Sobre una ética del poeta - Ciudad CCS

18 jun. 2017 - Después la ladera, la hierba con su olor a savia calien- te, la frescura atontadora debajo de las ramas, el lodo que se insinúa entre los dedos ...
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CONTRAPORTADA

Soledad en domingo Héctor Rojas Herazo AÑO 7 / NÚMERO 344 DOMINGO 18 DE JUNIO DE 2017

Sobre una ética del poeta GUSTAVO PEREIRA I.

¿

II Desde su aparición, para decirlo en términos de Eliot — quien fuera, amén de renovador de la poética inglesa, políticamente conservador— el desarrollo de la poesía fue siempre indicador de cambios sociales y las formas poéticas no expresaron más que profundas transformaciones en el seno de las sociedades y el individuo. Nuestros actos y gustos poéticos están subordinados a nuestros otros intereses y pasiones, los condicionan y vienen condicionados por ellos. Y puesto que la poesía no existe fuera de la conciencia humana, al suponerla sujeta a representatividad, ésta la comunica en palabras que simbolizan valores que no son valores. A menos que sólo se trate de regurgitar estériles soliloquios, las palabras constituyen símbolos de representación de realidades que expresan el pensamiento en lenguaje articulado, el cual, en la poesía, encuentra su desiderátum misterioso, sugestivo y fascinante. En tiempos de hondas crisis sociales —que suelen ser también morales—, vueltos añicos ética y valores , y convertida la poesía en casi el único bien que el mercado no puede convertir en mercancía, toda conducta insurrecta del poeta se corresponde, o debe corresponderse, con el rescate de una ética. Y aunque la poesía no tenga entre sus propósitos manifiestos arreglar lo desarreglado del mundo ni de nadie, aspira a vivir, a diferencia del soliloquio, en otros, para cumplir su destino. Es decir, no sólo ver más allá de lo evidente, sino reconciliar lo humano con los fueros de su espíritu, cabe decir, de su conciencia sensible. Ello significa sumergirse en la vida para expresarse en, ante y contra el caos y el horror de toda injusticia, propiciar los estremecimientos del prodigio y fecundar o restaurar, en fin, la realidad iluminada en la palabra. ¿No es eso lo que nos ha quedado de inmortales poemas como La Ilíada y La Odisea de Homero, la llamada Divina comedia de Dante, el España, aparta de mí este cáliz de Vallejo o el Canto General de Neruda, por nombrar cuatro textos paradigmáticos que en su esencia nacieron, aunque

Paseando, de Laura Bueno

Es concebible una obra poética sin que esté precedida de una ética? Una ética, se dice, constituye la expresión de conductas generadas por la moral establecida en épocas y espacios determinados, suponiendo a la moral como conjunto de principios, normas y preceptos de conglomerados sociales, especie de conciencia colectiva o código tácito de sus comportamientos, prescripciones y prohibiciones. Expresada en conducta individual, toda ética se nutre sobre todo de valores inmanentes, de virtudes universales, y no de posturas sucedáneas que cada quien es libre de asumir y calificar, por lo que tal vez podamos hablar tanto de una ética como de su contrario, una antiética. No se concibe ética ni antiética en un Robinson Crusoe desvinculado desde siempre de lo humano, porque la ética es un producto social si bien se crea y organiza para manifestarse, como la poesía, en el fuero íntimo. Con ello queremos significar que en el caso del poeta —aunque no sólo del poeta— la ética está ligada a su ser social y antecede, o acompaña, desde luego a su obra.

algunos se sorprendan, comprometidos social y políticamente en ejercicio de una ética? No por ser comprometidos políticamente, es decir, por vivir y compartir en y con otros la esperanza redentora, llegaron a ser inmortales poemas, sino que por ser grandes poemas, representativos de su tiempo y de una ética manifiesta, se hicieron inmortales y vivieron y viven y vivirán en los otros, en nosotros. III ¿Propone el poeta, pues, conscientemente o no, una nueva moral? Toda moral nace como aspiración colectiva a un orden de valores, ciertos o supuestos, inspirado en tradiciones seculares, esenciales para la vida en comunidad… hasta

que se fosilizan o se inficionan y se transforman en estorbos. Parece lógico que todo poeta se insurreccione contra esas y otras camisas de fuerza, mas no todo poeta transgrede esa moral en crisis para transformarla, ni siquiera cuando esa moral limita los fueros de su propia poesía. No todo poeta llega a ser, pues, un insurrecto verdadero per se, a menos que su rebelión parta de una ética afincada no tanto en los vaivenes de su intimidad como en los ideales, valores y principios que la humanidad ha hecho suyos a lo largo de su historia para dejar atrás sumisiones, injusticias y barbarie. Y sólo entonces, como todo aquel que asuma esta indeclinable insumisión, el poeta puede llegar a ser, con alto orgullo, víctima de sus verdades.

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LETRAS CCS / CIUDAD CCS / DOMINGO 18 DE JUNIO DE 2017

Portafolio

Saramago por sí mismo [Una vez Saramago afirmó que «el viaje no termina jamás. Sólo los viajeros terminan. Y también ellos pueden subsistir en memoria, en recuerdo, en narración...» Nada más oportuno que recordar esta frase el día de hoy cuando se conmemora un año más de la partida física del escritor portugués. Sus palabras reunidas en las novelas, cuentos, poemas y diarios que escribiera, son su travesía eterna. A ellas volvemos cual compañeros de viaje, andamos con ellas. Leámos pues, para recordarlo, su narrativa inmortal]

Desquite El muchacho venía del río. Descalzo, con los pantalones arremangados por encima de las rodillas, las piernas sucias de lodo. Vestía una camisa roja, abierta en el pecho, donde los primeros vellos de la pubertad empezaban a ennegrecer. Tenía el pelo oscuro, mojado por el sudor que le escurría por el cuello delgado. Se inclinaba un poco hacia delante, bajo el peso de los largos remos, de los que pendían hilos verdes de limos aún goteantes. El barco quedó balanceándose en el agua turbia y, allí cerca, como si lo espiasen, afloraron de repente los ojos globulosos de una rana. El muchacho la miró, y ella le miró. Después la rana hizo un movimiento brusco y desapareció. Un minuto más y la superficie del río quedó lisa y tranquila, y brillante como los ojos del muchacho. La respiración del limo desprendía lentas y muelles burbujas de gas que la corriente arrastraba. En el calor espeso de la tarde los chopos altos vibraban silenciosamente y, de golpe, flor rápida que naciese del aire, un ave azul pasó rasando el agua. El muchacho levantó la cabeza. Desde el otro lado del río una muchacha le miraba, inmóvil. El muchacho levantó la mano libre y todo su cuerpo dibujó el gesto de una palabra que no se oyó. El río fluía, lento. El muchacho subió la ladera, sin mirar atrás. La hierba se acababa allí mismo. Hacia arriba, hacia allá, el sol calci-

naba los terrones de los barbechos y los olivares cenicientos. Metálica, durísima, una cigarra roía el silencio. En la distancia la atmósfera temblaba. La casa era baja, achaparrada, bruñida de cal, con una franja de ocre violento. Un lienzo de pared ciega, sin ventanas, una puerta en la que se abría un postigo. En el interior el suelo de barro refrescaba los pies. El muchacho apoyó los remos, se limpió el sudor con el antebrazo. Se quedó quieto, escuchando los golpes del corazón, el pausado brotar del sudor que se renovaba en la piel. Estuvo así unos minutos, sin conciencia de los rumores que venían de la parte de detrás de la casa y que se transformaron, de súbito, en gañidos lancinantes y gratuitos: la protesta de un cerdo atado. Cuando, por fin, empezó a moverse, el grito del animal, esta vez herido e insultado, le golpeó en los oídos. Y en seguida oyó otros gritos, agudos, rabiosos, una súplica desesperada, una llamada que no espera socorro. Corrió hacia el patio, pero no pasó del umbral de la puerta. Dos hombres y una mujer sujetaban al cerdo. Otro hombre, con un cuchillo ensangrentado, le abría un tajo vertical en el escroto. En la paja brillaba ya un óvalo achatado, rojo. El cerdo temblaba entero, lanzaba gritos entre las quijadas que apretaba una cuerda. La herida se alargó, el testículo apareció, lechoso y rayado de sangre, los dedos del hombre se introdujeron en la abertura, tiraron, retorcieron, arrancaron. La mujer tenía el rostro pálido y crispado. Desataron al cerdo, le liberaron el hocico y uno de los hombres se agachó y cogió las dos piezas, gruesas y suaves. El animal dio una vuelta, perplejo, y se quedó con la cabeza baja, respirando con dificultad. Entonces el hombre se los tiró. El cerdo los mordió, masticó ansioso, tragó. La mujer dijo algunas palabras y los hombres se encogieron de hombros. Uno de ellos se rió. Fue en ese momento cuando vieron al muchacho en el umbral de la puerta. Se quedaron todos callados y, como si fuese la única cosa que pudiesen hacer en aquel momento, se pusieron a mirar al animal, que se había echado en la paja, suspirando, con el hocico sucio de su propia sangre.

El muchacho volvió al interior. Llenó un puchero y bebió, dejando que el agua le corriese por las comisuras de la boca, por el cuello, hasta el vello del pecho que se volvió más oscuro. Mientras bebía miraba fuera las dos manchas rojas sobre la paja. Después, con un movimiento de cansancio, volvió a salir de la casa, atravesó el olivar otra vez bajo el bochorno del sol. El polvo le quemaba los pies y él, sin darse cuenta, los encogía para huir del contacto escaldante. La misma cigarra rechinaba en tono más sordo. Después la ladera, la hierba con su olor a savia caliente, la frescura atontadora debajo de las ramas, el lodo que se insinúa entre los dedos de los pies e irrumpe por arriba. El muchacho se quedó quieto, mirando el río. Sobre un afloramiento de limo, una rana, parda como la primera, con los ojos redondos bajo las arcadas salientes, parecía estar esperando. La piel blanca del buche palpitaba. La boca cerrada formaba un pliegue de escarnio. Pasó un tiempo y ni la rana ni el muchacho se movían. Entonces él, desviando con dificultad los ojos, como para huir de un maleficio, vio al otro lado del río, entre las ramas bajas de los salgueros, aparecer una vez más a la muchacha. Y nuevamente, silencioso e inesperado, pasó sobre el agua el relámpago azul. El muchacho se quitó la camisa despacio. Despacio se acabó de desvestir, y sólo cuando ya no tenía ropa ninguna sobre el cuerpo, su desnudez, lentamente, se reveló. Así como si se estuviese curando una ceguera de sí misma. La muchacha miraba de lejos. Después, con los mismos gestos lentos, se liberó del vestido y de todo cuanto la cubría. Desnuda sobre el fondo verde de los árboles. El muchacho miró una vez más el río. El silencio se asentaba sobre la líquida piel de aquel interminable cuerpo. Círculos que se alargaban y perdían en la superficie tranquila, mostraban el lugar donde por fin la rana se había sumergido. Entonces el muchacho se metió en el agua y nadó hacia la otra orilla, mientras el bulto blanco y desnudo de la muchacha se recogía hacia la penumbra de las ramas.

DOMINGO 18 DE JUNIO DE 2017 / CIUDAD CCS / LETRAS CCS

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ars poética | Josu Landa | Venezuela «Exhalaciones», así ha denominado él mismo autorJosu Landa a esta suerte de aforismos donde reflexiona en torno al lenguaje, el oficio de la escritura y la creación como signos propios de la verdad. Sobre ellos ha escrito Arturo Gutiérrez Plaza que se trata de «ideas penetradas por el escepticismo, la ironía y el humor, pero conscientes a su vez de la imposibilidad de aceptar una vida sin utopías, sin esperanzas de un mundo mejor». Dejemos que sea usted, querido lector, quien juzgue y deguste estas exhalaciones del filósofo y poeta venezolano. Josú Landa (Venezuela, 1953) es profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Dirige la revista de filosofía Íngrima. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México. Ha publicado, entre otros, los libros de ensayo Tanteos, Poética; poesía: Treno a la mujer que se fue con el tiempo, y las novelas Zarandona e Y/O. Ensamble.

«Nada es tan difícil como no engañarse», dice Wittgenstein; pero, al ser capaz de descubrir eso, demuestra que nadie es más difícil de engañar que uno mismo.

Cuando camino a pleno sol, lo único que sale de mí son sombras *** Paradojas de la patología: para algunos, ciertas enfermedades son como el aire que los mantiene vivos. Ejemplo: la alergia al otro, la gangrena moral del racismo.

*** Según el mito, Proteo saca sus mil rostros cuando se siente acorralado, preso, reducido. La antología personal son las diversas caras del escritor, cuando se ha presionado a sí mismo.

*** Leo por doquier anuncios y carteles llenos de errores. Oigo a cada rato mensajes sin el mínimo respeto por el lenguaje. No es grato ser testigo de lo más podrido de la decadencia.

*** «Angustia de las influencias» parece el precio de algo inevitable. ¿No es la vida una suma y resta de influjos de toda clase? ¿Qué caso tiene destinar algún trozo de alma a pagar por algo que más nos vale aprovechar gratuitamente?

*** Lloraríamos sin rubor y hasta con alegría, si la sonrisa, en un acto de insólita caridad, le prestara su máscara al llanto. *** In God we trust? Entonces, ¿por qué tanto miedo, tanto armamentismo, tanta agresión imperial, tanto hegemonismo…? *** Algún día habrá que hacer la contabilidad de todo lo que los justos han pagado y siguen pagando por los malditos pecadores (que lo estropean todo). Y pasarles la factura. *** A lo mejor la obsesión por lo eterno viene de las ganas de un contrapeso, tras la conciencia de que lo único eterno es el tiempo: la fugacidad: la permanencia de todas las demás cosas. *** Conocer el oráculo después de haber actuado, leer el horóscopo en fechas posteriores: un modo libre de encarar el destino. *** Un existencialismo pasivo: el sujeto es «hecho» forma, por quienes lo rodean y por lo que se habla sobre él.

bra «metáfora»: un transportar algo de un lugar a otro: fatalidad del círculo hermético. *** Música: todo sonido con sentido: todo sentido con sonido. *** Public intelectuals, mediósofos, «creadores de opinión pública»: garimperios de la doxa. *** Un placer sin trascendencia es un placer intrascendente, pero es el más buscado y ejercido en estos tiempos. *** Una mentira dicha mil veces —como se sabe, desde antes de Goebels— se convierte en verdad; pero una verdad repetida mil veces deriva en lugar común, eco sin vida, pasto de loros y letanía de estúpidos. *** El principal enemigo del traductor es el falso amigo y su principal aliado, el diccionario.

El significado de «metáfora» se aplica a la propia pala-

el viento me “ empuja y me resisto,

me repliego„

Josu Landa

*** La interpretación es el arte por el que convertimos en «hecho objetivo», en «verdad», lo que hemos construido y capturado y engullido primero como signo: una fagocitosis. *** Fe, esperanza y claridad: las virtudes de quien se consagra, sin egotismos, a la escritura. *** Pensar para vivir y vivir para pensar: esto es la filosofía verdadera.

*** Híbrido de caña y árbol: flexible ante los embates del viento, duro para permanecer incólume en la tormenta: listo para seguir creciendo en silencio y para romperse, si así lo imponen los elementos. *** Nuestra obsesión por el futuro delata nuestra raigal incapacidad de vivir a fondo el presente. *** Crece el número de los matones y sicarios mediáticos. Es lo que sucede, cuando los medios de expresión hegemónicos alcanzan el estatus de los grandes poderes históricos. *** ¿Por qué «yo» y no, por ejemplo, una simpleza traza, un signo neutro? ¿Para qué pronombres si ya nos marcaron con un nombre? Curioso: el nombre propio de alguien pone a hablar en tercera a la primera persona. *** No sé qué ven algunos al pie de la Letra. No hay alguna raíz, tampoco un basamento. Acaso la tenue sombra de una voz ya perdida. *** Si el hombre es la medida de todo, entonces el hombre también es la medida del hombre. Esto exige la presencia de un tercer hombre que mida al hombre que midió al primer hombre y así al infinito: todo un atentado a la medida. *** Es el sol lo que desata las sombras. *** El viento me empuja y me resisto, me repliego en mí. No entiendo qué me invita a volar como los granos de arena del desierto.

LETRAS CCS / CIUDAD CCS / DOMINGO 18 DE JUNIO DE 2017

Héctor Rojas Herazo

Soledad en domingo

Pintura de Héctor Rojas Herazo

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Somos días de la semana. De lunes a domingo. Los jueves y los miércoles y los martes aún esos días que no pertenecen al calendario. Los días, cada uno con su color, con su rostro, con su tibieza y su frío. Cada uno sobre nosotros. Sobre nuestros ojos que conocen de memoria el flujo y reflujo de sus mareas. Pero el domingo es la melancólica bisagra de la semana. Allí se parte en dos. Con suavidad, sin hacer ruido, con la calma de quien cumple un oficio inviolable. El domingo resbala simplemente con los goznes bien engrasados. No pasa. Y tiene un sabor y un color que parece cosa de nunca. Color de muerto presente. Estatua de inutilidad y flacidez. Tal vez sea propia imagen del engaño. Creemos descansar y no hay tal. Es, por el contrario, un derrumbe, una cobija o una sábana demasiado adherida, un ojear y balbucir y un pedirle a los miembros un poco de conciencia y energía para aventar la pereza porque detrás está el lunes con su ceño duro, férreo, implacable. Ese otro día en el cual verteremos toda la tristeza, toda la monotonía que pasamos en blanco. El lunes, que es un día con conciencia de agiotista, nos pide cuentas y nos exige intereses. Cuenta con nosotros para el castigo. Pero queremos detenernos en el domingo, hacer nostalgia de ese poco de miel reseca, tan parecida a la sangre de una herida que empieza a cuajar, que nos deja en los labios. Memorar, una a una, sus horas de sueño, de placidez, de energía voluntariamente convertida en abulia, de la pijama que se resiste a mutarse en traje de calle; de la corbata tirada allí, sobre el espaldar de la silla, como un ofidio muerto; que sorprendimos en el duendecillo que habita el closet cuando indagamos, con la puerta levemente entornada, por la camisa o los calcetines que exigen un remiendo. Espuma de domingo sobre nosotros. Tal vez con su tolvanera invernal o su poquitín de sol cauteloso. Tal vez sin nada. O con las butacas atestadas de esos grandes insectos fantasmales en que se convierten los hombres en la penumbra de un cinematógrafo. O la gangosidad de ese aparato radial que recorre centenares de horas y voces apelmazadas con sólo darle vueltas a un botón. Todo sobra, todo tiene un aire vaga y ligeramente familiar en un domingo, como si contempláramos el mundo al regreso de una larga enfermedad. Toda la reseca de los días

semanales rumora y se atolondra en el porche de la casa. Es la otra semana, la que no deseamos ver entrar como un incómodo visitante. Todos esos días de vibración, de lucha, de agitado decir y recorrer y saludar. ¡Pero si estamos en domingo, en domingo, por Dios!, les gritamos angustiosamente a esos días que pugnan por atravesar nuestro umbral. Dejarnos solos, musitamos después, de espaldas a nosotros mismos como los toreros en un redondel apretujado. Dejarnos solos. Quisiéramos despojarnos de piel, de huesos, de ideas. No queremos cosa distinta a este licor que fluye entre nosotros. Y ese ruido moroso, amodorrante, de esta soporífera bisagra que suavemente va juntando —sentimos su dulce musiquilla entre las sienes— las hojas colosales, compactas, estremecedoramente inciertas, de siete días vividos y siete días por vivir. Alguien hará un balance, simplemente por despistar, por hacerle una jugarreta al domingo. Hasta podrá balbucir con cierta timidez: «he sido bueno, me he ganado el descanso, soy un hombre ejemplar». O, poniendo los ojos en blanco, silabear el recuerdo, el perfume de una mujer a quien se abordó, con la timidez que imprimen a su poseedor unos pantalones arrugados, en una calzada por la cual no ha de volver a transitar jamás, absolutamente jamás. O el niño que se asoma tras los cristales a ver, en el butacón de cuero en que devoramos diariamente nuestra ración de noticias, el humo de nuestro cigarrillo o los tobillos, emergiendo de nuestras pantuflas derrotadas. En fin, eso o lo otro da lo mismo: la taza humeante, la mujer que, de cuando en cuando, mientras sacude los muebles o parte el pan o pule con trocitos de papel el vidrio de los retratos, nos otorga una mirada o un pensamiento. A nosotros, atestados de domingo hasta más no poder, hasta el hartazgo de cuerpo y alma, hasta la saciedad o la vergüenza. Sí, de domingo. De esas horas que caen tintineantes y monótonas como gotas de agua sobre un tazón colmado de agua. De este domingo que nos va triturando muellemente —al engullir en un solo movimiento la semana vivida y la semana por vivir— en la terrible inocencia de sus mandíbulas.

*Del libro Señales y garabatos del habitante

Director Freddy Ñáñez Coordinadora Karibay Velásquez. Letras CCS es el suplemento literario del diario Ciudad CCS y se distribuye de forma gratuita | correo-e: [email protected] | Twitter: @LetrasCcs

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