El grito sagrado

El Estado y el campo. El grito sagrado .... Estado de Derecho con criminalidad, puesta de límites con represión .... de los campos rentistas más chicos, y con eso ...
135KB Größe 10 Downloads 114 vistas
Notas

Viernes 4 de abril de 2008

Pensar la Australia que no fue Por Julio César Moreno Para LA NACION

H

ACE poco, en el curso de una entrevista periodística, el gobernador de Santa Fe, al ser interrogado sobre la buena sintonía del socialismo de su provincia con el agro, respondió: “La Federación Agraria nació como un movimiento profundamente socialista; la colonización agrícola de la Esperanza se basó en la idea de compartir el uso del suelo, buscando una unidad productiva vinculada con la familia agraria; ese modelo sucumbió ante el latifundio, pero si hubiese prosperado la Argentina hoy sería como Canadá o Australia”. Curiosamente, cosas parecidas dijeron políticos, pensadores y estadistas a lo largo de la historia nacional, de Rivadavia a Sarmiento, que preconizaron una “república de granjeros” al estilo norteamericano o europeo. Y cuando esa quimera se fue perdiendo en el tiempo, se cayó en la reflexión melancólica sobre la Argentina como “la Australia que no fue”, como el país de las oportunidades históricas irremediablemente perdidas. Pero la vieja discusión acerca del latifundio ha cedido su lugar a los problemas que hoy afectan al campo argentino: las retenciones a las exportaciones de origen agropecuario –especialmente de la soja– y los controles de precios y cupos de producción y exportación de la carne, el trigo, la leche y otras actividades. Y en los reclamos coinciden todas las entidades ruralistas y todos los sectores que integran el sector agropecuario: de los grandes propietarios a los pequeños productores. Pero sin duda el aumento de las retenciones a la exportación de soja ha sido el detonante de la protesta rural, lo que a su vez ha abierto un debate, que hasta ahora permanecía soterrado, sobre las ventajas y las desventajas de la “sojización”, es decir, la extensión en gran escala del cultivo de soja en detrimento de otras actividades agropecuarias. La “sojización” fue la tabla de salvación para la Argentina después de la crisis de 2001, pues los precios internacionales de ese producto permitieron que el país acumulara un superávit comercial sin precedente, que se convirtió en poco tiempo en la base del superávit fiscal y del fondo de reservas en divisas, el más alto de los últimos tiempos. Las exportaciones agropecuarias, encabezadas por la soja, y luego también las industriales fueron el pivote de la recuperación económica y del crecimiento constante del PBI. Pero las consecuencias negativas del fenómeno han sido muy grandes, no sólo en el plano social –ya que provocó nuevas y masivas migraciones del campo a las ciudades– sino también en lo que respecta al cambio climático y la ruptura del equilibrio tradicional entre los sectores productivos del campo. Menos trigo, menos vacas y menos frutas y verduras en virtud del monopolio de la soja no es algo bueno para el país, sino muy malo. Hay que volver a Rivadavia, Alberdi y Sarmiento, a la reforma agraria impulsada en la provincia de Córdoba por el gobierno de Amadeo Sabattini hace más de medio siglo, al espíritu de Colonia Esperanza en Santa Fe. La “Australia que no fue” no puede quedarse en la melancolía sino ser un motivo para reflexionar y actuar frente a los desafíos del presente y el futuro. © LA NACION

LA NACION/Página 21

El grito sagrado Por Marcos Aguinis Para LA NACION NTRE las infinitas anécdotas de Borges, resulta inolvidable la que protagonizó al referirse a un escritor cuyo nombre me abstengo de mencionar. Reconocía que inventaba títulos hermosos; lástima, añadía con sorna, que después les agregaba un libro... Su ironía era un tsunami. Pero también la considero útil para la reflexión. Hay títulos de enorme elocuencia que, en efecto, no necesitan mucho desarrollo. A ésos no se refería la lanza de Borges. Estoy fijado a otro de alta vigencia. Me refiero a El miedo a la libertad, de Eric Fromm. El texto que desarrolla es rico y valioso. Pero el solo enunciado tiene la contundencia de los primeros compases de la quinta de Beethoven o los de Así habló Zaratustra, de Richard Strauss. La libertad es deseada, amada y voceada desde la Antigüedad. La rebelión de Espartaco se ha convertido en un patrimonio emblemático del género humano. Pero con la libertad somos tan ingratos como con la salud: cuando la tenemos, no la apreciamos. Hace falta sufrir la enfermedad para estimar la salud. Hace falta el yugo de la opresión para querer la libertad. En América latina, por ejemplo, a veinte años de haber recuperado la democracia en casi todos los países, resuenan lúgubres tambores que prefieren castrarla en nombre de fracasadas utopías, de controles, de dirigismos, de hegemonías empobrecedoras. ¿Por qué ese miedo a la libertad? Uno de los libros más antiguos del mundo lo describe. En la Biblia se narra cómo el pueblo de Israel –mucho antes de que nacie-

E

que no renunciaron a la libertad de origen y se alejaron, y se alejan cada vez más, de las versiones autoritarias. En América latina tenemos los ejemplos de Chile, Brasil y Uruguay. Allí continúa vigente el grito sagrado. No quieren una “liberación” impuesta por el mesiánico libertador que somete a todos los demás. Los abusos del idioma confunden libertad con dictadura, progreso con reacción, Estado de Derecho con criminalidad, puesta de límites con represión, igualdad ante la ley con ley al servicio del que tiene “la sartén por el mango y el mango también”. Oligarquía con trabajadores rurales. La idea de los padres fundadores, las que impulsaron nuestra independencia y progreso, las que elevaron la educación a un pináculo ejemplar y mejoraron nuestras instituciones son objeto de críticas por parte de quienes desprecian la libertad. La desprecian aunque digan lo contrario, como hasta hace poco afirmaban a viva voz que despreciaban la democracia porque era formal y burguesa. Quienes no se resignan al fracaso de la ilusión totalitaria y violenta buscan nuevos caminos para conseguir el mismo fin. En lugar de hacer la revolución pretenden ganar elecciones para enseguida modificar las reglas de juego y eternizarse en el poder. Buscan imponer la hegemonía o el partido único, seducen con prebendas al empresariado, hipnotizan a los pobres con subsidios, se apoderan de las riquezas del país mediante fideicomisos o testaferros, dividen la sociedad en buenos y malos para ganar en río revuelto, mantienen intacta

La libertad exige lucha, trabajo y responsabilidad. No es gratuita, y algunos llegan a considerarla nada más que un lastre insoportable

Aunque digan lo contrario, muchos desprecian la libertad, como despreciaban la democracia cuando decían que era formal y burguesa

ra Espartaco– se liberó de la esclavitud que padecida en Egipto, 3500 años atrás. Hubo que recorrer la catástrofe de varias plagas hasta conseguir la liberación. No fue un obsequio del tirano, sino una ruptura de cadenas ahíta de dolor. La alegría, no obstante, duró poco, porque el faraón pretendió volverlos a someter. Otra vez libres, llegaron al desierto. Y entonces, ante los desafíos que implicaba la falta de agua y de alimentos, se empezó a perder amor por la libertad que tanto había costado. Fermentaron los humanos reproches contra Moisés: “¿Acaso nos trajiste para morir en el desierto? ¿No había tumbas en Egipto?” Era el miedo a libertad. Porque la libertad no es gratuita. Presenta desafíos, exige lucha, trabajo, responsabilidad. Algunos llegan a considerarla un lastre insoportable. Entonces renace la nostalgia por los tiempos en que eran esclavos, sí, pero no tenían que decidir, no eran los responsables de los fracasos. El fenómeno regresivo los devuelve a la primera infancia, en la que los padres se ocupaban de todo, en especial de las cosas difíciles, y eran los únicos culpables de que algo saliera mal. En las sociedades los padres son reemplazados por los caudillos o caudillejos, por Estados autoritarios o por fórmulas populistas. La gente se limita a quejarse y pedir, como un siervo al capataz. Pero no decide, no piensa y no hace. Es un escándalo que la degradación de la libertad afecte a América latina. Hemos accedido a la independencia con el grito sagrado de la libertad. Nuestros himnos lo repiten sin fatiga. Ese grito, empero, suena en oídos sordos (no llega a la corteza cerebral) y es incluso ladrado por demagogos que lo profanan. Dictadores y demagogos de las más variadas pelambres lo han ensuciado con sus dientes voraces, sus hipócritas seducciones, sus torturas y crímenes. Y también lo han emporcado “libertadores” truchos que pretendían imponernos una nueva esclavitud a cargo de delirantes nomenclaturas inspiradas en la

la pobreza y la ignorancia, se esmeran en controlar los medios de comunicación, insisten en el pasado para esquivar los desafíos del presente, debilitan el andamiaje institucional, descalifican para ahorrarse refutaciones imposibles: oligarquía, reaccionarios, gusanos, derecha. Los enemigos de la libertad y la justicia son como un virus que se metamorfosea sin pausa. Algunos países iniciaron la recuperación de los valores de la libertad mediante la acción corajuda de partidos socialistas: España, Portugal, Nueva Zelanda. Mario Vargas Llosa comentó que luego de dar una conferencia en este último país vio largas colas comprando un folletito. Se acercó y quedó perplejo: ¡era el presupuesto anual! Cada ciudadano quería saber qué se haría con su dinero. Y ¡guay de que lo malversaran! En cambio, en los países autoritarios y populistas, lo “normal” es la malversación, la ausencia de controles y el arbitrio absoluto de quienes ejercen el mando. Ojo: las “redistribuciones” suelen dar ganancias al que redistribuye, porque se queda con la parte del león. No le importa la equidad: le importa seguir en el trono. Son redistribuciones inmorales, tendenciosas, interesadas, inequitativas. Y que producen desaliento a la productividad. No obstante, el grito sagrado de la libertad no puede ser silenciado. Aunque haya unos cuatro o cinco países latinoamericanos bajo la presión del “fachopopulismo”, la mayoría abre los ojos y prefiere la ruta de los países democráticos exitosos, como Irlanda, Estonia, Corea del Sur, Croacia, Eslovenia. Con pluralismo, libertad de expresión, circulación de capitales, crecimiento de la riqueza, excelencia educativa y mayor bienestar general. Es como si allí cantaran esa letra espléndida que aprendimos desde chicos: Oíd, mortales, el grito sagrado... Oíd el ruido de rotas cadenas. © LA NACION

Las “redistribuciones” suelen dar ganancias al que redistribuye, porque se queda con la parte del león. Son inmorales, tendenciosas, interesadas e inequitativas. Y producen el desaliento de la productividad

violación de los derechos y de la intransferible dignidad de cada hombre. El socialismo, que nació para defender la libertad, cometió la alevosía de prenderse en diversas formas de opresión: primero la leninista, luego la stalinista, que hambreó al pueblo y fusiló a millones. Enseguida surgió un derivado directo: el fascismo mussoliniano, seguido por el nacionalsocialismo; más adelante apareció el populismo y ahora crece el “fachopopulismo” encabezado por Hugo Chávez, que anhelan imitar varias dirigencias continentales. Todas estas formas dicen bendecir al pueblo, pero condenan al hombre. Lo condenan a la esclavitud.

Cambian la letra, pero el contenido es idéntico: cancelación de la libertad de opinión, de expresión, de movimiento, de iniciativa, de crítica, de diferencia. La individuación debe perderse en el anonimato de una masa amorfa donde los únicos que “saben” son el líder y su círculo de leales. La masa tiene que obedecer a la luminosa cabeza del que ejerce el mando. Desde arriba se indica qué producir, qué precios establecer, que impuestos pagar, qué aprender, qué difundir. Salirse del libreto es subversivo. El socialismo que acabo de describir logró hundir bajo su taco impiadoso a casi media humanidad. Pero hay socialismos

El último libro de Marcos Aguinis es Qué hacer. Bases para el renacimiento argentino (Editorial Planeta).

El Estado y el campo E

L siguiente análisis tiene la vocación de entender y ayudar a entender el agudo conflicto agrario que se está desarrollando en el país. Como primer elemento de referencia, y sobre fuentes tales como la página de los grupos CREA, la Bolsa de Rosario o la revista Nuestro Agro, de Rafaela, se puede decir que el cálculo sobre la rentabilidad de un productor tipo de la pampa húmeda, en campo propio, sea en soja o maíz, con los valores de retenciones y los costos actuales de insumos y de labranza, es que el beneficio bruto esperado resulta de más del 80% del capital circulante invertido, en 8 meses. Prácticamente ningún analista agropecuario pone en discusión que la producción de cereales tiene, en términos relativos a otras actividades del campo, claras ventajas en cuanto a beneficio. ¿Qué se discute, entonces, con tanto ardor? Una cuestión no menor: si el Estado tiene derecho a aplicar un impuesto especial y, en tal caso, cuál es la tasa admisible y cuál debe ser la forma de administrar los fondos. La tierra es un bien de oferta rígida. Una vez colonizada toda la superficie disponible, no hay posibilidad de ampliarla. Por lo tanto, es de esperar que su valor real, por el solo hecho de poseerla, aumente en el largo plazo. También es de esperar que genere una renta, cuando el propie-

tario ceda el derecho de explotación a un arrendatario. Ambas cosas han sucedido en todo país agrícola en todo tiempo histórico normal. Pero hay tiempos anormales. Unos, por la negativa, cuando, por caso, se aplicó la convertibilidad y se eliminó toda rentabilidad agraria, lo que provocó la quiebra de miles de productores. Otros, por la positiva, como el actual, cuando la combinación de fuerte demanda internacional de granos, que se ha de sostener a largo plazo, se combina con la demanda artificial, pero muy fuerte,

Hoy se discute si el Estado tiene derecho a aplicar un impuesto especial, la tasa admisible y su administración generada por Estados Unidos, por su programa de biocombustibles. En este segundo caso, aparece una renta extraordinaria, que es legítimo que sea compartida por toda la sociedad por medio de un sistema de retenciones. Se puede discutir cómo se administran esas retenciones y es muy probable que sea legítimo el reclamo de que buena parte de ellas se coparticipen a las provincias, de manera que se utilicen para mejorar la infraestructura económica y social de los espacios

Por Enrique M. Martínez Para LA NACION donde se genera esa riqueza. Pero no veo manera de justificar que no existan retenciones en el contexto internacional actual. Hablamos de los propietarios, pero más del 70% de la superficie sembrada es arrendada. ¿Quién da tierra en arriendo? Hay rentistas históricos: los dueños de grandes extensiones, que en muchos casos han explotado una parte de sus campos en forma directa, sobre todo con ganadería, y han dado en arriendo a porcentaje el resto. Hay otros rentistas tradicionales más pequeños. Son profesionales o comerciantes o industriales de las ciudades, que han comprado superficies pequeñas o medianas como refugio de valor, sin vocación ni posibilidad técnica de explotar la tierra en forma directa. ¿Quién toma la tierra en arriendo? El tejido productivo tradicional del campo argentino se integra con pequeños productores, dueños de unas decenas de hectáreas o aun sin tierra. Toman en arriendo las superficies de los grandes dueños o de los campos rentistas más chicos, y con eso componen unidades de entre algunos centenares de hectáreas a algunas miles, que trabajan con maquinaria propia o con las mil combinaciones. Históricamente, los

campos se arrendaron a porcentaje. El dueño ha sido pasivo –no invirtió capital operativo– pero compartió el riesgo de la siembra y la cosecha. Hasta que irrumpió el capital financiero. Acompañando la desesperanza de los chacareros sin recursos primero, durante la década de los 90, y la bonanza de los precios ahora, se han volcado enormes recursos financieros ajenos al campo, que comparan su renta con el plazo fijo y que, por lo tanto, obtienen un excelente negocio cuando superan el 10% de ganancia, valor que han triplicado o más en varios años. La tecnología de la siembra directa de soja ha sido funcional a esa irrupción, porque permite sembrar 50 hectáreas por día con un solo equipo, visitar el campo un par de veces más durante el crecimiento y luego cosechar. Esa es la manera en que hoy se siembran más de 8 millones de hectáreas de soja. Aquellos arrendamientos a 25 o 30% de porcentaje quedaron en la historia. Los fondos hoy pagan 500 dólares por hectárea fijos en las buenas tierras, lo que representa el valor neto de más del 50% de la cosecha. El gran propietario que entrega tierra, contento. El profesional o comerciante dueño de 100 hectáreas, disfruta de 40.000 a 50.000 dólares por año de

renta. En proporción, más que quien tenga una oficina para alquilar en el centro de Buenos Aires. ¿Y quién pierde? El chacarero pequeño, que no tiene los 500 dólares por hectárea para competir con el fondo de inversión. Por lo tanto no puede sembrar. Es más: si tiene alguna superficie con vacas o un tambo, lo cierra y también él se hace rentista. No tiene opción. ¿Cómo se resuelve hasta hoy? Todos contra las retenciones. Si el valor de la producción se distribuye entre insumos vendidos por monopolios que

Pierde el chacarero pequeño, el que no tiene 500 dólares por hectárea para competir con el fondo de inversión crecen más que la inflación, alquileres en dólares fijos, labores de siembra y cosecha, retenciones, y sólo después el beneficio de quien trabaja la tierra, lo único que une a todos los actores es ir contra el Estado reclamando que se bajen las retenciones. Puede ser. ¿Quién puede decir si 40% está bien o 20% esta bien? Lo que me queda claro es que todo pedazo de la torta agraria que se recupere irá a manos del capital financiero, que siembra sin que sus capitalistas sepan en qué provincia

se depositan las semillas, o a manos de los propietarios rentistas. El que trabaja la tierra y que no es empleado de los fondos tiene poco destino en este esquema, aunque bajen las retenciones. El tema es demasiado complejo para resolverlo con un pequeño paquete de medidas. Pero llegados a este punto, con el actual nivel de irritación, tal vez valga pensar en un curso de acción como el que sigue: revisar la ley de arrendamientos para estirar los plazos mínimos de los contratos e incorporar la obligación de rotaciones grano-pasturas, lo que reducirá la actividad de los fondos; compensar por distancia al puerto y por tamaño de explotación, tal como se ha anunciado; desgravar a los productores que trabajen su tierra y que vivan a menos de 100 kilómetros de ella; definir un programa auténtico y activo de pequeña lechería, pequeña producción de carnes de todo tipo, que estimule la llegada hasta el consumidor final. Finalmente, no menor, sumar a los trabajadores rurales al escenario, impidiendo que ningún subsidio o compensación de ninguna naturaleza se haga efectiva a quien tenga trabajadores en negro. Tal vez esto reconstruya los puentes entre el campo y el Estado. © LA NACION El autor es presidente del INTI (Instituto Nacional de Tecnología Industrial).