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Aún ahora, con las islas del archipiélago de Trenza a la vista, recordaba la ... surcoreano, quien se sorprendió al ver que Ella tenía una pulsera de coral color salmón ... volcánico había surgido del mar, al parecer por motivos desconocidos.
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Trenza Por Laura Lauman Copyright 2015 Laura Lauman

Portada Scott Cañez Wong https://www.facebook.com/DesertGod [email protected]

ISBN: 9781311171443

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Contenido 1: Medoro 2: Daichi 3: Primer día 4: Un faro en la noche 5: Segundo día 6: Chai con chocolate 7: Tercer día 8: El sueño de la sirena 9: Cuarto día 10: Quinto día 11: Burbujas de apocalipsis 12: Sexto día 13: Séptimo día 14: Furia 15: Día ∞ 16: Noveno día 17: Último día 18: Té con arabescos 19: Piedra-papel-tijera

1: Medoro

“Espero encuentres el mejor de tus futuros” Medoro Kundalini aún recordaba las palabras de su abuela materna, cuando lo habían despedido en el aeropuerto, allá en la India. Aún ahora, con las islas del archipiélago de Trenza a la vista, recordaba la forma en que se lo había dicho, no del todo contenta pero no del todo triste. Y si bien el saber que estaba a punto de llegar al país al que tanto había deseado conocer desde que tenía memoria, la extraña sensación que algo fallaba seguía allí. También, experimento uno de los beneficios de no necesitar dormir. El archipiélago tenía la forma de un rombo deforme, con sus cuatro islas-aristas apuntando, más o menos, a los cuatro puntos cardinales, cada una con un faro. Como era Febrero, no podía distinguir de qué era la plantación en la isla más cercana, pero sabía que sólo podía ser una de cuatro cosas. Contó todas las islas que pudo ver, perdió la cuenta y volvió a empezar, y entonces anunciaron que aterrizarían en unos minutos. Trenza, a diferencia de su país de origen, era un país pequeño, que albergaba una ciudad homónima dividida por isla, y hacia allí se dirigían él y otras cinco afortunadas personas. Observó cómo las islas de campo daban paso a las islas de ciudad, con veredas llenas de árboles y calles limpias, y poco después aterrizaron. Medoro cerró sus ojos verdes, respiró hondo, lo mantuvo por unos segundos, y expulsó el aire despacio. Se levantó con lentitud, y fue hacia la salida del avión. La suave y cálida brisa movió sus largos cabellos negros, y trajo un aroma nuevo, mezcla de mar con media docena de suaves perfumes isleños. Aún algo nervioso, bajó los escalones y se reunió con los otros cinco estudiantes de intercambio, que observaban a la más alta mandataria de Trenza: Ella. La Dama de Amarillo les esperaba en la pista, vestida de pies a cabeza con su color favorito, con un sombrero de ala ancha y su siempre presente velo, que ocultaba sus ojos y la parte superior de su nariz. Cuando Medoro se unió al grupo, amplió su sonrisa y les dio la bienvenida a los seis alumnos allí presentes: dos mellizas rusas, un surcoreano, la francesa, un chileno y él mismo. Habló al grupo en trenzario, y Medoro sonrió al comprobar que su dominio del idioma local era mejor de lo que esperaba. Luego, la Dama de Amarillo habló con cada uno de los recién llegados. Empezó con el muchacho surcoreano, quien se sorprendió al ver que Ella tenía una pulsera de coral color salmón claro en una de sus muñecas. Resaltaba contra su piel chocolate y su vestimenta amarilla. Medoro estaba del otro lado, y cuando la Dama de Amarillo se inclinó hacia él, para hablarle en hindi, sus palabras se le quedaron grabadas a fuego: -Espero encuentres el mejor de tus futuros. Una vez dentro del aeropuerto, se encontraron con las familias que lo acogerían por el siguiente año. Tenía unos deseos enormes de abrir sus alas y volar, y de adelantar doce horas el reloj para poder ir de inmediato a su nueva escuela. Su nueva familia tenía una hija pequeña, de no más de diez años, que lo miraba asombrada. La madre y el padre le devolvieron la sonrisa, y fueron hacia el auto familiar sin demora cuando la Dama de Amarillo los despidió. -¿Por qué no llevas ropa india?- le preguntó la niña, cuando estuvieron en el auto. -Porque esta era más cómoda para viajar- le contestó Medoro. -¿Y tienes ropas raras de tu país aquí? -Algunas, pequeña- le sonrió, y ella se rió bajito –Aunque son para ocasiones especiales. -¿Y por qué no eres de chocolate? -Bueno, porque me derretiría con el calor- le respondió, entre risas –Y porque mi padre es francés.

-¿Hacen ricos chocolates en la India? -Hace mucho calor y se derriten, pero hay algunas chocolaterías muy buenas. -¿Y tienes novia? ¿De qué parte de India eres? ¿Te gusta sacar fotos? ¿Por qué tienes el pelo tan largo? ¿Sabes hablar en idioma indio? Luego de un viaje lleno de preguntas y respuestas, llegaron a destino. Fue entonces cuando Medoro sintió que algo estaba por romperse. En realidad, no era una “rotura” sino una “hendidura” que podría terminar en un desgarre. Por unos segundos, su deseo de dar saltitos como si tuviera la mitad de su edad fue opacado por esa sensación que tantas veces le habían mencionado, que le habían educado para percibir y evitar. Miró a su alrededor, pero la posibilidad de “hendidura” estaba a casi un día, y a unos cuantos kilómetros, de distancia. Aún había posibilidades que en “hendidura” se quedase, ya que los eventos que llevarían a que se decantase por “rotura” aún no habían sucedido. Pero estaban en Cinta. Volvió a la realidad de ese momento cuando la pequeña le tiró de la mano, diciéndole que iban a usar el mantel de las visitas para la cena. Medoro Kundalini estaba acostumbrado a la riqueza. A la riqueza tanto material como intelectual, claro estaba. Debido a la fama de su familia, no le sorprendió que la casa que lo acogiese fuese de un nivel económico alto, con sólo dos hijos, una de las cuales le estaba haciendo preguntas, mirándolo con ojos bien abiertos. El mayor, que debía tener veinte, había partido a la India, a su casa. Durante un año, viviría con la familia Kundalini, y de seguro aprendería muchas cosas interesantes. Esperaba que estuviese aclimatado al calor, ya que su familia, y todos los que eran de su especie, adoraban los climas cálidos y en esas zonas construían sus hogares. Cinta, la isla central, en donde él viviría por un año, era cálida de una forma distinta, y sospechaba que no se debía solo a la cercanía al Ecuador. Trenza estaba ubicada en la latitud Sur veinte y la longitud Oeste ídem, y había sido nombrada así por la Dama de Amarillo. Había visto cómo la miraban los trenzarios, y luego de haber estado sólo unos minutos con ella, comprendía el enorme respeto que le tenían. Sus palabras parecían ser las de una matriarca, pero aparentaba ser mucho más joven. Medoro sabía que era mayor de lo que aparentaba, ya que ella había fundado el país, casi cien años atrás. Medoro había leído la historia oficial, pero se había enterado de muchos detalles interesantes por medio de algunos contactos familiares. Doscientos años atrás, un archipiélago de islas de origen volcánico había surgido del mar, al parecer por motivos desconocidos. El archipiélago fue comprado por un grupo de multimillonarios anónimos, esos que nunca aparecen en los medios, y que tienen las mayores fortunas del mundo. Cuando se tienen grandes riquezas, se espera tener una vida excepcional. Excepcionalmente larga. Antes de tener un nombre definido, Trenza era una zona en la que los más ricos del planeta habían invertido para crear un lugar lleno de innovación tecnológica, en especial en genética. De por sí, eso ya daba pistas incluso al menos avispado de los mortales de cuáles eran sus verdaderas intenciones. Y que no hubiesen revelado el descubrimiento del archipiélago lo confirmaba. Hasta que llegó la Dama de Amarillo. La historia oficial mencionaba que el archipiélago había pasado a manos de una dama que decidió fundar un país allí, sin dar detalles sobre las circunstancias. Ella había renovado todo el sistema político, cultural y productivo del archipiélago, y la había nombrado Trenza, ya que era la hermosa unión de una ciencia desarrollada, una cultura de inclusión de lo mejor de la humanidad, y las delicias de la hora del té.

Pero Medoro sabía que, por una serie de confusas causalidades imprevisibles, una serie de pequeños detalles que terminaron en grandes efectos, el grupo de millonarios se vio obligado a revelar la existencia del archipiélago, y a entregárselo a la Dama de Amarillo por la irrisoria suma de tres céntimos de Sol peruano. Fue ella quien comenzó a organizar los cimientos de Trenza, haciendo hincapié en la investigación, la educación, la cultura y el ritual de la merienda. La Dama de Amarillo aparecía cada tanto, siempre con su velo, nunca mostrando su rostro. Quizás fuesen varias mujeres; era poco probable (pero no imposible, sonrió Medoro) que un ser con apariencia humana viviese por siglos. Ese día había parecido como una simpática mujer de piel chocolate, pero mañana podría ser una jovencita asiática, y luego una señora mayor blanca. Lo que nunca variaba era el color de su vestuario, siempre en tonos de amarillo, y su enorme sabiduría. Trenza era un archipiélago, con el aspecto de un rombo algo deforme, formado por cuarenta y dos islas. La mitad de ellas estaba destinada a producir té, café, cacao y harina de una calidad superior a cualquiera que creciese en el mundo. Quizás por los fértiles suelos volcánicos, por el especial cuidado de la Dama de Amarillo, o por el énfasis en el refinamiento científico dedicado a la bioingeniería, eran una delicia que superaba lo gourmet y se vendía a precio de platino. En la otra mitad de las islas estaban los centros científicos, educativos y culturales del país, además de las viviendas de la población. Medoro estaba ahora en una de ellas, conversando con su familia de acogida y enterándose de sus costumbres. Habían llegado en las horas en las que la tarde pasa a ser noche, y le esperaban con la cena lista con el mantel de las visitas, como dijo la más pequeña de la casa. Esa noche, cuando estuvo acostado en su cama, recordó los ejercicios que le había enseñado su madre, cuando él apenas había salido del cascarón, y los puso en práctica. Entró en un trance ligero, y extendió su mente hacia lo que más le preocupaba, la “hendidura”. Detectó trazos de algo que no le gustó, algo que le habían mencionado pero que nunca había percibido hasta ese momento. Deseó estar equivocado, pero las evidencias eran claras. Los hilos del destino iban a modificarse. Aún algo inquieto, Medoro se dirigió a su escuela en el auto de la familia, a la mañana siguiente. Observando el paisaje urbano, en el que cada cuadra tenía árboles, recordó que le habían mencionado que podía ir de una isla a la otra de cualquier forma, menos volando. Sonrió para sí. Al llegar a la escuela, bajó del auto con el nuevo uniforme, observando el edificio frente a él y todo lo que le rodeaba. El camino desde “hendidura” a “rotura” se había definido, y la posibilidad estaba allí, pequeña pero amenazante. Se concentró en los alumnos a su alrededor, futuras compañeras y compañeros de clase: un par de muchachas lo miraban desde la puerta, emocionadas. Varios grupos lo observaron, pero no les prestó atención a ninguno. Allí estaba lo que causaría la “rotura”. Esperaba que los sucesos se decantasen hacia otro lado, ya que no sabía si estaría preparado para afrontarlo, en especial, solo. Caminó hacia el despacho de la directora, se presentó, escuchó con toda la atención que le fue posible las instrucciones, y a fin fue a su aula, llevando la caja con chocolates consigo. Era una forma agradable de dar una buena primera impresión. Un grupo de chicas y chicos le saludaron primero, y se acercaron a su asiento. Le pareció curioso: pensó que le asignarían a alguien del aula para que le indicase la disposición del edificio. Recordó la “hendidura”, y percibió que no estaba allí, en esa aula, pero sí en alguna de las de ese piso. ¿Algún alumno del último año, quizás? Repartió los chocolates, mirando a quienes le iba a acompañar durante ese año, y vio algunas caras interesantes. Una chica leyendo un libro en la anteúltima fila de la ventana, un muchacho con un ojo castaño y el otro azul, una chica escribiendo en lo que parecía un lenguaje desconocido (¿un código?). Quizás fuesen uno de esos “tríos poderosos” de los que siempre se veía en la literatura juvenil. Por regla

general, dos chicos y una chica, que terminaría con uno de los dos mencionados. Quizás la chica que leía era el cerebro, el muchacho era el amigo algo atolondrado, y la chica del código secreto era la líder. ¿Habría algún evento interesante ese día? Ya que él, el alumno nuevo, podría ser el disparador de una serie de eventos que haría que, en unos años, fuese derrocado el malo maloso del mundo secreto de… Je, eso sería original. Las clases eran entretenidas, las docentes estaban motivadas y eran creativas, en la cafetería sólo se cobraban los postres y las bebidas gaseosas, las salas de descanso tenían libros, música, cortometrajes, pantallas con consolas llenas de juegos educativos y una cartelera con las últimas novedades culturales y deportivas nacionales. Medoro estaba feliz, disfrutando de una escuela a la que no le costaría comparar con una donde se aprendiese a ser mago, por ejemplo. Lo mejor de todo era que esa escuela, Framtiden, la única de Trenza, era real. Tan real como el brazalete en su brazo, ese que le había regalado su bisabuela, de oro con rubíes en vez de ojos, que nunca se quitaba, ni siquiera para dormir, aunque nadie más parecía verlo. Y él estaba allí, en esa realidad. Y esa realidad se acercaba al punto en donde se definiría si la “hendidura” se quedaba en una posibilidad, o se decantaba por “rotura”. Posibilidad que ahora se sentía, casi como una sensación física. Llegó a un punto en el que sintió que era demasiado fuerte como para dejarla pasar, y empezó a buscar a quien pudiese evitarlo. Se sintió inquieto al descubrir que quien causaría la “rotura” no sería la misma persona que podría impedirla. Sin embargo, lo que le alivió en grande fue detectar que quien tenía la “solución”, si es que podía llamársele así, estaba en su aula. La mayoría del alumnado de su salón de clase iba a ir a la cafetería, trío poderoso incluido. Medoro deseaba que al menos una de sus integrantes fuese a quien buscaba, pero al llegar a la cafetería se encontró con el alejamiento de quien evitaría la “rotura”. Miró a su alrededor, y le dijo, como al pasar, a un compañero de clase que le parecía que faltaban algunas personas. Tardó un poco en comprobar a los tres que faltaban, y que se habían ido a comer afuera. No era raro que alguien trajese su almuerzo de casa, o que decidieran comer fuera de la cafetería, le había dicho el muchacho, y Medoro le preguntó cuáles eran los lugares más utilizados. Y allí fue, a la búsqueda de la “solución”. Era similar al juego que disfrutaba con algunos de sus amigos de la India. Si se alejaba, “frío, frío”, aunque no fuese esa la sensación. Al acercarse, la sensación se hacía más fuerte. “Tibio, tibio” fuera del edificio. Salió al patio, en donde había algunas alumnas y unos pocos alumnos almorzando. Empezó a acercarse, pero la sensación se atenuó, así que saludó y dio media vuelta. “Algo más caliente que tibio”. Estaba en un pasillo, y no se veía a nadie por allí. Adelante estaba uno de los jardines interiores, con un árbol que parecía ser cerezo. La sensación se hacía más fuerte, “caliente”, y si doblaba la esquina… Allí estaba el trío, un muchacho tímido, uno que parecía más aventurero, y otro que parecía ser… un japonés común. No era inusual que en una escuela multicultural se juntasen quienes pertenecían a alguna etnia en común, por lo que Medoro pensó que podría estar equivocado. ¿Ese era el trío poderoso? Pero no era un trío. Quien le causaba esa sensación era el menos destacable de los tres. Había tardado bastante en encontrarlos, y el trío había terminado su almuerzo, así que estaban conversando. Eso era bueno: si no interrumpía su almuerzo, estarían más dispuestos a ir… a donde fuese

que la “rotura” ocurriese. Y por lo que percibía, esa posibilidad se estaba moviendo hacia arriba. Hacia el techo. Fue hacia ellos intentando relajarse, sabiendo que el impacientarse sólo reduciría sus posibilidades. Fluyendo o deslizándose como una seductora serpiente, se acercó a la parte del patio en donde estaban conversando Takahashi y sus dos compañeros, sonriendo, agradeciendo el haber memorizado los apellidos de todos sus compañeros de clase. Saludó a los tres por sus apellidos, y luego de unas palabras triviales, decidió lanzarse. -Takahashi, ¿podrías ayudarme en algo?- preguntó, usando su encanto. -Depende de lo que sea, Kundalini- respondió el otro muchacho. ¿Debió de haber usado algún sufijo respetuoso? -¿Podrías llevarme al techo?-Oye, ¿cómo sabías que se puede ir al techo?- preguntó el que parecía más audaz –Es zona prohibida a los estudiantes. -Porque eres el más intrépido de todos los muchachos del aula- contestó Medoro, sintiendo un poco de orgullo al comprobar que sus instintos no le habían fallado –Y Takahashi parece la clase de amigo que ayudaría a su amistad más tímida en una prueba de valor como esa- y miró al más tímido de los tres. Luego de unos segundos, Takahashi accedió. -¿Cómo lo hizo? No parecía una puerta que llevase al techo- preguntó Medoro, sorprendido, cuando (Daichi) Takahashi le mostró la copia de la llave. -Insinuó que logró tomarla sin que nadie lo notase, un viernes por la tarde, y la devolvió a primera hora del lunes- le dijo –Antes incluso que abriesen la escuela. No me dijo cómo. Allí, estando tan cerca, Medoro empezó a ponerse nervioso. Intentó que no se notase, y pensó en algo que hacer antes de llegar al techo, en donde estaba la causa de la posible “rotura”. -Ah, mira esto- dijo Medoro, con una idea repentina, y metió su mano por debajo de la manga izquierda de la camisa del uniforme. Tomó el brazalete y se sorprendió al comprobar que podía quitárselo. -¿Qué es?- preguntó Daichi, sorprendido. -Es un brazalete de los que hace mi familia- ya casi llegaban a la puerta –Hay tres grandes ámbitos en donde nos destacamos, y uno de ellos es la joyería. Esto fue un regalo de mi bisabuela- él podía verlo. Eso significaba que iba por buen camino, aunque no pudiese ver a dónde se dirigirían. -¿Lo hizo ella? -Sí, y me lo dio hace un par de semanas, cuando cumplí dieciséis. Es una tradición familiar. -Parece… ¿esto es oro? -Así es. Por eso lo tengo escondido de las miradas de la mayoría de los seres. Lo dijo con naturalidad, y al parecer, Daichi no notó la última palabra como algo a destacar. -¿Cómo te lo has sacado? Parece de esos que se deslizan por la mano hasta el brazo, y no veo que se desdoble. -Oh, es un viejo truco de joyeros- lo cual no era una mentira: sólo los de su especie recibían uno, y sólo los que tenían habilidades de joyero podían quitárselo -Creo que la ciencia no es lo mío, y ser consejero… no sé, me parece que es algo que mi hermana mayor hace mucho mejor que yo. Habían llegado a la puerta, y Daichi la abrió. Medoro podía sentir que estaba allí, al otro lado de la caseta del techo, y se preguntó que podría ser tan… determinante. Le indicó al otro muchacho que tomase la cabeza de la serpiente del brazalete, como si quisiera mostrarle un truco, y Daichi obedeció. -Ya estoy aquí. La voz casi hizo saltar a Medoro.

Lo cual era extraño, ya que parecía ser la voz de alguien que acababa de llegar a un logro en el que había puesto años de esfuerzos. Era un muchacho, de eso no cabía duda. Le contestó una voz algo distorsionada. -¿Dónde?- parecía la de una mujer. Y hablaba del otro lado de un celular a mucha distancia. -El último año escolar. Y me han presentado algunas opciones de universidades en tu país, madre- el muchacho no había disminuido su entusiasmo. Hubo un largo silencio. -¿Y por qué me lo cuentas?- preguntó la voz femenina, con un desdén desproporcionado. -Porque prometiste que, si llegaba en los primeros diez puestos a mi último año, podría volver a vivir contigo. Y quería saber en qué localidad estás, para poder decidir… -Estoy viviendo con mi marido. La interrupción fue tan cortante que el muchacho se paró en seco, mudo. -¿Tengo un nuevo padre?- la voz sonaba emocionada, y algo confusa. La mujer suspiró, hastiada. -No. Nuestra casa es demasiado pequeña para ti. Y ya tenemos una hija de los dos, así que no hay espacio. -Puedo quedarme en cualquier rincón… - sonaba algo desesperado. -¡Joseph! ¡No te atrevas a invadir nuestro espacio! -¡Pero he cumplido todo lo que me has pedido! -Y ahora puedes conseguirte un empleo y vivir por tu cuenta. Silencio. -¿Qué?- la voz le temblaba. -Ni mi marido ni yo queremos verte. Me arruinaste la vida cuando naciste, y ahora que tengo una vida, la que me merecía, no pienso permitir que la arruines. -¡Eres mi madre!- Medoro notó que Joseph estaba en el borde de la desesperación y el llanto. -¡No me llames así! Ya no eres parte de mi realidad. No quiero verte más, para mi familia ya no existes, ¡¡¡y no permitiré que vuelvas a arruinarme la vida!!! Luego, silencio. Medoro miró a Daichi. El otro muchacho le devolvió la mirada, algo avergonzado y confuso. Medoro estaba más nervioso de lo que demostraba, ya que no sabía cómo esos eventos harían que la “hendidura” se volviese una “rotura”. El momento estaba a segundos, pero no percibía nada amenazante, al menos, no hasta un segundo antes de estallido. -Pues entonces- Joseph sonaba como si lo hubiesen estrangulado –tendré que cambiar esa realidad. Y luego, la nada.

2: Daichi

Ese día iba a ser, sin duda, uno que recordaría siempre. Acostado en su futon, Daichi miraba al techo, pensando. Sabía que, al cumplir los dieciséis, se le asignaría una misión que determinaría si era o no apto para el clan Takahashi. Y si bien intentaba no exteriorizarlo, estaba ansioso. Recordó cómo sus dos hermanos mayores habían fallado, y cómo se le había indicado que ya no eran considerados parte del clan ninja. Fueron desterrados de la familia. Ahora él era hijo único, y si fallaba, todo el clan desaparecería. Pensó, con un humor algo amargo, que por ese motivo lo habían nombrado Daichi, “Gran primer hijo”. ¿Acaso habían profetizado que sus dos hermanos fallarían? Siempre le había parecido que los habían entrenado con más dureza que a él, y deseaba, realmente deseaba, poder estar a la altura de las expectativas. No sólo por su familia, sino por él, por el clan, y por Trenza. Poco después se durmió. Daichi observó el brazalete en forma de serpiente enroscada, colocado en el espacio entre él y su padre, sobre el tatami. Por su tamaño, debía ser de la clase que se llevaba en el brazo, entre el codo y el hombro. Las escamas parecían haber sido forjadas de forma individual, al punto que apreciaba filigranas en cada uno de sus bordes. Era de plata, y la serpiente tenía dos joyas azules en vez de ojos. -Este brazalete ha sido forjado por seres inhumanos- le dijo su padre, con la voz que utilizaba para los asuntos realmente graves –Tu misión será encontrar a quienes lo hayan elaborado, e informar de su posición y estado actual. Eso había sido todo. Daichi miró a su padre, del que había heredado sus ojos negros, y dejó que el peso de la responsabilidad se volviese uno con él, haciéndolo más fuerte, provocando que todo lo que él era se refinase hasta ser el mejor “él” que podría llegar a ser. El mejor futuro posible. Su padre estaba serio, más serio de lo que había visto nunca, y comprendía a la perfección el motivo. Al lado de su padre, en un espacio que ya no existía, debería haber estado su madre. Daichi la recordaba bien: era ella quien le había enseñado el sutil arte de la percepción absoluta, el copiar al promedio del promedio, el poder de los aromas, el ver lo que se decía entrelíneas y muchas cosas más. De ella había heredado su pelo castaño y su gusto por lo dulce. Y el sentido del deber lo había heredado de ambos. Luego del desayuno, Daichi se dirigió a su escuela. Se encontró Taro y Haruka en el camino, y comenzaron una charla trivial. Dejando atrás calles con árboles que aún no habían comenzado a amarillear, comentaron la novedad del día: la llegada de los seis alumnos de intercambio. Tres chicas y tres chicos, los más afortunados del mundo, llegarían a su escuela y vivirían en Trenza por un año. Daichi dejó escapar algo de su curiosidad, aunque aún pensaba en la extraña misión que se le había dado. Con cada paso que daba, Daichi se alejaba de su yo ninja, cubriéndolo con la máscara con la que todos en la escuela le conocían. Era tan natural como el pestañear. Sin embargo, eso no mermaba en lo más mínimo sus habilidades, y fue por eso que notó la anomalía antes que sus compañeros. Dejó que le llamasen la atención al respecto, a una distancia razonable del auto estacionado frente a la entrada de la escuela. La puerta se abrió, y un par de chicas, que se habían demorado en la entrada, guardaron silencio de repente. Daichi sabía que era el silencio de alguien recibiendo una sensación lenta y fuerte, y precedía un estallido de ruido o acciones cuando el objeto del que proviniese esa sensación desapareciese de su vista. El sonrojo que empezaba a aparecer, de forma lenta y segura, le dio más pistas al respecto.

Cuando el ocupante del asiento trasero bajó, se detuvo a mirarlo. Todo el alumnado a su alrededor hizo lo mismo, observaron cómo un muchacho alto, de cabello largo, lacio y negro, descendía del vehículo. Daichi pudo apreciar un par de ojos verdes en un rostro que tenía algo similar a un misterioso encanto, con algo europeo que no lograba identificar. Era algo extraño: como una mezcla que no debiese funcionar, pero lo hacía de maravillas. Por la seguridad con la que caminaba hacia el edificio escolar, sabía el efecto que causaba. Saludó a las dos muchachas en la puerta y siguió caminando, junto con un hombre adulto muy distinto a él: el padre de uno de los alumnos de la clase de Daichi. Tal y como había supuesto, las chicas chillaron al unísono y empezaron a cuchichear, sonrojadas, cuando el muchacho y el adulto desaparecieron dentro de la escuela. Participó en la previsible conversación con sus compañeros mientras caminaban hacia la puerta de entrada, y percibió una excitación inusual, incluso para un evento como ese. Todos los años, seis estudiantes de intercambio vendrían desde diversas partes del mundo, y seis alumnos, tres chicas y tres chicos, tendrían un destino similar e inverso. Pero ninguno había tenido ese encanto… …felino no era la palabra, y lobuno no se acercaba. Viperino, quizás. Eso, y la mezcla de indio y europeo de su ser. Camino al aula se encontraron con los alumnos de intercambio, rodeados de pequeñas multitudes. Un muchacho surcoreano, una chica francesa, dos mellizas rusas y un muchacho chileno, junto con el muchacho indio que habían visto, formaban el grupo de ese año. Una de las mellizas le guiñó el ojo a Daichi, sonriendo. -Oye, creo que esa te ha echado el ojo- le dijo Taro, dándole un codazo ligero en el costado. -Y a medio alumnado masculino- respondió Daichi, frotándose el costado como si lo hubiese tomado por sorpresa. -Mira, hombre, ya tienes dieciséis- le dijo Haruka –Y hay seis personas nuevas en la escuela. Si quieres, podemos darles un placentero recuerdo para las heladas noches rusas. -El muchacho chileno parece amigable- dijo el otro –Y tiene una forma de hablar dulce. -¿Tan dulce como tú?- Haruka sonrió y le pellizcó una mejilla. Taro se sonrojó y balbuceó que tenía que ir a la biblioteca a por su trampolín, o algo similar, y salió corriendo. Al acercarse al último salón asignado para alumnos de intercambio, Daichi escuchó unas palabras en un idioma que le era desconocido. Luego, un jadeo de admiración femenino. Sabía que el muchacho de pelo oscuro estaba allí. Su interés por él era el mismo que el de las novedades programadas, pero a medio camino por el desierto pasillo, se detuvo en seco. Percibía un aura concentrada dentro del aula. No era un aura de amenaza, sino una que parecía invitarle a acercarse más, con toques insinuantes. Y si bien el aura no tenía aroma, lo sugería, como el vapor perfumado en la boca daba la ilusión del sabor. Con el mismo paso de siempre, y sus sentidos más atentos que antes, Daichi entró en el aula. El último alumno transferido estaba en su asiento designado, rodeado por tres chicas y dos muchachos. Le preguntaban toda clase de cosas, y el resto del aula escuchaba con atención. Incluso el tímido Taro, aunque disimulaba mal. -Me informaron que una señorita francesa ya había sido incluida, así que utilicé mi nacionalidad india, ya que tengo doble nacionalidad- dijo el nuevo. Daichi entró al aula, mirando con curiosidad al grupo. Al verlo, el nuevo alumno pareció recordar algo y empezó a buscar en su mochila. En los dos segundos que apartó la mirada para dejar su mochila en su banco, volvió a hablar. -Oh, Medoro es por el personaje de un libro que mi padre leyó. Y el apellido de mi madre es Kundalini, así que el resultado final es… algo extraño.

El nuevo alumno había depositado una caja sobre su banco, y estaba abriendo la tapa. Daichi observó, en el segundo en que la parte superior de la tapa fue visible para él, que había una serpiente dibujada en ella. Captó de inmediato los detalles, y la filigrana de las escamas encendió una conexión en su cerebro. A la hora del almuerzo, cuando casi todos habían terminado, Medoro se acercó a la parte del patio en donde Daichi, Haruka y Taro estaban hablando de todo y de nada. Caminaba como si disfrutase los movimientos lentos. Saludó a los tres por sus apellidos, y luego de unas palabras triviales, fue a lo que Daichi supo que había ido desde el principio. -Takahashi, ¿podrías ayudarme en algo?- preguntó, y las palabras se deslizaban de su boca como la miel sobre una tostada caliente. -Depende de lo que sea, Kundalini- respondió, sin moverse, con los dos brazos hacia atrás, sosteniendo su peso, y la cabeza levantada. Analizaba todo lo que sus sentidos le informaban, aunque por fuera pareciese tan curioso como el promedio de los alumnos varones. -¿Podrías llevarme al techo? -Oye, ¿cómo sabías que se puede ir al techo?- preguntó Haruka –Es zona prohibida a los estudiantes. -Porque eres el más intrépido de todos los muchachos del aula- contestó Medoro, siempre sonriendo –Y Takahashi parece la clase de amigo que ayudaría a su amistad más tímida en una prueba de valor como esa. Daichi entendía el razonamiento, cómo podría haber llegado a él, y comprendía que era algo que una persona con dotes básicas de observación podría deducir. Era, casi, demasiado natural. Quizás fuese sólo una coincidencia, y sus sospechas fueran infundadas, pero no por eso bajaría la guardia. En especial, porque eran los únicos tres en esa zona, y no había chicas escondidas en las cercanías, espiando a su nuevo ídolo, sabiendo que algunas tenían un talento especial en seguir a un muchacho como Medoro. Así que accedió. -¿Cómo lo hizo? No parecía una puerta que llevase al techo- le preguntó Medoro mientras Daichi abría la puerta con la copia de la llave que le había prestado Haruka. -No me lo dijo, pero insinuó que logró tomarla sin que nadie lo notase, un viernes por la tarde, y la devolvió a primera hora del lunes- le dijo –Antes incluso que abriesen la escuela. Y tampoco me dijo cómo hizo eso. Daichi notó cómo, con cada paso, el otro parecía un poco más ansioso. Una persona normal no lo habría detectado, y que Medoro cuidase el no exteriorizar su nerviosismo lo ponía en alerta. No detectaba amenazas arriba, al menos de momento. O en los anchos escalones que estaban subiendo, él a la izquierda y el otro a la derecha. -Ah, mira esto- dijo Medoro, y metió su mano por debajo de la manga izquierda de la camisa del uniforme. Movió sus dedos con agilidad, y al retirarla, llevaba un brazalete muy conocido, pero dorado y con dos gemas rojas en vez de ojos. -¿Qué es?- preguntó Daichi, sin fingir del todo su sorpresa. -Es un brazalete de los que hace mi familia- ya casi llegaban a la puerta del techo, y Medoro parecía algo sorprendido y… aliviado –Hay tres grandes ámbitos en donde nos destacamos, y uno de ellos es la joyería. Esto fue un regalo de mi bisabuela. -¿Lo hizo ella? -Sí, me lo dio hace un par de semanas, cuando cumplí dieciséis. Es una tradición familiar. -Parece… ¿esto es oro? -Así es. Por eso lo tengo escondido de las miradas de la mayoría de los seres. El uso de la última palabra no se le pasó por alto a Daichi. -¿Cómo te lo has sacado? Parece de esos que se deslizan por la mano hasta el brazo, y no veo que se desdoble.

-Oh, es un viejo truco de joyeros. Creo que la ciencia no es lo mío, y ser diplomático… no sé, me parece que es algo que mi hermana hace mucho mejor que yo. Daichi abrió la puerta. Detectó a alguien más allí arriba, pero no lo dio a entender, y Medoro no dio indicios de saberlo, pero sí de una expectación creciente. ¿Una trampa? Tomando el brazalete de la parte que representaba la cola de la serpiente, le indicó, sin decir palabra, que tomase la cabeza. Curioso y con mucha cautela, Daichi la tomó. -Ya estoy aquí. Parecía ser la voz de un muchacho a punto de saltar de alegría. Provenía del punto opuesto a la caseta que sobresalía del techo, y Medoro se detuvo, sorprendido. Daichi hizo lo mismo, y los dos se quedaron inmóviles. Reconoció la voz: era de uno de los alumnos de último año, Joseph Harley. Les llegó una conversación algo difusa, como la que se escucha cuando llamas a un celular de una persona que está muy lejos. Medoro casi saltó al oírla. -¿Dónde?- parecía la de una mujer. -El último año escolar. Y me han presentado algunas opciones de universidades en tu país, madre- el muchacho no había disminuido su entusiasmo. Hubo un largo silencio. -¿Y por qué me lo cuentas?- preguntó la voz femenina. -Porque prometiste que, si llegaba en los primeros diez puestos a mi último año, podría ir a vivir contigo. Y quería saber en qué localidad estás, para poder decidir… -Estoy viviendo con mi marido. La interrupción fue tan cortante que Joseph se paró en seco, mudo. -¿Tengo un nuevo padre?- la voz sonaba emocionada, y algo confusa. Daichi notó que un ligero tono de histeria empezaba a hacerse notar, como la insinuación de una resquebrajadura en la loza. La mujer suspiró, hastiada. -No. Nuestra casa es demasiado pequeña para ti. Y ya tenemos una hija de los dos, así que no hay espacio. -Puedo quedarme en cualquier rincón… - allí estaban las primeras notas de la desesperación. -¡Joseph! ¡No te atrevas a invadir nuestro espacio! -¡Pero he cumplido todo lo que me has pedido! -Y ahora puedes conseguirte un empleo y vivir por tu cuenta. Silencio. -¿Qué?- la voz le temblaba. -Ni mi marido ni yo queremos verte. Me arruinaste la vida cuando naciste, y ahora que tengo una nueva, la vida que me merecía, no pienso permitir que la arruines de nuevo. -¡Eres mi madre!- Daichi notó que Joseph estaba al borde del llanto. -¡No me llames así! Ya no eres parte de mi realidad. No quiero verte más, para mi familia ya no existes, ¡¡¡y no permitiré que vuelvas a arruinarme la vida!!! Luego, silencio. Medoro miró a Daichi. Parecía ansioso, y no lo disimulaba bien. Cuando se rompían las esperanzas, lo que se percibía no era el destrozo, sino sus efectos. Daichi esperaba oír lamentos, gritos, llanto, pero no se esperaba lo que siguió. -Pues entonces- Joseph sonaba como si lo hubiesen estrangulado –tendré que cambiar esa realidad. Y luego, la nada.

3: Primer día

Daichi se despertó. Permaneció con los ojos cerrados, percibiendo su entorno, hasta que identificó el lugar en donde estaba. No detectaba alteraciones de ningún tipo en su habitación, si es que es allí en donde estaba. Comprobó una a una todas las cualidades de ese cuarto, recordando la lista mental que había confeccionado. Y sólo cuando estuvo seguro de estar realmente allí, abrió los ojos. Era su habitación, esa en la que había dormido por años, tal y como recordaba haberla visto el día anterior. Y muchos otros días antes. Lo que no recordaba era haberse dormido a la hora acostumbrada, o siquiera haberse dormido. Con sus sentidos alerta, comenzó su rutina matinal. Y fue entonces que notó lo más extraño de todo. La falta de cambio. Uno de los efectos secundarios de poder percibir su entorno con gran detalle, que había estimulado como ejercicio más que por otra cosa, era el recordar los tiempos de los eventos de los días anteriores. No sólo de sus acciones diarias, que tardó poco y nada en optimizar, sino de aquello sobre lo que no tenía control, al menos, inmediato. Y fue por eso que notó el maullido del gato de la vecina, cincuenta y un segundos después de que su reloj despertador sonase. Era una extraña coincidencia: el gato siempre venía a la hora que se le antojaba, y nunca dos días seguidos en el mismo horario. Daichi sabía que tres minutos de maullidos después, la vecina saldría con un plato con comida, diciendo algo similar a “Aquí tienes gatito”. -Aquí tienes, gatito- escuchó decir a la vecina, y su cerebro chispeó. No reflejó lo que pensaba, por supuesto, pero eso no hizo que su cerebro dejase de funcionar a toda marcha. No eran las palabras, sino la entonación con las que habían sido dichas: no había diferencia entre la de tres segundos atrás y la del día anterior. Día que no recordaba que hubiese terminado. El brazalete ya no estaba en el sitio en donde lo había dejado, en uno de sus tantos escondites en la casa. Observó el panel escondido en el piso de su habitación, vacío, bajo el almohadón que utilizaba al sentarse en su escritorio, una mesa baja al estilo japonés. Años atrás, ese espacio vacío lo habría desconcertado, pero ahora dejó que la sensación de haber sido superado le recordase la sutil diferencia que había entre lograrlo y casi lograrlo. “El cementerio está lleno de personas que casi lograron no morir”, le había dicho su padre, y lo que veía ahora le hizo sentirse desilusionado consigo mismo. Desilusión que duró hasta que percibió la falta de aroma a desayuno, que su padre siempre tomaba antes que él. Sólo en contadísimas ocasiones se habían salteado la primera comida del día, y siempre por muy buenos motivos. Extrañado, Daichi fue hacia la habitación en donde percibía a su padre, en el centro de la casa, en donde ayer mismo le habían informado… El brazalete brillaba entre el espacio entre él y su padre. -Este brazalete ha sido forjado por seres inhumanos. Tu misión será encontrar a quienes lo hayan elaborado, e informar de su posición y estado actual. Misma entonación, mismo tiempo en decir las palabras, misma inflexión en las letras correspondientes. Daichi podía percibir el aroma de su padre, ése que sólo se reconoce después de años de convivencia, y que no se puede imitar. Como en el día anterior, aceptó la misión, tomó el brazalete, y fue a desayunar. Había catorce hebras de té en su taza, la misma cantidad que ayer. Y las dos aves tras su ventana piaban las mismas notas que veinticuatro horas antes. Ese primer lunes de Marzo, Daichi cumplía dieciséis años. Taro y Haruka estaban en el sitio de siempre, lo cual no era extraño. Oírlos hablar sobre los seis nuevos alumnos sí lo era, y Daichi confirmó lo que sospechaba, aunque no comprendía cómo era posible.

¿Acaso era así cuando a su padre le enviaban en una misión? Nunca hablaba de casos concretos, pero le había dado ejemplos, y nada de eso se parecía a lo que estaba experimentando. Cuando el auto de Kundalini llegó, observó el primer cambio importante. El muchacho parecía algo confuso, y lo disimulaba intentando enmascarar sus dudas con bromas y un ligero coqueteo. Miró a todos lados al bajar, y sus ojos se posaron en Daichi por un segundo más de lo normal. Daichi lo miró como si fuese la primera vez que se veían, mientras calculaba sus futuras acciones. Medoro observó al resto del alumnado y entró en el edificio. Medoro había despertado muy, muy nervioso. Lo bueno era que la “hendidura” no había llegado a “rotura”. Lo malo es que había vuelto al período anterior a su definición como tal. Confundido, se quedó pensando en qué había sucedido el día anterior, ése que percibía que había pasado, pero que aún estaba allí. Sus nervios estaban tan a flor de piel que tuvo que disculparse un par de veces con la familia con la que estaba, diciéndoles que debía ser por la avalancha de novedades por las que estaba pasando. En el viaje en auto hacia la escuela, intentó recordar lo último que había ocurrido antes que el día volviese a comenzar. Al menos, ahora había reducido el ámbito y las opciones de quien causaría esa “rotura”, aunque se había detenido en el último nanosegundo. Y había vuelto a empezar. La posibilidad, y sabía que era más que eso, era increíble, y no la hubiese considerado más que un sueño, un deja vú, de no ser por su “percepción”. Era algo natural en la especie a la que pertenecía. Y parte de lo que les hacía tan buenos en la ciencia, la joyería y las relaciones sociales (en especial, la diplomacia). Su “percepción” se extendía a esos puntos en los que el futuro se encaminaba a un destino (como todo destino, temporal). O a ninguno en particular: allí era en donde había una “rotura” de lo que formaba al conjunto de elementos que constituían la realidad. Y sabía que algo importante había cambiado. Algo faltaba, algo grande, algo que no era persona ni animal, pero que tenía vida, no propia, pero vida al fin. Era algo tan grande que no lograba descifrar qué era, como si le hubiesen cambiado el fondo de una foto y no recordase de qué color había sido antes, por prestarle atención al hombre vestido de gorila. La repetición del día era algo derivado: la causa era lo que en verdad le preocupaba, y lo que había causado esa causa. Al llegar a la escuela, Medoro volvió a escuchar las conversaciones del día anterior, caja de chocolate incluida, fijándose en las reacciones de todos sus compañeros de clase. En especial, Takahashi: era una de las pocas cosas que había cambiado desde el día anterior, o ese mismo día. Él actuaba distinto, y deseaba que su sospecha fuese una realidad. Así que, cuando estuvieron subiendo las escaleras hacia el techo de nuevo, decidió lanzarse. -Has cambiado desde ayer- le dijo Medoro, en el mismo escalón en el que, el día anterior, le había mostrado el brazalete. Daichi había notado que Medoro no actuaba de la misma manera. Y el cambio en su comportamiento, más nervioso, le indicaba que él mismo no era el único en notar la repetición del día. Decidió continuar con el juego de no saber. -¿Ayer?- preguntó, fingiendo sorpresa y algo de intriga. -Cuando te pedí que me llevases al techo- dijo el otro –te mostré el As bajo mi manga. -Hoy es primero de Marzo- respondió, sonriendo. -¿Estará libre el techo, o nos encontraremos con ese muchacho hablando por teléfono?

La mirada de Medoro era más nerviosa que antes. Estaba buscando, por todos los medios, que alguien le dijese que era un deja vú, un sueño, una mala jugada de su mente. Daichi observó su mirada, y comprendió que era inútil esconderlo: sospechaba que eso haría más mal que bien. -Ya estoy aquí- dijo, repitiendo la primera frase de Joseph. -¿Dónde?- preguntó Medoro. -El último año escolar. -Y me han presentado algunas opciones de universidades en tu país, madre. Medoro parecía aliviado, y algo menos nervioso. -Quisiera… quisiera llegar al techo antes de… - logró decir. Daichi asintió, percibiendo que allí arriba no había nadie. -Creo que fue porque sostuviste mi brazalete- le dijo Medoro, sentado en el techo, con la espalda apoyada contra el lado opuesto de la caseta. -¿Acaso es mágico?- preguntó Daichi, sonriendo un poco, máscara para afuera. Alerta como si estuviese en medio de un entorno desconocido. -La magia es tecnología muy avanzada- estaba más tranquilo, pero seguía tenso –Y una de las áreas en las que nos destacamos es en la ciencia. -¿Tanto como para hacer un brazalete como ese? -No me extrañaría. Fue hecho por… mi familia. -¿Los Kundalini? -Sí- Daichi sabía que no le estaba diciendo todo. -Entonces, si mal no recordamos, aquí es donde terminó nuestro día de ayer. -Y donde volvió a empezar hoy. ¿A qué hora comenzó tu día? -A las siete. -Igual que yo. Medoro se quedó en silencio, casi calmado y algo nervioso, mirándolo. -Algo grande ha cambiado desde ayer, y no es una persona, o dos, o mil- le dijo, agitado -¿Has notado alguna diferencia? En su interior, Daichi frunció el ceño. En el exterior, sólo negó con la cabeza. -¿Que el día se ha repetido?- preguntó, tanteando el terreno. -No, no- Medoro negó con la cabeza –Es algo demasiado grande como para notarlo a la primera. Y no sé lo que es, pero sé que algo ha cambiado. El ceño interno se intensificó. -¿Por qué sólo nosotros dos lo recordamos?- le preguntó. -Esa vez, cuando me trajiste al techo el día de mi llegada, hice que sostuvieses mi brazalete. No era la primera vez que tenían uno de esa clase en tus manos, ¿verdad? Daichi hizo una corta pausa. -No, no fue la primera vez. -Sabiendo cómo funciona, debió haber sido una de plata y gemas azules por ojos- no era una pregunta –La próxima vez que lo tengas en tus manos, úsalo. Si algo falla, tendrás esa brazalete de “ancla”- lo miraba de forma extraña, como si estuviese buscando algo. -¿“Ancla”?- preguntó, levantando una ceja. -Ancla de tu memoria, para que recuerdes este día y el de ayer, y los que vendrán. Medoro percibía que la capacidad de evitar la “rotura” estaba allí, a su lado, pero escondida a la vista. Y que no era una capacidad común. Su habilidad de percibir el potencial aún no estaba del todo desarrollado, pero incluso el más inexperto de los paladares puede decir si lo que está saboreando es

dulce. Daichi, allí presente, no mostraba todas sus habilidades, y lo hacía de forma consciente. ¿Qué motivos tendría para ello? Dudaba si preguntárselo de forma directa o no, o de esperar a que la situación fuese más propicia… si es que iba a serlo alguna vez. -Tu familia debe ser muy interesante para tener esos conocimientos- dijo el asiático, sacando a Medoro de su pequeño mundo de dudas –No es algo muy común. -No somos comunes en ningún sitio. Daichi sopesó las posibilidades. Medoro estaba en un estado vulnerable, aún nervioso y confuso, y sería más fácil obtener respuestas, pero el preguntarle de forma directa podría levantar sospechas. Quizás ése día fuera el último día en el que cumpliría dieciséis. O quizás no. -Me cuesta creer que la humanidad posea esa tecnología- dijo, con un suspiro bien practicado, mirando el brazo izquierdo del otro muchacho. -¿Humani…?- Medoro se cortó en seco. Y pareció darse cuenta de su error. No trató de enmendarlo, y su confusión aumentó, junto con su respiración. Daichi notó que el pánico empezaba a asomar la cabeza en su comportamiento. Movió el cuerpo hacia delante, con las manos sobre los tobillos y las piernas cruzadas, dejando que su cabeza se inclinase hacia delante, en un gesto de natural curiosidad. No necesitó fingir el sentimiento, pero sí modificó la forma en que la expresaba, dentro y fuera de su máscara. -No estaba preparado para esto- como el agua escapando por las grietas de un jarrón de porcelana al romperse, las palabras comenzaron a brotar de la boca de Medoro -Cuando me dijeron que esto existía, que podía pasar, no pensé que yo estaría dentro siendo tan joven. Pensé que tendría tiempo, je, tiempo para prepararme. Que algo como esto no podría suceder, al menos, no en Trenza. Que la Dama de Amarillo lo evitaría. Que las artes de mi… tipo, eso, de mi tipo, podrían ser suficiente para detenerlo, o evitarlo, al menos. Y ahora sé que fui un estúpido, que no estaba preparado, que fui un… orgulloso pavo real y ahora no pienso con claridad. Las hermosas escamas no sirven sobre un cuerpo débil, que no puede sostenerlas ni mantenerlas en su sitio. Pensaba que tenía más de las que en realidad tenía. Y ahora no sé qué es lo que pasa, pero sé que es algo grande, enorme. Y que tenemos un tiempo muy limitado para… no sé, para revertirlo, o detenerlo, o… o… Se quedó callado, con la cabeza en las manos, dejando que su largo y lacio cabello negro, brillando bajo el Sol, le cubriese la cara. A Daichi le recordó a un juguete a punto de romperse. -¿Para qué no estabas preparado?- le preguntó, colocándole una mano en el hombro, para darle la sensación de seguridad. De algo que cambiaba pese a que el mundo se rehusaba a hacerlo. -Para un bucle de tiempo. El silencio cayó como una manta sobre los dos, sólo interrumpido por la respiración agitada de Medoro. Daichi dejó que las palabras se hundieran en su entendimiento, y las sometió a todas las evidencias con las que se había encontrado hoy. Buscó roces, incongruencias, algún cabo suelto, incluso dejó el espacio para la duda. Y no encontró fallas. Excepto una. -¿Cuánto empezó todo esto? -Cuando ese muchacho… creo que es del último año, por lo que dijo, habló con su madre por teléfono. Ése fue el detonante de todo este… proceso. El bucle empieza a las siete de la mañana, creo, y no sé cuándo termina. Deberíamos… debería quedarme despierto hasta las siete del día siguiente, para saber si el bucle se reinicia al dormir… o si es la hora, independientemente de otras variables- hizo una pausa -¿Sabes quién era ese muchacho? -Joseph Harley, es un estudiante del último año que vino de Estados Unidos al comienzo de la primaria- dejó que la vaguedad se apropiase de su voz, como si no supiese más del tema. Y entonces percibió la anomalía.

-¿Qué están haciendo aquí? No, no era una anomalía, se dijo Daichi a sí mismo dándose la vuelta. Era algo que no debía existir, que no encajaba con las reglas del mundo en el que vivían, ni con las de Trenza. Reconocía la voz, y no le gustaba que estuviese allí. Y percibió, alarmado, que el Joseph que veía ahora tenía una mirada desquiciada, ojos rojos como la sangre y cabellos blancos como la nieve. Joseph no era albino, y nunca lo había sido. Y ese fue el último detalle necesario para convencerlo. Medoro se paró de un salto y se dio la vuelta, asustado, reconociendo la voz. Sólo la había escuchado una vez, pero la situación había sido tan especial, que se le había quedado grabada a fuego en su memoria. No percibía amenaza de “rotura”, pero quien podría causarla estaba allí, con el uniforme de Framtiden, los botones del chaleco escarlata desabrochados y la camisa de manga corta arrugada. No había restos de la corbata, y su pantalón parecía tener manchas de blanco. Intentó no tragar saliva, viendo al detonador allí presente. -¿E… estás bien?- le preguntó, nervioso. -Mejor que nunca- dijo, y algo en la forma en que lo dijo lo intranquilizó más. Movió la albina cabeza de un lado al otro, como si sopesase a los dos que tenía delante con sus ojos rojos, y al fin pareció decidirse -¿Eres el indio? -Eh… de allí vengo- respondió Medoro, deseando poder tener la voz más firme. -¿Estabas aquí ayer? -Llegué aquí el último día de Febrero, así que sí, ayer estaba aquí- era la verdad, aunque sabía que Joseph estaba preguntando otra cosa. -Oh, bueno. Entonces, nos veremos aquí mañana- dijo, y se balanceó sobre sus pies, haciendo que el Sol reflejase destellos blancos sobre su pantalón, y su bufanda. No era una bufanda. Parecía como si fuese algo líquido y vivo, a rayas blancas y negras, alas, tentáculos, cintas, cambiando de forma y ondulando en línea recta, formando líneas infinitas dentro de ese finito espacio, rectas, en zig-zag, nunca curvas. Pasó de ser una mera cinta en el cuello de su camisa (ahora sí había algo allí) a una cosa monstruosa y pulsante, algo vivo, como un parásito. Robó el color a su alrededor, reemplazándolo por una mezcla oleosa de agua blanca y aceite negro, quemando las plumas de las aves que sobrevolaban el edificio, derritiendo las rejas del techo, congelando la caseta, y empujándolos a los dos por el borde del techo, como motas de polvo en el camino de una escoba. Los miró caer por el borde del edificio, sonriendo, y las líneas blancas y negras se reflejaron en sus anteojos. Daichi estaba paralizado. No por la sorpresa, sino porque su cuerpo no le obedecía. En los dos segundos de caída libre que siguieron, utilizó todas las técnicas y trucos que sabía para romper la parálisis. La fría calma que siempre lo acompañaba se vio puesta a prueba en ese corto e intenso período de tiempo, en el que pensó, por primera vez en su vida, que iba a morir. Y el clan moriría con él. En batalla contra sí mismo, notó cómo unos hilos blancos y negros tiraban de él, cortando la comunicación entre su cerebro y el resto de su cuerpo, como un muro de ácido hirviente de altura infinita. Y tiraban hacia todos lados, incluso hacia y desde dentro de su cuerpo, impidiendo que pudiese girar, colocar su cuerpo en una posición que amortiguaría la caída, hacer algo más que caer como un cuerpo en coma. Framtiden tenía casi cincuenta metros de alto, desde el techo en el que se encontraban (la torre del reloj) hasta el piso. En el último segundo, Daichi sintió cómo algo se aferraba a él, movía el aire a su

alrededor, se envolvía en sus piernas como la cola de un dragón, su velocidad de caída disminuía, y alguien lo llamaba por su nombre. Medoro sintió el barrido como un lengüetazo. En su interior, los instintos de su especie se dispararon, detectando el campo de energía, sus efectos, los hilos que movía dentro de la tela, cómo los hacía más gruesos o más finos, cambiando su entretejido, y media docena de factores más. Podía moverse, sí, y podía transformarse. Pasó a través de los hilos blancos y negros que intentaban atraparlo, contenerlo, atarlo, obligarlo a no moverse, e hizo las primeras dos cosas que se le vinieron a la mente. Lanzó su escamosa cola y sus brazos hacia Daichi, envolviéndolo con ambos, sintiendo cómo el cuerpo de Takahashi se comportaba como el de una muñeca de trapo. Lo llamó por su nombre, calculando de forma automática el tiempo que le quedaba antes que los dos se estrellasen contra la vereda de piedra a la que se aproximaban a toda velocidad. Y, entonces, extendió sus alas.

4: Un faro en la noche

Logró evitar el golpe. Con un aleteo desesperado, Medoro logró detener su caída antes de tocar el suelo, en poco más de un segundo. Con su cola y sus brazos envolviendo a Daichi, se dio vuelta, rozando el suelo, y salió disparado hacia delante, sin mirar atrás. Voló por sobre el muro que rodeaba la escuela, sobre terreno sin color y objetos sin forma, aves quemadas de frío y paredes derritiéndose. La pequeña esperanza de poder llegar a la casa de la familia que le había acogido se desvaneció al verla en blanco y negro. Siguió volando, sabiendo que uno de sus pendientes los mantendría invisibles. Continuó hasta llegar a la costa, y el oleaje en colores normales le devolvió algo de tranquilidad. Con Daichi entre sus brazos, voló por sobre el agua, dirigiéndose a una de las islas más cercanas. Al llegar, se forzó a aterrizar despacio y con suavidad en la arena de la playa, conteniendo las ganas de volar hasta llegar a la costa africana, o la americana, si de verdad le alcanzaba su pánico. Deslizó sus anillos alrededor de Daichi, apoyándolo contra su flanco en la arena, dejándolo sentado. Se movió para quedar frente a él, y agitó su mano frente a su cara. -¿Puedes moverte? Daichi sólo pestañeó. Por unos segundos, Medoro no supo qué hacer. Dudó, moviendo la cabeza hacia todos lados, desconcertado ahora que la adrenalina y el pánico habían cedido. Tomó el celular que llevaba en el bolsillo del chaleco, pero no había señal, así que lo volvió a guardar. Volvió a mirar al otro muchacho, y entonces notó algo brillando a la luz del Sol. -Eh… disculpa- dijo Medoro, nervioso, y se acercó más al cuerpo inmóvil, inclinándose. Era algo similar a tela de araña, con rayas blancas y negras, fina como una aguja. Rodeaba su cuello como una gargantilla, en varias vueltas, desde la base de la cabeza hasta los omóplatos. Y las rayas parecían moverse. Medoro retrocedió, incorporándose un poco. Luego, armándose de valor, se acercó más al cuello de Daichi, buscando algo para cortar ese rastro del caos que habían apenas vislumbrado poco antes. No tenía tijera, lima, cuchillo o similares en los bolsillos, ni del chaleco ni del pantalón. Sus uñas eran demasiado cortas y poco afiladas. Lo más que podía hacer era enganchar su dedo meñique y tirar un poco del hilo, pero eso tiraba del resto, y temía asfixiar al indefenso muchacho. Decidido a probar una cosa más antes de dar rienda suelta al pánico de nuevo, Medoro se inclinó hacia delante despacio, abriendo la boca y dejando que sus colmillos sobresaliesen. Con lentitud, deslizó uno de sus colmillos entre la piel del cuello de Daichi y el hilo, sosteniéndole la cabeza con una mano para que no se moviese con brusquedad o se cayese. Y dio una dentellada. Daichi tardó poco en comprender que habían escapado volando. Tardó algo más en entender de qué escapaban. Y aún era un misterio el por qué no podía moverse. Vio pasar bajo él calles conocidas, ésas que transitaba todos los días al ir a la escuela, o que atravesaba saltando en sus entrenamientos. La velocidad de vuelo superaba la que él podía alcanzar corriendo o saltando, y el viento le agitaba el pelo, golpeándole la frente y los costados de la cara. Podía sentir las escamas de lo que fuese que le sostenían las piernas, y podía verlas: parecía la cola de una serpiente gigante. Pero no lo era. Era Kundalini. Kundalini lo había atrapado al vuelo, y al vuelo escapaban de Joseph, ahora un albino, de la escuela convertida en una mezcla de blanco, negro, y anomalías fuera de control. Se dirigía en línea recta hacia

un punto desconocido, y sospechaba que lo era para ambos. Volvió a intentar moverse, pero su cuerpo parecía desprovisto de voluntad: colgaba como un peso muerto en los brazos de Medoro. Atravesaron la isla y llegaron a la costa, en donde el agua parecía disolver, como si fuesen de sal, los efectos de lo que había hecho Harley. Intentó moverse de nuevo, pero su cuerpo se negaba a responderle, como si no hubiese recibido señal alguna. Quizás así se sentiría una persona parapléjica: sólo podía pestañear y respirar con normalidad. Llegaron a una de las islas cercanas, y entonces Daichi pudo ver lo que lo había salvado: Medoro. Ahora ahora parecía un mitad-serpiente. De la cintura para abajo tenía una larga cola escamosa, blanca, con destellos de colores cuando se movía. Sus dedos parecían algo más largos, y sus ojos parecían los de una serpiente. Un par de alas, que había visto de reojo mientras volaban, salían de la espalda del muchacho. Su cuerpo parecía haber cambiado la disposición interna de sus órganos, ya que pudo sentir la musculatura de la enorme cola de serpiente al moverse. Medoro lo había apoyado contra su flanco, y movió una mano para llamar su atención. -¿Puedes moverte? Daichi pestañeó. Nada más podía hacer en ese momento. Medoro pareció entrar en pánico de nuevo, sin saber qué hacer. Sus movimientos eran más viperinos ahora, y menos controlados. La poderosa cola sobre la que estaba apoyado se movió un poco, haciendo crujir la arena. Las olas barrían la costa, como si nada de importancia sucediese sobre la playa. La brisa marina le traía el aroma salado del mar, y en el cielo volaban unas aves. En el suelo, Kundalini parecía no notar que sus alas, plegadas sobre su espalda, destacaban por su color blanco sobre el chaleco del uniforme. No habían desgarrado la ropa, notó Daichi, sino que la habían modificado, como si siempre hubiese habido un par de ranuras para las alas. Incluso estaban bordadas, como si tuviesen la misma importancia que el borde del lateral en donde estaban los ojales. No sabía qué habría pasado con la ropa en la parte inferior de su cuerpo, pero era evidente que la ropa de su torso y brazos seguía de una pieza. Pudo ver el momento en que el otro pareció notar los hilos en su cuello. El resto se había caído por el camino, y empezaba a sentir un efecto similar al anestésico en las zonas en que había tenido contacto. Podía sentirlos ahora, ya fuera de la zona de peligro inmediato, y no le gustó que Medoro se acercase a él. Si bien no había mostrado intenciones agresivas, el hecho de sentir la poderosa cola de serpiente, allí paralizado, no lo tranquilizaba en lo absoluto. - Eh… disculpa. Y se inclinó hacia su cuello. Fuese lo que fuese que estuviese viendo, lo sobresaltó un poco, ya que se retiró enseguida. Acercó una mano, deslizó un dedo por su cuello y tiró del hilo, que parecía estar unido por los extremos, como un gran anillo flexible. No se sentía como algo que hubiese conocido antes. No estaba compuesto por hilos más pequeños, ni parecía sintético. Medoro se inclinó hacia él, despacio, sosteniéndole la cabeza con una mano y abriendo la boca. Daichi pudo ver unos grandes colmillos, deslizándose hasta casi formar un ángulo recto con la parte superior de su mandíbula. Y cuando no los pudo ver, sintió que uno se deslizaba por su cuello, vertical, sin romper la piel. Evitaba las venas importantes, y a los pocos segundos se retiró, tirando del hilo. Momentos después, las mandíbulas se cerraron, el hilo se rompió con un chasquido, y Daichi pudo moverse de nuevo. El cuerpo bajo él pareció relajarse por un momento, y Medoro se retiró despacio, dejando caer la mano y mirando a Daichi. Se quedó quieto, observando cómo movía los brazos y las piernas con lentitud, y lo miraba, confuso. En esos momentos de quietud, todo lo que había pasado ese mismo día le cayó como una losa, y se quedó petrificado. -¿Qué fue eso?

La voz vino en el segundo anterior a que su cuerpo se deshiciera en temblores, y Medoro lo miró, sin entender del todo. -¿Qué “eso”?- le preguntó. -Todo eso- dijo Daichi, mirándolo. Señaló la isla de la que habían venido –Eso, y esto- señaló la gigantesca cola de serpiente. Como si a la losa se le hubiese olvidado. Medoro se agarró la cabeza con las manos y se dobló hacia delante. No sólo había escapado por los pelos de un… de Joseph, sino que se había revelado ante Takahashi en el… ¿segundo? día de clase. Y todo eso antes que terminase el día escolar. El pánico empezó a inundarlo, nadando entre sus escamas, ahogando sus procesos de pensamiento y… Una mano se posó en su hombro. Como un faro en el medio de un mar tormentoso, se aferró a esa pequeña luz y levantó la cabeza, asomándose entre la cortina de pelo negro. Miró a Takahashi, calmado, de pie, vivo y lejos de Joseph. El pánico comenzó a fluir hacia abajo, fuera de él, y fue absorbido por la arena de la playa. -Entonces- dijo Daichi, unas horas después –hay algo que arreglar.