El dilema del prisionero

global antropogénico, que amenaza su supervivencia? Por triste que resulte, parece obvio que no hay ninguna ley de Dios ni de la naturaleza que establezca ...
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NOTAS

Martes 12 de enero de 2010

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PARA LA NACION

O es difícil retroceder en el imaginario adolescente, hasta los tiempos en que Roberto Sánchez –más conocido como Sandro o Sandro de América– comenzó su vertiginosa carrera. Los innumerables éxitos que coronaron su cancionero, en perdurable fama aún en las postrimerías de su vida artística, probablemente le animaron a dar “la madre de las batallas” ante el inminente trasplante; aunque perdida, un última carta apostada. En coincidencia con otros famosos, parecería que el destino final del ídolo tendría que trascender tanto como su propia vida. Sin embargo, para la ciencia no será ni la primera ni la última batalla. Por muchos siglos, el reemplazo de tejidos fue una utopía, aunque muchas culturas pudieron haberlo expresado en el arte como previsto. La pintura expuesta en el Museo del Prado, Madrid, cuya autoría se atribuye a Fernando del Rincón (Guadalajara, 1491), nos refiere a la era precristiana en el Milagro de los santos Cosme y Damián, y representa el reemplazo del miembro inferior izquierdo de un negro muerto a un blanco afectado por gangrena. Recién en el siglo XX el estado del arte del procedimiento se afianzó con los avances en la compatibilidad histológica, el diagnóstico de muerte bajo criterios neurológicos y mejores resultados en la lucha contra el rechazo de los órganos. Parecería aún reciente el debate de la ley 26.066 sobre el donante presunto en el Senado de la Nación y la presencia lobbista del entonces ministro de Salud de la Nación. “A más de un año de vigencia de la norma legal en cuestión, las estadísticas no mostraron un aumento en la donación de órganos”, expresaba Edgar Lacombe en la revista HUcba 2007; I(4): 27-28 (www.hucba.com.ar), y la situación parece no haberse modificado hasta el presente, a pesar del lamentable incremento de las muertes por accidentes. Es que se veía venir la contradicción. Aunque el Estado presuma que sus habitantes donan sus órganos si no han manifestado lo contrario (si el potencial donante no ha expresado su negativa a donar los órganos) se debe recabar a los familiares acerca de si conocen la expresión de voluntad última del fallecido (artículos 21 y 22), o sea, que, en la práctica, son los familiares los que toman la decisión final. En realidad, la verdadera batalla no es la de Sandro o la del último trasplante realizado sino la que se da en el escenario colectivo inherente a la comunidad. La relativa escasez de órganos donados es algo que mantiene lejos la posibilidad de cubrir las necesidades, y debemos asumirlo. Por el momento, no hay otro camino, aunque sea el más mezquino de todos, no superado todavía por el de una eufemística solidaridad en una sociedad que no puede dejar atrás males como la exclusión social, los conflictos sectoriales y la política agonal, el enredo legal y la injusticia, entre otros. Podrían aliviar, en un futuro próximo, esta dependencia humana los logros sobre el genoma, las células madre y la clonación. Quedará para la sociología y la cultura popular el análisis de si el tema del trasplante a un ídolo difundido en los medios incrementa el número de donaciones, y sobre los artificios que dan lugar a la creación de la fama. Como tampoco parece correcto indagar a voces sobre las causas que contribuyeron al deterioro de su salud; aunque nadie podría cuestionar que la medicina de hoy debería estar más cerca de la prevención de todo aquello capaz de intoxicar que de la curación. Entre tanto delirio que provocan los ídolos populares, Sandro, como lo hubiera hecho cualquier hombre, eligió el camino del trasplante porque no tenía otro en su lenta agonía. Somos biológicamente casi perfectos hasta que se precipita la muerte y sobreviene ese llamado del instinto de conservación, detractado por quienes cuestionan no asumir la muerte natural. En el Hospital de Urgencias de Córdoba, entre tanto, el requerimiento a los familiares sobre la donación seguirá siendo la llave en el sostén del Programa de Trasplante. © LA NACION El autor es profesor de Emergentología en el Hospital Municipal de Urgencias de la Facultad de Ciencias Médicas en la Universidad Nacional de Córdoba

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LAS PRESUNTAS VIRTUDES DEL EGOISMO Y EL DAÑO SOCIAL SUBSECUENTE

La madre de las batallas ROLANDO B. MONTENEGRO

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El dilema del prisionero CARLOS ESCUDE PARA LA NACION

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ON muchos los que se preguntan por qué los resultados de la Cumbre de Copenhague fueron tan pobres. ¿Acaso no hay un consenso cada vez más generalizado sobre el papel de la acción del hombre en un calentamiento global que se perfila catastrófico? La misma pregunta vale para la producción de armas nucleares, químicas y bacteriológicas. Y también para el caso de investigaciones biológicas que pronto pueden dar a luz a tenebrosos engendros poshumanos. Hay un amplio acuerdo en que la humanidad entera se beneficiaría evitando estos desarrollos, pero parece imposible lograr la cooperación necesaria para vedarlos en forma efectiva. Los estados, empresas e individuos se resisten a aceptar los sacrificios necesarios para eliminar estos peligros para la subsistencia de nuestra especie. Para acercarnos a la comprensión de este intríngulis debemos concentrarnos en la cuestión de la cooperación. En todos los ámbitos mencionados, cooperar significa sacrificar ventajas propias y confiar en que las demás partes involucradas harán lo mismo sin trampas. Alcanzar acuerdos efectivos implica superar tanto la desconfianza hacia el otro como la pulsión hacia la máxima ventaja posible en la competencia con ese otro. El “juego” es casi imposible, porque el actor A (trátese de un Estado, empresa o individuo) desea maximizar sus ventajas frente a sus competidores. Sabe que ellos quieren maximizar sus propias ventajas, a costa suya. Sabe que si confía puede ser traicionado. Sabe que los otros saben que él sabe que si confía puede ser traicionado. Sabe que los demás saben que él sabe que esa justificada desconfianza probablemente lo conduzca a no cooperar. Y supone que, en tales circunstancias, las otras partes también supondrán que él no cooperará y que, por esa razón, ellas tampoco lo harán. Así, llegar a un acuerdo resultará difícil. Y habiendo acuerdo, casi con seguridad habrá trampa. Lo que se acaba de esbozar no es otra cosa que un típico problema de la teoría de juegos, una rama de la matemática aplicada de uso creciente en campos como la ciencia política, la economía, la biología y la filosofía. Sus derivaciones son de interés fundamental para todo problema vinculado al comportamiento humano en situaciones estratégicas, donde el éxito de una parte depende de las decisiones de las demás. Específicamente, lo que se bosquejó antes es una variante del “dilema del prisionero”, uno de los juegos más conocidos de dicha teoría. Ayuda a comprender por qué, si la pulsión por el interés propio predomina en el comportamiento, hay circunstancias en las que la interacción entre dos o más partes conducirá a un resultado contrario al interés colectivo. Filosóficamente sus consecuencias son de gran significación, porque sugieren el carácter éticamente falaz y fácticamente erróneo de toda postura que descanse en las presuntas virtudes del egoísmo. El ejemplo paradigmático del dilema del prisionero proviene de las prácticas policiales norteamericanas. Pedro y Juan, sospechosos de un grave delito, son arrestados por la policía debido a una transgresión menor. No hay pruebas de la felonía mayor. Si ninguno de los dos hablara, no se les podría imponer más de seis meses de cárcel. Para inducir delaciones, los detenidos quedan separados e incomunicados, y a los dos se les ofrece el mismo trato. Si uno traiciona al otro mientras su socio guarda silencio, el delator quedará libre, mientras que el que permanezca leal a su compañero

traicionarán mutuamente. La ausencia de cooperación entre los socios está casi garantizada. Algo parecido se registra en todas aquellas circunstancias en que el interés común exige sacrificios, pero las partes no pueden asegurar el cumplimiento de sus contrapartes. En el caso de la reciente 15ª Cumbre de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, las analogías son importantes. Como es sabido, la Cumbre debía negociar medidas para que las emisiones de gases de efecto invernadero se reduzcan, de modo que el calentamiento global no supere los dos grados centígrados en relación con los niveles preindustriales. Para ello, había que acordar la reducción, hacia 2020, de entre el 25 y el 40 por ciento de los niveles de emisiones vigentes en 1990. Los costos debían distribuirse entre ricos y pobres, fuertes y débiles. La desconfianza entre las partes, principal obstáculo para la cooperación, se vislumbró cuando el fracaso de las negociaciones entre los 195 países participantes precipitó una reunión secreta entre veintiséis de los más

En el caso de la emisión de gases de efecto invernadero, la propensión a la trampa será universal por temor a la trampa ajena

Alcanzar acuerdos efectivos implica superar la desconfianza hacia el otro y la pulsión hacia la máxima ventaja en la competencia será sentenciado a diez años de prisión. Si los dos se traicionan mutuamente, purgarán cinco años cada uno. A ambos se les asegura además que su socio no se enterará de su traición hasta después de terminadas las investigaciones. Si suponemos que el único interés de los prisioneros es minimizar su propia condena, el beneficio será siempre mayor delatando al compañero –en otras palabras, no cooperando con el socio–. Si Pedro delatara a Juan pero éste permaneciera leal, Pedro saldría libre y se terminarían sus problemas. Si Pedro delatara a Juan pero

éste también delatara a Pedro, ambos padecerían cinco años de reclusión. La peor pesadilla posible para Pedro sería ser leal a Juan mientras éste lo traiciona. La traición es recompensada. La lealtad, castigada. Para colmo, Pedro sabe que Juan seguramente está razonando de la misma manera que él. Pedro sabe que Juan sabe que Pedro está tentado de traicionarlo, porque es enorme el peligro de ser traicionado por Juan si él guarda un leal silencio. Por lo tanto, Pedro sabe que Juan será propenso a traicionarlo, porque sabe que Juan sabe que Pedro probablemente lo traicionará. Es verdad que, si ninguno hablara, la pena para ambos sería mucho menor (apenas seis meses). Pero la tentación de la traición estará siempre activa por el temor a las graves consecuencias de ser leal y padecer la traición del otro. Por eso, el máximo beneficio colectivo será abortado casi con seguridad, y el resultado del dilema probablemente será que Pedro y Juan se

importantes. Y esta controvertida reunión exclusiva terminó a su vez con el veto de China a la verificación independiente del cumplimiento de lo que eventualmente fuera pactado. En última instancia, tanto en este caso como en casos análogos, el meollo de la cuestión es la verificación. Fue la negativa de Saddam Hussein a permitir la plena verificación de que no había armas de destrucción masiva en su territorio lo que condujo a la guerra de Irak de 2003. Y es la negativa iraní a permitir la verificación del carácter pacífico de sus programas nucleares lo que ha conducido a las peligrosas tensiones actuales entre Estados Unidos, Israel y el régimen de los ayatolas. La verificación es un problema generalizado en estas cuestiones porque, como los prisioneros Pedro y Juan, algunos gobiernos se sentirán tentados a hacer trampa, temerosos de que si no violan lo pactado resignarán posiciones por lo que perciben como la casi segura trampa de los demás. El dilema del prisionero es un simple ejercicio mental que nos ayuda a comprender por qué, en estas circunstancias, la cooperación es improbable. En el caso de la emisión de gases, llegar a un acuerdo entre las partes no es fácil porque alcanzar los objetivos requeridos por el bien común implica el sacrificio inmediato de cuantiosa riqueza, y entonces se presenta la difícil cuestión de decidir la contribución de cada una de las partes. En la ausencia de un policía universal, la propensión a la trampa será universal por temor a la trampa ajena. Y, eventualmente, llegados a un acuerdo, ¿qué ha de hacerse con el tramposo? ¿Bombardearlo, como a Irak en 2003? Sería peor el remedio que la enfermedad. Pero entonces, ¿cómo ha de resolver la humanidad el grave problema del calentamiento global antropogénico, que amenaza su supervivencia? Por triste que resulte, parece obvio que no hay ninguna ley de Dios ni de la naturaleza que establezca que los problemas humanos tienen que tener solución. © LA NACION

PLANETA DEPORTE

Una copa de las naciones no africanas SIMON KUPER FINANCIAL TIMES

LONDRES NICIADA en Angola la Copa de Naciones de Africa, muchos hinchas de fútbol africanos la ignoran. En cambio, siguen reuniéndose en “casas de exhibición”, “salas reducidas” y cines de todo el continente para ver los partidos de la Premier League inglesa. Esto puede significar que está terminando en Africa la breve época de nacionalismo. Claro que muchos africanos, sobre todo de las ex colonias británicas, consumen desde hace mucho el fútbol inglés. Hace diez años, en Zimbabwe, vi vendedores callejeros que ofrecían números viejos de la revista británica de fútbol Shoot. Yuppies blancos y negros se apiñaban en un bar deportivo de Harare para ver los partidos del Manchester United. En Uganda, los taxis compartidos, llamados matatus, suelen estar pintados con los colores de los grandes clubes de fútbol ingleses. “Nunca caminarás solo: Liverpool Fútbol Club” (“You’ll never walk alone…” es un tema de Rodgers y Hammerstein adoptado como himno por el Liverpool) es una de las inscripciones típicas que se ven en esos vehículos. Y David Goldblatt, autor de la fundamental historia del fútbol The Ball Is Round, describe su visita a un nightclub de Nairobi en una “noche de reggae”, sólo para descubrir que los clientes estaban dedicados a mirar un partido de la cuarta ronda de la

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Copa de la Liga Inglesa en pantallas de gran tamaño. En los barrios bajos de Nairobi, Goldblatt vio diminutas casuchas pintadas con las elaboradas divisas de los clubes ingleses. Durante el mismo viaje, asistió al partido decisivo del campeonato keniano y descubrió: “Yo era el cuerpo de prensa”. Tan sólo un periodista keniano se había tomado la molestia de presentarse. Es natural: Kenya, Uganda y Zimbabwe tienen tradiciones futbolísticas débiles, de manera que no es raro que prefieran seguir los avatares del fútbol inglés. Apoyar al Manchester United, por ejemplo, le da a la gente cierta sensación de pertenencia a algo de nivel mundial. Pero durante la Copa africana de Naciones de 2008, Muhammed Musa, profesor de comunicación de la Universidad de Canterbury, Nueva Zelanda, regresó a su Nigeria natal y se encontró con algo sorprendente: hasta los nigerianos están desinteresándose del fútbol africano. En los últimos años, se han abierto en toda Nigeria “casas de exhibición de fútbol”, dijo Musa, en un congreso futbolístico realizado en Toronto el mes pasado. Con frecuencia son simples galpones donde la gente paga para ver por televisión partidos ingleses tan humildes como el del Fulham contra el Bolton y están atestados de gente. Pero Musa visitó las “casas de exhibición” durante la Copa africana de Naciones para

observar a las multitudes y para su sorpresa no vio mucha gente allí. Incluso, cuando jugó Nigeria había pocos nigerianos. Los propietarios le explicaron a Musa que la copa nacional estaba llevando sus finanzas a la ruina. “La gente no tiene interés”, se quejaron. “Estamos ansiosos de que esto termine para poder reanudar la exhibición de la Premier League.” Musa encuestó a los clientes de las “casas de exhibición” y descubrió que el 90 por ciento tenía suvenires de clubes europeos

En Africa, el nacionalismo con sus propios clubes parece no existir. El fanatismo es con los clubes ingleses –réplicas de camisetas, por ejemplo–, pero no de los clubes nacionales. También quedó sorprendido por lo que había ocurrido con los noticieros nacionales de la televisión. El noticiero de la noche siempre se había emitido a las 21 y había contribuido a la construcción nacional al reunir a los nigerianos ante el televisor. Sin embargo, en el curso de los últimos años, lo cambiaban de horario cuando coincidía con un partido entre

dos de los Cuatro Grandes clubes ingleses. “Ahora esa sensación comunitaria nacional se construye en torno al Liverpool contra el Chelsea”, se maravilló Musa. Durante algunos importantes partidos europeos, dijo, las tensiones se han hecho tan intensas en las ciudades nigerianas que las personas eran reticentes a dejar sus autos estacionados en determinados lugares. Sólo en una ciudad se registraron nueve muertes cundo se enfrentaron el Chelsea y el Manchester United en la final de la Liga de Campeones de 2008. Después de que el Barcelona derrotó al Manchester United el año pasado, un furioso hincha del United de Ogbo mató a cuatro personas al lanzar su auto contra un grupo de hinchas del Barça. Musa concluyó: “Estamos viendo que la gente apoya a los equipos con su propia vida. La importancia de la nación está decreciendo y es reemplazada por la fidelidad a un club corporativo”. Puede sonar como una exageración, pero en gran parte de Africa la nación se convirtió en un concepto importante tan sólo durante el siglo XX. En muchos países africanos, la institución nacional más exitosa es el equipo de fútbol nacional. Cuando la gente empieza a perder interés por él, hay menos nación. © LA NACION

Traducción: Mirta Rosenberg