción del tiempo. Inmediatamente dio cuenta del descubrimiento a la pata Okka, que al frente de la bandada vino a felicitarle con gran ceremonia y repetidas inclinaciones de cabeza. —Tenemos que comunicarte —dijo Okka al pequeño Nils— que nosotros, que ya somos viejos, hemos pensado que si hubieses servido a los hombres y les hubieses hecho tanto bien como a nosotros, no se hubieran separado de ti sin darte una buena retribución. —Soy yo el que debo estar agradecido por la ayuda que me han prestado; no me deben agradecimiento alguno, porque las enseñanzas que de ustedes he obtenido valen más que el oro y toda clase de riquezas —contestó el muchacho—; pero no tenían necesidad de esta riqueza, que de seguro ya no tiene dueño, por los muchos años que aquí se encuentra abandonada; no la necesitan para nada. —Sí; la necesitamos para dártela a ti como remuneración, para que vean tu padre y tu madre que has servido a señores de distinción. El pequeño Nils se volvió entonces rápidamente, y muy ofendido se dirigió a Okka, diciéndole: —Es muy extraño que me separen de su servicio y me paguen sin que yo haya dicho nada de marcharme. —Sólo queríamos que supieses dónde se hallaba el tesoro; por lo demás, puedes continuar con nosotros mientras permanezcamos en Suecia. —Justamente es eso lo que yo digo; quieren que me separe de ustedes antes de tener yo ganas de ello. Puesto que tanto tiempo y tan a gusto hemos estado juntos, ¿no podría acompañarlos también al extranjero?

Todos los patos, deseosos de demostrar su satisfacción, extendieron y elevaron su cuello, quedando un rato con sus picos entreabiertos, hasta que Okka, repuesta de la impresión, le dijo: —Es verdad, no habíamos pensado en ello; pero antes de resolver sobre el particular, oigamos lo que Gorgo tiene que referir. Tú sabes que cuando salimos de la Laponia, Gorgo y yo convinimos en que iría a tu casa, en la Escania, para ver de conseguir para ti mejores condiciones de vida. —Es cierto —replicó Gorgo—; pero no he tenido mucha suerte. Pronto tuve la certeza de haber encontrado la granja de Holger Nilsson, y después de haber volado algunas horas por encima de la casa, descubrí al duende. Me dirigí a él y le conduje entre mis garras hasta un campo para hablar mejor con él. Le dije que iba de parte de Okka para suplicarle que aminorara las duras condiciones que le había impuesto a Nils Holgersson. —Así lo quisiera —respondió— porque sé lo bien que se ha portado durante el viaje; pero eso no está en mi poder. Me enfadé entonces; amenazándole con arrancarle los ojos a picotazos si no accedía. —Haz de milo que quieras —respondió—; pero no por ello le sucederá a Nils Holgersson otra cosa que lo que digo. Lo que tú debes decirle es que vuelva con su pato blanco, porque las cosas en su casa marchan mal. Holger Nilsson salió en garantía de su hermano y ha tenido que pagar una gruesa suma. Después ha comprado un caballo con dinero prestado, y el caballo quedó cojo el primer día, sin que haya podido obtener ningún provecho de él. Dile a Nils Holgersson que sus padres han tenido ya que vender las vacas y que no tardarán en verse obligados a abandonar la granja si no viene alguien en su ayuda.

Al oír este relato, Nils frunció el ceño y cerró los puños con fuerza. —El duende ha procedido de una manera cruel —se dijo— al imponerme una condición tan terrible que no me permite acudir en socorro de mis padres. Pero no hará de mí un traidor que engañe a su amigo. Mi padre y mi madre son gentes honradas, y sé muy bien que preferirán pasar sin mi auxilio antes que yerme a su lado con una falta sobre mi conciencia.

XXIV EN CASA DE HOLGER NILSSON El tiempo era gris y brumoso. Los patos silvestres se hallaban entregados a la siesta, cuando Okka se aproximó rápidamente a Nils, diciéndole: —El tiempo parece calmado, y he decidido que mañana atravesemos el Báltico. —Bueno —dijo Nils. Y su garganta se anudó de tal modo que no pudo añadir palabra. Esperaba, a pesar de todo, ser desencantado mientras permaneciese todavía en la Escania. —Ahora estamos bastante cerca de Vemmenhög —prosiguió Okka—. He pensado que tal vez quisieras hacer una visita a tu casa, al pasar. Así podrás ver a tu familia. —Será mejor que no vaya —respondió Nils; pero el tono de su voz indicaba lo mucho que le complacía esta proposición. Okka respondió: —Tú debes ir a informarte de la marcha de tu casa y de la salud de tus padres. ¡Quién sabe si les podrás prestar ayuda por pequeño que seas!

—Tienes razón madre Okka. Debí pensar en ello antes —respondió Nils muy excitado. Un instante después estaban los dos en marcha hacia la granja de Holger Nilsson. Descendieron al abrigo de un muro de piedra que rodeaba la granja. —Es extraño que todo esté igual —exclamó Nils, trepando por la cerca—. Parece que fue ayer cuando los vi venir sentado en este mismo sitio. —¿Sabes si tu padre tiene escopeta? —preguntó Okka de repente. —Sí —dijo Nils—. Precisamente por esa escopeta quise yo permanecer en casa aquel domingo. —Entonces no me atrevo a esperarte aquí. Será mejor que vengas a reunirte con nosotros al cabo de Smygehuk, mañana a primera hora. Podrás pasar aquí la noche. —¡Oh, no! ¡No te vayas, madre Okka! —prorrumpió Nils saltando del muro. No sabía por qué; pero tenía el presentimiento de que les sucedería algo, tanto a él como a los patos, y que ya no volverían a verse—. Ya sabes cómo me entristece no haber recobrado mi estatura normal —prosiguió—; pero quiero que sepas que no lamento haberte seguido durante la última primavera. Antes que volver a ser hombre, preferiría de nuevo ese viaje. Okka aspiró el aire fuertemente antes de responder. —Hay una cosa de la que he querido hablarte repetidas veces — comenzó diciendo—. No es preciso que te la diga en este momento, porque tú no vienes en busca de los tuyos para quedarte; no obstante, tendré el gusto de comunicártela ahora. Es lo siguiente: si verdaderamente crees que has aprendido alguna cosa buena entre nosotros, ¿verdad que opinarás que no sólo los hombres deben vivir en la tierra? Piensa en el hermoso país que tienes. ¿No podrías conseguir que se nos reservaran algunas rocas peladas en la costa, algunos lagos que no sean navegables y algunas marismas, algunas montañas desiertas y algunas

florestas apartadas, donde nosotros, pobres animales, podamos estar tranquilos? Durante toda mi vida me he visto perseguido. ¡Qué bueno sería saber que en cualquier parte existe un refugio para un ser como yo! —Ciertamente, yo quedaría muy contento y satisfecho de poder prestarles mi ayuda —contestó el muchacho—; pero yo no podré decir nunca gran cosa a los hombres. —Pero nosotros estamos hablando aquí como si no debiéramos vernos ya más —interrumpió Okka—. A todo esto, nos hemos de ver mañana. Hasta la vista. Y después de abrir sus alas volvió de nuevo, y acariciándole dulcemente con el pico, partió al fin. Era ya mediodía, y aún no se había dado señal de vida en la granja. Nils pudo ir y venir a su antojo. Corrió rápidamente al establo, creyendo que las vacas le informarían mejor que nadie de todo. El establo presentaba un triste aspecto; en vez de los tres hermosos animales que lo habitaban en la primavera, no había más que uno. Era Rosa de Mayo. Añorando a sus compañeras, permanecía con la cabeza doblada por la pena y sin probar el forraje. —Buenos días, Rosa de Mayo —gritó Nils, corriendo hacia ella sin temor alguno—. ¿Cómo están el padre y la madre? ¿Cómo están los patos y las gallinas y el gato? ¿Dónde están tus compañeras, Lis de Oro y Estrella? Al reconocer la voz del muchacho, la vaca se estremeció, después bajó la cabeza como dispuesta a embestirle; pero como la edad había hecho que sus movimientos fuesen más lentos, tuvo tiempo para fijarse en Nils Holgersson. Continuaba siendo tan pequeño como al partir, y aunque iba vestido del mismo modo, parecía otro. El Nils Holgersson que partiera en la pasada primavera tenía un aire torpe y lánguido y los ojos semidormidos; el que volvía mostrábase vivaracho y ágil y hablaba animadamente. Andaba tan erguido y con un paso tan firme, que inspiraba respeto a pesar de su pequeñez.

¡Mu! —mugió Rosa de Mayo—. Me habían dicho que habías cambiado, pero no lo creí. Sé bienvenido, Nils Holgersson, sé bienvenido a esta casa. Este es el primer momento de alegría que tengo desde no sé cuánto tiempo. —Te agradezco mucho este recibimiento, Rosa de Mayo —contestó Nils con el corazón conmovido por tan buena acogida—. Comunícame noticias de mis padres. —No han tenido más que penas desde que te marchaste. Lo peor ha sido lo ocurrido con el caballo, que les costó mucho dinero, sin que durante todo el verano haya podido hacer otra cosa que comer. Tu padre no quiere matarlo; pero nadie lo quiere comprar. Por su culpa ha tenido que vender tu padre a mis dos compañeras, Estrella y Lis de Oro. Había otra cosa de la que tenía grandes deseos de hablar; pero estaba harto embarazado para iniciar esta conversación directamente. Y preguntó luego: —¿Verdad que mi madre sufrió un gran disgusto al ver que el pato blanco se había escapado? —Creo que no hubiera llegado a experimentar tanta pena de haber sabido cómo escapó el pato. Sólo se lamentaba de que su propio hijo, al marchar de su casa se llevara el pato consigo. —¡Ah! Pero ¿cree que lo he robado yo? —preguntó Nils. —Pues, ¿qué quieres que crea? —Eso indica que mis padres creen que yo he recorrido el país este verano como un mendigo. —Han llorado tu ausencia con todo el dolor que se siente cuando se pierde al ser más querido del mundo. Nils salió corriendo del establo. Lo primero que hizo fue entrar en la cuadra, pequeña, pero en perfecto estado de limpieza. Se echaba de ver en seguida que Holger Nilsson la había dispuesto de modo que complaciera al

nuevo huésped que iba a albergar. Había en ella un hermoso caballo reluciente que reventaba literalmente de salud. —Buenos días —dijo Nils saludando—. He oído decir que había un caballo enfermo por aquí. ¿Cómo es posible que seas tú, teniendo tan buen aspecto? El caballo volvió la cabeza hacia el muchacho y lo miró largamente. —¿Eres tú el hijo de la casa? —le preguntó—. He oído muchas cosas malas de ti; pero tienes un aspecto tan simpático, que jamás te hubiera tomado por Nils de no saber que has sido transformado en duende. —Sé que he dejado un mal recuerdo tras de mi —añadió Nils Holgersson—. Hasta mi propia madre cree que yo desaparecí de esta casa como un ladrón. No espero estar mucho tiempo aquí; pero antes de partir he querido saber qué es lo que tienes. —¡Qué dolor que no te quedes entre nosotros! —exclamó el caballo— . Tengo la seguridad de que llegaríamos a ser muy buenos amigos. Yo sufro por una tontería, por una punta de cuchillo u otro objeto puntiagudo que me ha penetrado en un pie. Esta punta está tan bien disimulada que el mismo veterinario no ha podido descubrirla; pero me hace mucho daño y me impide marchar. Si tú pudieras advertir a Holger Nilsson de lo que me pasa, creo que podría curarme. Yo estada muy contento si pudiera serle útil. Me da vergüenza permanecer ocioso. —¡Cuánto me alegro de que no tengas una verdadera enfermedad! — respondió Nils—. Ya procuraremos curarte; permíteme que de momento haga algunas señales con mi cuchillo en tu pata. Acababa de rascar la pata al caballo cuando oyó voces en el corral. Eran sus padres que regresaban. Se veía que estaban agobiados por la pena. La madre tenía el rostro lleno de arrugas, y los cabellos del padre habían

encanecido. La madre trataba de convencer a su marido de que no había otro remedio que pedir dinero prestado a su cuñado. —No, no; yo no pido ya dinero prestado —decía el padre ante la puerta entreabierta de la cuadra—. Nada más terrible que contraer deudas. Será mejor vender la casa. —Nada tendría que decir contra esto —respondió la madre— si no existiera nuestro hijo. ¿Qué haría él si volviera algún día, pobre y miserable, y no nos encontrase aquí? —Es triste, ciertamente —respondió el padre—; pero habrá que pedir a los que compren la granja que lo acojan con dulzura y que le digan que será siempre bien atendido y bienvenido en nuestra casa. Nosotros no le dirigiremos ni una sola palabra de reproche. Estamos de acuerdo, ¿verdad? —Ciertamente. ¡Ah! ¡Si al menos anduviese por ahí, sabiendo yo que no pasa hambre ni frío por los caminos! Nils no pudo oír nada más de esta conversación, porque sus padres penetraron seguidamente en la casa. Hubiera querido correr hacia ellos; pero ¿no les hubiera causado mayor pena verlo tal como era en la actualidad? Mientras estaba entregado a estas vacilaciones llegó un carruaje que se detuvo ante la vela. Nils estuvo a punto de lanzar un grito de asombro al ver descender a dos personas que no podían ser otras que Asa y su padre. Los recién llegados se dirigieron hacia la casa cogidos de la mano, graves y recogidos, con un inefable destello de felicidad en los ojos. Ya cerca de la puerta, Asa detuvo a su padre: —Quedamos entendido, padre, ¿verdad? Nada diremos de ese duende que tanto se parece a Nils, del pequeño zueco, ni de los patos. —Eso es —respondió Jon Assarsson—. Sólo diré que su hijito te ha ayudado varías veces mientras tú me buscabas a través del país, y que hemos venido a preguntarles si

nosotros podemos, en pago de tal favor, prestarles algún servicio, ya que he llegado a crearme una posición, incluso a ser rico, gracias a la mina que he descubierto allá. Entraron en la casa, y Nils hubiera dado mucho por oír la conversación; pero no se atrevió a entrar en el corral. Al salir Asa y su padre, los acompañaban sus padres. Parecían como animados por una nueva vida. Cuando partieron los visitantes, el padre y la madre de Nils quedaron junto a la verja un momento viendo cómo se alejaba el carruaje. —Ya no quiero estar triste, Holger, después de haber oído tantas cosas buenas de Nils —exclamó la madre. —No han dicho muchas cosas, en último término —contestó el padre. —¿No te basta con que hayan venido aquí expresamente para ofrecernos sus servicios como prueba de agradecimiento por los favores que les prestó Nils? Creo que hubieras podido aceptar su ofrecimiento. —No, no he querido. Nosotros no aceptaremos dinero de nadie, prestado ni regalado. Quiero antes que nada desembarazarme de mis deudas; creo que lo conseguiremos y así lo espero porque todavía no somos unos viejos decrépitos. El padre rió al pronunciar estas palabras. —Se diría que gozas ante la idea de deshacerte de esta tierra en la que has puesto tanto trabajo —dijo la madre con un tono de reproche. —Pero, ¿es que no comprendes por qué me estoy riendo? —preguntó el padre—. Lo que me quitaba las fuerzas era el sentimiento que me causaba la creencia de haber perdido a mi hijo; mas ahora que sé que vive y promete ser siempre un hombre honrado, ya verás que Holger Nilsson es capaz todavía de trabajar. La madre entró en la casa, y Nils debió ocultarse rápidamente en un rincón, porque el padre se encaminó

hacia la cuadra. Y llegándose al caballo, le levantó el pie enfermo para buscar una vez más dónde estaba el mal. —¿Qué es esto? ¿Qué es lo que hay aquí? —gritó viendo algunas letras grabadas en la pata del animal. “Retira el hierro del pie”, leyó con estupor. Y se puso a examinar la pata con toda atención. —Creo que tiene clavado algo puntiagudo —murmuro. Mientras el padre se ocupaba del caballo y Nils permanecía inmóvil en un rincón, llegó a la casa una nueva visita. El pato blanco, sabiendo que se hallaban muy cerca de su antigua residencia, no había podido resistir al deseo de mostrar su mujer y sus hijos a sus compañeros, invitando a ello a Finduvet y a lo seis patos. Cuando llegaron a la casa de Holger Nilsson no había nadie en el corral. El pato blanco descendió tranquilamente hasta donde estaba su familia y mostró a Finduvet los esplendores de que gozan los patos domésticos. Después de haber hecho los honores del corral, advirtió que la puerta del establo estaba abierta. —¡Vengan y vean! —gritó—. Vengan y vean dónde vivía yo en otro tiempo. Esto es muy distinto de tener que pasar las noches en las marismas y en las hornagueras, como nosotros hacemos ahora. El pato permanecía bajo el dintel del establo. —Aquí no hay nadie —exclamó—. Ven, Finduvet, y verás el sitio de los patos. No tengas miedo; no hay ningún peligro. Finduvet y los seis patos entraron en el sitio indicado para contemplar el lujo en medio del cual había vivido el gran pato blanco antes de reunirse con los patos silvestres. —Vean cómo era. Allí estaba mi lugar y allá el cubillo siempre lleno de avena y la pileta con agua. Esperen; creo que todavía debe quedar algo de comida. El pato blanco dio un salto hacia el cubillo y se puso a comer con avidez.

De Finduvet iba apoderándose una gran intranquilidad. —Salgamos pronto —suplicó. —Espera un poco; aún quedan unos granos —contestó el pato. En este mismo momento lanzó un grito y se precipitó hacia la salida. Era ya demasiado tarde. La puerta quedó cerrada, y el ama de la casa echó el pestillo. ¡Estaban cogidos! El padre de Nils acababa de extraer un pedazo de hierro puntiagudo del casco de su caballo y acariciaba al animal con toda solicitud, cuando llegó la madre muy sofocada. —¡Ven, ven, y verás la hermosa presa que acabo de hacer! —gritó. —Aguarda un momento, y mira un poco aquí. He descubierto lo que motivaba el malestar del caballo. —Creo que comienza otra vez la suerte para nosotros —dijo la madre—. Figúrate que el gran pato blanco que desapareció durante la última primavera, ha vuelto a casa con siete patos silvestres. Ha debido seguir a alguna bandada de ellos. Han ido directamente a su puesto, y yo he conseguido encerrarlos. —¡Es extraño! —dijo Holger Nilsson—. Lo que más me alegra es saber que ya no tenemos motivo para sospechar que Nils se llevara el pato al partir. —En efecto. Pero creo que debemos matarlos esta misma tarde. Dentro de unos días se celebrará la fiesta de San Martín, y será preciso que vayamos cuanto antes a la ciudad para venderlos. —Sería muy desagradable matar al pato, ya que ha vuelto con tan buena compañía —objetó Holger Nilsson. —Si los tiempos fueran menos duros, los dejaríamos vivir tranquilamente; pero como nosotros no continuaremos aquí, probablemente, ¿qué vamos a hacer de los patos?

-Es verdad —Ven, pues; ayúdame a llevarlos a la cocina —dijo la madre. Y partieron. Algunos instantes después Nils vio salir a su padre del establo llevando al pato blanco bajo un brazo y a Finduvet bajo el otro. El pato gritaba, como siempre que se encontraba en peligro: —¡Socorro, socorro, Pulgarcito! Pero Nils no corrió en su auxilio, convencido de que no debía abandonar la puerta de la cuadra, y no porque pensara ni un solo momento en que sería muy conveniente para él que se diera muerte al pato blanco —porque no se acordaba para nada de la condición impuesta por el duende—; lo que le retenía en su puesto era la idea de que por salvar al pato blanco tenía que mostrarse a sus padres, y esto le repugnaba mucho. —Siendo ya felices —se decía—, ¿por qué he de proporcionarles yo esa pena? Pero cuando la puerta se cerró tras el pato, Nils abandonó sus vacilaciones. Y atravesando el corral todo lo aprisa que pudo, entró en el vestíbulo. Se quitó los zuecos, según su vieja costumbre, y se aproximó a la puerta; pero se detuvo de nuevo. —Es el pato blanco el que está en peligro —se decía—; el que ha sido tu mejor amigo desde que abandonaste esta casa. En este instante recordó bruscamente todos los peligros que él y el pato habían corrido juntos sobre los lagos helados y la mar tempestuosa, y entre los feroces animales de presa. Su corazón se llenó de reconocimiento y de afecto, y dio unos golpes en la puerta. —¿Quién es? —preguntó el padre antes de abrir. —¡Madre, madre, no hagas mal al pato! —gritó Nils, entrando como una tromba. El pato y Finduvet, que reposaban sobre un banco

con las patas atadas, lanzaron un grito de alegría al reconocer su voz. Pero la que lanzó el mayor grito de alegría fue la madre. —¡Oh, Nils, Nils! ¡Qué grande y hermoso vuelves! —prorrumpió entre transportes de alegría. El muchacho se detuvo en el umbral, como dudando del recibimiento que le dispensaban sus padres. —¡Loado sea Dios, que te trae a mi lado! —gritaba la madre—. ¡Ven, ven! —¡Te doy la bienvenida, hijo! —dijo el padre, sin poder proferir ni una palabra más. Nils vacilaba todavía, inmóvil, en el umbral. No comprendía la alegría de sus padres; pero la madre se había precipitado hacia él, echándole los brazos alrededor de su cuello. Entonces comprendió Nils lo que le ocurría. —¡Padre, madre, vuelvo a ser alto! ¡Vuelvo a ser hombre! —gritó fuera de sí, de contento.

XXV EL ADIOS DE NILS A LOS PATOS SILVESTRES Al día siguiente se levantó Nils antes del alba y se dirigió hacia la costa. Cuando comenzaba a apuntar el día se encontraba ya en el sitio fijado por Okka, un poco al este del caserío de Smyge. Estaba solo. Antes de partir había entrado en el establo, donde se hallaba el pato blanco, con el fin de despertarlo; pero éste no dijo palabra y volvió a cerrar los ojos, hundiendo la cabeza bajo el ala para dormirse de nuevo. El día prometía ser muy hermoso, casi tan hermoso como aquel domingo de primavera en que los patos silvestres llegaron hasta allí. El mar se extendía vasto e inmóvil. El aire estaba en calma, y Nils pensaba en el magnifico viaje que harían sus amigos. Se hallaba todavía sometido a una especie de semiencantamiento. Tan pronto se creía duende como se creía ser el verdadero Nils Holgersson. Al ver un hoyo en el camino tuvo miedo de continuar adelante antes de convencerse de que no había ningún animal peligroso oculto en él. Des-

pués lanzó una carcajada, feliz de saber que era grande y fuerte y que no tenía necesidad de tener miedo. Llegado a la orilla del mar, esperó en la playa para que los patos pudieran verlo en seguida. Era un día de emigración. A cada instante se oían gritos de llamada para reunirse. Sonreía al pensar que nadie sabía como él lo que los pájaros se comunicaban unos a otros. Pasaban bandadas de patos silvestres. “Creo que no serán los míos los que partan sin decirme adiós — pensó——. ¡Tengo tantos deseos de referirles cómo he vuelto a ser hombre!” Se aproximaba una bandada de patos que volaba más rápidamente y gritaba más que las otras. Algo le decía que aquélla era la suya, pero no la reconocía con la seguridad que lo hubiera hecho la víspera. Los patos disminuyeron la rapidez de su vuelo y revolotearon por encima de la playa. Nils comprendió que eran sus compañeros de viaje. Pero ¿por qué no descendían hasta él? No podían dejar de haberle visto. Intentó lanzar un silbido, pero su lengua no obedecía a su deseo. No pudo articular la nota justa. Oyó la voz de Okka que cruzaba los aires, mas sin comprender lo que decía. —Es extraño. ¿Habrán cambiado de lenguaje los patos silvestres? — se interrogó—. ¡Aquí estoy! ¿Dónde estás tú? Esto no produjo otro efecto que asustar a los patos, que, elevando el vuelo, se alejaron de la costa. Por último, comprendió lo que ocurría; los patos ignoraban que había vuelto a ser hombre. Y ya no pudieron reconocerlo. Nils no pudo tampoco llamarlos, porque los hombres no saben el lenguaje de los pájaros. En adelante ya no podría hablarles ni comprenderlos. Aunque Nils se consideraba dichoso de haber escapado al encantamiento, encontraba doloroso separarse

así de sus amigos los patos. Y, sentándose sobre la arena, se cubrió el rostro con las manos. ¡Qué triste era verlos partir! De repente oyó una vibración de alas: la vieja madre Okka no había podido resignarse a abandonar a su amigo Pulgarcito, y había vuelto. Ahora que Nils permanecía inmóvil se había decidido a aproximarse a él. Sin duda había comprendido de un modo instintivo y súbito que era aquél. Y descendió sobre el promontorio, cerca de Nils. Este lanzó un grito de alegría y la estrechó entre sus brazos. Los otros patos se aproximaron entonces y le acariciaron con el pico. Cantaban, hablaban animadamente y lo felicitaban. Nils habló también para agradecerles el buen viaje que había hecho con ellos. Bruscamente callaron los patos, le contemplaron con miradas de extrañeza y se separaron de él. Parecían haberse dado cuenta de golpe del cambio que se había operado en él, y exclamaron: —¡Vuelve a ser hombre! ¡Ya no nos comprende ni nosotros lo comprendemos tampoco! Entonces se levantó Nils y fue hacia Okka. La abrazó y la llenó de caricias. Después fue hacia Yksi y Kaksi, Kolme y Nelja, Viisi y Kiisi, las viejas patas de la bandada, y las abrazó también. Seguidamente se separó con paso rápido, en dirección a su casa. Sabía que la pena de los patos no dura mucho y quería separarse de sus amigos antes de que se extinguiera la que pudieran experimentar al perderle. Cuando llegó a lo alto de la duna se volvió para mirar los grupos de aves que se preparaban para atravesar el mar. Todos lanzaban al aire sus llamadas. Pero de todos, sólo una bandada de patos silvestres voló en silencio mientras él pudo seguirla con los ojos. Mas el ángulo que formaba era de un orden perfecto,

los intervalos tales como correspondían, la velocidad del vuelo la indicada y el golpe de las alas vigoroso y rítmico. Nils tuvo una sensación tan dolorosa, que casi hubiera preferido continuar siendo Pulgarcito para poder viajar por encima de la tierra y del mar con una bandada de patos silvestres.