el examen final

fresco que representaban grandes momentos de la saga familiar: batallas, nacimien- tos, traiciones, muertes y ... real de quien se mira. Unos muestran sus ...
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Javier Pavia Fernández

EL EXAMEN FINAL Caroline la Parca

2013

Indice

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Indice de personajes

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Señorita Átropos, supongo que estaba durmiendo porque ya sabe cómo resolver este problema. . . El sueño terminó: algo muy extraño sobre un pato astronauta que la perseguía para matarla. Carol separó la cara del cuaderno bruscamente, casi arrancando una página con la mejilla. Una mancha de tinta azul de forma indenida destacaba bajo su ojo izquierdo, enmarcándolo. Frente a ella estaba el rostro redondo y calvo del maestre Shinde Iru, un hombrecillo tan diminuto como sabiondo que la señalaba con un dedo admonitorio de uña mordisqueada. Las miradas de cuarenta alumnos en efervescencia hormonal se posaron sobre ella esperando el disparate. Su mente trabajó a una velocidad inusitada tratando de encontrar la respuesta sin haber escuchado la pregunta. Millones de neuronas se entrelazaron, desperezándose, para recordarle que era idiota y que estaba en una amenísima clase de cálculo paradójico avanzado con uno de los profesores más inuyentes y vetustos del claustro. Y se había quedado dormida. Otra vez. Suspiró. No tenía ni idea de qué estaban hablando. En la pizarra había algunos dibujos hechos con trazo irregular: curvas marcadas con línea discontinua, triángulos rectángulos, incógnitas sin despejar por doquier: equis, íes, zetas. Números irracionales y esos palitos tan graciosos de las raíces cuadradas. Una sola ecuación ocupaba la mitad superior del encerado, indescifrable en un galimatías de paréntesis, corchetes y otros símbolos arcanos. Se retorcía en varias líneas llenas de asterismos, una maraña aparentemente aleatoria de cifras, letras y garabatos. Mirarla hacía que le doliera el cerebro. Podría haber resuelto el problema con un par de horas y mucha cafeína, pero su mente aún no estaba dispuesta a colaborar. Eres lo peor, pero venga, prueba suerte, se dijo. 2

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Dos aventuró, con voz pastosa. Era mejor que no decir nada. Tras un segundo de silencio que le hizo cobrar esperanzas, la clase entera estalló en carcajadas. Algunos aprendices golpearon sus pupitres y dieron palmadas. Carol sintió que se ponía tan roja como su pelo, rizado y alborotado sobre su cabeza como un estropajo. Bajó la mirada y trató de ignorar las risas. Dos murmuró el maestre. Átropos Caroline, quiero verla en mi despacho después de esta clase. Por el momento puede ir a despejarse a otra parte del campus más adecuada para su estado mental. El tono no daba pie a respuesta, más allá de hacer cuchueta pública de su estatura. Con el rostro encendido, Carol se puso en pie y caminó entre las las de bancos tratando de no cruzar su mirada con la de ningún otro alumno. Sentía dos docenas de ojos clavados en ella, en su cabello rojo que le había ganado algunos apodos más o menos rebuscados y en sus pasos cortos y medidos. Lo último que quería ahora era tropezar y hacer un ridículo mayor. Expulsada de clase con veintidós años, pensó. Menudo récord. Tras recorrer el aula, que parecía interminable, abrió la puerta con cuidado y salió al pasillo, donde corría un aire más helado que fresco. El rellano estaba desierto, enmarcado en muros grises que parecían colocados aleatoriamente: rectos, curvos, inclinados, con y sin ventanas. Todos feos. En ellos había algunos tablones de corcho con notas, información ocial y mensajes de los alumnos. Comparto piso. Vendo coche. Concierto de Elsa y los Fantasmas del Metal. Mapache perdido. Se llama Porky. Ojo, muerde. Aquí y allá se abrían puertas rojas que daban a aulas, despachos y retretes sin ningún orden particular. Las indicaciones eran escasas y poco visibles, así que era habitual confundir uno por otro y terminar abriéndote la bragueta en el despacho de un respetable catedrático. La Universidad era una cárcel de hormigón gris, angulosa, asimétrica y fría. Ni siquiera se habían molestado en revestir los techos ni en instalar un sistema de calefacción, como si allí no hubiera lugar para necesidades tan banales. El edicio llevaba allí miles de años y seguiría en pie otros muchos sin que nadie emprendiera una reforma. ¾Para qué? El hormigón nunca pasa de moda. Carol paseó hasta un banco cercano, de hormigón, claro, donde se dejó caer con un suspiro agudo. El frío traspasó sus medias negras, pero estaba demasiado

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cansada como para moverse. Esta semana estaba siendo la más dura de su vida. Faltaba un día para el examen nal, solamente uno, y pasaba las noches en un estado febril estudiando, practicando, preparando documentación, buscando datos, consultando libros. ½Y ni siquiera tenía que hacerlo! El examen era práctico, así que de poco iba a servirle memorizar la lista de Archimaestres en orden cronológico o saberse de memoria la legislación sobre transporte de humanos. Aquella misma noche ni siquiera recordaba haber dormido. En su mente sólo había apuntes y cafeína en una dosis letal. Y la anterior. . . no podría decirlo con seguridad. Daba vueltas en la cama hasta convertirse en una croqueta de edredón y mantas, sudando, revolviéndose hasta que caía agotada en unos minutos de sueño intermitentes en los que soñaba con páginas llenas de ecuaciones, profesores iracundos y, esto era novedad, patos asesinos. Por la mañana no podía más que reptar por las clases de apoyo, toda ojeras, pálida como una sábana e incapaz de mantener los ojos abiertos. Ni siquiera necesitaba las clases: sus notas eran excelentes, pero era incapaz de aprobar el examen práctico. Había suspendido siete veces y estaba a punto de intentarlo una vez más. Seguía yendo a clase por inercia, por si acaso y para que los profesores la vieran mostrar interés. Aunque le estaba sirviendo de poco. El Maestre Shinde Iru no le tenía una especial ojeriza pero estaba ganándose su desprecio día a día desde hacía varios meses. Y sin su beneplácito sería imposible aprobar. No lo lograría nunca. Era parte del Comité Examinador, uno de los profesores más importantes de aquella Universidad, de los más inuyentes de todo el mundo. Si así lo decidía, Carol jamás conseguiría licenciarse como Parca. Y sin ese título no tendría nada en la vida. Exageraba, claro. Tendría una vida corriente en una casa corriente, donde recibiría corrientes y anodinas visitas de su madre dispuesta a cambiar desde el color de las cortinas hasta la textura del papel higiénico por otros dignos de una señorita de su alcurnia. Carol había nacido para convertirse en Parca. Aunque fuera una mediocre. Incluso una de las peores. No sabía hacer ninguna otra cosa. Se había criado entre guadañas, hija, nieta, tataranieta y ultranieta de Parcas en una línea sucesoria que se remontaba al primer mono que señaló una piedra y dijo unga.

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Su madre diría que si no conseguía trabajar en el negocio familiar tendría que buscar una ocupación digna de su apellido. Una Átropos no ha nacido para fregar suelos, niña, gruñiría, con el ceño fruncido, sin mirarla siquiera a los ojos. ¾Han vuelto a echarte de clase? preguntó alguien a su espalda. Carol dio un respingo. Varo dijo, sin mirar. La forma más sencilla de denir a Varo sería decir que era grande. Había personas más altas en la Universidad, o con algún rasgo individual sobresaliente. Varo era grande en general, en el sentido más amplio. Además de medir algo más de dos metros y medio tenía las manos grandes, los pies de gigante, los ojos enormes, las orejas puntiagudas, los labios gruesos y una nariz aguileña que daba sombra a un rostro donde no asomaba ni una pizca de barba. Incluso su cabello rubio era grueso y estropajoso, como si estuviera ampliado con demasiado zoom. Era una lástima que dedicara ese portentoso físico al sofá en lugar de a un deporte o a dominar el mundo. Vestía un abrigo largo, marrón, sobre un jersey de lana, sobre un par de camisetas interiores de manga larga. Dos pares de calcetines, guantes, gorro y bufanda, claro: no llevaba bien el invierno. Carol se hizo a un lado para dejar que se acomodara. Su cabeza pelirroja quedaba a la altura del ombligo de Varo. Ha sido Iru se quejó. Aunque me quedé dormida, así que esta vez ha sido con razón. No he pegado ojo en toda la noche, pero es que tengo que aprobar esta vez. ½Así no lo voy a conseguir nunca! Tengo que ir a su despacho después de clase a que me eche la bronca. Y cuando lo hace, ya sabes, escupe salivilla. . . es asqueroso. Varo le revolvió el pelo en un gesto que quería ser cariñoso pero consiguió marearla y darle dolor de cabeza. No te preocupes dijo. Tenía una voz dulce atípica de una persona tan grande. Esta vez lo sacarás, seguro. No hay muchas más maneras distintas de suspender rio. Idiota. Le habría golpeado, pero se habría hecho más daño que él. Parece que esta vez en el práctico ponen suicidio de hombre joven en gran ciudad. Es chunguísimo. No sabes lo que van a hacer. A Elsa la atacó un espíritu, ¾te lo puedes creer? No quería morirse. ½Normal! Pero eso se piensa antes de comerte

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doscientas ocho hamburguesas del tirón, digo yo. . . Jugueteó con sus rizos rojos, formando nudos que más tarde tardaría varios minutos en desenredar con un cepillo, poca paciencia y mala cara. Tienes media hora todavía, vamos a por café propuso Varo, poniéndose en pie como un resorte. Cuando estiraba su altura imposible Carol parecía una niña pequeña a su lado. Se lanzaron a la nada sencilla tarea de encontrar la cantina. La Universidad de Mort no era un sitio acogedor. Ni bonito. Ni siquiera funcional. La principal característica de su diseño es que no lo tuvo. Nació como un edicio austero de hormigón al que se fueron añadiendo remiendos, anexos, torreones, cúpulas, minaretes, zigurats y pegotes varios entre los que destacaba un campanario gótico de ochenta metros de altura construido por deseo del Archimaestre Shinde Ita. Le gustaba subir a lo alto a contemplar la ciudad hasta que un roc decidió anidar allí y comérselo. Cuarenta años más tarde le llamaban la Torre del Pájaro y había una asociación estudiantil encargada de subir reses muertas para alimentar a la criaturita de seiscientos kilos que piaba a cada hora en punto. Para ir desde la quinta planta, donde estaba el aula de cálculo paradójico, a la cafetería, tuvieron que subir a la sexta, bajar a la tercera por una empinadísima escalera de caracol, recorrer un pasillo envuelto en penumbra donde se oían corretear pequeñas patitas de roedor, atravesar una capilla en pleno ocio religioso de los Shinanitas de la Cuarta Luna y bajar tres plantas más por una escalera de incendios metálica que temblaba a cada paso. Lo peor de todo era que no había una persona a quien culpar de aquella organización destartalada: los culpables eran varias generaciones de pazguatos muy diferentes pero igual de idiotas. Por el contrario la cafetería era amplia y luminosa. A veces. Estaba construida de tal manera que una sección era un sótano oscuro pero la mayor parte del lado más alejado de la puerta gozaba de larguísimos ventanales por los que entraba el sol. Eso sí, algunos detalles indicaban que seguía tratándose de la Universidad de Mort: el suelo inclinado, las mesas y sillas atornilladas con enormes pernos de metal, no fuera que algún listillo decidiera usarlas para amueblar el cuchitril al que llamaba hogar. . . El colorido, además, parecía escogido para una guardería: rojos, amarillos, verdes vivísimos sobre un suelo de baldosas que habían sido negras alguna vez. En una de aquellas mesas, limitada eternamente a seis asientos amarillos, Carol

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reconoció de inmediato a Elsa. Era fácil: no era muy alta, pero estaba remachada de anillos,

piercings

y pulseras de pinchos, tan erizada de púas por fuera como

suave y amable por dentro. Su palidez contrastaba con el negro riguroso de su ropa y su pelo, haciendo que ambos colores parecieran aún más intensos. Solamente el borde superior de un tatuaje que asomaba por la espalda de su camiseta rompía esta estricta bicromía. Sus muletas estaban apoyadas contra la mesa, junto a Láquesis Dario, el idiota que tenía por novio, con su larga cascada de pelo rizado, casi élca, derramada torpemente sobre un cruasán cortado por la mitad al que miraba, lobuno, desde detrás de unas gatas redondas. Varo se sentó en uno de los asientos libres, donde apenas había hueco para la mitad de su envergadura, y comenzó a hablar mientras Carol meditaba sobre calorías, hidratos de carbono y la necesidad vital ineludible de chocolate. Se dirigió a la barra pero no logró pasar desapercibida. ½Llamita! gritó Dario. ½Estamos aquí! Seguro que estaba gesticulando con los brazos, como dirigiendo un avión. Carol odiaba aquel apodo. Especialmente en aquella voz aguda, casi femenina. De entre todos los nombres que había conseguido gracias al inusual color de su pelo solamente era menos odioso que Zanahoria, porque además de idiota era mentira: no tenía nada de naranja. Un batido de fresa dijo a un camarero que tenía toda la masa corporal de Varo acumulada en forma de barriga. Tras una breve reexión decidió no sucumbir a la tentación de las palmeras de chocolate. Con su vaso lleno de colorante articial se dirigió a la mesa. Se mantuvo de pie cerca de Varo, evitando el contacto con Dario. Elsa se volvió hacia ella. Grigori ha preparado fuegos articiales para esta noche, tenemos que ir dijo, con los ojos brillantes de ilusión. Parecía mentira que fuese la misma persona que cantaba como un dragón en berrea en la maqueta de Elsa y los Fantasmas de Metal. ¾Tu padre ha vuelto? preguntó Carol, mirando a Varo. Yo tampoco tenía ni idea replicó, frotándose las manos heladas.Está loco. No sé cómo será esta vez, pero la última murieron cuatro personas, cuando intentó hacer música con lanzallamas. Pero es precioso gritó Elsa. Su voz se volvía más aguda cuanto más se ilusionaba. Ahora era prácticamente un ultrasonido. Dario y yo vamos a ir. Ven,

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así te relajarás un poco. Nos pondremos lejos, por si acaso. . . No me vendría mal suspiró. Prosiguió tras un largo trago de batido de fresa. Me ha llamado mi madre, esta tarde tengo que ir a verla. No sé si me dará tiempo a escapar. Una charla con su madre podía convertirse en varias horas de intensa psicoterapia, dobles sentidos, chanzas, cuchuetas y críticas a su vestuario, amigos, complexión, idiosincrasia y vida en general. Era más estresante que el examen. Y mucho más difícil de aprobar. Varo se bebió de un trago una taza de café solo que estaba al borde del hervor. Seguía teniendo frío. ¾Has oído lo del examen? dijo Elsa, entre ruido de pulseras metálicas. Suicidios. Va a ser imposible. La última vez intervino Dario, que no podía dejar escapar la oportunidad de recordar que ya estaba licenciado, igual que su novia aprobamos casi todos. Luego no es para tanto. Hay que tener cuidado al hablar con ellos, están desorientados y Carol dejó de escuchar y pasó a pensar si el ruido que hacen los cisnes se parece al de los patos. Sería una desgracia. Láquesis Dario venía de una larga estirpe de Parcas, casi tan antigua e inuyente como la familia Átropos, de la que Carol tenía el honor de ser la oveja negra. Ambas familias estaban enfrentadas desde tiempo inmemorial. El motivo de esta disputa se había perdido de la memoria colectiva hacía siglos, pero el rencor perduraba, por si acaso. Eran irreconciliables y, aunque Carol no se enorgullecía especialmente de su herencia, había aprendido pronto a mirarles con recelo, hablarles poco y sacarles la lengua cuando se daban la vuelta. Dario, además, le parecía insoportable. Cuando Carol terminó su batido sorbió el fondo del vaso ruidosamente hasta que no quedó ni una sola pompa intacta. Tengo que ir al despacho de Iru dijo. Me quedé dormida en clase, así que me espera una buena. Se sonrojó al decirlo. ¾Por qué lo había confesado? Ahora Dario tendría tema de risión durante semanas en la mesa del comedor, rodeado por una docena de Láquesis petulantes y repipis. Ja, ja, ja dirían, alzando sus tazas con el meñique erecto, qué calamidad,

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no como nosotros, ja, ja, ja. Antes de que comenzara el juicio sumarísimo sobre su inutilidad, se volvió y correteó hacia la puerta. Esta vez aprobará dijo Varo, masticando un trozo de un cruasán que no era suyo pero nadie le iba a disputar. Se lo merece. Es muy buena dijo Elsa. Sacó un 97 en el teórico, la segunda mejor de la promoción. Es la mejor abriendo portales, pero se encuentra con los humanos y se bloquea. Es ahí donde hay que demostrar lo que vales intervino Dario. No vale de nada sacar un 100 si luego no eres capaz de ponerlo en práctica. . . Ante la mirada punzante de su novia, Dario prerió no continuar con aquella frase.

A unos metros de aquella mesa clavada a un suelo empapelado de servilletas engurruñadas y cubierto de una pátina de grasilla oscura, Carol estaba a punto de utilizar uno de sus trucos favoritos. Todas las Parcas aprenden en el primer año de Universidad a abrir puertas al mundo de los vivos para poder trasladar las almas. Estas puertas pueden crearse aprovechando otras: la del metro, la del horno, un Arco de Triunfo de cuarenta metros. . . Pero Carol había llevado esta habilidad un poco más allá. Había aprendido a abrir puertas utilizando ventanas, alcantarillas, cubos de basura, las mangas de un abrigo. . . ningún vano estaba a salvo de sus poderes. Los hacía etéreos, en el aire, otando a un palmo del suelo, en los techos, enroscados en columnas, en el sofá de su casa. . . hasta que su gata Moira desapareció a través de uno y decidió hacer un poco menos el idiota. ¾Recorrer a pie las seis plantas que la separaban del despacho del Maestre Shinde Iru? Jamás. Carol señaló la puerta del servicio de chicas tanto daba cuál usar, pero prefería aquél: hasta la puerta estaba más limpia y una brillante luz amarilla comenzó a destellar. Era fácil. Era tan sencillo que no sabría explicar cómo lo hacía. Solamente unía los lugares en su cabeza y proyectaba la imagen al exterior. Era una lástima que no funcionara con otras cosas: chocolate, dinero, papel higiénico.

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Ahora mismo aquella puerta ya no era la del retrete donde la hacendosa Éaco Sadie vendía exámenes copiados de extranjis por dos óbitos, ni donde Cloto Riki había tenido un penoso accidente con una gallina. Ahora llevaba a otro lugar, al rellano frente al despacho del Maestre, y cualquier Parca podía ir de un lugar a otro hasta que cerrara la conexión. Por eso casi todos los espacios privados de Mort estaban dotados de sistemas antiportales. Había varias aplicaciones para móviles que detectaban los lugares que no estaban controlados y podían unirse y había competiciones para colarse en todos ellos. Era una pena que ninguno llevara a un sitio divertido o lleno de pasta. Carol cruzó su puerta. La sexta planta de la Universidad de Mort contenía la mayoría de los despachos de las altas autoridades y la piscina de bolas. Tal vez por eso hubo un poco más de esmero en su construcción. Aunque no demasiado. Para empezar, era un espacio más diáfano; un rellano de hormigón, cuadrado, en cuyas paredes se abrían las puertas, grises e iguales, de cinco despachos: los de los cuatro Maestres y el del Archimaestre Yama. Los cinco hombres ninguna mujer que gobernaban aquella Universidad. Carol se dirigió a la puerta del despacho de Shinde Iru, donde un nada imponente cartel azul anunciaba su nombre en letras blancas. Antes de llamar se atusó el pelo, se bajó un poco la falda gris, se subió otro poco las medias negras y deseó estar en otro lugar. Con playa. Y mojitos. El corazón le latía con fuerza y tenía la boca seca. Daba igual: no esperaba tener ocasión de replicar. ¾Y si la expulsaban en aquel mismo momento? ¾Y si la ponían a fregar retretes, ya que para otra cosa no valía? Reunió fuerzas, no muchas, y llamó a la puerta. Pasaron unos incómodos segundos de silencio. ¾Serían malos modales entrar sin ser invitada? ¾Su acción tendría consecuencias en la nota de su examen? ¾Encontraría a Iru embebido en la contemplación de vídeos de gatitos, otra vez? Por si acaso, llamó de nuevo. Ante este segundo silencio empujó la puerta suavemente para que aquello no pareciera un asalto. Allanamiento del despacho de un enano, pensó. Toda la vida sirviendo hamburguesas en el Necroburger, ése es tu futuro, por idiota. El despacho de Shinde Iru era más bien una biblioteca cuadrada con un escritorio

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en el centro. No había paredes, allí: solamente cuatro estanterías cubriendo cada centímetro de muro. Allí, apilados hasta el techo, se apiñaban algunos de los libros más valiosos de la Universidad. Estaba el Compendio de Preguntas, de Radamante,

Tanatoscopias, de Shinde Imasu, y un ejemplar en vitela de las Peregrinaciones de Éaco. Tenía los cuarenta tomos de la Tanatopedia, segunda edición, ordenados las

y relucientes. Un documento tan antiguo y preciado que algunos bibliotecarios lloraban de emoción con sólo verlo. La Biblioteca le permitía tener allí aquel tesoro porque proporcionaba a sus libros unos cuidados paternales inigualables. Y porque era el jefe. El escritorio era amplio y sobrio. Contenía varias pilas de papeles y un grueso volumen abierto por una de las últimas páginas. La mesa terminaba en cuatro patas de león labradas en madera oscura que habrían sido horteras en cualquier mueble menos vetusto. Sentado al otro lado de la mesa, Shinde Iru contemplaba unos complicados caracteres orientales sobre un papel. Su silla tenía una pequeña escalerilla para que pudiera encaramarse a lo alto, ya que medía exactamente un metro cinco, lo que le había valido no pocas chanzas, mofas, befas y cuchuetas, además de incontables problemas para subir al autobús. Sus trazos eran seguros y tranquilos, tan claros que Carol casi podía entender qué ponía en aquel texto no podía. Decía: deo gordo, papagayo verde, papagayo azul, croqueta. Carol es idiota. Vamos a expulsarla. ½Vaya! Aún no he pegado el estirón, imaginó ella. El Maestre no había sentido su presencia, así que carraspeó para llamar su atención. Puso las manos tras la espalda y cara de niña buena. Aguardó. Es imposible que no te miren cuando tienes el pelo rojo y encaramado a la cabeza como una medusa de tentáculos rizados. Tras un segundo carraspeo Shinde Iru dio un respingo, roncó, miró en derredor y se limpió un poco de baba de la barbilla. Recuperando la compostura, alzó sus espesas cejas blancas y dejó la pluma en su soporte con precisión milimétrica. Señorita Átropos saludó, entrecruzando los dedos de ambas manos, siéntese, por favor. Carol agradeció esta invitación, pues empezaban a temblarle las piernas.

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Como una señal ominosa, el roc gritó desde la Torre del Pájaro. Era la una. Tenía hambre. Le costaba mantener la calma al hablar con el Maestre. No era cruel ni malvado, al contrario: era demasiado tranquilo. Siempre te miraba con los ojillos entrecerrados, siempre sonreía, incluso durante lo más épicos rapapolvos. No podías gritarle, pero si respondías con la misma amabilidad parecías idiota, así que salías de allí matriculada en clases de apoyo, jurando que cambiarías y donando tus ahorros al claustro para eventualidades, como tormentas de granizo o colosales deposiciones de pájaro. Buenos días, señor Shinde. Carol tomó asiento. Mantuvo la espalda recta y ambas manos sobre el regazo en la tradicional pose de niña de buena familia. Lleva ocho años en esta Universidad. Sus ojillos negros parecían leer dentro del espíritu de Carol. No era agradable. Sus ejercicios teóricos han sido siempre loables. Tiene capacidad de síntesis, retentiva, creatividad. . . Pausa dramática tal vez demasiada. Pero lleva siete intentos fallidos en el examen práctico. Carol agachó la cabeza, deseando que no enumerase sus fracasos. No era necesario: se los recordaba a sí misma constantemente. Un par de tirabuzones rojos se interpusieron ente ella y su interlocutor. El Maestre prosiguió. Su comportamiento, además, no es el más adecuado para una señorita de esta institución. Lo que haga en su tiempo libre no incumbe al Comité Examinador, pero lleva usted un apellido ilustre: el de uno de los fundadores de la Universidad. Algunas personas no ven bien que participara en el Desle de Gala vestida de gallina, por ejemplo. O la historia de la cabra. . . eso no debería volver a ocurrir nunca. ½Pobre animal! Por respeto a su nombre y sobre todo al de su padre le hemos permitido acudir a convocatorias extraordinarias, de gracia, de recuperación y de apreciación especial, que se creó ad hoc para su caso particular. Suspiró. Carol tenía las manos heladas y cada vez se encogía más en aquella silla. Pronto desaparecería entre el asiento y el respaldo. Intentaba no mirar al Maestre ni a las burbujitas blancas que se le formaban en las comisuras de los labios cuando hablaba. Iré al grano prosiguió el Maestre. El Comité Examinador ha decidido no tolerar un nuevo fracaso. Podría hacerlo en el caso de una alumna ejemplar, pero sus faltas de asistencia, su comportamiento y su. . . estética colorida, por llamarlo de

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alguna manera, no son del agrado de este Claustro. Si no aprueba en esta ocasión tendrá que abandonar la Universidad. ¾Estética colorida? Si vengo de gris y negro, ½parezco una monja! Y la gallina era genial, qué poco humor. . . . Un intento más. La amenaza la golpeó como un portazo: no habría un noveno examen. Un tropiezo, una palabra mal dicha o cualquiera de las estupideces que te hacían perder puntos podría ser su ruina. Estaba tan absorta imaginando su terrible futuro como señorita de moral disoluta que el anciano tuvo que traerla de vuelta a la tierra agitando una mano pequeña y huesuda ante sus ojos. ¾Entiende lo que digo, señorita Átropos? Carol. Me llamo Carol. Átropos es otra persona, se dijo. Sí, señor. Hizo el esfuerzo de alzar la vista y jarla en aquellos dos ojillos negros, medio ocultos bajo dos cejas algodonosas y estiradas. Parecían de pega. No te rías de sus cejas. Ni de su estatura. Mejor no hagas nada de nada. No sabía qué más añadir, así que se produjo un silencio que ni siquiera llegó a tenso antes de que Shinde Iru diera por terminada la entrevista. Puede retirarse. Y devolvió su atención a sus caracteres negros y estilizados. Carol quería salir de allí rápidamente, dar un portazo y atiborrarse de chocolate. En su lugar, se introdujo un poco más en la boca del león. Lo siento dijo. El Maestre alzó la vista y las cejas, todo en uno. Haberme quedado dormida explicó, mordiéndose el labio inferior. Su rostro enrojeció hasta ser indistinguible de su pelo. Estudio todas las noches hasta muy tarde y no estoy durmiendo nada. No puedo permitirme suspender una vez más. Yo. . . yo soy una Parca. No puedo ser ninguna otra cosa. Ha sonado a queja. A niña llorica. Lo has hecho fatal. Deberían expulsarte ya. Shinde Iru asintió levemente y regresó a su labor. Una palabra más le habría hecho bostezar. Carol se levantó. Su silla produjo un chirrido molesto que el Maestre no pareció percibir y abandonó el despacho con un ligero temblor de piernas.

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El viaje hasta la casa de su madre fue un trayecto anodino de cuarenta y dos minutos en el cual hubo seis anodinas paradas en las cuales veinticinco personas anónimas subieron y bajaron del tren rumbo a quehaceres mucho más agradables que el suyo. O al menos éste fue el aspecto exterior del viaje. En su vertiente interior fue un continuo repaso de varias ideas que acudían a la mente de Carol revueltas y veloces como un torbellino. ¾Qué haría si no conseguía aprobar? ¾Valía para algo que no fuera llevar las almas de los muertos de un lugar a otro? ¾Qué sabía hacer? No era especialmente buena en nada. Había pasado toda su vida estudiando. Su madre había puesto todo su esfuerzo en ella. Cada hora de su vida juntas la había pasado recordándole que debía ser la mejor. Era su deber. Llevaba un nombre milenario, pertenecía a una estirpe casi legendaria. Era una Parca desde el día en que nació; nunca se había planteado hacer otra cosa ni su madre se lo habría permitido. De pequeña jugaba con muñequitos de parcas que iban recogiendo espíritus. Tenía todas las guadañas de la Láquesis Barby, la Casa de los Muertecitos de Cloto Matt y el peluche ocial de Fantásmido, el Fantasma Molón. Todo eso debería dar puntos. Sólo el repentino abrir y cerrar de las puertas conseguía atraer otros pensamientos a su mente, sobre todo del tipo la gente debería ducharse más a menudo, para regresar a la misma espiral en cuanto el tren reanudaba la marcha. Llegó ante las puertas de la casa caminando como una autómata, ignorando todo lo que ocurría a su alrededor, incluidas algunas absurdas demostraciones de estatus económico. Aquel camino era tan conocido que no necesitaba prestar atención a la estación, las calles, las tiendas y el silencio inquietante que reinaba en el tranquilo Barrio Residencial de Mort, donde estaba totalmente prohibido el uso de portales para desplazarse. Allí se alineaban los hogares de las familias más inuyentes de la ciudad, compitiendo en opulencia. En cuanto alguien ampliaba el garaje sus vecinos tenían que agrandar los suyos aún más para no quedarse atrás, hasta que los últimos en captar la nueva moda se veían obligados a construir una inmensa pirámide octogonal de varias plantas con jardineras, tres cenadores, piscina y barbacoa. Aunque no tuvieran coche. El conjunto era tan destartalado como la Universidad: todo el mundo tenía su

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minarete, o su cimborrio, o su almacén de cáscaras de coco una moda que duró trece segundos que anunciaba a bombo y platillo que en aquel hogar entraba mucho más dinero que en el de al lado. El visitante curioso podía ver los estragos de las sucesivas modas como si mirase fósiles en varios estratos de tierra. Tras tantos años Carol podía ignorar el contraste, pero los paseantes primerizos se debatían entre el síndrome de Stendhal y la necesidad imperiosa de arrancarse los ojos y prenderle fuego a todo. Se detuvo ante la verja, negra y mucho más alta que ella, rematada por barrotes puntiagudos. Daba entrada a un jardín cuidadísimo en el que destacaban dos imponentes cedros milenarios junto a una fuente de mármol negro cuyos caños en forma de serpiente no habían funcionado jamás. Una placa rezaba: Átropos, en unos pesados caracteres góticos, y bajo ella se abría un buzón en el que guraba el nombre de su madre en cursiva: Átropos Karen. Más abajo, en un tipo diminuto, se podía leer: viuda de Átropos Cid. Carol llamó al timbre. Las primeras notas de la Quinta Sinfonía de Cloto Tachán un nombre lamentable para un gran músico, volaron por toda la calle, indicando que allí vivía gente instruida, además de millonaria. Tuvo que esperar todo un lento minuto hasta que las puertas interiores de la mansión se abrieron para dar paso a un sirviente encogido y de pelo escaso. Avanzó cojeando, parsimonioso, hasta la verja. Su librea verde estaba plagada de cadenas, cordeles y distintivos de plata obtenidos tras incontables años de leal servicio a la casa Átropos. En realidad habría cambiado toda aquella quincalla por la jubilación sin dudarlo. Carol conocía a Ganímedes, el Jefe de Mayordomos, aunque no recordaba haber hablado jamás con él. Simplemente estaba: recogía, fregaba, llevaba y traía, abría y cerraba. Estaba en todas partes haciendo todas las cosas, pero conseguía no estar nunca en medio. El tipo de persona en quien conar para deshacerte de un cadáver. Buenas tardes, ¾tiene cita con la señora? preguntó. Su escaso cabello, peinado con cortinilla, parecía un bloque de plastilina a punto de desprenderse. La señora es mi madre dijo Carol. No esperaba fuegos articiales, pero tampoco esto. Sí, me está esperando. El sirviente asintió, pero comprobó rápidamente que estaba anotada en la agenda. Se quitó del cinto una gruesa argolla de la que pendían media docena de llaves

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grandes y negras. La cerradura protestó enérgicamente al abrirse. Ganímedes condujo a Carol a través del jardín, entre los dos cedros, tan cerca de la fuente que habría podido tocar el agua con la mano. Si hubiera habido agua, claro. Los parterres estaban perfectamente alineados, simétricos e impecables, con setos de medio metro formando un pequeño laberinto, según la moda vigente en aquel momento, a punto de ser sustituida por podarlo todo y colocar la estatua ecuestre de un mero. Los rosales tardarían aún en orecer, pero los almendros ya amenazaban con alguna orecilla blanca. Ganímedes buscó otra llave al llegar ante la puerta principal y abrió la entrada de la mansión de la familia Átropos, uno de los más suntuosos palacios de Mort. La entrada ya era inmensamente más grande que el apartamento diminuto en el que vivía Carol. Todo el interior estaba alfombrado de rojo y brillaban innumerables lámparas de araña que pendían de altísimos techos. Éstos estaban decorados con pinturas al fresco que representaban grandes momentos de la saga familiar: batallas, nacimientos, traiciones, muertes y resurrecciones se sucedían por doquier en las bóvedas, recordando al visitante que debía sorprenderse ante tanta opulencia, pompa y circunstancia. En las paredes de mármol se alineaban varios rosetones cuyas cristaleras formaban mosaicos multicolores y formas vegetales. La escalera principal se bifurcaba en un rellano presidido por la estatua sedente de Átropos. La primera Átropos, la auténtica, la que había cortado con sus tijeras las vidas de los primeros humanos. Para Carol siempre había sido la horripilante gura de una vieja costurera medio calva vestida con un trapo. De pequeña era incapaz de pasar por allí de noche: temía que la vieja se levantara y la persiguiera por la mansión empuñando hilo, aguja y tijeras. La señora la recibirá en la Sala de los Espejos anunció Ganímedes. Si hace el favor de acompañarme. . . ½La Sala de los Espejos! Era el sitio en el que se incomodaba a las visitas: el primo idiota de no sé quién, el vendedor de enciclopedias y otros personajes detestables. No se dignaba a recibirla en la salita, como a una persona normal. Era una manera muy poco sutil de decirle que aquélla ya no era su casa.

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Sé dónde está, puedo ir sola. . . pero debería ir al baño primero. No lo necesitaba, era una manera de hacer tiempo. Puede ir al aseo de invitados; está en la segunda planta informó Ganímedes. Ya sé dónde está el retrete pequeño, no hace falta hacer más sangre, pensó. ¾Le habrá dicho que me trate como a una extraña o lo hará porque quiere?. Pero era una pregunta tonta. Ganímedes no tenía voluntad propia, solamente obedecía a Karen. Si le pedía que caminara por el techo, encontraría una manera. Subió la escalera, librándose del sirviente, y recorrió el lujoso pasillo de la segunda planta hasta una puerta de caoba con pomo de plata. El aseo era tan grande que en la bañera habría podido nadar sin problemas. Las losas blancas del suelo estaban pulidas como espejos y la ventana de cristal traslúcido daba al jardín trasero. Había tele, música ambiental a escoger entre cinco canales, catorce ambientadores, aire acondicionado y grifos en forma de sirena. Al menos había pasado la moda de forrar el retrete con terciopelo naranja. Aprovechó para acicalarse cuanto pudo: se peinó con las manos por no buscar un cepillo, se alisó la falda, se colocó bien el abrigo negro y el escote del jersey que llevaba debajo, y deseó estar en otra parte. Muy lejos. Aún podía escapar: saltar por la ventana, salir corriendo, esconderse. . . Abrir un portal no, era una norma de seguridad básica en cualquier hogar de Mort, especialmente los que contenían valiosísimas obras de arte. ½Si había hasta un Yama auténtico colgado encima del retrete! Un bodegón poco conocido que incluía una bola de pelusa y un pistacho, nadie sabe por qué. Aun así tenía el trazo inconfundible del maestro, temblón e inseguro con manchurrones de grasa. Carol se escudriñó un poco más antes de decidir que no podría mejorar mucho su aspecto sin un bisturí. Y que daba lo mismo, en realidad. Tenía que ser valiente. Cuando salió de nuevo al pasillo había una doncella esperándola, tan elegante que habría sido la señora de la casa en casi cualquier otra parte. Señorita Átropos saludó, con una pequeña reverencia y una sonrisa que llevaba practicando desde pequeña. Carol envidió su cabello rubio y liso nada más verla, aunque no su uniforme. Sígame, por favor, su señora madre la está esperando. Y no se fía mucho de su hija, por lo que veo. ¾Cree que le voy a robar un rollo de papel? Aunque es muy suave. . . , pensó. Era innecesario, pero la guió por los pasillos impolutos de la mansión hasta las

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puertas dobles de la Sala de los Espejos. Las hojas, de más de tres metros de altura, se abrieron hacia dentro en silencio. Mi nombre es Cera dijo la doncella, inclinando la cabeza. Hágame llamar si necesita alguna cosa. Gracias murmuró Carol. No quería entrar allí. Pero lo hizo. La Sala de los Espejos era rectangular y siempre permanecía en penumbra. Era el lugar en el que todos los Átropos, desde tiempos de la vieja calva, incomodaban a los indeseables. Y esto no era una teoría, Átropos Karen lo reconocía abiertamente. La estancia contenía una mesa alargada anqueada por sillas de anchos brazos y todas sus paredes estaban jalonadas de espejos, toda una colección de reliquias de un tiempo inmemorial. Marcos dorados, ligranas, cristales cóncavos, convexos, inclinados, colgados del techo. . . no había nada que escapara a la vista del centenar de espejos de Átropos. Con una peculiaridad: ninguno de ellos devuelve la imagen real de quien se mira. Unos muestran sus recuerdos; otros, sus sueños; otros, sus posibles futuros. Y el principal, el espejo que corona el lado opuesto de la sala, inclinado sobre la mesa para reejarla por completo, muestra Lo Que Eres. Algunos visitantes se han vuelto locos al contemplarse allí. Cloto Lorenz se miró, vio una tomatera y pasó el resto de sus días en un tiesto. Carol ya sabía lo que vería: una niña pequeña, desnuda, usando como único vestido su larguísimo cabello rojo. Esa niña tenía una marca de nacimiento debajo de cada uno de sus ojos, como dos pequeñas lágrimas negras. Y estaba triste, pero con esa tristeza que a la vez es agradable. Sentada en aquel extremo de la mesa estaba Átropos Karen, su madre. Recta, elegante, estirada, peinadísima, maquillada por dieciséis asesores de imagen. Perfecta. Casi más joven que su propia hija, con los ojos más grandes, más esbelta, más alta y con más pecho. Y nada de esto importaría si fuera una persona amable. Carol tomó asiento en el otro lado tratando de no mirar a su alrededor. Tragó saliva. Hola, madre. Su voz levantó algunos ecos, como si rebotase en los espejos. Karen sonrió. Llevaba un vestido gris que Carol no podría pagarse jamás, pero era su ropa de andar por casa: el equivalente a un chándal con pelotillas en aquella mansión. Su moño negro era una obra de ingeniería que requería atención constante de tres peluqueros y un ingeniero aeronáutico.

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Hola, Caroline saludó. ¾Te apetece una taza de té? Lo que necesito es un whisky. O veneno. Un montón de veneno estaría bien. No, gracias. El té es una bebida de señoritas, deberías empezar a disfrutarlo. Para demostrar el encanto de esta bebida, alzó una taza de porcelana a sus labios pintados de negro y dio un largo trago. ¾Sigues viéndote con aquel chico tan dudó, buscando la palabra peculiar? Aquello, que su madre consideraba una relación estable, habían sido once minutos de instinto animal y cuatro días de remordimientos, pijama y helado de fresa. No respondió, sin entrar en detalles. Miró de soslayo a un espejo y se vio a sí misma jugando en el recibidor de la mansión con un caballito de madera. Me alegro, hasta tú puedes aspirar a algo mejor. A pesar de ser lo que eres, ¾no vas a recordármelo esta vez?. Querida prosiguió, he oído que te presentas al examen de mañana. Porque eres una inútil y has suspendido los siete anteriores. Carol asintió. Trató de acomodarse mejor en la silla, pero ninguna postura era soportable. Jugueteaba con el dobladillo de su falda con la vista ja en la mesa, ignorando los espejos. Bueno, ya que estás poco habladora, iré al grano: tu hermano Cedric insistió en que llevaras su guadaña. Muy generoso de su parte, ¾verdad? Karen alzó una mano y Cera se materializó entre las sombras sosteniendo una pequeña caja de madera. La depositó con suavidad sobre la mesa, junto a Carol, y salió por una puerta lateral sin hacer ningún ruido. Ha pasado de generación en generación desde los tiempos de Átropos explicó Karen, aunque su hija conocía aquella historia del derecho y del revés. No creo que debamos dejar un tesoro así en tus manos, pero Cedric es así de impulsivo, ya sabes. . . No le pasará nada a la guadaña. Carol no podía resistir más. Y no la necesito para aprobar. Quizás en las siete ocasiones anteriores podría haberte servido de algo. Su risa falsa llenó la sala mientras se llevaba de nuevo la taza a los labios. Carol abrió la caja. Ya conocía la guadaña que no era tal. Guadaña era un nombre genérico, una forma general de nombrar a los instrumentos de trabajo.

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Algunas eran guadañas, sí, pero otras Parcas usaban espadas, palos, echas. . . Todo estaba permitido, hasta martillos de goma. La familia Átropos se vanagloriaba de haber transmitido durante milenios, de padres a hijos, una de las guadañas más irrisorias de todo Mort: unas tijeras de costura, viejas y oxidadas. La caja parecía mucho más valiosa que su contenido. Apenas servían para cortar papel, aunque según la leyenda las tijeras de la primera Átropos podían cortar los hilos de la vida de cualquier persona. Para Carol y su hermano mayor eran un trasto inservible, aunque a nadie se le habría ocurrido deshacerse de ellas. Aun así le provocaron un suspiro de asombro. Estaban frías y pesaban más de lo que aparentaban. Carol las examinó antes de dejarlas de nuevo en su funda. Seguían siendo una birria. No querríamos que suspendieras una vez más dijo Karen, en plural mayestático. Ya circulan sucientes rumores sobre ti y los Láquesis ya hacen demasiadas bromas de mal gusto sobre tu origen. Haberlo pensado mejor antes de traerme al mundo, pensó Carol. Asintió. Quería irse cuanto antes. Esta vez aprobaré aseguró. Debería volver ya. Esta noche iré a la exhibición de Grigori. La risa sacudió los hombros de su madre. ¾Cloto Grigori? Querida, no deberías rodearte de chusma. Aunque no seas una señorita podrías tratar de arrimarte a mejores inuencias. Gracias por la guadaña. La traeré mañana, después del examen. Vaya, qué inoportuno. . . mañana tengo una cita con Láquesis Seth. Ojalá hubiera podido concertar tu matrimonio con su hijo pequeño, ese mequetrefe es lo más alto que podías aspirar. . . Meditó unos instantes, mirando distraídamente a su hija en los espejos. Ganímedes conoce mejor mi agenda, él te dará cita. No era sorprendente necesitar cita previa para hablar con su madre. Karen era la cabeza de una de las principales familias de Mort y siempre tenía algo mucho más importante que hacer que hablar con su hija pequeña. Por ejemplo, emparejar calcetines. Evitando todo contacto físico, Carol se despidió con la mano y abandonó la Sala de los Espejos. Vio su reejo durante una fracción de segundo: estaba en el mundo de los vivos con su guadaña en las manos, pero no quiso hacer mucho caso a la

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visión. Era oscura y tétrica, justo lo que no necesitaba. Ganímedes la acompañó a la salida sin decir una palabra. Allí, un retrato de familia pintado en un lienzo ovalado presidía la puerta de entrada. Ya estaba allí antes, cuando ella era pequeña. Mostraba a su madre, sonriente, el moño enhiesto, junto a su difunto marido, Átropos Cid, con sus gafas y la pipa en los labios. En el plano frontal estaban sus hijos tal como eran hacía unos años: Cedric, con su cabello negro alborotado y cara de pillo, y Ellen, con sus moetes redondísimos y dos coletas interminables. Carol no aparecía retratada porque no era hija de los dos, sólo de Karen. Era un pequeño desliz, indigno de la posición social de la familia, al que no puso remedio por la convicción moral de que debía dejar vivir a aquel feto para recordarle, durante toda su existencia, que era un error. Abandonó la mansión casi a la carrera, entró en la primera pastelería que vio y compró una porción de tarta de chocolate a un precio desorbitado. La necesitaba. La devoró en dos bocados y tomó el tren hasta su casa, en uno de los barrios más destartalados de Mort. Allí, se dejó caer en el sofá sin quitarse siquiera el abrigo.

Láquesis Dario abrió una puerta al mundo de los vivos. Si terminaba aquel trabajo pronto aún podría llegar a la exhibición de fuegos articiales de Grigori. No es que le gustara mucho la pirotecnia, mucho menos si eran los misiles asesinos de aquel loco, pero a veces había que hacer esos pequeños sacricios por Elsa. Apareció en una ciudad grande, una de las más populosas y bulliciosas del mundo de los vivos, donde había tantos millones de almas que era complicado localizar exactamente la que necesitabas. El lugar se llamaba Arpa, un nombre que había tenido un signicado no musical hacía muchísimo tiempo pero ya se había olvidado. Se encontraba al sur de una isla casi tan grande como un continente, un lugar poco afortunado donde lo habitual era la lluvia, la niebla y el frío. Aquella noche, como casi siempre, hacía un frío feroz: sobre los coches se formaban cristales de hielo y las calles eran casi pistas de patinaje. Dario recorrió una avenida ancha y ruidosa, con coches rugiendo, sirenas de policía, un helicóptero dando vueltas y algunas reyertas a navaja y jeringuilla en los callejones laterales. Lo normal.

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Tenía marcada en su móvil la localización del espíritu que tenía que transportar, a apenas medio kilómetro. Las pocas personas que reparaban en él veían a un tipo alto con el pelo largo enfundado en una larga gabardina blanca. Los vivos pueden ver a la Parca, hablarle y hasta darle pisotones en el metro. Como casi todos parecen humanos corrientes, simplemente no reparan en que están ahí por trabajo hasta que sacan la guadaña y se presentan. Quienes viven asustados de que cualquiera pueda ser el Segador que viene a por su alma suelen vivir entre paredes acolchadas y gente con bata blanca. Por eso en Mort dejaron hacía milenios lo de las calaveras, los esqueletos, la negrura y el cántico en latín, porque era muy obvio. Quitaba el efecto sorpresa. Así que muy pocos prestaban atención a Dario y menos aún al extraño palo de escoba puntiagudo que llevaba en la mano. Los vivos pasaban junto a él sin saber quién era y a qué se dedicaba y sin ningún interés por descubrirlo. La gente de Arpa había visto tantas cosas raras que no iba a parar a jarse en un idiota con un palo. Para Dario todos los vivos eran más o menos iguales, con esa propensión enfermiza a dejar de vivir. Se diferenciaban, claro, en su tamaño, su color, su forma de caminar y otras minucias. Dario sabía que aquellas personas también tenían obras de arte y tecnología, simplemente no estaba interesado en ellas. Al n y al cabo eran gurantes. Lo importante era hacer el trabajo y no meterse en líos. Su padre siempre decía que preocuparse por los humanos te lleva a cogerles cariño, y eso lleva a una vida disoluta como la de los yonquis, los maleantes o los Átropos. Entró en un edicio de viviendas cerca del Barrio Gótico, un arrabal de casas apiladas y callejas estrechas en el que no quedaba en pie nada realmente gótico, más allá de una fealdad gargolesca general y tejados picudos por doquier. Subió por una escalera de caracol hasta la tercera planta, asustando a algunas ratas, y reconoció al instante a su trabajo. Un hombre menudo, delgado y pálido. Tenía una barba anaranjada, recortada milimétricamente, en la que quedaban sendas calvas en las comisuras de los labios. Tal vez para compensar tenía la cabeza rapada y reluciente. Se había suicidado atiborrándose de una mezcla absurdamente letal de pastillas. Dario comprobó que en su cóctel había desde analgésicos hasta antifúngicos, pasando por anticonceptivos, jarabe para la tos, yogures caducados, zumo de piña de marca blanca y toda una amplia gama de hierbas a las que no debería haber tenido acceso

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nadie. Dario no se preguntó por qué lo había hecho. ¾Qué clase de Parca se hacía preguntas como aquélla? Su trabajo no era comprender a las almas, sino llevarlas al mundo de los muertos y recibir sonoras palmadas en el hombro y felicitaciones de sus superiores mientras mantenía cara de humildad y aguardaba el merecido e inevitable ascenso. Aquel cadáver se llamaba Noel. Su cuerpo estaba tendido en la cocina de su apartamento con los brazos y las piernas separados. Todo su atuendo eran unos vaqueros y una cadena al cuello de la que pendía un anillo dorado. Tenía algunas cicatrices en el pecho. ¾Cirugía? ¾Peleas? Seguramente había tenido una vida difícil y optó por la salida rápida. Dario se acercó a él y se arrodilló. Le tocó la frente, siguiendo el procedimiento habitual. Un segundo después Noel abrió los ojos, sobresaltado. O sería más correcto decir que su alma, separada de su cuerpo, lo hizo. Su envoltura física siguió allí, en el suelo, inerte, mientras un espíritu con su mismo aspecto se separaba del cuerpo y miraba en derredor, confundido y desorientado. Casi todos los vivos podían ver a aquellos espíritus, dependía de su credulidad, imaginación y ación al whisky. A menudo los confundían con personas de verdad, pero la mayoría pensaba que estaba viendo cosas raras y no se lo contaba a nadie. Mi nombre es Láquesis Dario se presentó, y estoy aquí para llevarte al otro lado. Anda, date prisa, que me están esperando, pensó. ¾Estoy muerto? preguntó Noel, mirándose las manos como si allí hubiera una respuesta. Dario asintió. No parecía que fuera a hacerle falta usar la guadaña. Está reservada a los que se ponen respondones, los que no aceptan su destino y los que intentan hacer tonterías. Noel no parecía peligroso, desesperado ni idiota. Si me acompañas le invitó la Parca nos iremos a Mort, donde podrás descansar por n. Noel se acarició la barba rubia, palpó el anillo que llevaba al cuello y se frotó las manos, pensativo. Láquesis dijo, mirando a Dario con la decepción pintada en la cara. ¾Te

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llamas Láquesis? No, no eres tú. No tenías que venir tú. Pero este tío, ¾qué dice?. Con un salto felino se plantó delante de Dario, que no tuvo tiempo de evitar un velocísimo puñetazo dirigido a su mandíbula. El golpe casi le hizo perder el equilibrio. Dolor. No estaba acostumbrado al dolor. Los espíritus no suelen llegar a tanto. Trató de desenvainar la guadaña pero sus manos no le respondían, ocupadas en protegerse de Noel, que seguía golpeándole en el estómago, en el pecho, en la cara, como si tuviera ocho brazos. Dario saboreó su propia sangre mientras intentaba defenderse de aquel humano furioso. Cuando logró inmovilizar sus brazos, Noel le respondió con una patada en la entrepierna que le hizo caer al suelo sin respiración. La boca la sabía a sangre y le dolía todo el cuerpo. No eras tú protestó Noel, dándole toda una gama de patadas de kung-fu. No eras, tú, ½joder! ½No tenías que venir tú! Se sentó a horcajadas sobre Dario y le golpeó hasta que perdió el sentido, sin comprender qué estaba ocurriendo.

Carol vio el techo. No era el de su habitación, con sus grietas conocidas, sino otro: blanco, liso y con una bombilla colgando de un cable retorcido. A la derecha estaba la mancha indeleble que quedó después de estallar aquel melón en aquella esta. Tres heridos, uno de ellos hospitalizado por heridas de metralla verde. Un detenido: Cloto Varo, libre sin cargos tras un rapapolvo legendario. Un estón. Bajo su espalda notaba la forma inconfundiblemente reconfortante de su sofá. Bostezó, se estiró como una gata y comprobó que ya llegaba tarde. Otra vez. Podría haber repasado las mejores frases que decir a un recién fallecido, enumerado los Principios Básicos de Minos o, mucho más banal, haber fregado los cacharros acumulados de tres días y pasado la aspiradora. Pero no; le gustaba vivir al límite. Se preparó para una buena carrera: se deshizo de la ropa a tirones y corrió a la ducha, donde el jabón apenas tuvo tiempo de saber dónde estaba o qué estaba

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sucediendo antes de ser aclarado concienzudamente. Envuelta en una toalla rosa con conejitos bordados, corrió, abrió y cerró armarios y cajones y nalmente se puso su mejor ropa de es lo primero que he encontrado tras descartar una falda por corta y otra por larga. Las medias, gruesas. La sombra de ojos, apenas un roce sutil. Y el abrigo y la bufanda negros de es invierno pero tengo estilo. Zapatos planos y cómodos. Más que peinarse, empuñó un cepillo y peleó a muerte con su pelo, dejando algunas hebras rojas en el intento, esparcidas por el lavabo. Ya limpiaré a la vuelta, se engañó. Agarró el bolso ya desde el rellano y cerró la puerta sin echar la llave. ¾Qué iban a robarle? ¾Media manzana de la nevera? ¾Una guadaña legendaria?

A tres paradas de tren de su casa estaba el lago. No había otro, así que no tenía nombre propio. Era el lago y punto, aunque a veces le concedían el honor de escribirlo en mayúscula para distinguirlo de todos los otros lagos nominados del universo. Aunque no era más que un estanque desproporcionado donde los domingueros iban a hacer picnics y algunos incautos remaban en piraguas, creyendo ingenuamente que las carpas no les consideraban apetitosos. Allí ya se había reunido una multitud agobiante. Tanto, que quien abriera un portal allí se arriesgaba a terminar con un hermano siamés no deseado. Había Parcas, sí, pero también estudiantes, personal subalterno, gente que pasaba por allí paseando perros, cobayas y retoños, y algunas de las más altas autoridades de Mort. Para éstos había un palco especial, un tenderete cubierto por un toldo de rayas, en alto, donde algunos criados se afanaban sirviendo cócteles y bandejas de comida repletas de manjares de ambos mundos, el de los vivos y el de los muertos. Los Maestres sentían un elevado desprecio por los vivos y lo que les rodeaba, pero solían hacer excepciones en lo tocante a la pitanza. Por debajo de ellos, en la orilla, la gente normal iba y venía y se empujaba como en cualquier otro espectáculo, pensando que un metro más adelante está el oasis denitivo desde el que todo se ve, pero en el que solamente encuentran más empujones y más olor a cabra. Era noche cerrada ya y solamente brillaban las luces de los tenderetes de comida y algunas farolas dispersas por el contorno del lago. El olor de las salchichas car-

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bonizadas y de fritanga en diversos estados de corrosión llenaba el aire. Respirar era masticar colesterol. La luna se reejaba en el agua hasta que una nube la obligó a desistir. Cloto Varo consiguió hacerse con un perrito caliente rebosante de mostaza y ketchup para disimular el sabor a paloma y avanzó apartando al resto de personas como quien mueve muñecos de un sitio a otro. Nadie protestaba. Cuando se volvían a fulminarle con la mirada veían la cintura de un gigante envuelto en lana y borrego y preferían quedarse callados. Estaba cubierto por tantas capas de ropa que parecía una especie de gólem hecho con trapos. Entre la bufanda y el gorro solamente se atisbaban sus ojos azules y un mechón de pelo rubio. Tuvo que hacer malabarismos para lograr llevarse el perrito a la boca y entonces se arrepintió de no haber comprado dos. Era pequeño y tenía más plumas que carne. Consiguió llegar junto a Elsa. Era fácil encontrarla: era menuda y vestía de negro, pero la gente dejaba espacio a su alrededor para no pincharse con las tachuelas ni el cinturón de balas. Estaba mirando el móvil con cara de preocupación. Le puso una manaza en el hombro. Vendrá, no te preocupes dijo, agachándose para llegar hasta su oreja. A veces huyen y hay que buscarlos por una ciudad enorme, ya sabes. . . A mí me atacó uno, ¾y si. . . ? Nada interrumpió Varo. No van a poder con él. Dario lleva un año trabajando y es muy bueno, no le van a sorprender. Elsa cambió de tema. Ha escrito Carol: llega tarde. ¾Por la bruja? Iba a verla hoy, ya sabes, puede tardar un minuto o una hora en escapar de la casa del terror. Qué va rio Elsa. Y no la llames así. Aunque a Carol no le importe, a mí sí. Resulta que se atiborró de tarta y se quedó frita en el sofá. A saber qué le ha dicho esta vez. La trata fatal. No soporta a los mestizos, aunque sea su propia hija. Carol es como. . . un deshonor para toda la familia, o algo así. Varo abrió los brazos, golpeando a algunas personas que le miraron furibundas y decidieron que hacía una gran noche para desperdiciarla peleando con alguien que mide casi tres metros.

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½Pues que lo hubiera pensado mejor antes de ir a follar al mundo de los vivos! Algunas personas se volvieron para mirarle. Calla. Elsa trató de taparle la boca con las manos. Te va a oír todo el mundo. A Carol no le gusta hablar de esto, ¾vale? Varo asintió. Átropos Karen le sacaba de quicio, no podía evitarlo. Era una especie de bruja pija insoportable que tenía que controlar hasta a qué hora meaban los amigos de su hija, que nunca, jamás, eran dignos de su excelsa compañía. Y todo el mundo en Mort conocía su secreto. Átropos Karen, la orgullosa líder de uno de los clanes más vetustos de Mort, había tenido un desliz en el mundo de los vivos. La historia había circulado por los mentideros del Barrio Residencial y pronto salió de allí, disparada hasta la Universidad, donde el remilgado claustro de profesores puso el grito en el cielo por algo que llevaba siglos ocurriendo pero rara vez le pasaba a alguien con tanto dinero. Lo único seguro era que Karen había regresado embarazada tras un trabajo y había permanecido recluida en su casa hasta que la niña, escuchimizada, calva y sonrosada, nació. Nadie sabía quién era el padre, así que la imaginación de los rumorólogos de turno se había disparado. No se limitaban a imaginar quién podría ser el misterioso amante de tan distinguida dama, directamente inventaban la historia completa: había usado un ltro de amor, era una Parca caída que vivía en el exilio, era un gigante de tres cabezas, un vampiro fosforescente, un poderoso magnate del petróleo, un hombre moribundo, tan apuesto que le permitió seguir viviendo en lugar de enviarlo a Mort. Cualquier otra persona en su situación habría tomado medidas, pero Karen siguió adelante. Tuvo a la niña, escandalizó con ello a toda la alta sociedad y, tras ello, la ignoró durante el mayor tiempo posible, dejándola en manos de su hermano Cedric y la legión de mayordomos que poblaban la mansión. Desde el palco de autoridades llegó la voz cavernosa de Éaco Farrell, uno de los cuatro Maestres de la Universidad. Era el más adecuado para los discursos: su legendaria brevedad hacía que todo el mundo pudiera lanzarse antes sobre los canapés. Gracias a todos por venir a la ceremonia de clausura carraspeó. Con esto naliza el curso académico. Eh. . . dudó. A comer. Y esforzaos en los exámenes de mañana.

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Farrell no deseaba suerte. Sólo los perdedores tienen que recurrir a las ayudas convenientes del azar. Él, un maestro conocido por su severidad y su apetito, esperaba que cada cual diera lo mejor de sí mismo. Y si no, que desistiera. Entre la multitud se oyó algún aplauso tímido, acallado por las conversaciones animadas de los alumnos. Varo, que tenía una visión privilegiada del lago, vio cómo en la otra orilla un grupo de operarios se afanaba en preparar los fuegos. No podía ver a su padre, pero se notaba que aquello era su obra: había al menos seis cañones y puede que alguno más tras una especie de carpa semicircular. Entre los cañones se abrían tres lanzallamas circulares que podían girar y entrecerrarse para crear guras de fuego y, más a menudo, para sembrar el terror entre los espectadores. En los laterales había cuatro plataformas con artillería suciente para pulverizar toda la ciudad y fuego para calcinar lo poco que quedase en pie. Tras unos minutos de trajín las luces se apagaron, dejando toda la explanada a oscuras salvo por los faroles de los puestos de comida. La masa comenzó a gritar y dar palmas aguardando el comienzo de la exhibición. Para los estándares de la ciudad al menos hacía falta media docena de heridos graves para que fuera un éxito. Un cañón disparó una andanada de fuego anaranjado que trazó círculos en el aire, cayendo lentamente en formas geométricas entrelazadas. De los laterales surgieron llamaradas cuyo calor podía sentirse pese a la distancia, mientras las explosiones reverberaban por toda la explanada. Coincidiendo con los primeros vítores Varo sintió que alguien tiraba de su brazo con fuerza. Carol le miró desde abajo, lejana en su metro sesenta de altura, aplastada entre otras dos personas y con el bolso colgado del cuello. Movía la boca y hacía aspavientos. ¾Qué dices? preguntó Varo, agachándose. La luz de los fuegos teñía a Carol de todos los tonos del arcoiris. ½No veo nada! protestó ella, haciendo bocina con las manos. ¾No había un sitio mejor? Sobre sus cabezas se estaban formando árboles de luz verde y violeta que, al caer, se transformaban en mariposas que aleteaban hasta desvanecerse. Hemos tenido problemas. Dario no ha vuelto. Que te lo cuente luego Elsa. Carol se estrujó entre la gente, pegándose a Varo, rodeándole a una distancia prácticamente negativa y haciéndose con un lugar entre él y Elsa, tratando de no clavarse ninguno de sus accesorios. Saludó a su amiga con un grito y miró al cielo.

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Los cañones de la otra orilla escupieron llamas que se trenzaron y revolotearon antes de caer en una cascada multicolor. El olor a pólvora iba desplazando al aroma penetrante de la fritanga que llenaba el aire según las formas y colores de los fuegos se iban complicando. Las guras estáticas y monocromas dejaron paso rápidamente a dragones, caballos y jinetes que recorrían el cielo dándose caza. El fuego de los lanzallamas giraba y pasaba sobre las cabezas de los asistentes, que estallaban en ovaciones cada vez que se les chamuscaba el pelo. Los gritos de los primeros heridos leves fueron saludados con vítores y aplausos, mientras sus amigos los arrastraban hasta los puestos de enfermería peleando por ver quién había sido el primero en chamuscarse la cara. No veo nada, súbeme, anda dijo Carol, tirando de la manga del abrigo de Varo. ¾Qué? gritó éste, poniéndose una mano en la oreja y agachándose. ½Que me subas a hombros! ½No veo! Varo puso cara de fastidio y asió a Carol por las axilas, alzándola como si fuera un cachorrito. Siempre le tocaba hacer de grúa para alguien; al menos esta vez pesaba poco. ½Así no! protestó Carol, revolviéndose como una anguila. Se me va a ver todo, ½al hombro, al hombro! Varo sentó a Carol sobre su hombro, donde permaneció posada como un pájaro. Nadie protestó: tanto daba tener delante tres metros de gigante que cuatro y medio divididos en dos personas. Desde allí pudo ver las mareas de gente apretándose hasta casi caer al agua, algunas parejas aprovechando el tiempo, chavales que volvían a sus puestos con la cabeza vendada y algunos tardones, como ella, que intentaban avanzar un poco más. Había tanta gente que habría podido caminar sobre sus cabezas como si fueran una alfombra. El espectáculo duró casi media hora, durante la cual se gastó suciente pólvora como para un asedio de ocho meses a un castillo grande. Tras la tradicional batalla con dragones se dibujaron en el cielo varios episodios de la historia de Mort: el rapto de la Princesa Elia, el incendio de la Ópera, el día que Yama no llevaba calzoncillos. . . Grigori daba un curso entero de historia a través del fuego y el ruido, aunque la mayoría de la gente quería explosiones y casquería sin tanto trasfondo.

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Cuando el último resplandor rojizo se apagó, las nubes cubrían gran parte del cielo y una lluvia na comenzó a caer, perezosa, sobre los asistentes. Se abrieron algunos paraguas, golpeando algunas cabezas; se oyeron voces de fastidio acalladas rápidamente por los aplausos y la gente comenzó a dividirse en dos grupos que reptaban en direcciones opuestas: los que iban a los puestos de comida y los que volvían a sus casas.

Noel lanzó el cuerpo de Dario al suelo. Ni siquiera el golpe consiguió que recuperara la consciencia. El espíritu del recién fallecido miró atentamente a su Parca. Era un tipo alto, elegante, algo afeminado. Casi todos eran así: serios, oscuros, como si el negocio no fuera con ellos. Había visto a los sucientes para saber que eran una chusma egocéntrica. Murmuró: No eras tú. No eras tú tampoco. ¾Es que no va a venir nunca? ¾No le importa lo que me pase? Se arrodilló junto a su propio cadáver y se preparó para un ritual que ya había hecho muchas otras veces. Puso su mano espiritual sobre su mano corpórea. No sintió nada. Hizo encajar los dedos, copiando su posición al milímetro. Las muñecas, los antebrazos, los codos, los hombros fueron entrando en contacto con los de su cuerpo, acoplándose y retorciéndose para regresar a su posición. Cada parte de su cuerpo, cada articulación, respondía al movimiento como un tren recorriendo una vía retorcida. Sus piernas se adaptaron a la forma de sus piernas corpóreas. Su torso a su torso. Giró el cuello, adoptando la misma pose que su cadáver. Poco a poco se fue fundiendo consigo mismo, menguando hasta introducirse de vuelta en su cuerpo. Noel Trauer permaneció inmóvil hasta que consiguió reunir fuerzas y abrir los ojos. El movimiento de un párpado era un esfuerzo ímprobo. La luz golpeó sus retinas y envió oleadas de dolor a su cerebro. El dolor era bueno: signicaba que las cosas estaban funcionando. La imagen que veía se desvaneció rápidamente. Necesitaba poner en marcha el corazón para que aquella máquina funcionara. Uno, dos. Uno, dos. Los movimientos, torpes y lentos, apenas conseguían enviar sangre a sus miembros. Uno, dos.

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Poco a poco aquel músculo ganaba fuerza y ritmo. Uno, dos. La sangre cosquilleaba en sus dedos y pronto un agradable calor invadió todo su organismo. Tardó unos minutos en acostumbrarse a la luz, al ruido, al tacto del suelo bajo su espalda. Ningún cuerpo está acostumbrado a resucitar, así que tenía que ir poniendo en marcha poco a poco todos los procesos cotidianos que realizan los vivos. Aspiró aire por la nariz, sintiendo cómo se hinchaban sus pulmones. A continuación expulsó aire caliente. Repitió la operación varias veces antes de que su tórax se adaptara y pudiera hacerlo sin ayuda. Todos los músculos de su torso protestaron, enviando calambres a las terminaciones nerviosas y pidiendo que les dejaran morir tranquilamente. Sus ojos fueron captando matices de color y sus oídos tradujeron las vibraciones del aire en forma de sonido. Cuando su sangre ya estaba moviendo oxígeno de acá para allá, Noel movió los dedos, las manos, los brazos, y los utilizó junto con sus piernas para ponerse en pie. La verticalidad trajo consigo visión borrosa, mareos y náuseas. Se dobló sobre sí mismo, tosiendo cada vez con más fuerza hasta que vomitó un engrudo de pastillas y bilis con sangre negruzca. Cuando terminó, con lágrimas en los ojos y el rostro enrojecido, sentía el corazón latiéndole con tanta fuerza que comenzó a reír hasta que le dolió el pecho. Estaba vivo. Otra vez. Se rascó con desgana algunas viejas cicatrices de otras muertes anteriores antes de dirigirse al cuerpo caído de Dario. No le esperaba a él, pero eso no signicaba que no pudieran divertirse un rato.

En el Muerto Feliz, el restaurante de comida rápida más popular del centro de Mort, Carol tenía que auparse en el asiento para llegar al extremo de la pajita. Había decidido pedir una Muerte por Chocolate; así, si suspendía una octava vez, al menos estaría rebosante de felicidad chocolateada. La copa había sido diseñada por el ingeniero Cloto Latte y consistía en un batido de medio litro coronado por una espesa capa de nata regada con sirope sobre la que se sostenían tres bolas de helado

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cubiertas de virutas de chocolate negro y blanco. En el batido, una vez lograbas superar con esfuerzo y sudor esta primera etapa, nadaban pequeños trocitos de

brownie

y de galleta. El monumental conjunto estaba coronado por dos barquillos

que sobresalían como dos antenas de chocolate negro. Aquel batido había provocado llantos y visiones divinas, alergias y siestas de babilla y pijama; había roto matrimonios, enemistado amantes y disuelto amistades a lo largo de tantos años que su mera visión hacía temblar las rodillas de las más intrépidas Parcas de Mort. ¾Sólo vas a cenar eso? preguntó Varo, con la boca llena de una hamburguesa digna de un tipo de tres metros. Se llamaba Campeón del Matadero y contenía el 87 Iba a irme a casa a meterme en la cama. . . no creo que me entrara nada más que esto. Y tampoco creo que duerma. Elsa entró en el Muerto Feliz guardando el móvil en el bolso. Caminó haciendo sonar pulseras, cadenas y cachivaches metálicos varios y apoyó la muleta en la mesa. Nada suspiró, tomando asiento junto a Varo. Dario todavía no ha vuelto. Se sujetó la cabeza con ambas manos, frotándose los ojos. Tu padre debería inventar un teléfono con el que puedas llamar al mundo de los vivos. Creo que cundiría el pánico señaló Varo, consciente de que Grigori había trabajado en esa idea, aunque su único resultado fue una máquina para mantener templada la taza del váter. No creo que a los vivos les gustara. ¾Te imaginas? puso una voz grave. Hola, soy la muerte, ¾te viene bien que pase a buscarte a las ocho? Volverá dijo Carol, volviendo al tema. En un gesto inédito, ofreció parte de su Muerte por Chocolate a su amiga. No, gracias. No quiero nada. Ya cenaré algo en casa. Varo habló con la boca llena de una masa entre verde y marrón. A lo mejor ha perdido el móvil allí. Tragó. Mañana nos veremos después del examen, seguro. Carol asintió con los moetes inados de batido. Tras cada examen se celebraba una esta de graduación que solía terminar en desmadre etílico, apuestas del tipo ¾a que no hay huevos?, embarazos no deseados y reyertas con guadaña. A este paso, cuando aprobase, parecería la abuela del resto de alumnos.

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¾Qué te ha dicho tu madre? preguntó Elsa, cambiando de tema rápidamente. Quería darme la guadaña. Me la podía haber traído Cedric a casa, pero ella prefería hacer el paripé. Sintió que enrojecía. Era un tesoro, un objeto único en Mort, y lo tenía la persona menos indicada para usarlo. Era una situación tan absurda que ni siquiera lo había hablado con nadie. ¾La de Átropos? ½Eso es genial! Elsa abrió los ojos de par en par y chilló: Con eso es imposible que suspendas. ¾Me dejarás verla? Necesito hacerle una foto. ½No puedo creer que te la haya dejado! Sí, pero ni siquiera sé usarla y es feísima. Carol no estaba muy convencida de que fuera útil. Y deberle un favor a su madre tampoco le agradaba. Ha sido Cedric, mi madre no me dejaría acercarme a las tijeras ni loca. Pero no es cómodo. Ésa no es mi casa y ésa no es mi guadaña. ¾Y si la rompo? Se supone que nada puede romperla. Varo rio. Sólo el fuego de un volcán recitó Elsa, entonando con voz grave. Era parte de la letra de una vieja canción infantil. Está bien, porque pesa menos que la mía, pero ¾y si la pierdo? insistió. El mundo de los vivos es enorme. Estaría toda la vida buscando. Recorriendo peluquerías a ver si la tienen, o algo así. . . Y mi vida es más corta que la vuestra, soy casi humana, pensó. No le gustaba hablar de ese tema. ½Grigori! exclamó Elsa, sonriente. Acaba de entrar por la puerta. Esta vez se ha chamuscado menos la barba. Oh, vaya. . . nunca viene aquí. Varo dejó lo que quedaba de su Campeón del Matadero en el plato. Lo siento, eh. . . tengo que ir a saludarle. Es tu padre, claro que tienes que hacerlo susurró Carol. Dile que se siente con nosotros propuso Elsa, con la voz cada vez más aguda. Que nos hable de sus inventos. Viene con Iru, Radamante y Farg masculló Varo entre dientes, mientras sonreía a los recién llegados. Que se piren dijo Carol. De pronto su batido estaba algo menos rico. Si se sientan aquí me largo yo. Varo alzó sus casi tres metros cubiertos de lana, borrego y cuero y se dirigió al encuentro de su padre.

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Cloto Grigori era un hombre pegado a una barba. Aquella mata de pelo parecía nacer en su cuello y extenderse hasta su coronilla, absorbiendo las cejas y dejando visibles únicamente dos ojillos almendrados, una nariz aguileña y una frente despejada surcada por tres arrugas paralelas. Su ación a las túnicas largas batas de portera, según sus enemigos y a los gorros terminados en punta le había granjeado un nombre muy popular: el mago. Hoy había elegido un tono entre verde y turquesa y de su cuello pendían varios collares de oro con eslabones gruesos y nos alternados y algunas piedras engarzadas. Para rematar se había calzado unas viejas sandalias de cuero que dejaban bien visibles callos y juanetes de todos los colores. Hubo saludos, apretones de manos, palmadas en diversos hombros y, nalmente, los dos grupos se separaron sin intercambiar más que unos cuantos lugares comunes, aunque Shinde Iru aprovechó la ocasión para dirigir una mirada amarga a Carol. Espero verla mañana en plenas facultades, señorita Átropos. Sí, señor. Esbozó una falsísima sonrisa tiznada de chocolate. ¾Por qué me mira así? Es un batido, no heroína. ¾Seguro que es tu padre? preguntó Elsa. Mides un metro más que él. Mi madre es muy alta Varo se encogió de hombros y siguió comiendo su hamburguesa gigante.

Carol volvió a casa a pocos minutos de la medianoche. Cansada pero repleta de energía chocolatosa, apenas pudo dormir. Pasó sus horas de insomnio preparándolo todo para el examen: repasó algunas cuestiones de cálculo paradójico, escogió ropa, se llevó a la boca dos lonchas de queso y se metió en la cama con un pijama azul que, una vez, hacía mucho tiempo, tuvo un estampado. Sintió llegar a Aura, su compañera de piso, cerca de las dos y media. ½Qué bien vivías cuando no tenías que hacer exámenes! Los nervios le revolvían el estómago y tuvo que levantarse varias veces a la carrera. Hasta se planteó dormir en el retrete. Cuando sonó el despertador a las siete y media Átropos Caroline era un manojo de nervios, sueño y anticipación. Creía que iba a ser el día más importante de su vida, pero se equivocaba.

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Indice de personajes

Las tres grandes casas de Mort Casa Átropos • Cid: Cabeza de familia y profesor de la Universidad de Mort. Fallecido.

 Guadaña: unas tijeras oxidadas. • Karen: su viuda y gestora de la fortuna familiar.

 Guadaña: un paraguas negro. Sus hijos: • Cedric: heredero de todos los títulos y riquezas de la familia. Miembro del

cuerpo de Cazadores.

 Guadaña: una hoz de plata. • Ellen: profesora de Literatura en Shiroi.

 Guadaña: una hoz de oro. • Caroline, también llamada Carol: hija de Karen y un humano. Alumna de la

Universidad, donde ha suspendido siete veces el examen de Parca.

 Guadaña: un tomo de la Tanatopedia de 800 páginas. Otros familiares: • Minerva: Jefa del cuerpo de Cazadores.

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 Guadaña: una espada a dos manos. • Mono: encargado de la Sala de Control de exámenes.

Otros miembros de la casa: • Ganímedes: jefe de mayordomos. • Cera: una criada. • Nim: un cochero. • Aura: compañera de piso de Carol y su segundo examen de acceso. El Comité

le permitió vivir en Arpa una segunda vida. • Edward: un famoso astrónomo, fallecido. • Klaus: un pintor, fallecido. • Kjata: un profesor de la Universidad.

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Casa Cloto • Zell: Cazador retirado.

 Guadaña: un martillo de plástico de colores chillones. Su hija menor: • Lia, llamada la Pálida: una Cazadora.

 Guadaña: una guadaña. Su hermano menor: • Grigori: inventor y cientíco loco, residente en la Torre.

 Aleksandra: su exmujer.  Varo: su único hijo, un gigantón de dos metros y medio. ∗ Guadaña: una pala de obra.

Otros miembros de la casa: • Ira: una criada. • Latte: famoso arquitecto, inventor y diseñador de postres. • Leo: secretario de Yama. • Murphy: un estudiante. • Matt: un juguetero, fallecido. • Riki: un alumno. • Tachán: famoso compositor. Fallecido. • Lorenz: antiguo señor de la casa, famoso por vivir en una maceta. • Erun: Cazador legendario. Fallecido. • Allidar: reputado artista. Fallecido. • H: una Parca con habilidades únicas.

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Casa Láquesis • Seth: señor de la casa.

 Guadaña: todos los Láquesis utilizan guadañas idénticas. Su hijo mayor: • Keel: una famosa Parca con una legión de fans.

Sus hermanos: • Farg: profesor y miembro del Comité Examinador, conocido por su severidad. • Bern: funcionario encargado del registro de fracasos de las Parcas.

 Dario: su hijo, Parca en su primer año de trabajo y novio de Éaco Elsa. Otros miembros de la familia: • Paulus: un artista, fallecido.

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Otras casas menores Casa Éaco • Éaco: un anciano acionado al póquer.

Algunos de sus nietos en diversos grados de parentesco: • Farrell: Maestre de la Universidad. • Layla: alumna con las mejores calicaciones en el último examen. • Elsa: Parca de estética gótica, cantante de los Fantasmas de Metal. • Karina: Miembro del Comité Examinador. • Sadie: una alumna.

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Casa Minos • Minos: un gigante, Maestre de la Universidad y miembro del Comité Exami-

nador. Algunos de sus nietos en diversos grados de parentesco: • Claire: funcionaria de la Sala de Control. • Karen: viuda de Átropos Cid y señora de la casa Átropos. • Era: una alumna, trabajadora de la Sala de Control y bajista de los Fantasmas

de Metal.

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En la Universidad El Archimaestre: • Yama: un anciano de mil ciento once años.

 Cloto Leo: su secretario personal. Los cuatro Maestres: • Shinde Iru: un anciano de ochocientos años, dueño de una importante biblio-

teca.

 Kei: un ordenanza a su servicio. • Minos: un gigante bonachón. • Radamante: un profesor leguleyo. • Éaco Farrell: un anciano severo.

Los miembros del Comité Examinador: • Yama • Shinde Iru • Radamante • Minos • Éaco Karina • Láquesis Farg • Átropos Minerva

En la Sala de Control: • Átropos Mono • Minos Era

En el Centro de Trabajo: • Minos Claire y otros dos funcionarios.

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En Arpa • Noel Trauer: un espíritu humano fallecido capaz de volver a entrar en su propio

cuerpo. • Joe Mugre: un pescador de tesoros en el río Arpa. • Charlotte Dicksen: una mujer de mediana edad.

 Charles: su mascota, un pato. • Richard Crowley: primer sectario de la Hermandad de la Muerte.

 Jon Harmon y el resto de miembros de la secta.