Los Retos del Constitucionalismo en el Siglo XXI - Congreso del

empresas en red, que difícilmente se pueden controlar sus decisiones por un .... Aquí en México, como ustedes saben mejor que yo, el Presidente Fox.
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Los Retos del Constitucionalismo en el Siglo XXI PRESENTACIÓN

En los últimos años ha sido recurrente el debate académico en torno a los principios que implican el nuevo constitucionalismo del siglo XXI, las razones fundamentales de estas deliberaciones no solo se circunscriben a su aspecto teórico sino, sobre todo, a su enfoque práctico, orientadas al fortalecimiento del funcionamiento y su calidad democrática. La caída del Muro de Berlín, el desmembramiento del bloque comunista, la desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), el proceso de globalización en el orbe, la transición de los estados–nación a estados regionales, la perspectiva de una Constitución federal para la Unión Europea (UE) y la universalización de los derechos ciudadanos conmina a repensar un nuevo diseño constitucional. Con esta tendencia, México no es ajeno a este proceso de transformación. En este marco, la LIX Legislatura del Congreso del Estado organizó, a través del Instituto de Investigaciones Legislativas en coordinación con la Facultad de Derecho y Administración Pública de la Universidad de Guanajuato, el Primer Ciclo de Conferencias Magistrales denominado “Los Retos del Constitucionalismo del Siglo XXI” en el recinto legislativo del 4 de marzo al 7 de julio del 2004, el que se estructuró con nueve temas impartidos por catedráticos destacados en los ámbitos de las ciencias políticas y jurídicas de la Universidad de Barcelona, España. El texto inicia con el prólogo de la doctora Arminda Balbuena Cisneros, quien hace una breve semblanza de los ejes temáticos tratados por cada uno de los expositores. Para continuar con el mensaje de inauguración a cargo de la diputada Ma. Guadalupe Pérez González,

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Presidenta de la Comisión de Administración. Posteriormente, de manera cronológica, se desarrollaron cada una de las Conferencias Magistrales: 1. Los partidos políticos ante los retos del siglo XXI; 2. La democracia constitucional y cultura democrática en España; 3. Los desafíos constitucionales de la integración supranacional; 4. El tiempo de los derechos fundamentales; 5. La problemática de las fuentes del derecho; 6. Impacto de la globalización en los derechos de libertad; 7. Federalismo y organización territorial del poder; 8. El papel del poder judicial en un Estado constitucional y, 9. Presente y futuro de la justicia constitucional. Cabe destacar, que todas las Conferencias fueron secundadas por una sesión de preguntas y respuestas, en donde el auditorio y los expositores compartieron experiencias e intercambiaron puntos de vista sobre los distintos aspectos disertados. Finalmente, se expone el mensaje a cargo del licenciado Juan René Segura Ricaño, director de la Facultad de Derecho y Administración Pública de la Universidad de Guanajuato y el discurso de Clausura del Ciclo de Conferencias por parte del Diputado Nabor Centeno Castro, Presidente de la Junta de Gobierno y Coordinación Política de la LIX Legislatura del Congreso del Estado de Guanajuato. Mario Antonio Revilla Campos Director del Instituto de Investigaciones Legislativas

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PRÓLOGO

Los temas que hoy en día se discuten en el constitucionalismo, sin duda son múltiples y de diversa índole. La serie de transformaciones que se han sucedido a partir de la caída del muro de Berlín y el subsiguiente surgimiento de un nuevo orden mundial han traído consigo el replanteamiento de conceptos sobre los que tradicionalmente descansaba la explicación del Estado y la Constitución misma, por lo que una obra como la que el lector tiene ahora en sus manos representa una particular importancia. El poder hablar sobre asuntos que se presentan como los retos a resolver en el constitucionalismo del siglo XXI desde la perspectiva del Derecho comparado, indiscutiblemente enriquece el debate jurídico que hoy en día es fundamental en el desarrollo del Estado Constitucional, y es precisamente de ello de lo que se nutre el presente libro, que recoge las diversas conferencias magistrales que se desarrollaron en la sede del Parlamento de nuestro Estado por destacados constitucionalistas de diversas Universidades Catalanas. Primeramente, Josep María Reniu Vilamala aborda uno de los temas sin duda, de mayor vigencia y actualidad; “Los partidos políticos ante los retos del siglo XXI”, lo hace desde una perspectiva politológica, analizando las fases que se siguen para el reconocimiento y constitucionalización de los partidos políticos así como las funciones que tradicionalmente habían asumido, para finalizar con el análisis de las funciones que después de una serie de bloqueos, se han visto reducidos a realizar. Eva Pons Parera aborda el tema de la cultura democrática en el constitucionalismo español, analizando la experiencia que se ha vivido a

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partir de la Constitución de 1978 hasta la época actual, lo cual sin duda permite realizar reflexiones sobre el naciente sistema democrático mexicano. Por su parte Marco Aparicio aborda el tema de la integración europea desde un punto de vista crítico, haciendo cuestionamientos sumamente interesantes tales como si ¿es necesaria una Constitución europea? y si la respuesta es afirmativa ¿qué debe contener dicha Constitución?, etc., planteamientos que para nosotros resultan de particular importancia si tomamos en consideración que estamos inmersos en procesos de integración supranacional como lo es el Tratado de América del Norte (NAFTA por sus siglas en inglés), por citar únicamente el mas importante de ellos. Dentro del tema de los derechos fundamentales, Gerardo Pisarello, aborda el papel que ocupan los derechos sociales en el constitucionalismo moderno, tema por demás central en el debate actual del Derecho Constitucional, que sin duda reviste una particular importancia para los mexicanos, ya que la exigibilidad de los derechos sociales sigue siendo una asignatura pendiente en nuestra Constitución que por otro lado se precia de ser la primera Constitución social del mundo. Marta Fernández de Frutos analiza el sistema de fuentes del Derecho en el ordenamiento jurídico español, mostrando el impacto que ha tenido la aprobación de la Constitución española de 1978 en tal sistema, lo cual nos presenta un panorama sumamente interesante para un análisis comparado de diversos temas de importancia fundamental como son la supremacía constitucional, la justicia constitucional, entre otros. José Luis Gordillo aborda el tema del “Impacto de la globalización en los derechos de libertad”, en el que realiza un análisis del lado político de la globalización, tema que a pesar de ser de gran actualidad poco se ha tratado en el debate público del lenguaje neoliberal, en el que únicamente se pone de manifiesto el hecho de que los mercados funcionan solos, sin hacer

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hincapié en la necesidad que éstos tienen de generar una ideología de aceptación social por un lado, y un orden político capaz de reprimir cualquier amenaza de orden social o económica que se presente por el otro, poniendo en peligro los derechos de libertad, situación ésta que pone de manifiesto José Luis Gordillo con magistral destreza. Jordi Jaria en su exposición sobre “Federalismo y organización territorial del poder” aborda el tema de la división vertical del poder, llamando la atención respecto de la distinción entre los Estados Federales y los Estados Regionales, realizando un estudio comparado entre las experiencias europeas, lo cual nos permite reflexionar sobre los aspectos del verdadero federalismo, tema que es tan discutido actualmente en nuestro país. Pedro Jover nos habla del papel del Poder Judicial en un Estado Constitucional, concretamente del control jurisdiccional de los actos parlamentarios de naturaleza no legislativa, específicamente los actos que afectan a la inmunidad de los parlamentarios, realizando primeramente un estudio comparado de los diversos sistemas europeos de los estatutos jurídicos de los parlamentarios para posteriormente analizar el control jurisdiccional sobre los actos que involucran dichos estatutos. Finalmente, Miguel Ángel Cabellos analiza uno de los temas centrales del constitucionalismo; “la justicia constitucional”, realizando un estudio de la experiencia española, aborda las cuestiones principales que se debaten en la función actual de dicha garantía constitucional y los problemas que la misma conlleva. Antes de terminar estas líneas quisiera agradecer a todas las personas que han participado activamente en la realización de estas conferencias y que han hecho posible que finalmente este proyecto pudiera materializarse, a los profesores participantes, a la Facultad de Derecho de la Universidad de Guanajuato, al Congreso del Estado, al Instituto de

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Investigaciones Legislativas, en fin, a todos y cada uno de los asistentes a este ciclo de conferencias, sin los cuales no tendríamos el presente trabajo. Arminda Balbuena Cisneros Coordinadora de Estudios de Postgrado de la Facultad de Derecho y Administración Pública de la Universidad de Guanajuato.

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Diputada C.P. María Guadalupe Pérez González, Presidenta de la Comisión de Administración de la LIX Legislatura del H. Congreso del Estado de Guanajuato, México.

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I. INAUGURACIÓN

La constitución es el principio político de un Estado. No obstante, el proceso de transición política que viven los estados–nacionales a estados regionales como consecuencia de la interdependencia económica y el fenómeno de la globalización en el orbe, nos invita a reflexionar sobre “Los retos del constitucionalismo del siglo XXI”. Con este propósito, el Congreso del Estado de Guanajuato, a través del Instituto de Investigaciones Legislativas, tuvo a bien organizar el presente ciclo de conferencias, que comprende nueve ponencias magistrales impartidas por destacados académicos de la Universidad de Barcelona, España, en donde se analizarán distintos tópicos políticos y jurídicos entre los que destacan los retos que tienen los partidos políticos; la democracia y cultura constitucional en España; los desafíos constitucionales de la integración supranacional; los derechos fundamentales; la problemática de las fuentes del derecho; el impacto de la globalización de los derechos de libertad; el federalismo y organización territorial del poder; el papel del poder judicial en un Estado constitucional; el presente y futuro de la justicia constitucional. Por lo anterior, me es muy grato con la honrosa representación de la LIX Legislatura, siendo las dieciocho treinta y dos del día cuatro de Marzo se da inicio, al Ciclo de conferencias Magistrales realizadas por expertos en Derecho y Ciencias Políticas, como es el caso del Doctor José María Reniu Vilamala, quien expondrá el tema de “Los partidos políticos ante los retos del siglo XXI”, sean todos bienvenidos.

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Asimismo me permito solicitarle a la Doctora Arminda Balbuena, nos pudiese dar una semblanza de nuestro distinguido conferenciante el día de hoy. Diputada María Guadalupe Pérez González Presidenta de la Comisión de Administración de la Quincuagésima Novena Legislatura del Congreso del Estado de Guanajuato.

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Reniu Vilamala, Josep María. Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Barcelona. Maestro en Derecho Constitucional y Ciencia Política por el Centro de Estudios Constitucionales de Madrid. Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona. Autor de varios libros y artículos sobre coaliciones políticas, gobiernos, partidos y elecciones. Profesor invitado en Universidades de Estados Unidos, Argentina, México y Francia.

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II. LOS RETOS DEL CONSTITUCIONALISMO EN EL SIGLO XXI

a. Los partidos políticos ante los retos del siglo XXI Por Josep María Reniu Vilamala* Muchas gracias. Ante todo quisiera agradecer al H. Congreso del Estado de Guanajuato la oportunidad que me brinda de entrar en contacto con la clase política, una cuestión que no es habitual, por ejemplo, en España o en la mayoría de países. Sinceramente, a título personal, me siento más que honrado de poder estar en este edificio con este público, compartiendo una serie de reflexiones sobre los retos que deban afrontar los partidos políticos en este nuevo siglo. También quiero agradecer muy sinceramente a la Universidad de Guanajuato, a su Facultad de Derecho y más concretamente a la Coordinación de Postgrados en la figura de la Dra. Arminda Balbuena, por hacer viable este punto de encuentro entre academia y clase política que, a fin de cuentas, representan dos mundos que si bien tradicionalmente se perciben como separados en realidad tendrían que caminar juntos. Sin más preámbulos, entremos en materia. Cuando estaba intentando preparar un poco qué les iba a contar, mi intención inicial era hacerles una reflexión sobre los retos de los partidos políticos en el nuevo siglo XXI. No sé qué tiempo vaya a ocupar, porque cuando nos dan un micrófono a los politólogos se sabe cuándo empezamos pero no cuándo terminamos, por lo que intentaré ser lo más breve, claro y conciso posible.

* Doctor en Ciencia Política de la Universidad de Barcelona, España.

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Durante esa reflexión previa he tenido algunas dudas sobre el alcance de mi plática, básicamente por la realidad política que nos rodea. Hablar de partidos en sede parlamentaria con lo que está sucediendo en la Asamblea del D.F. y su presidente, René Bejarano, en algunos momentos me creaba dudas. La solución que he encontrado ha sido intentar plantear un poco qué fases se siguen para el reconocimiento y la constitucionalización de los partidos políticos y sobre todo incidir en qué funciones tradicionalmente han asumido los partidos políticos. Además, a partir de una situación de bloqueo sistémico cuáles sean las funciones a las que ha quedado relegada la actividad actual de los partidos políticos. A partir de ahí, si quieren ustedes, podemos seguir ampliando puntos de vista con un turno de preguntas. En términos generales los partidos, entendidos como instituciones, podríamos decir que son tan antiguos como la misma sociedad, desde el momento en que existe algún conflicto siempre se crean unos bandos que están a favor de una de las soluciones del conflicto o bandos que están a favor de otra solución radicalmente distinta. Desde este punto de vista tradicional, estas agrupaciones se habían visto de forma negativa como partes, como fracciones que estaban enfrentadas y que no contribuían a la configuración de un todo social. Así, en este sentido, si quisiéramos irnos a las antiguas Grecia o Roma, o a la época medieval incluso, veríamos como en todos los momentos van apareciendo bandos, van apareciendo fracciones, van apareciendo partes de ese cuerpo social que se enfrentan. Así, por lo tanto, si una de las definiciones de la sociedad es el conflicto, los partidos o estos protopartidos van emergiendo como agrupaciones asamblearias, vinculadas al conflicto. Es por ello que debemos tener presente, en origen, que estas figuras no nacen vinculadas al consenso, sino que lo hacen vinculadas al conflicto, como una posibilidad de superación. Estas fracciones son vistas desde los pensadores en cada momento histórico como elementos que únicamente responden al deseo de crear,

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mantener y acentuar divisiones en el seno de la sociedad. Con el paso del tiempo se va tomando perspectiva, sobre todo a partir del liberalismo, y se va admitiendo que los partidos no son necesariamente un mal y que, en cierta medida, pueden jugar algunas funciones que integren ese conflicto; pueden jugar algún papel más allá de la generación de conflicto o más allá del mantenimiento de una división en el seno de la sociedad. Será en este momento cuando ya se empiece a desestimar o a desechar el concepto de fracción, el concepto de parte, el concepto negativo de partido y se empiece a adoptar una primera aproximación positiva al concepto de partido. En todo caso, para situar un punto desde el que iniciar y desde el que analizar cómo se constitucionalizan los partidos así como qué funciones tengan, el partidismo político, propiamente dicho, no aparece como tal hasta la consolidación del liberalismo en cuanto idea pero, sobre todo, en cuanto a praxis política. Nos estamos refiriendo a la mitad del siglo XIX, a partir de los estudios de La Palombara, Weiner, Duverger o Sartori, quienes sitúan en 1850, tras las revoluciones liberales burguesas de mitad de siglo en Europa, el nacimiento real de la figura del partido político, vez en que nos encontramos en una situación en la que ya tenemos un estado con un funcionamiento básicamente parlamentario. Tenemos así, el ámbito institucional que permite canalizar la actividad de los partidos políticos, en el que aparecerá una de las primeras implicaciones para su consideración. Dichos partidos empiezan a tomar mayor importancia, a vehicular un mayor número de ciudadanos, esencialmente como partidos de notables, terratenientes, rentistas, burgueses, representantes del incipiente capital financiero…, que no viven de la política, sino que para éstos es una simple faceta más de su actividad económica. Estos partidos de notables se vinculan para influir en los procesos de la toma de decisiones, básicamente con unos intereses particulares concretos, con lo que es a partir de ese momento que se hará

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necesario intentar responder a qué situación tengan los partidos políticos en el conjunto de la operación política de los sistemas. En ese sentido, nos centraremos en cuatro fases que siguen la evolución de ese reconocimiento de los partidos, para llegar a la fase actual. El constitucionalista alemán Von Triepel señala que los partidos en su reconocimiento constitucional siguen 4 fases sucesivas. Una primera fase que él denomina Bekämpfung, caracterizada por una marcada hostilidad, una oposición y un enfrentamiento claro entre la organización estatal, entre el estado como Institución y esos partidos, que se entiende que pretenden disgregarlo por lo que se concibe a los partidos como una amenaza para la integridad del estado. En la siguiente etapa, Ignorierum, esa hostilidad manifiesta da lugar a un desconocimiento, a una indiferencia en la que, no obstante, se empieza a vislumbrar que esos partidos no son necesariamente elementos negativos pero, no obstante, se intenta mantenerlos apartados de cualquier tipo de reconocimiento institucional o constitucional. Será cuando las sociedades democráticas Europeas, de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, vayan adquiriendo mayor complejidad, irá apareciendo todo un campo creciente de actuación del Estado, fundamentado en un número cada vez mayor de exigencias y de necesidades sociales que atender. En este contexto, la clase obrera se va a ir posicionando también como un sujeto político de primer orden, con lo que estos estados se van a encontrar ante la imposibilidad de seguir manteniendo esta situación de desconocimiento, de ignorancia. Así, la tercera etapa, Legalisierung, supone la aparición de un tímido reconocimiento normativo, una primera incorporación en textos constitucionales. Paradójicamente, desde un punto de vista eurocéntrico, esos primeros pasos se dan en América Latina: México con la Constitución

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de Querétaro, o Uruguay con la Constitución de Batlle y Ordóñez. Ambas de 1917, son los primeros textos constitucionales que incorporan de manera muy tímida el reconocimiento a los partidos políticos. En el caso de la Constitución de Querétaro se alude a los partidos políticos, pero no se los regula, de ahí la validez de esa fase señalada por Von Triepel como de tímida incorporación. Así, estas tímidas reacciones normativas van encaminadas más al simple reconocimiento de un derecho público subjetivo de asociación que al reconocimiento y atribución de unas funciones propias dentro del sistema político. En este sentido, se trata de la simple toma de conciencia de que esas instituciones cada vez son más importantes y de que cada vez están jugando un papel mucho más central en la operación del sistema político. Finalmente la última de las etapas, se da a partir de la segunda guerra mundial, básicamente en el constitucionalismo comparado Europeo y su posterior difusión planetaria. Dicha fase, Inkorporierung, es la fase final de constitucionalización plena de los partidos políticos. Entre los ejemplos de dicha fase encontraríamos el caso más paradigmático por cuanto incorpora plenamente la figura de los partidos políticos como el núcleo de toda la actividad del sistema político: la Ley Fundamental de Bonn de 1949. Será a partir de dicho texto que se producirá la incorporación de los partidos políticos a la doctrina constitucional, como por ejemplo, en las Constituciones Portuguesa de 1976 o Española de 1978, entre otras. Con esta cuarta etapa llegamos al final del trayecto en este propósito inicial de repaso al proceso de la incorporación plena de los partidos o los textos constitucionales. Así, el resultado final es que el Estado llega, en algunos casos, a confundirse con la figura de los partidos políticos, puesto que son los principales actores que, en el proceso de la toma de decisiones, se ubican en el nódulo central, en el corazón de la operación del sistema

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político, en un ámbito intermedio entre la ciudadanía y el poder a través de los procesos de representación política. En este sentido la clave de ese papel de los partidos políticos en las sociedades democráticas occidentales, es que actúan de gatekeepers o porteros: son ellos quienes filtran o tienen la capacidad de controlar todas las demandas, apoyos o manifestaciones de necesidades sociales que condicionan el proceso de toma de decisiones. Además de la entrada, son también quienes controlan la salida de ese proceso político, son quienes van a controlar los dos productos esenciales del proceso político, esto es, acciones en forma de políticas públicas o bien decisiones normativas, textos legales, etc. Y, además, un aspecto generalmente obviado, que permite explicar el proceso posterior de crisis de ese estado de partidos: la no–acción, la no–decisión. Lamentablemente no es un juego de palabras, sino que es una de las causas que provoca, unida a otras variables, la crisis de ese estado de partidos. Permítaseme que haga una breve digresión a este respecto y luego retomamos la cuestión de las funciones de los partidos. ¿Por qué digo que la no–acción o la no–decisión son claves para entender este proceso de crisis? Miren, si nos imaginamos el esquema de un sistema político como un proceso donde se toman unas decisiones que generan efectos de sobre las próximas cuestiones a tratar, y percibimos que existe la posibilidad de no tomar decisiones o de no llevar a cabo acciones, entenderemos rápidamente que esa no–opción o no–acción provocará frustración, provocará que antiguas demandas vuelvan a presentarse junto con otras nuevas demandas y exigencias, así como variarán los niveles de apoyo que obtienen esos partidos que incidirán en su capacidad de gestionar ese nuevo volumen de exigencias. Ello afectará sobremanera a los niveles de legitimidad del sistema, puesto que además recordamos que durante el período post–bélico las

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sociedades occidentales democráticas optaron por la generalización de los sistemas de bienestar social y, por lo tanto, los estados tuvieron que adoptar un ámbito de actividad mucho más amplio. Así, las políticas de redistribución de la riqueza, asistenciales, la universalización de la salud, la universalización de la educación o las respuestas a diferentes colectivos que aparecían, se basó en un cambio en la estratificación social con lo que ya no podemos entender las sociedades actuales en función de una división entre dos clases. Desde el momento en que se va generalizando ese estado de bienestar nos encontraremos con una estratificación social que se atomiza, que no tiene las mismas necesidades, con una clase media naciente y diversificada en la que ya podremos encontrar nuevos segmentos sociales, no solo el proletariado en cuanto a la típica clase baja trabajadora, sino también lumpemproletariado, una clase aún inferior que tiene otras realidades y, por lo tanto, otras exigencias. Es a partir de esos cambios, de esa complejidad creciente de la sociedad, cuando los partidos entran en una situación de crisis porque no pueden atender todas las demandas, no pueden atender todas las necesidades, no pueden dar respuestas a todos los sectores sociales. Así esa función o posición que ocupaban en el sistema, como únicos y exclusivos intermediarios entre la ciudadanía y los procesos de toma de decisiones se viene abajo, y es por ahí en donde aparecen las organizaciones no gubernamentales. Por ejemplo, es el momento en que aparecen los nuevos movimientos sociales, básicamente en los años 70 con la aparición de movimientos ecologistas que posteriormente adquieren gran fuerza. Ese panorama en la evolución histórica nos dibuja una situación de crisis, en la que los partidos no pueden dar respuesta a todas las expectativas, no pueden dar salida a todas las demandas que se les formulan…

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No obstante, esos mismos partidos que decimos que están en crisis, han nacido como vehículos del pluralismo político, debiendo llevar a cabo cuatro funciones generales: la explicitación del conflicto social, la racionalización del mismo, la participación en su solución y la solución en sí misma. Hemos indicado que la primera función consiste en la explicitación del conflicto político. Se concreta en que los partidos se configuran como representantes de intereses o de demandas sociales. Es su actividad como porteros del sistema político, como intermediarios entre el sistema social y el sistema político, primer ámbito en el que explicitan, hace evidentes esas diferencias. Esas diferencias las podemos interpretar en términos de diversos continuos, que con Stein Rokkan, podríamos señalar un continuo o ámbito de diferenciación económico entre posiciones más proclives al capital o al trabajo, u otro continuo ideológico entre la izquierda y la derecha, o bien, otros continuos o cleavages como el que hace referencia a la cuestión nacional entre posiciones centralistas e independentistas, etc.… A esta primera función le sigue otra de racionalización de dicho conflicto social, como intento de alcanzar soluciones políticas a través de la agrupación de las opiniones individuales, en torno a un número limitado de opciones representadas por los programas político–electorales. Esa función de racionalización creo yo que se encuentra en el centro, en el núcleo del ámbito de la política. Dicha función de racionalización del conflicto social supone ni más ni menos que el establecimiento de prioridades sobre cuales serán los recursos que se van a dedicar, unos recursos escasos por lo demás, a una multiplicidad de soluciones, que hemos señalado que por definición bloquean el sistema político. Así, durante ese proceso de racionalización del conflicto político la opción principal va a ser elegir, optar y ofrecer el resultado de dicha priorización a la ciudadanía para que lo apoye o no.

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Como tercera función indicábamos la participación en la solución. Ello se concreta en que los partidos hacen posible la colaboración entre actores individuales y los diferentes grupos socio–económicos en un sistema de toma de decisiones que afecta a todo o gran parte del contexto social. En el proceso de participación en la solución, al menos en teoría, los partidos deberían incorporar todos los diferentes posicionamientos de aquellos grupos especialmente afectados por una posible decisión ó acción. O en otras palabras, siguiendo esta tipología de funciones sería aconsejable que todo proceso de toma de decisiones incorporara consultas previas con los agentes sociales, sean individuales ú organizados, pero que al no ser partidos políticos no gozan de ese reconocimiento central en los contextos constitucionales. Finalmente, la última función consiste en la solución misma. Es en esta fase donde se produce la quiebra a la que aludíamos anteriormente puesto que se concreta la insatisfacción de las demandas sociales. Estas funciones de los partidos en el seno del proceso político, se ven complementadas por un conjunto de funciones que, como organizaciones y elementos centrales en la operación de los sistemas democráticos, se les tiene asignadas. Pueden así diferenciarse seis grandes funciones tradicionales, visibles en cualquier manual de ciencia política o de estasiología. Dichas funciones hacen referencia a la situación intermedia de los partidos entre el sistema social y el sistema o régimen político. Encontramos así tres funciones básicas que hacen referencia al cuerpo social y tres funciones que hacen referencia al régimen político, y que son las que entrarán en crisis básicamente a partir de los años 80. En primer lugar, encontramos una función de socialización puesto que los partidos coadyuvan en los procesos de socialización política. No sólo nos referimos a su papel en la procura de una cierta unidad de los valores sobre

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los que descansan los sistemas, sino también en la introducción de pautas para posibles cambios de ese sistema de valores. Una segunda función, la movilización, que hace referencia al paso de unos ciudadanos pasivos, individualmente considerados, a unos ciudadanos activos agrupados. Es ésta una función que encontraríamos en especial durante el nacimiento de los partidos políticos, similar al “empujoncito” necesario para que un grupo de ciudadanos se pongan de acuerdo, empiecen a trabajar y se constituyan como partido político. La tercera función dentro de este ámbito societal es la función de participación, tanto activa como pasiva. Activa en tanto que instrumento para la provisión de líderes políticos, para el desempeño de actividades partidistas, sean éstas de proselitismo o de difusión del ideario político del partido. Y también una participación pasiva, en tanto que obediencia, como disciplina interna de partido para el mantenimiento del partido en el seno del sistema. Desgraciadamente dicha función de participación ha ido quedando reducida en especial al ámbito de la simple participación electoral convencional: el voto. Así, los partidos se han ido configurando como meros mecanismos para la generación de comportamientos electorales apoyados, única y exclusivamente, en la promoción del voto como única herramienta de participación política en el terreno de la sociedad, lo que sin duda ha provocado un gran número de las principales críticas y demandas de apertura del sistema de partidos. Esas tres funciones en el ámbito de la sociedad se complementan con otras tres funciones en el ámbito del régimen político cuyo carácter es ambivalente. Por un lado, podemos considerarlas las más importantes pero, por el otro, son también las que más padecen dicha situación de crisis partidista. Nos encontramos, en primer lugar, con una función básica de legitimización, esto es, la articulación del apoyo y la confianza popular en las reglas del juego. Así, un sistema está legitimado cuando sus ciudadanos

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confían en las reglas del juego y, por lo tanto, cuando el fundamento moral de la autoridad es compartido por la comunidad y los partidos políticos son los principales vehículos para generar esa legitimación. Puesto que son los principales responsables de la operación de ese sistema político, de la traducción de esas reglas del juego en una praxis política acorde a las mismas, son los más interesados en la neutralización de cualesquiera comportamientos díscolos entre sus militantes, cargos o líderes. En segundo lugar, hallamos una función de representación, lógica si hemos señalado que los partidos están en el centro del camino que discurre entre la sociedad y el sistema de autoridad. Dicha función de representación es la única de las funciones de los partidos políticos que se encuentra condicionada desde el exterior. Se ve así tamizada, filtrada, por medidas externas, las leyes y/o procedimientos electorales en los que descansen dichos procesos de representación. Así, y sólo por poner un ejemplo, con la opción por un sistema electoral de corte mayoritario, estaremos favoreciendo a la figura del candidato por encima de la organización partidista. Se estará así contribuyendo al debilitamiento de la figura institucional del partido, mientras que en aquellos sistemas electorales de corte proporcional, quien sale reforzado es el partido. La última de las funciones es una función tradicional en los partidos políticos, consistente en la operatividad del régimen político. O, en otras palabras, la capacidad de producir políticas y la capacidad de incorporar cargos y elites al proceso de toma de decisiones. Señalábamos que estas eran las funciones tradicionales, pero hay estudiosos que señalan, entre ellos el Dr. Manuel Alcántara, que su fin se produce en la década de los 80. A partir de la crisis del petróleo a mitad de los años 70, se produce un proceso de replanteamiento de las estructuras políticas en los sistemas occidentales. Ello supone el inicio de una crisis

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sistémica derivada de la imposibilidad, por parte de las autoridades, de dar respuesta a todas las demandas sociales. Así, durante dicho período, nos encontramos que las funciones de socialización, movilización, participación y legitimación desaparecen como núcleos propios de los partidos políticos. Las son variadas, desde la desaparición o recomposición de los cleavages o líneas de fractura que dividían a la sociedad (ya no es tan central la variable izquierda–derecha sino el continuo materialismo–postmaterialismo), hasta el punto de poner en cuestión la importancia de la identificación político–partidista a partir de una ideología. Cobran así importancia otros elementos y, en lo que a los partidos políticos se refiere, crece la consideración de los mismos como partidos “atrápalo–todo” (catch–all–parties con Otto Kirscheimer). Éstos basan su operación en la difuminación de las plataformas ideológicas, la desideologización de sus miembros y del electorado y en la presentación de súper–ofertas electorales. Así, con la reducción en la importancia del cleavage ideológico la política pasa a diferenciarse con otros términos, dejando medio arrinconados la clase social y la identificación ideológica. La aparición, en este contexto de impasse político, de los nuevos movimientos sociales (en especial el movimiento ecologista así como los movimientos de género en defensa de la mujer o pacifistas) aparece como una respuesta a esa incapacidad de los sistemas políticos por dar solución a todas las demandas sociales. Junto a ellos, las organizaciones no gubernamentales van a levantar acta de la imposibilidad del Estado por atender toda la realidad circundante. Ya a finales de siglo debiéramos considerar, además, la aparición de las tecnologías de la información y las comunicaciones, en cuanto promueven un comportamiento social individualizado con lo que se rompe ese cierto grado de inmovilización. Se rompe así la necesidad de socializarse

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en la acción política, al menos desde un punto de vista ciertamente revestido de un halo mitológico o concibiendo dichos sistemas tecnológicos como panaceas. Se entiende que esas tecnologías de la información y las comunicaciones nos van a permitir participar en los procesos decisorios sentados cómodamente desde nuestra casa, por lo que ya es innecesario movilizarse políticamente en un ámbito social o grupal como el anteriormente descrito. Desaparece, así también, la función de legitimización, puesto que no existen amenazas a la democracia y, al no existir, es innecesaria la expresión de un apoyo explícito por parte de los ciudadanos y por parte de los políticos. Si señalábamos que la legitimización se concibe como apoyo, como confianza en las reglas del juego, luego se deduce de ello que si no están en riesgo no es necesario reafirmar nuestros votos en pro del régimen político, de las reglas del juego. Finalmente, desaparecen también las funciones de socialización, movilización, participación y legitimación por la creciente presencia, aunque merece un debate adicional, de los medios de comunicación de masas como nuevos intermediarios entre la sociedad y el poder político. Si hemos dibujado un paisaje en que los partidos políticos, muy hábilmente, se ubicaban entre la sociedad y el proceso de toma de decisiones haciendo suyos todos los canales a disposición del ciudadano, los recientes desarrollos tecnológicos, económicos, mediáticos, sitúan a los medios de comunicación de masas en el centro del debate. En especial, y ello no es en ningún modo novedoso, la televisión, puesto que es el medio con más facilidad, con más inmediatez, con más proximidad y que no requiere prácticamente de capacitación alguna para aprehenderlo. Si bien un periódico requiere disponer de tiempo, requiere su lectura, requiere cierto nivel de pausa y, además, no es tan hábil a la hora de poder “manipular” nuestra percepción, la televisión sí puede conseguirlo. En este sentido los

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medios de comunicación de masas se sitúan no ya sobre el ámbito de los partidos políticos, sino que se sitúan bloqueando, en el peor de los casos, los escasos canales de participación social que tiene la ciudadanía. Así, todo mecanismo de expresión social ya no irá dirigido a los partidos, sino que irá dirigido hacia los medios de comunicación de masas, con lo que éstos se convierten realmente en los voceros de la ciudadanía. Estamos por lo tanto ante una situación en que los partidos políticos, aparte de ser el centro del proceso legítimo y legal de toma de decisiones; además de ser los únicos que nos permiten la expresión de la voluntad popular a través de un simple mecanismo como es el voto, nos encontramos que los medios de comunicación de masas se superponen a ese proceso y se convierten no sólo en meros canales de intermediación. No sólo sobrepasan dicha caracterización para convertirse en agentes de intermediación, incluso de manipulación, condicionando el curso de los acontecimientos e incluso convirtiéndose en juez y parte. En el contexto actual, por otro lado, la evolución en los contenidos de la función de representación fuerza a los partidos a tener que operar frente a un enorme conjunto de culturas, grupos de interés, grupos sociales de interés económicos o culturales. Dichos grupos se encuentran fuera de dicho ámbito de representación política, pero cuentan con la suficiente capacidad como para condicionar la agenda política. Es así como se hacen más evidentes las tensiones en ese papel de porteros que asumen los partidos en el sistema político, con lo que esa función de representación se convierte en una función de exigencia negociadora cuyo contenido se concreta no tanto en la elevación de ideas o intereses ciudadanos hasta el ámbito de lo político, sino que, orillando esa función, limitarse a intentar negociar, a múltiples bandas, los apoyos externos necesarios para el aseguramiento de la supervivencia de los partidos políticos y, muy especialmente, de las elites de los mismos.

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Finalmente, la última de las funciones que quedan modificadas es esa que denominábamos la operatividad del régimen político o gobernación del sistema político. Con anterioridad hemos apuntado que esa función de gobernación o de operatividad del sistema político se dividía en promover determinadas políticas públicas, dotar de cargos a los procesos de toma de decisiones, etc. A partir de este momento de crisis sistémica, lo que nos encontramos es que los partidos ya no ganarán elecciones o ya no perseguirán la obtención de apoyos electorales o la victoria en citas electorales para llevar a cabo determinadas políticas públicas, o llevar a cabo determinadas decisiones. Lo que se produce es una perversión en los objetivos finales: el objetivo ya no será ése, sino que será llevar a cabo políticas públicas que permitan ganar elecciones. Es así una inversión de los términos de la ecuación, ya la clave no se encuentra en la obtención de apoyos para poder decidir ú operar, sino que será obrar dejando de lado los efectos que vayan a provocar las decisiones tomadas en los ámbitos del reequilibrio territorial, la redistribución de la riqueza o el posicionamiento del país en el contexto internacional; las decisiones que se van a tomar lo van a ser únicamente con miras a su rendibilidad electoral futura, porque eso va a permitir la supervivencia de la organización. Se produce así el mismo efecto que la otra función que nos quedaba, la supervivencia de la organización, el mantenimiento de las estructuras burocráticas de los partidos y lo que es más importante, el mantenimiento de los pactos clientelares, dentro y fuera del partido. Si antes hemos señalado que el partido termina por tener que representar a una multiplicidad de agentes negociando multilateralmente, eso supone la necesidad de establecer redes clientelares, con lo que la representación nos queda vinculada casi en exclusiva a la existencia y fortaleza de dichas redes clientelares grupales. Un aviso: el ciudadano ya no ha vuelto a aparecer en nuestro discurso.

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Bueno, es cierto que nos queda el voto. Pero este instrumento presenta una característica que pocas veces se pone de relieve. En un mismo momento temporal, la utilización del voto supone la delegación de poder y, al mismo tiempo, la fiscalización de ese poder delegado, pero, expost. Así, con un único acto en un momento concreto el ciudadano debe fiscalizar los cuatro años previos (el mandato en España, por tomar un ejemplo) y decidir la delegación del voto para cuatro años más. Se pone así sobre la mesa un problema de concepción de los sistemas de participación democrática, de escasez de mecanismos de participación ciudadana. Con ello, la función del partido termina siendo la de intentar negociar con los diferentes agentes sociales, económicos, culturales y, en resumen, con actores que no se ven sometidos a los procesos de representación. En resumen, hemos llegado a una situación en la que el partido, situado en una posición hegemónica en el proceso político, ha quedado limitado en sus múltiples funciones a una única de supervivencia. El principal reto, así, para el encaje constitucional de estos actores políticos, ya no se sitúa en el terreno de las funciones, ya no se sitúa en el terreno de los límites en la actividad política de los partidos, sino que el verdadero reto se ubica en una doble dirección. Por un lado, debemos ser capaces de abrir espacios nuevos de participación que superen el monopolio de los partidos políticos, en hacer compatibles, no sólo la democracia representativa, sino institutos de democracia semidirecta, directa o participativa. Por otro lado, el constitucionalismo deberá dar respuesta a cómo condicionar desde el positivismo jurídico, desde la normatividad, una exigencia que por más que se haya reflejado en las constituciones, no ha tenido traslación a la práctica real: la democratización de los partidos políticos.

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En todo caso, convendrán conmigo en que este debate es lo suficientemente amplio y sugerente, intelectualmente y en la práctica, para afrontarlo con todas nuestras energías. Muchas gracias.

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Pons Parera, Eva. Doctora en Derecho por la Universidad de Barcelona. Profesora titular de Derecho Constitucional. Ha publicado artículos y libros sobre Estado Autonómico y Modelo territorial en Estados Federales, Autonomía Universitaria

y Derechos

Educativos, Fuentes del Derecho Español y Derecho Lingüístico. En el marco de su labor docente en la Universidad de Barcelona ha impartido las asignaturas de Derecho Constitucional, Derechos y Libertades, y Derechos de participación y democráticos.

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b. La democracia constitucional y cultura democrática en España Por Eva Pons Parera* Buenas tardes, en primer lugar quiero agradecer a las instituciones que han hecho posible la organización de este acto, la posibilidad que ello nos brinda a los profesores participantes en la maestría de intercambio de conocimientos y de experiencias, en un marco distinto del de nuestra labor docente en las aulas. Mi intención de hablar sobre los temas vinculados al sistema democrático era previa a los hechos que sucedieron el 11 de marzo. En realidad, ya conocía que mi charla coincidiría con los días siguientes a las elecciones legislativas españolas, pero evidentemente no podía presagiar que sería también posterior al trágico atentado, condenado unánimemente como fruto de la barbarie terrorista, que tuvo lugar el pasado 11 de marzo en Madrid. Estos hechos han situado en el debate varias cuestiones que inciden directamente en la teoría y la praxis democrática y, por ello, antes de iniciar el tema concreto de mi conferencia, me gustaría hacer algunas consideraciones preliminares que suscitan estos hechos y las subsiguientes elecciones del día 14 de marzo. En primer lugar, y como ya se ha señalado, me gustaría resaltar la reacción positiva de la población ante los sucesos, lo que se tradujo en un aumento muy significativo de la participación electoral. Sin duda, ello refleja *

Doctora en Derecho por la Universidad de Barcelona, España

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una madurez democrática y un cierto apego o apoyo a las instituciones democráticas por parte de la ciudadanía; y también creo que demuestra la consolidación de la democracia en un país que vivió etapas anteriores muy traumáticas en este aspecto. En segundo lugar, también creo que las elecciones del 14 de marzo han puesto de manifiesto la posibilidad de una alternancia democrática en el gobierno del Estado Español. Esta posibilidad de alternancia ya se había puesto de manifiesto en dos ocasiones anteriores. Igualmente como en aquellas dos ocasiones, el Gobierno que resulte finalmente de las elecciones tendrá que ensayar fórmulas de pacto para conseguir la mayoría parlamentaría suficiente para gobernar. Esta necesidad de forjar mayorías plurales de gobierno, como ya se ha demostrado en otras ocasiones anteriores, es compatible con una cierta estabilidad política, que esperemos que se pueda conseguir también en este periodo. Es cierto que respecto de los recientes resultados electorales algunos comentaristas han hablado de la influencia decisiva de un voto emocional provocado por el impacto de los atentados, que sería el responsable del vuelco electoral que se habría obrado en favor del Partido Socialista Obrero Español. Sin negar que todo ello sea cierto, ya existía una cierta tendencia favorable al Partido Socialista –que seguramente no se traducía aún en votos para lograr esa mayoría suficiente–, la cual evidentemente se acentuó por la conjunción de dos factores: la utilización por el Partido Popular, hasta ahora en el Gobierno, del tema del terrorismo durante la campaña electoral y la oposición de la población española a la participación en la guerra de Irak, con la que se vincula el terrorismo de los integristas islámicos. Sólo es preciso recordar que el 95% de la población española o más, se manifestó en contra de la intervención militar del Estado Español en Irak, y esto provocó un conjunto de críticas al sistema de democracia representativa, al poner de manifiesto una separación grave entre gobernantes y gobernados,

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entre nuestros representantes y la voluntad del pueblo que mayoritariamente era contraria a la intervención militar. Pues bien, la democracia representativa ha demostrado ahora su virtualidad, porque lo que era una mera tendencia favorable a un cambio político, junto con el voto de castigo que se ha producido, ha permitido este cambio en el gobierno del Estado. Finalmente, también me gustaría destacar que la reacción ciudadana, que se constata en el aumento de la participación electoral y en el señalado vuelco electoral, había estado también en buena parte condicionada –y ello ha sido reconocido desde el día inmediatamente posterior a las elecciones, incluso en los medios de comunicación públicos– por el descontento, e incluso podríamos hablar de indignación, de una parte importante de los ciudadanos por el tratamiento informativo realizado por el Gobierno y los medios de comunicación públicos sobre la tragedia y la crisis posterior. Básicamente, se han escuchado muchas protestas en contra lo que se considera ocultación de informaciones sobre la autoría de los atentados, que presumiblemente estarían a disposición del Gobierno desde el pasado viernes o jueves y que se retuvieron hasta pasadas las elecciones. Ello, creo que nos proporciona otra lección muy importante sobre un elemento básico de la democracia: la ciudadanía informada, es decir, la constatación de que una democracia consolidada exige una ciudadanía informada que tenga acceso a los medios de comunicación, así como la necesidad de que estos medios de comunicación proporcionen una información con un cierto grado de objetividad y pluralidad. Creo que la población española exigía esta información y su objetividad. Por consiguiente, son bastantes las lecciones, también positivas, que se pueden extraer de los hechos recientes y que dan idea de una consolidación democrática en el Estado Español. Una vez realizados estos comentarios preliminares, me gustaría retomar el enfoque inicial de mi conferencia, consistente en una exposición –necesariamente sucinta– del modelo constitucional de democracia que

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establece la Constitución Española de 1978 y de algunos rasgos de la cultura constitucional que se han forjado a partir de ese modelo. Espero que mi exposición les sirva para conocer un poco más del sistema Español y que puedan también provocar otras tantas reflexiones generales o bien aplicables al caso mexicano, para que después se pueda suscitar un cierto debate en torno a los temas tratados. Se ha dicho por la doctrina que el Estado Constitucional no es sino un intento de juridificar la democracia. Cabe entender, en este sentido, que una Constitución sólo es democrática, cuando asegura jurídicamente la efectiva limitación del poder del Estado en beneficio del bienestar de los ciudadanos. Si no se establecen estos elementos de limitación del poder del Estado en beneficio de la libertad no podemos hablar de una Constitución democrática. Este principio democrático se proyectaría, en primer lugar, en el plano del Poder

Constituyente

exigiendo

una

Constitución

elaborada

democráticamente y que permita su reforma por medio de la voluntad popular; y, en segundo lugar, se proyecta en el plano de los Poderes Constituidos, ya que la garantía de la libertad inherente al pueblo soberano, como función de la Constitución democrática, debe conectarse con la protección de los derechos fundamentales y con ciertos arreglos institucionales que permitan el funcionamiento democrático del Estado. Es cierto que desde la teoría política, se dice que no por el mero hecho de dotarse de una Constitución, un Estado puede considerarse democrático. Por ello, como ya saben ustedes, son muchos los autores que han tratado de fijar cuál es el contenido mínimo de la democracia; es decir, cuál es ese mínimo común denominador que permite caracterizar un sistema de dominación política como un sistema democrático. Aunque hay muchas opiniones al respecto, la mayoría de autores destacan elementos o requisitos de carácter procedimental para calificar a un sistema como democrático y en este sentido hablan del voto igual, de las

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elecciones libres y de la existencia de un cierto pluralismo político. Además de estos elementos procedimentales, a la vez son también una mayoría los autores que destacan que la democracia procedimental no puede desligarse del todo de la democracia material o sustantiva, en el sentido de que la igualdad política de todos los ciudadanos, que es la base de la primera, así como el principio de la autonomía personal, que se halla en la base filosófica de la democracia, sólo pueden realizarse si el sistema tiende de alguna manera a disminuir las desigualdades y a proporcionar unas condiciones mínimas de realización personal y de fomento de la competencia cívica. Así, un autor como Robert Dahl afirma que todos los ciudadanos tienen esta competencia para participación y con ello se opone a las concepciones estrictamente tecnocráticas o elitistas que defienden que sólo deberían gobernar los ciudadanos más capacitados técnicamente. La necesidad que tiene la democracia de esta persona con competencia cívica es, como la propia idea democrática, un ideal que no se presenta nunca perfecto en la realidad. Por ello, las realizaciones prácticas de la democracia nunca pueden llegar a completar la idea democrática, que permanece siempre como un ideal a perseguir. Dicho esto, el diseño del modelo democrático Español, como realización parcial de esta idea democrática, estuvo influido en su conformación por el período de transición política que vivió España a la salida del Franquismo. Las circunstancias de esta transición explican algunos de los caracteres básicos de nuestra democracia. Así, aunque en ocasiones se destaquen las hipotecas o limitaciones de la participación derivadas de aquellas particulares condiciones históricas, el resultado final puede valorarse desde una perspectiva bastante positiva, con los defectos o imperfecciones constatables. Una primera característica del modelo es la opción por la Monarquía como forma de integrar la Jefatura del Estado. España, como ustedes saben,

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es una Monarquía Parlamentaria, donde el Rey no tiene poderes efectivos de gobierno y actúa siempre mediante actos debidos que son refrendados por el Presidente del Gobierno o por otro miembro del Gobierno. Ello permite que, al no gozar el Rey de poderes políticos efectivos, tampoco esté sujeto a responsabilidad por sus actos, al ser actos debidos. ¿Cuál es, pues, la función del Rey en nuestro sistema? El Rey y la Corona, como institución, desarrollan una función simbólica de integración de los distintos componentes del Estado, desde un punto de vista político, territorial y social. Ligado a esta función simbólica, el Rey desarrolla también una función arbitral y moderadora del regular funcionamiento de las instituciones del Estado. A pesar de que la posición de la Monarquía Española no es objeto de una valoración unánime por parte de todos los ciudadanos y de que obviamente existen partidarios de otra forma de Estado, de tipo republicano, la doctrina reconoce que la Monarquía actual no resulta incompatible con el modelo democrático del Estado, porque el Rey no participa directamente del poder político. El carácter parlamentario de la Monarquía se opone así, a algunas de las objeciones que pueden formularse desde el punto de vista democrático. En segundo lugar, otra característica del modelo que procede también de la transición es el sistema bicameral del Parlamento Español o Cortes Generales, integradas por el Congreso de los Diputados (Cámara Baja) y por el Senado (Cámara Alta). En la última Ley Fundamental Franquista, que abría el paso a la democracia, ya se establecía el bicameralismo, que a través de los cambios que después introdujo la Constitución, ha conducido a un perfil del Senado un tanto difuso. En efecto, aunque la Constitución diga que el Senado es la Cámara de representación territorial (art. 169 CE), en la práctica ambas cámaras representan prácticamente lo mismo, siendo el Congreso la dotada de mayor peso político.

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En tercer lugar, en cuanto a los mecanismos específicos de participación democrática de la Constitución Española de 1978, los Constituyentes se preocuparon por consolidar un sistema de democracia representativa, bajo la forma de democracia de partidos. A este objetivo lógico a la salida de la dictadura se sacrificó, en buena medida, el reconocimiento de las instituciones de democracia directa, que tienen una presencia muy limitada en nuestra Constitución. A favor de la democracia representativa, se ha dicho que se trata de la única forma de democracia adecuada como forma de gobierno, como modo de gestión ordinaria del Estado al permitir la separación Estado–Sociedad y, con ello, que los ciudadanos puedan controlar al poder. Partiendo de esta necesidad de la democracia representativa, la valoración de su funcionamiento en España no puede ser negativa, a pesar de la presencia de los típicos defectos y disfunciones que se señalan en sus plasmaciones contemporáneas. Me refería anteriormente a la separación que a veces se observa entre gobernantes y gobernados, cuando el pueblo defiende unas opciones y los representantes no recogen estas opciones mayoritarias. Otros aspectos relevantes son el papel de intermediarios entre representantes y representados desarrollado por los partidos políticos, lo que explica también que la actuación de los representantes no responda siempre a la voluntad ciudadana, la falta de transparencia en la toma de decisiones o la existencia de ciertos niveles de corrupción. En cualquier caso, la Constitución Española otorga un papel fundamental a los partidos políticos, que se recogen ya en el título preliminar (art. 6) donde se les atribuyen funciones esenciales: Expresar el pluralismo político, contribuir a la formación y manifestación de la voluntad popular y ser un instrumento fundamental de participación política. Por consiguiente, nuestra Constitución garantiza un lugar central en el sistema a estos partidos

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de acuerdo con la idea expresada de consolidar una democracia representativa. Por ello, cualquier intento de mejora de la calidad de la democracia tendría que pasar por mejoras en el funcionamiento de los partidos políticos; entre otras, un incremento de la democracia interna de los partidos (cuestión a la que supongo hizo ya mención el Profesor Reniu en su conferencia); la revaloración de la elaboración de proyectos o programas políticos, que evite su funcionamiento como meras maquinarias para el acceso al poder, o una mayor permeabilidad y apertura hacia la sociedad. Todas estas cuestiones se hallan todavía en el debate político y constitucional, a partir de la constatación de que los partidos son un elemento central del sistema. Nuestro modelo democrático se basa en un sistema de gobierno parlamentario en el que las dos cámaras se eligen por fórmulas electorales distintas: El Congreso de los Diputados es la Cámara de representación popular y se elige por un sistema proporcional, de acuerdo con la fórmula d’Hondt por el que se atribuyen los escaños a los restos mayores a cada partido. El sistema electoral funciona con base en la circunscripción provincial: A cada una de las 54 provincias se le atribuyen dos diputados como mínimo y el resto (hasta el número de 350) en proporción a la población provincial. Como principales defectos del sistema aplicado para la elección de la Cámara Baja se ha señalado, en primer lugar, que sus resultados son sólo parcialmente proporcionales, porque beneficia a los dos grandes partidos en cada momento (actualmente el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español) y con ello dificulta la consolidación de un tercer partido. En segundo lugar, produce una cierta sobre–representación de las provincias menos pobladas o más rurales, que suelen coincidir con las provincias tradicionalmente más conservadoras. Finalmente, al establecerse un sistema de listas cerradas y bloqueadas, el elector no puede añadir nombres a las

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listas que presentan los partidos, ni tampoco alterar el orden de los candidatos. Aunque la opción por este sistema se vincula a la voluntad señalada de consolidación de democracia de partidos, ello dificulta una relación más directa entre el elector y los representantes. El Senado o Cámara Alta es elegido también, en casi sus tres cuartas partes de senadores, en base a una circunscripción provincial y mediante una fórmula de voto mayoritario limitado. Ello significa que en cada provincia se escogen cuatro senadores, aunque los electores sólo pueden votar por tres, permitiendo así que el segundo partido en número de votos siempre obtenga algún senador. Otra parte de senadores, más reducida numéricamente, son designados por los Parlamentos de las comunidades autónomas, a razón de un senador por comunidad autónoma y uno más por cada millón de habitantes de la respectiva comunidad. Es preciso hacer un inciso para recordar que España es un Estado descentralizado políticamente, formado por 17 comunidades autónomas, las cuales están dotadas de capacidad de autogobierno político, que ejercen a través de su Parlamento y Gobierno propios. Son estos parlamentos, elegidos por los ciudadanos de la respectiva comunidad autónoma, los encargados de designar los denominados “senadores autonómicos”. Sin embargo, como se ha dicho, éstos constituyen una parte minoritaria, lo que hace del Senado una segunda Cámara de elección popular, cuya composición política reproduce –habitualmente con pocas variaciones– la propia del Congreso de los Diputados. En el momento actual esto no es exactamente así, ya que el Partido Popular mantiene su mayoría en el Senado, pero si este partido pierde representación en algunas comunidades autónomas, puede llegar a lograrse un nuevo equilibrio con el Congreso. En cualquier caso, ¿qué consecuencias puede implicar esta diferencia de composición? Ciertamente, no consecuencias decisivas, pues el Senado es en la práctica, una Cámara subordinada al Congreso en el marco de un

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sistema un bicameralismo imperfecto. Así, en el procedimiento legislativo la última palabra corresponde siempre al Congreso (que puede aprobar una ley con la oposición del Senado). En cuanto al control del Gobierno, recae básicamente en el Congreso de los Diputados, única Cámara que puede impulsar una moción de censura contra el Gobierno. Si bien el Senado participa en el ejercicio del denominado control ordinario; aunque no hay propuestas serias de supresión, en diversos foros se admite la escasa utilidad del Senado actual, así como la necesidad de redefinir su composición y funciones para adecuarlas al desarrollo alcanzado por el Estado Autonómico. Sin embargo, hablar de una reforma en profundidad del Senado implica hablar de reforma Constitucional. Y hasta este momento, éste es un debate bloqueado o sorteado por los distintos Gobiernos. En contraste con la práctica constitucional de otros países, México entre ellos, nuestra Constitución sólo ha sufrido un pequeño retoque desde su aprobación en 1978. Éste consistió en la adición de dos palabras (“Y pasivo”) para permitir la ratificación por España del Tratado de la Unión Europea en 1992, el cual establecía que los extranjeros nacionales de los países comunitarios residentes en España podrían presentarse como candidatos en las elecciones municipales. Más allá de este añadido impuesto por compromisos internacionales se ha mantenido hasta hoy el tabú de la reforma Constitucional, lo que cabe entender como una limitación del debate democrático. Retomando la caracterización de nuestro sistema de gobierno, la Constitución Española diseña un modelo de parlamentarismo racionalizado. Éste se basa en la relación de confianza entre el Parlamento y el Gobierno, que surge de la votación parlamentaria de investidura del Presidente del Gobierno en el Congreso de los Diputados. En la realidad práctica, es fundamental esta vinculación entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo,

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que se concreta en la configuración de una “mayoría gubernamental”, entidad no formalizada, en la que reside en último término la función de impulso de las políticas del Estado. El carácter racionalizado del modelo se justifica por el reforzamiento de la posición del Gobierno, que persigue la estabilidad gubernamental con la instauración de mecanismos como la moción de censura constructiva. Mediante esta institución, el Parlamento puede provocar la destitución del gobierno por mayoría absoluta, pero al mismo tiempo tendrá que otorgar la confianza a un nuevo Presidente del Gobierno. Como es obvio, resulta más complicado el éxito de la censura al Gobierno al exigirse no sólo la voluntad de los demás grupos parlamentarios para destituir al gobierno, sino también su acuerdo sobre el candidato alternativo. Esta posición relativamente débil del Parlamento, tratándose como se ha dicho de un sistema parlamentario, se pone de manifiesto especialmente en situaciones de mayoría absoluta como la que acabamos de dejar atrás. En este caso, el Parlamento puede ver bastante mermadas sus funciones de órgano deliberativo: Recientemente hemos presenciado cómo el Presidente del Gobierno, con el apoyo de la mayoría parlamentaria, se negaba a comparecer para exponer ciertas informaciones relativas la guerra de Irak, como estaban haciendo los líderes de otros países implicados también en el conflicto. Ciertamente, cuando no se da esta situación de mayoría absoluta, el Parlamento puede tener un papel más relevante, pero ello dependerá también de otros elementos de la cultura política de los partidos gobernantes. A pesar de que he señalado la preponderancia de la democracia representativa como sistema de gobierno, la Constitución Española de 1978 introduce algunos elementos de democracia directa, vinculados al ejercicio directo de la soberanía por parte de los ciudadanos. Así, el Preámbulo constitucional declara la voluntad del pueblo español de construir una sociedad democrática avanzada, y el artículo 9.2 establece un mandato a los

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Poderes Públicos para promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en los que se integra sean reales y efectivas, remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar a todos los ciudadanos la participación en la vida política, económica, social y cultural. Esta previsión de facilitar la participación en todos los ámbitos, político, económico, social y cultural, nos proporciona la idea de una democracia que iría mas allá de la democracia meramente representativa o electoral, para extenderse a otros ámbitos y mecanismos de participación. Asimismo, el articulo 23 de la norma Constitucional reconoce el derecho fundamental de los ciudadanos de participación en los asuntos públicos (sin embargo, el Tribunal Constitucional español ha limitado el objeto de este derecho fundamental a la participación estrictamente política). Las distintas proclamaciones constitucionales expresivas de una ideología participacionista, no encuentran, a menudo, un desarrollo en la regulación de las instituciones de democracia directa. Muchas de las menciones a la participación ciudadana en ámbitos sectoriales (como la enseñanza, los consumidores, la juventud, el trabajo, etc.) dependen para su eficacia de la regulación que establezca el legislador, siendo las leyes las que concretarán la intensidad y eficacia de estos mecanismos participativos. De forma similar, el derecho de petición recogido por la Carta Magna entre los derechos fundamentales (art. 29), pasó bastante desapercibido hasta la aprobación de la ley que lo desarrollaba en el año 2001, ya que hasta ese momento su ejercicio se regía por una ley aprobada durante el Franquismo, que debía interpretarse y aplicarse conforme a la Constitución. En cuanto a los típicos institutos de democracia directa (referéndum e iniciativa legislativa popular), la recepción constitucional es bastante limitada. En efecto, éstos no se conciben con un carácter complementario de la democracia representativa, sino que prevalece un cierto carácter

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excepcional, especialmente por la previsión de una serie de trabas o impedimentos que dificultan su funcionalidad. Por ello, no podemos hablar de un sistema mixto (como sería el Suizo e incluso el Italiano), sino de clara subordinación de la democracia directa a la democracia representativa. En cuanto al referéndum, la Constitución recoge distintas modalidades a nivel estatal. Primero, el referéndum de reforma constitucional, que puede ser obligatorio (revisión global o que afecte a temas considerados esenciales) o potestativo (en las materias restantes, a solicitud de una décima parte de los parlamentarios), siendo siempre vinculantes sus resultados. El segundo tipo es el referéndum consultivo del artículo 92 de la Constitución, convocado por el Presidente del Gobierno con autorización del Congreso de los Diputados. Jurídicamente el resultado obtenido en este tipo de referéndum no es vinculante para los Poderes Públicos, aunque varios autores sostienen que materialmente aquéllos resultarían obligados por un resultado muy claro en un determinado sentido. Sin embargo, la práctica referendaria no ofrece muchas posibilidades de contrastar estas opiniones. La única experiencia de referéndum a nivel estatal, se convocó en relación con la integración de España en la OTAN: La pregunta que se formulaba a los ciudadanos era si querían permanecer integrados en dicha organización en las mismas condiciones ya existentes, lo que no implicaba en principio una integración en la estructura militar. El resultado de la consulta, que tuvo una participación del 59% del censo electoral, fue favorable al sí (defendido por el partido en el Gobierno) por un 56 % de los votos. En el año 1997, con otro partido político en el poder, España se integró en la estructura militar de la OTAN sin que esta decisión se sometiera a referéndum. Otro ejemplo suficientemente expresivo, es el proceso de integración de España en la Unión Europea que, a pesar de implicar una serie de mutaciones constitucionales, se ha llevado a cabo sin ninguna consulta

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popular sino por medio de negociaciones estrictamente gubernamentales opacas para la inmensa mayoría de ciudadanos. Las comunidades autónomas no tienen capacidad para convocar referéndums consultivos (a diferencia de lo que sucede en los Estados en México, que pueden regular sus instituciones de participación directa) y en caso de hacerlo se considera un ilícito penal. Sí hay referéndums a nivel autonómico, previstos para la aprobación de los estatutos de autonomía (que sería el equivalente aproximado de la “constitución” de la comunidad autónoma), pero ello sólo en el caso de las comunidades autónomas que se dotaron inicialmente de más poder de autogobierno (Cataluña, el País Vasco, Galicia y Andalucía), que deberán también reformarlos mediante referéndum. Ello marca una diferencia bastante importante incluso en la actualidad, cuando las distintas comunidades autónomas tienen competencias similares. Finalmente, también a nivel local la celebración de un referéndum exige el convocar o autorizar el Presidente del Gobierno del Estado, lo que dificulta mucho la utilización del mecanismo. Sin embargo, en el plano local han surgido otras modalidades participativas, como los consejos ciudadanos (también núcleos de intervención participativa), que consisten en la reunión de un número reducido de ciudadanos, escogidos al azar, quienes reciben amplia información sobre una cuestión determinada, además del asesoramientos de expertos, y tras el correspondiente debate deben alcanzar una decisión (por ejemplo, sobre cuestiones urbanísticas). Estas experiencias de participación a nivel local son objeto de valoraciones divergentes frente a valoraciones positivas, otros critican el costo económico o la complejidad organizativa y cuestionan también la representatividad de un número reducido de ciudadanos (entre 25 y 75) para decidir sobre asuntos que afectan al conjunto de la población, si bien su decisión no suele ser vinculante para los Poderes Públicos.

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En cuanto a la iniciativa legislativa popular, segunda institución básica de democracia directa, en nuestra Constitución se concibe también de forma restrictiva, pues se excluyen muchas materias (por ejemplo, todas las relativas a derechos fundamentales, las tributarias o las de carácter internacional). Además, el procedimiento previsto para plantear la iniciativa es bastante gravoso: A nivel estatal se requieren 500,000 firmas, que deberán de recogerse en seis meses, y una vez admitida por la Mesa del Congreso la iniciativa, el Parlamento realiza la toma en consideración que le permite decidir si la tramita o no. En el primer caso, durante la tramitación parlamentaria puede alterarse el contenido u orientación de la iniciativa legislativa (hubo un caso, por ejemplo, en el que una iniciativa dirigida a prohibir por ley incineración de residuos, condujo finalmente, a la aprobación de una ley que regulaba precisamente la incineración de residuos). Hasta ahora la experiencia constitucional española se ha concretado en 25 iniciativas legislativas populares a nivel estatal. De todas ellas, sólo una llegó a convertirse en ley en el año 1999 (el tema regulado tenía, por otra parte, un carácter eminentemente técnico relativo al régimen de propiedad inmobiliaria). En definitiva, nos hallamos ante un mecanismo que permite a los ciudadanos introducir en el debate, temas no suficientemente atendidos por las elites parlamentarias (han abundado las iniciativas en temas relacionados con el medio ambiente, la ecología, las condiciones de trabajo o la educación pública), sin más garantías de que la iniciativa prospere. En el ámbito parlamentario, las comunidades autónomas han recogido, junto con la iniciativa legislativa popular, otros mecanismos de participación directa como son las audiencias a los ciudadanos en el procedimiento de la elaboración de las leyes. Así, en Asturias y Andalucía, se prevé que los ciudadanos participen directamente siendo escuchados por los representantes parlamentarios, en relación con temas que les afectan

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directamente (por ejemplo, las asociaciones que actúan en el ámbito regulado). Estas audiencias no tienen, sin embargo, un significado equiparable a los hearings que tienen lugar en los EE.UU., como vías formalizadas de participación de los lobbies en el procedimiento legislativo. Finalmente, y para concluir, hay que tratar brevemente la cuestión territorial, fundamental en el debate democrático español. En nuestra forma de Estado descentralizado, formado por las entidades denominadas comunidades autónomas, la similitud de estatus jurídico coexiste diferencias históricas, culturales y sociológicas muy importantes, que la propia Constitución recoge en su artículo 2, cuando dice que España está constituida por regiones y nacionalidades. En cuanto al concepto de nacionalidad, debe vincularse al carácter histórico de estas entidades, como es el caso de Cataluña que ya había tenido autonomía durante la Época de la Segunda República Española (1932) y que tiene sus raíces históricas más de mil años atrás. La cuestión de la unidad del Estado y la articulación de los distintos componentes territoriales, como tema aún no resuelto, subyace a muchas de las reflexiones actuales sobre cómo conjugar la democracia y el pluralismo territorial. La cuestión no es sencilla, pues se trataría de lograr el respeto mutuo entre las distintas entidades dotadas de sus propias características históricas, políticas (por ejemplo, un sistema de partidos políticos propio), y sociales diferenciadas. El tema de fondo es, por consiguiente, cómo hacer posible esta convivencia democrática dentro de un mismo estado, partiendo del reconocimiento de estas identidades plurales y de estas diferentes nacionalidades. Al margen de las distintas interpretaciones que admite la Constitución a este respecto, dicha acomodación de las diferentes entidades nacionales, es uno de los grandes retos del modelo democrático en España que deberá perfeccionarse en la línea señalada por la Constitución de construcción de una sociedad democrática avanzada.

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Aparicio Wilhelmi, Marco. Doctor en Derecho Constitucional por la Universidad Autónoma de Barcelona. Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Girona. Áreas de estudio en las que tiene publicaciones: Integración europea y derechos fundamentales; Derechos sociales; Derechos de los inmigrantes; Derechos de los pueblos indígenas.

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c. Los desafíos constitucionales de la integración supranacional Por Marco Aparicio Wilhelmi* Buenas tardes. Antes que nada quiero agradecer la invitación y manifestarles la enorme alegría que tengo de poder estar en esta preciosísima ciudad, en este precioso salón también y, también, ante esta preciosa audiencia. Quisiera agradecer en primer lugar al Congreso de los Diputados la invitación, quisiera agradecer también a la Universidad de Guanajuato, que me ha invitado a venir como docente en una maestría que en ella se imparte y, finalmente, a mis compañeros de mesa, especialmente a la Doctora Arminda Balbuena, excelente académica y excelente persona. Ha introducido Arminda el título y a grandes rasgos el contenido de la plática que quiero realizar. Considero que pese a que nos separan en estos momentos algunas diferencias históricas y de contexto económico, social, etc. No obstante hay muchos de los elementos que están dentro del debate europeo que pueden ser útiles, porque hacen referencia a la transformación del Estado, a la transformación del derecho, al papel que pueda tener el derecho, que debe tener el derecho, al papel que pueda tener una Constitución y la ideología que debe de estar detrás de una Constitución, que es la ideología constitucional. Esa ideología yo creo que es común, o que puede ser común, por lo tanto, creo que se pueden trasladar buena parte de las cuestiones referidas a *

Doctor en Derecho Constitucional por la Universidad Autónoma de Barcelona, España.

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ese debate a multitud de aspectos que se están debatiendo en México hoy en día; espero que sea así y sobre todo me gustaría que al final de mi intervención, se abriera un turno de debate, realmente no sólo de preguntas sino de criticas, de observaciones, de traslación de algunas de las cuestiones que hayan surgido en la exposición a la realidad mexicana, que a mí personalmente me interesa mucho. Creo que podría ser muy útil ese intercambio. Bueno, dicho esto voy a hacer una pequeña introducción para compartir varios conceptos que quiero que estén más o menos claros antes de empezar. Quizá ya los tengan oídos, pero prefiero asentarlos para después introducirme ya en el contexto del llamado debate Constituyente Europeo. A nivel de introducción, la primera cuestión que me gustaría comentar, es que en el momento actual en Europa se vive o se cree que se vive un momento clave, un momento crucial porque se concluiría un proceso que se viene desarrollando desde los años 50’s hasta hoy. Un proceso de integración supranacional, donde distintos Estados comparten un proyecto común, una de cuyas principales características ha sido el hecho de basarse en un método que se ha llamado funcionalista, es decir, un método, por decirlo así, practico, que ha rechazado plantearse desde el principio grandes objetivos políticos, ni una base ideológica común a compartir. Lo que se ha querido es dejar atrás una situación como la Segunda Guerra Mundial y de las causas que la provocaron. La idea es sencilla: debemos solucionar los conflictos que existen y la mejor manera es ir a lo práctico, y lo práctico se centra básicamente en el terreno económico; vamos a iniciar un proceso de integración económica, vamos a ir acercándonos alrededor de un proyecto de prosperidad económica y esas van a ser las bases para que paulatinamente vaya tomando cuerpo un proceso de integración más global,

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que pueda ser jurídico, que pueda ser social, que pueda ser político, ideológico, etc. Ya inicialmente se sitúa en el horizonte el objetivo de la unidad política, porque esa es la mejor manera para solventar y para evitar los conflictos, una unión política con principios compartidos. Pero hasta que esa situación sea posible, hay que ir paso a paso a partir del proceso de integración económica. Lo que sucede es que ese objetivo inicial luego se pierde bastante y todas las energías se centran en la integración económica pura y dura, en la construcción de lo que se ha venido a llamar por su carácter puramente mercantilista la “Europa de los mercaderes”. En los últimos años tal situación empieza a variar, pero lo cierto es que en los años ‘60, ‘70 y buena parte de los ‘80 el proceso de integración europea, estuvo dirigido a esa integración puramente mercantilista o económica, por así decirlo, sin hacer ruido. De ahí que el primer objetivo fuera la construcción de un mercado común, es decir, la supresión de barreras arancelarias básicamente. Algo muy parecido al Tratado de Libre Comercio, o la discusión sobre la ALCA, o en el caso del cono sur, el Merco Sur. Y no es hasta los años ‘90 en los que se avanza hacia una unión económica y monetaria, que es un concepto bastante distinto: no es sólo la supresión de barreras arancelarias, sino la construcción de unas líneas de política económica común, que finalmente desembocan en una unión monetaria. En cuanto entra el Euro como moneda común nos situamos en el punto en el que converge esa idea de integración económica: contar con una única moneda supone contar con una única política monetaria, con todo lo que se supone a nivel de políticas fiscales, políticas sociales, etc. Ese proceso mercantilista, funcionalista, práctico, no hay duda que se realiza con enorme éxito. Basta con tener en cuenta que de seis Estados que son los Estados que originariamente concluyen los tratados de las Comunidades Europeas, de esos Estados se pasa a 25. Con ello, también,

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se pasa de una homogeneidad, una uniformidad, social, económica, jurídica, bastante grande a una diversidad social, jurídica, incluso religiosa, también muy grande. No es lo mismo Bélgica, Países Bajos, Francia o Alemania, que Portugal, España, Grecia, Italia, Rumania, Hungría, etc. Realmente la diversidad crece muchísimo. El cambio es enorme. Inicialmente estamos ante una organización todavía en gran medida de carácter internacional tradicional, distinta en algunas cuestiones pero tradicional porque los Estados siguen en gran medida manteniendo su soberanía (casi todas las decisiones se toman por unanimidad de los Estados de modo que no hay una ruptura del principio de soberanía, porque cada Estado se reserva derecho de veto, para tomar las decisiones que le afecten). Y el punto de llegada es una organización de tipo supranacional en la que, a diferencia de la organización Internacional, para decirlo en términos sencillos, un Estado puede quedar en minoría, puede tener que acabar aceptando una decisión sobre la cual pueda estar en contra. Esa idea de entrar en un espacio de decisión en donde el principio es el mayoritario y no el de unanimidad, forma parte del contenido de una organización de tipo supranacional y no una organización Internacional tradicional. Otros elementos de esta supranacionalidad son el aumento espectacular de competencias que van siendo transferidas o que van siendo adoptadas por la Comunidad Europea, de competencias sobre materias que al principio eran de carácter muy sectorial, muy marcadamente económicas (para aspectos muy específicos, como la pesca, la agricultura, cuestiones arancelarias etc.), se va ampliando a ámbitos materiales muy diversos, hasta el punto de poder llegar a decir hoy en día, que estamos ante un principio de competencia universal o general, es decir, que la Comunidad Europea, la Unión Europea, ya tiene capacidad de entrar casi en todas las competencias que los Estados tradicionalmente venían manejando. Casi en todas porque

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quedan todavía ámbitos reservados de los llamados de “soberanía estatal”, pero cada vez son menores. Esos son los cambios que decía que se venían dando: de seis a veinticinco Estados; de uniformidad a diversidad; de Organización Internacional a Organización Supranacional; de unanimidad a minoría calificada; de competencia sectorial a competencia general. También un rasgo de la supranacionalidad es el mayor peso que tiene el Parlamento Europeo en las decisiones: de un peso decisorio muy pequeño (básicamente las funciones eran de tipo consultivo, pese a tratarse del único órgano de directa representación popular de la Comunidad Europea) desde los años 90’s en adelante empieza a ampliarse el ámbito de las decisiones en las que el Parlamento Europeo tiene que decidir junto con el Consejo (donde se hallan los representantes de los diferentes gobiernos estatales). Tales cambios dan muestra del éxito del proyecto de integración Europea (más o menos resumido de esta manera, obviando muchos otros elementos como de qué modo tales cambios se plasman en las reformas de lo tratados). Pero al lado del éxito también surgen problemas y esos problemas son los que llevan al actual debate “constituyente”. Uno de los problemas, que por un lado pueden ser vistos como uno de las muestras del éxito del proceso, es la idea de la expansibilidad competencial de la Comunidad Europea. Y genera un problema no tanto o no sólo con respecto de cada uno de los Estados, sino más bien respecto de las entidades descentralizadas (lo que aquí serían los distintos estados de la federación, en España las Comunidades Autónomas, en Alemania los Länder, en Italia las regiones, etc.). Las entidades de poder político descentralizado sufren directamente la expansividad competencial comunitaria, sin además poder apenas intervenir en ese proceso. Eso genera conflictos muy fuertes, como se pueden imaginar. El pacto de reparto de poderes entre el Estado Central y las Comunidades Autónomas (en el caso

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español) se ve roto, se ve vaciado a medida en que más y más competencias empiezan a ser asumidas por la Comunidad Europea. También se generan problemas por la ineficiencia de un aparato institucional pensado para seis Estados de muy parecidas características, sociales, políticas, económicas, que sigue más o menos intacto pese a las adhesiones de nuevos miembros. También se generan problemas de inseguridad jurídica, generados por la sucesión de reformas a los tratados originarios que van complicando su redacción y su inteligibilidad. Los tres tratados originarios que forman las comunidades europeas (el Tratado de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero y de la Energía Atómica y de la Comunidad Económica Europea) son reformados en el ‘86, el ‘92, el ‘98 y 2001. Todas esas reformas van incorporando novedades sin que quede muy claro qué es lo que queda reformado y qué no, a lo que se suma también la mencionada expansividad competencial. Otro de los grandes problemas, quizá es uno de los más importantes, o al menos debiera serlo, es el problema de la legitimidad, de la construcción de un poder político con cada vez más posibilidades de incidencia en la vida, en el día a día, en la cotidianidad de los ciudadanos y de las ciudadanas. Toda esa construcción tiene unos fundamentos a nivel de respeto de principios democráticos de participación, de protección de derechos y libertades etc., bastante débil. La energía puesta en la necesidad de llegar a una unión económica, el método funcionalista de ir avanzando en el espacio económico deja de lado, aplaza indefinidamente, el debate respecto al modo en que se hace, de cómo se conjuga esa integración con el respeto de los espacios de participación política, cómo se protege y cómo se promociona un espacio de debate público europeo, una opinión pública europea encargada de debatir hacía donde se quiere ir, qué tipo de modelo económico se quiere, por ejemplo. Se

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empiezan a dar problemas de legitimidad, que intentan ser solventados, no digo si consciente o inconscientemente, con otros principios de legitimidad que van surgiendo y que son comunes en muchos otros lugares como el principio de legitimidad de la eficacia, cuando la legitimidad democrática empieza a perder terreno en favor de aquel contexto de decisiones más eficaz, que más rápidamente y que con mejores resultados económicos se pueden producir etc. Esa idea de la legitimidad y de la eficacia en el caso de la construcción europea tiene una fuerza tremenda. De hecho la legitimidad de la eficacia es un término ya incorporado en los debates académicos, pero hay otra que al menos yo no la he oído todavía, pero que también debe tenerse en cuenta por su enorme importancia: una especie de la legitimidad de lo inevitable. De repente es inevitable la construcción europea, y no sólo eso, es inevitable el tipo de construcción que se viene realizando, y por lo tanto, no cabe mucho debate. Esta idea se encuentra en muchos otros terrenos, pero creo que en Europa, y luego intentaré justificarlo un poco más, es más que evidente. Pues bien, tenemos la Europa exitosa, con un proceso de integración, que sin duda, logra algunos de los objetivos iniciales como el de la reconciliación sin marcha atrás. Pero como hemos visto, surgen también problemas, y ante esos problemas se plantea una posible solución, y esa posible solución se llama Constitución Europea. Para superar la inseguridad jurídica, la ineficiencia de las instituciones, el problema de la legitimidad, el déficit democrático, etc., la salida consiste en la aprobación de un nuevo tratado que viene a sustituir a todos lo anteriores. Se aprueba un nuevo tratado que tiene la característica de llamarse Tratado Constitucional, algo que jurídicamente, y sin entrar en demasiadas consideraciones, es cuando menos complejo (se trata de dos nociones que comportan ideas muy distintas).

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En cualquier caso, con dicha idea lo que se hace es convocar una convención para la elaboración de una propuesta de Tratado Constitucional. Una convención que reúne, lo digo de memoria, 104 miembros, escogidos a partes distintas por parlamentos nacionales (que escogen por lo general dos representantes de los partidos mayoritarios), por el Parlamento Europeo, por la Comisión y por el Consejo. Esta convención es dirigida por un grupo selecto (el Presidium), a su vez liderado por Giscard D’Estaigne, histórico dirigente de la derecha francesa. Esta convención redacta en año medio un texto de reforma de tratados que se llama “Proyecto de Tratado por el que se Instituye una Constitución para Europa”, nombre que de nuevo presenta dificultades de comprensión jurídica. Es difícil pensar en un tratado que instituye una Constitución, porque una Constitución difícilmente se instituye, ya que una Constitución debe partir de la soberanía popular del pueblo y el pueblo no está instituido hasta que se dota de Constitución. Pues bien, esa es la situación en la que estamos: para hacer frente a esos problemas, y sobre todo para asegurar que los años venideros el proceso de integración continúa siendo exitoso, y se continúa haciendo frente a los numerosos retos que tiene planteados, se aborda una revisión de los tratados que debe pasar primero por la aprobación de los representantes gubernamentales en el Consejo Europeo y luego la ratificación como cualquier tratado internacional por cada uno de los Estados miembros, según los procedimientos que cada Estado prevea, con o sin referéndum, con o sin consulta popular directa, por lo tanto, tenemos más problemas jurídicos y políticos respecto a la idea de Constitución. En este contexto, al menos hasta el momento, el debate político acerca del proyecto de Tratado Constitucional ha sido prácticamente inexistente. Como mucho, en ciertas elites políticas y en algunos ámbitos académicos, al margen de la calidad y de la cantidad de ese debate, lo que sí sorprende, es que tanto ese debate político de las distintas fuerzas

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políticas y de algunas (pocas) organizaciones sociales como el académico, versa fundamentalmente sobre los avances y retrocesos de esa reforma de tratado respecto a los tratados que viene a derogar. Se comparan los contenidos y se discute hasta qué punto son mejores o peores los nuevos. En términos generales, al menos esa es la opinión común, avances se consideran todo aquello que incrementa la supranacionalidad (por ejemplo, mayor protagonismo del Parlamento Europeo o un mayor ámbito de decisiones por mayoría cualificada en detrimento de la unanimidad). Otro avance por todo el mundo considerado es que, finalmente, se incorpora a nivel jurídico un listado de derechos y libertades; se trata de la Carta Europea de Derechos Fundamentales adoptada en Niza que hasta ahora no tiene carácter vinculante. También se dota de mayor claridad al reparto competencial, y eso también es muy importante, era uno de los grandes reclamos especialmente de los Länder alemanes. También hay retrocesos o, al menos, estancamientos como el protagonismo consolidado del Consejo de Europa (es la reunión de presidentes de Gobierno o de Jefes de Estado de los países miembros) que adquiere un protagonismo esencial de iniciativa legislativa, de iniciativa política, de decisiones sobre los miembros de determinados órganos, etc. También es un retroceso o un no avance la timidez con que se asumen algunos ámbitos que se consideran importantes, como la política exterior de seguridad común o de defensa, donde apenas se avanza y se sigue subordinando las decisiones al marco de las decisiones de la OTAN. Otro de los elementos de crítica, se centra en las dificultades de acceso a la jurisdicción para la protección de los derechos por parte de los individuos, que pueden acceder pero con dificultades. Igualmente puede verse como falta de avance el olvido del papel de las regiones, tanto en la toma de decisiones como en la posibilidad de acudir a la jurisdicción europea.

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Otro elemento a destacar es el de la constitucionalización de un modelo económico muy concreto: la economía abierta de mercado. Ya se encuentra de un modo u otro en los tratados y de manera más que evidente en las políticas comunitarias, pero ahora se le da carta de naturaleza, elevando como principio a seguir el de la “alta competitividad”. Podría considerarse por algunos un retroceso y por otros un avance, pero en cualquier caso se puede al menos discutir la conveniencia de reconocer constitucionalmente un solo modelo económico, obviando que sea el terreno del pluralismo político donde se concrete en cada uno de los contextos. Lo que se hace es, en consecuencia, despolitizar el modelo económico, algo más que discutible si de lo que se habla es de una Constitución, que por definición de lo que trata es de marcar un espacio de juego, un terreno en el que se desarrollen después las diferentes tendencias políticas. Frente al debate únicamente enfocado en términos de avances y retrocesos, ha aparecido una minoría del sector académico y político que se ha centrado en las condiciones del debate constituyente y no tanto en el resultado. No se trata tanto de discutir si el proyecto de tratado es bueno o es malo, avanza o retrocede, que evidentemente también será interesante en su momento discutirlo, sino que se trata de centrarnos en cómo se está desarrollando ese proceso, quiénes son los protagonistas del debate, quién está dentro y quién está fuera. Se trata, ya digo, de un sector bastante minoritario que no se conforma con que se escamotee el debate sobre las condiciones de un proceso que, resulta significativo, apenas ha necesitado un año y medio para elaborar un texto que afecta a 25 Estados. Incluso algunos autores consideran que si analizamos el resultado, veremos que en realidad tampoco hay un resultado constituyente. Algunos dicen que en realidad este tratado no constituye nada, porque viene a recoger y a mejorar cosas que ya están decididas, que ya están constituidas. Donde sí hubo un momento constituyente fue en el Tratado de Maastricht, en

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el año ‘92. Sí supone un antes y un después en el proceso de integración europea por muchas cosas: es donde se establece ya la unión económica y monetaria, donde se plantean los criterios de convergencia económica y monetaria para poder entrar en el club euro a partir de 1999, es donde se varían algunos de los elementos competenciales más relevantes etc. Frente a esta reflexión, a esta critica, se puede decir que en realidad el proceso constituyente no importa mucho, que el proceso constituyente no es tan importante, y lo dicen con razones más o menos atendibles, acudiendo a ejemplos históricos como el de la Constitución Alemana, la Ley fundamental de Bonn en 1948, cuyas grandes líneas venían impuestas por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, sin querer entrar en una discusión a fondo sobre procesos, la respuesta a los autores que dicen que no es importante el proceso, puede venir por su misma línea: de acuerdo, vamos a analizar el resultado, y si analizamos el resultado veremos que lo que falta en el análisis, es el debate sobre la Europa que se quiere, y una vez que sepamos qué Europa, nos podremos preguntar qué Constitución. Porque, incluso, a lo mejor no es necesaria una Constitución en función de la Europa que queramos, porque una Constitución contiene ya unos elementos de unidad y de supremacía que a la mejor no son los que necesitamos para la Europa que queremos. Así pues, el debate debe empezar por preguntarse, huyendo de la doctrina de lo inevitable, por la Europa que queremos o incluso de manera previa para qué queremos una Europa, para qué queremos una Europa unida, porque ese es el punto de partida. O si trasladamos el debate a la realidad mexicana, para qué queremos un tratado de libre comercio, para qué queremos un ALCA, para qué queremos un proceso de integración regional ¿para qué? Pues bien, de nuevo yendo a los argumentos del contrincante, por decirlo así, podemos llegar a aceptar que hay una serie de razones como la

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prosperidad económica, las necesidades que impone la globalización económica, la misma idea de paz, de convivencia etc. Pero debe haber más razones. Escenificándolo como dos partes contrincantes podríamos decirles: “si ustedes quieren una Constitución para Europa, que parece que sí porque la proponen, es que a ustedes les preocupa el constitucionalismo, porque sino, no querrían una Constitución y no le darían ese nombre ¿Están de acuerdo?”. Si es así, pues podemos proseguir con el debate. Si les preocupa el constitucionalismo entonces el siguiente paso es el de definir qué implica el constitucionalismo. Por constitucionalismo, a grandes rasgos, se puede entender aquella ideología que persigue la protección de los derechos y las libertades de las personas y de los grupos en las que las personas se desarrollan. Para asegurar tal protección, se proponen diferentes instrumentos que básicamente son mecanismos de limitación del poder, principal amenaza contra los derechos. Esa es la esencia del constitucionalismo: el constitucionalismo como ideología persigue la limitación del poder siempre; la división del poder y el principio democrático son mecanismos de limitación del poder, porque se considera que el poder en sí mismo es un peligro para la protección de derechos. Por lo tanto, la cadena deductiva es la siguiente: si se quiere una Constitución, es que se pretende realizar el constitucionalismo, si se persigue el constitucionalismo, la clave está, entonces, en analizar si el resultado, si los contenidos de la proyectada Constitución Europea es capaz o no de limitar el poder. Hemos situado el terreno del debate y el terreno del debate está en el constitucionalismo. Pues bien, sin duda una opción clara es una Europa unida con una Constitución. ¿Por qué? Porque en un contexto como el actual, contar con un poder político (que debe presuponer un espacio de debate democrático y de toma de decisiones) es crucial: un poder político

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fuerte de ámbito regional puede limitar, puede contrarrestar, puede servir de contención a dinámicas que están dentro del proceso de globalización económica (básicamente la toma de decisiones no democráticas). Esa fuga de espacios de decisión política al terreno de lo económico, es una de las grandes características del proceso de globalización. Muchas decisiones que anteriormente pertenecían al espacio de lo decidible políticamente (o al menos de lo influenciable políticamente), empiezan a huir hacia terrenos de decisión básicamente económica, donde grandes entramados empresariales, empresas ya no sólo multinacionales sino trasnacionales (que no tienen un centro de decisión único, que son empresas en red, que difícilmente se pueden controlar sus decisiones por un poder político, cuando se distribuyen de manera muy difusa etc.), y todo ese proceso que no voy a entrar ahora en detalles, hace que teóricamente el proceso de integración Europea, sea potencialmente un buen instrumento de constitucionalismo, de limitación de poder, porque la limitación de poder –no lo había dicho antes–, no es sólo limitación del poder político, es limitación de todo tipo de poder, poder religioso, poder económico, poder de la tradición, etc. Pues bien, en ese contexto la construcción de la Europa supranacional, potencialmente es válida; vale para responder a ese proceso de globalización. El análisis entonces nos lleva a situarnos en el resultado y comprobar si el proyecto del Tratado por el que se instituye la Constitución para Europa, efectivamente es o no un buen instrumento de limitación de poderes. Si vemos que en líneas generales lo que hace el proyecto es recoger lo que estaba en los tratados anteriores y si analizamos lo que habían hecho los tratados anteriores hasta la fecha, creo que hay que tener algunas dudas. ¿Por qué? Porque el proceso de integración europea se ha construido esencialmente en el plano de lo económico, se ha construido esencialmente

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alrededor de la idea de mercado único, y después de la unión económica y monetaria, y lo que se ha hecho es reducir el sector público, reducir los factores que puedan alterar la libre competencia. Esos son los criterios que los tratados recogen. Y con tales parámetros, la construcción de un espacio regional económicamente productivo importante, lo que se esta haciendo por decirlo así es “darles alas al monstruo”. Veamos un par de ejemplos significativos: 1.– Artículo 4 del Tratado de la Comunidad Europea: Para alcanzar los fines enunciados en el artículo 2 la acción de los estados miembros y de la comunidad, incluirá la adopción de una política económica que se llevará a cabo de conformidad con el respeto de una economía abierta y de libre competencia, por lo tanto, un modelo económico. 2.– El articulo 86.1 del mismo tratado establece que los Estados miembros no adoptarán ni mantendrán respecto de las empresas públicas, de aquellas empresas a las que consideran derechos especiales exclusivos, ninguna medida contraria a las normas del presente tratado, es decir, ninguna medida contraria a las normas de libre competencia. Por lo tanto, no se puede proteger a las empresas públicas o condicionar aquellas que produzcan bienes de primera necesidad o de sectores estratégicos. 3.– Las ayudas otorgadas por los Estados, o mediante fondos estatales que falseen o amenacen falsear la competencia favoreciendo determinadas empresas o producciones, son contrarias al mercado, y por lo tanto, son contrarias a la Constitución Europea. 4.– La línea de la política monetaria comunitaria la marca el Banco Central Europeo. Desde que hay unión monetaria, desde que hay Euro, los bancos centrales de cada Estado se quedan sin competencia, decide un único banco, que es el Banco Central Europeo, cuyos miembros tienen un mandato de 9 años con un nivel de independencia en sus decisiones casi absoluto y que tiene una incidencia directa en las políticas fiscal y social.

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Ese era el contexto en que se ha construido Europa, exitosa y con muchos elementos que hay que defender, pero ahora estamos hablando de un pretendido momento constituyente, donde Europa que se formula como un fin en sí misma, se parte de la idea de único modelo, que escapa de cualquier análisis critico, que escapa del pluralismo político, se va imponiendo la idea de la legitimidad de lo inevitable. Tengo algunas otras cosas, pero creo que ya estoy llegando al borde de su paciencia, y prefiero parar antes de que se desborde, para que queden ganas de plantear criticas, observaciones, dudas... Hasta aquí llego, muchas gracias.

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Pisarello Prados, Ángel Gerardo. Doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona. Profesor Invitado en diversas universidades de Argentina, México, Italia y España. Ha publicado numerosos ensayos sobre constitucionalismo, derechos fundamentales, globalización y teoría del derecho. Ediciones de su autoría: “Vivienda para todos: un derecho de construcción” y “El derecho a una vivienda digna y adecuada como derecho exigible”.

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d. El tiempo de los derechos fundamentales Por Ángel Gerardo Pisarello Prados* Muchísimas gracias y buenas tardes a todos. Antes de comenzar, querría agradecer la invitación del Lic. Revilla, y del Instituto de Investigaciones Legislativas a este honorable recinto. Especial es también mi reconocimiento a la Doctora Arminda Balbuena, que ha hecho posible la celebración de esta Maestría entre la Universidad de Barcelona y la Universidad de Guanajuato, y que ha posibilitado, por lo tanto, nuestra presencia aquí. El propósito de esta conferencia es ofrecer algunas reflexiones en torno a un tema que, en materia de derechos fundamentales, me parece esencial para América Latina y para el mundo: El papel de los derechos sociales en el constitucionalismo moderno. Los derechos sociales son acaso el aporte más importante del constitucionalismo del Siglo XX, sin embargo, nos encontramos respecto a ellos frente a una enorme paradoja. Parafraseando a Bobbio, puede decirse que vivimos el tiempo de los derechos sociales. Comenzando por la propia Constitución de Querétaro de 1917, los derechos sociales han sido consagrados por la mayor parte de los ordenamientos jurídicos actuales. No obstante, constatamos también que vivimos el momento de su mayor incumplimiento. Nunca antes el acceso a *

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una alimentación adecuada, a una vivienda digna, a la salud, al agua potable, habían sido un auténtico lujo, inaccesible para millones de personas en todo el mundo. Se trata, como decía, de un tema central en América Latina. Son muchos los problemas constitucionales que aquí se pueden debatir, pero dejar fuera la cuestión de los derechos sociales, que no es sino la de la garantía de las necesidades básicas de las personas y de los colectivos en los que éstas actúan, nos conduciría a hacer de cualquier ejercicio académico, un acto simplemente frívolo. En México, como en otros países latinoamericanos, las clases dirigentes celebran de manera autocomplaciente la “consolidación” de la democracia. Sin embargo, ¿qué tipo de democracia puede prosperar cuando las grandes desigualdades son toleradas y los derechos sociales abiertamente negados? En el mejor de los casos, democracias –si puede llamárseles así– de escasa y bajísima calidad. Naturalmente, hay varios factores que contribuyen a explicar por qué los derechos sociales son vulnerados en tantos rincones del mundo. Un elemento esencial y obvio tiene que ver con los intereses que su eventual satisfacción entraña. Casi siempre, pero sobre todo en sociedades jerárquicas y profundamente desiguales caracterizadas por la escasez relativa de recursos, garantizar derechos sociales comporta transferir recursos de un sector de la población a otro. Nada de ello entraña un acto simplemente gracioso, por el contrario, supone abolir privilegios e interferir con intereses poderosos. Por eso el tema de los derechos fundamentales no es –aunque los juristas tiendan a ocultarlo a veces– un tema políticamente neutro. Garantizar derechos, en efecto, significa casi siempre abolir privilegios. Los derechos, desde esa perspectiva, son la ley del más débil, como dice Ferrajoli, frente a

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la ley del más fuerte que suele regir en su ausencia. Es en esa contraposición de intereses, por tanto, donde hay que buscar las razones de fondo por las que, a pesar de ser reconocidos formalmente en muchos textos constitucionales, los derechos sociales siguen siendo derechos devaluados e incumplidos en la práctica. En cualquier caso, lo que me interesa es hacer hincapié en otro factor que, en mi opinión, contribuye de manera igualmente decisiva a la vulneración de los derechos fundamentales en general, y de los derechos sociales en particular. Es algo que tiene que ver con la forma en que percibimos a los derechos sociales. Aristóteles decía que de la percepción depende la decisión, de cómo uno percibe la realidad, depende las decisiones que toma acerca de la realidad. Y yo creo que en el constitucionalismo moderno todavía se percibe a los derechos sociales como derechos anclados en una suerte de minoría de edad jurídica, en relación con otra categoría de derechos que a veces llamamos civiles y políticos o a los que directamente reconocemos como “los fundamentales”. Por un lado, admitimos que los derechos sociales entrañan una carga moral positiva. Sin embargo, a la hora de la verdad, desde el punto de vista jurídico y también desde el punto de vista político, aceptamos, como intentaré explicar, que los derechos sociales comportan derechos de segunda categoría, que no pueden protegerse con la misma intensidad que otros derechos. Aquí en México, como ustedes saben mejor que yo, el Presidente Fox ha planteado la necesidad de una reforma constitucional, una reforma que incluya, entre otras cuestiones, la introducción en la Constitución de la expresión derechos fundamentales o derechos humanos, frente a la más confusa de garantías individuales.

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Pues bien, esta reforma era una excelente oportunidad para poner al día a la Constitución Mexicana, precisamente en materia de derechos sociales, pero la oportunidad, según parece, se ha dejado pasar, principalmente, por razones de intereses. Pero también por una cuestión de percepción, por la férrea persistencia de una serie de mitos en torno a los derechos sociales. Unos mitos muy difundidos, sobre todo en las Facultades de Derecho, que acaban por arraigar, primero en los propios estudiantes, pero también en los abogados y en los jueces encargados de invocar y de aplicar el Derecho. Estos mitos son de distinto orden. Un primer mito, de tipo axiológico, es el que asigna a los derechos civiles y políticos el objetivo de garantizar la libertad de las personas, reservando a los derechos sociales el objetivo de garantizar la igualdad. Desde esta perspectiva, los derechos civiles y políticos serían derechos de libertad, mientras que los derechos sociales se configurarían como derechos de igualdad. Una vez que se suscribe esta afirmación, la elección parece ineludible: O se está con la libertad, o se está con la igualdad. Quien esté a favor del valor libertad, estará a favor de dar primacía a los derechos civiles y políticos; en cambio, el compromiso con la igualdad, obligaría a optar por los derechos sociales. Esta fue una tesis muy extendida durante la Guerra Fría. Prueba de ello son los dos Pactos diferenciados que, en materia de derechos humanos, se aprobaron en el año 1966: El Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC), por un lado, y el Pacto de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP), por otro. Durante mucho tiempo, esta distinción se utilizó como arma arrojadiza entre los dos grandes bloques que se disputaban al mundo. Los Estados Unidos se presentaban como campeones de los derechos civiles y políticos,

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mientras que la Unión Soviética se consideraba como la máxima protectora de los derechos sociales. Esta separación, sin embargo, obedece, como digo, a una mistificación interesada, puesto que, desde un punto de vista tanto axiológico como estructural, es posible establecer una relación de profunda interdependencia e indivisibilidad entre derechos sociales y derechos civiles y políticos. Vistos de cerca, en efecto, todos los derechos fundamentales: civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, están vinculados, al valor libertad, lo que ocurre es que lo que está en juego cuando reconocen derechos fundamentales es de garantizar la igual libertad de todas las personas. Dicho de otro modo: No hay un conflicto de fondo entre igualdad y libertad si uno reconoce que los derechos, en última instancia, procuran asegurar la igual libertad de todas las personas. Por el contrario, la vulneración de derechos sociales supone la vulneración simultánea de derechos civiles y políticos (¿cómo votar, como ejercer la libertad de asociación o de prensa cuando el hambre o la enfermedad atenazan la autonomía?). Y a la inversa, la conculcación de derechos civiles y políticos acarrea la negación de derechos sociales. Piénsese si no, en un escenario como el que se ha instalado después de los atentados del 11 de septiembre, un escenario de excepción global donde, en nombre de la lucha contra el terrorismo, se han limitado muchísimas libertades: de expresión, de prensa, de reunión, de asociación, procesales. Pues bien, la vulneración de esas libertades también ha servido para que se recorten programas sociales, sin que los sujetos y colectivos afectados puedan manifestar su disconformidad con estas medidas. Desde un punto de vista axiológico, en consecuencia, bien podría decirse que entre las diferentes categorías de derechos fundamentales, lejos de existir una relación de tensión, existe una relación de interdependencia e

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indivisibilidad. El derecho a la vida o a la integridad física sería un derecho vacío sin el derecho a la vida o a una alimentación adecuada. La libertad de domicilio sería una ficción sin un techo aceptable. La libertad de prensa sería un privilegio de pocos si el acceso a la educación no se garantizara a todos. Donde si existe una tensión, y algunos autores como Ferrajoli lo han señalado, es entre los derechos fundamentales y una categoría de derechos que a veces suele camuflarse sin más dentro de los derechos civiles y políticos: los llamados derechos patrimoniales. En efecto, en las sociedades capitalistas modernas, si hay un conflicto estructural, un conflicto de fondo en materia de derechos, es el que tiene lugar entre derechos fundamentales civiles, políticos y sociales y derechos patrimoniales; comenzando, por el derecho a la propiedad privada y el derecho a la libertad de empresa, entendidos como derechos tendencialmente absolutos. En efecto, concebidos como derechos ilimitados, la propiedad privada y la libertad de empresa son derechos excluyentes. Un sujeto puede gozar de ellos al precio de que otros no lo hagan. Los derechos fundamentales, por el contrario, son derechos incluyentes, cuya generalización exige la distribución de recursos escasos y la limitación, por consiguiente, de los derechos patrimoniales. ¿Cómo garantizar la satisfacción generalizada del derecho al agua potable si se admite su mercantilización ilimitada? ¿Cómo asegurar a todos el derecho a una vivienda digna sin límites a la libertad de construcción o a la especulación del suelo? ¿Cómo financiar la salud o la educación pública sin un sistema tributario progresivo? El constitucionalismo moderno ha intentado resolver esta tensión, afirmando que el derecho de propiedad debe ejercerse respetando su función social, o que debe estar subordinado al interés general. Hasta dónde pueden llegar los Poderes Públicos a la hora de limitar a los Poderes Privados, es una cuestión espinosa que no puede resolverse de una vez y

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para siempre, y que puede dar lugar a intervenciones ilegítimas. Pero aquí y ahora, sobre todo en las democracias latinoamericanas, el problema real no es el del exceso de límites al Poder Privado, sino el de su ausencia. De lo que se trata, por tanto, es de replantear sin ambages algunos temas tabú en el derecho público moderno ¿Qué formas de titularidad de la propiedad pueden permitir la garantía generalizada de los derechos fundamentales o de los derechos humanos? Si la propiedad estatal clásica y la propiedad privada tienen tras de sí una larga lista de fracasos ¿qué otras vías cabría ensayar? Si esta cuestión no se acomete con decisión, las discusiones sobre derechos fundamentales, incluidos los sociales, acabarán inexorablemente en pías admoniciones morales. Además de esta cuestión axiológica a la que acabo de referirme, hay algunas cuestiones estructurales. No faltan, en efecto, quienes dicen: “bien, desde el punto de vista valorativo, podemos reconocer que todos los derechos fundamentales, la libertad de expresión, la salud, la alimentación, tienen que ver con la autonomía de las personas, de manera que es posible conciliar igualdad y libertad. Ocurre, sin embargo, que aunque estemos de acuerdo en que todos los derechos fundamentales persiguen la maximización de la autonomía de las personas, es menester admitir que los derechos civiles y políticos y los derechos sociales ofrecen una estructura radicalmente diferente que justifica mecanismos también diversos de protección, sobre todo, como veremos, desde una perspectiva jurisdiccional. El mito de la diferencia tajante de estructura entre una categoría y otra de derechos, también reviste diferentes formulaciones. La primera, conocida, es que cada una de estas categorías supone para los Poderes Públicos distintos tipos de obligaciones. Así, los derechos civiles y políticos, exigirían por parte de los Poderes Públicos obligaciones negativas, deberes de abstención y de no intervención. Según este punto de

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vista, la libertad de expresión, se garantiza mediante la ausencia de censura, la integridad física mediante la ausencia de daños físicos directos, etcétera. Al ser derechos negativos, los derechos civiles y políticos serían fácilmente exigibles: basta con demandar a los Poderes Públicos que se inhiban de intervenir. Con los derechos sociales, se afirma, las cosas cambiarían, se estaría frente a derechos positivos, derechos que exigirían obligaciones de hacer por parte de los Poderes Públicos. Y estas obligaciones, la mayoría de las veces de carácter prestacional, explicarían las dificultades insalvables a la hora de garantizar su protección. La tesis no es novedosa, se encuentra todavía muy difundida entre la doctrina, a pesar de que encierra una visión bastante unilateral de los derechos que la práctica desmiente constantemente. Por ningún lado se sostiene, en efecto, la afirmación según la cual los derechos civiles y políticos sólo suponen para el Estado, obligaciones negativas de abstención. La libertad de expresión, como ha sostenido recientemente Owen Fiss, no sería posible si no existieran espacios públicos, plazas, centros culturales y sociales donde los ciudadanos puedan debatir. La libertad de prensa no sería nada si no hubiese algún sistema público de subvenciones para publicaciones escritas, para proyectos radiales o televisivos. El derecho de voto sería una ficción sin toda la infraestructura material (urnas, papeletas, mobiliario, centros electorales) que los Poderes Públicos ponen a disposición de los ciudadanos el día de las elecciones. Es decir, que también los derechos civiles clásicos exigen intervenciones positivas por parte de los Poderes Públicos. Del mismo modo, no siempre los derechos sociales exigen intervenciones positivas, es decir, obligaciones de hacer. Por ejemplo: en el caso del derecho a la vivienda, la prohibición de desalojo arbitrario es una forma de proteger el derecho que exige una abstención por parte de los Poderes Públicos (la no intervención

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arbitraria). De modo similar, la prohibición de contaminación o la no regresividad de las políticas sanitarias son obligaciones negativas exigidas por el derecho a la salud. En rigor, habría que decir que todos los derechos fundamentales, civiles, políticos y sociales, exigen por parte de los Poderes Públicos obligaciones complejas, de intervención y de abstención. Ningún derecho, en este sentido, sería totalmente positivo o totalmente negativo. Hay un segundo tipo de mitos acerca de la supuesta diferencia estructural entre ambas categorías de derechos, que tiene que ver con el grado de precisión con el que están consagrados. Aquí lo que se dice es: los derechos civiles y políticos, como el derecho a la vida o a la libertad de expresión, pueden garantizarse con facilidad, porque son derechos cuyo contenido es claro. Los derechos sociales, en cambio, son derechos vagos, de contenido indeterminado en ausencia de leyes que los desarrollen. Sólo la concreción legislativa que se defiende desde esta posición, permitiría saber qué significa una vivienda digna o una salud adecuada. Se trata de un tipo de argumentación bastante frecuente. Pero también presenta evidentes límites ¿Por qué los derechos civiles y políticos no presentarían problemas de concreción? ¿Es que acaso puede extraerse un contenido inequívoco del derecho a la vida, tratándose de materias como el aborto, la eutanasia o la experimentación con embriones? ¿Por qué es más oscura la expresión salud adecuada que libertad de domicilio? ¿Son domicilio las habitaciones de un hotel o el maletero de un carro, como reconoció hace poco un tribunal italiano? ¿Y el derecho de propiedad? ¿No detallan acaso los códigos civiles su alcance en supuestos puntuales? ¿No se tortura a los estudiantes en las facultades de derecho exigiéndoles que memoricen los preceptos que determinan a quién pertenece un tesoro que se encuentra en fundo ajeno o un fruto que cae del otro lado de un muro, en cuestiones de vecindad?

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Es falso, en definitiva, que haya unos derechos que por su propia naturaleza sean vagos e indeterminados, mientras otros son absolutamente claros en su formulación. También aquí, la conclusión es, como enseñó hace tiempo H.L. Hart, que todos los derechos presentan un núcleo de certeza, que admite su concreción en un nivel elemental y una zona de penumbra que tiene que ser interpretada. Por otro lado, hay derechos que ni siquiera se encuentran explícitamente positivizados, cuyo contenido se deriva de otros que sí lo están. El propio caso mexicano es ilustrativo en este sentido. El derecho a la vida, como ustedes bien saben, no es un derecho consagrado literalmente por la Constitución Mexicana,.y sin embargo, fue reconocido como tal a partir de una sentencia de la Suprema Corte de Justicia. Igualmente, si se piensa en la Constitución de los Estados Unidos, que es bastante parca en su formulación, es posible constatar un gran número de derechos implícitos, es decir, derechos de construcción pretoriana que no proceden necesariamente de las enmiendas introducidas a la Constitución. En definitiva, tampoco aquí puede apreciarse una diferencia rotunda entre una categoría de derechos y otra. De ahí que en la mayoría de los casos, la garantía de un derecho –y esto es perfectamente aplicable a los derechos sociales– dependa antes de la opción de los propios operadores jurídicos, que de obstáculos hermenéuticos insalvables. Piénsese, por seguir con los ejemplos, en un derecho novísimo, como es el derecho al agua, de importancia capital en un estado como el de Guanajuato. Pues bien, hace poco, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas (CDESC), que es el órgano encargado de monitorear el cumplimiento del Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) ha dictado hace poco una Observación General (OG), la número 15, sobre el derecho al agua. Esa OG, que deriva el derecho al agua del derecho a un nivel de vida adecuado,

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recogido en PIDESC, delimita con bastante claridad el contenido y el alcance del derecho, así como las obligaciones que su reconocimiento supone para los Poderes Públicos y para los particulares ¿Qué impide que los jueces de aquellos países que han ratificado el PIDESC apliquen esos criterios en sus decisiones? La mayoría de las veces, el simple desconocimiento. Ocurre, así, que muchas interpretaciones garantistas de los derechos sociales no se hacen valer simplemente porque los operadores jurídicos desconocen esas fuentes normativas. O porque en las Facultades de Derecho no se enseñan. O tal vez, para ser más realistas, porque litigar en materia de derechos humanos no siempre da dinero, y por lo tanto, dedicarse a ello puede ser para algunos un riesgo que no están dispuestos a asumir. Otro mito extendido que neutraliza las potencialidades garantistas de los derechos sociales, quizá el más importante, es el de su costo. De acuerdo con este argumento, los derechos civiles y políticos serían derechos baratos que, al ser derechos negativos, nada cuestan. Los derechos sociales, en cambio, serían derechos caros, costosos. Asumida esta diferencia, las conclusiones resultarían obvias: si no hay dinero, no hay derechos sociales, y mejor hablar de otra cosa. Naturalmente, esta formulación también es tramposa y parcial, puesto que la idea de derechos sin costo es, como han recordado hace poco Holmes y Sustein, una total ficción ¿Cómo se podría proteger el derecho a la propiedad si no existieran, por ejemplo, registros de la propiedad inmobiliaria o automotora? ¿O si no se construyeran juzgados, con jueces y abogados de oficio mantenidos con dinero público? ¿Cómo pensar el derecho a la libertad de expresión, como se recordaba hace un momento, sin la existencia de centros sociales, de subvenciones a radios, a revistas? En realidad, ni la garantía de los derechos civiles y políticos es siempre gratuita, ni la de los derechos sociales es siempre costosa. Muchas

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veces la gente autotutela su derecho a la salud, a alimentación o a la vivienda a través de sus propios cultivos, de sus propias plantaciones, o levantando sus barrios. Y lo que le exige a los Poderes Públicos, por ejemplo, es que no autorice la comercialización de transgénicos, que no contamine, que no practique desalojos arbitrarios o simplemente que dote de seguridad jurídica a las situaciones de hecho existentes. En la mayoría de los casos, por tanto, no se trata de obligaciones costosas. De ahí que pueda afirmarse, también en este caso, que todos los derechos suponen obligaciones en parte costosas y en parte no. Naturalmente, mientras mayor es el costo que involucra la satisfacción de un derecho, más complicada es su protección. Pero esa dificultad no tiene por que resolverse en la devaluación jurídica del derecho. Nadie en su sano juicio afirmaría que el derecho a la libertad de expresión autoriza a cualquier persona a recurrir ante un juez para pedirle que le conceda un espacio gratuito en la radio o en la televisión que quiera. Sin embargo, nadie concluye por eso que la libertad de expresión no sea un derecho fundamental. Lo mismo puede decirse de los derechos sociales. Que el derecho a la vivienda sea un derecho fundamental no significa que cualquier persona pueda aspirar a que un juez le conceda sin más una casa gratis (aunque bajo determinadas circunstancias esa obligación puede existir). En realidad, la positivización del derecho a la vivienda tiene muchas otras implicaciones que exceden el otorgamiento de una “casa gratis”: evitar la discriminación de los Poderes Públicos en el diseño de planes de vivienda, limitar las prerrogativas de los particulares en materia de alquileres, evitar los desalojos arbitrarios, asegurar la participación ciudadana en las reformas urbanísticas, etcétera. Lo que hay aquí, en realidad, es una cuestión de fondo. Y es que el argumento de la escasez de recursos no puede utilizarse como una presunción a favor de los Poderes Públicos que les permite eludir sus

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obligaciones en materia de derechos fundamentales. Si los recursos son escasos, incumbe a los Poderes Públicos, y no a los ciudadanos, probarlo. Más concretamente, se debe probar: en primer lugar, que se están realizando, como exige el PIDESC, todos los esfuerzos humanos y técnicos, y hasta el máximo de recursos disponibles, para garantizar el derecho en cuestión. Y en segundo lugar, que se está cumpliendo con un deber de prioridad, asignando dichos recursos a los grupos más vulnerables y a las situaciones más urgentes. Precisamente por eso, el deber de información en materia de políticas públicas es tan importante en materia de derechos sociales. Y es que la circulación de información veraz y suficiente es capital para determinar, por ejemplo, cuáles son los sectores más vulnerables o si una política social es razonable o no. Desbaratados estos mitos en torno a los derechos sociales, cae también otro de los mitos más recurrentes que se esgrime cuando se habla de derechos sociales: el de su no justiciabilidad. Los derechos civiles y políticos, se dice, son derechos en sentido pleno porque son justiciables, son derechos que pueden reclamarse ante un tribunal. En cambio los derechos sociales no. Me pasa a menudo en mis visitas a México, cuando salen estos temas, que alguien invoca el amparo y la exclusión de los derechos sociales de las denominadas garantías constitucionales individuales. Sin embargo, este es un argumento de política constitucional, pero no un impedimento técnico concluyente. Quiero decir, una cosa son los obstáculos procesales que pueden removerse y otra la existencia de una imposibilidad técnica estructural. Si se analiza el problema con realismo, es posible constatar que miles de tribunales de todo el mundo utilizan cotidianamente técnicas hermenéuticas que perfectamente servirían para proteger los derechos

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sociales de las personas: el principio de no discriminación, el principio de igualdad, el principio de razonabilidad o de proporcionalidad. Incluso en aquellos ordenamientos constitucionales como el estadounidense o el canadiense, que no consagran explícitamente derechos sociales, abundan los casos de tutela de la vivienda o la salud de las personas a través de derechos civiles clásicos como la libertad de domicilio, la integridad física o el debido proceso. En otras palabras: existen muchísimos mecanismos procesales que permitirían a los jueces, en diversos grados, proteger los derechos sociales de las personas. Así, asegurando el acceso de las personas y colectivos más vulnerables a información en materia de salud o de educación. O impidiendo las discriminaciones ilegítimas en cuestiones de vivienda. O asegurando la razonabilidad de las políticas públicas puestas en marcha en el ámbito local. Hay una sentencia reciente del Tribunal Supremo de la India, muy interesante, en la que el derecho a la alimentación de miles de personas se protege precisamente a través del derecho a la información. En el caso en cuestión, una sequía tremenda arruina muchísimos cultivos y genera una situación de emergencia alimentaria que afecta a miles de mujeres, hombres y niños. Una Asociación de Derechos Humanos presenta una especie de amparo colectivo ante el Tribunal Superior y solicita que los Poderes Públicos hagan algo para resolver la situación de los sectores sociales perjudicados. Los litigantes argumentan que el derecho a una alimentación adecuada forma parte del derecho a la vida, consagrado de manera explícita en la Constitución India. Lo interesante, precisamente, es lo que hace el Tribunal Superior de Justicia. Puesto que no puede él mismo ordenar la prestación directa de los recursos en juego, emite un mandamiento judicial a los diferentes Estados de la India para que informen cuál es la situación de los silos de granos en cada uno de ellos, y cómo se están repartiendo esos granos en los distintos

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programas habitacionales. A partir de la información recibida, el Tribunal constata que muchos de esos productos no han sido utilizados de manera adecuada, y por tanto ordena a los diferentes Estados que reformen sus programas sociales para atender los casos más apremiantes. De ese modo, el Tribunal no sustituye al legislador en el diseño de la política concreta, pero sí lo obliga, a partir de la información disponible, a satisfacer el contenido mínimo del derecho en cuestión, teniendo en cuenta el estado de los afectados y los recursos disponibles. Es decir, que si se discute el fondo del asunto, tampoco en materia de justiciabilidad existen diferencias tajantes entre los derechos civiles y políticos y los derechos sociales. Las dificultades que afectan la satisfacción de unos, sobre todo cuando está en juego su faceta prestacional, también afecta la satisfacción de los otros, y por lo tanto, ambas categorías exigen soluciones procesales e interpretativas imaginativas por parte de los operadores autorizados. Luego, en el debate, podemos ahondar, si quieren, en algunos de estos temas. Y no es baladí tratarlos en este recinto, ya que en el fondo, los avances en el control jurisdiccional de las políticas públicas también incumben a los legisladores. Y es que en una democracia constitucional las mayorías legislativas coyunturales deben saber que son mayorías limitadas, que hay una esfera integrada precisamente por los derechos fundamentales, incluidos los sociales, sobre los que no pueden decidir, o no pueden dejar de decidir. Asumir que se tiene una democracia constitucional, en efecto, comporta reconocer que el contenido mínimo del derecho a la vivienda, al agua, a un ingreso digno, debe quedar fuera tanto del regateo político coyuntural como de los designios del mercado. Y los desafíos, en este sentido, son muchos.

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El primero de todos: ¿Cómo repensamos las garantías de los derechos fundamentales en un contexto crítico como el latinoamericano? ¿Cómo legislar mejor para los derechos sociales? ¿Cómo reconstruir las nociones de generalidad y abstracción en materia de salud o de educación sin por eso ahogar el respeto a la diversidad? ¿Cómo introducir mejor información, más transparencia y mecanismos de participación más amplios en el plano administrativo? ¿Qué políticas sociales exige un constitucionalismo democrático a la altura de los tiempos que nos tocan vivir? ¿Y las garantías jurisdiccionales? México es la cuna de un mecanismo procesal tan importante como el recurso de amparo. Pues bien, ¿qué nuevas formas de legitimación colectiva, qué nuevas vías de intervención jurisdiccional podrían incorporarse para tutelar los derechos sociales? ¿Los amparos colectivos? ¿Las acciones de clase o de interés público? Muchas constituciones latinoamericanas, desde la Constitución Brasileña de 1988 a la Colombiana de 1991 o la Venezolana de 1999, han innovado muchísimo en esta materia. Hay por tanto un campo interesante ahí para traducir y mejorar experiencias comparadas. Claro que en una tarea de este tipo hay que disipar toda ilusión tecnocrática. Las reformas institucionales: legislativas, reglamentarias, procesales, no se van a producir por sí solas, por obra de poderes constituidos repentinamente lúcidos. Nunca los Poderes Públicos se han autolimitado, sobre todo cuando está en juego la remoción de privilegios directos e indirectos. Yo no tengo nada contra la gente que de manera honrada cumple su trabajo aquí porque han sido votados. Pero lo cierto es que a lo largo de la historia, los Poderes Públicos nunca se han autolimitado sin más. Siempre las limitaciones, las conquistas en materia de derechos, han sido producto, en último término, de la presión de los propios sujetos afectados, y de la participación de los propios afectados en la tutela de sus

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derechos. De la intensidad y del alcance de esa presión ha dependido, a menudo, la mayor o menor eficacia de las técnicas puestas en marcha. Por eso de lo que se trata es de repensar, junto a las necesarias reformas institucionales, inéditas y amplias formas de participación ciudadana dentro de estas instituciones. Hacen falta buenas leyes y buenas sentencias en materias de derechos sociales. Pero más importante que redactar buenas normas es pensar cómo pueden participar los ciudadanos en la elaboración de esas normas y en el control de su aplicación. Aquí es fundamental, por ejemplo, pensar cómo ciertos mecanismos de participación –desde las iniciativas legislativas populares hasta los consejos municipales– pueden ponerse al servicio de la garantía de los derechos ciudadanos y no del poder político de turno. Piénsese, por ejemplo, en experiencias como los presupuestos participativos que hoy comienzan a vivirse en México y que tanta difusión han tenido en Porto Alegre, Brasil, o en Kerala, en la India ¿Por qué no pueden ser los propios ciudadanos, a través del debate organizado, quienes decidan, al menos respecto de una parte del presupuesto, cuáles son las prioridades en materia de asignación de recursos? La propia dinámica de la política institucional impide a los Poderes Públicos conocer con precisión cuáles son las necesidades efectivas de los ciudadanos ¿Por qué no involucrar a los destinatarios, a través de la participación legislativa, administrativa, e incluso jurisdiccional, en la identificación y definición de las necesidades sociales más apremiantes? En una democracia que se precie, en una democracia de calidad, estas cuestiones son insoslayables ¿Y por qué? Pues bien, desde un punto de vista normativo preocupado por defender la dignidad humana desde una perspectiva igualitaria, uno podría defender que una sociedad genuinamente democrática, que asegure la máxima autonomía de todos, es superior a una

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sociedad corrompida por el privilegio, las desigualdades y la existencia de millones de personas en situación de dependencia y desamparo. Soy consciente de que estas razones pueden sonar ingenuas y utópicas a muchos. Pensado con detenimiento, sin embargo, lo único utópico e iluso, al menos al mediano y largo plazo, es que sociedades tan desigualitarias como las que tenemos, puedan mantenerse como están sin que tengan lugar gravísimos enfrentamientos y conflictos sociales. Thomas Hobbes, que nació en medio de una guerra civil en Inglaterra, y que tenía terror a la exacerbación de los conflictos sociales, defendió el contrato social y ciertos derechos básicos para todos como un instrumento, precisamente, orientado a garantizar la paz. Ese contrato social, decía Hobbes, le conviene al más débil, pero también interesa a los más fuertes, puesto que incluso el más fuerte, en algún momento, tiene que dormir, y los más débiles pueden unirse y conspirar contra sus privilegios. La advertencia de Hobbes mantiene a mi juicio toda su actualidad. Y es que en la medida en que los mecanismos institucionales, legislativos, administrativos, judiciales, de garantía de los derechos sociales, no funcionen, se bloqueen o se manipulen desde el poder, mayores van a ser las manifestaciones ciudadanas de movilización, desobediencia civil y resistencia. El tema de la desobediencia civil es un tema delicado en una democracia constitucional, sobre todo cuando se trata de distinguir la desobediencia civil de la desobediencia incivil. Sin embargo, es un tema que tiene defensores tan lejanos como Santo Tomás de Aquino, como el propio John Locke, y entre los contemporáneos, como John Rawls o Jürgen Habermas. Un liberal como Locke, por ejemplo, recordaba que cuando el monarca viola el contrato social, cuando se bloquean las vías institucionales que permiten plantear las propias demandas, lo único que le queda a los ciudadanos es “clamar al cielo”.

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Naturalmente, entre la puesta en marcha de mecanismos imaginativos y eficaces de participación y situaciones en las que sólo queda “clamar al cielo”, hay un amplio margen para la experimentación. Y aquí los Poderes Públicos tienen una responsabilidad enorme. Si no se alientan mecanismos viables de participación, si no se involucra a los destinatarios de los derechos en la tutela de sus propias necesidades, ¿que reacciones esperar? ¿No será la represión de los conflictos y de los movimientos sociales una muestra de impotencia y de escaso sentido de la autocrítica por parte del poder frente a los mecanismos de participación realmente existentes? Cada vez que vengo a México, tengo la impresión de que existe una gran preocupación por el tema de la ingobernabilidad. El conflicto y la movilización ciudadana –suelo oír con frecuencia– es perjudicial porque genera ingobernabilidad. Ahora bien, la pregunta es tal vez otra: ¿Qué gobernabilidad, qué seguridad jurídica es la que interesa construir?, ¿La gobernabilidad de los privilegios o la gobernabilidad de los derechos? ¿La seguridad jurídica para unos pocos o para todos? ¿Sólo para el mercado y los inversores, como parece ser la regla en estos tiempos, o para todas las personas, comenzando por quienes se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad? Este, creo, debería ser el debate de fondo, no tanto un debate a favor o en contra de la gobernabilidad, si no del tipo de gobernabilidad que se persigue. Sin duda, soy consciente de que todas estas posiciones que estoy planteando, son minoritarias –aunque cada vez menos– en la ciencia política y en la ciencia jurídica actuales. No son éstos los temas que se están enseñando cotidianamente en las Facultades de Derecho. Pero me parece importante discutirlos para comenzar a ver la realidad de otra manera. Un poeta peruano que a mí me gusta mucho, César Vallejo, tiene unos versos que dicen: “mi madre me levanta el cuello del abrigo, no porque esté

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nevando, sino para que empiece a nevar”. Pues bien, yo creo que la importancia de repensar los derechos fundamentales y los derechos sociales tiene que ver con esto. Librarnos de los prejuicios y de los mitos en torno a ellos no supone su automática satisfacción, pero es una condición indispensable para que, alguna vez, todos y todas puedan disfrutar de ellos.

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Fernández de Frutos, Marta. Doctora en Derecho por la Universidad Autónoma de Barcelona. Profesora de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Barcelona. Publicaciones de Derechos

diversos artículos sobre

Fundamentales

y,

control

de

constitucionalidad. Cuenta con estudios sobre el Poder Judicial. Estancias de investigación en la Universidad de Filadelfia y en Universidad de Derecho de Montreal.

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e. La problemática de las fuentes del derecho Por Marta Fernández de Frutos* El motivo de mi presencia ante ustedes es hablarles del sistema de fuentes del derecho en el ordenamiento jurídico español. No pretendo aquí realizar una clase magistral sobre cada una de las fuentes que integran nuestro ordenamiento, no creo que ese sea el objetivo de este acto. Mi pretensión es más modesta, y creo que, además, su paciencia lo agradecerá. Mi conferencia se centrará en explicar cómo la aprobación y entrada en vigor de la Constitución Española de 1978 ha supuesto una alteración profunda del sistema de fuentes del derecho vigente hasta ese momento. La Constitución de 1978, que recientemente ha cumplido 25 años, es una Constitución que se enmarca en el modelo europeo constitucional posterior a la Segunda Guerra Mundial. Esto implica que frente a la tradición constitucional española del S. XIX, en que las constituciones se sucedían en el tiempo a golpe de cambio de régimen político o por la fuerza de las armas, y se caracterizaban por ser textos carentes de un efectivo valor jurídico, la Constitución de 1978 surge con la voluntad de permanecer en el tiempo y de actuar como verdadera norma jurídica, con las consecuencias que ello implica.

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Doctora en Derecho por la Universidad Autónoma de Barcelona, España.

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La aprobación de la Constitución del ‘78 requería, para conseguir ese doble objetivo que acabo de mencionar, ser fruto del consenso entre las diferentes fuerzas políticas (y en este sentido la ponencia encargada de su redacción pretendía ser el reflejo de las distintas opciones políticas existentes. Así se nombró una ponencia formada por siete miembros: tres por Unión de Centro Democrático, uno por el Partido Socialista Obrero Español, uno por Alianza Popular, uno por el Partido Comunista Español, y uno por Minoría Catalana); además debía intentar ofrecer una solución a los problemas endémicos que habían caracterizado nuestra historia constitucional (así, entre otros, la cuestión religiosa, las Fuerzas Armadas, la opción entre Monarquía y República, o la organización territorial); era necesario, asimismo, que fuese un texto abierto que permitiese diferentes lecturas; y por último, debían establecerse mecanismos tendentes a garantizar la supremacía del texto constitucional, así, por un lado, el sistema de reforma, y por otro, el control de constitucionalidad. No pretendo ahora entrar a desarrollar cuál fue el proceso de elaboración y aprobación de la Constitución, ni realizar un examen concreto del contenido de la misma, sino que mi discurso se centrará, como ya dije al principio, en el impacto de la Constitución en el sistema de fuentes. En primer lugar, la aprobación de la Constitución supuso, como ya he dicho, la opción por un sistema constitucional presidido por una norma jurídica suprema, la Constitución, de la que derivan su validez el resto de normas jurídicas, lo que implica que deban establecerse mecanismos tendentes a asegurar esa supremacía normativa. Pero además, la Constitución es la norma que establece qué otras normas jurídicas pueden formar parte del ordenamiento, es, utilizando la expresión latina, la norma normarum, la fuente de las fuentes del derecho. La Constitución como norma jurídica que establece las bases del nuevo ordenamiento, incluye en su contenido aquellos dos elementos que de

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acuerdo con el Art. 16 de la Declaración de Derechos Francesa de 1789 definen una Constitución: la división de poderes y la garantía de los derechos. De esta forma, puede decirse que la Constitución de 1978 no sólo se caracteriza por el elemento formal (ser una norma jurídica que encuentra su origen en la voluntad popular, que se elabora siguiendo un procedimiento específico, que contiene su propio procedimiento de reforma), sino también por el material, su contenido permite que pueda afirmarse que el Estado Español después de la Constitución de 1978, se configura como un Estado Constitucional. Entre los principales contenidos del texto constitucional cabe destacar la definición de la forma de Estado, de la forma de Gobierno, el establecimiento de los valores superiores del ordenamiento, la regulación de los diferentes órganos constitucionales, y el reconocimiento de los derechos fundamentales y sus garantías. Por lo que se refiere a los mecanismos tendentes a asegurar la supremacía normativa de la Constitución, cabe señalar, por una parte, el establecimiento de un procedimiento rígido para la reforma del texto constitucional, y, por otra, la opción por un sistema de control de constitucionalidad concentrado, atribuido al Tribunal Constitucional. El mencionado procedimiento de reforma responde a la voluntad de garantizar la permanencia del texto constitucional, requiriéndose un amplio consenso político para tramitar y aprobar la reforma de alguno de los preceptos constitucionales. De esta forma, el Constituyente trató de conjugar estabilidad constitucional con posibilidad de cambio. La Constitución no es un texto inmutable, y su reforma puede ser aconsejable, e incluso necesaria en determinados supuestos. No obstante, el establecimiento de un procedimiento de reforma complejo pretende conseguir que la modificación sólo se realice cuando se hayan agotado las diferentes lecturas

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constitucionales, y que, además esa modificación se tramite en un clima de consenso, en el que la mayoría parlamentaria requerida para la aprobación de la reforma sea tal que exija un pacto entre las diferentes fuerzas políticas, impidiendo que una única fuerza política, aunque disponga de mayoría absoluta en el Parlamento, pueda llevar a cabo la reforma. Respecto al control de constitucionalidad como garantía de la supremacía de la Constitución, acabo de mencionar que el Constituyente del 78´ estableció un sistema de control de constitucionalidad concentrado, que es ejercido por el Tribunal Constitucional a través de dos procedimientos, el recurso y la cuestión de inconstitucionalidad. De esta forma, el modelo español sigue el ejemplo de las otras Constituciones de la Europa Continental, en especial el modelo Alemán y el Italiano. Esto implica que se sustrae a los órganos judiciales el control de constitucionalidad de las leyes y normas con rango de ley, siendo el Tribunal Constitucional el que ostenta el monopolio en la declaración de inconstitucionalidad de dichas normas. No obstante, a pesar de que una primera impresión podría ser la de pensar que la opción por este sistema implica que los órganos judiciales no ejercen ninguna función en el control del respeto al texto constitucional, esa es una impresión equivocada. Los órganos judiciales controlan la constitucionalidad de las normas con rango inferior a la ley, y pueden dejar de aplicarlas en el curso de un proceso si constatan su inconstitucionalidad; asimismo, por lo que se refiere a las leyes y normas con rango de ley, si un juez en el curso de un proceso considera que una ley aplicable podría ser inconstitucional, si bien no puede dejar de aplicarla, debe plantear la cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional, para que sea éste el que se pronuncie sobre la constitucionalidad de la norma. Los jueces realizan así, una función importante en el control de constitucionalidad de la actuación del legislador, puesto que les corresponde

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decidir si consideran que una ley permite una lectura conforme con la Constitución, pudiendo en caso contrario plantear la cuestión de inconstitucionalidad. Además, dado que el recurso de inconstitucionalidad al que ahora haré referencia, sólo puede ser planteado en los tres meses siguientes a la publicación de la ley, a partir de ese momento la iniciativa para poner en marcha el control de constitucionalidad por el Tribunal Constitucional reside exclusivamente en los órganos judiciales. Por lo que se refiere al otro procedimiento de control de constitucionalidad: el recurso de inconstitucionalidad, este es un procedimiento de control de carácter abstracto que permite a determinados sujetos (el Presidente del Gobierno, un número determinado de Diputados o de Senadores, el Defensor del Pueblo, los órganos legislativos y ejecutivos de las CCAA), plantear ante el Tribunal Constitucional la posible inconstitucionalidad de una ley o norma con rango de ley. No obstante, a diferencia de lo que ocurre con la cuestión de inconstitucionalidad en que los jueces acuden ante el Tribunal Constitucional cuando tienen que aplicar una ley en un proceso concreto y dudan de su constitucionalidad, en el supuesto del recurso la posible inconstitucionalidad de la norma se plantea de forma abstracta, desvinculada de su aplicación práctica, esto motiva que así como en relación con la cuestión de inconstitucionalidad, la decisión de plantearla ante el Tribunal Constitucional, se justifica porque el juez no puede aplicar en el proceso una ley que considere inconstitucional. El uso del recurso de inconstitucionalidad se ha caracterizado por un mayor grado de politicidad, resulta patente que en un gran número de supuestos, en el planteamiento del recurso existe un trasfondo de motivos políticos que llevan a cuestionar la constitucionalidad de la ley. Respecto al papel del Tribunal Constitucional en la configuración del sistema de fuentes del derecho, es necesario hacer referencia a que el Tribunal a través de sus sentencias puede contribuir a modificar el contenido

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del ordenamiento jurídico. En la configuración originaria del Tribunal Constitucional, tal y como fue pensado por el ilustre jurista austriaco Hans Kelsen, el Tribunal debía limitarse a actuar como un legislador negativo, es decir, en el ejercicio de su función sólo podía declarar la inconstitucionalidad de las leyes aprobadas por el Parlamento provocando su expulsión del ordenamiento jurídico. No obstante, la realidad resulta mucho más compleja y el Tribunal Constitucional, por diversas circunstancias en las que no entraré ahora, ha ido interviniendo de una forma más activa en el ejercicio de su función al realizar el control de las normas sometidas a su examen. Así, junto a las sentencias en las que se limita a desestimar, confirmando la constitucionalidad de la norma, o a estimar, declarando la inconstitucionalidad de la norma y provocando su expulsión del ordenamiento, existen sentencias en las que el Tribunal Constitucional fija cuál es la interpretación de la norma que debe seguirse, recibiendo estas sentencias el nombre de sentencias interpretativas; o modifica el contenido de la norma añadiéndole algo para que la misma resulte conforme con la Constitución, hablándose en este supuesto de sentencias aditivas. De esta forma, el Tribunal Constitucional influye directamente en el contenido de las normas sometidas a su control, puesto que si fija una determinada interpretación de la norma, rechazando las otras posibles interpretaciones, esa interpretación vincula a todos los Poderes Públicos, y se impone incluso sobre la interpretación que en su día pretendió darle el órgano que la aprobó. Esta intervención activa del Tribunal Constitucional ha motivado que se diga que junto a su función de legislador negativo, a veces también actúa como legislador positivo. Volviendo a la Constitución y su posición en el ordenamiento, he de volver a recordar que la aprobación de la misma, además de conllevar la inclusión en la cúspide del ordenamiento jurídico de una norma legitimada

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democráticamente por los ciudadanos mediante su ratificación por referéndum, supuso un cambio profundo respecto al resto de las normas que a partir de ese momento podían formar parte del ordenamiento jurídico español. Así, cabe destacar que junto a las leyes ordinarias aprobadas por el Parlamento, y los reglamentos aprobados por el Gobierno, se prevé la aprobación por el Congreso y el Senado de sus propios reglamentos; la inclusión de un nuevo tipo de leyes, las leyes orgánicas; la posibilidad de que el Gobierno pueda aprobar normas con rango de ley, que son los decretos legislativos y los decretos leyes. Asimismo, la opción por una organización territorial descentralizada, al posibilitar la creación de Comunidades Autónomas, implica el reconocimiento de potestad normativa a las Asambleas Legislativas y a los Consejos Ejecutivos de cada una de las diferentes Comunidades Autónomas en que se divide territorialmente el Estado. De esta forma, en el ordenamiento conviven normas estatales con normas autonómicas. Por último, la previsión en el Art. 93 CE de la posible celebración de Tratados Internacionales por el Estado Español mediante los que se atribuya a una organización internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución, permitió la incorporación del Estado Español en la Unión Europea. Dicha incorporación supuso que a partir de ese momento las normas aprobadas por los órganos de la Unión Europea se integran en el ordenamiento jurídico español sin necesidad de un acto de ratificación por parte del Estado, lo que además de implicar un cambio en la concepción de la soberanía estatal respecto a su exclusiva potestad normativa, conlleva la obligación del Estado de adaptar sus normas internas a lo previsto en la normativa europea. Los cambios producidos en el ordenamiento jurídico español que acabo de mencionar, conllevan una auténtica transformación de los

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principios que rigen las relaciones entre las normas jurídicas integrantes de dicho ordenamiento. En primer lugar, el imperio de la ley como principio clásico en el ordenamiento europeo continental que suponía aceptar la omnipotencia de la ley como norma jurídica aprobada por el Parlamento en tanto que representante de la voluntad popular, queda trastocado en ese nuevo modelo. La ley deja de ser una norma no susceptible de control, ya que su subordinación a la Constitución motiva que se atribuya el control de constitucionalidad de la misma al Tribunal Constitucional; asimismo se permite que el Gobierno pueda aprobar normas que tienen el mismo rango que la ley, y que, por tanto, siempre que se aprueben cumpliendo lo establecido en la Constitución van a ocupar la misma posición que las leyes en el ordenamiento jurídico, no relacionándose con ella en términos de jerarquía. También hay que tener presente que, como ya he mencionado, la Constitución posibilita la configuración de un Estado descentralizado en el que junto al Estado central existen las Comunidades Autónomas que gozan de autonomía normativa, pudiendo aprobar leyes autonómicas, que se relacionan con la ley estatal de acuerdo con el principio de competencia, y no en base a criterios jerárquicos. En este momento quiero hacer un inciso para decir que la Constitución del 78´ no dejó cerrado el modelo de organización territorial, sino que dada la dificultad de llegar a un consenso, se optó por establecer en el texto constitucional la posibilidad de que las provincias y territorios que cumpliesen los requisitos establecidos en la Constitución, pudiesen constituirse en Comunidades Autónomas. En el texto constitucional se previó qué procedimiento había que seguir para poner en marcha el proceso de constitución de las Comunidades Autónomas, cómo debían aprobarse sus

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Estatutos de Autonomía, cuál debía ser su contenido y cuáles eran las posibles competencias que podían asumir las Comunidades Autónomas. Por tanto, el principio dispositivo es el que rige la organización territorial, la existencia de las Comunidades Autónomas no se impone constitucionalmente, sino que se permite a los territorios optar por constituirse en Comunidades Autónomas cumpliendo los requisitos establecidos en el texto constitucional. En la práctica todos los territorios han hecho uso de esta posibilidad, y así el territorio estatal se encuentra dividido en 17 Comunidades Autónomas más dos ciudades autónomas, Ceuta y Melilla. Estas Comunidades Autónomas no disponen de un texto constitucional propio, sino que su norma institucional básica, es el Estatuto de Autonomía, que es una norma aprobada por el Estado central con la forma de ley orgánica. No obstante, el hecho de que formalmente sea una ley orgánica estatal, no puede llevarnos a pensar que estamos ante una ley estatal como las demás. En el procedimiento de elaboración de los Estatutos de Autonomía intervienen representantes de los territorios que quieren constituirse en Comunidades Autónomas, y en algunos supuestos es necesaria la intervención de los ciudadanos mediante referéndum; el Estatuto de Autonomía debe contener su propio procedimiento de reforma, y en ningún caso puede ser modificado por otra norma estatal; además, el Estatuto de Autonomía es la norma superior del subordenamiento jurídico autonómico y determina qué fuentes del derecho pueden existir dentro de la Comunidad Autónoma; por último, es una norma que actúa como parámetro de constitucionalidad no sólo de las normas autonómicas sino también, en su caso, de las normas estatales, ya que si una norma estatal regula competencias reservadas a la Comunidad Autónoma en el Estatuto de Autonomía esa es una norma que vulnera el sistema de competencias

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previsto en la Constitución, y el Tribunal Constitucional puede declarar su inconstitucionalidad y consiguiente expulsión del ordenamiento. La configuración de las Comunidades Autónomas y el reconocimiento de potestad normativa a sus órganos, provoca que el tradicional principio de jerarquía que regía las relaciones entre normas jurídicas no sirva para explicar las relaciones entre normas estatales y normas autonómicas, siendo así necesario recurrir al principio de competencia que pasa a jugar un papel esencial en el nuevo modelo de ordenamiento jurídico. Así, la nueva organización territorial implica que junto a las normas estatales conviven las normas autonómicas, y entre ellas no hay relación de jerarquía, sino que rige el principio de competencia. De esta forma, las normas estatales y las normas autonómicas son válidas si se aprueban en virtud de las competencias asumidas de acuerdo con la Constitución y los correspondientes Estatutos de Autonomía. Este criterio que, en principio, parece claro y que no debería generar conflictividad, en la práctica ha resultado de una compleja aplicación. La razón de esta complejidad se encuentra en el hecho de que es frecuente que sobre una misma materia confluyan diferentes tipos competenciales. Por ejemplo, puede ocurrir que se tenga que realizar dentro de una Comunidad Autónoma una carretera, y eso va a motivar que confluyan, entre otras, la competencia sobre carreteras, urbanismo, medio ambiente, competencias que unas pueden ser de titularidad del Estado y otras de la Comunidad Autónoma. Asimismo, puede ocurrir que sobre una misma competencia el Estado y las Comunidades Autónomas tengan diferentes potestades, así, el Estado puede ostentar la competencia de legislación básica sobre sanidad y la Comunidad Autónoma la competencia sobre legislación de desarrollo. Esta complejidad competencial ha motivado que haya sido el Tribunal Constitucional mediante la tramitación de recursos de inconstitucionalidad y conflictos de competencia

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el que haya ido delimitando cuáles deben ser los principios jurídicos que rijan las relaciones entre normas estatales y normas autonómicas. He mencionado la posibilidad de que el Gobierno pueda aprobar normas con rango de ley, que ocupan en el ordenamiento jurídico la misma posición que las leyes aprobadas por el Parlamento, y ahora me gustaría centrarme en el papel del Gobierno en relación con las fuentes del derecho. La aprobación de la Constitución de 1978 provoca el reconocimiento del Gobierno como órgano central de la dirección política del Estado, superando la clásica consideración del Gobierno como Poder meramente Ejecutivo, el Gobierno es Poder Ejecutivo, pero es mucho más que mero Poder Ejecutivo, puesto que la Constitución le atribuye la dirección política interna y externa del Estado. Este reforzamiento de la posición del Gobierno en el conjunto del Estado, va a tener también su reflejo en la potestad normativa del mismo. Así, junto a la potestad reglamentaria, que es la función normativa que tradicionalmente corresponde al Gobierno, se permite que el Gobierno pueda aprobar normas con rango de ley, y, además, se le reconoce iniciativa legislativa, es decir, que puede poner en marcha el procedimiento legislativo ante el Parlamento mediante la presentación de un proyecto de ley. De esta forma, el Gobierno ya no sólo aprueba reglamentos, que son normas jurídicas subordinadas a la ley, con la que se relacionan en base al principio de jerarquía, sino que puede aprobar decretos leyes y decretos legislativos que son normas con rango de ley y que no mantienen una relación jerárquica con la ley aprobada por el Parlamento. No obstante, esta posibilidad de aprobar normas con rango de ley, requiere ser ejercida dentro de los límites marcados por el texto constitucional, y en ningún caso supone que el Gobierno comparta potestad legislativa con el Parlamento. El Parlamento es el único titular de la potestad legislativa, y el Gobierno no aprueba leyes, sino normas con rango de ley; además, la Constitución

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excluye la actuación del Gobierno en relación con determinadas materias; y requiere la existencia de control parlamentario sobre esas normas, así, en el caso de los decretos legislativos es necesario que exista una previa delegación del Parlamento que permita la aprobación de un decreto legislativo por el Gobierno, y en relación con los decretos leyes una vez aprobados por el Gobierno deben ser convalidados por el Congreso. Por lo que se refiere a la iniciativa legislativa, si bien la Constitución atribuye dicha iniciativa al Gobierno, al Congreso, al Senado, a las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas y a los ciudadanos, quiero destacar que más del 90% de las leyes aprobadas en el Parlamento, tienen su origen en un proyecto de ley presentado por el Gobierno, lo que implica que, si bien va a ser en el Parlamento donde se van a tramitar y aprobar las leyes, las materias sobre las que dichas leyes se van a aprobar, son aquéllas que decide el Gobierno. Acabó de hablar de la potestad normativa del Gobierno, y el reforzamiento de su posición en el sistema de fuentes del derecho; y creo que ahora es de justicia hacer referencia a qué ocurre con el Parlamento, hacer mención a qué supone que el Parlamento ya no sea el único órgano que puede aprobar normas que ocupan una posición primaria en el ordenamiento. En primer lugar, quiero señalar que en el sistema parlamentario español, el único órgano que resulta elegido democráticamente por los ciudadanos es el Parlamento, puesto que el Presidente del Gobierno es elegido por los Diputados a través del procedimiento de investidura; el Parlamento es el órgano representante de la voluntad popular, lo que a su vez implica que las normas aprobadas por ese órgano, esto es, las leyes, ocupen una posición de primacía en el ordenamiento jurídico. Así, si bien existen normas aprobadas por el Gobierno con el mismo rango que la ley, no puede olvidarse que esas normas sólo pueden actuar

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sobre las materias no excluidas por la Constitución, y que el Parlamento ha de ejercer un control a priori o a posteriori, para que esas normas puedan ser válidamente aprobadas y formen parte del ordenamiento jurídico. Por el contrario, la ley es una norma que en principio puede regular cualquier materia, y, además, respecto a determinadas materias que la Constitución considera de especial relevancia, como los derechos fundamentales, se establece la reserva de ley, es decir, sólo la ley puede regular esas materias, sin que en ningún caso el Parlamento pueda delegar su regulación en cualquier otra norma jurídica. Además, la ley no es una norma de ejecución, sino que dentro del respeto a la Constitución, el legislador tiene libertad de configuración. Me explico; así como el reglamento que aprueba el Gobierno es una norma que sólo puede actuar dentro de los límites marcados previamente por la ley; en cambio, el legislador no es un mero ejecutor de la Constitución. El texto constitucional permite diferentes lecturas porque es un texto abierto y plural, en el que tienen cabida diferentes opciones políticas, y por ello el legislador no tiene una única opción cuando decide regular una determinada materia, sino que la Constitución marca unas directrices, unos principios, y dentro de los mismos pueden caber diversas formas de regulación. Por todo esto, y muchas cosas más que ahora por distintas razones no es conveniente entrar, creo que en ningún caso las alteraciones que en el sistema de fuentes del derecho ha conllevado la aprobación de la Constitución, deben llevar a minusvalorar el papel del Parlamento en el ordenamiento jurídico, ni a menospreciar la posición de la ley en dicho sistema de fuentes. Es cierto que la ley ya no es la norma suprema del ordenamiento jurídico, que está subordinada a la Constitución, que debe respetar el sistema de distribución de competencias con las CCAA, y que puede ser declarada inconstitucional por el Tribunal Constitucional, pero aun así sigue siendo una norma primaria que se elabora y discute en el

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Parlamento, y en él los diferentes grupos políticos pueden presentar enmiendas al texto originario, enmiendas que pueden o no, ser tomadas en consideración, pero que en todo caso deben ser objeto de examen y de debate, de discusión parlamentaria, y deben ser publicadas en los Boletines Oficiales de las Cámaras, pudiendo ser conocidas por los ciudadanos, y es ahí donde reside la dignidad y grandeza de la ley, su elaboración es y debe ser, por encima de mayorías políticas, pública y democrática, en ningún caso el Gobierno que tenga mayoría parlamentaria debe sustraer ese debate a los representantes de los ciudadanos, porque es el debate de la ley, el que legitima su aprobación e incorporación al ordenamiento jurídico. Pasando ahora a hacer referencia a la integración de normas internacionales en nuestro ordenamiento jurídico, hay que destacar que la Constitución de 1978 permite la incorporación de Tratados Internacionales al ordenamiento jurídico español. Dichos Tratados se incorporan una vez que se realiza la correspondiente ratificación por los órganos estatales competentes y se publican en el BOE, siendo necesario en determinados supuestos que el Parlamento autorice la ratificación del Tratado. Por lo que se refiere a la posición de los Tratados Internacionales en el ordenamiento jurídico interno, hay que destacar que en todo caso los Tratados Internacionales deben ser conformes con lo dispuesto en la Constitución de 1978. Para asegurar dicha conformidad se prevé la existencia de un control previo de constitucionalidad que permite (puesto que es facultativo) que antes de la ratificación de un Tratado Internacional se pueda consultar al Tribunal Constitucional sobre si existe alguna disposición de ese Tratado contraria al texto constitucional. Si el Tribunal Constitucional constata esa contradicción, el Tratado sólo puede ratificarse si previamente se procede a la reforma del texto constitucional. Esto fue lo que ocurrió en relación con el Tratado de Maastrich de 1992 de la Unión Europea; Dicho Tratado establecía el derecho de sufragio activo y pasivo en las elecciones

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municipales para todos los ciudadanos de la Unión Europea en cualquiera de los Estados miembros en los que residiesen, pero el Art. 13.2 de la Constitución no permitía esa posibilidad en relación con el sufragio pasivo; por tanto, habiéndose consultado al Tribunal Constitucional, ése declaró que existía una contradicción entre el Tratado y el Art. 13.2 de la Constitución, y que sólo la reforma del precepto constitucional permitía la ratificación e incorporación del Tratado al ordenamiento interno. Esto motivó que se acordase la reforma del Art. 13.2, que hasta la fecha es la única reforma de la Constitución que se ha realizado, y una vez realizada se procedió a la ratificación del Tratado de Maastrich. Asimismo, hay que decir que aun habiéndose incorporado un Tratado Internacional al ordenamiento jurídico español, es posible realizar el control de constitucionalidad del mismo a través del recurso de inconstitucionalidad o de la cuestión de inconstitucionalidad; no obstante, en este caso, los problemas jurídicos pueden plantearse a nivel internacional, ya que si el Tribunal Constitucional declara que el Tratado Internacional es contrario a alguna de las previsiones del texto constitucional, el Tratado no se aplicará en el ordenamiento interno, pero dado que la modificación de un Tratado sólo puede realizarse de acuerdo con el procedimiento previsto en el propio Tratado o con lo que dispongan las normas internacionales, si el Estado Español deja de aplicar el Tratado Internacional eso puede provocar que el Estado incurra en responsabilidad internacional. No puedo dejar de mencionar, por otro lado, el cambio que la incorporación del Estado Español a la Unión Europea ha conllevado en el sistema de fuentes del derecho. No entraré ahora a explicar las modificaciones que la aprobación de una futura Constitución Europea van a provocar en la explicación del concepto de soberanía y en la concepción de la Constitución interna como norma suprema del ordenamiento. Lo que quiero destacar es que la incorporación en la Unión Europea ha motivado

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que las normas aprobadas por los órganos competentes de la Unión, se integren inmediatamente en el ordenamiento jurídico interno sin necesidad de ningún acto de recepción por los órganos estatales. Por tanto, a diferencia de lo que ocurre con los Tratados Internacionales, que sólo pasan a formar parte del derecho interno cuando son ratificados por el Estado Español y publicados en el BOE, los reglamentos y directivas de la Unión Europea tienen efecto directo en los ordenamientos de los Estados que forman parte de la Unión, se incorporan a esos ordenamientos desde su publicación en el Boletín de la Unión o desde su comunicación a los Estados destinatarios, y a partir de ese momento vinculan a los Poderes Públicos, crean derechos y obligaciones para los ciudadanos, y son aplicables por los órganos judiciales internos. Asimismo, hay que señalar que en las relaciones entre Derecho interno y normas de la Unión Europea, rige el principio de primacía, por lo que en el supuesto en que un órgano judicial tenga que resolver un conflicto y existan una norma interna y una norma de la Unión Europea aplicables al supuesto, pero que regulen de forma contradictoria la solución jurídica del mismo, el órgano judicial aplicará la norma de la Unión Europea; esto no implica que la norma interna deje de formar parte del ordenamiento, sino que el principio de primacía implica su no aplicación, siendo necesario que el órgano competente proceda, en su caso, a su derogación por contradecir el derecho comunitario. De esta forma, si bien los órganos judiciales no pueden dejar de aplicar una ley o norma con rango de ley cuando consideren que puede ser inconstitucional, estando obligados a plantear la cuestión de inconstitucionalidad; sí pueden dejar de aplicarla si estiman que la ley o norma con rango de ley vulnera el derecho comunitario. Finalmente, hay que destacar que si un órgano judicial interno tiene dudas sobre la interpretación de una norma comunitaria, o considera que una norma comunitaria puede contradecir los Tratados de la Unión Europea,

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debe plantear una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, para que sea ése quien se pronuncie sobre la interpretación de la norma o su posible contradicción con los Tratados. Creo que estas pinceladas sobre lo que la aprobación de la Constitución de 1978 ha supuesto para las fuentes del derecho y para el ordenamiento jurídico español son suficientes para que se hagan una idea de la complejidad normativa existente. Espero no haberles aburrido demasiado, y que mi conferencia les haya sido de alguna utilidad. Muchas gracias.

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Gordillo Ferré, José Luis. Doctor en Derecho por la Universidad de Barcelona. Profesor titular de Filosofía del Derecho por la misma Universidad y Coordinador de la Sección de Filosofía del Derecho. Profesor invitado en las universidades Externado de Colombia y en la Internacional de Andalucía. Ha publicado diversos artículos sobre legitimidad de la intervención militar humanitaria, la ecologización del derecho, la historia del pensamiento pacifista y la relación de la monarquía y las fuerzas armadas. Ha editado dos libros: “Escritos políticos de Tolstoi” y “Gestión de los bienes comunes”.

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f. Impacto de la globalización en los derechos de libertad Por José Luis Gordillo Ferré* Muchas gracias. Antes de nada quiero agradecer la amable invitación que se me ha hecho a dar una conferencia hoy aquí, en esta casa. Y no lo digo por simple cortesía. Para toda persona de convicciones democráticas –y yo soy una de ellas– es un gran honor poder hablar en una institución en la que se reúnen los representantes elegidos por los ciudadanos. Asimismo, aprovecho la ocasión para dar las gracias a la Facultad de Derecho de la Universidad de Guanajuato, a su claustro de profesores y a su Decano, por la iniciativa del Master y por haber hecho posible que profesores españoles vengan aquí y puedan conocer otra realidad y otros puntos de vista. Para nosotros es, sin duda, una experiencia muy enriquecedora. Ahora bien, a quien quiero expresar mi agradecimiento de forma muy especial es a la Doctora Arminda Balbuena, porque sé que es la persona que ha hecho materialmente factible que el Master y los intercambios sean una realidad. Bien, he visto que este acto ha sido anunciado como una conferencia sobre “Globalización y derechos humanos”. Me temo que en la hora de la que dispongo no podría decir más que vaguedades acerca de ese gran tema. Por eso voy a proponerles para la discusión un tema más concreto: “El impacto de la globalización en los derechos de libertad”. *

Doctor en Derecho por la Universidad de Barcelona, España.

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Quiero empezar recordando que si hablamos de derechos estamos hablando de un asunto que tiene que ver con el lado político de la globalización, y por globalización entiendo el intento de crear un mercado de alcance planetario. Estimo que esta es la caracterización más sintética y clarificadora que se puede dar de dicho fenómeno. Para construir ese mercado mundial se supone que hay que derribar todas las barreras que impiden la libre circulación de los bienes y del capital financiero a lo largo y ancho del planeta, no así las que obstaculizan la libre circulación de las personas. Como ustedes saben bien, los países ricos están impidiendo, con leyes de extranjería cada vez más duras, que los náufragos del progreso –para decirlo de forma metafórica– arriben a las costas de las islas de la abundancia, que son Europa, EUA, Japón etc., La globalización fundamentalmente es, pues, económica; aunque también tiene un lado cultural evidente, otro tecnológico y otro político y militar. El análisis del lado político y militar de la globalización ha sido una cuestión que no ha ocupado un lugar central en el debate público, ha sido una tarea bastante descuidada, al menos hasta la invasión de Irak, tal vez por el arraigo de la creencia difundida por la vulgata neoliberal, según la cual los mercados funcionan solos. Una idea manifiestamente absurda: nunca ha habido ni puede haber mercado sin poder político. Pues bien: si de lo que se trata es de construir un mercado mundial, entonces ese proceso también parece exigir un poder político–militar de alcance planetario que garantice sus condiciones materiales de existencia. Una de esas condiciones es el suministro de energía. Si lo que se pretende es construir un mercado mundial, eso también implica que se va a incrementar el transporte de mercancías y personas. La principal fuente de energía para el transporte es el petróleo, por consiguiente, ese proyecto de construcción de un mercado mundial parece demandar un poder político–militar que garantice un suministro seguro de petróleo, porque si de

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pronto cesa dicho suministro, el mercado mundial desaparecerá o nunca llegará a existir. Al mismo tiempo es preciso un poder político–cultural que genere ideología de aceptación social, que genere consentimiento respecto al estado de cosas existente. También es necesario un poder político que reprima las amenazas al orden socio–económico. Y es aquí en donde entran en línea de cuenta los derechos de libertad. Cuando hablo de los derechos de libertad –lo aclaro porque en esto hay un cierto lío, incluso entre los especialistas– estoy hablando fundamentalmente de los derechos de primera generación, de los derechos por los que se luchó en las revoluciones liberales del Siglo XIX. Se trata de esos derechos que los filósofos ilustrados bautizaron como “derechos naturales”: el derecho a la vida y a la seguridad, el derecho a la libertad y el derecho a la propiedad. Se trata de los derechos proclamados en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa, o bien en la Declaración de Derechos Norteamericana, a los que se pueden añadir otros derechos que no aparecen exactamente con las revoluciones liberales. Pienso en el derecho de libre manifestación y de libre asociación de los trabajadores que son también manifestaciones del derecho a la libertad aunque, dicho sea de paso, no eran muy del agrado de los políticos liberales del Siglo XIX. Estos derechos clásicos se desarrollan y se concretan en otros derechos. El derecho a la propiedad privada lleva aparejado, por ejemplo, el derecho a libertad de empresa. El genérico derecho a la libertad implica, cuando menos, el derecho a la libertad de pensamiento, a la libertad de expresión, a la libertad de cátedra, al secreto de las comunicaciones, a la protección de la intimidad o a la libre circulación. El derecho a la vida, por otra parte, tiene dos vertientes: por un lado un derecho a exigir seguridad al Estado; por el otro, toda una serie de

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derechos que podemos llamar derechos frente al aparato coactivo del Estado. Éstos últimos tienen que ver con la visión liberal del Estado. Como es sabido, esta tradición tiende a considerarlo como una bestia, como un monstruo necesario para la vida en sociedad (recuérdese que Hobbes titula Leviathan su principal obra de Teoría del Estado, esto es, con el nombre de un monstruo bíblico) al que hay que domesticar, al que hay que poner siempre un bozal. Los derechos frente al poder coactivo del Estado formarían parte de ese bozal. En ese sentido se puede hablar de toda una serie de derechos cuya finalidad es inducir a que el Estado utilice su poder represivo de acuerdo con unos procedimientos establecidos y sin traspasar nunca unos límites infranqueables. Todo ello para evitar abusos que convertirían en éticamente equivalentes (y en peores materialmente, dado el gran poder del que disponen los Estados) los actos de los funcionarios y los de los delincuentes. ¿Cuáles son esos derechos? Pues el derecho a no ser detenido arbitrariamente por la policía, el derecho a no ser objeto de torturas y malos tratos, el derecho a la presunción de inocencia, el derecho a un juicio con todas las garantías, el derecho al habeas corpus; o bien, en el caso de haber sido condenado por la comisión de un delito, el derecho a cumplir una pena que respete los principios básicos del humanismo penal ilustrado. La mejor herencia de la cultura jurídico–política liberal (más de la proclamada, todo sea dicho, que de la efectivamente practicada por los Estados liberales) es la representada por la obra de Cesare Beccaria, el gran penalista italiano del siglo XVIII y autor de un gran libro que conviene leer y releer una y otra vez: De los delitos y de las penas. Todos estos derechos que he mencionado son derechos que ustedes conocen muy bien y que, además, están reconocidos en textos tan importantes como: la Declaración Universal de los Derechos Humanos de

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1948 o el Pacto de los Derechos Civiles y Políticos de 1966, que tanto España como México (y otros muchos Estados) han suscrito. Hablando en términos generales, la globalización ha tenido un impacto muy positivo en la protección y promoción de uno de los derechos mencionados. Ese derecho es el derecho a la propiedad privada (y no digamos ya la libertad de empresa: nunca jamás las empresas habían sido tan “libres” como lo son ahora gracias a la globalización) Más en concreto: el proceso de globalización ha favorecido sobre todo los intereses de los que tienen muchas propiedades y de quienes forman parte de los consejos de administración de las grandes empresas multinacionales. El problema es que la protección y promoción de la propiedad privada y de la libertad de empresa se ha hecho en detrimento de la protección y promoción de otros derechos. La lectura de los informes sobre el desarrollo humano del PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo) de los últimos veinte años, permite comprobar enseguida que la protección y la eficacia de los derechos sociales, económicos y culturales ha empeorado en todo el mundo debido a la mundialización económica. La globalización también ha comportado una reducción en la eficacia de los derechos de ciudadanía. La globalización impone, como mínimo, unos límites a las políticas económicas posibles. En este momento en muchos Estados representativos, cuando llega una campaña electoral los partidos que realmente pueden ganar las elecciones sólo hacen propuestas acerca de las mejores condiciones para atraer inversiones extranjeras o para impedir que éstas emigren hacia otros países. Cualquier otra propuesta –afirman– puede generar una fuga masiva de capitales, algo que se puede hacer fácilmente gracias a la globalización, y por ello se la considera absolutamente utópica, fuera de mundo, no realista. La globalización ha supuesto, pues, un recorte en la soberanía económica de los Estados. Si esa soberanía es una soberanía popular, eso también significa entonces que ha

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menguado la eficacia de los derechos políticos de los depositarios de dicha soberanía. Pero a todo lo anterior, que solamente me he limitado a apuntar, desde el 11 de septiembre del 2001 se ha superpuesto otro fenómeno, otro proceso que vamos a llamar la expansión planetaria de la cultura jurídica de la emergencia y la excepcionalidad, que está afectando muy negativamente a algunos de los clásicos derechos de libertad. Los atentados del 11–S acabaron con la etapa “feliz” de la globalización (dicho sea con toda la ironía del mundo: “feliz” según sus entusiastas defensores) y dieron inicio a su etapa militarista y belicista. Como todos sabemos, Bush después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 declaró una “guerra contra el terrorismo”, asumió poderes excepcionales que, entre otras cosas, comportaron una reducción de la capacidad de control del Poder Legislativo sobre el Poder Ejecutivo, y promovió la aprobación de toda una serie de medidas que restringen o directamente suspenden muchos de los derechos frente al aparato coactivo del Estado. Pienso, como seguramente pensarán ustedes, en la llamada “ley patriótica”, o bien en la ley que instituye los tribunales militares secretos (que sólo por ser secretos ya van en contra de toda la tradición jurídico–política occidental). Pero además, y también a instancias del Gobierno Estadounidense, poco después de los atentados del 11 de septiembre, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó una resolución, la 1373, en la que se instaba a todos los Estados miembros de Naciones Unidas a aprobar medidas legales de represión del terrorismo. Atendiendo a este llamamiento, una treintena larga de Estados de los 5 continentes han promulgado nuevas leyes antiterroristas. Hay un informe elaborado por el Pen Club (que es una organización no–gubernamental que se funda en 1921 con el objetivo de defender la libertad de expresión, en especial la libertad de expresión de los

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escritores y de los periodistas) en el que se hace un breve resumen del contenido de esas nuevas medidas. Se titula “Antiterrorismo, escritores y libertad de expresión” y se publicó en noviembre de 2003. Según este informe 35 Estados han aprobado muevas medidas legales de tipo antiterrorista después de los atentados del 11 de septiembre del 2001. Éstos son: Eritrea, Etiopía, Kenia, Marruecos, Mauritania, República Centroafricana, Sudáfrica, Swazilandia, Zimbabwe, Estados Unidos, Colombia, Panamá, Perú, El Salvador, Venezuela, Australia, Afganistán, Bangla Desh, India, Indonesia, Nepal, Pakistán, China, España, Francia, Gran Bretaña, Rusia, Kazajistán, Uzbeskistán, Turquía, Egipto, Israel, Jordania, Kuwait e Irak (después de la invasión). Muchos de estos Estados redactaron esas medidas antiterroristas inspirándose en lo que, por decir algo, se puede llamar la nueva “filosofía antiterrorista” de Bush. Como sabemos, según el actual presidente estadounidense no solamente son terroristas los que matan, sino también los que les protegen, los que les financian, los que les dan refugio, los que hacen apología de sus actos o los que les defienden, lo que comporta una ampliación desmesurada del concepto de “terrorismo”. El informe del Pen Club constata que en muchos países esa nueva legislación se está aplicando, sobre todo, para reprimir a la oposición política interna, con independencia de si ésta practica la lucha armada o no; y que esa legislación atenta gravemente contra derechos muy básicos, como, de forma significativa, el derecho a la libertad de expresión. Según el Pen Club, ha aparecido un nuevo tipo de censura estrechamente ligado a la aplicación de esas nuevas medidas antiterroristas. En la Unión Europea tras el 11–S, y también por presiones directas del gobierno de los Estados Unidos, se promovieron asimismo una serie de iniciativas legislativas antiterroristas. La más importante de las cuales consistió en instar a todos los Estados de la Unión a incluir delitos de

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“terrorismo” en sus códigos penales, dado que se daba la particularidad de que la mayoría de los Estados que entonces formaban parte de la Unión (Irlanda, Suecia, Finlandia, Austria, Grecia, Bélgica, Luxemburgo, Países Bajos, Dinamarca; 9 sobre 15) no tenían reconocido ningún tipo penal de “terrorismo”; a diferencia de Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, España y Portugal que, desde los años 60 y 70 del siglo pasado, sí disponen de normas penales antiterroristas. Ustedes se pueden preguntar: el hecho de que hubiera Estados que en sus códigos penales no contemplasen delitos de terrorismo, implicaba que si una persona en Holanda o Dinamarca comete los mismos actos que en Francia se consideran delitos terroristas, ¿no se le persigue? ¿No se le castiga? La respuesta es sí, por supuesto, se les persigue, pero no en tanto que “terrorista”, sino en tanto que asesino, secuestrador, pirómano, etc., es decir, en tanto que autor de conductas punibles concretas. Se trata de Estados cuyo derecho penal se puede considerar preferentemente como un “derecho penal del hecho”, esto es, como un sistema penal que castiga actos objetivables y excluye la responsabilidad jurídico–penal por meros pensamientos. Son pues Estados que respetan el viejo principio liberal que dice: “el pensamiento nunca delinque”. Por el contrario, en los otros Estados se califica de “terrorista” a una determinada conducta (secuestro, asesinato, incendio, lesiones, destrucción de infraestructuras, tenencia ilícita de explosivos, estragos, etc.) realizada con unas determinadas intenciones, esto es, se persigue y se castiga una conducta pero también las intenciones por las que se lleva a cabo. En ese sentido se puede afirmar que España, Francia, Italia, Gran Bretaña, Alemania o Portugal se entremezclan un “derecho penal del hecho” y un “derecho penal de autor”, es decir, un sistema penal que también castiga “la actitud interna” del sujeto. Al pretender que dichos Estados incorporen en sus ordenamientos delitos de terrorismo,

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se les está obligando a abandonar el viejo principio sobre la no punibilidad del pensamiento y a sancionar también la intencionalidad, es decir, el pensamiento. Y aquí empiezan los problemas de definición, porque ¿qué intencionalidades son o deben ser las que cualifican un delito de delito de “terrorismo”? Puedo ilustrar este problema refiriéndome a la situación normativa de mi país, que obviamente es la que conozco mejor. En España se puede cometer dos tipos de delitos: uno puede, por ejemplo, matar para quitarle el dinero a alguien o puede secuestrar también para obtener una recompensa o lo que sea, y después uno puede matar o secuestrar con la intención, dice el Código Penal Español, de “subvertir el ordenamiento constitucional” o de “alterar gravemente la paz pública”. Si uno comete esos actos con esas intenciones pasa a cometer delitos de terrorismo y las penas son mayores. Claro que inmediatamente se puede preguntar ¿y por qué sólo con esas intenciones? Si se mata y se secuestra, no para “subvertir”, sino, por ejemplo, para “defender” el ordenamiento constitucional, ¿no estamos entonces ante un delito de terrorismo? La respuesta es no, no lo estamos. En España tenemos un caso muy claro que es el de los GAL (Grupo Antiterrorista de Liberación) que apareció como una organización creada para combatir a ETA y dispuesta a recurrir a los mismos métodos utilizados por ETA. Sus miembros ametrallaban bares, ponían bombas, asesinaban a sangre fría, secuestraban, etc. (y, por cierto, que más de la tercera parte de sus víctimas nunca tuvo nada que ver con ETA, fueron inocentes que pasaban por ahí, “daños colaterales”). Como se demostró con posterioridad, el GAL se organizó directamente desde el Ministerio del Interior. Finalmente se abrió un proceso, se encausó a policías, a un gobernador, a dirigentes políticos, a un Secretario de Estado e, incluso, a todo un Ministro del Interior, todos ellos fueron considerados culpables por el Tribunal Supremo de una buena parte de los delitos de los que se les acusaba. Ustedes seguro que ya

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conocen esta historia. Pues bien, uno de los puntos interesantes que se planteó en el proceso fue el de si los GAL podían ser calificados o no como una “banda terrorista”; El Tribunal Supremo finalmente estimó que no lo era porque los miembros de los GAL no mataron o secuestraron con la intención de “subvertir el ordenamiento constitucional” o de “alterar gravemente la paz pública”, sino con el objetivo de acabar con ETA. Por tanto, es cuando menos problemática la cuestión de las “intencionalidades” en la definición de los delitos de “terrorismo”. Eso también quedó claro cuando el Consejo de la Unión Europea, a finales del 2001, adoptó una decisión–marco sobre la definición de los delitos de terrorismo, formalmente esa definición se propuso para poder poner en marcha la llamada “orden de detención europea”, por la cual cualquier juez de cualquier Estado de la Unión podrá dictar una orden de busca y captura que debían cumplir todas las policías de todos los Estados. Sin embargo, para hacer realidad ese proyecto primero había que ponerse de acuerdo en los delitos por los cuales se podía dictar esa orden de detención, puesto que no todos los Estados contemplaban los mismos delitos en sus códigos. Uno de esos delitos era el terrorismo, lo que exigía, a su vez, ponerse de acuerdo en lo que era el terrorismo. Según la mencionada decisión–marco, una serie de actos (hurto, robo, libramiento de documentos falsos, chantaje, atentados, secuestros, destrucciones masivas en instituciones gubernamentales o públicas, en sistema de transporte, en infraestructuras, en propiedades públicas o privadas, apoderamiento ilícito de aeronaves, fabricación y tenencia de explosivos, liberación de sustancias peligrosas, perturbación o interrupción en el suministro de agua y electricidad, o bien la amenaza de ejercer cualquiera de estas conductas) son constitutivos de “terrorismo” si se realizan persiguiendo los siguientes objetivos: 1) Intimidar gravemente a una población; 2) Obligar indebidamente a los Poderes Públicos o a una

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organización internacional a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo; 3) Desestabilizar gravemente o destruir las estructuras fundamentales políticas, constitucionales, económicas y sociales de un país o de una organización internacional. Como se puede ver, se trata de una definición tan amplia y tan genérica que en ella caben desde la invasión y ocupación de Irak (¿qué han hecho los EEUU, Gran Bretaña y otros países, sino matar y destruir para provocar una desestabilización de las estructuras políticas, constitucionales, económicas y sociales de un país?) hasta una huelga general política en la que se produzcan algunos episodios de violencia urbana. Asimismo en esa definición caben perfectamente algunos de los actos de destrucción contra propiedades públicas o privadas que se han producido en el contexto de las movilizaciones antiglobalización. Incluso podía encajar en ese nuevo tipo lo que sucedió en Seattle, que consistió en que miles de manifestantes rodearon el lugar en donde se reunía la Organización Mundial del Comercio e impidieron con sus cuerpos, de forma absolutamente no violenta, que se celebrase la reunión. Los defensores del orden establecido, dejándose llevar por sus pulsiones autoritarias, interpretaron que eso fue un “chantaje” llevado a cabo con el objetivo de obligar a una organización internacional a abstenerse de tomar decisiones. En el plano internacional también se ha planteado el problema de la definición de “terrorismo”. Después del 11 de septiembre de 2001, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas creó un comité de lucha contra el terrorismo, al cual se le encomendó la tarea de convocar una convención mundial para, entre otras cosas, definir lo que debe entenderse por terrorismo. Será, sin duda, una tarea llena de dificultades por lo que se ha apuntado más arriba. Por todo ello, adquiere actualidad y pertinencia reflexionar sobre la distinción doctrinal que, desde hace unos años, ha puesto en circulación el

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penalista alemán Günther Jakobs. Según este autor (ver: G. Jakobs y M. Cancio, Derecho penal del enemigo, Civitas, Madrid, 2003), la práctica legislativa, procesal y penal de los Estados occidentales de los últimos 30 años permite comprobar la existencia de dos tendencias opuestas en el seno del derecho penal contemporáneo: lo que llama el “derecho penal del ciudadano” y lo que denomina el “derecho penal del enemigo”. Para Jakobs, los ciudadanos serían aquellas personas que generan la expectativa de que siempre se van a comportar de acuerdo con las normas, aunque ocasionalmente puedan cometer algún hecho ilícito. En ese caso se les sanciona pero respetando siempre sus derechos fundamentales. Los “enemigos”, en cambio, se caracterizarían por generar una expectativa de desobediencia continuada a las obligaciones jurídicas, como ocurriría con el “terrorista” que rechaza por principio la legitimidad del ordenamiento jurídico en su conjunto y persigue su destrucción. A estos individuos se les restringen o suprimen sus derechos de libertad y sus derechos y garantías procesales. Se trata, como se puede ver, de una teorización más bien gaseosa y poco precisa, empezando por la vaporosa distinción entre “ciudadano” y “enemigo” que tanto se parece a la intencionadamente imprecisa del “amigo/enemigo” de Carl Schmitt. Pues bien, lo que hemos podido comprobar en estas tres décadas es que el “derecho penal del enemigo” ha tenido una tendencia claramente expansiva. El círculo de los enemigos se ha ido ensanchando más y más. Así, si en los años 70 los “enemigos” eran sobre todo los militantes de los grupos de extrema izquierda que practicaban la violencia política, en los años 80 y 90 el círculo se amplió hasta incluir a los miembros de la “criminalidad organizada” (mafias, en especial las dedicadas al narcotráfico) y a los inmigrantes ilegales procedentes de los países pobres o empobrecidos. También para ellos se supone que está justificado restringir o reducir el alcance práctico de los derechos frente al aparato coactivo del Estado.

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Otra lección de la experiencia europea tiene que ver con la vigencia de este tipo de normas. Cuando en los años 60 y 70 del siglo pasado se aprobaron leyes antiterroristas, las autoridades las presentaron como medidas excepcionales y transitorias para hacer frente a amenazas que también se calificaban de excepcionales. Pero lo que hemos constatado desde entonces es que esas medidas legales se han convertido en normas de vigencia ilimitada que ningún gobernante parece dispuesto a derogar, incluso cuando ya han desaparecido las supuestas amenazas excepcionales. Hoy en Alemania, por ejemplo, ya no actúa ningún grupo armado, pero en cambio sigue vigente la legislación antiterrorista. La tendencia general ha sido normalizar la excepcionalidad, normalizar las medidas excepcionales que recortan y suspenden los derechos frente al aparato coactivo del Estado. Se trata de una tendencia estructural que acompañó a la ofensiva neoliberal y que, lejos de retroceder, con los años se ha ido consolidando y profundizando. Ahora, tras el 11–S y como hemos visto, se pretende nada menos que universalizar ese tipo de medidas. De todo lo dicho hasta ahora me permito extraer dos conclusiones que quiero someter a su consideración y que sólo me atrevo a formular de forma interrogativa. En primer lugar, la continuidad de la globalización en este momento parece exigir un poder político de tipo autoritario y no sólo en este o aquél Estado, sino a nivel mundial. Ese nuevo autoritarismo puede cristalizar incluso en un verdadero estado de excepción en zonas del mundo hasta ahora consideradas “bastiones” de la democracia. Por eso creo que lleva mucha razón el filósofo italiano Giorgio Agamben, (G. Agamben, Stato di eccezione, Bollati Boringhieri, Torino, 2003) cuando, partiendo del análisis de la situación jurídica y política posterior al 11–S, echa a faltar una teoría del estado de excepción similar a la ya existente teoría del Estado de Derecho.

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En efecto: una teoría del estado de excepción podría ser muy útil para saber, por ejemplo, cuándo estamos ante un estado democrático de derecho y cuándo estamos ante una situación de estado de excepción. Si el único criterio del que disponemos para saberlo es si ha habido o no una declaración oficial del estado de excepción, entonces estamos indefensos, teóricamente hablando, ante políticas que tienen unas consecuencias prácticas similares a la del estado de excepción (por ejemplo, en todo lo que se refiere a la suspensión de derechos), pero que se aplican sin declaración oficial por meras razones propagandísticas. Si los derechos se van suspendiendo y/o restringiendo progresivamente para una categoría cada vez más amplia de personas, ¿Se puede hablar o no de un estado de excepción tácito, por ejemplo? Ese es el tipo de cuestiones que suscitan las reflexiones de Agamben y estimo que, a principios del Siglo XXI, es el tipo de temas que de forma prioritaria deberían interesar a quienes se sientan sinceramente comprometidos con la protección de los derechos y libertades básicos. La segunda conclusión parte de una premisa ético–política y tiene una derivación técnico–jurídica. Las personas que abrazamos el ideal de la democracia y nos sentimos profundamente comprometidas con lo que Luigi Ferrajoli y otros han llamado el “garantismo”, esto es, la lucha por la garantía de los derechos humanos para todo el mundo ¿No deberíamos exigir, de una vez por todas, la reimplantación de un “derecho penal del hecho” y el abandono definitivo de todo atisbo de “derecho penal de autor”? Y para conseguirlo ¿No deberíamos proponer la erradicación del concepto de “terrorismo” de los códigos penales y de cualesquiera otros textos legales? En ese sentido quisiera hacer una aclaración para que no se malentienda lo que quiero decir: vengo de un país que hace dos meses y medio ha padecido unos atentados terribles, a consecuencia de los cuales han perdido la vida 192 personas (192 vidas únicas e irrepetibles), en su

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mayoría estudiantes, trabajadores, emigrantes pobres. No cuestiono que las sociedades tengan derecho a defenderse de ese tipo de actos de barbarie. Pero sí cuestiono que esa defensa se haga recurriendo a la guerra y a políticas penales que parten de la muy belicista distinción entre “amigos y enemigos”, que aumentan la discrecionalidad de los gobiernos y de sus policías y que restringen o suspenden los derechos frente al poder coactivo del Estado. Hay que detener y encarcelar a las personas que cometan actos tan atroces como los llevados a cabo en Madrid; pero hay que hacerlo en coherencia con los principios del humanismo penal (entre los que ocupa un lugar destacado el principio: “el pensamiento nunca delinque”) y a partir de un respeto escrupuloso a las libertades y los derechos básicos. Esa es mi posición y eso es todo lo que quería explicarles. Me gustaría escuchar ahora su opinión al respecto. Muchas gracias.

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Jaria,

Jordi. Doctor en Derecho por la

Universidad de Tarragona. Master en Derecho Ambiental por la Universidad de Tarragona. Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad de Barcelona. Licenciado en Derecho por la Universidad de Barcelona. Estancia de investigación en la Universidad de Friburgo en Suiza. Publicaciones en materia de organización territorial del Estado y Derecho Ambiental, en revistas españolas, suizas y rusas. Forma parte del grupo de investigación en Derecho Ambiental de la Universidad de Tarragona. Es profesor de Derecho Constitucional y de Derecho Constitucional.

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g. Federalismo y organización territorial del poder Por Jordi Jaria* Muchas gracias. Vamos a ver. Realmente me toca hablar de una parte que, al menos en Europa, presenta algunos elementos de discusión como es la cuestión de la Organización Territorial del Estado. En Europa conviven, incluso dentro de la misma Unión Europea, tanto Estados Centralizados, aunque cada vez menos, tipo por ejemplo, Francia; Estados Regionalizados, es decir, Descentralizados, pero no Federales, tipo por ejemplo, Italia o España; y Estados Federales, en el caso de la Unión Europea, por ejemplo, sobre todo Alemania, también Austria; fuera de la Unión Europea, debe citarse el caso de Suiza. Puede verse que, realmente, nosotros tenemos diversos modos de organizar territorialmente el Estado, y esto ha hecho que en el debate científico al entorno de ésta cuestión, muchas veces la literatura se centre en los aspectos más de carácter práctico y haya llegado a la conclusión de que en cierto modo es irrelevante la distinción entre Estado Federal y Estado Regional. En Europa, de un tiempo a esta parte, viene circulando habitualmente para cubrir estos dos tipos de Estado, el concepto de Estado Compuesto. Estado Compuesto sería aquel que tiene repartido su poder desde el punto de vista territorial en dos niveles: el Estado Central y los entes *

Doctor en Derecho por la Universidad de Tarragona, España

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subcentrales; en el caso de los Estados Federales, los Estados miembros; en el caso de los Estados Regionales, depende. Si hablamos de Italia, serán las regiones; si hablamos de España, las Comunidades Autónomas. Sin embargo, yo creo que vale la pena pararse un momento a intentar distinguir conceptualmente el Estado Federal del Estado Regional, porque las consecuencias de organizarse desde un punto de vista o desde el otro, no son sólo teóricas, sino que tienen aspectos prácticos. En la literatura europea, fundamentalmente la que más ha ido trabajando los temas relativos a la organización de los Estados, esto es, la que se edita en lengua alemana, tanto en Suiza como en Austria, como en Alemania, se utilizan diversas caracterizaciones del Estado Federal, algunas de las cuales no permiten distinguirlo estrictamente del Estado Regional. Según mi punto de vista, sin embargo, cabe encontrar dos características propias del Estado Federal, que son la clave para distinguirlo del Estado Regional. Si me permiten me detendré en este punto porque creo que es importante y después ya pasaré a otras cuestiones. Fundamentalmente desde mi punta de vista, las características claves, el test, para saber si nos encontramos ante un Estado Federal, o ante un Estado Descentralizado no Federal, son fundamentalmente dos: por una parte, la participación de los miembros de la federación en la toma de decisiones a nivel federal, participación que debe para caracterizar propiamente a un Estado Federal, articularse a dos niveles, a nivel legislativo ordinario y a nivel constitucional, y por otra parte, lo que podríamos llamar la autonomía constitucional. Esto es que la norma institucional básica del Estado miembro es una norma aprobada individualmente por el Estado miembro, sin intervención de las instituciones centrales del Estado. Si estas dos características se dan en una determinada organización territorial, podemos hablar propiamente de un Estado Federal, si no se dan hablaremos de un Estado Descentralizado no Federal, de un Estado

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Regional, que de algún modo, se articularía como un tertium genus entre el Estado Federal por una parte y el Estado Centralizado de corte francés por otra parte. De hecho el Estado Regional fundamentalmente nace a partir de la Constitución Republicana de España en 1931, por el hecho de que se plantea la necesidad de descentralizar para responder a determinados retos relativos a la organización territorial del Estado, sin querer, sin embargo, organizarse de modo federal. La Constitución Republicana Española hablará de Estado Integral. Este concepto no se utilizará en ningún otro texto constitucional. Como imagino que ustedes saben, la República Española termina con el “rosario de la aurora”, pero, sin embargo, su herencia en relación con la organización territorial de los Estados será recogida en la Constitución Italiana de 1947, y a partir de ahí empezará a circular justamente por influencia italiana el concepto de Estado Regional. En España no se habla de Estado Regional, fundamentalmente porque los entes subcentrales no reciben el nombre de regiones, sino que reciben el nombre de Comunidades Autónomas. Por lo tanto, se habla de Estado de las Autonomías; sin embargo, el Estado de las Autonomías español y el regionalismo italiano vienen a ser modos de organización más o menos equivalentes, con algunas diferencias en relación con la distribución competencial. Me centro pues, en el Estado Federal. De hecho el Estado Federal nace en América, el Estado Federal lo inventan los norteamericanos y posteriormente se exporta a Europa; sin embargo, se exporta a Europa porque en la Europa de habla germánica existen los elementos políticos de base para poder importar, reelaborar y reconstruir esta, digamos, forma de organización que más o menos improvisan los padres de la Constitución Norteamericana. Los primeros en adoptar este tipo de organización federal en Europa, fueron los suizos con la Constitución de 1848, posteriormente los

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alemanes con la constitución del Imperio en 1871, y finalmente los austriacos con su Constitución de 1920. Paso pues, a examinar estas dos características, que según mi punto de vista, serían la esencia de lo que es un Estado Federal. En primer lugar, me referiré a la participación de los Estados miembros en la toma de decisiones. A nivel legislativo ordinario, esto fundamentalmente acostumbra a articularse por influencia de los mismos norteamericanos en la existencia de una segunda Cámara de Representación Territorial, es decir, hay una primera Cámara, normalmente escogida de modo proporcional en el sentido de que, siendo la circunscripción de elección, como sería el caso de Estados Unidos o el caso de Suiza, el mismo Estado miembro, sin embargo, los representantes de cada Estado miembro son elegidos en función de la población, esto significa que no todos los Estados miembros tienen la misma representación en la Cámara Baja. En el caso de Alemania, el sufragio es muy complicado, pero en todo caso la composición de la primera Cámara del Bundestag también es estrictamente proporcional. ¿Qué es lo que hay representado en la primera Cámara? Lo que hay representado en la primera Cámara es el conjunto del pueblo, los americanos hablan de “We the people”, los suizos hablan del pueblo suizo, los alemanes hablan del pueblo alemán. Esto es lo que está representado en la primera Cámara. Si sólo tuviéramos la primera Cámara, estaríamos simplemente en un Estado unitario (eventualmente descentralizado, si hubiera unidad de subcentrales de poder) pero simplemente unitario. Lo que da la imagen del Estado Federal al nivel de la estructura del Poder Legislativo, es la existencia de una segunda Cámara de representación territorial. Ahí caben fundamentalmente dos soluciones que no dan al mismo resultado. En primer lugar, debemos mencionar la solución

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suiza o norteamericana es una segunda Cámara de representantes directamente escogidos por el pueblo a través de un proceso electoral, con la particularidad de que todos los Estados (o todos los cantones en Suiza) tienen la misma representación independientemente de su población. En Suiza, hay una excepción (me detengo muy brevemente, sólo para hacer notar que esta excepción existe, pero no tiene mayor importancia), ya que hay seis cantones que tienen un solo representante, por dos del resto en lo que se llama la Cámara de los Estados, el Consejo de los Estados. Esto es así, porque hubo tres cantones que históricamente se dividieron mayormente por motivos religiosos (en el caso de Basilea, por motivos de competencia ante la ciudad y su Hinterland) para no alterar el equilibrio de poder a nivel federal (de hecho, aún no había Estado Federal, aún estamos hablando de una confederación), se decidieron no alterar la composición de la dieta confederal, por lo tanto, se les reconocía que ellos eran muy libres de separarse pero en todo caso. Ahora bien, lo que debían hacer era repartirse la confederación que ya tenían para no alterar, digamos, las mayorías a nivel federal. Esto es lo que hace que en Suiza se hable de medios cantones. Los medios cantones son cantones a todos sus efectos, con la única diferencia que tienen la mitad de representación en la Cámara de los Estados, y esta mitad de representación, se justifica porque la división entre un Estado en dos, no debe dar lugar a una alteración de las mayorías a nivel federal. Dejando aparte esta excepción, la representación es equivalente al Senado norteamericano, por tanto, dos representantes por cantón escogidos por sufragio universal. Esta, sin embargo, no es la única manera de organizar una segunda Cámara en un Estado Federal, el otro gran modelo, es el modelo alemán. Ahí los representantes no son directamente elegidos por el pueblo, no son directamente elegidos por los parlamentos de los Estados miembros de los

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Länder, sino que son elegidos por el Gobierno de cada Land, por tanto, funcionan de algún modo como embajadores del Gobierno a nivel federal. De este modo, el sistema de articulaciones es totalmente distinto. Esto parte justamente de la forma que tenía históricamente la dieta imperial, tanto en el Sacro Imperio Romano de la Nación Germánica, antes de 1806, como después, con el Imperio Alemán a partir de 1871, en que como la mayoría de Estados no eran democráticos (de hecho, antes de 1806 ningún Estado de los Estados miembros del Sacro Imperio era democrático), la institución federal, la dieta del Imperio, funcionaba como una conferencia de embajadores. Este sistema de conferencia de embajadores es el que se ha mantenido también en la República Federal a partir de la Ley fundamental de 1949. Por tanto, los miembros del Bundesrat no son directamente elegidos por el pueblo, sino que son delegados del Gobierno. Además, en la segunda Cámara Alemana no se respeta el principio de igualdad de representación, de modo que con un mínimo de dos representantes por Estado, se va distribuyendo el número de representantes y, por tanto, el número de votos en función de la población. Esto es así, porque los desequilibrios en Alemania son tremendos desde el punto de vista de la población, aunque, de hecho, se podría decir lo mismo en el caso de Suiza, pero en este caso no se optó por esta solución. Ustedes deben tener en cuenta que en Alemania, estamos hablando por ejemplo de un Estado com Renania del Norte–Westfalia, con una población de aproximadamente 17 millones de personas, y en cambio la ciudad libre y hanseática de Bremen, que no llega a los 600 mil. Para evitar pues, los desequilibrios que se podían producir entre estas diferencias de población, la representación no es exactamente la misma. En todo caso, la segunda Cámara permite participar a los Estados miembros a través de representantes democráticamente elegidos o, a través,

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por decirlo de algún modo, de “embajadores del Gobierno de los Estados miembros” a los Estados miembros en el procedimiento legislativo ordinario. Hay algunas modificaciones en relación con la función de estas segundas cámaras, y ésta es una de las cuestiones que da lugar a un tópico en los estudios sobre el federalismo, a saber: ningún federalismo es igual, y por lo tanto, es imposible teorizar sobre las condiciones, digamos, compartidas por todos los sistemas federales. Por ejemplo, en el caso de Suiza, la segunda Cámara tiene exactamente las mismas atribuciones que la primera Cámara, y por lo tanto, en el procedimiento legislativo ordinario, se requiere en sede parlamentaria, tanto la mayoría en la Cámara Baja, en lo que se llama el Consejo Nacional, como la Cámara Alta el Consejo de los Estados. En cambio en el caso de Alemania, la segunda Cámara no participa en todos los procedimientos legislativos, sino sólo cuando las leyes afectan de algún modo a los Länder y, por tanto, se da entrada en el proceso legislativo a la segunda Cámara, que funciona como esta Conferencia de Embajadores. Aparte de la intervención de los Estados miembros, en el proceso legislativo ordinario, que como digo, se acostumbra resolver a través de la segunda Cámara (aunque deben notarse las implicaciones que tiene la democracia directa en Suiza en relación con la cuestión que analizamos), también se requiere para caracterizar propiamente un Estado Federal, la participación en el procedimiento de reforma constitucional. Esto se resuelve, tanto en el caso de Estados Unidos como en el caso de Suiza, a través de la necesidad no sólo de la mayoría de la población, sino también de la mayoría de los Estados. A partir de ahí, la mayoría puede variar desde la mayoría absoluta en el caso de Suiza, es decir, la mitad más uno, hasta mayorías calificadas, como es el caso de Estados Unidos para la reforma constitucional ¿Esto que significa? Que la Constitución de la

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Federación no puede modificarse, sin que exista una mayoría favorable de los Estados, no sólo de población. Esto funciona, sobre todo, como protección de los Estados menos poblados, y por tanto, menos habilitados para construir una mayoría. En todo caso, significa que la existencia del federalismo, la existencia de un determinado modo de organización territorial del Estado, depende en última instancia de la voluntad favorable de los Estados miembros. En este sentido, aunque el término sea polémico, se puede hablar de doble soberanía o de soberanía compartida, en el sentido de que existe un doble soberano, por una parte el pueblo común, el pueblo de los Estados Unidos de América, el pueblo Suizo; y por otra parte, los Estados miembros de la Federación. Se requiere, por tanto, la doble mayoría, esto es, el consenso de los dos soberanos, tanto en el procedimiento legislativo ordinario, como en el acto propiamente de soberanía, que es la aprobación de la Constitución. La segunda característica a la que me refería, para de alguna manera, poder detectar si nos encontramos ante un Estado Federal, es lo que se llama autonomía constitucional. Autonomía constitucional significa esencialmente que en el Estado Federal, los Estados miembros se dotan de su propia Constitución, por tanto que no existe una intervención de la Federación, del Estado Central, en el proceso de elaboración de la norma institucional básica de los Estados miembros. Esto en doctrina alemana, se conoce o se relaciona, con una expresión de difícil traducción en las lenguas latinas (Staatlichkeit), aunque quizá podría verterse como “condición de Estado”. Así, los Estados miembros de un Estado Federal, tienen propiamente la condición de Estado. Los Estados miembros tienen la condición de sujetos políticos de manera independiente a la Constitución Federal, son Estados independientemente de

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la Constitución Federal. En todo caso, se federan pero que conservan su sustancia política propia. Por lo tanto, esto quiere decir que desde el punto de vista conceptual, aunque no necesariamente desde el punto de vista histórico (así sería, por ejemplo, en el caso del Federalismo Austriaco, en que el Estado preexiste a los miembros), los Estados miembros preexisten necesariamente al Estado Federal. Por eso mismo son parte del Poder Constituyente. Sólo en la medida en que los Estados miembros tienen esa condición de preexistencia de ser sujetos políticos, independientemente de la Constitución Federal, sólo en este sentido se puede hablar pues, de Estado Federal. Por tanto, la preexistencia política, la condición de sujeto político, la condición, en definitiva, de Estado, por parte de los Estados miembros es, de algún modo y como conclusión de esta primera parte, la característica natural de un Estado Federal. Cuando esto no se da, no estamos ante un Estado Federal, por muy descentralizado que esté. En el Estado Regional no es necesaria, en consecuencia, la participación de los entes subcentrales en la toma de decisiones a nivel federal, ni en el procedimiento legislativo ordinario, ni a nivel constitucional. Por lo tanto, en la medida en que tenemos entes subcentrales que no participan en la toma de decisiones a nivel federal, se requiere un sistema específico de protección de la autonomía que en los Estados Federales es posible pero no es necesario. Un Estado Regional para ser realmente un Estado Regional, requiere una garantía constitucional de la autonomía. Una garantía constitucional de la autonomía que se articula a través de la posibilidad por parte de las regiones de pedir protección ante el Tribunal Constitucional, si es que el Estado Central vulnera el orden constitucional de competencias. Como las Regiones o las Comunidades Autónomas no participan en la toma de decisiones a nivel central, no legitiman las decisiones que se toman

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a ese nivel. Por lo tanto, esto significa que el Estado puede decidir en contra de los intereses de las Regiones. Para garantizar justamente la autonomía de las Regiones, en la medida en que esta participación en la toma de decisiones a nivel central no existe, se requiere pues, la existencia de un Tribunal Constitucional que las proteja a través de lo que en España o Italia, se podrían llamar los conflictos de competencia. Cuando una de las dos partes del juego político, esto es, la Federación o mejor dicho el Estado Central o las Regiones o Comunidades Autónomas vulnera el orden constitucional, se necesita un órgano jurisdiccional independiente al cual recurrir para que proteja la autonomía de las regiones o las competencias del Estado Central. Por lo tanto, se requiere la existencia de un Tribunal Constitucional. Esto no quiere decir que no pueda existir Tribunal Constitucional en un Estado Federal; por ejemplo, y dejando el caso de las peculiaridades del control de constitucionalidad en Estados Unidos, existe Tribunal Constitucional en Alemania o Austria, pero no en Suiza, en este último caso, no existe básicamente porque la garantía la da la participación de los cantones en la toma de decisiones a nivel federal, cosa que hace suponer, y de hecho funciona en la práctica, que la Federación nunca tomará decisiones que vulneren la autonomía de los entes subcentrales. Como esto en un Estado Regional no se puede garantizar a través de la participación, se requiere la garantía de un Tribunal Constitucional. Si esa garantía no existe, por mucho regionalismo que tengamos, como estará siempre en manos del Estado Central, no podemos hablar de un auténtico Estado Regional, sino de un regionalismo, digamos, convencional, dependiente de las decisiones a nivel central, de la cual no participan las regiones. Por otra parte, como las Regiones no tienen autonomía constitucional, también se requiere otro rasgo para caracterizar propiamente un Estado

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Regional, esto es, que la norma institucional básica, que no va a llamarse Constitución, porque no existe autonomía constitucional, y que, tanto en el caso de Italia como en el caso de España, recibe el nombre de Estatuto de Autonomía, va a requerir la confluencia de voluntades entre la Región y el Estado Central. Por lo tanto, se trata de una norma compleja que sólo puede ser aprobada con el consentimiento tanto de la Región como del Estado Central. Por ejemplo: en España, los Estatutos de Autonomía se aprueban mediante lo que se llama en España Leyes Orgánicas, que son aquellas que se aprueban por mayoría absoluta, por oposición a las leyes ordinarias, que se aprueben por mayoría simple. Pero un Estatuto de Autonomía no se puede reformar a través de una Ley Orgánica del Estado, sino que sólo puede reformarse a través del procedimiento que el mismo prevé, y en ese procedimiento se contempla la intervención de los órganos, y en su caso, del pueblo, de la comunidad autónoma. Además, se requiere que el Estado lo apruebe como Ley Orgánica. ¿Esto a qué da lugar? Pues tanto en relación con la protección jurisdiccional de la autonomía, como en relación con la condición de norma legislativa compleja del estatuto, evita que, en última instancia, la autonomía de las Regiones esté en manos del Poder Legislativo ordinario del Estado Central. Esto, significa fundamentalmente que la garantía de la autonomía en el Estado Federal, se produce a nivel constitucional en la medida en que los Estados miembros, preexisten al Estado Central desde el punto de vista conceptual, porque forman parte del Poder Constituyente. En cambio, en el Estado Regional, la autonomía se garantiza a nivel legislativo. Por lo tanto, esto significa que en teoría, el Constituyente que es uno (en el caso de España, por ejemplo, el pueblo español, de acuerdo con el artículo I.2 de la Constitución) puede modificar la Constitución y eliminar al regionalismo; pero

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en todo caso este regionalismo sólo puede ser eliminado a través de un acto constituyente, nunca a través de un acto legislativo. Por lo tanto, segunda conclusión a partir de lo que acabamos de decir hasta el momento: en el caso de los Estados Federales, la autonomía está garantizada por la preexistencia constitucional de los Estados miembros. Por lo tanto, la garantía se halla a nivel constitucional. En los Estados Regionales, en cambio, como las Regiones no participan del Poder Constituyente, la garantía que existe, es simplemente a nivel legislativo, es decir, una ley de las instituciones centrales del Estado, no puede eliminar el regionalismo, no puede eliminar esa organización territorial, pero en cambio, sí que puede hacerlo una reforma a la Constitución. En un plano estrictamente formal, esto quiere decir que mañana el Constituyente Español puede eliminar el estado de las autonomías, aunque esto es improbable desde el punto de vista práctico. Aquí voy a las dos líneas de fuga de lo que quería explicarles, para así poder dar lugar a sus intervenciones, que seguro serán más interesante que lo que yo pueda decir. Primera cuestión, no necesariamente el hecho de que estemos ante un Estado Federal o estemos ante un Estado Regional, significa desde el punto de vista política real, que los entes subcentrales tienen más garantizada su propia autonomía ¿Por qué? Porque hay condiciones de tipo político, de tipo económico, sistema de partidos, existencia de movimientos nacionalistas, existencia de una cultura política, por ejemplo: regionalista, etc. que pueden evitar, digamos, situaciones que desde el punto de vista jurídico–formal son posibles, por ejemplo: una destrucción a través de la reforma constitucional del regionalismo en Italia o en España. Ya les avanzo que, es prácticamente inimaginable en el momento político actual, que las comunidades autónomas o las Regiones en Italia puedan desaparecer, no se dan las condiciones adecuadas desde el punto

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de vista político y económico para que esto suceda por muy posible que sea desde el punto de vista jurídico–formal. Una segunda cosa (quizá hubiera debido empezar por aquí, pero me interesa dejarlo para el final): No sé si a ustedes les explicarán algo que nosotros les contamos a nuestros alumnos en Derecho Constitucional II, que es la asignatura que dedicamos a la organización territorial del Estado en mi Universidad, esto es, que se olviden de diferenciar el Estado Federal, y el Estado Regional por el nivel de competencias, eso no tiene nada que ver. En un Estado Regional, las Regiones pueden tener muchísimas más competencias que los Estados miembros de un Estado Federal, y eso depende simplemente, de que les hayan sido concedidas esas competencias. De hecho, formalmente las comunidades autónomas españolas, tienen (incluso las de régimen común) un nivel competencial mucho más elevado que, por ejemplo, los Länder austriacos, siendo Austria un Estado Federal, siendo España un Estado Regionalizado o Descentralizado. Por tanto, la distinción entre Estado Federal y Estado Regional no tiene absolutamente nada que ver con las competencias, nada que ver. En consecuencia, la demanda de un mayor autogobierno, si entendemos como autogobierno el hecho de tener más o menos competencias, no tiene nada absolutamente que ver con el hecho de organizarse de modo federal u organizarse de modo regionalizado. La diferencia sobre todo conceptual o política, la diferencia es de algún modo, fundamentalmente simbólica, por eso en España, el hecho de que exista un solo sujeto político desde el punto de vista formal en la Constitución, provoca desazón en determinadas zonas del Estado (por ejemplo, Cataluña, o por ejemplo, el País Vasco), porque no es una cuestión de competencias, probablemente el País Vasco o Cataluña tengan más competencias no sólo que los Länder austríacos, y, sin embargo, continúa

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existiendo una insatisfacción en relación con el modo de organizarse territorialmente en España, porque la cuestión no es una cuestión de competencia. Uno puede tener muchas competencias en el caso del Estado Regional, pero no se le reconoce como sujeto político; contrariamente, uno puede tener pocas competencias, pero se le reconoce como sujeto político, y por lo tanto, tiene oportunidad de cambiar las reglas del juego, llevando adelante una reforma constitucional de la cual necesariamente participa, que no es el caso de España. En segundo lugar, una organización formal del Estado desde el punto de vista federal, no garantiza la existencia de un Federalismo auténtico desde el punto de vista político, o desde el punto de vista económico, es decir, uno puede tener un Federalismo perfectamente dibujado en la Constitución, y en cambio, su sistema de partidos, su sistema económico, su distribución de la riqueza, su cultura política, hacen que ese Estado formalmente Federal funcione en realidad como un Estado Unitario, en el sentido que la toma de decisiones siempre reposa sobre los mismos sujetos políticos reales, a pesar de la pluralidad formal. Es decir, uno puede garantizar un sistema de equilibrios muy complejo a nivel jurídico, pero si ese sistema de equilibrios no se corresponde con una realidad jurídico–política y jurídico–económica que de algún modo evite que la toma de decisiones por muy compleja que sea, siempre esté en manos de un determinado actor político, uno tiene una organización federal formal, pero no tiene una auténtica organización federal. En cambio, por poner el ejemplo de España, la diferencia de sistemas de partidos, en el momento de hacer la Constitución, fundamentalmente, a nivel de Cataluña en el País Vasco (en el momento actual, también en la comunidad Valenciana, de Galicia, de Baleares, incluso de Andalucía), hace que aflore un sentimiento regional, una identidad regional que de algún modo influye en la toma de decisiones a nivel central, aunque las Regiones no

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participen formalmente en la toma de decisiones a nivel central. Por otra parte, el hecho de que económicamente todo el poder no esté concentrado en una sola zona del Estado, beneficia ésta distribución territorial real del poder. Si ustedes se fijan en Alemania, apreciarán que la capital política de unos años para acá, después de la reunificación, es Berlín. La capital financiera es Frankfurt. La capital de la moda es Düsseldorf… y uno podría seguir con el papel de Hamburgo, de Colonia, de Múnich o de Stuttgart. En Francia, en cambio, todo se concentra en París. Por lo tanto, ustedes tienen un Estado que desde el punto de vista de las relaciones económicas, es extremadamente complejo, y esto evita que de algún modo haya un solo actor político que tome decisiones. Por lo tanto, la complejidad jurídica, cuando no se corresponde con una complejidad a nivel social real, no necesariamente garantiza una cultura federal auténtica, y por lo tanto, que las instituciones federales funcionen en la dirección adecuada. A veces no estar dotados de una estructura federal, pero en cambio, tener tanto en lo económico, como en lo social, como en lo político, una estructura muy compleja, hace que la toma de decisiones deba efectuarse más bien por el consenso, más bien por el pacto, porque aunque los mecanismos institucionales no siempre dan esa lectura, existe una complejidad real en la sociedad que hace que no haya un solo actor político que de algún modo determine todo el proceso de toma de decisiones. Por lo tanto, aunque la diferencia entre Estado Federal y Estado Regional, espero que haya quedado clara, esto no significa ni, por una parte, que el Estado Federal sea mejor para los entes territoriales desde el punto de vista de su nivel de competencias, ni significa que organizarse formalmente desde el punto de vista federal se corresponda necesariamente con un Federalismo auténtico a nivel social.

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Creo haber agotado algo más del tiempo que me correspondía, y a partir de ahora pues quedo a su disposición para las preguntas que gusten.

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Jover i Presa, Pedro. Profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona. Doctor en Derecho por la Universidad de Rovira i Virgili. Publicaciones en materia de: Derechos Fundamentales; Estructura Federal y unitaria del Estado; Principales Funciones del Estado Español; Derechos Fundamentales en la Unión Europea. Diputado en las Cortes Españolas 1980–2000. Miembro del Consejo Consultivo del gobierno y del Parlamento de Cataluña.

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h. El papel del poder judicial en un Estado constitucional Por Pedro Jover i Presa* Buenas tardes. Ante todo, quiero agradecer al Poder Legislativo del Estado de Guanajuato la atención que ha tenido conmigo al invitarme a esta conferencia. También les agradezco a todos ustedes su presencia en un día como el de hoy que, por lo que observo, es aquí víspera de festivo. En la ciudad en la que yo vivo sucede lo mismo, hoy precisamente en Barcelona celebramos la llamada verbena de San Juan, todo el mundo se va “de marcha”, como se dice vulgarmente, y calculo que a estas horas mis hijas deben estar en alguna discoteca, posiblemente mucho más divertidas que nosotros. Bien, como decía hace un momento la doctora Arminda Balbuena voy a centrar mi intervención en el examen del control jurisdiccional de los actos parlamentarios relativos al estatuto de los diputados y senadores, en particular los que afectan a su inmunidad y a lo que ustedes llaman aquí el “desafuero”. Pero antes de iniciar esta exposición quiero hacer un par de consideraciones: La primera es que voy a tratar exclusivamente esta materia desde la perspectiva del derecho comparado, sin entrar a examinar, ni siquiera citar, su regulación en el ordenamiento constitucional mexicano. Doy por supuesto que ustedes la conocen mucho mejor que yo. *

Doctor en Derecho Constitucional en la Universidad de Rovira i Virgili, España.

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La segunda es todavía más obvia, pues me consta que actualmente éste es un tema muy debatido en su país, un tema de cierta actualidad, y parece que se está hablando últimamente de una posible solicitud de desafuero de una personalidad importante; por ello, espero que ustedes comprendan que yo, que soy aquí un invitado, no me pronuncie sobre cuestiones que solamente les corresponden a ustedes. En realidad mi intervención tendrá un contenido exclusivamente jurídico y abstracto, y en ningún caso me referiré a sus aspectos políticos. Aunque, ciertamente, en el coloquio que realizaremos con posterioridad ustedes son muy libres de plantear las relaciones existentes entre el derecho comparado y el suyo propio, así como de extraer las consecuencias que consideren más oportunas. Al fin y al cabo los estudios comparados sirven para eso. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de la inmunidad parlamentaria? Pues, sencillamente, estamos ante una de las garantías que integran el estatuto jurídico especial de que disponen en la gran mayoría de los Estados democráticos modernos las personas que ejercen determinados cargos públicos, en particular cargos públicos de naturaleza parlamentaria, estatuto que a menudo incluye prerrogativas, algunos dirían privilegios, de los que no disponemos el común de los mortales. El origen y el alcance de estas prerrogativas no es uniforme. En los países anglosajones, fundamentalmente Inglaterra y todos los que resultaron influidos por ese sistema jurídico que conocemos como el “common law”, entre ellos los Estados Unidos y también muchos de los que forman parte de la Commonwealth, las prerrogativas de los parlamentarios son el resultado de un largo proceso histórico que se remonta a la Inglaterra medieval y que se desarrolló después durante la Edad Moderna. Ya saben ustedes que en aquellos tiempos, fundamentalmente durante los siglos XVII y XVIII, cuando en la Europa continental las monarquías absolutas de derecho divino

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dominaban la vida política, Inglaterra mantuvo con cierto vigor la institución parlamentaria. El Parlamento Inglés, integrado ya entonces por la Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lores, ciertamente no podía todavía ser considerado como un parlamento moderno, pero aún así ya tenía un claro carácter representativo y, lo que es más importante, limitaba los poderes del rey y se enfrentaba a menudo con él, hasta el punto de que fueron las revoluciones inglesas del siglo XVII las que alumbraron el embrión de lo que sería el futuro Estado Liberal de Derecho. Fruto de ese proceso revolucionario fue la primera gran declaración de derechos que conocemos en el mundo moderno, el Bill of Rights de 1688, en el que encontramos un precepto concreto, creo que es el artículo 8, que reconocía y daba fuerza jurídica a las prerrogativas que de facto ya tenían los miembros de la Cámara de los Comunes y de la Cámara de los Lores. De ahí pasó a otros países anglosajones, en particular a los Estados Unidos, cuya Constitución las incorporó para los miembros del Congreso federal en su artículo 1º, sección sexta. En cambio, en los países de tradición romanista o romano–germánica, si ustedes prefieren esta expresión, esto es, los países del continente europeo y también los de América Latina, el origen de estas prerrogativas es mucho más cercano y preciso, y hay que buscarlo, como el de tantas otras cosas que nos unen, en la revolución francesa. Y lo encontramos, de forma concreta, en la sesión celebrada el 23 de julio de 1789 por la Asamblea Constituyente, cuando se aprobó un conocido y muy citado decreto a propuesta del diputado Mirabeau. Posteriormente se incorporaron a la Constitución de 1791, que tanta influencia ejerció en la Constitución española de 1812, así como en las de otros países europeos y latinoamericanos. Si me permiten ustedes una pequeña anécdota. Hace unos días estaba yo consultando una edición facsímil de la Constitución española de

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1812, una edición del texto original, naturalmente manuscrito y firmado y rubricado por todos los diputados que intervinieron en su elaboración y aprobación en las Cortes de Cádiz. Y entre esas firmas encontré las de muchos diputados americanos, entre ellos bastantes mexicanos. Me llamó especialmente la atención uno llamado Octaviano Obregón, que firmaba como “diputado por Guanajuato”. Pues bien, lo que realmente importa es que la inmensa mayoría de los diputados americanos en Cádiz eran liberales, y fueron ellos los que decantaron la balanza a favor de una Constitución resueltamente innovadora, abierta a las nuevas ideas y claramente rupturita; muchos de ellos, después, continuaron en sus tierras la lucha por la libertad y desempeñaron un papel importante en la consecución de la independencia. Entrando ya en materia, ¿a qué prerrogativas nos referimos? La realidad es que son varias, y no todas se dan de forma igual en los diferentes sistemas constitucionales. En algunos de ellos su alcance es muy limitado, como es el caso de los países anglosajones, mientras que en otros, como sucede en el mío, encontramos una amplísima panoplia de garantías. Las que nos interesan son tres: 1. La primera y más extendida es la que protege a los parlamentarios frente a acusaciones de tipo penal derivadas del ejercicio de su función y, básicamente, significa que no puede ejercerse esa acusación ni, consecuentemente, producirse condena penal como resultado de las manifestaciones que puedan haber realizado en el ejercicio de dicho cargo, ya sean éstas opiniones o afirmaciones, orales o escritas, obviamente en el caso hipotético de que esas manifestaciones puedan constituir delito. Es decir, el parlamentario nunca puede ser objeto de persecución penal por esa actuación. En la terminología comparada los franceses llaman a este instrumento irresponsabilité, los italianos hablan de irresponsabilitá o insindacabilitá, en los sistemas anglosajones la expresión más utilizada es privilegie o freedom,

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mientras que en mi país la Constitución emplea la palabra inviolabilidad, a mi juicio de forma incorrecta. En cualquiera de ellos es un instrumento que actúa exclusivamente en el marco del derecho penal, porque ciertamente lo que implica es una exclusión de la responsabilidad penal, de forma que ni siquiera se puede producir imputación a un parlamentario por esos hechos. Consecuentemente, sus efectos también se trasladan al proceso, aunque de forma accesoria: al no existir responsabilidad penal tampoco se produce acusación o, para ser más exactos, esa acusación queda sin efecto una vez que se ha comprobado la condición de parlamentario del acusado. Desde una perspectiva constitucional esa irresponsabilidad se traduce en una ampliación del contenido de la libertad de expresión de forma que los límites que encuadran el ejercicio de este derecho de forma general (como pueden ser, por ejemplo, el respeto al honor y a la intimidad de los demás, entre otros) actúan con menos fuerza en el caso de los parlamentarios. Y ello es así, obviamente, porque se ha entendido que sólo así podrán ejercer sin cortapisas y al amparo de posibles persecuciones o venganzas políticas el cargo público que ocupan, cargo de excepcional importancia en un Estado democrático. Aparentemente puede parecer una protección excesiva, y probablemente en la actualidad ha perdido buena parte de la razón de ser que tuvo en sus orígenes, pero no es menos cierto que en la práctica sus efectos son muy limitados, por dos razones: en primer lugar, porque solamente protege al parlamentario respecto a un tipo determinado de delitos, los que en terminología anglosajona se califican como words, no acts, es decir aquellos que sólo se pueden cometer mediante el uso de la palabra, y esos delitos apenas tienen incidencia en las sociedades contemporáneas. En el Código Penal de mi país son los delitos de injurias o calumnias y, por lo que yo sé, muy pocas veces se dictan condenas por esos delitos,

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habida cuenta de la doctrina del Tribunal Constitucional que obliga a ponderar el bien penalmente protegido por esos tipos delictivos con el derecho fundamental a la libertad de expresión. Y, en segundo lugar, la protección sólo alcanza a las manifestaciones vertidas por los parlamentarios en el ejercicio estricto de su función, es decir, intervenciones realizadas en sede parlamentaria y en actos específicamente parlamentarios, que son aquellos expresamente regulados como tales por los reglamentos de las Cámaras legislativas. Consecuentemente no incluye, al menos en la mayoría de los sistemas constitucionales que yo conozco, las manifestaciones realizadas en intervenciones ajenas a ese ámbito, por ejemplo en meetings políticos, actos de campaña electoral, conferencias, entrevistas realizadas ante los medios de comunicación, etc Es, por ello, que en ninguno de estos sistemas el privilegio de la irresponsabilidad parlamentaria presenta excesivos problemas, y suele ser aceptado sin que genere críticas importantes. En última instancia tampoco vulnera el derecho a la tutela judicial de la persona ofendida por las manifestaciones supuestamente injuriosas, pues siempre tiene la posibilidad de retar a su autor a repetirlas fuera del estricto recinto de la Cámara, de forma que si lo hace pierde la prerrogativa. Por cierto, recuerdo un caso en que así sucedió en el Reino Unido, a comienzos de los años cincuenta, y explico la anécdota para hacer un poco más llevadera esta conferencia: fue durante una de esas sesiones semanales de control del gobierno, la denominada question time, tan típica del parlamentarismo británico, cuando un diputado laborista aprovechó una pregunta al Primer Ministro para acusar a un alto cargo del Gobierno, una persona que ocupaba un puesto de responsabilidad en la embajada en Washington, de ser un agente de la Unión Soviética. Pues bien el aludido, el señor Kim Philby convocó inmediatamente una rueda de prensa en la que no sólo negó las acusaciones sino que emplazó al diputado a repetir sus

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afirmaciones fuera del recinto de Westminster, “si es que se atrevía”. No se atrevió, y quedó bastante mal parado. Por cierto, como se supo años después, el señor Philby era realmente un agente secreto de la Unión Soviética, uno de los mejores, el cuarto integrante de los conocidos como los “cinco de Cambridge” y uno de los más famosos espías que han existido en el siglo XX. Lo que sí puede suceder es que se pretenda ampliar de forma desmedida ese ámbito de protección, como sucedió en mi país, tema éste que conozco bastante bien pues durante las últimas legislaturas en las que ejercí como diputado yo fui miembro de la llamada Comisión del Estatuto de los Diputados, que es la que se encarga de informar sobre los problemas derivados de estas materias, emitiendo dictámenes que después se someten a la decisión del Pleno de la Cámara. Fue durante los años ochenta, a raíz de unas manifestaciones realizadas por un diputado del Grupo Socialista que fueron consideradas injuriosas por una persona ajena a la institución parlamentaria; como la inviolabilidad amparaba al diputado contra cualquier querella o denuncia, el supuesto injuriado optó por demandarle por la vía civil, concretamente mediante una acción especialmente prevista en el ordenamiento español para la protección del derecho al honor y a la intimidad personal y familiar, que obviamente no podía dar lugar a una condena penal aunque sí a una indemnización por los daños morales ocasionados al demandante. Pues bien, con una reacción absolutamente corporativa las Cámaras aprobaron, por el procedimiento de urgencia, una reforma de la Ley de Protección Civil del Honor (reforma aprobada mediante Ley Orgánica 3/1983) por la que se extendía la irresponsabilidad de los diputados también frente a este tipo de acciones. Afortunadamente el Tribunal Constitucional puso coto a ese dislate (lo de dislate lo digo con pesar, pues yo también voté a favor de esa reforma), declarándola inconstitucional precisamente por otorgar a la

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inviolabilidad una extensión material que en absoluto era la que se derivaba de la Constitución. 2. Pasemos ahora al examen de la segunda de las prerrogativas a que antes me refería, que es aquélla que impide proceder penalmente contra un cargo público de carácter parlamentario si previamente no se ha obtenido la autorización de la Cámara legislativa a la que pertenece. Ello significa que el Juez o autoridad competente debe solicitar previamente la autorización de esa Cámara para proceder contra el parlamentario afectado (llámese procesamiento, imputación, acusación o de cualquier otra manera), operación que ustedes conocen como “desafuero”, si no me equivoco, y en mi país se conoce como “suplicatorio”, palabra que procede de las leyes procesales del siglo XIX. Los franceses denominan esta institución como inviolabilite, los italianos le llaman improcedibilita y en España utilizamos la expresión “inmunidad”. Al contrario de lo que sucedía con la irresponsabilidad a la que antes me he referido, en este caso nos encontramos con una prerrogativa que opera, no en el ámbito del derecho penal sino en el del proceso penal. No es una causa de irresponsabilidad, pues ese diputado o senador puede ser procesado y condenado a la pena que pueda corresponder de acuerdo con el Código Penal, incluso a una pena de privación de libertad. Más bien se trata de una condición de procedibilidad, un requisito previo para que el Juez o tribunal competente pueda dar vía libre a la acusación: si la Cámara otorga la autorización, el proceso sigue adelante, con todas las consecuencias que ello pueda comportar, aunque a veces la condición de parlamentario del acusado puede también exigir determinadas especificidades procesales, como veremos después; si, por el contrario, la Cámara deniega la autorización, el parlamentario no podrá ser acusado ni condenado en esa causa, aunque el proceso puede continuar, naturalmente, para otros presuntos implicados.

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Una variante ampliada de esta prerrogativa, generalmente unida a ella aunque en algunos países está regulada de forma autónoma (es decir, puede no existir o, por el contrario, existir sin que se dé la inmunidad a la que me acabo de referir) es la protección frente a la detención provisional, en particular frente a la detención policial. Es decir, el parlamentario nunca puede ser detenido si previamente no se dispone de la autorización correspondiente de los órganos de dirección de la Cámara, generalmente de su Presidente, salvo caso de flagrante delito. Esto es lo que sucede en Francia, en Italia, en España, en Portugal y, según creo, también en Alemania, y como decía antes, es una garantía que opera de forma autónoma respecto al procesamiento o acusación, pues el hecho de que el parlamentario no pueda ser detenido no significa que no pueda ser procesado una vez obtenida la autorización correspondiente y, llegado el caso, condenado. Independientemente de lo que acabo de decir, lo que diferencia esta prerrogativa de la examinada en primer lugar es que con ella no se trata de otorgar un ámbito ampliado de protección a la libertad de expresión de los parlamentarios en el ejercicio de su función, sino simplemente de asegurar una tutela mas acentuada de su libertad personal, poniéndole al abrigo de acusaciones infundadas de cualquier otra naturaleza que, en la práctica, podrían encubrir intentos de persecución política. Como decía anteriormente su aceptación en el derecho comparado es bastante más limitada y es generalmente desconocida en el Reino Unido y en los países anglosajones cuyo sistema político deriva directa o indirectamente del británico, como son los Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, entre otros. 3. Finalmente, la tercera y última de las garantías que suelen integrar el estatuto especial de los parlamentarios en el derecho comparado es el llamado “fuero especial”, según el cual el conocimiento de las causas penales que se puedan dirigir contra ellos, tanto en la fase previa del proceso

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(lo que en varios países europeos se conoce como la “instrucción”) como en la fase del juicio, no está sometida al conocimiento y decisión del Juez o Tribunal al que le correspondería de acuerdo con las reglas generales sobre competencia territorial u objetiva, sino al de un tribunal más elevado en la estructura orgánica del Poder Judicial, generalmente aquél que ocupa la posición superior. En España e Italia este tribunal es el Tribunal Supremo, y en Francia la Cour de Cassation, aunque puede haber especificidades en los Estados descentralizados. Se trata de un privilegio encaminado a otorgar un plus de garantía al enjuiciamiento de los parlamentarios, pues las posibilidades de manipulación de decisiones judiciales son mucho más limitadas tratándose de estos órganos superiores, al menos sobre el papel. No obstante, conviene no olvidar que también comporta desventajas importantes; así, en España, donde los diputados y senadores están especialmente aforados en la Sala Penal del Tribunal Supremo, este fuero especial hace imposible la apelación contra la sentencia eventualmente condenatoria, pues no hay tribunal superior ante el cual apelar, por lo que el supuesto privilegio se convierte en vulneración de un derecho especialmente importante, el derecho a la segunda instancia, expresamente reconocido por los tratados internacionales sobre derechos humanos como el Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos de Naciones Unidas. Bien, yo voy a referirme exclusivamente al segundo de los privilegios que acabo de exponer, al que para entendernos llamaremos inmunidad (aunque no es una expresión técnicamente muy correcta) que es aquél que en la práctica ha planteado mayores problemas políticos y jurídicos, al menos en los sistemas que yo conozco. a) Para empezar, quiero insistir en que estamos hablando exclusivamente de la inmunidad de los parlamentarios, que son aquellos que la disfrutan de forma general. Eso no significa que en algunos países no

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encontremos instituciones similares que protegen a los miembros del Poder Ejecutivo o del Poder Judicial, aunque casi siempre se trata de fórmulas inhabituales, conexas muchas veces con la forma de gobierno; así, la protección dispensada en algunos países a los miembros del Poder Ejecutivo se explica por el carácter presidencial o semipresidencial de su sistema político (por ejemplo Francia, donde el Presidente de la República es elegido directamente por los ciudadanos. Cito el caso francés porque como ustedes saben posee cierta actualidad ya que en varias ocasiones se han iniciado procesos penales contra el Presidente Chirac y hasta ahora nunca ha habido la menor posibilidad de avanzar en la acusación, pues dispone constitucionalmente de un nivel de protección altísimo, que va más allá de la simple inmunidad que estamos tratando. En cambio la exclusividad de los integrantes de las Cámaras Legislativas como titulares de inmunidad aparece plenamente justificada dada su condición de directos representantes del pueblo, sobre todo en los regímenes parlamentarios europeos, en los que el Parlamento aparece como el único y efectivo mandatario del pueblo soberano mientras que los integrantes del Poder Ejecutivo, incluido el Presidente del Gobierno, no son titulares de ese mandato directo sino de una investidura parlamentaria. Dicho esto, la primera cuestión a resolver es simple: ¿cuáles son los cargos públicos parlamentarios cuyo estatuto incluye la prerrogativa de la inmunidad? En un Estado unitario, como Francia (y también Portugal, Holanda, los países nórdicos y muchos países latinoamericanos, todos los centroamericanos sin ir más lejos) la pregunta parecería absurda, pues en todos ellos el poder legislativo es único, la ley es la misma para todos y, consecuentemente, sólo los diputados y senadores integrantes del Parlamento nacional pueden ser considerados como tales; por lo tanto, sólo ellos están protegidos por el beneficio de la inmunidad.

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En cambio en los Estados compuestos, en particular los de estructura federal, en los que el poder legislativo es plural y está compartido entre la Federación y los estados federados (Estados Unidos, México, Brasil, Argentina en el continente americano, o Alemania y Suiza en Europa) parece lógico que tanto los parlamentarios integrantes del Poder legislativo federal como los que forman parte del Poder legislativo de los estados disfruten de inmunidad en idéntico nivel y con la misma amplitud. En cambio, la respuesta no es tan fácil cuando nos encontramos ante otro tipo de Estados compuestos, el que ha sido calificado con expresiones como Estado regional, en Italia, o Estado autonómico, en España, que en realidad son una especie de tertium genus o modelo intermedio que se aproxima al federalismo clásico en algunos aspectos, y que últimamente goza de cierto predicamento en Europa, como demuestra no sólo la evolución de los países citados sino también experiencias más recientes en Bélgica y Reino Unido. En todos ellos nos encontramos con una descentralización real del poder legislativo, en los que han aparecido auténticos Parlamentos regionales directamente electos por el pueblo y con una potestad legislativa que, aunque limitada a ciertas materias, no por ello deja de ser importante. La cuestión es: ¿hasta qué punto está justificado que los diputados de estos Parlamentos regionales disfruten de los mismos privilegios reconocidos a los diputados y senadores nacionales, multiplicándose así de manera exponencial una protección que, precisamente por su carácter de privilegio y de ruptura del principio de igualdad ante la ley, debería ser absolutamente excepcional? Bien, la solución adoptada en mi país ha sido intermedia: los parlamentarios regionales disponen de la primera de las garantías que hemos citado anteriormente, la irresponsabilidad por las manifestaciones vertidas en el ejercicio de su cargo y también tienen un fuero especial, en la medida en que sólo pueden ser acusados y juzgados ante el Tribunal

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Superior de Justicia Regional que, al contrario de lo que sucede aquí, en México, es un órgano del Poder Judicial central y único; en cambio no disponen del privilegio de la inmunidad, y pueden ser acusados y procesados en caso de delito sin que se requiera autorización de ninguna clase, aunque sí comunicación a la Cámara a la que pertenecen. Por cierto, esta fórmula intermedia no se alcanzó sin que antes se produjera un cierto debate jurídico y político, sobre todo en los primeros momentos de desarrollo del Estado Autonómico, pues la Constitución nada dice al respecto y a comienzos de los años ochenta el País Vasco incorporó el privilegio de la inmunidad para sus diputados. Ya saben ustedes que en el País Vasco existe un fuerte sentimiento nacionalista, incluso independentista, y algunos pudieron pensar que la concesión de ese privilegio a sus parlamentarios expresaba un cierto deseo de disponer de un Poder legislativo lo más parecido y asimilable al de un Estado independiente. Fuera como fuese, lo cierto es que el Tribunal Constitucional entendió que esa extensión del privilegio estaba injustificada y carecía de base constitucional, anulando consecuentemente la normativa que la había establecido. Por lo que yo sé en Italia existe una fórmula muy similar para los parlamentarios regionales. b) Una vez precisado el ámbito subjetivo de la institución podemos abordar su naturaleza constitucional y, más concretamente, los intereses que con ella se pretenden defender. Y ello es necesario porque sólo cuando hayamos precisado cuáles son esos intereses surgirá, sin duda, la pregunta que nos hacemos en muchos países europeos y muy particularmente en el mío: ¿hasta qué punto esos intereses necesitan hoy día de protección y, consecuentemente, qué justificación puede alegarse, en los comienzos del siglo XXI, para el mantenimiento de la inmunidad parlamentaria? En los orígenes del Estado Liberal, y también a lo largo de buena parte del siglo XIX, cuando la monarquía limitada, y después la monarquía

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constitucional, era la forma de gobierno predominante en los países europeos, el Rey actuaba como auténtico jefe del Poder Ejecutivo, nombraba a su Primer ministro y a sus ministros, era el jefe supremo de las Fuerzas Armadas e intervenía de forma decisiva en la determinación de la política exterior y de la política de defensa. Digamos, de forma general, que su actuación retardaba la evolución hacia formas más abiertas y participativas de gobierno, hacia la monarquía parlamentaria que exigían los liberales y los primeros socialistas, y que ya era una realidad en el Reino Unido. Así pues, el aparato administrativo y gubernamental continuaba en gran medida en manos de los sectores políticos y sociales más conservadores, incluso, cuando las fuerzas políticas liberales y progresistas disponían de mayoría parlamentaria y principios como la alternancia en el poder o el respeto por las diversas posiciones políticas todavía eran poco aceptados. Más grave aún era el hecho de que el Poder Judicial fuera escasamente independiente, pues los jueces y magistrados, aunque integrados en un cuerpo de funcionarios, estaban muy sometidos al control del Poder Ejecutivo en todo lo referente a carrera profesional, sueldos y régimen disciplinario, que en gran medida dependían de las decisiones del Ministro de Justicia. En estas condiciones la hipótesis de una manipulación sobre los jueces para perseguir a los parlamentarios de la oposición no era descabellada y, sin duda, fue ese temor el que condicionó, ya en los orígenes de la Revolución francesa, la introducción del sistema de prerrogativas a que nos estamos refiriendo. Hoy día no parece que en ninguno de los sistemas democráticos existentes pueda subsistir este peligro. En todos ellos disponemos de una judicatura independiente, que difícilmente se dejará manipular por motivos políticos para perseguir a los parlamentarios, y si en algún momento así sucediese por la concreta actuación de un Juez o Tribunal, el sistema dispone de toda una panoplia de garantías procesales que harían imposible llevarla a buen término. Existe también una prensa libre, una opinión pública

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relativamente bien informada y, lo que es más importante, tanto el Gobierno como el Parlamento emanan íntegramente de la voluntad popular y se renuevan mediante elecciones periódicas por sufragio universal. Es difícil de creer, salvo casos aislados, que se pueda utilizar el proceso penal con fines espurios, pues sólo así podemos calificar la eliminación política de determinadas personas realizada mediante acusaciones infundadas o interesadas. En cambio, allí donde esta situación no se da plenamente, o donde exista al menos la posibilidad de que actuaciones como las que acabo de exponer puedan llegar a ser reales, la inmunidad conserva sin duda la justificación que la vio nacer. c) Un breve repaso al derecho comparado nos ayudará a profundizar en el examen que hemos iniciado y, además, aportará datos significativos en apoyo de las afirmaciones realizadas: i.– Para empezar, parece evidente la existencia de una tendencia a la disminución del ámbito de protección de la inmunidad parlamentaria. Es más, cuanto más consolidada y estable es la trayectoria del Estado democrático en un determinado sistema político mayor parece ser esa disminución, aunque conviene no generalizar excesivamente esa afirmación. Así, en el Reino Unido y otros países anglosajones (Estados Unidos, Canadá, Australia, etc.), todos ellos de larga tradición liberal y muchas veces pioneros en la introducción del sufragio universal y de fórmulas de limitación del poder, la inmunidad parlamentaria no existe ni ha existido nunca, aunque sí se acepta la inviolabilidad por las manifestaciones realizadas por el parlamentario en el ejercicio de su cargo. Simplemente, no ha sido necesaria y no parece que esa ausencia haya causado o cause problemas de ningún tipo. Tampoco existe, o si existe ha sido reducida a su mínima expresión, en Holanda y en los países nórdicos de Europa.

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ii.– En cuanto al ámbito temporal cubierto por la protección de la inmunidad, también encontramos situaciones diferentes. Existen países en los que la inmunidad abarca toda la duración de la legislatura, desde que el parlamentario es elegido y recibe sus credenciales hasta el momento en que cesa, como sucede en España y en Italia, mientras que en otros sólo actúa durante los períodos de sesiones, que es lo que sucede en Francia y en Alemania. Eso significa que durante el tiempo en el que el Parlamento no realiza sus sesiones ordinarias, lo que según los casos puede llegar a ser hasta cuatro meses al año o incluso más, no es necesaria su autorización para proceder penalmente contra un diputado o senador. Comprendo que muchos de ustedes pensarán aquello de que “hecha la ley, hecha la trampa”, y que en estos países puede ser relativamente fácil enervar la exigencia de autorización, sobre todo cuando no se tiene la seguridad de obtenerla, mediante el cómodo expediente de iniciar la acusación penal en el momento en que la Cámara está de “vacaciones parlamentarias” (qué expresión tan desgraciada); pero en fin, no es tan fácil, todo proceso penal tiene sus plazos y sus tiempos. Permítanme una pequeña digresión al respecto aprovechando que estamos en la sede de una institución legislativa, aunque nada tenga que ver con el objeto de esta conferencia. Esa curiosa expresión de “vacaciones parlamentarias” que se ha impuesto en el lenguaje periodístico de mi país no sólo es vulgar sino que, además, tampoco explica la realidad de la situación; y digo esto porque, todos sabemos que en el moderno Estado de partidos, el parlamentario individual, diputado o senador, se ha convertido en un pequeño engranaje dentro de esa gran maquinaria que son los partidos y las fracciones parlamentarias, de forma que la disciplina de voto convierte muchas veces su actividad en algo carente de esfuerzo. Todavía recuerdo, de mis tiempos de diputado, cómo votábamos en el Congreso; y lo hacíamos, naturalmente, siguiendo las indicaciones de nuestro portavoz,

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mediante signos con los dedos, sin las cuales la gran mayoría de nosotros no habría sabido como votar en cada una de las docenas de votaciones que se hacían en un momento determinado. Y ello es así porque en un Parlamento moderno sus miembros están generalmente especializados en materias determinadas y, lo que es más importante, es el grupo parlamentario quien decide el sentido del voto de los individuos que lo integran. En cambio, cuando el Parlamento vaca por no haber período de sesiones, cada diputado o senador ha de volver a su circunscripción, dedicarse a sus electores y a la maquinaria local o regional de su partido y es entonces, paradójicamente, cuando más debe trabajar y ganarse la confianza de aquellos a los que representa. iii.– Otro aspecto a considerar es el relativo a los efectos que produce sobre el proceso penal la denegación parlamentaria, es decir, la no concesión del desafuero o suplicatorio. Está claro que esa denegación impide la continuidad de la acción contra el diputado o senador afectado, pero ¿en qué forma y con qué alcance? Bien, en muchos países, y eso es lo que sucede en España, el rechazo de la solicitud significa el puro sobreseimiento libre de la causa (naturalmente, en la medida en que afecta al parlamentario, no a otros posibles encausados, para los que el proceso continúa su curso ordinario). Pero en otros, en cambio, y hay varios ejemplos en el derecho comparado, esa denegación sólo comporta la imposibilidad temporal de proceder contra el parlamentario, lo que significa que una vez que haya perdido esa condición, si el delito o la acción penal no han prescrito, es posible reabrir la causa contra él, causa que no había sido sobreseída sino archivada temporalmente. Y ello es así porque se entiende que una vez desaparecida la causa que justificó la especial protección de la inmunidad no hay razón para no exigir la correspondiente responsabilidad penal.

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iv.– También encontramos tratamientos diferentes en función del efecto, retroactivo o no, que se dé a la protección. Por lo general la inmunidad protege al parlamentario contra acusaciones derivadas de hipotéticos delitos cometidos durante el tiempo en que ocupa su cargo público, y no antes ni después, y esa parece ser una opción razonable y coherente con su naturaleza de privilegio excepcional. Sin embargo la solución contraria en el primero de los sentidos indicados, es decir, la ampliación de esa protección respecto a presuntos delitos cometidos con anterioridad a la asunción del cargo electivo no carece de lógica, al menos si la examinamos desde la perspectiva de los intereses que la institución pretende defender. En efecto, la posibilidad de acusaciones espurias que oculten intentos de persecución política se puede dar también en esos casos. Consecuentemente, y esto es lo que sucede, por ejemplo, en mi país, lo que importa no es si el parlamentario lo era en el momento de cometerse el presunto delito, sino si lo es cuando se realiza la acusación. v.– Y así, podríamos continuar observando las diferentes posibilidades existentes en el derecho comparado. Hay algunos ordenamientos en los que la inmunidad protege sólo respecto a determinados delitos, mientras que en otros afecta a cualquier tipo de acción penal. Cuestión igualmente interesante es la de saber si la Cámara dispone de un plazo para pronunciarse sobre la solicitud de desafuero (casi siempre es así, por razones de seguridad jurídica) y, sobre todo, si la ausencia de pronunciamiento expreso durante ese plazo provoca alguna presunción favorable o contraria a la solicitud. Utilizando un término acuñado por la doctrina ius administrativa podríamos hablar de concesión o denegación de esa solicitud por silencio administrativo. La realidad es que ambas opciones tienen sus adeptos. Bien, después de este breve examen de las características comparadas que presenta la institución de la inmunidad parlamentaria

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estamos en condiciones de realizar algunas consideraciones finales, a modo de conclusión. Para ello, propongo retomar las preguntas que había propuesto anteriormente sobre la naturaleza constitucional de la inmunidad, centrándonos en tres aspectos sustanciales: En primer lugar, ¿cuáles son los intereses que realmente se protegen con la inmunidad? En segundo lugar, si la concesión o denegación del suplicatorio (el desafuero en terminología mexicana) es una decisión totalmente libre de la Cámara, sometido exclusivamente a la regla de la mayoría y por lo tanto no necesitado de motivación o argumentación jurídica, o si, por el contrario, existen en él elementos parcialmente reglados y de sometimiento al Derecho, que exigirían una motivación suficiente. Y, finalmente, tercera cuestión relacionada con la anterior: ¿hasta qué punto esa decisión es susceptible de un control jurídico, obviamente de naturaleza jurisdiccional, que podría conllevar incluso la posibilidad de su anulación si se entendiese contrario a Derecho? Ese control puede ser competencia del Poder Judicial ordinario (normalmente del órgano que culmina la organización judicial) o, en otros casos, del Tribunal Constitucional, como veremos a continuación. La primera de esas preguntas tiene fácil respuesta. La doctrina científica y también la jurisprudencia están de acuerdo en que en el Estado moderno la inmunidad no es un privilegio personal, en ningún caso es un privilegio del parlamentario, no es ni siquiera un derecho subjetivo, sino solamente un instrumento para proteger la independencia de la Cámara, de forma que se integra en la lógica del principio de separación de poderes y lo refuerza. Puedo citar al respecto una de las primeras decisiones adoptadas por el Tribunal Constitucional español sobre esta materia, aunque también la extendía al privilegio de la inviolabilidad: “Estas dos prerrogativas, que

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encuentran su fundamento en el objetivo de garantizar la libertad e independencia de la institución parlamentaria, se confieren no como derechos personales, sino como derechos reflejos de los que goza el parlamentario en su condición de miembro de la Cámara legislativa y que sólo se justifican en cuanto son condición de posibilidad del funcionamiento eficaz y libre de la institución”. Eso mismo leemos en los trabajos de Nicolás Pérez Serrano, que ha tratado el tema con cierto detenimiento: “La esencia de los privilegios parlamentarios consiste en constituir garantías que aseguran el normal desenvolvimiento y la libre actuación de la Cámara. No constituyen garantía personal, sino de carácter real, puesto que protegen la función parlamentaria en si, y solo indirectamente aprovecha a sus titulares, es un privilegio objetivo no de índole subjetiva porque pretende asegurar el cumplido desempeño de la actividad” La segunda pregunta presenta mayor dificultad, pues sobre ella existen posiciones que, sin ser penalmente contradictorias, conducen a resultados diferentes. La doctrina italiana, desarrollada por algunos tratadistas y, sobre todo, “codificada” en cierta medida por las decisiones y debates realizados en el Parlamento cada vez que alguna de las Cámaras debía pronunciarse sobre una solicitud de desafuero, parte de la concepción clásica y tradicional de la institución, tal como la hemos explicado anteriormente: lo que se pretende con ella es proteger al diputado o senador contra una utilización espuria de la acción penal, bajo cuya apariencia se oculta en realidad una persecución política. Por lo tanto, la decisión favorable o contraria a la concesión de la solicitud deberá basarse única y exclusivamente en ese principio y no en consideraciones de otra naturaleza. Para ello la Cámara, a través de la Comisión correspondiente, analiza con detenimiento los antecedentes del caso, la motivación del auto judicial de

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solicitud de desafuero, la documentación que se considere necesaria y, obviamente, da también audiencia al parlamentario afectado para que alegue cuanto considere oportuno y aporte las pruebas y material adecuados para su defensa, si es que ha optado por oponerse a la autorización. Mediante ese examen, la Cámara debe llegar al convencimiento de que la acción penal no oculta ninguna pretensión de persecución política, y como que esa pretensión difícilmente se presentará de forma clara e indubitada, a menudo le bastará con apreciar, de acuerdo con criterios de racionabilidad, la existencia de una apariencia, de unos indicios suficientes que permitan suponer la existencia de esa persecución, un fumus persecutionis. Poco importa que esos indicios se observen a través de actuaciones de otros poderes del Estado o de particulares o, incluso, de los medios de comunicación. Si los indicios son relevantes la autorización será denegada y, en caso contrario, será concedida. Aparentemente esta concepción no carece de racionalidad y, en la medida en que exige una cierta motivación de la decisión, podría ser susceptible de control jurisdiccional posterior, aunque no me consta que esto haya sucedido nunca. No obstante, presenta varios puntos flacos: por un lado, parece claro que la apreciación de la apariencia de persecución política no deja de ser una valoración totalmente subjetiva de la Cámara, adoptada por la mayoría de sus miembros y, sobre todo, lo que implícitamente resulta de esta fórmula es una absoluta desconfianza respecto al Poder Judicial, al que se presume hipotético autor o, cuando menos, cómplice de esa persecución. Conviene tener en cuenta, a este respecto, dos datos específicos: por un lado el sistema procesal penal existente en Italia y en muchos otros países europeos, al contrario de lo que sucede con el proceso de tipo acusatorio propio de los países anglosajones, otorga un papel central al Juez en la fase instructora del proceso. Es el Juez instructor y no el Ministerio

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Público quien decide la acusación, llámese ésta imputación o procesamiento. Ciertamente, debe existir previamente una denuncia, una querella, lo que ustedes quieran, pero es siempre el Juez quien debe decidir la imputación y sólo cuando aprecia elementos suficientes de credibilidad, de verosimilitud en esa denuncia o querella. Y, por otro lado, en Italia, igual que en España, los diputados y senadores están aforados en el Tribunal Supremo, lo que significa que apenas se tiene constancia de que uno de ellos puede ser encausado, el Juez o tribunal que está conociendo esa causa la remite al alto Tribunal, y es él quien decide si solicita o no la autorización de la Cámara correspondiente para proceder contra esa persona. Pues bien, ¿es creíble, en un moderno Estado de Derecho, en el que la independencia judicial es un valor sustancial, que el mismísimo Tribunal Supremo pueda ser manipulado para perseguir políticamente a un parlamentario? No, ciertamente, y es por ello que esta concepción del desafuero ha podido ser considerada como un privilegio odioso, más aún si tenemos en cuenta que la Cámara no se pronuncia sobre el fondo de la cuestión sino solamente sobre la apariencia o no de la persecución. En suma, es absolutamente posible que todos los datos permitan afirmar la existencia del delito y la responsabilidad del parlamentario y, aún así, la simple apreciación de factores de naturaleza política justifique la denegación de la autorización. Esto es lo que sucedió, por ejemplo, a comienzos de los noventa, cuando la Cámara de Diputados denegó la autorización para proceder contra altos responsables políticos implicados en delitos de malversación de fondos públicos, utilizados para la financiación irregular de los partidos políticos. El escándalo que se produjo fue de tal calibre que de ahí arrancó la conocida operación “manos libres”, protagonizada por un importante grupo de jueces y fiscales que pretendían regenerar la vida política italiana eliminando las prácticas generalizadas de corrupción (lo que se denominó “tangentopolis”) y que condujo al

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procesamiento de una gran cantidad de cargos públicos y, en última instancia, a la ruina de la clase política de aquél país y al derrumbamiento de su sistema político. En España fue ésta la concepción que, implícitamente, dominó durante los años ochenta, aunque nadie se esforzó por sistematizarla y, lo cierto es, que el Tribunal Supremo demostró una encomiable prudencia en las solicitudes de desafuero, que se concedían casi siempre. No obstante pronto surgieron los primeros problemas pues, dada la tendencia de dotar de las máximas garantías al acusado en el proceso penal, se ha ido imponiendo en mi país la tesis de que el Juez instructor debe imputar apenas exista una denuncia, una mínima acusación (salvo que resulte a simple vista notoriamente infundada), pues sólo así dispondrá el acusado de todos los derechos de la defensa, entre ellos el derecho a no declarar contra sí mismo y el derecho a la asistencia y defensa de letrado. Consecuentemente surgió en algún momento la polémica sobre el momento en que debía solicitarse el desafuero, ligado a la imputación: si se hacía con presteza se corría el peligro de hacerlo sin datos suficientes, exponiéndose así a la denegación parlamentaria; si se esperaba a disponer de elementos probatorios suficientes obtenidos, pues, sin la presencia del acusado, se ponían en peligro sus derechos a la defensa, con las consecuencias que ello podía acarrear. Es por ello que poco a poco se ha adoptado una concepción bastante diferente, elaborada fundamentalmente por el Tribunal Constitucional en varias sentencias dictadas durante la segunda mitad de los años ochenta. Esa concepción parte del principio antes expuesto, de que la inmunidad no es un privilegio personal sino una garantía de la independencia de la Cámara, con el fin de asegurar su funcionamiento adecuado. Bastará con la lectura de algunos pasajes de las sentencias citadas para que ustedes aprecien el alcance de esta nueva visión del tema.

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Así, por ejemplo: “La amenaza frente a la que protege la inmunidad solo puede ser la de tipo político, y consiste en la eventualidad de que la vía penal sea utilizada con la intención de perturbar el funcionamiento de la Cámara o de alterar la composición que a la misma ha dado la voluntad popular. La posibilidad de que las Cámaras aprecien y eviten esa intencionalidad es lo que la Constitución ha querido al otorgarle la facultad de impedir que las acciones penales contra sus miembros prosigan” Y sigue: “Lo que persigue la institución de la inmunidad es que las propias Cámaras realicen algo que no pueden llevar a cabo los órganos de naturaleza jurisdiccional, cual es una valoración sobre el significado político de tales acciones” Y luego añade: “La inmunidad protege la libertad personal de los representantes populares contra detenciones y procesos judiciales que pueden desembocar en privación de libertad, evitando que por manipulaciones políticas se impida al parlamentario asistir a las reuniones y, a consecuencia de ello, se altere indebidamente la composición y funcionamiento de la Cámara” En suma, lo que se desprende claramente de estas palabras es que la inmunidad sólo se justifica en la medida en que es un instrumento de protección de la propia Cámara contra actuaciones que, si bien van dirigidas contra un parlamentario determinado bajo la forma de una acusación penal, lo que realmente pretenden es alterar el funcionamiento y composición de esa Cámara tal como resultó del sufragio popular. De forma que sólo si se aprecia esa voluntad de alteración y, claro es, la alteración misma, se justifica la denegación de la autorización. Bien, seguramente ustedes ya lo han observado, pero lo cierto es que esta concepción de la inmunidad hace casi imposible la denegación de suplicatorio, y eso es lo que se argumentó en el voto particular disidente a esa sentencia firmado por tres magistrados, que afirmaron que de esa forma

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la inmunidad garantizada por la Constitución se convertía en una cáscara vacía. Y ello es así por dos razones: en primer lugar, porque es casi imposible que la ausencia de un solo parlamentario, en una Cámara que integra varios centenares (hasta cuatrocientos pueden ser los miembros del Congreso de los Diputados en España), pueda alterar su composición política. Ciertamente; hubo un momento, creo que fue en la legislatura 1989–1993, en el que el partido mayoritario obtuvo exactamente 175 escaños, que eran uno menos de la mayoría absoluta, de forma que en los casos en que todos los grupos parlamentarios de la oposición unían sus votos la ausencia de un solo diputado de la mayoría significaba perder la votación. Pero, aún aceptando la enorme excepcionalidad de esa situación, que nunca se ha vuelto a repetir, hay otra razón, y es que la imputación de un diputado no tiene por qué comportar necesariamente su prisión provisional, sino que sería un caso claro de libertad provisional, con o sin fianza, permitiéndose así su asistencia a las sesiones de Pleno y de Comisión y sin que de esa manera resultase alterada la composición de la Cámara. Y si, llegado el caso, se produjera una condena mediante sentencia firme que, ahora sí, impediría esa asistencia, lo que de ella resultaría sería la pérdida del acta de diputado, pues sin duda esa condena llevaría aparejada la pena de inhabilitación para el ejercicio de cargo público siendo sustituido ese diputado por el que ocupa el lugar siguiente en la candidatura partidaria en la que fueron elegidos. No habría pues, tampoco, alteración alguna en la composición política de la Cámara. La realidad es que, hasta donde yo sé, nunca las Cámaras han utilizado esa argumentación en las pocas decisiones que ha habido sobre solicitud de suplicatorio. Lo que ha sucedido en mi país ha sido algo más curioso, y esto es lo que me interesa resaltar: una regulación constitucional y reglamentaria enormemente amplia de la inmunidad parlamentaria, por un

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lado, y una jurisprudencias restrictiva del Tribunal Constitucional, por otro, que ha reducido enormemente su alcance práctico. En efecto, la Constitución española, posiblemente porque tras la experiencia franquista se quiso dar la máxima protección a los representantes del pueblo, estableció un régimen muy completo de inmunidad. Protege al parlamentario a lo largo de toda la legislatura, contra acusaciones de todo tipo de delitos, incluso cometidos con anterioridad al momento en que obtuvo el escaño; el suplicatorio se entiende denegado si en el plazo establecido no hay pronunciamiento expreso (esto es lo que se derivaba de los Reglamentos de las Cámaras, al menos) y, lo que es más grave, esa denegación conduce al sobreseimiento libre de la causa. Es, pues, sobre el papel, uno de los regímenes de inmunidad más amplios que existen en Europa. Y, sin embargo, la doctrina jurisprudencial elaborada por el Tribunal Constitucional en una serie de sentencias dictadas sobre todo en la segunda mitad de los años ochenta, alguna de las cuales ya he citado, se basaba en una interpretación de esa regulación constitucional tan restrictiva que, al final, nos encontramos con un modelo mucho más limitado que el existente en otros países, como Francia o Italia. El instrumento utilizado para ello ha sido el recurso de amparo, que en mi país tiene un significado diferente de lo que ustedes conocen con esta expresión, pues es un recurso excepcional, que sólo puede presentarse ante el Tribunal Constitucional cuando la protección judicial ordinaria no ha sido satisfactoria y que sólo protege frente a vulneraciones de determinados derechos fundamentales, los que constituyen, por así decirlo, el “núcleo duro” de la declaración de derechos contenida en el Título I de la Constitución. Como dato importante les diré que los actos parlamentarios de naturaleza no legislativa pueden ser objeto de recurso directo, sin necesidad de agotar la vía judicial previa.

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La primera de esas sentencias, dictada a mediados de los años ochenta, anuló una decisión del Pleno del Senado que denegaba el suplicatorio solicitado, precisamente, contra un senador catalán y socialista, por cierto, conocido mío. Era, además, un escritor de cierto éxito y propietario de una empresa editorial conocida. Ese señor publicó en un momento determinado un libro de memorias, en las que hacía unas manifestaciones que fueron consideradas injuriosas por la persona a que se referían, por lo que presentó la correspondiente querella. Llegado el caso al Tribunal Supremo y después de haber designado éste instructor a uno de sus magistrados, solicitó la autorización para proceder (el suplicatorio), autorización que fue denegada por el Pleno del Senado pese a que ni de lejos se podía apreciar la menor intencionalidad política en la querella, y pese a que el dictamen de la Comisión de Suplicatorios era favorable a la concesión y así lo propusieron las direcciones de todos los grupos parlamentarios a sus miembros. Pero, claro, la votación era secreta y parece que en ella primó más el instinto corporativo, disfrazado de una supuesta alegación a favor de la libertad de expresión que otro tipo de consideraciones. La decisión comunicada al Tribunal Supremo no contenía la menor motivación, como era habitual hasta entonces. Normalmente ahí habría acabado el problema pues, una vez recibida esa notificación, el Tribunal Supremo no tenía más opción que archivar los autos, y así lo hizo. Sin embargo, no fue así, pues, según parece, el querellante tenía un buen abogado que no quiso conformarse con lo que parecía el final del proceso y decidió utilizar los instrumentos legales de que disponía para enfrentar la situación y darle la vuelta. La solución no era fácil, pues en Europa existe una larga tradición según la cual las decisiones parlamentarias son inatacables ante los tribunales. El Parlamento representa al pueblo soberano, y ningún juez o tribunal podrá enfrentar sus decisiones.

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Por lo que respecta a los actos típicos de todo Parlamento, las leyes, conviene recordar que hasta después de la Segunda Guerra Mundial pocos Estados europeos aceptaban el control de la constitucionalidad de las leyes y, que cuando así se ha hecho, no ha sido mediante el sistema de control difuso típicamente norteamericano, la judicial review, sino mediante un sistema de control concentrado residenciado exclusivamente en un órgano específico (Tribunal Constitucional o Consejo Constitucional). Y, en cuanto a los actos de naturaleza no legislativa, como es el que nos ocupa, el control aún es más complicado, pues la conocida teoría de los acta interna corporis veda, de acuerdo con el máximo respeto al principio de separación de poderes, que uno de los poderes del Estado se inmiscuya en las decisiones internas de los demás. En España, el carácter plenamente normativo de la Constitución y su condición de suprema lex permiten este control por parte del Tribunal Constitucional, y así lo había previsto su Ley Orgánica, a través del recurso de amparo. Eso sí, ese recurso sólo es apto para enfrentarse contra decisiones que vulneren determinados derechos fundamentales de la persona. Esa fue la vía que se utilizó en el caso que nos ocupa –por primera vez, que yo sepa– para oponerse a la decisión parlamentaria de denegación del suplicatorio. ¿Cuál era, se preguntarán ustedes, el derecho fundamental vulnerado? Pues claro, el derecho a la tutela judicial efectiva, el derecho al juez imparcial o, en terminología anglosajona, el derecho al debido proceso legal, reconocido en toda su amplitud por el artículo 24 de la Constitución. Porque, en efecto, la decisión del Senado impedía al querellante obtener una resolución judicial, favorable o no, sobre el fondo de su pretensión que es lo que precisamente protege el derecho a la tutela judicial. Lo que sucedió entonces, para gran sorpresa de muchos que continuaban anclados en una concepción tradicional de la inmunidad

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parlamentaria, fue que el Tribunal Constitucional otorgó el amparo y, consecuentemente, anuló el acuerdo del Senado. ¿El argumento central de esa sentencia? Pues sencillamente, que el Senado, que de acuerdo con la Constitución tenía plena potestad para conceder o denegar el suplicatorio, había vulnerado el derecho a la tutela judicial del querellante al no motivar ni argumentar de manera alguna su decisión. Ciertamente, no deja de ser una interpretación un tanto arriesgada, pero fue ésta la que parecía más razonable para cohonestar la contradicción existente entre una potestad parlamentaria aparentemente ilimitada y un derecho fundamental que no podía quedar desasistido. La inmunidad parlamentaria está en la Constitución, ciertamente, y el Tribunal Constitucional debía protegerla y hacerla cumplir; pero también está el derecho a la tutela judicial efectiva de todos los ciudadanos, y sin duda el Alto Tribunal tuvo muy en cuenta su doctrina sobre el valor preferente de los derechos fundamentales. En suma, se dijo, el Senado dispone de plena competencia para denegar el suplicatorio. Simplemente, esa denegación debe ser motivada y argumentada de forma suficiente, y si no es así se convierte en un acto arbitrario que no puede ser aceptado en un Estado de Derecho. El acuerdo fue anulado, sí, pero lo que no podía hacer la sentencia era sustituirlo por otro, pues ello habría significado una invasión de competencias inaceptable. Es por ello que el problema no acabó ahí y fue necesaria una nueva sentencia, conocida coloquialmente como el “caso Barral II” (por el nombre del senador afectado), que resulta interesante pues en ella el supremo intérprete de la Constitución completó y perfeccionó la doctrina citada. En efecto, una vez conocida la anulación el Senado acordó una nueva resolución denegando nuevamente el suplicatorio, aunque esta vez sí lo motivó; para ser exactos, la motivación era puramente formal, no incluía más que algunas frases, y algunos la entendieron como una réplica airada a la sentencia anulatoria y, por lo tanto, nuevo recurso de amparo y nueva

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sentencia anulatoria, de la que habíamos extraído los pasajes citados anteriormente: la motivación aportada, se dice, no es válida. Sólo lo será aquélla que justifique la denegación del suplicatorio mediante el argumento de que lo que se pretende con la acción penal es afectar al funcionamiento de la Cámara y a la composición política que los ciudadanos le dieron con su voto, privándole de uno de sus miembros. La consecuencia de todo ello es que la inmunidad parlamentaria ha perdido buena parte de su naturaleza original, y la prueba es que, desde entonces, creo que han pasado ya casi quince años, ninguna petición de suplicatorio se ha denegado. Bien, creo que ya les he cansado a ustedes demasiado. Sé que es un tema muy complejo, muy denso, he pretendido hacer simplemente un repaso genérico de la situación en que se encuentra este tema en el derecho comparado, aunque me haya detenido en los aspectos que mejor conozco, y espero que les pueda ser a ustedes de alguna utilidad. Gracias.

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Cabellos, Miguel Ángel. Doctor en Derecho Constitucional por la Universidad de Barcelona. Profesor en las universidades de Barcelona y Gerona. Ha publicado diversos libros y artículos sobre la distribución de competencias en los Estados

compuestos

(derechos

de

los

ciudadanos, derechos en los Estados federales, participación de las entidades subestatales en la elaboración y aplicación del Derecho comunitario europeo, entre otras). Estancia de investigación en la Universidad de Heidelberg, Alemania y en la Universidad Autónoma de Barcelona, entre otros.

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i. Presente y futuro de la justicia constitucional Por Miguel Ángel Cabellos* Muchas Gracias. Realmente el honor es en realidad mío por poder estar en este momento aquí ante un auditorio tan distinguido, hablando de cuestiones realmente nucleares no solo de nuestro derecho constitucional español o del mexicano, sino en general de cualquier derecho constitucional, porque tratamos de la garantía de la Constitución. La Doctora Arminda Balbuena en su intervención ha apuntado de modo excelente, no en vano ella misma es experta en este tema, algunas de las cuestiones principales que están en la raíz de los problemas actuales y de la función actual de la justicia constitucional. Mi propósito en esta intervención, luego de hacer algunas consideraciones breves sobre el surgimiento de la justicia constitucional, y los diversos modelos que tradicionalmente se distinguen, es el de repasar algunos de los principales problemas que se plantean a la justicia constitucional. Para ello partiré de la experiencia española, estudiando cuáles son los principales procedimientos que se sustancian ante el Tribunal Constitucional y los problemas que de dicha sustanciación se derivan. De la comparación, además, entre la situación española y la mexicana, creo que se pueden extraer algunas consecuencias de interés. *

Doctor en Derecho Constitucional por la Universidad de Barcelona, España

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Comenzando por el surgimiento de la justicia constitucional, ya apuntaba antes la Doctora Balbuena que podemos fijarlo, en su modelo difuso, en la célebre sentencia Marbury vs. Madison de 1803, de la que por tanto recientemente se han cumplido doscientos años. La sentencia contiene particularmente dos o tres párrafos que me parecen de radical importancia para explicar el carácter de la Constitución como norma suprema en nuestros Estados, y además la justificación y la función última de la justicia constitucional en ellos. Realmente en pocas ocasiones se han abordado de modo tan preciso y sintético estos problemas. Como ustedes saben, los demandantes, en esta sentencia intentaban que el Tribunal Supremo ordenase al Secretario de Estado Madison que expidiera los nombramientos de dichos demandantes como jueces de paz del Estado de Columbia, nombramientos a los que estos tenían derecho. Ciertamente la Ley de Organización Judicial permitía al Tribunal Supremo dirigir tales mandamientos, tales órdenes a cualesquiera funcionarios y, por tanto, leyendo esta norma de organización de la judicatura no parecía haber mayor problema para que el Tribunal Supremo dirigiera ese mandamiento, esa orden al Secretario de Estado para que éste cumpliera con ese deber que se resistía a cumplir, el de expedir los nombramientos como jueces de estas personas. La solución a que llega el juez Marshall ponente de este sentencia, sin embargo, es muy otra, porque el juez va a considerar que esta disposición de la Ley de Organización Judicial, que permite al Tribunal Supremo ordenar y en definitiva enviar mandamientos a cualesquiera funcionarios, es una potestad que se contradice con la Constitución. Porque la Constitución norteamericana reconoce al Tribunal Supremo jurisdicción de apelación, y dentro de lo que se entiende por jurisdicción de apelación no está desde luego enviar órdenes o mandamientos a cualesquiera funcionarios, sino cosa muy diferente.

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Por tanto, el juez se encuentra con esta contradicción entre la Constitución y la Ley. La Constitución norteamericana, como ustedes saben, no era nada precisa a la hora de determinar quién debía y cómo resolver estas contradicciones entre la Constitución y las leyes. Por lo tanto, el juez se ve en la necesidad de reflexionar sobre la función de la Constitución en la sociedad, sobre la posición de la Constitución en el sistema de fuentes y, al mismo tiempo, sobre la función del poder judicial y naturalmente del Tribunal Supremo, en la salvaguarda del valor y del carácter supremo de la Constitución. Y he aquí donde encontramos dos o tres breves párrafos que me parecen muy relevadores, y a los que creo de interés referirles antes de comenzar ya a centrarnos en el estudio de cuestiones más actuales de la justicia constitucional en España. El juez Marshall se pregunta a la vista de esa contradicción: ¿qué sentido tiene que la Constitución limite las potestades de los diversos poderes y que lo haga por escrito si después las limitaciones pueden ser ignoradas en cualquier momento por aquellos poderes a los que se pretende limitar? Y concluye: o bien la Constitución se impone sobre cualquier disposición legislativa, sobre cualquier ley que le sea contraria, o bien el legislador puede cambiar la Constitución mediante una ley ordinaria. Es decir, el planteamiento de la disyuntiva es claro: o consideramos la Constitución norma suprema de la que el legislador no puede disponer a su antojo, sino que únicamente existirán unos procedimientos de reforma dispuestos por la propia Constitución a través de los cuales se podrá ésta reformar, pero no de otro modo, o si no por el contrario estamos convirtiendo a la Constitución, en realidad, en una especie de ley ordinaria más, reformable en el futuro por cualesquiera otras. En palabras del juez Marshall: o la Constitución es norma superior y suprema inmodificable por medios

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ordinarios, o se sitúa en el nivel de las leyes ordinarias, pudiendo ser alterada cuando al legislador le plazca. Si la primera opción es cierta, prosigue el juez, entonces una ley contraria a la Constitución no constituye Derecho, porque no puede pretender reformarla libremente. Si es cierta la segunda opción, en cambio, entonces las Constituciones escritas, son intentos absurdos por parte del pueblo de limitar a un poder que por su propia naturaleza es ilimitable. Naturalmente la respuesta a esta disyuntiva no puede sino ser la primera de las opciones, pues por otra parte el propósito de quienes dieron existencia a la Constitución escrita era el de que ésta fuera norma suprema y fundamental, no reformable sino es, por los procedimientos específicamente existentes a tal efecto. A partir de aquí es cuando el juez Marshall establece que todo juez o tribunal que se vea en la tesitura de aplicar una ley que considere inconstitucional debe dar preferencia a la Constitución y debe proceder a la inaplicación de dicha ley. Tiene ello en realidad un entronque claro con lo que ya sugería Hamilton en la carta 58 del Federalista. Hamilton decía: la interpretación de las leyes es de la propia y peculiar competencia de los tribunales. Una Constitución es, y así debe mirarse por los jueces, una ley fundamental. A ellos pertenece por lo tanto interpretar su significado, así como el sentido de cualquier norma que proceda del cuerpo legislativo. En caso de diferencia irreconciliable entre las dos, Constitución y ley, se debe preferir el deseo del pueblo declarado en la Constitución al del legislador expresado en una ley. Vemos por tanto una coherencia indudable entre esta opinión de Hamilton y la contenida en la sentencia Merbury vs. Madison, que cierto es que hallaría continuidad hasta 1857, en la sentencia Dredd Scott vs. Sandford, pero que desde ese momento indudablemente constituye la piedra

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basilar del sistema de jurisdicción constitucional que denominamos de carácter difuso en EEUU. No voy ahora entrar a detallar las características de este sistema, así como sus ventajas y sus inconvenientes, entre estos últimos naturalmente el de que un juez pueda considerar contraria a la Constitución y por tanto inaplique una ley que, sin embargo, el juez de la ciudad de al lado considera respetuosa con la Constitución y por ello aplica, de manera que hasta que el Tribunal Supremo no establezca una opinión firme sobre esa ley, puede darse lugar a cierta confusión o a contradicciones. Dejando de lado estas consideraciones, sirve habernos referido al caso estadounidense para ver como en el surgimiento del sistema difuso de justicia constitucional está, como no podía ser de otro modo, la necesidad de garantizar el carácter supremo y de norma fundamental de la Constitución, porque de otro modo, ésta no sería más que papel mojado. Idéntico propósito está en la obra de Kelsen que da lugar a lo que denominamos como sistema o modelo concentrado de justicia constitucional, y que es el que ha hallado mayor fortuna en Europa, a partir de las constituciones austriaca y checoslovaca de 1920, después la de Liechtenstein de 1921, y sobre todo después de la segunda guerra mundial a partir de la Ley Fundamental de Bonn y el efecto de irradiación que ha tenido en ésta como en otras tantas cuestiones esta Constitución sobre otras constituciones europeas posteriores, entre ellas naturalmente la española. A ella y al modelo de justicia constitucional que recibe (si bien como ya saben hablar de dos grandes modelos no puede ocultar que en muchos Estados se dan en realidad modelos mixtos), me quiero referir a partir de ahora. Podemos plantearnos para empezar cuáles son los problemas actuales que se perciben en la justicia constitucional en España y en general

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en los países de su entorno, problemas que a buen seguro se habrán percibido también aquí en México. En primer lugar, en España se ha apreciado en estos últimos años muy claramente que los grupos políticos han querido convertir al Tribunal Constitucional en una especie de suplente de sus carencias o de su incapacidad para negociar entre ellos y para dictar normas dotadas de una correcta técnica legislativa, y realmente respetuosas con la Constitución. Por ejemplo en materia de Estado autonómico y de distribución competencial, el Tribunal Constitucional se ha convertido por obra de las fuerzas políticas en una especie de árbitro perpetuo de las constantes controversias constitucionales a que ha dado lugar el hecho de que la ausencia de canales adecuados de cooperación entre Estado y CCAA haya llevado a aquel y a éstas a dictar sus normas a espaldas del otro ente, haciendo una interpretación cuando menos extensiva de sus propios títulos competenciales, lo que ha sido particularmente claro en el caso del Estado y de sus constantes intentos por extender el concepto de bases, por utilizar al máximo sus títulos horizontales, etc. No solo en materia competencial se ha dejado en manos del Tribunal Constitucional la resolución de problemas que hubieran debido resolverse en el juego de la negociación política, en los parlamentos. También al regularse otras cuestiones de tanta importancia como el funcionamiento de las instituciones o el desarrollo de los derechos fundamentales de los ciudadanos, se ha tenido la tendencia a utilizar en las Cortes Generales, las mayorías absolutas cuando se han dado, para aprobar sin excesiva negociación y, a veces, sin ninguna negociación con la oposición normas que por su contenido hubieran requerido de un intenso diálogo que, al no darse y al haberse recogido en la norma la única visión del grupo mayoritario, no siempre especialmente cuidadosa con el respeto a la Norma Fundamental,

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ha llevado a la oposición a la impugnación ante el Tribunal Constitucional, muchas veces con razón a tenor de la sentencia resultante. Este creciente papel del Tribunal Constitucional, que le lleva además a sobrepasar su tradicional papel de mero legislador negativo, lleva a un problema posterior, y es que las diferentes fuerzas y grupos políticos reaccionan con frecuencia a favor o en contra del Tribunal en función de que el fallo de cada sentencia coincida o no con su particular parecer. Estas reacciones llevan con frecuencia a poner en tela de juicio la legitimidad del Tribunal Constitucional entre nosotros, legitimidad que viene en buena parte derivada de la autoridad que destilan sus sentencias, de la capacidad que tengan éstas para establecer en cada caso de modo sólido, razonado y fundamentado la interpretación correcta de la Constitución en cada uno de sus preceptos. Las funciones del Tribunal, por tanto, sólo pueden llevarse a cabo correctamente si se respeta la posición que le es propia, y se hace en sede parlamentaria lo que ha de hacerse en sede parlamentaria, sin pretender que el Tribunal Constitucional, venga a resolver todos los problemas, porque no es esa su función. Realizadas estas consideraciones introductorias, es momento de tratar las características fundamentales del Tribunal Constitucional español, y los principales procedimientos que ante él se siguen, así como los problemas que de estos procedimientos se puedan derivar en la práctica. En primer lugar, en cuanto al nombramiento de los magistrados del Tribunal Constitucional, y que en número de doce conforman este órgano, es de interés poner de relieve que la regulación de esta cuestión en España y en México es muy diferente, y que resulta muy interesante esta diferencia. En México el Presidente de la República tiene una posición preponderante a través del sistema de las ternas: si el Senado rechazara las dos primeras ternas que el Presidente le presente, éste acabará teniendo la última palabra

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sobre el nombramiento del ministro correspondiente, y ello ocurre en cuanto al nombramiento de los once ministros. En España, en cambio, el nombramiento de los magistrados se reparte entre diferentes instituciones, no se concentra en una sola. Por una parte el gobierno y su presidente proponen a dos de los doce magistrados (directamente, sin terna alguna) que el Rey nombrará sin poder apartarse, naturalmente, de dicha propuesta. El Consejo General del Poder Judicial, órgano de gobierno de los jueces, propone a otros dos, el Congreso a su vez propone a otros cuatro y el Senado a otros cuatro. Por tanto el nombramiento de los doce magistrados está repartido entre los tres poderes del Estado, el Poder Judicial, el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo; de modo, que se quiere evitar de este modo, toda concentración. Cierto es, que naturalmente la impronta o el peso del parlamento en último término siempre va a ser un peso importante, pues no en vano los miembros del Consejo General del Poder Judicial surgen también en su nombramiento del Congreso y del Senado, y naturalmente también el presidente de gobierno surge tras el correspondiente proceso de investidura en el Congreso. Por tanto siempre encontramos de una u otra forma la huella del parlamento, que además por si mismo puede proponer como ya se ha dicho a ocho de los doce magistrados, pero en definitiva se reparte la propuesta de nombramiento de los doce magistrados entre los tres poderes del Estado. En lo referido a los problemas y las características de mayor interés de los principales procedimientos que se siguen ante el Tribunal Constitucional y que repasaré de modo rápido, querría hacer notar algunas cuestiones. En cuanto al recurso de inconstitucionalidad, el primero de los grandes recursos que se sustancian ante el Tribunal Constitucional y que sirve para impugnar leyes y normas con rango de ley, ya sea del Estado o de las

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comunidades autónomas, la característica principal es que se da una legitimación restringida en cuanto a quién puede interponerlo. El artículo 32 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, da esta legitimación para impugnar al presidente del gobierno, al Defensor del Pueblo, a cincuenta diputados, a cincuenta senadores y a los gobiernos y parlamentos de las Comunidades Autónomas. ¿Cuáles son las cuestiones de interés o que a mi me parecen de interés en esta legitimación restringida? En primer lugar que se da legitimación para impugnar cualesquiera leyes del Estado y de las Comunidades Autónomas al Defensor del Pueblo. Como ustedes saben, el Defensor del Pueblo es una institución muy extendida que compartimos en México y en España con otros muchos países, pero que tiene muchos problemas derivados sobre todo de que sus resoluciones tienen una eficacia muy limitada. En España el Defensor del Pueblo no puede dirigir órdenes a la Administración, no puede resolver los problemas que a él se dirigen dándoles una solución vinculante para los poderes públicos y que resuelva por tanto el problema del ciudadano, y por ello, es una institución muy criticada porque se le acusa de ineficacia. En España esto se ha intentado contrapesar de alguna forma otorgándole esta capacidad de poder impugnar cualquier ley o norma con rango de ley del Estado o de las Comunidades Autónomas, de manera que pueda con ello, coadyuvar a que se evite que se vulneren derechos de los ciudadanos. El Tribunal Constitucional ha interpretado esta legitimación de modo amplio, de tal forma que el Defensor del Pueblo ha acabado pudiendo impugnar cualesquiera leyes o normas con rango de ley, independiente de que hubiera una clara vulneración de los derechos de los ciudadanos o de que la vulneración fuera más bien indirecta o mediata, y como podríamos decir, que cualquier norma tiene al menos indirectamente, relación con los

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derechos de los ciudadanos, difícil sería que encontráramos una norma que de ninguna forma pudiera llegar a afectarles, y con ello la legitimación del Defensor del Pueblo se ha convertido en una legitimación muy amplia, lo que ha contribuido a aumentar de algún modo su fuerza ante los poderes públicos, con todos los matices y límites que cabe hacer a esta afirmación, naturalmente. En segundo lugar, el hecho de que se exija para impugnar en el Congreso, tan solo cincuenta diputados sobre 350 que existen, o en el Senado, cincuenta senadores de los 259 que tenemos, no deja de ser un intento de la Constitución de dar a las minorías parlamentarias este instrumento del recurso de inconstitucionalidad. Se puede conseguir así que no solo el principal partido de la oposición pueda interponer el recurso de inconstitucionalidad, sino que también otros partidos minoritarios con representación parlamentaria puedan llegar si reúnen el quórum exigido a acceder ante el Tribunal Constitucional. Es por tanto una previsión de interés que permite dar un cierto juego a las minorías que, de otro modo, si se exige una legitimación muy elevada en cuanto a número de parlamentarios, como en México, no se da. Por último, el papel de las comunidades autónomas. La Ley Orgánica del Tribunal Constitucional dice expresamente que podrán impugnar las leyes y normas con rango de ley que afecten a su propio ámbito de autonomía. En la práctica, sin embargo, el Tribunal Constitucional ha prescindido de esta limitación y ha permitido a las comunidades autónomas, impugnar leyes y normas con rango de ley, independientemente de que se demostrara de modo preciso afectación directa del propio ámbito de autonomía. En segundo lugar hemos de hablar de la cuestión de inconstitucionalidad. Es éste un instrumento que tiene dos utilidades. En primer lugar, es una forma de hacer al juez ordinario partícipe de alguna

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manera del control de constitucionalidad de las leyes, dado que él no puede inaplicar las normas legales que considere contrarias a la Constitución. Así, podrá dirigirse ante el Tribunal Constitucional cuando haya de dictar sentencia y vea que su fallo depende de una ley o norma con rango de ley, que considere que es inconstitucional. Así, es el Tribunal Constitucional quien dirá si la norma es inconstitucional o no, y a partir de ese momento, el juez ordinario puede dictar sentencia, aplicando la norma sobre la que dudaba si ésta ha resultado ser constitucional, o prescindiendo de ella si ha sido declarada inconstitucional y por tanto expulsada definitivamente del ordenamiento jurídico. En tercer lugar, el conflicto de competencias –ciñéndonos ahora al conflicto positivo y prescindiendo del negativo, de importancia práctica despreciable– enfrenta a las Comunidades Autónomas y al Estado, cuando aquéllas o éste piensan que una norma que ha dictado el otro ente invade sus competencias. En este procedimiento se da la circunstancia, criticada por la doctrina, de que si bien si la norma es de carácter reglamentario se sigue este procedimiento, si nos hallamos ante una ley o norma con rango de ley la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional dispone que se utilice el procedimiento del recurso de inconstitucionalidad, lo que no se entiende muy bien por qué se hace, dado que el conflicto de competencias podría utilizarse perfectamente para ambos casos, y no cambiar de procedimiento en función del tipo de norma de que se trate. En España ha habido una evolución de la conflictividad competencial, que alcanzó niveles alarmantes en la segunda mitad de los años 80. Piensen que si en Alemania se interponen cada año, no más de media docena de conflictos de competencias entre los Länder y la Federación, en España en la segunda mitad de los años 80, se interponían anualmente en torno a un centenar (98 en 1984, 135 en 1985, 113 en 1986, 95 en 1987, 112 en 1988 y 72 en 1989. A partir de 1990 se reducen drásticamente a una media de

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30/40, con alguna excepción como la del año 2001) ¿De qué era síntoma esa inflación de conflictos? Pues de que faltaba una reflexión a la hora de crear la norma, y sobre todo, y esto sigue faltando en muchos aspectos, un dialogo fluido entre Estado y Comunidades Autónomas. Así, se legislaba y se dictaban reglamentos, especialmente por parte del Estado, con la intención de agotar el propio ámbito competencial, de modo que se iba mucho más allá de lo que en realidad ésta permitía. La indeterminación del concepto de bases como competencia estatal, la existencia de títulos horizontales del Estado o la difícil delimitación de no pocas materias competenciales, no ayudaba desde luego a evitar conflictos. Por último, el recurso de amparo es sin duda el procedimiento estrella en España de entre todos los que se sustancian ante el Tribunal Constitucional. Y lo es, por el número de ocasiones en que se recurre a él y porque permite la protección por parte del Tribunal Constitucional, de los derechos fundamentales de los ciudadanos, y más en concreto de los comprendidos en los artículos. 14 a 19 y 30.2 de la Constitución. Además, debe tenerse en cuenta que, aparte de los ciudadanos que hayan visto vulnerado un derecho o interés legítimo en relación con éste, tienen igualmente legitimación, el Defensor del Pueblo y el Ministerio Fiscal. El recurso de amparo se articula en la Ley orgánica del Tribunal Constitucional en sus artículos 42 a 44, disponiéndose en primer lugar, que cabe ante decisiones sin valor de ley de las Cortes o parlamentos autonómicos, por lo tanto, en materia de personal o de funcionamiento de la cámara. En segundo lugar, cabe frente a disposiciones, actos jurídicos o simple vía de hecho del gobierno estatal o de los gobiernos autonómicos. Y en tercer lugar, particularmente importante, el artículo 44 se refiere a las violaciones de derechos y libertades que tuvieron su origen en un acto o en una omisión de un órgano judicial.

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Y por aquí es, por donde entra la Drittwirkung, la protección de los derechos fundamentales entre particulares, institución de raíz germánica que en España no halla un acomodo expreso en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, que tan solo permite que el recurso de amparo se interponga contra vulneraciones provocadas por poderes públicos, no habiendo, en cambio, un artículo que nos diga que si la vulneración la ha causado otro particular, se pueda interponer recurso de amparo. En España, el Tribunal Constitucional, esto lo ha creado a través de esta vía del artículo 44, pues lógicamente ha considerado que no solamente hay que proteger los derechos de los ciudadanos, cuando estos sean vulnerados por un poder público, sino que también, habrá que protegerlos cuando el origen de la vulneración sea otro ciudadano, ¿Cómo hacer esto? Imputándole esa vulneración causada por un particular, a un poder público, y en concreto al Poder Judicial, por no haber protegido adecuadamente dicho derecho. Así, si el particular, que ha de agotar la vía jurisdiccional ordinaria, no halla en los tribunales de ésta adecuada reparación a la vulneración de su derecho, se considera que la vulneración ha sido también causada por dichos tribunales, que han omitido la debida tutela. Naturalmente además pudiera darse eventualmente una vulneración adicional, derivada de vicios en el procedimiento judicial (vulneración del artículo 24 CE) o de una aplicación discriminatoria de la ley (vulneración del artículo 14 CE). Lo relevante en cualquier caso, es que si no se ha recibido solución satisfactoria en las instancias ordinarias, ya no hay solo una vulneración de un derecho producida por parte de un particular contra otro, sino también una vulneración por parte del juez de ese derecho, de mi derecho por las razones mencionadas.

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A través de esta vía, imputándole al Poder Judicial, imputándole a los tribunales ordinarios la vulneración que había originado inicialmente un particular, se puede llegar al recurso de amparo. Esta es una cuestión, pues que la doctrina había exigido en los primeros años de entrada en vigor de la Constitución, y que el Tribunal Constitucional supo dar respuesta satisfactoria, por más que los obstáculos no fueran pocos (en definitiva, imputar al Órgano Judicial la vulneración del derecho sustantivo no deja de ser una ficción, un expediente técnico, sólo que necesario para poder abrir la puerta al recurso de amparo). La solución, pues, es muy satisfactoria para los ciudadanos, pero ha llevado a que el Tribunal Constitucional Español esté colapsado de trabajo a causa de los recursos de amparo que le llegan. Pensemos que, según datos del año 2003, fueron interpuestos 7878 litigios de todo tipo: recursos de amparo, recursos de inconstitucionalidad, conflictos de competencia, cuestiones de inconstitucionalidad y otros procedimientos que no vamos ahora a detallar ante el Tribunal Constitucional. De estos, 7721 eran recursos de amparo, 96 cuestiones de inconstitucionalidad, 36 recursos de inconstitucionalidad, 22 conflictos (positivos) de competencia, 2 conflictos en defensa de la autonomía local y 1 impugnación de las previstas en el artículo 161.2 CE y el Título V de la LOTC. Es decir, el problema del éxito del recurso de amparo en España, además teniendo en cuenta esta ampliación de las posibilidades que se da, es que amenaza con hacer morir de éxito al propio Tribunal Constitucional, y desde luego, causa que las resoluciones de éste lleguen con un retraso intolerable. Y esta es una cuestión que está siendo muy debatida entre nosotros, y en la que por razones de tiempo no voy a poder entrar, pero que resulta de importancia capital porque la justicia constitucional, como toda justicia,

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cuando se presta tan tarde (a veces tras siete u ocho años), deja de ser probablemente justicia. Una última cuestión de relevancia (aun cuando ya me estoy excediendo del tiempo que se me había asignado, lo que me va a obligar a dejar otras en el tintero, como la relativa a los efectos de las sentencias) es la relativa a la autocuestión de inconstitucionalidad. Es éste un procedimiento de gran interés. En España el particular no puede impugnar leyes y normas con rango de ley, como sí puede hacerse en México a través del amparo. Entonces ustedes pueden pensar que, si el particular no puede impugnar una ley que ha vulnerado sus derechos, pudiera seguirse para él un evidente perjuicio. Y efectivamente, así sería si no fuera por la existencia de la autocuestión de inconstitucionalidad. Cuando se plantea un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, naturalmente lo que se impugna es una sentencia, o un reglamento, disposición, etc., en los términos explicados antes, y que ha vulnerado un derecho. Pero si el Tribunal descubre que detrás de ese reglamento, detrás de ese acto de aplicación, lo que hay es una ley vulneradora y que el origen de la vulneración, el origen último de la vulneración está en una disposición legal que es contraria a la Constitución porque vulnera derechos fundamentales, naturalmente, no se limitará a fijarse en el reglamento o en el acto de aplicación, sino que deberá examinar esa ley o norma con rango de ley. Para ello, lo que ocurre es que el Tribunal Constitucional se plantea a sí mismo una cuestión de inconstitucionalidad, en el seno de ese recurso de amparo, ¿Cómo lo hace? Pues porque el recurso de amparo es resuelto por una Sala del Tribunal, compuesta por seis magistrados y cuando una sala advierte la presencia de una ley vulneradora, eleva al Pleno, formado por los doce magistrados, la autocuestión de inconstitucionalidad para que el Pleno determine si esa norma legal es realmente vulneradora de derechos.

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Si lo es, la declarará inconstitucional, nula, y la expulsará del ordenamiento para siempre, con la ventaja de que la sentencia que dicta el pleno en la autocuestión –a diferencia de lo que ocurre con la sentencia de amparo– tiene efectos erga omnes, frente a todos, expulsa esa norma legal vulneradora para siempre y ya jamás, ningún poder público podrá volver a aplicársela a ningún ciudadano. No se dará el caso de que al cabo del tiempo, otro ciudadano tenga que interponer otro recurso de amparo, porque se le vuelva a aplicar la misma ley vulneradora de los derechos. Se ahorra de este modo el Tribunal Constitucional nuevos y futuros recursos de amparo en torno a una ley que ya declaró inconstitucional, se ahorran los ciudadanos nuevas vulneraciones a manos de una ley que el Tribunal Constitucional ya dijo que era contraria a la constitución, y por tanto, de una vez para siempre, a través de esta autocuestión se resuelve el problema. Es por tanto, un instrumento el de la autocuestión que tiene una evidente utilidad de cara a los ciudadanos. Bien, no me extiendo más. Quedan, como ya he comentado, no pocos asuntos por tratar, pero pienso que hasta aquí hemos analizado brevemente las principales cuestiones de interés en relación con el funcionamiento de la justicia constitucional en España, y naturalmente, durante el coloquio podremos tener oportunidad de entrar en otras, que el tiempo no haya permitido tratar durante mi intervención. Muchas gracias.

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Lic. Juan René Segura Ricaño, Director de

la

Facultad

de

Derecho

y

Administración Pública de la Universidad de Guanajuato, México

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III.

MENSAJE

Muy buenas tardes. Señor Diputado Carlos Scheffler Ramos. Señor Diputado Nabor Centeno. Doctor Miguel Ángel Cabellos Espiérrez. Doctora Arminda Balbuena. Distinguidos asistentes a este ciclo de conferencias titulado: Los retos del constitucionalismo frente al siglo XXI. Llegamos al cumplimiento de una etapa propuesta hace algunos meses, dentro del convenio de colaboración que existe entre el Congreso del Estado y la Universidad de Guanajuato. Nos encontramos con satisfacción en un momento de reflexión sobre el tiempo que han invertido ustedes y los frutos que han de cosecharse. Para la Universidad de Guanajuato, es muy halagador en convertirnos en este vínculo que ha permitido contar con brillantes profesionales del derecho, todos ellos de la Universidad de Barcelona, a quienes expreso mi agradecimiento hoy por conducto del Doctor Miguel Ángel Cabellos Espiérrez, y con quien nos une una relación académica que cada vez se viene fortaleciendo y expandiendo mas allá de los espacios universitarios, alcanzando como ejemplo este recinto. Este encuentro nos ha permitido reflexionar sobre el papel y la función de la Constitución en los sistemas democráticos; del interés por el desarrollo constitucional español, y de las necesidades de aplicar los esquemas teóricos que enfrenta la comunidad europea y hacerlos entendibles a una realidad política complejísima y, en cierta medida, muy distinta.

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Por fortuna, el régimen político que ha dominado en México durante más de setenta años, se encuentra en revisión y junto con él también se adecuan las viejas formas de hacer el derecho constitucional. Sin embargo, la tarea que tiene pendiente la ciencia del derecho constitucional en México, es enorme, y las circunstancias políticas en que tiene que llevarse a cabo no son ni de lejos mínimamente óptimas. El Derecho Constitucional debe de tener presentes muchos factores extra–normativos que determinan en buena medida, la aplicación o la desaplicación de las normas constitucionales. Una realidad tan cambiante como la nuestra no puede dejar desapercibido, ni dejar de analizar en estos encuentros los trabajos de Ignacio de Otto, de Francisco Balaguer Callejón, de Gustavo Zagrebelsky y de algunos no tan recientes como el de Vecchio, Crisafulli y de Alexandro Pizarroso. Aquí tuvimos la suerte de escuchar a brillantes profesores como Gerardo Pisarello y al Doctor Aparicio entre otros, pero quiero llamar la atención de los asistentes a este ciclo de conferencias magistrales, que hoy concluyen, sobre esta dificultad que tenemos de hacer derecho constitucional en México. La poca eficacia cotidiana de los preceptos constitucionales, y la continua violación de los derechos fundamentales, producen una gran desazón en quien estudia un sistema que se destina a proteger todo aquello que es destruido o vulnerado, día a día, en el ejercicio de los poderes públicos y privados. Por otra parte, las perspectivas de futuro no parecen ofrecer datos para el optimismo, tenemos en México cifras de analfabetismo y de pobreza crecientes. Un 56% de la población no satisface sus necesidades mínimas de alimentación, y esa cifra sube hasta el 75% en el caso de los indígenas siete millones de niños padecen algún grado de desnutrición, 50 millones de

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personas viven por debajo del umbral de la pobreza. Estos datos y otros que podrían darse para ilustrar cabalmente la situación quizás no sean tomados en cuenta por todos aquellos que se dedican a estudiar un derecho constitucional formal, un derecho que solamente existe en sus gabinetes de estudio, pero no soporta el mas leve roce con la realidad. Pero si se entiende el derecho constitucional como una técnica al servicio de los valores y unos ideales destinados a servir a personas concretas, entonces esas cifras no pueden más que producir un profundo desconsuelo. Con todo, la tarea de quienes se dedican al estudio del derecho constitucional, a pesar de todos esos elementos para el desaliento y de la frustración que produce la lentitud de la transición mexicana, debe tener presente como muy bien señala Luigui Ferrajoli, tomar en serio la Constitución es hoy siendo realistas la única batalla democrática que puede llegar a ganarse. Con lo anterior, quiero expresar mi reconocimiento y felicitación a quienes asistieron a este ciclo, y con la esperanza renovada de todas aquellas cosas que nos obligan día a día, a enfrentarnos sin desánimo a un mundo que no ofrece mucho lugar para la esperanza. Extiendo mi agradecimiento al Licenciado Mario Antonio Revilla así como al Licenciado José Luis Rivera y, desde luego, de manera muy particular, a la Doctora Arminda, en su carácter de coordinadora de este proyecto y reitero mi felicitación a todos ustedes. Muchísimas gracias. Juan René Segura Ricaño Director de la Facultad de Derecho y Administración Pública de la Universidad de Guanajuato

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Diputado. Lic. José Nabor Centeno Castro, Presidente de la Junta de Gobierno y Coordinación Política de la LIX Legislatura del H. Congreso del Estado de Guanajuato, México.

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IV. CLAUSURA Buenas tardes. Doctor Miguel Ángel Cabellos, muchas gracias por haber asistido, y le pido de favor que por su conducto haga llegar también un saludo muy afectuoso, un abrazo, a todos los que vinieron a otorgarnos este ciclo de conferencias con el apoyo de la Universidad de Guanajuato, ya que es un gran respaldo el recibir este tipo de conocimientos de otras latitudes del mundo. Reciba un caluroso saludo del Congreso del Estado, aquí está su presidente, de la Comisión de Régimen Interno, estamos todos los grupos parlamentarios representados, reciban un saludo y muchas gracias. A los que asistieron a estas conferencias, pues la verdad un reconocimiento porque el ser perseverantes en un grupo de cincuenta aproximadamente de forma permanente, pues habla bien del interés que despierta este tipo de conferencias que tienen que ver con el avance en el conocimiento del derecho y las diferentes materias que se trataron aquí con estas conferencias, que tienen que ver

con partidos políticos, con

democracia, con federalismo, etc. Es muy importante para nosotros los diputados, y así lo hemos dicho desde que llegamos a la legislatura, que necesitamos abrir los horizontes, y yo creo que aquí Guanajuato, la Universidad de Guanajuato, otras universidades, el mismo Congreso del Estado, ha tenido un intercambio intenso en los últimos años con universidades de España; a mi ya me tocó participar y también a Carlos Scheffler y a otros compañeros, con la Universidad de Salamanca, ir a aprender, nunca es tarde para aprender.

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El día de hoy que termina este ciclo, también se vincula con otra actividad de carácter académica que estamos llevando a cabo con la Universidad de Guanajuato, que es el Diplomado de Derecho Parlamentario Teoría y Práctica, que no es la primera vez que se hace, inclusive ya va adquiriendo carácter de institucionalidad, y que seguiremos reforzando. Le hemos pedido al Instituto de Investigaciones Legislativas, con su Director Revilla, para que en un segundo estadio, pudiéramos darle continuidad a este Diplomado de Derecho Parlamentario, pero bajo una óptica de derecho comparado de varias latitudes del mundo, ya que el día de hoy en estos tiempos; si me permiten unos comentarios, yo no se, por ahí dice el Gobernador del Estado, Juan Carlos Romero Hicks, que en México no hay nada más permanente que las transiciones y en México sabemos todos que vivimos una transición democrática, la cual ni sabemos cuando comenzó ni tampoco visualizamos cuando terminara, pero estamos inmersos en una transición democrática. Y analistas van y vienen, exgobernantes de otros países, aquí hemos tenido con cierta frecuencia a Don Felipe González, al ex presidente Aznar, etc. hemos tenido la presencia Mijail.Gorbachov, hemos tenido visitas de Lech Walesa, etc. y lo cierto es de que los conocimientos que llegan, yo lo ubico también desde la época de aquellos trescientos años, donde esa convivencia permanente entre españoles y las razas indígenas de estas tierras, dieron pie para que después de trescientos años, surgiera una nación nueva. Y después cien años de luchas intestinas que dan pie a que se sigan conformando las constituciones, la normativa, y cien años después estamos inmersos en una transición democrática. Se dice rápido pero son muchos años, cientos de años que han generado precisamente esta nueva nación, para muchos joven nación, porque a veces nos referimos con cierta

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frecuencia de Europa “el viejo continente, pero del cual seguimos aprendiendo. Y en este sentido, yo creo que estamos inmersos en un compromiso como dicen los empresarios, un compromiso moral, un debe moral, de atender esta etapa de la transición, nadie puede quedarse fuera, todos debemos de participar, porque venimos de algo que a lo mejor ya no queremos, pero vamos a algo diferente, y que debiéramos de querer todos. Y en este sentido, va mi reconocimiento a todos ustedes, porque precisamente al intercambio de estos conocimientos nos permitirán ver con más claridad el quehacer del poder legislativo, el quehacer de los que nos asesoran, el quehacer de las agrupaciones políticas de la sociedad organizadas etc. el quehacer del poder judicial. El día de hoy en Guanajuato, estamos analizando a profundidad como hay que seguir perfilando la arquitectura de la división de poderes en nuestro Estado. Ya que hoy se perfila con mucha claridad, la permanencia de los magistrados mediante un mecanismo jurídico que es la ratificación, y dice la Suprema Corte: desde que son nombrados, desde que comienzan a actuar ya se podría perfilar la permanencia de los magistrados, y hoy estamos metidos precisamente en eso. Por eso el Congreso del Estado, ve con agrado, los diputados que hoy nos tocan estar tres años, vemos con mucho agrado y seguiremos impulsando este tipo de trabajos, seguiremos fortaleciendo al Instituto de Investigaciones, seguiremos promoviendo la capacitación aunque muchas de las veces afuera no se nos comprende y de repente nos dejan solos Se cree que capacitarse fuera del país, es simplemente un viaje parlamentario, un turismo parlamentario, y no es así, queremos asumir un compromiso bien serio para que sigamos viendo con ojos y frente a un esquema de mundialización de la economía, mundialización de todos los aspectos de la vida, en el mundo, conservando nuestras raíces, conservando

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nuestra cultura, pero que tengamos con mira de altura, ver al mundo como un todo, y como algo muy propio. La humanidad yo creo que sigue siendo el centro de lo que hagamos todos los que somos hoy en el gobierno, y aún de la sociedad en conjunto. Creo que tenemos que seguir trabajando por la humanización, precisamente de todas las estructuras gubernamentales. Tenemos que seguir trabajando, por un desarrollo humano integral de la persona, por un desarrollo humano sustentable, tenemos que seguir trabajando finalmente por un estado de derecho. Felicidades, gracias y un saludo a todos los españoles, hermanos españoles. Gracias. Nos ponemos de pie para clausurar los trabajos… Siendo las veinte horas con treinta minutos, del día siete del mes de julio del dos mil cuatro, declaro formalmente clausurados los trabajos de este primer ciclo de conferencias: “Los retos del constitucionalismo del siglo XXI”. Enhorabuena y felicidades. Nabor Centeno Castro Presidente de la Junta de Gobierno y Coordinación Política del H. Congreso del Estado de Guanajuato

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Entrega de constancias de participación al Ciclo de Conferencias “Los Retos del Constitucionalismo en el Siglo XXI”

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