hojas universitarias - Universidad Central

Henry Alexander Gómez 89. Alejandro ... Sania Salazar Gómez. 135 ...... Ismael. Emiliano sacó ahora sí su linterna de bolsillo para alumbrar lo que hacían.
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De Valencia y España: de las guerras que somos La carroza de Bolívar: una revisión a la verdad oficial de un mal llamado Libertador La música y el cine: de la funcionalidad al experimentalismo Temas humanísticos y sociales Aproximaciones literarias Creación Libros

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Consejo Superior Fernando Sánchez Torres (Presidente) Rafael Santos Calderón Jaime Arias Ramírez Jaime Posada Díaz Carlos Alberto Hueza (Representante de los docentes) Germán Ardila Suárez (Representante de los estudiantes) Rafael Santos Calderón Rector Luis Fernando Chaparro Osorio Vicerrector académico Imagen: Joaquín Peña Gutiérrez. Sin título, de la serie Visión del árbol. Fotografía.

Nelson Rafael Gnecco Iglesias Vicerrector administrativo y financiero

Hojas Universitarias, N.° 72Bogotá D. C., xxxxxxx-xxxxxxxx de 201x ISSN 0120-1301 [email protected] Isaías Peña Gutiérrez Director Joaquín Peña Gutiérrez Coordinador Comité Editorial Fernando Sánchez Torres, Jaime Posada Díaz, Enrique Bautista, Óscar Godoy Barbosa, Isaías Peña Gutiérrez, Juan Malaver, Jairo Restrepo Galeano. Correspondencia Departamento de Humanidades y Letras Universidad Central Calle 21 n.° 5-84 (3.º piso), Bogotá, D. C., Colombia, Suramérica Correo electrónico: [email protected] Salvo que se especifique de otra manera, los contenidos textuales de Hojas Universitarias están publicados de acuerdo con los términos de la licencia Creative Commons 2.5. En consecuencia usted es libre de copiar y redistribuir el material en cualquier medio o formato, siempre y cuando dé los créditos de manera apropiada, no lo haga con fines comerciales y no realice obras derivadas. El material fotográfico, sin excepción, está protegido por copyright. Tarifa Postal Reducida N.° 529 de la Administración Postal Nacional Preparación Editorial Coordinación Editorial Dirección: Héctor Sanabria Rivera Asistente editorial: Jorge Enrique Beltrán Diseño y diagramación: Álvaro Silva Herrán Corrección de textos: Fernando Gaspar Dueñas Nicolás Rojas Sierra Digitación: Olga Mireya Baquero Rodríguez Las ideas aquí expresadas, lo mismo que su escritura, son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no comprometen a la Universidad Central ni a la orientación de la revista.

Contenido Temas humanísticos y sociales

Aproximaciones literarias El ensayo Adrian Marino 44 La narrativa de José Saramago: técnica, temas y mensaje del autor Abelardo Leal 68 La carroza de Bolívar: una revisión de la verdad oficial de un mal llamado Libertador Hugo Montero-Quintero 76

De Valencia y España: de las guerras que somos Ómar González 6 Estación Sábato Andrés Torres 20 Docencia en el socialismo del siglo XXI: una aproximación al deber ser Mauricio González Bonilla 27

Creación

Poesía Henry Alexander Gómez

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Alejandro Cortés González 95 Cuento “La castigada” Óscar Godoy Barbosa

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El cuentista clásico “Una corista” Antón Chéjov

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Fotografía Joaquín Peña Gutiérrez 119 Crónica David en su madriguera Sania Salazar Gómez 135

Libros

Raymundo Gomezcásseres, Metástasis Clinton Ramírez 166 Maipina de la Barra Mis impresiones y mis vicisitudes en mi viaje a Europa... Angélica González Otero 168 Jairo Restrepo Galeano La marca de la ausencia Philip Potdevin 170 Entrevista Richard Gwyn: la poesía es solo uno de los estanques en los que pesco Fredy Yezzed 145 Cine La música y el cine: de la funcionalidad al experimentalismo Omar Ardila Murcia 151

Séneca Tragedias completas Carlos Ferrer

173

Marc Chernick Acuerdo posible: solución negociada al conflicto armado colombiano Lida Marcela Pedraza Quinche

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Fe de erratas

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Temas humanísticos y sociales

De Valencia y España: de las guerras que somos* Ómar González**

* El texto que ofrecemos tiene su antecedente en la conferencia inaugural del VII Simposio Interna-

cional Diálogos Iberoamericanos, efectuado en Valencia, España, en mayo de 2006. Esta versión fue publicada anteriormente en el periódico La Jornada Semanal, n.º 1023, edición del 12 de octubre de 2014. ** Escritor y periodista cubano. Ha publicado libros de narrativa, poesía y ensayo, así como numerosos artículos acerca de la influencia de las tecnologías de la información y las comunicaciones en la modelación de la sociedad contemporánea.

S

iempre que he visitado la ciudad española de Valencia, lo he hecho bajo la advocación del Segundo Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura, o de Escritores Antifascistas, efectuado en julio de 1937. Y como yo, muchísimos otros latinoamericanos y latinoamericanas. Por eso, más allá de nuestras preferencias literarias, siempre llegamos de la mano de Alejo Carpentier, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Octavio Paz, Vicente Huidobro, César Vallejo, Juan Marinello, Carlos Pellicer, Félix Pita Rodríguez, y Rafael Alberti, María Teresa León, Manuel Altolaguirre, Miguel Hernández, León Felipe, André Malraux, Ilyá Ehrenburg y todos los que, hasta sumar más de ciento cincuenta, se dieron cita mientras llovía metralla y España se desangraba en ríos de muerte y valentía. En fin, jamás llegamos solos.

Pocas veces como durante la guerra civil española, e inmediatamente después, “el paso de las ideas entre los mares” fue tan humano y acendrado; nunca como entonces caló tan hondo el sentimiento de hermandad entre los hombres y mujeres de la cultura de habla española. Nuestra identidad, forjada en siglos de lucha contra el colonialismo —sin excluir el fardo de la perenne injerencia norteamericana—, los intercambios, las negaciones y apropiaciones recíprocas, nuestra identidad, decía, creció hasta que sentimos que éramos uno frente a la extensión del páramo y la barbarie que comportaba (y comporta) el fascismo. Después, fue el mundo el que volvió los ojos sobre sí mismo y, tras su despertar —ojalá que para toda la vida—, sobrevinieron las causas de Cuba y de Vietnam, que ahora pudieran llamarse Gaza, Cuba todavía, Venezuela, Argentina, Ecuador, o del calvario de la globalización neoliberal, con su secuela de injusticia y la persistente impunidad del crimen y la incivilidad. Fue tal el impacto de la tragedia española que ninguno de los asistentes a aquella “asamblea en movimiento” postergó su testimonio desgarrador y

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condenatorio de los hechos. No en balde, César Vallejo titulaba España, aparta de mí este cáliz uno de sus libros, y Alejo Carpentier agrupaba sus crónicas de los acontecimientos en una serie que no vacilaba en llamar “España bajo las bombas”, que más tarde serviría de base a su novela La consagración de la primavera. Estos textos de Alejo, narrados a partir de un estilo cinematográfico, deliberadamente directo pero coral, resultan imprescindibles para reconstruir los agónicos primeros días de julio de 1937 en buena parte de España; una España que me seduce e inquieta porque la imagino y leo con una mano que me lleva a Europa, mientras la otra me devuelve a América. El periplo que Carpentier nos describe comienza en el paso por el túnel de Port-Bou, cuyo trayecto el autor califica de “enorme” —aunque duraba escasamente dos minutos— “porque nos hace trasponer la frontera insignificante [...] que delimita dos realidades [...]. Dos minutos de oscuridad. Dos minutos de silencio”. Luego, en la medida en que los viajeros se internan en territorio español aparece Gerona, donde los intelectuales de la ciudad, reunidos en la sala principal del Ayunta-

miento, nos hacen una recepción encan-

tadora por su sencillez y cordialidad. Eruditos, historiadores, amorosos lectores de

manuscritos e incunables, restauradores y

clasificadores de obras de arte. Representantes de esa noble casta de intelectuales

provincianos españoles, que prolongan y renuevan las disciplinas clásicas con una modestia admirable.

Antes de llegar a Barcelona, Alejo da la palabra al escritor y periodista francés André Chamson, en quien se apoya para afirmar: “Lo que más me ha impresionado durante este viaje es la realidad total, es el contraste establecido entre las fuerzas de la vida y de la alegría y las potencias del odio y de la destrucción. Sobre esa alegría serena, se ciernen en todas partes las amenazas de la muerte”. Y prosigue Chamson: “La amenaza está [...] tan presente que el hombre reaprende a vivir sin tomar en cuenta esa presencia”. La segunda crónica es dedicada fundamentalmente a Valencia, donde, nada más llegar, se produce un bombardeo enemigo. Luego de pasar revista al Congreso, el temario y algunos delegados, Carpentier, que nunca había vivido los horrores de una guerra, nos retrata el estado de una ciudad cuyo célebre mercado de las Flores ha sido destruido, al igual que la cúpula del Ayuntamiento. “A las ocho de la noche —escribe— no queda una luz visible en Valencia. Las tinieblas más densas se apoderan de las calles, de las plazas. En Barcelona quedaban todavía algunos mecheros velados, algunos tranvías fantasmagóricos. [...] Aquí nada”. El tercer texto es consagrado, en lo esencial, a la “ciudad mártir” de Minglanilla —“ese pueblo ardiente, lleno de cal y de sol”—, donde Nicolás Guillén pronunciara un conmovedor discurso, y los niños huérfanos de Badajoz “en su austera soledad —al decir de Chamson— cantaban como si estuvieran participando en la más bella fiesta del mundo”. Una anciana se acerca a Carpentier y le pide:

Estamos a 7 de julio. Esta tarde caerá Brunete en manos de los republicanos. Esta noche

viviremos el bombardeo más terrible que

ha conocido Madrid en un año de guerra. Pero el estrépito infernal de cuatrocientos obuses cayendo sobre la ciudad no borrará de mi memoria el sonido conmovedor del

pobre piano herido —piano del barrio de Argüelles—, cuya canción en clave sol ha

sido para mí una expresión simbólica de la resistencia de Madrid.

Si me he detenido en estos pasajes carpentierianos de la guerra civil española es porque, desde mi perspectiva, ilustran el sentido del diálogo cultural en situaciones límite. Hay, por supuesto, muchas otras visiones que debería contar, y estarían las diversas maneras como se han escenificado nuestros encuentros y desencuentros con España, que no han sido pocos e, incluso, fueron muy hondos y dolorosos, aunque siempre útiles para forjar nuestro carácter e identidades. En términos culturales, los

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“¡Defiéndannos, ustedes que saben escribir!”, y el autor confiesa que no olvidará jamás esas palabras, a las que siempre se atuvo durante su fecunda vida literaria y ciudadana. “Defiéndannos”, clamaba aquella mujer, y uno la escucha, la imagina y la ve aún en todas partes, a pesar de la desnaturalización que también sufre España. El último de estos relatos gira en torno al frente de Madrid, una ciudad que Alejo había visitado siete veces y donde diera a conocer su primera novela, ¡ÉcueYamba-Ó!, en 1928. La conjugación de lo épico, lo reflexivo y lo anecdótico hace de este texto un homenaje al valor, a partir de las vivencias y los recuerdos. Me permito citar sus dos últimos párrafos:

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Fue tal el impacto de la tragedia española que ninguno de los asistentes a aquella “asamblea en movimiento” postergó su testimonio desgarrador y condenatorio de los hechos. soliloquios —sobran ejemplos— terminan por excluir la comprensión y llevan consigo la carga semántica del irrespeto y el desconocimiento del otro. Nuestro espacio común, Iberoamérica —Hispanoamérica lo llaman algunos—, es y será en la medida en que la diversidad lo sustente y haya lugar tanto para las diferencias como para las similitudes. Del colonialismo no surgió precisamente la armonía conciliatoria ni el diálogo

fecundo, sino el desdén de los poderosos y, en consecuencia, la indocilidad y resistencia de los pueblos sojuzgados, que son, en resumen, el semillero natural de las mejores causas o ideas en las batallas por la dignidad plena. Si, como hombres y mujeres de la cultura, no asumimos el canon occidental como un dogma, y acogemos lo desconocido con la misma vocación axiomática que lo instituido, entonces estaremos contribuyendo a dibujar la cartografía verdadera de nuestro patrimonio cultural. Vivimos en una época en la que, más que en ninguna otra, el que no duda y pregunta no encuentra, y el que no lucha termina embelesado y robótico; al pairo, como suelen decir los pescadores. De la dictadura del gusto podría escribirse tanto como de la mediática, pero, entre una y otra, prefiero hablar de la segunda, que tanto ha contribuido a la primera —¿o acaso no es la misma?—. Respeto demasiado el carácter del otro y me gusta Duchamp —vean qué rareza en esta época—, sobre todo cuando dijo a Francis Steegmuller: Hoy el mundo del arte tiene un nivel tan

bajo, es tan comercial... El arte y todo lo que está ligado al arte es el tipo de acti-

vidad del momento. El siglo XX es uno

de los más pobres de la historia del arte, más pobre incluso que el XVIII, donde no hubo gran arte, solo frivolidad. El arte del

siglo XX es un simple pasatiempo liviano;

como si viviéramos en una época alegre, pese a todas las guerras que formaron parte del paisaje...

deudores de una eticidad que se aprehende cuando el alma es su mejor asidero: “Para Aragón, en España, / tengo yo en mi corazón / un lugar todo Aragón, / franco, fiero, fiel, sin saña. // Estimo a quien de un revés / echa por tierra a un tirano: / lo estimo, si es un cubano; / lo estimo, si aragonés. /// Amo la tierra florida, / musulmana o española, / donde rompió su corola / la poca flor de mi vida”. ¿Y qué decir de Wifredo Lam y de su amistad con Pablo Picasso, de la influencia que se ejercieron mutuamente?; ¿de las ya más recientes deudas y relaciones entre los fundadores del nuevo cine latinoamericano y Buñuel y Berlanga, y más allá los neorrealistas italianos y la nueva ola francesa?; ¿de la impronta que dejaron en nosotros —cubanos, argentinos, mexicanos, venezolanos— las breves o prolongadas estadías de Juan Ramón Jiménez, Alberti, Lorca o Rosalía de Castro? El inventario sería interminable, y no podría soslayar la huella primigenia de los cronistas de Indias; el contenido de centenares de bitácoras; los mapas, con sus figuraciones propias de demiurgos e invencioneros; las cartas de amor o de melancolía; los informes y relatos ilustrados profusamente con la realidad, que entre nosotros supera siempre a la imaginación; los diarios y reportes de miles de viajeros que daban cuenta del primer piano que llegaba a América, la primera soprano, los primeros tabacos que el poeta alemán George Weerth enviara a Carlos Marx desde La Habana en 1856; la fabulación de los recién llegados en tabernas y parroquias; el viaje inaudito de las buenas

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Duchamp, iconoclasta siempre, adelantado y solitario, pero jamás complaciente. A propósito de Valencia, que es, con Andalucía, mi otra puerta para ingresar a España, ahora quisiera evocar el diálogo íntimo que con toda seguridad se produjo en la familia cubana de José Martí cuando, entre 1857 y 1859, visitaron esa ciudad española. Un diálogo que pudo ser particularmente intenso y edificante durante las semanas en que padre e hijo permanecieron juntos en la localidad matancera del Hanábana, relativamente cerca de la ciudad de La Habana. ¿Cuánto aportarían don Mariano Martí y doña Leonor Pérez respecto de España, y específicamente de las costumbres y culturas valenciana y canaria, a aquel muchacho de apariencia frágil, pero de inteligencia inocultable, cuyo destino iba a estar ligado para siempre a “los pobres de la tierra” y al “arroyo más que al mar”? ¿Cuánto hubo de definitorio y fundacional en aquella relación que se estableciera en el referido Hanábana? ¿Qué dijo definitivamente el padre a su hijo Pepe cuando este tuvo ante sí la revelación de la injusticia en la muerte de un hombre negro? No hay otra manera de explicarnos la profundidad de estos versos humilde o irónicamente llamados “sencillos” por José Martí: “Rojo, como en el desierto / salió el sol al horizonte. / Y alumbró a un esclavo muerto / colgado a un ceibo del monte. // Un niño lo vio: tembló / de pasión por los que gimen: / ¡y, al pie del muerto, juró / lavar con su vida el crimen!” O estos otros, surgidos, como aquellos, de la vida, pero

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y malas noticias; las leyendas de piratas y corsarios; en fin, la mar de historias y el paso de las ideas sobre las aguas. Y luego, para seguir en diálogo sin conocer descanso, la sorpresa de la fotografía, el telégrafo, el teléfono, la radio, el cine, la televisión, el video, hasta arribar al frenesí de la instantaneidad con internet, los móviles y otros ingenios satelitales. Y lo que falta y vendrá, ojalá que para enaltecernos por la riqueza de sus contenidos y no para oscurecernos con la miseria de la estulticia y la mácula de las vilezas. Pero nada en este mundo ha sido menos placentero que la supervivencia, el desarrollo y el paso de las ideas y culturas de los pueblos del sur hacia el norte, a pesar de los prodigios de la tecnología y la seducción del exotismo. Venimos de lo que el arzobispo sudafricano Desmond Tutu ha definido gráficamente con esta parábola: “Llegaron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: ‘Cierren los ojos y recen’. Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia”. Vamos —a veces pareciera que algunos regresan, a juzgar por el limbo en que viven— o, mejor aún, hace rato que estamos en lo que Ignacio Ramonet caracterizó en 1995 como “pensamiento único”, o sea, “una especie de doctrina viscosa que, insensiblemente, envuelve cualquier razonamiento rebelde, lo inhibe, lo perturba, lo paraliza y acaba por ahogarlo”, y también como “la traducción en términos ideológicos con pretensión universal de los intereses de un conjunto de fuerzas económicas, en particular las del capital internacional”. Dicho de otro modo,

algo así como la esclavitud, pero (des) conectados las veinticuatro horas del día. Este proceso de vaciamiento físico y cultural, al que les son inherentes la suplantación de la historia y la paradoja de la desinformación como programa, no es nuevo. Los efectos de una mentira mil veces repetida y de las guerras ideológicas se perciben en todas las latitudes y escenarios donde se originan o desenvuelven. En el siglo XIX, la visión europea del resto del mundo estuvo tan circunscrita al enfoque dominante de sus propios problemas que muchos de los pensadores más radicales y certeros de aquellos momentos no pudieron sustraerse de ella. Alguien como el mismísimo Carlos Marx, considerado con justicia el más grande pensador del siglo XIX, en su artículo “Bolívar y Ponte”, de 1858, nos legó una de las semblanzas más inexactas y maniqueas de cuantas se hayan escrito acerca de la trayectoria esplendente del Libertador. Otros, no menos imprescindibles, omitieron —más por desconocimiento que por subestimación— la historia de los pueblos del sur, a los que comúnmente llamaban bárbaros, salvajes o incivilizados. Es algo que, con otras razones, aún perdura e inquieta, sobre todo a quienes precisan de muchas vidas para matar sus fantasmas, manipular el pasado y explicar un presente que no tiene futuro. La ausencia de referencias al pensamiento (y al ejemplo) inconmensurable de José Martí en el legado teórico europeo más conocido —no ya en el siglo XIX, sino durante la última centuria y en lo que va de la actual— es símbolo de una perspectiva que, en el mejor de los casos,

erosión continua de valores, amén de las consabidas usurpaciones del espacio vital, supuestamente en nombre del progreso. Si no, que hablen los pueblos originarios y, específicamente, los mayas, los mapuches y los tarahumaras. El fraude como conducta masiva también figura en la cosecha reprobable de esta globalización que nos han impuesto. Cervantes, que nos dejó la fabulación de personajes y obras imperecederas, nos dice en El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, por boca del canónigo de Toledo, que “tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera y tanto más agrada cuanto tiene más de dudoso y posible”. En lo que atañe al actual gobierno norteamericano —y a todas las administraciones que he conocido, dicho sea de paso—, su mendacidad no evoca certezas ni provoca fruiciones; conduce, inexorablemente,

Ser pobre, negro o indio —a fin de cuentas casi lo mismo, a pesar del ritornelo de Vargas Llosa—, quinientos veintidós años después de que América se revelara a Europa como la Tierra Prometida, continúa siendo sinónimo de esclavitud, desolación y genocidio cultural.

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calificaría de lamentable y discriminatoria, y que refleja, a pesar de las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, o como consecuencia de su utilización perversa, los efectos del control mediático en la sociedad contemporánea. En términos de exclusión y desigualdad, la globalización neoliberal ha roto todos los récords. El mundo ahora es propiedad de las corporaciones, que lo administran con mayor severidad que como lo hicieran antaño los colonizadores. Ser pobre, negro o indio —a fin de cuentas casi lo mismo, a pesar del ritornelo de Vargas Llosa—, quinientos veintidós años después de que América se revelara a Europa como la Tierra Prometida, continúa siendo sinónimo de esclavitud, desolación y genocidio cultural. Conocidos son los innumerables proyectos de “modernización” forzosa, implantes ideológicos y

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al engaño, la desilusión y la muerte. Es la trampa y el cepo al mismo tiempo. Un presidente negro (por primera vez en la historia de aquel país) que desprecia la singularidad de las diferencias culturales y bombardea sin distingos a terroristas asesinos y a civiles indefensos, y que no solo sostiene sino que complace a Israel

Cuando se analiza la circulación internacional del producto cinematográfico, lo primero que salta a la vista es la marginación de todo filme que no sea norteamericano. porque le tiene miedo y porque, en última instancia, se trata de sí mismo, es una vergüenza universal. El discurso que ha pronunciado el presidente Obama en el sexagésimo noveno periodo ordinario de

sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, dedicada al cambio climático, es la mayor evidencia de su balbuceante cinismo. Había que verlo cuando trataba de justificar los bombardeos en Irak y Siria mientras criticaba el uso de la fuerza, y el asesinato del joven negro Michael Brown, en Fergusson, Missouri, al tiempo que escamoteaba la realidad de los insolubles problemas de la sociedad norteamericana. Entre todas las maravillas y angustias que nos legara el siglo XX —el más breve de la historia, según Eric Hobsbawm—, está el cine (que nació antes, pero socialmente se realizó después), la televisión e internet, que han experimentado un crecimiento exponencial más acelerado. El cáncer, en sus múltiples expresiones, pudiera ser la enfermedad por antonomasia; en Cuba, por ejemplo, era la primera causa de muerte en diez de las quince provincias de la isla a comienzos de 2014. Cuando se analiza la circulación internacional del producto cinematográfico, lo primero que salta a la vista es la marginación de todo filme que no sea norteamericano. Muy pocas producciones europeas consiguen verse más allá de las estoicas salitas de las cinematecas en Asia, África y América Latina, y mucho menos en Estados Unidos, donde solo entre el uno y el cinco por ciento de los largometrajes exhibidos son de procedencia extranjera. En el interior del Viejo Continente, la situación tampoco es muy edificante, excepto en Francia, donde históricamente el Estado ha protegido, aunque ahora muy tímidamente, la producción nacional. En

Si prácticamente toda la historia universal ha sido contada a la manera de Hollywood, por qué no pensar que Brad Pitt es la reencarnación de Aquiles y Grecia un lupanar californiano. Para los genuinos realizadores audiovisuales de Latinoamérica y el Caribe, y de España y Portugal —y en esto todos compartimos la misma suerte, todos (porque tres golondrinas no hacen verano) somos periferia—, la alternativa no puede ser imitar a Hollywood y postrarse a sus pies, sino encontrarse a sí mismos en la turbulencia de nuestras cosmogonías y en la apropiación crítica de los nuevos soportes tecnológicos, a riesgo, incluso, de perecer en el intento o de las consabidas contracciones curriculares. Sin voluntad política, tampoco habrá continuidad de un cine nacional en esta parte del mundo. Apostemos por las “nuevas” tecnologías, ciertamente más viables y “democráticas”, pero es imprescindible que sepamos con qué fin vamos a utilizarlas. Nos enfrentamos a un enemigo ubicuo y mutante, que ha terminado apropiándose de todas las categorías conceptuales de nuestro discurso, capaz de hacer millones con la mercantilización de nuestra rebeldía. En este sentido, la coherencia del imperio es impecable cuando se propone actuar ante cualquier forma de disidencia. Su arma más poderosa es el dinero, que, junto al poder mediático —también obra y fuente de dinero—, constituye el elemento regulador por excelencia de la conciencia pública. Aquí me viene a la mente —tendría que explicarme por qué en este preciso

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toda Europa, incluida la propia Francia, el estreno de cualquier filme globalista — léase producido por o desde las majors de Hollywood— desplaza automáticamente de las pantallas al cine local. Cada año, centenares de películas se enfrentan a la soledad de las bóvedas, sin esperanzas de conocer la confrontación con su público natural. Aquí sirven de poco las preguntas; los números gritarían por sí solos. Si este es el paisaje en la culta e integrada Europa, cuna del cinematógrafo, qué ocurrirá en otros territorios menos favorecidos o eternamente expoliados por la ignorancia, la miseria y el hambre. En el caso de África, América Latina y buena parte de Asia, todo cálculo, por manipulado que esté, conduce a peores diagnósticos. Sobrecoge un fenómeno como el de Bollywood, donde se produce tanto cine prescindible, tanta historia trivial, tanta cara bonita (según el patrón occidental), y la experiencia de Nollywood, en Nigeria, donde anualmente se realizan mil quinientos largometrajes a un costo aproximado de dos mil euros cada uno. Allí los actores imitan —como es de suponer— a Denzel Washington, y las actrices, a Hally Berry. En tales circunstancias, difícilmente los directores querrán parecerse al mejor Spike Lee. De cualquier manera, no debería dejar de interesarnos un fenómeno como este, acerca de cómo la hegemonía hollywoodense no nos permite siquiera hacernos de un criterio propio, más allá de las probables rémoras del mimetismo. A eso también nos condenaron: a pensar como ellos y a ver el mundo con los ojos marchitos de Tommy Lee Jones.

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instante— el caso de Andy Warhol, fetichizado como el que más, aunque reconocido como uno de los más grandes artistas estadounidenses del pasado siglo, quien, provisto de un carácter corrosivo y escéptico, llegó a afirmar: “Comprar es más norteamericano que pensar”. Y en esa misma tónica, cuando le preguntaron, en 1970, si era verdad que le gustaría ser una máquina, comentó: “Es que la vida duele... Si pudiésemos convertirnos en máquinas, todo nos dolería menos. Seríamos más felices si estuviéramos programados para ser felices”. Y en 1971: “—¿Cuáles son sus planes futuros? —No hacer nada”. Y en 1977: “—¿Ha ido a votar alguna vez? —Una, pero me asusté mucho. No podía decidirme por quién votar. —¿Cree usted en el sueño americano? —No, pero sí creo que se puede hacer algo de dinero en su nombre”. Y, por último, en 1985, tres años antes de su muerte: “—En cuanto a los años 60..., le dice el periodista. —Oh, no, todo es más excitante ahora. —¿En qué sentido? —Hay más de todo. Los artistas plásticos son las estrellas. Ahora está el video-art, el nightclub‑art, el latenight‑art... —Entonces los artistas finalmente están recibiendo el reconocimiento que se merecen. —No. Lo que tienen es la atención de los medios”. De eso se trata a fin de cuentas, de los medios, de su perversidad (que parece intrínseca), y del hecho cierto de que el arte pop norteamericano ya se había consolidado como bien mercantil a mediados de la década de los ochenta, en una tendencia que sigue en ascenso y que se ha convertido en la obsesión de todos los

coleccionistas, para quienes hacerse de un Warhol, un Rauschenberg o un Jasper Johns equivale al orgasmo del usurero. Y a quién no le gustaría, me dirán los pícaros... Ah, Duchamp, aquel Duchamp de Steegmuller no estaría para padecerlo, entre otras razones porque lo venderían, y no precisamente por treinta monedas de plata, como hiciera Judas al besar a Jesús de Nazaret en la mejilla, aunque también. Y quién sabe si por menos... En un contexto tan previsible y al mismo tiempo tan caótico como el que se infiere de este apresurado recorrido, no es difícil comprender que cualquier alternativa que no esté estructurada sobre bases de interacción mediática o de pasividad consumista es la más cruda metáfora de la soledad. Para lograr influir positivamente en el sujeto virtual, hay que utilizar mejor las escasas brechas y oportunidades que la globalización nos permite, lo que resulta más complejo si consideramos que, solo desde el punto de vista lingüístico, internet es también un espejo de las hegemonías. Pero si la red la construyen los tejedores, enlazar todos los sitios y dominios alternativos no es imposible. Hoy el sujeto es múltiple. Hablar desde la resignación y la derrota es propio de agoreros o pesimistas, y hacerlo con la arrogancia de los supuestos vencedores resulta patético y, sobre todo, indignante. El imperio no ha vencido, la historia continúa, las utopías son refundadas —trabajosamente, pero refundadas—. Bastaría comprobar lo que sucede en Latinoamérica o en el interior de la sociedad norteamericana, no obstante la banalidad y el miedo que la

El canon mediático que prevalece en nuestra época es el occidental anglosajón, tanto en el diseño de lo informativo —con la prevalencia de puntos de vista mimetizados— como en las artes de la comunicación, donde han surgido géneros absolutamente condicionados por la tecnología.

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caracterizan, para concluir que la realidad se mueve. El canon mediático que prevalece en nuestra época es el occidental anglosajón, tanto en el diseño de lo informativo —con la prevalencia de puntos de vista mimetizados— como en las artes de la comunicación, donde han surgido géneros absolutamente condicionados por la tecnología. Los descamisados y amerindios puros no clasifican en las televisoras bastardas o de clientela; los negros, por lo general, tampoco; los mestizos, si tienen los ojos verdes, suelen ser bien acogidos para presentar programas o actuar en culebrones de mala estirpe. En cuanto a la publicidad, ni siquiera en emisoras de Perú, Ecuador, Bolivia o México el modelo se aparta del credo. Muy raras veces he visto un anuncio de cerveza que no apele a una mujer rubia y joven —lo que añadiría otro problema, el del lugar de la mujer en los medios—, o el de un auto pilotado por un indígena, así sea urbanizado. A ciencia cierta, sería difícil conciliar la realidad virtual con la nuestra de todos los días. Hay, y sé que no es la única, una alternativa llamada Telesur. Deberíamos arroparla mucho más y convertirla en materia de estudio y desarrollo. Es hora ya de que el asunto audiovisual, como parte del conglomerado mediático pase a formar parte de los programas docentes de nuestras escuelas en todos los niveles. Pero no solo habrá que alfabetizar a nuestros hijos y nietos; deberíamos empezar por nosotros, consumidores acríticos y a veces inconscientes de los peores productos audiovisuales que se generan

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en el mundo, y todo en nombre del entretenimiento y la desconexión de una realidad ciertamente asfixiante. En el ámbito de la televisión, la desigualdad estructural es también un abismo insondable. Mientras en 1995 había en el mundo un telerreceptor por cada 6,8 personas, en Gambia y Haití no pasaban de dos y cuatro, respectivamente, por cada millar de habitantes; en contraste, Estados Unidos, Canadá y Japón exhibían el promedio de 806, 709 y 700 de estos equipos por igual número de ciudadanos. Ha sido tal su generalización que en el año 2010 estaban funcionando dos mil millones de unidades en el planeta, y se prevé que sean cinco mil millones para el 2025. Con toda seguridad, si continuamos como vamos, Gambia y Haití también tendrán su fiesta, aunque la miseria y el hambre de sus pueblos no cesen. Sin embargo, no olvidemos que una tercera parte de los habitantes de la Tierra, cuando anochezca hoy, todavía entrará a las tinieblas con la mísera luz de un candil. Ahora bien, para qué sirve la televisión en nuestros días, o mejor, cómo y con cuáles propósitos se utilizan sus infinitas posibilidades tecnológicas y cognoscitivas. Por lo general, independientemente de los buenos ejemplos, este medio no pasa de ser el clásico caballo de Troya al servicio de las peores causas. Los norteamericanos destinan a ella cuatro horas de sus vidas diariamente como mínimo; los españoles, argentinos, mexicanos y brasileños, más o menos lo mismo. Ello equivale a decir, si sumáramos todo ese tiempo a lo largo de un año, que estarían dos meses frente al

televisor durante las veinticuatro horas del día. Y esto, sin contar los otros treinta días que pasan ante otras pantallas, principalmente de teléfonos móviles, tabletas y ordenadores en general. En España, más del 85 % de las conexiones a internet se producen mediante el celular, por delante del portátil (77,7 %) y el clásico PC (73,3 %). Por primera vez el teléfono es el dispositivo más utilizado para conectarse a la red. Los cubanos, si bien estamos en desventaja con el resto del mundo en cuanto a conectividad y unidades de telecomunicaciones per cápita, y contamos con dos canales de perfil más o menos educativo y una orientación sociocultural en los medios, tampoco escapamos a la plaga de las trivialidades. Las razones de este fenómeno son diversas: ningún otro país, por ejemplo, está expuesto a una agresión mediática como la que Estados Unidos practica contra la isla desde hace más de cinco

Cuba es capaz de motivar anualmente la asistencia de más de trescientos mil espectadores a un Festival de Nuevo Cine Latinoamericano; entre ochenta y cien mil a otro de cine francés, e involucrar a toda la comunidad del poblado de Gibara, en el oriente de la isla, durante las jornadas del Festival de Cine Pobre. También a dos y tres millones de visitantes a una Feria del Libro que se celebra en más de treinta ciudades; a decenas de miles en la fiesta de la diversidad y la inteligencia que es la Bienal de La Habana, y a otros tantos que recorren las salas permanentes y las exposiciones transitorias del Museo Nacional de Bellas Artes, o participan de un Festival de Ballet que habitualmente se ha visto honrado con la presencia y el apoyo de las principales figuras de esta manifestación artística en el mundo. Y no quiero hablar de los indicadores de salud, ni del millón de graduados universitarios, ni de la solidaridad internacional, que alcanza, desde 1960 hasta 2013, la cifra de 836 142 civiles en 167 naciones diferentes, de los cuales hay actualmente 64  362 especialistas en 91 países, 48  270 de ellos en el campo de la salud. En su dimensión más íntima, la sociedad cubana ha hecho del diálogo cultural la clave de su explicación más trascendente. Si resistimos es porque sabemos que nuestro destino está ligado al de otros pueblos; si sobrevivimos es porque no estamos ni estaremos solos. La raíz española, tanto como la africana, pero en pugna, que es summum, nos sostienen en nuestra savia propia y en la firmeza de nuestra arboladura. n

19 Temas humanísticos y sociales

décadas, lo que significa no solo asedio u hostigamiento, sino, mediante un draconiano bloqueo económico y financiero, la agudización de las dificultades para el desarrollo y para el acceso a las tecnologías más avanzadas, muchas de ellas vedadas por decreto imperial. Para corroborar las consecuencias, únicamente en el plano subjetivo, ahí están los retrocesos experimentados en la apreciación artística, el ascenso de la vulgaridad, el egoísmo y el consumismo, y, como era de esperar en tal contexto, la estandarización de ciertas conductas en perjuicio de nuestra identidad. Se me dirá que el bloqueo poco tiene que ver con estos aspectos, a lo que respondería que nadie en condiciones de sobrevivencia —lo que ha caracterizado a una parte significativa de nuestra sociedad, sobre todo en los mayores centros urbanos— genera un pensamiento y un modo de vida en desarrollo. Otra cosa es cuando prevalece una conducta sustentada en el espíritu de resistencia, donde la confrontación y la rebeldía estimulan el fragor de las ideas, algo que ha predominado entre los cubanos hasta los días de hoy, y que tiene en el pensamiento y la obra de Fidel Castro su mejor paradigma. Luchar contra cualquiera de las diversas formas de colonialismo cultural presentes en la cotidianidad de nuestras vidas es inaplazable y estratégico en las actuales circunstancias del mundo. “¿Quién dijo que todo está perdido? / Yo vengo a ofrecer mi corazón”, pudiéramos repetir con Fito Páez. No obstante nuestros pesares, dicho con modestia pero en honor a la verdad,

Estación Sábato

Andrés Torres*1 Uno encuentra lo que consciente o inconscientemente busca. ernesto sábato, Abaddón, el exterminador

E

n los carnavales de 1989 conseguí El túnel. Pasto celebraba sus fiestas. Quizá fue el tres o el cuatro de enero cuando, en medio del aburrimiento, tomé el libro. Me instalé en la sala. Desde que leí el exergo hasta la última palabra, no pude, ni quise, desprenderme de la novela. Cuánta razón tenía Edmond Jabès cuando afirmó: “Poco a poco, el libro me consumará” (Lévinas, citado en *1 Estudios de Lingüística y Literatura en la Universidad Distrital Francisco José de Caldas (Bogotá,

Colombia) y de Literatura latinoamericana en la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá, Colombia). Ha publicado Sótanos, libro de cuentos.

Derrida 91). Recuerdo que leí como si me hubiese poseído el espíritu de Castel. No había distancia entre la piel y la página, entre la letra y la sangre, entre el verbo y la carne. Fue una implacable e impecable transubstanciación. Afuera, los gritos y la bulla de los que iban o regresaban de la Plaza de Nariño eran un leve y lejano susurro de un mundo que se había desvanecido para dar paso a una realidad tan contundente que yo me

sentía como caminando por la Recoleta o la calle San Martín. El Buenos Aires de María Iribarne y Juan Pablo Castel fluía por mi torrente sanguíneo… ¡Qué lejos había quedado mi ciudad y mi barrio y lo que yo era hasta ese momento! Porque ese encuentro fue, para ponerlo en palabras del abuelo Desana Miru Púu (Antonio Guzmán López), “como haberse topado con el tigre”. Nada quedó igual. La escritura de

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Sábato fue esa garra felina que me hizo pasar por una muerte para devolverme a la vida. No sé cuántas horas me tardé en ser devorado por sus páginas, pero lo que sé es que esa novela (para decirlo con las palabras que utilizó Artaud cuando los tarahumaras le dieron peyote), “me abrió la conciencia” (305). Sábato ha sido y es uno de esos autores que he necesitado visitar, sobre todo en periodos de crisis o desesperanza. Si, para Deleuze, “solo se escribe por amor, toda escritura es una carta de amor” (60), encuentro en Sábato un profundo amor por el hombre. Su escritura es, siguiendo a Blanchot, una “amistad para el desconocido sin amigos” (164), y, en muchas ocasiones, he sido ese desconocido sin amigos. Su escritura ha sido una liana que me ha sacado de mis infiernos. Nada más cierto, en este sentido, que aquello que anotara Jodorowsky: “cada libro profundo es un regalo del autor a la humanidad” (76). Llevo muchos años leyéndolo y dejándome acompañar de su lucidez. Sus atormentados y complejos personajes me han devuelto a la vida, porque, como lo escribiera Benjamin, “solo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza” (citado en Marcuse 286). En La resistencia, hay una cita de Lévinas, “el humanismo es desvivirse por lo humano”; y, es eso lo que hizo Sábato, en cada trazo, en cada libro. Su escritura es un acto de hospitalidad. En aquellos días o instantes en que he sentido al mundo como una tierra baldía, sus textos han sido una morada. Por eso, durante años había sentido la necesidad de darle las gracias. Y

esto, en cierto modo, lo hacía en mis clases cuando lo leíamos y lo comentábamos con los estudiantes. Esa era mi manera, aunque precaria y tácita, de honrar a un hombre que tanta intensidad vital me ha regalado. En una noche de mayo de 2007, lo soñé. Yo estaba en su casa. Él estaba en el patio sentado en una silla. No hablábamos, pero tampoco había necesidad de hacerlo. Me desperté con la tranquilidad de haberlo visto, de haberle hecho sentir mi afecto. Ese sueño era como la carta que siempre quise escribirle y que nunca escribí. El sueño era una manera de saldar una vieja deuda de agradecimiento. A mediados de diciembre de 2008, estuve en Buenos Aires en compañía de Alexandra, mi hija. En la mañana del día veintidós, visitamos la Biblioteca Nacional. Allí, le preguntamos a una chica si sabía cómo llegar a la casa de Sábato. Ella nos dio las indicaciones para que no hubiese la menor posibilidad de perdernos. Cuando bajamos del taxi y entramos a la estación, me sentí que estaba caminando por el Buenos Aires de Alejandra y Martín, por el Buenos Aires de mis soledades, por el Buenos Aires nocturno de mi pieza de estudiante. Por ese Buenos Aires que había aprendido a amar en sus libros. En el tren presentí que todo eso que estaba ocurriendo era parte del sueño. Intuía que estaba soñando, como ahora cuando escribo esto. En pocos minutos estuvimos en Santos Lugares. Encontramos una librería y, en ella, al poeta-niño-mago-y-librero Guillermo Prada, a quien le interrumpimos la lectura de la Biblia para preguntarle

23 Temas humanísticos y sociales

si tenía algún libro de Sábato. No solo los tenía, sino que, además, tenía para nosotros (aparte de las joyas bibliográficas que generosamente nos mostró), su alegría, su inteligencia, su bondad. Salimos de su librería y editorial Punto & Aparte con Abaddón, el exterminador y Páginas vivas, y con el corazón colmado de afecto. Un sol resplandeciente nos acompañó toda la tarde. Llegamos a la casa de Sábato. Con Alexandra nos asomamos por entre las rejas. Un hombre, que se identificó como el sargento Muleiro, nos preguntó quiénes éramos. Le dijimos que veníamos de Bogotá y que nuestro anhelo era dejarle un presente a Sábato. Él mismo se apresuró a timbrar en el citófono. La voz de una mujer preguntó quién era. El sargento le contó acerca de nuestra solicitud, y ella le dijo que esperáramos a que llegara no sé quién (creo que mencionó a un hombre) para que habláramos con él. Nos despedimos del sargento, que nos recomendó que pasáramos a las ocho. Caminamos en busca de un sitio para sentarnos y tomar algo. No quisimos quedarnos en la tienda aledaña porque nos parecía una indelicadeza. Caminamos varias cuadras tratando de dar con alguna cafetería, pero, ante la insistencia de Alexandra de que estaba cansada, decidí regresar. El sargento Muleiro estaba sentado en su auto. Intentamos ignorarlo, o mejor de que él nos ignorara. Pedimos un jugo. El calor era tan intenso que nos ubicamos en una mesa que estaba en el andén. Quedamos separados a escasos tres o cuatro metros de la casa de Sábato y, por lo tanto, a la misma distancia del sargento.

Sábato ha sido y es uno de esos autores que he necesitado visitar, sobre todo en periodos de crisis o desesperanza.

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Viviana y su madre, propietarias de la tienda, nos atendieron con deferencia. Ellas nos advirtieron que era imposible que viéramos a Sábato, que en los últimos meses él ya no recibía a nadie y que era entendible porque, como todo el mundo sabía, él estaba bastante mayor. Yelsa, la mamá de Viviana, nos contó que Sábato, hacía cinco años, había cargado a su nieta (la hija de Viviana), y que había hablado con ellas y que era una lástima que no hubiera tenido, en ese preciso momento, una cámara fotográfica. Nos dijo que, algunos años atrás, Sábato había auspiciado el funeral de una niña cuyos padres pasaban por una difícil situación económica. Ellas me hicieron sentir a ese Sábato que, desde la primera vez que lo leí, supe que estaba, no solo ante un gran escritor, sino ante un gran

hombre, porque, como lo expresara Chagall, “un buen ser humano puede ser, como es sabido, un mal artista. Pero quien no sea un gran hombre y, por ello, un ‘buen hombre’ no será nunca un verdadero artista” (Walther y Metzger). El viento de la tarde estaba fresco. Unos chicos, en la otra mesa, hablaban de Andrés Calamaro. Viviana entró a la tienda y su mamá se retiró, a unos pocos pasos, al ser requerida por una señora. Todo fluía. La eternidad nos cobijaba. Alexandra se acercó para decirme que una mujer había llegado a la puerta de la casa de Sábato. Me acerqué a ella y le pregunté sobre la posibilidad de saludarlo. “Ninguna”, me respondió. Nos presentamos y así supe que hablaba con la nieta. Le dije que habíamos traído algo para su abuelo y que queríamos entregárselo. Luciana nos permitió entrar al antejardín y

Nos despedimos del sargento, que generosamente permitió que nos tomáramos una foto en su compañía. Viviana y su madre nos bendijeron. Caminamos hasta la estación cobijados por una sutil e íntima alegría. Santos Lugares nos había acogido y todo había sido un prodigioso milagro. Qué hermoso fue saludar a Luciana y ver el cariño con el que ella abrazó a mi hija. Luciana nos permitió estar en la casa de su abuelo, ese hombre al que desde hacía mucho tiempo necesitaba decirle “¡Gracias, por todas sus luchas!”. n

Bibliografía Artaud, Antonin. México y viaje al país de los tarahumaras. México: Fondo de Cultura Económica, 1998. Impreso.

Blanchot, Maurice. El paso (no) más allá. Trad. Cristina de Peretti. Barcelona: Paidós, 1994. Impreso.

Deleuze, Gilles, y Claire Parnet. Diálogos. Trad. José Vázquez. Valencia: Pre‑Textos, 1980. Impreso.

Derrida, Jacques. La escritura y la diferencia. Trad. Patricio Peñalver. Barcelona: Anthropos, 1989. Impreso.

Jodorowsky, Alejandro. La trampa sagrada: conversaciones con Gilles Farcet. Trad. Luis Enrique Jara. Santiago de Chile: Hachete, 1991.

Marcuse, Herbert. El hombre unidimensional: ensayo sobre la ideología de la sociedad

industrial avanzada. Trad. Antonio Elorza. Madrid: Planeta/Agostini, 1993.

Walther, Ingo, y Rainer Metzger. Chagall. Trad. Juan Pablo Kummetz. Colonia: Taschen, 1999. Impreso.

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allí conversamos. Viviana se acercó para tomarnos una foto. El sueño se había cumplido. Yo no hablaba con Sábato, pero lo sentía en su nieta, en su casa, en esos minutos en que Luciana nos brindó su hospitalidad. La carta que le dejé a Sábato fue una sola frase escrita en el talego que envolvía una libra de café. Eso era todo lo que tenía que decirle. Cuando Luciana se despidió, sentí que el sueño había conducido a la carta; que el sueño era parte de la carta y que esa pequeña carta era parte del sueño.

Docencia en el socialismo del

siglo XXI: una aproximación

al deber ser Mauricio González Bonilla* * Magíster en Filosofía Latinoamericana y estudiante del Doctorado en Procesos Sociales y Políticos en Améri-

ca Latina de la Universidad de Arcis, en Santiago de Chile. Profesor de la Universidad Central y en educación básica secundaria.

Enseñar y aprender tienen que ver con el esfuerzo metódicamente crítico del profesor por desvelar la comprensión de algo y con el empeño igualmente crítico del alumno de ir entrando, como sujeto en aprendizaje, en el proceso de desvelamiento que el profesor debe desatar. Eso no tiene nada que ver con la transferencia de contenidos y se refiere a la dificultad pero, al mismo tiempo, a la belleza de la docencia y de la discencia. paulo freire, Pedagogía de la autonomía

Introducción

A

l hacer un recorrido histórico del socialismo, se encuentra que este término fue utilizado por primera vez por el francés Pierre Leroux1 en 1831 para referirse al movimiento que luchó contra la monarquía de la restauración y promulgar que el ideal de libertad es la asociación (Marx y Engels 1961). Posteriormente, se adhirió a la corriente sansimoniana, que se propuso reorganizar metódicamente el trabajo bajo la dirección de una élite industrial y religiosa. Hacia la mitad del siglo XIX, Leroux redefinió el socialismo para designar el ideal de una sociedad que equilibre los cánones de libertad e igualdad. Así mismo, criticó el individualismo y el socialismo absoluto, y en su lugar propuso un socialismo republicano que

1 Defensor de la clase obrera y partidario de un

socialismo místico y del feminismo, fue diputado en la Asamblea Constituyente y en la Asamblea Legislativa de su país en 1849.

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tenía como consigna la libertad y asumía la igualdad en su sentido más exigente: el sentido social. Es importante señalar que esta visión un tanto utópica del socialismo surge como consecuencia de la organización de la economía política del siglo XVIII y de las transformaciones en la vida de las sociedades modernas a partir de la revolución industrial. En el siglo XIX, cuando la burguesía consolida e implanta el capitalismo y el modelo parlamentario en Europa, Karl Marx concibe las ideas que, innegablemente, influirán en la sociedad contemporánea. Sus postulados —plasmados en El manif iesto comunista, publicado en 1848— giran en torno al materialismo dialéctico, el materialismo histórico, la lucha de clases y la sociedad comunista (Borón, Tras el búho de Minerva). Marx asume el materialismo dialéctico como base filosófica para justificar sus ideales políticos. A través de él expresa su oposición a la dimensión espiritual planteando que solo existe la materia en constante y eterna transformación (dialéctica); de ahí se desprende que su filosofía no solo pretende explicar el mundo sino transformarlo. En cuanto al materialismo histórico, Marx plantea que la esencia del hombre es su trabajo; en consecuencia, la economía se basa en la relación de las fuerzas de producción (los trabajadores) y los medios. De la forma como se den esas relaciones, se desprende la organización del sistema económico de una sociedad (modo de producción), del cual, a su vez, dependen el sistema social, la religión, la política, la moral, entre

otros. A este conjunto de rasgos, Marx los denomina superestructura2. Ahora bien, en cuanto a la lucha de clases, Marx afirma que la historia de la humanidad es la historia de esta lucha, en la que la clase dominante trata de imponerse sobre una clase dominada, valiéndose de la superestructura social, y a la vez intenta liberarse de su propio yugo. Finalmente, respecto a la sociedad comunista, asume que la humanidad evolucionará a una sociedad ideal en la cual no habrá clases: los medios de producción serán propiedad de todos y, como resultado, no habrá opresores ni oprimidos. Para que este momento se dé, es necesaria la revolución del proletariado industrial, que entregará al Estado revolucionario las industrias y las tierras capitalistas para ser administradas, e igualmente educará a la población para hacer posible el ideal de una sociedad comunista.

2 La tesis básica del materialismo histórico es

que la superestructura depende de las condiciones económicas en las que vive cada sociedad, de los medios y fuerzas productivas (infraestructura). Así, la superestructura no tiene una historia propia, independiente, sino que está en función de los intereses de clase de los grupos que la han creado. Los cambios en la superestructura son consecuencia de los cambios en la infraestructura. Esta teoría tiene dos importantes consecuencias: 1) por un lado, la completa comprensión de cada uno de los elementos de la superestructura solo se puede realizar con la comprensión de la estructura y los cambios económicos que se encuentran en su base; 2) por otro, no es posible la independencia de la mente humana, del pensamiento, respecto al mundo económico en el que están inmersas las personas —hacer esta separación implicaría fomentar un cierto relativismo—.

Otra etapa importante para el socialismo se da en 1917, cuando Rusia se convierte en el escenario vivo de la revolución proletaria y popular. Lenin, protagonista de este acontecimiento, plantea lo siguiente en términos generales: • La reivindicación del materialismo y de la dialéctica en oposición al idealismo y mecanicismo vigentes. • El estudio de la problemática agraria y la consideración del campesinado como principal aliado del proletariado. • El reconocimiento del derecho de autodeterminación de todos los pueblos y la necesidad de que el proletariado

29 Temas humanísticos y sociales

Leroux redefinió el socialismo para designar el ideal de una sociedad que equilibre los cánones de libertad e igualdad.

participe en todos los movimientos de liberación nacional. • El objetivo es la destrucción del Estado capitalista y la constitución del Estado revolucionario. • El partido es el instrumento de la revolución, ya que aporta la conciencia socialista a los trabajadores y los dirige en su lucha por el poder. • La crisis que abre paso a la revolución se da por la confluencia de dos hechos: la imposibilidad de la clase dominante por mantener el poder y la iniciativa revolucionaria de las masas dirigidas por el partido. • Los medios de producción son propiedad pública. En suma, el socialismo es la teoría de la revolución. Estos han sido tres momentos importantes para el socialismo. No obstante, el interés de este documento se centra en el contexto latinoamericano, por lo cual se hace a continuación una breve reseña histórica de cómo se hace presente el socialismo allí. La ideología socialista influyó en la conciencia de algunos actores latinoamericanos a finales del siglo XIX, a pesar de que el capitalismo y sus manifestaciones estructurales en Latinoamérica no tienen las mismas secuelas estudiadas por Marx y Engels en el proceso industrial de la Europa del siglo XIX. Al mismo tiempo, las influencias ideológicas, las tendencias anarquistas y el incipiente movimiento obrero, que forman parte del socialismo latinoamericano, construyeron ejes conceptuales de gran incidencia en el pensamiento crítico regional.

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La versión latinoamericana del socialismo El socialismo en Latinoamérica ha hecho parte de una realidad histórica3. Remontándose a las comunidades originarias, es bien sabido que algunas de ellas ejercieron formas de organización social y productiva “socialistas”, una especie de comunismo primitivo en el cual se admitía la propiedad de los medios de producción como colectividad. Durante la etapa de la Colonia, nuestros pueblos gestaron sus propias revoluciones para liberarse de la opresión. De esta forma, el socialismo tempranamente encontró manifestaciones más genuinas en la población indígena, campesina, afroamericana, mestiza u obrera, y, como tal, posibilitó una serie de luchas encausadas a la superación de la dependencia del capitalismo. En este orden de ideas, el socialismo latinoamericano se constituyó como un proceso de construcción popular. No obstante, luego de que este movimiento fuera “importado” sin resignificar sus teorías y elementos científicos con el contexto latinoamericano, muchos de sus militantes e intelectuales rechazaron algunos de estos procesos populares, por cuanto no se ajustaban a experiencias revolucionarias previas. Con 3 No hubiese sido posible comenzar a vertebrar

el pensamiento socialista latinoamericano si quienes favorecieron tal corriente no hubieran abrevado, inicialmente, en la ideología radical de la revolución francesa y, luego, en los clásicos del socialismo científico.

En el siglo XIX, cuando la burguesía consolida e implanta el capitalismo y el modelo parlamentario en Europa, Karl Marx concibe las ideas que, innegablemente, influirán en la sociedad contemporánea.

ello, cayeron en la obstaculización del proceso de construcción de un socialismo propiamente latinoamericano, auténtico. Desde mediados del siglo XIX, mientras expiraba definitivamente el anhelo de constituir una gran patria latinoamericana ante la consolidación de las repúblicas soberanas regidas por los designios

Nuestras economías son pequeñas y por

lo tanto es importante la generación de

un mercado latinoamericano poderoso, con capacidad de acumulación y ahorro

para impulsar las inversiones y los avances científico-tecnológicos tomando en cuenta

la enorme cantidad de recursos humanos y materiales subutilizados o inutilizados en nuestro continente. (Elías 19)

Más recientemente ya no se concibe la posibilidad de un socialismo unificador entre los países latinoamericanos. El neoliberalismo, la descomposición del Estado y el debilitamiento de la base cultural de nuestros pueblos afianzaron la consolidación del modelo capitalista y relegaron el socialismo latinoamericano a la construcción de algunas estrategias políticas aisladas (Gómez). Hacia finales del siglo XX (años ochenta y noventa), con la hegemonía norteamericana4, el reordenamiento de las clases dominantes y la concepción ideológica y cultural de la globalización, quienes sostenían la concepción del socialismo no consiguieron constituir nuevas experiencias revolucionarias a causa de los círculos de poder que implantaron los aparatos políticos y estatales tradicionales: No sorprende comprobar que nunca el

mundo ha sido más inseguro que hoy, cuando se combinan la prepotencia del unilateralismo norteamericano y la mortífera nue-

va doctrina militar de la “guerra infinita” con la proliferación de armas nucleares en

manos de diversos actores privados. (Borón, Socialismo del siglo XXI 44)

4 A partir del siglo XIX, a través de la doctri-

na Monroe, los Estados Unidos lanzaron su primer proyecto anexionista hacia América Latina: pretendían una América para los estadounidenses. Este proyecto trajo tremendas consecuencias para todo el hemisferio.

31 Temas humanísticos y sociales

del capitalismo británico y norteamericano, y cuando los movimientos de resistencia indígenas, afroamericanos, criollos o gauchos fueron abatidos, todos los movimientos suramericanos se encontraron con una izquierda antipopular que se ubicó al mismo nivel de las élites dominantes. Esta contradicción marcó para siempre la historia política de las luchas sociales. Fueron pocas las figuras valiosas que entonces surgieron y tomaron las banderas de las causas nacionales y populares. Durante el siglo XX, esta incompatibilidad se apoderó de la formación y reconstrucción de algunos partidos políticos progresistas en América Latina, y cimentó un “pseudosocialismo” al servicio de la superestructura cultural e ideológica dominante. Esta clase de izquierda incorporó una posición ideológica “idealista”, que reproducía de memoria las teorías marxistas, incompatibles con la realidad latinoamericana, y que, en consecuencia, ignoraba los procesos independentistas y emancipatorios que se dieron. En general, este socialismo en Latinoamérica tiene sus momentos visibles ante la reaparición de procesos revolucionarios populares, al asumir actitudes contrarrevolucionarias que extendieron el alcance de las clases dominantes. Respecto a esto, se puede tomar como referente lo siguiente:

Sin dejar de lado la particularidad de algunos países, las décadas de los ochenta y los noventa presenciaron la decadencia de una izquierda antipopular y, por otro lado, abrieron paso al nacimiento de nuevas figuras políticas que canalizaron las luchas y la construcción política desde bases populares de poder para renovar, a finales del siglo XX, un socialismo popular dirigido a una nueva izquierda latinoamericana. Es importante en este momento hacer una revisión del concepto de Estado que se mantenía en el siglo XX, y advertir la estadolatría o el culto al Estado en ese tiempo, ya que esta concepción generó un gran número de muertes y consiguió introducir costumbres vividas en otras épocas y minimizar, por otra parte, la energía social.

común. El socialismo debe ser creado como socialización del poder político, y esto quiere decir que debe ser creado con una democracia participativa que sustituya a la democracia puramente representativa. La nueva sociedad que se intenta crear está basada en la autorreflexión permanente, potenciando el ejercicio del pensar en común:

El estado no debe escribirse con mayúscu-

la democracia como régimen representati-

las. No es ni el origen de toda decisión polí-

tica, ni el tabernáculo de un Poder fundante del orden, ni el único o mejor regulador del

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mercado, ni el depositario de la racionalidad, por tanto, no es el objeto (positivo)

de la política ni el centro hacia el cual debe

orientarse la acción de cambios. El estado es siempre equívoco, instala un simulacro de universalidad, con lo cual dota de legi-

timación a los errores particulares que re-

presenta. No existe tal universalidad como algo esencial y preexistente, lo que hay es la

construcción de una coexistencia que pro-

viene de acuerdos entre intereses distintos y

que requiere de una constante deliberación. (Moulian 111)

Por lo tanto, el Estado no puede pensarse como un instrumento del bien

La lucha por el socialismo requiere del

debilitamiento del Estado de la tradición

occidental como lugar de localización del

poder político, para concebirlo como un

espacio que entrone la democracia partici-

pativa que da papel protagónico a las minorías. Por ello, el socialismo se constituye en

democracia global, se asume como forma deliberativa de vida social y superación de vo. (Hamburger 145)

La educación y el ejercicio de la docencia Luego de este panorama, es necesario tomar como referentes la educación —que, según Suchodolski, “es un instrumento de la clase dominante, que determina su carácter adecuadamente a los intereses de clase, así como al ámbito que abarca la enseñanza para su propia clase y para las clases oprimidas” (Fundamentos de pedagogía socialista, 121‑122)— y el ejercicio de la docencia, puesto que a través de ellas se forjan en la sociedad los elementos superestructurales de los cuales hablaba Marx, que rigen los destinos, la

33 Temas humanísticos y sociales

Remontándose a las comunidades originarias, es bien sabido que algunas de ellas ejercieron formas de organización social y productiva “socialistas”, una especie de comunismo primitivo en el cual se admitía la propiedad de los medios de producción como colectividad.

concepción del mundo y la interpretación que el ser humano hace de sí mismo y de su historia. En términos generales, desde la óptica metodológica y didáctica, la educación socialista propone partir de lo superficial a lo profundo, de lo próximo a lo lejano; hacer de las clases un espacio motivador e interesante; repetir lo primordial para llegar a la comprensión total; resumir lo trabajado destacando lo más importante; practicar la crítica y la autocrítica, y, finalmente, cultivar nuevos valores humanos y sociales. La educación así orientada contribuye a la formación ideológica, política, moral y física del hombre que el socialismo necesita, y se centra en los valores de la justicia, reflejados en un estilo de vida justo, acorde con las nuevas relaciones sociales. En consecuencia, procura formar una nueva conciencia y un compromiso social encaminado a nuevos valores. Esta educación requiere el desarrollo individual y colectivo. Se incentiva la desaparición progresiva de la insensibilidad, la indiferencia y el individualismo. Se cultiva una sólida conciencia ideológica y una convicción sociopolítica. Por supuesto, también implica la formación de personas caracterizadas por una moral inquebrantable, optimista, indoblegable, laboriosa, humilde y con un total desinterés personal. En síntesis, el modelo educativo socialista consolida su compromiso de servir al pueblo.

El proceso de enseñanza y aprendizaje se funde con el trabajo productivo; los saberes adquiridos se aplican en la vida y en la práctica social; además, se establece la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Así, los actores del proceso batallan contra los valores individuales dando primacía a la colaboración y la ayuda mutua. La sociedad es vista como un colectivo de trabajo, debate y reflexión. No obstante, esta visión un tanto ideal de la educación llama la atención frente al análisis de los sistemas educativos latinoamericanos, si se tiene en cuenta la siguiente afirmación: Lo que debe evitarse es la aparición y cris-

resueltos por el Estado. Actitudes como en la construcción del “hombre nuevo” y

La educación tiene por finalidad funda-

Socialismo del siglo XXI 46)

lidad y el logro de un hombre sano, culto,

ticipativas, de forma tal que la población no espere que todos sus problemas sean

estas se constituyen en un grave obstáculo de la nueva cultura del socialismo. (Borón, Número 72 Enero-junio 2015

La educación y el ejercicio de la docencia socialista venezolana

En primera instancia, el fin general de la educación en Venezuela se encuentra establecido en la Ley Orgánica de Educación en los siguientes términos:

talización de actitudes pasivas y no par-

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Tomando como referencia, por un lado, a Venezuela y la propuesta del gobierno de Hugo Chávez, ahora en manos del presidente Maduro, que proclama una educación basada en el socialismo, y, por otro lado, a Colombia con su visión neoliberal (capitalismo del libre mercado) impartida en la formación académica de las facultades de educación6, se intenta hacer una comparación de la forma como cada una de estas naciones suramericanas asume la educación y el ejercicio de la docencia.

Teniendo en cuenta todo lo anterior, cabe mencionar que los principios ideológicos del socialismo y su concepción sobre la educación deben ser reelaborados con respecto a los actuales procesos dinámicos e históricos del quehacer docente 5 en Latinoamérica. 5 Dado que existe una variedad de títulos para

referirse a los profesionales de la educación, es necesario que ellos asuman sus responsabilidades de acuerdo con los códigos deontológicos de la profesión. El docente es un agente social que puede influir de forma positiva en el cambio de actitudes que tienen sus estudiantes frente al conocimiento.

mental el pleno desarrollo de la personacrítico y apto para convivir en una sociedad

democrática, justa y libre basada en la fami-

lia como célula fundamental, en la valoriza-

ción del trabajo; capaz de participar activa, 6 Los educadores deben luchar contra el reduc-

cionismo profesional con el que algunos individuos denigran de la profesión docente, pues no es más que una ideología pobre carente de sentido y de razón, ya que todo profesional, por antigua que sea su profesión, ha tenido que pasar por un aula de clase, en la que ha sido instruido por un docente, maestro, educador, pedagogo o catedrático, solo por nombrar algunos de los títulos con los que se hace referencia a los principales gestores de cultura en la sociedad.

de transformación social, consustanciado

con los valores de la identidad nacional y

con la comprensión, la tolerancia, la con-

vivencia y las actitudes que favorezcan el fortalecimiento de la paz entre las naciones

y los vínculos de integración y solidaridad latinoamericana. (Ley Orgánica de Educación Venezolana, art. 3)

De acuerdo con los postulados expuestos, es evidente que este objetivo es concebido con una visión que engloba la educación desde la óptica socialista. En este sentido, se orienta hacia el humanismo experimental, es decir, guía el desarrollo de la persona como actor dinámico que vela por el conocer y el hacer, redimensionando su práctica en la colectividad con sentido solidario. En el contexto colombiano, la Constitución política de 1991 (art. 67) y la Ley General de Educación de 1994 (artículo 1)7 establecen la política educativa en función del ideal de ciudadano y ciudadana que dichas normas proyectan. Toda la legislación y la política administrativa se 7 “Artículo 1.º Objeto de la Ley. La educación es

un proceso de formación permanente, personal, cultural y social que se fundamenta en una concepción integral de la persona humana, de su dignidad, de sus derechos y de sus deberes. La presente Ley señala las normas generales para regular el Servicio Público de la Educación, que cumple una función social acorde con las necesidades e intereses de las personas, de la familia y de la sociedad. Se fundamenta en los principios de la Constitución Política sobre el derecho a la educación que tiene toda persona, en las libertades de enseñanza, aprendizaje, investigación y cátedra y en su carácter de servicio público”.

orientan a la consagración del acceso a la educación como un derecho fundamental, y asumen la responsabilidad de garantizar la calidad del servicio, al igual que su prestación a todos los sectores y grupos humanos. En estas normas, se perfila una política progresista que asegura a todos un desarrollo personal y colectivo en beneficio de toda la sociedad. La educación es un derecho fundamental de la persona y un servicio público que tiene una función social; con ella, se busca el acceso al conocimiento, a la ciencia, a la técnica y a los demás bienes y valores de la cultura. La educación formará al colombiano en el respeto a los derechos humanos, a la paz y a la democracia; y en la práctica del trabajo y la recreación para el mejoramiento cultural, científico, tecnológico y para la protección del medio ambiente. (Constitución Política de Colombia, art. 67) En últimas, la Constitución establece que el Estado garantiza las libertades de enseñanza, aprendizaje, cátedra e investigación, obliga a estudiarla y a impartir la instrucción cívica en todas las instituciones educativas públicas o privadas. No obstante las posturas de estas dos naciones, es innegable que el sector educativo enfrenta grandes desafíos. Por ello, el papel protagónico que han asumido los educadores en la transformación de la educación requiere esfuerzos ingentes con el fin de preparar ciudadanos competentes para enfrentar los retos del siglo XXI, mediante el desarrollo del conocimiento, la ciencia y la técnica. Este hecho implica la disposición de los Estados para proveer

35 Temas humanísticos y sociales

consciente y solidariamente en los procesos

los recursos necesarios, tanto humanos como económicos, que permitan la transformación educativa requerida en esta etapa de transición latinoamericana, frente al mundo globalizado. Sin embargo, resulta contradictorio observar que, en la mayoría de nuestros países, los recursos del Estado destinados a la educación resultan insuficientes, lo que genera mayor atraso. La inversión en educación, por ejemplo, ha declinado si se la considera en términos per cápita. Nuestra región se compara desfavorablemente con los países del sudeste asiático en ese rubro y, en algunos casos, las cifras son inclusive inferiores a las que registran algunos países de África y Asia meridional. ¿Hay alguna razón por la cual no se pueda poner fin a esta situación? Ninguna. Se trata, simplemente, de una cuestión financiera. El Estado carece de recursos. (Borón, Socialismo del siglo XXI 69) En cuanto a los recursos humanos, cabe preguntarse si los docentes son conscientes y se encuentran preparados para la

formación de las conciencias críticas requeridas por Latinoamérica actualmente. En este sentido, se han detectado distintas problemáticas presentes en las concepciones y prácticas de su formación, lo cual supone plantear la urgencia de la consolidación de políticas con un enfoque sistémico que orienten las relaciones requeridas entre los distintos componentes del sistema. De este modo, podrían tenerse en cuenta las siguientes áreas de reflexión sobre la formación de los docentes: instituciones formadoras, currículo, investigación, interdisciplinariedad e innovación para la competitividad.

Caracterización del docente socialista

Ahora bien, como consecuencia de lo anterior y desde la perspectiva socialista latinoamericana, el docente debe poseer las aptitudes y actitudes especiales que le permitan un aporte de mayor calidad en la construcción del conocimiento.

8 Un desarrollo más pormenorizado de estas

ideas se puede hallar en el libro Comprender Venezuela, pensar la democracia. El colapso moral de los intelectuales occidentales, de Liria Fernández y Luis Alegre. En esta obra, los autores sostienen que Venezuela es el único caso en el que un proyecto socialista que toma el camino del derecho constitucional ha resistido todas las presiones y amenazas, y además está demostrando en los hechos que existe compatibilidad entre socialismo y democracia.

Colombia y su visión capitalista de la docencia En contraste con lo anterior, la educación en Colombia contempla una formación integral del sujeto en ideales que responden a las tendencias emanadas por la globalización en el siglo XXI. El modelo económico y político de esta nación, basado en el capitalismo, lo que menos desarrolla es una educación y una docencia centrada en el sujeto como ser de relaciones sociales. Su único interés es formarlo en competencias individuales que le permiten surgir en la sociedad del tener por el tener. Esta práctica colombiana muestra una evidente contradicción con la visión socialista, tal como es definida por Borón: La construcción del “sujeto” del socialismo del siglo XXI requiere reconocer, antes que nada, que no hay uno sino varios

sujetos. Que se trata de una construcción

social y política que debe crear una unidad allí donde existe una amplia diversidad. Que los lenguajes, las culturas, las

tradiciones, mentalidades e ideologías

de estos componentes del campo popular son muy diversos, y que la labor de

sintetizarlos en una fórmula organizativa y política coherente es una tarea de una

enorme complejidad. (Borón, Socialismo del siglo XXI 129-130)

Así, en la educación socialista, el individuo logra su desarrollo en cuanto es consciente de los otros, concibiendo la sociedad como unidad.

37 Temas humanísticos y sociales

Dichas cualidades son las que aquí se presentan: • Tener un espíritu positivo para crear un ambiente de confianza entre el alumno y él, lo que generará una buena comunicación e intercambio de ideas. • Estar en la disposición de respetar el criterio que pueda tener determinado estudiante, siempre y cuando su razonamiento esté debidamente fundado. • Ser facilitador del proceso de enseñanza y aprendizaje. • Promover nuevas técnicas de aprendizaje como la investigación, el debate y la interacción. • Promover el desarrollo cognoscitivo y despertar el interés del estudiante hacia la investigación. • Tener amplios conocimientos en la materia que imparte y cierta experiencia práctica. • Tener la ética como uno de sus principios fundamentales. De acuerdo con lo expuesto, y tomando como ejemplo a Venezuela, nación revolucionaria socialista bolivariana, esta promulga un solo fin común: brindar a su pueblo bienestar social y políticas económicas que aseguren su perfil como nación socialista8.

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En el modelo económico y político capitalista colombiano, los docentes son preparados y evaluados, para que en su quehacer profesional sigan, de manera implícita, alimentando los ideales del capitalismo para salir del subdesarrollo; pero, como lo afirma Borón (Socialismo del siglo XXI): “El capitalismo ha demostrado que no es la tan proclamada ruta hacia el desarrollo para los países de la periferia, sino precisamente lo contrario: el camino más seguro para perpetuar el subdesarrollo” (12). En este orden de ideas, resulta inquietante que el sistema educativo colombiano perpetúe paradigmas que castran la posibilidad de una transformación de fondo en la formación de sus ciudadanos y que, al contrario, los sume en el abismo del subdesarrollo. En contraste, la pedagogía socialista busca, desde toda perspectiva, rescatar la dignidad del hombre y reconciliar la condición humana, es decir, la felicidad entendida como igualdad, pacifismo y democracia. De otra forma, el verdadero desarrollo de las naciones no podrá alcanzarse:

Praxis docente

económico. La experiencia internacional es

Si se habla de educación y pedagogía, necesariamente hay que involucrar al docente en los factores que favorecen o dificultan su labor, más aún desde ópticas tan divergentes como el neoliberalismo y el socialismo, que indudablemente han dejado su impronta en los destinos de los pueblos latinoamericanos. En el neoliberalismo, el ejercicio docente, direccionado por el Banco Mundial, se ha visto afectado en diversas situaciones. Una de ellas es la introducción de las llamadas medidas de “racionalización” de la gestión educativa, que aumentan el número de estudiantes por aula y disminuyen el número de educadores por escuela, hecho que va en detrimento de la tan anhelada “calidad” educativa9. En consecuencia, la carga de trabajo del docente se incrementa y lo aleja de los fines holísticos de la educación, y, además, no es acorde a la remuneración que recibe, lo cual genera en él desazón, angustia y menoscabo de su dignidad como profesional. A esta última idea, se añade el detrimento de sus derechos laborales. A modo de ejemplo, se ha sustituido la supervisión y evaluación del trabajo docente (integral y bajo criterios pedagógicos) por un sistema de evaluación que privilegia la competencia individual,

mesa”, poseedores de un futuro brillante en

9 En la actualidad, se están presentando cur-

Quien quiera hoy hablar de desarrollo tiene

que estar dispuesto a hablar de socialismo; y si no quiere hablar de socialismo, debe

callar a la hora de hablar del desarrollo taxativa: países considerados “la gran pro-

el concierto capitalista mundial, se debaten en medio del subdesarrollo, la pobreza y la

dependencia un siglo después de aquellos pronósticos tan favorables. (Boron, Socialismo del siglo XXI 40)

sos de hasta 45 estudiantes por aula y el número de docentes administrativos se asignan de acuerdo con el número de jóvenes matriculados, práctica que se aleja del ideal de número de estudiantes por curso que es de 25. Cabe anotar que esto sucede en los colegios públicos.

El carácter general de toda nuestra pro-

paganda del partido, de la enseñanza y la instrucción escolares, y el carácter de la ins-

trucción extraescolar debe cambiar. Pero no

para modificar las bases mismas y la orien-

tación de la enseñanza, sino para adaptar el carácter de esta actividad al paso de la edificación pacífica con un vasto plan de

transformación industrial y económica del país. (Lenin, 1961 390‑391)

Sumado a lo anterior, la evaluación de la labor docente es realizada por pares académicos que orientan a sus colegas en la mejora de su quehacer en el aula, a partir de criterios pedagógicos, ajenos a un orden empresarial. De acuerdo con lo anterior, el docente asume el compromiso revolucionario de fomentar una educación que corresponda a valores socialistas centrados en una sociedad justa, protagónica y garante de un sistema de valores democráticos. La formación del maestro implica entonces el cultivo de sus saberes académicos y populares, como promotor de una educación en y para la libertad, que lo transformen en sí mismo y que le ayuden a construir nuevos espacios en el ejercicio de la praxis pedagógica. Estos elementos constituyen el deber ser de la educación socialista. En síntesis, el maestro, en el contexto de una educación y democracia socialista, conduce al ser humano por la senda de la justicia y la libertad.

Consideraciones finales Las teorías socialistas propuestas por Marx, Engels y Lenin continúan vigentes en el panorama actual latinoamericano y ejercen su influencia en la superestructura de la sociedad, particularmente, en

39 Temas humanísticos y sociales

implementado por organismos privados que aplican criterios de orden empresarial a la medición de la calidad del trabajo docente. En suma, el condicionamiento reduccionista y las evaluaciones estandarizadas constituyen un círculo vicioso que no contribuye al mejoramiento de la calidad educativa. Resulta interesante remitirse ahora al ejercicio de la docencia desde la perspectiva socialista, que, Lenin señalaba, tiene como tarea fundamental la organización del trabajo: “Uno de los defectos cardinales de que adolecía la ordenación de la enseñanza y la instrucción en la sociedad capitalista consistía en que estas estaban apartadas de la tarea fundamental de la organización del trabajo” (Lenin, 1961 178-180). Así, los maestros deben perfeccionarse para resolver tareas patrióticas que conduzcan al progreso social. Esto implica que el Estado debe proveer espacios de discusión y actualización para los docentes inmersos en actividades científicas educativas, de modo que puedan desarrollar su función intelectual al servicio de los trabajadores. Otro factor relevante es la organización metodológica del trabajo, es decir, la preparación didáctica, que, además de optimizar la labor del docente en el aula, es la vía a través de la cual la teoría pedagógica interactúa con su práctica.

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aquellas naciones que buscan la reorganización de sus esquemas sociales con la aspiración de sacar a sus pueblos de la miseria y del subdesarrollo. La contextualización de dichas teorías en la realidad latinoamericana del siglo XXI presenta una alternativa que, a diferencia del capitalismo, vela por una organización social justa y equilibrada, que apuesta por la libertad y la igualdad, a pesar de la fuerte presión que ejerce el neoliberalismo, poseedor del poder económico mundial, que constriñe la posibilidad de alcanzar y extender esta visión socialista, debido a que esta desestabiliza su hegemonía y, por ende, las arcas de unos pocos. Todo cambio genera un proceso de adaptación y reacomodación que exige del ser humano una mentalidad abierta y dispuesta para asumir la nueva realidad. Por tanto, las reacciones que genera, más tratándose de un desequilibrio en el poder económico, desembocan en conflictos ideológicos, sociales y políticos en los que algunos sectores de la sociedad pretenden vencer y dominar a otros, avasallando, destruyendo, manipulando y exterminando cualquier intento de renovación que procure beneficiar a los menos favorecidos. Para el neoliberalismo, la gestión pedagógica es lo último que interesa. Lo que realmente le preocupa es cómo la comunidad puede soportar el financiamiento de la educación y aliviar lo más posible la carga presupuestal al Estado. De esta manera, el acceso a la educación, como en la Alta Edad Media, será exclusivo para aquellos

que tengan la posibilidad económica de cubrir los gastos que genera, mientras que las clases menos favorecidas engrosarán las filas de trabajadores informales (mano de obra más que barata y no calificada) que, ante la necesidad, venden su trabajo por unos pocos pesos. Así, sin ser conscientes, contribuyen a la perpetuidad del subdesarrollo en los países latinoamericanos y a la extensión del capitalismo.

Sumario Se reitera que la tendencia actual del capitalismo mundial es seguir enriqueciendo a una minoría a expensas de la degradación humana. Tal es el caso de Latinoamérica, donde un alto número de ciudadanos está en la indigencia, mientras que unos pocos amplían los tentáculos del poder y del control basados en sus relaciones con los políticos administrativos de las naciones. A modo de ejemplo, en Colombia existen algunas multinacionales que, a costa de la explotación de los recursos naturales, financian de manera descomunal grupos al margen de la ley para que desplacen y asesinen a los indefensos campesinos que viven en estas zonas, en muchas ocasiones —lo que resulta más grotesco— con el beneplácito de las Fuerzas Armadas y de los gamonales políticos de la región. El papel protagónico del docente en el ejercicio de su profesión trasciende modelos ideológicos, políticos y económicos, por cuanto su deber con la sociedad incide directamente en la formación de un ser humano consciente de la

económicas y religiosas para, finalmente, constituirse en el ser que oriente la formación de la conciencia crítica del pueblo; llevar a nuestras naciones a explotar su vasta riqueza natural y humana, y hacer de América Latina un continente pujante, justo y libre que esté a la vanguardia en el panorama mundial. n

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construcción de sí mismo en función de su otredad, es decir, su ser con y para el otro; un verdadero sentido de comunidad. De esta forma, valdría la pena reevaluar la realidad educativa latinoamericana, su presente, su futuro, y aunar esfuerzos para que el deber ser de la docencia traspase fronteras ideológicas, políticas,

Aproximaciones literarias

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El ensayo* Adrian Marino** * Traducción del rumano de Desiderio Navarro. Apareció publicada originalmente en la revista Criterios n.º 57 (1 de marzo del 2014) en La Habana. El texto rumano, “Eseul”, apareció publicado en el Dictionar de idei literare, Editura Eminescu, Bucarest, 1973, pp. 604-622. ** Adrian Marino (1921-2005, Rumanía). Ensayista, crítico, historiador y teórico literario. Fue arrestado en 1949, permaneció encarcelado hasta 1957 y luego fue deportado por seis años más. En 1969 fue rehabilitado política y jurídicamente por completo. Publicó en su país y en el extranjero volúmenes de teoría literaria y comparatística, entre ellos, Introducción a la crítica literaria (1968‑2007), Moderno, modernismo, modernidad (1969), el tomo I del inconcluso Diccionario de ideas literarias (1973), Hermenéutica de Mircea Eliade (1980), Etiemble o el comparatismo militante (París, 1982), Comparatismo y teoría de la literatura (París, 1988) y los siete tomos de Biografía de la idea de literatura (1987‑2003). En el año 2010, se publicó póstumamente De un diccionario de ideas literarias, recopilación de textos suyos al cuidado de Florina Ilis y Rodica Frentiu. Entre 1973 y 1980, fundó, redactó y dirigió la primera revista rumana de estudios literarios en lenguas extranjeras de amplia circulación, Cahiers roumains d’études littéraires. Fue premiado por la Academia Rumana y la Unión de Escritores de Rumanía. En 1985 recibió el Premio Herder. Sobre su obra se han escrito libros como La hermenéutica de Adrian Marino (1993), de Constantin M. Popa, y La alternativa Marino (2002), de Adrian Dinu Rachieru.

E

ntre las ideas literarias actuales que gozan de muy amplia circulación se cuenta también el ensayo, concepto proteico, de mil y una caras, tan nebuloso y ambiguo desde numerosos puntos de vista como cultivado y elogiado con ostentación en los más inesperados ámbitos. ¿En qué no se ha convertido en los últimos tiempos el ensayo? La monografía, la biografía, el estudio crítico, el artículo, la crónica, el prefacio, la novela, la noveleta, etc. Todos pretenden ser “ensayos”; todos quieren pasar —por esnobismo o exceso de distinción— por “ensayos”. De ahí, también en este caso, la necesidad de una elucidación y desmitificación sistemática.

I Por más libre y elástico, por más “antigénero” que sea, el ensayo implica un número de acepciones bien delineadas, un objeto y un “método” específico, imposible de identificar con otras actividades teóricas o crítico‑literarias. En ningún caso, se puede suscribir la afirmación: “Definir el ensayo —circunscribir su área, encontrar su género próximo y diferencia específica— es un trabajo lógico que el estilo ensayístico rechaza” (Balota 10). La esfera supraordinada es, sin duda, la idea de “escrito”, “obra”, “trabajo espiritual”. En cuanto a los rasgos de diferenciación, estos tienen una vieja tradición. De hecho, casi todos los sentidos básicos fueron vislumbrados o utilizados ya por Montaigne (Blinkenberg 3‑14), quien, a través de sus Essais (1580), introdujo la

noción en la cultura europea. Sus matices ofrecen un buen punto de partida. 1. En un primer sentido, ensayo quería decir ‘examen’, ‘prueba’, ‘prueba de examen’, y, por extensión, ‘verificación’. Cuando Montaigne habla de “l’essay de mes facultez naturelles” (L. II, cap. X), utiliza la idea de “ensayo” en ese sentido, muy próximo, por lo demás, a la etimología de la palabra latina (exagium, ‘pesaje’; en sentido figurado: ‘examen preciso, exacto’). El matiz reaparece cada vez que el ensayista moderno da muestras de preocupaciones analíticas, críticas, de control y verificación, sobre temas introspectivos u objetivos. 2. Nuevamente en Montaigne, en una acepción más general, aceptada también por otros en el siglo XVI, el “ensayo” deviene sinónimo de experiencia, en el sentido pedagógico, pero hasta cierto punto también moderno, de la palabra. “Les essais de ma vie” (L. III, cap. XIII) significa “las experiencias de mi vida”, tanto en el aspecto de “probar”, de “poner a prueba” (“s’éprouver”, “s’exercer”, L. III, cap. II) como en el de “ganar experiencia” (“enquierir apprentissage”, L. II, cap. III). Haciendo “ensayos” me desarrollo, crezco, asimilo nuevas verdades, aumento mi capacidad moral e intelectual. Ambos sentidos presagian y preparan la idea moderna de “experiencia” interior o intelectual y, después, de vivencia de una “aventura” espiritual. 3. Importante, ayer y hoy, sigue siendo también el matiz epicúreo. La noción de ensayo implica, en Montaigne y en otros,

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la idea de degustación, de gouster (L. III, cap. XIII), acepción que se ha conservado en la noción italiana de saggio (assagiare, ‘gustar’). El ensayista solo “gusta” el asunto, lo “prueba”, no lo consume en su totalidad, no lo agota. El ensayo sería, pues, el “aperitivo” del espíritu, un hors d’œuvre agradable, sabroso, suculento, excitante. Por lo tanto, el placer de la idea se vuelve superior a su profundización o a su rigor. Todos los ensayistas clásicos —entre los rumanos, Mihai Ralea y, después, Matei Calinescu— hablarán, pues, de “seducción intelectual”, de “placeres de una novedad siempre sorprendente”, de “alegría” (M. Calinescu 25, 52, 58, 188). Lejos de constituir una frivolidad, el matiz es aceptado también por las definiciones más severas del ensayo (Wais 338-340). 4. Pero el sentido central, anticipado en igual medida por Montaigne (de uso bastante frecuente ya en el siglo XVI), va en dirección de la idea de prueba, tentativa, ejercicio, incluso en el título de los Ensayos: coup d’essai (L. III, cap. IX; L. I, cap. VIII), manière d’essay (L. I., cap. XXVIII), comme les enfants proposent leurs essais (L. I., cap. LVI). El ensayista “prueba” a escribir, a tratar un asunto. Pero no sabe si va a lograr el resultado deseado. No obstante, es su derecho “probar”. Este “ejercicio” de matiz modesto, anticipado en alguna medida por la idea de experiencia (arriba registrada), será asimilado progresivamente a la idea de “investigación”; porque toda tentativa de descubrir la verdad, de discutir un tema cualquiera, equivale a su “tratamiento” analítico,

de algún modo a mitad de camino entre “prueba” y “estudio”. Nos parece sorprender este matiz en un título programático como este: Discourses by Way of Essay (1668), de Abraham Cowley. El “discurso” indica el tema. La noción de ensayo, el método (way, ‘la vía’). 5. En el siglo XVIII, los progresos de la ciencia experimental orientaron el ensayo en un sentido predominantemente científ ico, de “examen” objetivo, sistemático, metódico. Es, por lo demás, también el periodo en el que aparece una serie de célebres tratados, “ensayos” filosóficos e históricos (Locke, Leibniz, Hume, Voltaire): Essay Concerning Human Understanding, Nouveaux essais sur l’entendement humain, Essais sur les mœurs et l’esprit des nations, etc. Pero en ninguna parte se pone mejor en evidencia ese desplazamiento semántico que en la Enciclopedia, de Diderot y d’Alembert: mientras que al sentido “literario” del ensayo se le dedica un artículo de solo once líneas, al científico (“En la química metalúrgica”), no menos de diez páginas compactas (V:  919‑929). Uno “trata o toca de paso (effleure) diferentes asuntos”, o “un asunto particular”. El otro (“En la química metalúrgica”) es “el examen de un mineral que tiene como objetivo conocer las diferentes sustancias que entran en su composición, etc.” Un repertorio de sinónimos franceses, de finales del siglo, ni siquiera registra la acepción puramente literaria del ensayo (Girard I: 235). Ella será redescubierta apenas en el siglo pasado.

No la define de manera integral, obligatoria ni, mucho menos, definitiva para nadie. 6. De la combinación de esos sentidos, bajo la misma influencia cientificista predominante, nació también la idea moderna de experimento. De ahí el ensayo en cuanto género experimental, “escritura o arte experimental” (théâtre d’essai, cinémaessai), no sin serias analogías de método. Al igual que el hombre de ciencia, el ensayista examina el objeto (la idea) desde diferentes ángulos, lo analiza multilateralmente, lo “pesa”, lo “palpa”. Sin embargo, la diferencia sigue siendo esencial. Mientras que el sabio se guía por leyes físicas, el ensayista escoge y combina libremente las ideas (de ahí también la esencia creadora del ensayo). Mientras

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El cientificismo moderno consolida aún más la noción, a la que le da el sentido experimental de Versuch (‘tentativa’, ‘experiencia’, ‘investigación científica’): contribución de proporciones reducidas, pero metódica, orientada a explorar y obtener resultados precisos, aunque sean parciales (Bleznick; Morón Arroyo 185; Huberman y Huberman VIII). Se trata, sin embargo, de una desviación e, incluso, de una alteración del sentido originario, bajo la presión de las actividades modernas de investigación. La idea básica, auténticamente ensayística, sigue siendo siempre relativista: el ensayista solo “prueba” a dar una solución. No la impone, ni la dogmatiza. Solo la propone. Plantea un problema, poniéndose a sí mismo y a otros a “probar”. Tienta, incita a la verdad.

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borradores. La confusión sigue siendo, pues, total (Berger, “Der Essay als Experiment” 115-127; Steinberg I: 205-211).

El ensayista “prueba” a escribir, a tratar un asunto. Pero no sabe si va a lograr el resultado deseado. No obstante, es su derecho “probar”.

que el hombre de ciencia publica sus investigaciones por etapas, sus experiencias de laboratorio, el ensayista (y tanto más el creador) ofrece solo resultados, productos finales. Lo que correspondería a los experimentos científicos serían los bocetos preparatorios, las anotaciones, las notas de trabajo. Pero esos no son “ensayos”, sino

II La esfera de investigación del ensayo, prácticamente ilimitada, es cubierta por la totalidad de esas direcciones. El ensayista “prueba” sus fuerzas sobre cualquier tema que estimule su pensamiento y sensibilidad. Como escribe E. Lovinescu, el ensayo “puede abarcar todo objeto del dominio de las ciencias morales, todo tipo de problemas de historia literaria, de estética, de sociología y toda cuestión de orden cultural” (67). Cuando el título del ensayo no define el tratado filosófico sistemático (Maine de Biran), el estudio histórico (Guizot, Macaulay), el estudio crítico‑literario (Paul Bourget), para dar algunos otros ejemplos célebres, el ensayo excluye toda restricción. Pero la utilización completa de las posibilidades semánticas del “ensayo” dista de haber sido consumada. Su empleo sigue siendo, sin cesar, infinito e indefinido. El ensayo explora una gama muy vasta de asuntos. Prueba de ello son sus grandes precedentes: Bacon, Hume y, sobre todo, Montaigne, Emerson y Aldous Huxley, entre los “modernos”. Además, trata los problemas más imprevistos. Dos nutridas antologías recientes, Great English Essays (1961) y 50 Great Essays (1964), conducen a la misma conclusión: en el ensayo, el espíritu es llevado en zigzag en las más imprevistas direcciones de la política y la moral hasta la religión, la educación y la música.

III Si el problema del contenido sigue siendo de importancia mínima, dada la universalidad del ensayo, su punto de partida demuestra ser capital, esencial. El impulso básico, la tendencia ensayística fundamental, es necesariamente el conocimiento. Todo ensayo constituye un acto de conocimiento, de un tipo especial: uno orientado hacia lo universal a través de “métodos” individuales. O mejor dicho: una aspiración a lo general mediante procedimientos particulares. Esta actitud y altura específica ensayística es una elevación a la universalidad a través de la particularización; es un debate de “problemas conceptuales” formulados y resueltos en función de “ocasiones” y “situaciones concretas”. La definición de Georg Lukács, a menudo citada y parafraseada (Die Seele und die Formen, 1911), tiene, en todo caso, su anticipación en una caracterización

(de 1797) que Fr. Schlegel hizo del ensayista alemán Georg Forster: “Él parte de los detalles particulares para pasar enseguida a las generalidades” (Adorno 213). De ese modo, lo accidental deviene el pretexto y la motivación de la generalización teórica. De ahí la profunda inestabilidad, contradicción interna y ambigüedad del ensayo. Porque, mientras que lo individual deviene objeto de intuición e imagen, lo universal no puede ser abarcado sino conceptualmente. El ensayo realizaría, pues, la síntesis kantiana de la intuición ciega, iluminada por el concepto, y del concepto desnudo, animado por la intuición. En todo caso, el ensayo constituye un compromiso —unas veces precario, otras veces admirable— entre concepto e imagen, en el marco de un género intermediario, de “frontera”, en alguna medida “híbrido”, entre literatura y filosofía. Por eso, todo ensayo parece, de algún modo, arriesgado, construido por antítesis —suspendido y oscilante—, por interferencia continua de elementos objetivos y subjetivos difícilmente coordinables: concepto e imagen, principios y experiencia concreta, idea y “vivencia”, absoluto y relativo, eterno y temporal, teórico y estético. Esta situación‑límite, paradójica, fundamentalmente “irónica”, es reflejada de modo inevitable también sobre las tentativas de estudiar y definir metódicamente el ensayo. ¿Qué puede ser más paradójico (¡y, sin embargo, más necesario en el contexto de unos medios literarios llenos de todo tipo de “ensayistas”, “ensayismo” y teóricos de ocasión del ensayo!)

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Valores, de M. Ralea, y Puntos de vista, de D. I. Suchiani (sobre la literatura, la sutileza, el humor, la necedad, el cine), no constituyen excepciones a la regla, que es de hecho una antirregla. Por eso, todo intento de prescribir un “asunto por excelencia”, un “tema” del ensayo, como sería “el encuentro (la relación) entre naturaleza y cultura”, es restrictivo y, por ende, inexacto (Adorno 41; Balota 71‑72). En realidad, la materia del ensayo puede ser no solo el arte y la naturaleza, sino también el mundo de las ideas y, en general, todo lo que constituye un objeto de “vivencia” (Erlebnis).

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que ocuparse de manera sistemática de un género profundamente no sistemático? IV El objeto del conocimiento ensayístico, divergente en sus direcciones básicas, es, naturalmente, la “verdad”. Pero es una verdad sui generis que refleja esa misma situación contradictoria: personalizada, pensada y expresada en su singularidad sensible, no en su generalidad abstracta; una verdad concreta, experimental, posible, eventual, no una conceptual, discursiva, tradicional. En el proceso de precisar y definir esa verdad colaboran, en proporciones imposibles de analizar, tanto la precisión previsible del espíritu como la receptividad omniabarcante y espontánea de la sensibilidad. De ahí se deriva la permanente subjetivación de la objetividad del ensayo,

1. He ahí por qué, en el ensayo, el impulso de conocimiento es conducido, dominado y determinado, al fin y al cabo, por la subjetividad del ensayista. El aliento animador del ensayo no puede ser la urgencia lógica, sino la reflexión subjetiva, unilateral. El ensayista solo “prueba” diferentes soluciones y respuestas. Se plantea preguntas a sí mismo y a otros. Monologa y dialoga en un espíritu de plena independencia respecto de la “objetividad” corriente. Lo que él descubre y proclama será, inevitablemente, solo su “verdad”, individualizada y asumida dentro de una gran libertad de conciencia. Por eso, el ensayo, puesto en camino, aunque sea con las más estrictas intenciones, termina por subjetivarse, por desplazar toda su perspectiva hacia la profesión de fe, el soliloquio y la reflexión personal. Por lo tanto, estamos ante un ensayo auténtico cada vez que una tesis, un principio o una idea general son expuestos, en sus términos subjetivos, por un acto abierto de adhesión. Solo las ideas vividas, incorporadas y abrazadas por el sujeto humano hacen el ensayo. Las ideas solitarias, frígidas, encorsetadas rígidamente, son cosa de la existencia del estudio y del tratado clásico. Esto determina, una vez más, la paradoja y, a veces, hasta el equívoco involuntario del ensayo: acto intelectual resuelto por

medios sustancialmente subjetivos, literarios. Así lo demuestra plenamente la historia del ensayo francés e inglés. Incluso la historia del ensayo rumano, en sus puntos más altos: Al. Odobescu, B. P. Hasdeu, G. Calinescu, M. Ralea, Paul Zarifopol. 2. De ahí otra consecuencia importante: el ensayo, ante todo, representa una obra de personalidad. En el ensayo, lo decisivo no es el problema de la justicia, sino la presencia o la ausencia de personalidad en el gesto de descubrimiento y formulación de las ideas. Interesa no tanto qué dice, sino ante todo cómo lo dice. En el verdadero ensayista todas las ideas están sometidas a un ángulo de refracción propio, expresan una actitud temperamental. Esta es la condición, el prestigio y, en definitiva, la ética y la responsabilidad del ensayista y del ensayo: “prueba” abierta, directa, llena de valor, de las opiniones, enunciadas no en el sentido de un desafío, sino de la proposición de unas verdades asumidas, “subjetivas”. Incluso si, a veces, las impresiones se objetivan, incluso si el paso hacia la meditación de carácter general es frecuente (aforismos, máximas, etc.), nunca la reacción del sujeto desaparece del ensayo. 3. En la medida en que expresa el “humor” intelectual y emocional de una personalidad, el ensayo, devenido claramente subjetivo, se desliza de manera natural hacia la confesión y la autobiografía espiritual. Su acta de nacimiento, en la literatura francesa, es el “c’est moy que je peinds” (“es a mí a quien describo”), de

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la tensión emocional de las ideas y la incitación a la meditación propia, que no involucra sino al ser del ensayista y del lector que lo sigue.

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Montaigne; en la inglesa, el “of myself ”, de Cowley. Casi siempre, el ensayista habla en primera persona, mediante testimonios ingenuos y sinceros, revelando su “vida interior” ante unos “pensamientos decisivos”. Esta es, incluso, la definición del ensayo, según el moderno novelista‑ensayista Robert Musil (parte 2, cap. 62; Berger, “Der Essay als Experiment” 133), verificable, por lo demás, por doquier (en nuestros ensayistas inclusive): “Comienzo a hablar […] con una confesión”, “me asombra que semejante circunstancia haya pasado inadvertida”, “tengo la impresión”, “prefiero”, “creo” (M. Calinescu 21-30, 36, 86, 88, 119 y 123). Unos vienen con la fórmula “la clave del alma” (Huberman y Huberman VII). Otros deducen de ahí que el ensayo constituye “un género intermediario entre la confesión personal y el estudio analítico” (Moreau 11). Otros, por último, sacan de esa situación la conclusión, aún más justificada, de que el ensayo cultiva la especie particular del “lirismo intelectual”. A través de Montaigne, el ensayo europeo debuta de verdad bajo el signo de la confesión y se desarrolla ininterrumpidamente en este sentido, hasta tal punto que algunos investigadores no vacilan en hablar de “afinidades líricas estructurales” (Rehder 25). 4. La vocación de actualidad es consecuencia directa de la misma subjetividad territorial. El ensayo define la posición del ensayista en un momento especial de su curva espiritual, condicionado por la totalidad de los factores que lo pueden influir.

Por eso, de manera implícita o explícita, el ensayo expresa las reacciones del presente, a veces incluso de lo cotidiano. Por este motivo, muchas veces, el ensayo degenera en “folletín” y “crónica”, formas pseudoensayísticas inferiores. Todo buen ensayo expresa “algo” de la situación espiritual del momento, del contenido de su secuencia histórica. V A este objeto dualista le corresponde un método adecuado: mixto, divergente, transitorio. El método ensayístico lanza un puente entre concepto e intuición, entre filosofía y ciencia, por una parte, y arte y literatura, por la otra. El ensayo asegura una forma de pasar del conocimiento a la creación, de la investigación a la imaginación, de la razón al “entendimiento”, del “espíritu” al “alma”. Realiza la unidad orgánica, indiferenciada, entre ciencia, moral y arte, teoría y poesía, erudición y literatura. ¿Qué es el Pseudokinegetikos? ¿Un manual de caza, una excursión en la historia de las artes, una divagación intelectual? Es difícil decir. Un ensayo, en todo caso. Pero ¿y Le Paysan de Paris? ¿Un manifiesto surrealista, poesía, un collage, polémica? Lo mismo. Todos estos elementos aparecen en todo ensayo auténtico, en dosificaciones variadas, inefables. La tendencia a la polarización aparece solo como resultado del análisis. En su estructura interior, el ensayo se presenta sintético, totalizante, con permanentes desplazamientos subterráneos hacia lo intuitivo e imaginal, porque, en esta

1. El ensayo permanece, de principio a fin, refractario, incluso “escéptico”, ante su propia definición, que se confunde con el desenvolvimiento mismo de su proceso espiritual. El fin deviene medio. El medio, fin. El objeto deviene método; el método, objeto. La verdad se confunde con su método de búsqueda. Esta es una

Las ideas solitarias, frígidas, encorsetadas rígidamente, son cosa de la existencia del estudio y del tratado clásico.

circunstancia perfectamente explicable, si nos remitimos a la situación básica del ensayo: la solidaridad dialéctica no mediada imagen / concepto. El ensayo cristaliza como forma por su propio movimiento, al superponerse progresivamente el ordo idearum y el ordo rerum hasta su confusión. El ensayo se propone como método de “prueba”. Pero solo la “prueba” lo instituye como forma espiritual, lo afirma como representación orgánica y literaturizada de una idea. 2. He ahí por qué se puede hablar, ante todo en este caso, de un

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alternativa (abstracción/imagen sensible, lógica/reacción emocional), la partida es ganada siempre por la “literatura”. A pesar de la afirmación en sentido contrario, a veces encontrada, sigue siendo un hecho bien verificado que la abstracción atrofia al ensayo, lo corrompe hasta desfigurarlo, o lo transforma en otra cosa, en estudio filosófico, por ejemplo. El ensayo solo se salva por el derribo permanente de la relación filosofía‑literatura en favor de la “literatura”, por la prioridad concedida a los elementos “artísticos” en la técnica del ensayo. El ensayo persigue el conocimiento. Pero el conocimiento ensayístico no puede ser sino “hermoso”, nuevo, expresivo, libre, inédito. La dualidad típicamente ensayística “científico” / “literario” se resuelve, pues, de modo invariable en favor del término estético. De esta situación profundamente ambigua se derivan todos los caracteres del “método” ensayístico, el conjunto de procedimientos específicos del discurso estético. Procedemos, en alguna medida, por reducción, simplificación y sistematización, por una inversión de la perspectiva, no obstante, inevitable. Interferencia, oscilación, hipótesis, apertura libre, continua, ese sería en esencia el régimen ensayístico “clásico”.

método‑antimétodo, definición que circula en toda la teoría moderna del ensayo. El impulso de conocer pierde por el camino toda disciplina metodológica. El rigor sistemático desaparece. El ensayo se prescribe él mismo su objeto. Se instala en su intimidad. Pero lo hace con el gesto de socavar desde dentro todas las soluciones dadas, “formalizadas”, del problema. Porque el ensayo es, de hecho, “un antigénero, una polémica; él no crea una forma, sino que utiliza una existente, desacreditándola” (Georgescu). Montaigne adopta, aparentemente, el género tradicional de la glosa, el comentario, la meditación moral de tipo “clásico”, a la que le da su propia destinación, del todo independiente. Bacon tiene en sus prefacios conciencia de unos “trozos de pensamientos”: [De unas] notas cortas, tendidas sobre

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el papel más bien con sentido que con cuidado del detalle, a las que he lla-

mado Ensayos. La palabra es reciente, pero la cosa es vieja; porque las epístolas de Séneca a Lucilio, si uno se fija

bien en ellas, no son sino ensayos, es decir, meditaciones aisladas, aunque presentadas bajo forma de epístolas.

El carácter no sistemático, fragmentario, intencionalmente improvisado, constituye el procedimiento fundamental. Diderot les da a sus ensayos estéticos la forma del pseudodiálogo con ese mismo fin, para sugerir desembarazo, intercambio libre de

3. De ese modo, el ensayo se reinventa cada vez constituyendo, con regularidad, una nueva técnica y método propios. El método ensayístico es, pues, por definición, individual, irrepetible, original. No existe ningún tipo de “recetas” ensayísticas. Toda normativa está excluida. El ensayo quebranta con regularidad toda forma, esquema y disciplina prescrita, que es sustituida por el flujo y reflujo de la disertación libre. Se construye a sí mismo dentro de una disposición intelectual y, por ende, metódica, acabada. De ahí también su espíritu profundamente anticlásico, motivo por el cual el género es rechazado de manera categórica por los exponentes de ese gusto. Addison, en The Spectator, combate “el desenfreno (the wildness) de esas composiciones que circulan bajo el nombre de ensayos” (Steinberg I:205‑211). Y el Dr. Johnson da, en su Diccionario, una definición semejante: “Pieza no regulada e indigesta, no una composición ordenada y regulada” (Huberman y Huberman VIII).

Por ese mismo motivo, se puede hablar también del espíritu no anti‑, sino solo acartesiano, del ensayo. En lugar de la disciplina objetiva, racional, de la demostración (el paralelo emprendido por Adorno [30-34] con las reglas del Discours de la méthode es instructivo, citable a justo título), aparece la espontaneidad de la fantasía subjetiva. Porque el ensayo utiliza, en abundancia, conceptos, mas no el método de estos. Así se configura libremente, en el sentido de su propio movimiento. 4. Por ende, si se puede hablar de cierto “método” ensayístico, este no puede ser sino hipotético, posible, provisorio, alternativo, eventual: “He escrito un ensayo, es decir, una hipótesis” (G. Calinescu, Kiew, Moscova, Leningrad 9). “En un ensayo se nos expone una fórmula, una construcción hipotética, algo provisorio” (Rehder 28). Todo ensayista que se respeta, y que intuye las reglas del juego, es adepto del “tal vez”, no del “seguramente”. El ensayista no prescribe ni dogmatiza nada. No le impone a nadie sus soluciones. Solo las propone, como una eventualidad posible, en estilo aleatorio, con “despreocupación”. El ensayo no tolera ni asimila las pruebas explícitas, solo abre perspectivas. La lengua española permite un elocuente juego de palabras: no demostración, sino solo mostración (Morón Arroyo 185‑186). 5. La naturaleza hipotética e interrogativa del ensayo la define de cierta manera también la ironía, la vocación “socrática”. El ensayista no sabe cuál es la

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ideas, controversia. La discursividad es a veces tan grande que la argumentación se relaja y debe ser seguida con el lápiz. Por lo demás, el ensayo se arriesga a caer inevitablemente en el verbalismo y la divagación. Algunos adeptos modernos del ensayo, sobre todo en nuestro periodismo, de repente invadido por “ensayistas”, se complacen más de una vez en alegatos demasiado “ensayísticos” (quiero decir descosidos, periodísticos, inconsistentes) a favor del ensayo, que no tiene necesidad de ser… defendido por X o Y.

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verdad. Él solo pregunta. Incluso, cuando tiene la intuición de la verdad, simula la ignorancia, la ingenuidad del conocimiento. Tantea, busca, “prueba”. No decide. De ahí una muy específica “tensión” entre duda y certidumbre, contenido y apariencia, lenguaje e implicaciones. El ensayo especula de manera refinada con la “inocencia”. 6. Entendemos ahora por qué el ensayo formula muchísimos problemas, pero no resuelve definitivamente ninguno, porque su impulso va hacia lo sugestivo, no hacia lo exhaustivo, hacia la parcialidad, no hacia la integralidad y la totalidad. Quien busca soluciones últimas, claras y precisas, sólidas, consulta tratados, no lee ensayos. En cierto sentido, como en Odobescu, el ensayo constituye incluso una semiparodia del “tratado”, una dislocación de este desde adentro, en todo caso. No agota el tema, sino que solo lo bosqueja para ofrecer una solución viable solo en su propio contexto, o en el de las coordenadas en que el ensayo se sitúa. 7. El hecho se hace posible, en buena medida, por la “explotación” de las propiedades semánticas de la lengua. El ensayo opera dentro de lo que, en la lingüística moderna, se llama “campo asociativo semántico”. Explora y selecciona los significados de las palabras, que él reagrupa, una vez liberados, en una constelación propia. El ensayo es polivalente, porque la lengua misma es polisémica. Las palabras tienen múltiples sentidos y matices que el

ensayista sorprende, amplifica, reorganiza, y que usa como puntos de partida para sus nuevas construcciones. Por esa razón, el estilo ensayístico se caracteriza por la refinación y hasta por la “perversión” de las ambigüedades del lenguaje. 8. La aversión antidocumental y antierudita del ensayo tiene, en el fondo, la misma explicación. Él solo utiliza tantos significados y matices bien delimitados, elementos y datos, cuantos la inducción y la construcción justifiquen. El ensayista no informa y no documenta. Evita o detesta el aparato crítico, las notas, las citas doctas,

9. Forma abierta por definición, el ensayo rompe el cerco de la especialización y, ante todo, del disciplinamiento normativo. No conoce “reglas” sino solo posibilidades. No marcos fijos, sino solo pretextos. Su régimen es el debate íntegramente libre y maleable de las ideas, la marcha sinuosa y flexible de la demostración, más o menos a la deriva. O, como dice Montaigne, el maestro europeo del género, “tanteando” (“à tastons, chancelant, bronchant et chopant”, L. I, Cap. XXV). El ensayo abre paréntesis, hace rodeos, explora diferentes posibilidades, entrevé una solución, la abandona por el camino, adopta otra, dentro de una plena espontaneidad e improvisación intelectual. Su línea es flexible, oscilante, inestable, sugiere elegancia, incluso gracia, hecho que excluye todo andamiaje y construcción rigurosa. Pero, por más grande que sea la flexibilidad, no desaparece la coherencia. El ensayo no es divagación, sino asociación libre de ideas e imágenes

alrededor de unos puntos nodales que, en estas últimas, configura —o por lo menos sugiere— un significado. El ensayo expresa la vida, en su espíritu mismo, su pulsación y su espontaneidad inmediata, siendo el género más abierto, el más receptivo a los datos de la existencia, inmanente a las asociaciones y su orden latente. Por eso, tanto el cultivo como la lectura del ensayo transmiten un sentimiento, más de una vez saludable, de liberación espiritual respecto de la tiranía de condiciones rígidas, dogmáticas, didácticas, pedantes. En tales momentos, el ensayo ofrece la compensación de la evasión, del desembarazamiento de la personalidad, de la libertad moral e intelectual. La boga del ensayo es siempre consecutiva a unos periodos de constricción y estrechamiento del horizonte. VI Los elementos artísticos específicos del ensayo, más de una vez entendidos de manera confusa, se derivan de esa misma condición ambivalente de su objeto y su método. Por una parte, la personalidad creadora del ensayista interviene, de manera constante, a través de su coeficiente de subjetividad, de vivencia lírica de los problemas. Por la otra, la materia del ensayo, que sigue siendo el concepto (aunque sensibilizado, “vivido”, en sentido lato: la “idea”), opone e impone exigencias específicas. Por eso, muchas de las definiciones concretas del ensayo tienden a acoplar esos dos planos divergentes en fórmulas a

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haciendo de la falta de rigor científico una coquetería, y hasta un título de gloria. Su antipatía por los sabios, especialistas, tecnócratas del espíritu, es bien conocida. El ensayista no investiga, sino que solo explora. Se pronuncia en todos los dominios con modestia irónica, por lo regular fingida, “al no ser especialista en la materia”. La información es mirada y manejada desde arriba, desde una gran altura. El ensayo no tiene una visión microscópica, sino macroscópica, panorámica, en una disposición distanciada de “juego” superior.

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menudo metafóricas o paradójicas. Montaigne, para definir su “método”, utiliza imágenes como las de rapsodie, marqueterie mal jointe, fagotage, farcissure, fantaisie, inventions, verves, resvreries, songes, revasseries, etc. (Blinkenberg 13). Todas van en el sentido de la idea de “invención” y “creación”. El mismo contenido tienen definiciones como las siguientes: “El ensayista es el novelista de una idea” (Blaga); “El ensayo sería la poesía de las ideas” (Vianu 112); “Un buen ensayo crítico es un drama de ideas” (Piru). Todas expresan una unidad concreta, diría yo dialéctica, cercana a la condición de arte por, al menos, varios aspectos esenciales: 1. Todo verdadero ensayo revela una unidad latente, una coherencia interior, un principio de organización, en sentido lato, una “estructura”. De lo contrario, se le niega al ensayo la condición estética mínima. Los meandros del pensamiento, por más anchos y sinuosos que sean, conducen, sin embargo, a una conclusión, aunque sea parcial. Aun accidentada y espontánea, la exposición deja ver cierta articulación y construcción. No es verdad, en modo alguno, que el ensayo esté desprovisto de todo hilo conductor, de toda disciplina de exposición, que sea simple improvisación gratuita, sin pies ni cabeza, sin ninguna coagulación. Se ha extendido demasiado entre nosotros el prejuicio, mantenido, en general, por jóvenes articulistas sin formación precisa, de que lanzar al azar ideas sobre el papel, de que hilvanar

periodísticamente la página descosida o zurcida, es hacer un “ensayo”. Antirrigidez no quiere decir, en absoluto, caos y pulverización, confusión y penoso balbuceo, sino solo liberación de la constricción de un esquema dado, a favor de la respiración intelectual propia. El ensayo no asedia metódicamente, sino que solo seduce y envuelve la idea. Constituye un momento de distensión después de un periodo de gran rigor y disciplina. Pero eso no significa que esté desprovisto de cierta “lógica” inmanente, inteligible, por más sinuosa que sea; que no tenga escondida una barra de dirección. Todo ensayo presupone y desarrolla un sentido. 2. Al mismo tiempo, todo buen ensayo produce un efecto de sorpresa, de “novedad”, consecuencia de la adopción de un punto de vista original, inédito. El cliché mata al arte. Esta “ley” es válida también para el ensayo, que es sustancialmente artístico cada vez que descubre e introduce en el mundo de las ideas una nueva óptica, seguida de un nuevo orden expresivo y sugestivo de las reflexiones. El verdadero ensayo transmite por medios analíticos y literarios una idea central, esencial, que se eleva, aérea e inteligible, por encima de las otras, para producir así una “imagen”. En este sentido esencial, el ensayo puede, de veras, reivindicar sus afinidades imaginales. Y hasta también cierta “autonomía estética”, como a veces se afirma (Adorno 12). 3. El estatus literario del ensayo es, pues, claro. Constituye, en una palabra, un

VII La misma falta de claridad flota en torno a la definición del estilo ensayístico, que ha sido objeto de numerosas aproximaciones, aunque, teóricamente hablando, las cosas son claras: la unidad indisoluble entre la idea y la forma literaria elimina toda posibilidad práctica de disociación, oposición o colaboración literaria exterior, artificial. La escritura ensayística es orgánica o no existe. Un buen ensayo no puede estar mal escrito. Un ensayo mal pensado no puede estar bien escrito. En el ensayo, el talento de las ideas y el talento literario se fusionan, sobre todo en el campo de la creación. La idea deviene su propio discurso, caracterizado por la claridad, la exactitud, la elegancia, la sobriedad, el

El ensayo abre paréntesis, hace rodeos, explora diferentes posibilidades, entrevé una solución, la abandona por el camino, adopta otra, dentro de una plena espontaneidad e improvisación intelectual.

comportamiento personal en la exposición de las ideas, lo que implica una técnica especial: el arte de entrar directamente en el asunto, por un tema, imagen o ideas conductoras; la variación del estilo a través de neologismos, palabras técnicas, citas, pero con mesura y “tacto”; el arte de las omisiones y renuncias calculadas, la eliminación de la tendencia a decirlo “todo”;

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género semiliterario, en la intersección de las estructuras imaginativa e ideológica, una interferencia de lirismo y reflexión, una especie de “género de los géneros” (Balota 14). En esa dualidad, el acento cae sobre la subjetividad. Pero considerar el ensayo exclusivamente un “género poético” representa una exageración (Exner). Cuando G. Calinescu escribe: “no ofrezco un estudio sobre la literatura española, sino una obra literaria de la especie del ensayo” (Impresii 5), la materia misma demuestra que por “obra literaria” el autor no entiende las “bellas letras”. El autor no propone una España imaginaria, literaria o de otra índole, sino solo una “visión” propia de la literatura española, gesto de la mejor tradición ensayística.

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el arte del equilibrio y la proporción, en afirmaciones, controversias, polémicas; la desenvoltura y la urbanidad perfecta, “al ser el verdadero ensayista un gran señor del espíritu”, superior sin arrogancia, decisivo sin ostentación, “cortés sin afectación” (Berger, “Die literarische Kunstforme des Essays” 137‑167). Resulta necesario, a toda costa, revivir o instaurar esa tradición también en algunos ensayos rumanos modernos, llenos de afectación ostentosamente ensayística, con el aire de decir a cada paso: “qué porte ensayístico tengo”, “¡qué fino, inteligente y desembarazado ensayo estoy escribiendo!”, etc., etc. VIII Al precisar su verdadera fisonomía, el ensayo tiene que liberarse, mediante delimitaciones precisas, de dos grandes confusiones que lo asaltan. La primera, y la más grave, concierne a la asimilación del ensayo con la literatura propiamente dicha, tanto en la forma de la construcción del escrito como en la del estilo. Tendríamos, pues, novela‑ensayo, noveleta‑ensayo, anticipación‑ensayo, etc. No se trata de caer víctima de la mística de los géneros, sino solo de demostrar alguna claridad y disciplina intelectual. Existen, naturalmente, numerosas interferencias, mezclas y formas de colaboración. Los géneros puros son una ilusión. Pero las esencias siguen siendo una realidad. 1. ¿De qué modo el “ensayo” puede entrar en la novela y, en general, en la prosa, mientras que la poesía‑ensayo, la “lírica

ensayística” (a pesar de algunas demostraciones ad hoc), no ha aparecido todavía? Contrariamente a la opinión corriente, el procedimiento es menos “moderno” de lo que se cree y debuta ya desde el siglo XVIII, a través de la introducción de largas conversaciones, excursiones teóricas, como en Goethe. El procedimiento demuestra ser, tanto ayer como hoy, híbrido. Por más interesante que sea en sí, la página teórica permanece autónoma, pegada, sin soldar a la novela. Constituye un cuerpo extraño, no asimilable, una especie de “cosmos ensayístico dentro de un cosmos novelístico” (“Essaycosmos in Romancosmos”) (Berger, “Der Essaystische Stil in Roman” 127-136; Popescu), un fenómeno de “panensayismo” (Streinu; Baconsky 75-76). Mucho más cercana a la condición de prosa estética es la integración orgánica de las ideas en la construcción y en la acción. Ellas devienen, entonces, verdaderos sucesos novelísticos, a través de los cuales los protagonistas viven su vida interior, se definen como seres y personajes. Los protagonistas discuten largo tiempo, intercambian ideas, se someten a grandes procesos analíticos de conciencia (¡verdaderas disertaciones!). El “problema” está siempre presente, pero su función está subordinada a la economía de la totalidad. Esta situación tampoco es demasiado “moderna”, pues la novela anglosajona, al menos hasta Samuel Butler y Aldous Huxley, cultivó muchísimo esa especie. En Italo Svevo y Thomas Mann, existe la misma orientación. La ensayística moderna sería, en nuestra

2. La segunda confusión, cada vez más extendida en los últimos tiempos —con grandes aires de superioridad hacia los “tratados”, la “erudición”, la “monografía” (signo de superficialidad)—, es la existente entre ensayo y crítica literaria, que es,

a decir verdad, bastante vieja, puesto que también Sainte-Beuve lo hacía ya desde 1850. En otra parte, el “retrato” literario es reivindicado como “ensayo” (SainteBeuve, “Qu-est-ce qu’un classique” 38; “Madame de Charrière” 411). En la crítica moderna, la asimilación, con algunos matices, deviene un verdadero lugar común, no sin buenos y serios motivos. Las afinidades entre el ensayista y el crítico literario son numerosas y de primer orden, ya desde la fase en la que las “cartas”, los “folletines” y las “causeries” críticas ocupaban el lugar del ensayo. Tanto el ensayo como la crítica literaria caracterizan, interpretan y explican la obra literaria cuando esta es el objeto del ensayo. El uno y la otra descubren los sentidos, exploran significados, reconstituyen universos literarios. De ese modo, tanto el ensayo como la crítica literaria devienen obras de creación, por re‑creación (de una idea, en un caso; de una obra, en el otro), por creación encima de o acerca de una creación. Al igual que la crítica literaria (o a la inversa), el ensayo constituye un acto de polivalencia, abierto y no dogmático, producto de la colaboración libre entre concepto e intuición, idea y sensibilidad. Todo ensayo, toda verdadera crítica literaria, propone sentidos nuevos, interpretaciones inéditas. Así como el ensayo desarrolla el espíritu del ensayista, existe una “crítica de los alimentos” (Thibaudet 465, Barthes 139) que estimula, amplifica y refina, de manera análoga, la personalidad del crítico. Sin embargo, las diferencias siguen siendo esenciales. Se basan, en primer

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opinión, solo aquella prosa en la que el problema mismo deviene tema, protagonista, objeto de “novela”. La idea se despliega, se piensa a sí misma, siendo al mismo tiempo reflejada en la conciencia. De ese modo, se define, cobra contorno, deviene una realidad “literaria”. La prosa que se autocomenta, el personaje problematizado que se autodefine formulando y definiendo ideas, eso sería la verdadera prosa‑ensayo, no simulada, no falsificada. Al menos por el momento, la única prosa ensayística auténtica rumana de ese género es Zacharias Lichter, de Matei Calinescu, entre los muy pocos ensayistas reales de la última generación. En lo que concierne a la confusión, de origen periodístico, entre ensayo y estilo literario, en el sentido artístico-literario, imaginal, cargado, de la palabra, debe ser eliminada, como debe serlo toda loa dirigida a la mala literatura. Las gracias formales del estilo, las metáforas y otros elementos decorativos semejantes tienen, sin duda, su valor. Pero solo incorporados, subordinados, a la demostración literaria organizada de la idea. El ensayo auténtico no se sostiene por el estilo formal autónomo, la cualidad imaginativa y las flores artificiales. El barroco ensayístico, dudoso por definición, es signo de caducidad y degeneración.

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término, en una discriminación puramente lógica, pues la noción de ensayo es más amplia, más abarcadora y, por ende, menos especializada que la de crítica literaria. Ante el género del ensayo, la crítica literaria sigue siendo solo una especie entre otras: conceptual, cultural, biográfica, objetiva, descriptiva, meditativa, irónica (la

clasificación de Bruno Berger, “Der Essaystische Stil in Roman” 96-97, 101). El ensayo de crítica literaria no se confunde con otros ensayos posibles y tanto menos con la especie del ensayo puro, identificable, en todo caso, en la esfera meditativa, conceptual, reflexiva, en la medida en que uno de los elementos

el ensayo literario, simple variante verbal para la crítica literaria, definida en el sentido pleno del término, persigue un solo objetivo, tiene un solo tema básico: la obra literaria. La restricción es considerable y absolutamente fundamental. Tampoco los métodos pueden ser confundidos. El ensayo propiamente dicho no ejecuta todas las operaciones críticas, de las que más de una vez hace caso omiso, del todo o en parte. Puede no juzgar, no valorar estéticamente, no caracterizar la originalidad de la obra literaria. Es más, puede no “criticar”, contrariamente a la opinión de Max Bense, retomada por Adorno (39-40, 49) y otros. Creo, por el contrario, que Bruno Berger tiene la razón cuando afirma: “La crítica por la crítica no es la ocupación del ensayista” (“Der Essaystische Stil in Roman” 93-94). En todo caso, el ejercicio del espíritu crítico no es el objeto y el método típico del ensayo. La crítica deviene “ensayística” solo en un sentido muy lato, de verificación crítica de las ideas, forma intelectual “herética”, “antidogmática”, “antiortodoxa”. Solo que no todo análisis crítico se vuelve automáticamente, por ese simple hecho, crítica literaria; así como las otras energías fundamentales que determinan el ensayo (intuiciones conceptualizadas, fantasía, asociaciones de ideas, etc.) no son tampoco esencialmente críticas. Mucho más “críticas” son actividades como la objeción, la contradicción, la negación, la discriminación de valores, etc. Además, el ensayo se eleva, superior, contemplativo y distanciado, a cierta

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fundamentales del ensayo sigue siendo, necesariamente, conceptual. He trazado esta distinción categórica entre el ensayo de factura teórica, filosófica, y el ensayo literario, de factura crítica, en diferentes circunstancias (Marino 306-307). El ensayo puede alcanzar todos los objetivos, aborda cualquier tema; mientras que

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“serenidad” (serenitas), mientras que la crítica literaria es más pasional, más temperamental, a través de una participación más intensa en la “vivencia” de la idea, forma especial de la Lebenskritik, profesada por la estética alemana. El hecho de que Roland Barthes le diera a un volumen suyo el título de Essais critiques no significa, en lo más mínimo, que todos sus artículos son efectivamente de crítica literaria, que el autor aplica el programa de la crítica literaria admitiendo que esta tiene, de veras, objeto y métodos específicos. De hecho, muchos de los así llamados “ensayos críticos” de la “nueva crítica”, en especial franceses, son, en realidad, puros ensayos. No les cuestiono en bloque (¡sería absurdo!) ni su valor ni su significación. Solo ese simple atributo, el de “crítica literaria”, en el sentido pleno del término. A través de ecos no asimilados, desde esa misma dirección aparecen otras confusiones, igualmente inconsistentes. El ensayo representaría, como posibilidad, “la crítica en su estado más puro, porque un crítico no se define por lo que busca, ni por lo que encuentra, sino por la búsqueda misma”. La realidad es exactamente la inversa: si el ensayo “busca” al infinito, la crítica literaria busca e, idealmente hablando, encuentra todos los objetivos que prescribe: descubre estructuras, explora significados, reconstituye universos literarios, define esencias originales, valora, etc. El crítico se encuentra a sí mismo solo en función del logro de esos fines.

IX Por tanto, entre los mitos intelectuales modernos, tenía que figurar, a toda costa, también el ensayo, la panacea de los estudios literarios, indicio supremo de sutileza y distinción, método único, infalible. El éxito periodístico de la idea de ensayo en Occidente es comprensible, de ahí también el gran prestigio de Alain, por ejemplo. Él llega después de un periodo de sobresaturación positivista, sistemática, erudita, abstracta, estetizante. De ahí también afirmaciones como la de Robert Musil: “En nuestra época, la manifestación teórico‑ensayística es más importante que la artística” (Berger, “Der Essaystische Stil in Roman” 132), indicio, en todo caso, de crisis. Pero, en nuestro país, en condiciones espirituales fundamentalmente distintas, la boga del ensayo constituye, en primer término, un fenómeno de sincronismo, de moda. La noción suena bien, tiene un corte elegante. Es, naturalmente, “moderna”. No es solo que el ensayo no es “anacrónico”, como se pretende a veces (Adorno 47) sobre la base de una supuesta separación definitiva entre ciencia y arte, sino que, por el contrario, la vocación del ensayo consiste precisamente en llenar ese abismo, exigencia eminentemente actual. Solo que, en nuestra cultura contemporánea, el ensayo no responde de modo prioritario a una necesidad fundamental semejante, sino, casi siempre, a una contaminación periodística, allí donde falta la comprensión real del sentido del ensayo, como se constata más de una vez.

escondidas detrás de los decorados de cartón, de la falsa labia y los “lucimientos” pseudoensayísticos. A veces, se olvida con demasiada facilidad que todo ensayo presupone una base documental asimilada y “olvidada”; que la información, la cultura y la erudición no pueden ser imitadas; que los volúmenes del grosor de una cuchilla de afeitar, con el subtítulo “ensayos”, representan una impostura; que los hilvanados apresurados, formato agenda, que despachan problemas graves en unas cuantas páginas, constituyen verdaderas falsificaciones, que se han de denunciar como tales. El ensayo no es un recipiente en el que se puede verter toda clase de líquidos, un indigesto tutti frutti intelectual (Petrescu 197-199). Es una obra de madurez, no un ejercicio de debut, ni de compilación. Unos se imaginan con inocencia que hacen “ensayo” pegando punta con punta dos o tres ideas y citas de Barthes, Picon, Sartre, Calinescu, mezcladas de manera extravagante con Wellek y Warren, y mostrándose profundamente alarmados porque no has leído también a… Maurice Blanchot, en relación con un problema, por lo demás, absolutamente banal. Nos consolamos con la idea de que, en los casos más felices, se podría hablar solo de crisis de crecimiento, de la “pubertad” del ensayo joven, impertinente por infatuación. En pocas palabras: de “la enfermedad infantil del ensayo”. n

65 Aproximaciones literarias

Es preciso, pues, trazar una nítida línea de demarcación entre el ensayo verdadero y el falso, entre el ensayista de vocación y el improvisado, simulador. El fenómeno es universal, está estudiado (Berger, “Der Essaystische Stil in Roman” 168-186). Las características del ensayo de contrabando están entre las más impresionantes: el peligro de vulgarización, superficialidad, diletantismo, manierismo, esnobismo, una verdadera “grandeza y decadencia”, de doble proveniencia. Mientras tanto, la objetividad del ensayo tiende a degenerar en sentido banalmente “cultural”: la subjetividad cae en la pose y la afectación, en el ensayismo dudoso, la simulación de efectos ideológicos y artísticos, la caligrafía, la preciosidad, el fragmentarismo, la divagación vacía. Uno de los más grandes errores y responsabilidades ensayísticas es proponer la nebulosidad, con el pretexto de la profundidad, y el esteticismo superficial (Künstlerei), con el pretexto de la gracia antipedante. El carácter deshilvanado, el caos, el amasijo de cualesquiera “notas” y de “efemérides” periodísticas son, por principio, antiensayísticos, por más excusas “distinguidas” que se presenten en caso de dificultad. El ensayo no es una etiqueta “sutil” que ennoblezca de modo automático todo material descosido e improvisado. Hay que combatir con energía especialmente el culto de la improvisación y de la incompetencia, a menudo

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67 Aproximaciones literarias

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La narrativa de José Saramago: técnica, temas y mensaje del autor Abelardo Leal*

* Poeta. Candidato a doctor en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca.

J

osé Saramago (Azinhaga, Portugal, 1922; Tías, España, 2010) representa un autor prolífico comprometido con la escritura, los derechos humanos y el pensamiento. Es por ello que su narrativa no es solo un ejercicio literario sino que entraña mayores ambiciones, como la intención del autor de expresar o reflejar algo. Ese algo late en su interior y en su condición de crítico de los antivalores del ser humano y de la sociedad donde se desenvuelve. Así las cosas, estamos ante un autor que dice, que denuncia, que pone de manifiesto su postura frente al mundo y los procesos que en él se dan, así como ante los sentimientos y formas de ser y actuar de las personas. Toda la obra de Saramago obedece a una intención, persigue un propósito: bien denunciar, bien mostrar el aspecto histórico de ciertos acontecimientos, o aguzar el sentido crítico del lector frente a diversos atropellos o hechos de la realidad. En este sentido, es uniforme. Supone una masa común que, en su conjunto, es armónica: es como un gran ensayo sobre el pensamiento de Saramago, sobre su forma de entender y criticar los estamentos sociales, las injusticias, los prejuicios contra los desfavorecidos, pero también de reivindicar su fe en el ser humano, el amor y la esperanza, como una forma diaria de creer en la existencia y la lucha por vivir. Aunque también escribió poesía, la obra central de Saramago es narrativa. En esta alcanza su madurez y logra dejar la

impronta de su mensaje. Por ello, esta es el objeto de nuestro estudio, ya que analizaremos los aspectos más importantes de algunas de sus novelas, como El año de la muerte de Ricardo Reis, Ensayo sobre la ceguera y La caverna, entre otras, en las que se evidencia un orbe plagado de inequidades, de seres amorales que someten a otros y de quienes padecen sus crueldades. Saramago es, entonces, un autor cuya forma de pensar puede apreciarse en su obra. Así, al leerlo, vemos que el sentido crítico que por él transcurre también subyace en sus páginas.

Técnica del autor

La técnica en Saramago obedece a una intención experimental, notable en el juego de los ritmos y tonos de la narración, que se presenta como continua mediante la supresión de los signos de puntuación, lo que, además de frescura, le agrega fuerza a su prosa. Esto se aprecia en las tres novelas mencionadas, así como en la mayoría de su obra narrativa. Saramago recurre a la creación de un mundo narrativo donde la pausa también la pone el lector. Es él quien se interna en ese universo de manera lenta o rauda, según lo atrape la lectura o desee conocer lo que viene en el siguiente párrafo, estando ya preso de su magia. Ahora bien, el tiempo en la narrativa de Saramago es un presente continuo, sugerido en una acción realizándose, como si pudiera palparse, como si estuviéramos frente a su acontecimiento. Es ese mismo tiempo de la existencia, de la vida, del hombre, que se crea y se recrea:

69 Aproximaciones literarias

Introducción

El problema existencial del tiempo y por

tanto de la vida y la muerte se aborda a menudo. Reiteradas veces Saramago nos

sugiere una suerte de continuidad, de secuencia compuesta de las diferentes vidas

sucesivas, de los hombres diferentes. Como si el concepto de lo trascendente transitara

por el hombre mismo. Como si fuera posible superar el límite de lo que usualmente percibimos. (Barat 119)

Como vemos, la técnica en Saramago no es un mero capricho del autor. Ella le sirve para lograr sus objetivos de expresión, para llegar al lector y mostrarle el drama de sus personajes, los mundos en que viven, de forma real y palpable.

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Temas en la obra de Saramago

La obra de José Saramago ostenta un tono sostenido en sus temas, que, por lo general, versan sobre aspectos históricos y humanos en los cuales la crítica y la denuncia no dejan de cobrar importancia, bien en forma tácita o expresa. La historia es vista desde el ojo de un Saramago curtido en ella, minucioso, como en Historia del cerco de Lisboa o El año de la muerte de Ricardo Reis, donde la capital lusa vuelve a ser recreada por la pluma del insigne escritor. La historia es, entonces, un actor más en esta obra narrativa: un testigo de sucesos, un comprobante de la memoria, del dolor y la intriga, de los sentimientos y las pasiones. Ahora bien, Saramago también escribe su propia historia, la reconstruye de

su pasado, como en Viaje a Portugal, que recoge sus experiencias como viajero por su tierra natal, en una exaltación de la belleza del paisaje y una reafirmación en las sensaciones gratas producidas por la contemplación de este y la interacción con las gentes que lo habitan. Por otro lado, Saramago indaga la esencia humana y ausculta el universo del pensamiento, del ser humano y su capacidad para hacer daño, en obras como Ensayo sobre la ceguera, que exhibe la crueldad del hombre hacia el hombre, el sometimiento al albedrío de otro, que no quiere más que su propio beneficio. La ceguera es también social y se relaciona no solo con el empecinamiento en causar detrimento al débil o al desprotegido, sino también con la indiferencia frente a su sufrimiento. La ceguera que predica Saramago en su obra de marras es crónica; nace de un convencimiento arraigado, de costumbres inveteradas, de la ley del más fuerte, que somete al chico. Ahora bien, en esta ceguera también coadyuvan los débiles al dejarse pisotear, al no rebelarse, al no darse cuenta de que pueden enfrentarse a su opresor. En esta medida, la ceguera medra, se extiende y llega a su cenit, porque no encuentra óbices: “La ceguera iba extendiéndose, no como una marea repentina que lo inundara todo y todo lo arrastrara, sino como una infiltración insidiosa de mil y un bulliciosos arroyuelos que, tras empapar lentamente la tierra, súbitamente la anegan por completo” (Saramago, Ensayo sobre la ceguera 93). La epidemia de ceguera se explaya por todo el país donde transcurre la

no hicieran parte. Dentro de este mundo caótico, sin embargo, hay espacio para algunas almas bondadosas que se constituyen en los ojos de quienes no ven, para velar por ellos. Así es como surge el guía, el esposo de una de las ciegas de la historia, que no tiene nombre, como todos los protagonistas de esta novela, que solo se identifican por su descripción. La ceguera que padecen los personajes en esta obra es una enfermedad más interna que externa. Nace de las mismas personas, de su forma de actuar, de pensar, de ser en el mundo. Acaso ellas la crean. No son ciegos, sino que tienen ceguera; no ven la luz porque no se esfuerzan por ello. Al final se dan cuenta de esto y es así como vuelven a recuperar la vista, porque se percatan de que la ceguera estaba en ellos, así como su cura:

La obra de José Saramago ostenta un tono sostenido en sus temas, que, por lo general, versan sobre aspectos históricos y humanos en los cuales la crítica y la denuncia no dejan de cobrar importancia, bien en forma tácita o expresa.

Había estado todo el tiempo con los ojos abiertos como si por ellos tuviera que entrar

la visión y no renacer por dentro, de repente

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historia, ante lo cual el Gobierno toma medidas, como aislar a los ciegos, que resultan infructíferas. La ceguera se vuelve un problema general, pero desata a su vez otro más grande que va más allá de la enfermedad física: la envidia, la avaricia, el sometimiento de unos ciegos por otros, en su lucha por su propio beneficio. Como vemos, las calamidades, en la obra de Saramago, causan otras más grandes, generadas por el instinto humano, por su forma de actuar egocéntrica y mezquina. De este modo, se alarga la cadena de la perversidad, porque el ser humano es incapaz de compartir, de ayudar, de solidarizarse con una causa común. Siempre saca provecho de su posición, o quiere hacerlo. Desde las esferas políticas, como vimos, se toman medidas para que no cunda la enfermedad, pero no para combatirla de raíz, para erradicarla, sino que se produce una especie de etiquetamiento de los ciegos, de confinación a lugares alejados de la sociedad, como si no pudieran acceder o

dijo, Me parece que estoy viendo, era mejor

ser prudente, no todos los casos son iguales, se suele decir incluso que no hay cegueras sino ciegos, cuando la experiencia de los

días pasados no ha hecho más que decirnos que no hay ciegos, sino cegueras. (Sarama-

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go, Ensayo 241)

Pessoa, en su poesía, se despachaba en pensamientos, aforismos y dichos populares que contenían su filosofía y su visión del mundo.

En este punto se observa que el tema tratado por Saramago en esta obra es el de la reflexión, el renacimiento del ser después de un periodo de letargo, de confusión, de oscuridad. Entonces, al final, los personajes aprenden una lección, se dan cuenta de que los obstáculos son de ellos mismos, que la ceguera es creada por su forma de actuar, pensar y creer que están ciegos cuando no lo están. Ahora bien, al acabarse su ceguera y ver la luz, vuelven a ver todo como es, prístino, contemplando en detalle las cosas, las personas, con su vejez, su calvicie, sus facciones. Se desvanecen las idealizaciones, todo cubre su verdadera identidad: “se han acabado las idealizaciones emocionales, las falsas armonías en la isla desierta, arrugas son arrugas, calvas son calvas, no hay diferencia entre una venda negra y un ojo ciego” (Saramago, Ensayo 242). En La caverna, igualmente se presenta un manto de oscuridad, de ceguera, pero que es impuesta por el Centro, término que Saramago crea para referirse al ente de poder que controla todo en la ciudad, que hace las leyes y las aplica, e influye en la vida de los ciudadanos. El Centro, entonces, es como esa cárcel de ignorancia, de cadenas mentales, de anquilosamiento a que están sometidas las personas, porque, además de su estructura física, también tiene lazos morales y espirituales, ya que constituye redes de este tipo que atan a los habitantes de él, que los manipula, los convence, los hace creer que el Centro es la verdad. La injusticia se presenta cuando las leyes de la oferta y la demanda por las

Solo quienes se dan cuenta de este desastre logran huir y valorar lo humano, sus raíces, su familia, su arte, por encima de las imposiciones del Centro. Cipriano Algor lo logra, es un privilegiado, pero muchos no tienen este tino y sapiencia para hacerlo y siguen esclavos de la oscuridad que dimana del Centro, de la sociedad y sus gobernantes. Por otra parte, en El año de la muerte de Ricardo Reis, Saramago hace uso de sus conocimientos de historia y literatura, para introducirlos en un mundo mágico: la vida de Fernando Pessoa y los hechos que marcan el momento de su muerte el 30 de noviembre de 1935, como precisamente la llegada de un barco inglés a Lisboa en el que viaja, procedente de Brasil, Ricardo Reis, uno de los heterónimos del gran vate portugués. En este punto, Saramago recrea la literatura, al poner de protagonista de su novela a un personaje eminentemente literario que, a su vez, es creación de Pessoa: Ricardo Reis. El encuentro entre el personaje real (Pessoa) y uno de sus heterónimos (Ricardo Reis) se va a dar en el hotel donde este último se hospeda. Pero no va a ser un mero encuentro físico, sino que va a estar alimentado por las conversaciones ricas en frases sabias y dichos que le ofrece Pessoa. Se disertará sobre el nacimiento, sobre la muerte, sobre la vida del poeta, entre otras cosas. La novela también refiere, en su contenido histórico, acontecimientos como la guerra civil española, así como el desarrollo de Lisboa, su transformación en urbe moderna, sus gentes, su pasado y presente,

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cuales se guía el Centro hacen que ciertos oficios se vuelvan inútiles, y, con ello, quienes se dedican a estos pierden su empleo, son desplazados por las máquinas, las industrias y la sociedad de consumo. El Centro entraña la maldad, la deshumanización del hombre, el pragmatismo, donde no cabe el componente social. Sin embargo, aunque cometa injusticias, aunque base su funcionamiento en perjudicar a los ciudadanos, se reputa correcto. Es por ello que, en la novela, se afirma que “el Centro escribe derecho en renglones torcidos”. La familia de Cipriano Algor, el protagonista, debe su sustento a la alfarería, labor que por largos años ha ejercido y que ahora ya no puede darles para vivir, porque sus productos han sido desplazados por otros, el comercio los ha absorbido y es como si sus vidas también hubiesen sido absorbidas por este, de modo que, además de las cosas, las personas también se vuelven inútiles, ya que no tienen un valor en sí, sino en el mercado. Este, entonces, se convierte en el motor de la sociedad, más que las relaciones de familia, que se ven desbancadas por una vida mecánica, asfixiante, que no deja tiempo a los besos, las caricias, las manifestaciones de amor, etc. Este es el panorama de La caverna. El capitalismo y la industrialización desplazan al hombre, lo vuelven una máquina sujeta al comportamiento de las leyes mercantiles. Lo humano se va perdiendo cada vez más. La ciudad se vuelve el Centro. El campo queda rezagado; sus habitantes deben ir al casco urbano para ganarse la vida, si es que pueden.

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no solo como ciudad capital, sino también como sitio donde transcurrió la vida de Pessoa. El año de la muerte de Ricardo Reis es, entonces, una novela con un trasfondo histórico y anecdótico, en el sentido de que trae a colación la vida de Pessoa. Es por ello dual: trata la historia de una ciudad y de un hombre. Pessoa, en su poesía, se despachaba en pensamientos, aforismos y dichos populares que contenían su filosofía y su visión del mundo. Pues bien, ese mismo pensamiento es el que Saramago intenta recuperar en las charlas que Pessoa sostiene con Ricardo Reis. Es como una comunicación atemporal, en presencia del poeta, que aunque está muerto recobra vida en sus apariciones y, ante todo, en la fuerza de su palabra. Por eso, se estrechan las almas de los dos personajes, en una comunión alcanzada a través del verbo. La idea de la inmortalidad deriva, precisamente, de esta concepción del ser que nunca muere, que siempre está presente, tanto en cuerpo como en su palabra, y ante todo en su palabra, en su poesía y en la memoria de la ciudad, Lisboa, donde su vida ha transcurrido. Quizás en este punto reside el argumento principal de la novela, que transcurre en un eterno presente, y su legado y erudición fluyen —dado que no tiene signos de puntuación que corten la narración— sosegada y continuamente, como la vida de Pessoa. De esta manera, parecen cubrir toda la capital lusa y difundirse por sus habitantes y, cómo no, por uno de sus personajes supuestamente ficticios, Ricardo Reis, que en esta obra cobra vida y total credibilidad, para no ser ya

un mero convidado de piedra, sino tener carne, enjundia y parlamento, como si Saramago quisiera hacerle honores y presentarlo en toda su amplitud y merecimiento. La vida, la memoria, los sentimientos y pasiones de Pessoa, unidos al devenir de Lisboa, sus hechos y las costumbres de sus habitantes, forman un amasijo que se rescata en estas páginas a través de un diálogo sostenido entre el gran bardo y Ricardo Reis. Este diálogo mantiene fresco su significado, como si el pasado, el presente y, por qué no, el futuro confluyesen en un mismo punto: en la actualidad, en la realidad, en esa conversación que parece nunca acabarse y que refleja entonces la continuidad, la inmortalidad del alma.

Mensaje del autor

Saramago, como hemos señalado anteriormente, no escribe por escribir. Su obra en general persigue una intención de dejar un mensaje, establecer una crítica, mostrar unos hechos injustos, unos seres o pueblos sometidos, y también hacer reflexionar al lector acerca de esto. En cuanto a su filiación política, Saramago se confiesa de izquierda. Incluso ha militado en el partido comunista de su país. Sin embargo, su sentido crítico parece dimanar de su propio pensamiento, de su forma de discernir la realidad y el mundo. Y ante todo, de valorar al ser humano en sí, no por su significado material. Saramago sopesa el individuo y la sociedad, y defiende al primero por encima de esta, ya que la sociedad impone unos cánones sobre el individuo. Estos cánones muchas veces son arbitrarios y contienen

Conclusiones

Para entender la obra de Saramago, hay que entender su pensamiento. Su vocación humana. Su lucha por los débiles y los desfavorecidos. Y también por los sometidos. Saramago ostenta una pluma majestuosa, que sabe complementar con un descollante sentido crítico y estudioso de los fenómenos sociales y políticos de la actualidad. En este orden de ideas, además

de un escritor, es un sociólogo y un filósofo capaz de reflejar la descomposición de un mundo pragmático, gobernado por el mercado y el utilitarismo, que deja poco espacio a la dignidad del hombre y su valor intrínseco. Además, Saramago es un estudioso de la literatura universal y de los fenómenos históricos que se suscitan a través del tiempo, lo cual sabe evidenciar a lo largo de su obra, no como un mero telón de fondo, sino para ambientar el espacio donde transcurre la vida y acción de sus personajes, y mostrar la forma en que la historia influye en ellos. En definitiva, la obra de Saramago presenta múltiples matices, pero sobre todo sobresale por su vivacidad, por la fuerza de su prosa, que se siente en un continuo presente, al no tener acotaciones o signos de puntuación que frenen la lectura, y cobra trascendencia al estar comprometida con la defensa del ser humano en su más amplia expresión. n

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medidas de sometimiento y dominación que solo buscan afianzar y sostener un régimen gobernado por unas cuantas personas que controlan la sociedad. La obra de Saramago, pues, además de ser una joya literaria, tiene el aliciente de proporcionar claves de pensamiento, de ejercitar la mente del lector, de reivindicar al ser humano, y en ese sentido es doblemente loable: por un lado, por la impecable narrativa del autor, y, por otro, por su análisis de la sociedad y del mundo.

La carroza de Bolívar: una revisión de la verdad oficial de un mal llamado Libertador* 76 hojas universitarias/

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Hugo Montero-Quintero**

* El presente ensayo fue presentado el 12 de abril de 2013 en Texas A&M University, durante el Congreso Internacional Poesía versus Filosofía. El autor actualmente adelanta estudios de Doctorado en Literatura. ** Fue periodista de Caracol Televisión y El Tiempo por doce años. Desde hace más de veinte, estudia la obra de Evelio Rosero. Finalista en varios concursos de cuento, este año obtuvo el primer lugar en el XIV Concurso Nacional de Libros de Cuentos Jorge Gaitán Durán.

S

obre Simón Bolívar, a los ciudadanos de América, primero, y, después, a los demás en todo el mundo, se les vendió una versión oficial, sin más, durante doscientos años. Esta se promocionó como “verdad histórica”, es decir, “verdad única”, no confrontable, no verificable, de texto de estudio en escuelas y universidades, para consumo romántico, de héroes sin mácula, de pósteres de Hollywood. Para asegurar la imagen legendaria de Bolívar, se ofreció un imaginario de poderosos ganadores de batallas, en caballos blancos de paso firme y, si se quiere, para reforzar su gesta, de vidas llenas de sacrificios: de militares que, aunque de carne y hueso, fueron descritos por los historiadores como ejemplos de valentía y dignos de figurar en enciclopedias. Así, se buscó fijar en nuestros recuerdos al hombre. Ahora, más bien, al hombrecillo, quizá oscuro, si se revisa la historia, la otra, y se la confronta con la oficial. Puede ser cierto lo que se dice en la novela La carroza de Bolívar (Tusquest Editores, México, 2012), del escritor colombiano Evelio Rosero: que lo que se dice de Bolívar no es tan cierto. Hay otra verdad según la cual el venezolano Simón Bolívar, proclamado libertador de cinco repúblicas, no solo no fue dueño de tales logros, sino que se atribuyó como propias victorias que otros generales menos conocidos lograron. A través de la literatura, se plantea que ese militar, admirado en los libros de historia de estos siglos, y descrito como un hombre atribulado, jamás se reveló como

un pedófilo o como un instigador de la masacre de cuatrocientas personas (léase civiles), que no perdieron la vida en un campo de batalla, un 24 de diciembre de 1822, en lo que se conoce como Navidad Negra. Así, se plantea que, si bien la historia oficial no lo reseña o no lo cuenta como un hecho de sangre, esta fue ordenada por Bolívar para sofocar una rebelión de una región del sur de Colombia que no negaba del todo su simpatía con la Corona española. Antes de entrar en varias de las 389 páginas de La carroza de Bolívar, es preciso decir que su autor, Evelio Rosero, ha revelado que se basó en la investigación y en el libro del historiador colombiano José Rafael Sañudo: Estudios sobre la vida de Bolívar. Desde su posición académica, basado en documentos y en registros oficiales, Sañudo encontró a un ser humano, nunca a un prócer. En sus investigaciones, apareció un déspota, un conspirador, un hombre que, dominado por la vanidad, para no perder protagonismo, urdía para eliminar a aquellos de sus generales que pudiera opacar su camino ansiado de figurar en la historia. Eliminar se entiende como asesinar. José Rafael Sañudo en su momento fue señalado de antipatriota y terminó siendo víctima de persecuciones y amenazas de muerte.

La novela (historia) El escritor colombiano Evelio Rosero ha sido ganador, con su novela Los ejércitos (traducida al inglés como The Armies)

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donde mostraran al supuesto Libertador de América correteando a doce niñas... La trama, de locura, muerte y celo por correr el manto oscuro que no se muestra del Libertador, narra en sus páginas que tal gloria no existe, que este hombre es un mito, un embaucador. En las primeras páginas, se lee que el protagonista, el médico Justo Pastor Proceso,

Puede ser cierto lo que se dice en la novela La carroza de Bolívar, del escritor colombiano Evelio Rosero: que lo que se dice de Bolívar no es tan cierto.

del Independent Foreign Fiction Prize (2009), en Reino Unido, y del Aba Prize (2011), en Dinamarca. En La carroza de Bolívar, cuenta que, en el sur de Colombia, indignados con las andanzas deshonrosas de este militar, decidieron hacer una carroza de carnaval (para las festividades de blancos y negros)

… no se acordaba del mundo desde que resolvió —recién graduado de médico, a

los veinticinco años— escribir en sus horas libres la demostrada y auténtica biografía del nunca tan mal llamado Libertador Si-

món Bolívar. Ya tenía cumplidos cincuenta

años y no terminaba la biografía, ¿moriría en el intento?, era imprescindible esa bro-

ma ingeniosa que lo amigara con el mundo —y, de paso, lo entusiasmara a culminar La Gran Mentira de Bolívar el mal llamado Libertador—. (Rosero 18)

Así, encontramos los puentes que hace la ficción con la historia, real y distorsionada, pero historia, para pasar a contar, a conformar otra versión. A su vez, desde la literatura, rozando límites, trocando líneas de hechos sucedidos o no, el autor muestra una versión, con claro tono ficcional, pero basado en sucesos consignados en archivos, para combinar en la ficción una realidad histórica que le permite al lector, a voluntad, otorgar al texto una dimensión propia, ya de verdad novelada, ya de ficción histórica. Esto no es otra cosa que la posibilidad que tiene el lector de acercarse a una

Primeros pasos En la página 59 de la novela, el narrador cuenta que Justo Pastor Proceso, en 1966, “tenía ante él la extraordinaria

posibilidad de mostrar en un soplo de papel maché lo que se había propuesto revelar infructuosamente desde hacía 25 años, cuando empezó a escribir La gran mentira de Bolívar o el mal llamado Libertador, biografía humana” (Rosero 59). Proceso es un ginecólogo que es dueño de dos casas y está casado con Primavera Pinzón, una esposa bonita, que atormenta y es sensual. Tiene dos hijas: una niña y otra adolescente. En su tiempo libre, investiga la historia oscura de Bolívar mientras amigos, autoridades y familia lo menosprecian. En 1966, el médico, ahora investigador, se propone hacer una carroza del Carnaval de Blancos y Negros en donde denunciará las andanzas de este mal llamado Libertador; que ya había sido denunciado por Carlos Marx, quien, en carta a Federico Engels, lo definió como el “canalla más cobarde, brutal y miserable. Bolívar es el verdadero Soulouque” (Marx a Engels, 14 de febrero de 1858). Uno de los hechos centrales es sobre el recorrido de Simón Bolívar (de familia mantuana, de la nobleza criolla venezolana) por el sur de Colombia, cuando ordena en Pasto la masacre del 24 de diciembre de 1822. El Carnaval de Blancos y Negros se celebra hasta la primera semana de enero. Son diez días de ambiente de locura amorosa. En la novela se dice de Sañudo que “se atrevió a descifrar de manera irrefutable la catadura histórica de Bolívar, sin falsas emociones patrioteras, sin depender de la corte exagerada de halagos (ojos ciegos y oídos sordos) que la gran mayoría de

79 Aproximaciones literarias

verdad oculta, a unos hechos que incomodan, que pueden leerse desde el universo infinito de la novela y que, así, fortalecen el poder que tiene el novelista para mostrar el carácter político oculto de la invención poética y artística. A través de las novelas, se puede contar lo que la historia dice, pero no se multiplica. La novela es otro multiplicador político de la verdad. La novela, dividida en tres partes y terminada en julio de 2011, es hasta ahora su primera incursión en la temática de corte histórico, después de una larga carrera de cuarenta años que yo he venido siguiendo desde mediados de los años ochenta. Es revelador que Rosero, nacido en 1958, fue criado en Pasto, ciudad del sur de Colombia, en el departamento de Nariño, donde oyó decir que Simón Bolívar no era como lo pintaban los libros de historia. Tal premisa lo acompañó más allá de su adolescencia hasta que decidió dar forma a su obsesión por saber sobre la cara oculta de Bolívar y fracasó en intentar escribir una primera versión de un general de su región que, sabiendo del verdadero Bolívar, perdió. Ya, por segunda vez, terco, apoyado en la historia contada por Carlos Marx, Sañudo y otros, dio forma a su novela, para saldar, dice él, una vieja cuenta con sus fantasmas literarios, y también familiares.

historiadores concede a Bolívar como una tradición desde su muerte” (Rosero 59). En la página 63, se establece su propósito: Simón Bolívar tal cual: su extraordinaria capacidad para convencer a sus contempo-

ráneos y de paso a las generaciones veni-

deras (con cartas y proclamas ampulosas, intrigantes, delirantes y tramposas, pomposas y pedantes, ditirámbicas, simulacros de

Alejandro Magno y Napoleón) de que era

alguien que no era, que había hecho lo que no hizo, y pasar a la historia como el héroe que no fue. (Rosero 63)

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Bolívar pedófilo Para el carnaval, se hace, según dispone el ginecólogo, un Simón Bolívar en carromato, con corona de laurel, sentado en cojín de terciopelo, “y del carro tirarán doce niñas, dije niñas no muchachas, con guirnaldas en el pelo y breves túnicas, como ninfas. Así le gustaba a Bolívar” (Rosero 66). Proceso propone una carroza para dibujar un Bolívar que no se tomaría en serio, pues, desde la juerga. Pensaría algunas veces que sería mejor no tomarse en serio las cosas. Proceso, desde la máscara, armado con una carroza, grita que Bolívar era mentira y esto genera resistencia. Así, sin creer, enfrenta a incrédulos cuando muestra su proyecto de carroza con un Bolívar en lo más alto. Al exponer sus intenciones, enfrenta las miradas recelosas de quienes escuchan,

pero se muestran reacios a desprenderse de la idea que tienen del Simón Bolívar de sus recuerdos. Incluso, dudan de si está hablando de otro. “—¿De qué Simón Bolívar habla? —… ¿El mismo de la independencia?, le pregunta el que deberá trabajar en la idea que tiene el doctor. El mismo, le responde el doctor Proceso” (Rosero 66). En este devenir de la novela, como en la historia, que une ficción y realidad, encontramos que la trama acerca la mirada al año 1966, al Carnaval de Blancos y Negros, cuyos orígenes se remontan a comienzos del siglo XIX (a 1834). De lleno en la fiesta, en la farsa, nadie se reconoce, tal como lo experimenta el doctor Proceso. Aquí es útil el análisis de Mijail Bajtin: “No se mira el carnaval y, para ser más exactos, habría que decir que ni siquiera se lo representa, sino que se lo vive, se está plegado a sus leyes mientras estas tienen curso y se lleva así una existencia de carnaval” (Bajtin 312). Proceso no solo debe anunciar altas sumas de dinero para que le mejoren la carroza, sino que también reúne a autoridades políticas, religiosas y militares buscando consenso. Comprueba que incluso la guerrilla se interesa en la carroza y que puede suscitar ideas no tan deseadas entre la población. Así, Proceso comprueba que, a pesar de la aparente juerga, hay quienes, al ver menoscabada su imagen de Bolívar, reaccionan a la defensiva. Bajtin señala cómo en el carnaval, aunque se podría creer que se vive la vida sin reglas, algunos nunca se descuidan de vivir alerta; y eso aunque el carnaval sea

siguiente: “No hay en el mundo entero obra más profunda ni más fuerte. Es hasta ahora la última palabra, la más sublime del pensamiento humano, es la ironía más amarga que haya podido expresar un mortal”. Y, sí, claro que la ironía, como el carnaval, no acaban. Sobre tantos muertos, sobre tantas mentiras, se construyó el mito de un hombre que no libertó, sino que sometió niñas de doce años, masacró poblaciones, usurpó glorias y que,

Proceso propone una carroza para dibujar un Bolívar que no se tomaría en serio, pues, desde la juerga, pensaría algunas veces que sería mejor no tomarse en serio las cosas.

81 Aproximaciones literarias

asumido como tregua y no constituya amenazas aparentes para lo establecido en la vida y aunque esta “se sitúa por fuera de los carriles habituales, es una especie de ‘vida al revés’” (Bajtin 312). Se ve que, al ser el carnaval y las carrozas una vía al divertimento, la carroza donde se mostrará al mal llamado libertador no representa una verdad que no se conoce, sino una que no se quiere divulgar, con el argumento, no siempre fundamentado, de que no es verdad lo que se dice de Simón Bolívar, aunque se demuestre que lo dicho está basado en documentos de historiadores oficiales que, en su momento, no fueron desmentidos, pero sí perseguidos por su intención de dar claridad sobre una figura pública, una figura de la historia de América. Y es quizá este elemento, el de verdad, carnaval y mentira, lo que le da sentido trágico a la vida, y a la historia de la humanidad, así como fuerza a esta novela, pues duele que, en lo que respecta a la Navidad Negra, en la que murieron más de cuatrocientas personas y en la que Bolívar está inmiscuido, pese más la artimaña para ocultarla. Sin duda, esta verdad daña la fiesta. ¿Será eso lo que hace igualmente atractiva la hermosa conjunción de verdad y locura? Es decir, de la mirada real sobre la vida, que no es tan seria en corrección y que, si no nos hacemos los olvidadizos, a cada tanto nos dice que ya hace rato estamos en el fondo. Así, un viajero, a través de los libros, nos hace ver, como lo hace el Quijote o Dostoievsky, citado por Bajtin, lo

además, tampoco “sufrió una herida, ni una sola en su vida de guerrero, siempre supo esconderse, nunca mostró la cara” (Rosero 70).

victorias que no eran de él —los héroes

Así, muestra cómo lo hizo: “Se dedicó a dictar cartas por decenas y centenas y por miles, a lomos de su caballo o de su hamaca, enviando a diestra y siniestra versiones de gloria propia que nunca fueron reales…” (Rosero 203). Y, aquí, Rosero ya vislumbra aquello de lo que aún no nos libramos y que, al parecer, ya se padecía, como si se tratara de una plaga:

sido Piar, Mariño y Girardot—, ‘las victo-

Fue el auténtico pionero de la publicad po-

pero los pueblos a su paso engrosaban exal-

agencia: él en su caballo dictando folleti-

Usurpando victorias … celebraban ahora la entrada de Bolívar, recibiéndolo como a un héroe por lograr

auténticos de las primeras jornadas habían rias’ de Bolívar solo fueron escaramuzas, tados sus filas y Bolívar aprovechó y entró

a Caracas y él mismo se llamó a sí mismo

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Libertador. (Rosero 67)

Unas líneas después, quizá con el peso de la historia, de la verdad, Proceso expresa lo que medita: “cómo le dieron crédito, cómo logró imponer su mentira. A qué culpar de esto, ¿a la ignorancia?” (Rosero 68). En ese sentido, en la segunda parte, Rosero describe a un militar embustero y frágil: … no ha existido en toda la historia de

generales y comandantes y otros jefes del

mundo más grande envanecido de sí mismo que el mal llamado Libertador. Toda su vida de guerrero al revés, más que en-

frentar batallas y ordenar los desórdenes

de la República se dedicó a prolongar la guerra, a estorbar por capricho el incipien-

te progreso de los países y a despilfarrar el erario en manos de militares embrutecidos. (Rosero 203)

lítica contemporánea, a partir de una única nes de grandiosidad a sus amanuenses, que

peya interminable que el héroe inventado dictaba de sí mismo. (Rosero 204)

Batalla en Pasto A propósito del plan de Bolívar de eliminar a sus oponentes, o al que fuera objeto de su odio, por oponerse a sus planes, su secretario, Demarquet, dice: “Su excelencia piensa operar según todas las reglas que proviene el arte de la guerra. […] La intención de su excelencia es batir a los pastusos en campo abierto y lejos de Pasto para que no pueda volver un solo” (Rosero 229).

A tal fin, para comprar conciencias, “ofreció premiar con 10 mil pesos al cuerpo que los rompiera primero […]. En Ibarra, sin armas, sin logística, cuando descansaban, los pastusos fueron sorprendidos por un ataque de caballería demoledor” (Rosero 229). Bolívar, sabiendo de la muerte de más de quinientos guerreros de Pasto y tan solo ocho republicanos, no suspendió las accio-

nes, ni fue indulgente con su victoria y fiel a su conocida cobardía, cabalgó a rematar a

punta de disparos a hombres desarmados, aleccionando a sus lanceros para que atravesaran cuerpos y más cuerpos sin clemen-

cia, hasta que la noche llegó […], según

parte oficial. A los heridos pastusos no se les dio cuartel; se los remató. Los cadáveres

no fueron enterrados como manda la más

elemental razón humana: Bolívar hizo una pira con ellos. (Rosero 230)

Las niñas Casi como trofeo de guerra, como pago de su paso por las tierras que no libertó, Rosero, basado en Sañudo, escribe sobre la predilección sexual de Bolívar por las niñas de doce años: No era infrecuente que los mismos soldados presentaran estas ofrendas a Bolívar, o lo

hacían por intermedio de los oficiales […], todos sabían de la más urgente necesidad de

su Excelencia. Bolívar no necesitaba verla para encontrarla: al Libertador le llevaban las piezas de caza, y elegía. (Rosero 235)

83 Aproximaciones literarias

debían ser relevados, extenuados de la epo-

El Bolívar de Marx Consideró a Bolívar como leyenda po-

pular: “la fuerza creadora de los mitos, característica de la fantasía popular, en todas las épocas ha probado su eficacia

inventando grandes hombres. El ejemplo más notable de este tipo es, sin duda, el

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de Simón Bolívar”.

En la introducción del año 2001 de su texto El Simón Bolívar de Carlos Marx, José Arico dice que fue por azar como Marx debió redactar un artículo sobre Bolívar. En 1857, Charles Dana, director del New York Daily Tribune, realizaba una serie sobre temas de historia militar, biografías y otros varios en la New American Cyclopaedia que estaba preparando. Marx se dividió el trabajo con Engels y, así, debió redactar el de Bolívar. Al investigar sobre Bolívar, no ocultó su animadversión, lo que llamó la atención de Dana, quien le dijo que ese tono se escapaba del tratamiento imparcial que debe tener una enciclopedia. Marx, entonces, en carta a Engels (14 de febrero de 1858), admitió ver en Bolívar a un dictador bonapartista, aunque “habría sido pasarse de la raya querer presentar como Napoleón I al canalla más cobarde, brutal y miserable. Bolívar es el verdadero Soulouque”. (Este fue un emperador haitiano del que Marx y Engels se valen para comparar con la ridiculización que hacen de Luis Napoléon III). Y, pensando en postulados marxistas con estructuralismo, según Sklodowska (25-61), la novela es “un acto simbólico

que pretende resolver las contradicciones ideológicas de la realidad en el espacio ficticio del texto e, inexorablemente, está marcada por silencios, incoherencias y fisuras que delatan la conflictividad del referente sociohistórico”. Barthes (citado por Sklodowska 27) ve al discurso histórico decimonónico así: “el hecho solo puede existir lingüísticamente como término en un discurso; sin embargo, lo aceptamos como si fuera la mera reproducción de […] una realidad”. El discurso histórico es el único que pretende alcanzar un referente, afuera, al que de hecho nunca puede llegar. Para Fernando Aínsa, la obra del novelista, aunque parezca un juego, no es sino un penoso esfuerzo individual por inventar un mundo de punta a punta. Las dosis de imaginación, originalidad y experimentación tienen que ser, lógicamente, mucho mayores. Finalmente es Carlos Fuentes quien se refiere a las heridas, a la verdad que acomete la “historia” llamada oficial. “El arte da vida a lo que la historia ha asesinado. El arte da voz a lo que la historia ha negado, silenciado o perseguido. El arte rescata la verdad de las mentiras de la historia” (11). Reflexionando sobre el mal, es decir, ya instalados en la naturaleza de ambición, y desprendiéndonos de un hombre valeroso que luce mezquino y que hará cualquier cosa primero para satisfacer sus intereses antes que los de los demás, es George Bataille, en su libro La literatura y el mal, quien arroja luces para intentar entender a Bolívar y su comportamiento:

general, el deseo de alcanzar el punto más

alejado posible del terreno fúnebre (que se caracteriza por lo podrido, lo sucio, lo im-

puro): por todas partes borramos las hue-

llas, los signos, los símbolos de la muerte, a costa de incesantes esfuerzos. Llegamos a

que exige el tratamiento de la ‘verdad’, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la verdad, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. (Saer 3)

borrar incluso, si es posible, las huellas y los

La crítica: parteaguas

elevarnos, de esa fuerza que nos dirige hacia

Algunos críticos consideran que le sobran al menos 150 páginas, en un descuido de edición. Esto sorprende si se tiene en cuenta que siempre se dice que Rosero es lo más cuidadoso en el lenguaje y, quizá, de los escritores menos mediáticos de Colombia. El Time Out New York, en su momento, dijo: “Con su literatura parece destinado a suceder a García Márquez como el novelista más importante de Colombia”. Tiene ocho novelas, una obra de teatro, cuatro relatos infantiles y un libro de poesía. Premios: el Tusquest, el Aloa, el Independent Foreign Fiction Prize. n

signos de esos esfuerzos. Nuestro deseo de las antípodas de la muerte. (Bataille 99)

Ficción y realidad, puente Ya instalados en la propuesta de Rosero, al mirar la historia sin ojo confiado u oído dormido, entonces nos buscamos la otra versión, o mejor, una versión menos manipulada que la mayor difundida. A tal fin, el escritor argentino Juan José Saer, en Concepto de f icción, sostiene que el desafío de la ficción radica en edificar una verdad alterna: No se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores

Bibliografía Ainsa, Fernando. Nueva novela histórica. Casa de las Américas, 1996.

Bajtin Mijail. “Carnaval y literatura”. Revista de la Cultura de Occidente, 23.129, 1971. Bataille, George. La literatura y el mal. 2000.

Fuentes, Carlos. Cervantes o la crítica de la lectura. México, 1976.

Marx, Karl. “Carta de Marx a Engels”. Londres, 14 de febrero de 1858. Rosero, Evelio. La carroza de Bolívar. México: Tusquest Editores, 2012.

Saer, Juan José. El concepto de ficción. Argentina: Espasa-Calpe, Ariel, 1997.

Sklodowska, Elzbieta. La parodia en la nueva novela hispanoamericana. 1991.

85 Aproximaciones literarias

El resorte de la actividad humana es, por lo

Creación

Poesía

Poesía

H

enry Alexander Gómez (Bogotá,  1982) ha publicado los libros Diabolus in música  (Premio Nacional Ciro Mendía),  Memorial del árbol  (premio IV Concurso Nacional Obra Inédita) y Cartografía de la luz (XXVI Concurso Nacional Universidad Externado de Colombia). Además, resultó ganador del Concurso Nacional “La poesía de la vida cotidiana”, organizado por la Casa de Poesía Silva. Su otro libro,  Georg Trakl en el ocaso, obtuvo el 2.º premio en el IX Concurso Literario Bonaventuriano de Poesía. Es estudiante de la Maestría en Creación Literaria de la Universidad Central. Fue fundador del festival de literatura Ojo en la Tinta, y es promotor de lectura en la Red Capital de Bibliotecas Públicas de Bogotá (BibloRed). Integra el comité editorial de la revista La Raíz Invertida. Correo: u-miskatonikhenry@hotmail. com 

A

lejandro Cortés González (Bogotá, 1977) ha publicado los libros Notas de inframundo (Premio Nacional de Novela Corta, Universidad Central), Pero la sangre sigue fría (Poesía, 2012), Sustancias que nos sobreviven (ganador del VI Concurso Nacional de Libro de Poesía de la Universidad Industrial de Santander, 2014) y Él pinta monstruos de mar, cuento ganador de un concurso en la Universidad Central. En 2013 obtuvo la Beca de Circulación Internacional para Creadores del Ministerio de Cultura, con la que participó en el VII Festival Internacional de Poesía en París. Ha sido invitado a encuentros literarios en Suramérica, México y Francia. Es miembro de la Fundación Trilce y coordina la programación cultural de la Librería Trilce, en Bogotá. Correo: [email protected]

Henry Alexander Gómez En el lomo de la vaca el viento revuelto en un sudario de espumas Eran las mañanas y las tardes. Solía acompañar a mi abuela Ana a llevar y traer las vacas, del establo al potrero y del potrero al establo. Íbamos por la mitad del pueblo arreando las vacas que eran como dedos gordos de Dios. Yo y mis cinco años y la rama de un árbol haciendo de fusta. El sol trepaba por las manchas azules de las vacas y en su paso torpe un aliento desconocido empozaba la sílaba del sueño. Las piedras, las crestas de los árboles, un puñado de maderos y sus cercas. Verlas pastar era echar boca adentro toda la paciencia del aire, como hundir una luna en un enredo de hierba. Y en los ojos de las vacas un vacío de luz, un misterio lerdo que latía en cenizas sobre el corazón lento del día. Mis cinco años, mi abuela Ana y las moscas abriendo huecos en las primeras sombras de la tarde. Entonces la vaca Golondrina se fue de bruces al río. El hechizo del agua le llegó como una soga que halaba su carne en una cadencia sin tiempo.

Corría la vaca por el río y mi abuela la seguía desde la orilla, entre los pastos largos y mojados, llamando desesperadamente su bovino. Cuidado de no ahogarse la vaca loca. Mis cinco años arreando el sueño de loco de mi abuela Ana. En el lomo de la vaca el viento revuelto en un sudario de espumas. Hará tiempo de aquello. El río arrastrando esqueletos húmedos de hojas y trastos vegetales, llevándose consigo mis cinco años y las alas invisibles de la vaca Golondrina, en una ceremonia de bocas abiertas a los muslos de la nada. Navegaba ahora hechizado el ocaso en una brisa de peces muertos. Dicen que las vacas se parecen a los sueños de los hombres tristes, no dejan de rumiar su soledad en cualquier balcón desvencijado de la vida. En el mañana o en el ayer, es floración la noche cerrada. A la orilla, sobre la piedra bañada, boquea todavía la vaca Golondrina tragando tajos de luz. Muge mientras puede.

91 Creación

Era de ver su júbilo corriendo entre las formas del torrente. Mugía y su voz era un tambor que trenzaba mi garganta. Un fósil nacido en lo más hondo de la vocal del mundo.

Del libro Diabolus in música

Johnny Cash Enterré el puente de mi guitarra en el aire, sacudí las polillas de mi sombra y cultivé el vapor de la música sobre el heno de los días, a un lado de la carretera, donde los mundos se fecundan. A Hellman Pardo

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Jim Morrison Desde lo alto de la duna, dejo caer una escudilla que rasga un aire extraño que acecha mi presencia. Ancianos ángeles amasan mi saliva con arena. ¿Quién acompañará mis huellas para descifrar el verdadero rostro de la luz? Romper el cristal. No hay noche más fría. El nombre del desierto me persigue. Las puertas se derrumban. Con el hueso roto del coyote buscaré mis años perdidos junto a un demonio que trama el antiguo imperio del cielo.

Inútil es viajar entre el olor de la ceniza, sepultar amapolas en las mandíbulas del ángel ciego. Canción de la infancia: fumar el opio de la piel y beber la última gota de un blues de la botella más oscura de un bar de Louisiana. El pulmón amordazado mientras el gramófono suena a Bessie Smith o a Billie Holiday. Una huella descalza la delata, la delata su sombra transparente. Hurga una grieta en la penumbra. Descúbrete impedida para contar la multiplicidad de nubes que rodean tus dedos. Es bello vigilar desnuda al sol cuando anochece: la orgía de su voz baja cóncava al interior de la tierra.

93 Creación

Janis Joplin

Alejandro Cortés González Del libro Sustancias que nos sobreviven

Abren las mandarinas su hechizo de luz Algo me dice que mi hijo está solo, recién salido de la ducha, con la piel húmeda sobre las sábanas. Se levanta tarde sediento entre alcoholes negros, debe de echar de menos las mandarinas que le daba cuando niño, cuando llegaba de jugar fútbol con las rodillas verdes y devoraba cada gajo en un segundo. Creo que mi hijo piensa en cómo era la vida cuando existir importaba más que ser útil. Se acordará de los programas de televisión: Los guardianes del universo protegían la bondad de los niños solos. Mi instinto me dice que está tirado en la cama. El aire de flores desnudas entra por su ventana. Fijará las pupilas en un punto de la pared o del armario debidamente ordenado y con la toalla secará la sal de su cara. ¿Se acordará de sus ojos cerrados cuando le bañaba la espalda? El diciembre que nos hicimos distantes no pesa más que todos los diciembres que estuvimos juntos. Yo solo puedo presentir cuando él me piensa y verlo como a un niño, sin importar sus años. Si yo supiera de premoniciones, juraría que mi instinto sabe más de lo que conozco. Si yo supiera de señales, dibujaría el punto en la pared donde fija la mirada.

Pero soy su madre, solo sé esperar. Solo sé esperar a que me visite un domingo a mediodía y poder darle todas las mandarinas del mundo.

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Un girasol dentro de una botella vacía puede beberse la noche Una noche abrí la puerta y volteaste hacia mí la cabeza como girasol nocturno. Me hablaste de la inutilidad de los dientes para el pez sacado de las aguas, de la ciudad que esconde el cadáver del río en las bodegas de las fábricas. La imagen de esa noche cuelga de mis paredes. Vapor de ningún aliento, uñas invisibles contra los vidrios. Me siento en el sillón, tú no estás. El aire forma tu cintura y se arrellana en mi regazo. Te imagino diciéndome que en la boca de los pescados hay una oración por el río. Una corriente abre la ventana. Ahora la noche aletea sobre tu hombro y soy yo quien voltea la cabeza como girasol nocturno.

Los sábados, durante mi último año de colegio, recorría discotiendas en busca de música de Mötley Crüe. En un almacén del barrio Galerías, encontré en

acetato Dr. Feelgood, su álbum más reciente. Anduve las calles del centro, desde la diecinueve hasta la veinticuatro, y conseguí Girls, girls, girls, también en

acetato, Too fast for love y Shout at the devil, en CD, y, por encargo, después de dos meses de trámites de importación, Theater of pain, en casete.

Tan pronto lo tuve en mis manos, lo metí en el walkman. La quinta canción

del lado A era mi favorita: Home sweet home. Me notó tan feliz el vendedor que me regaló dos afiches de la banda. Mi papá los vio pegados en la pared de mi

cuarto. Vio los acetatos. Los cedés. No entendió lo del maquillaje glam. No le gustó eso de gastarse la plata de las onces en música, como si la ausencia de

música no dejara más vacíos que el hambre. Lo rompió todo, hasta la tarjeta del almacén de Galerías. Pasé el resto de sábados del bachillerato lavando

las paredes de su apartamento, escuchando en mi walkman el único casete

sobreviviente y aprendiendo que Home sweet home es una canción de despedida.

97 Creación

Home sweet home

Ofrenda del abismo Para un nacer de alas, el acero deber cortar la carne y arrojar el cuerpo. No es el cielo el que otorga el vuelo, es la caída.

Teoremas sobre la poesía Primero La filosofía busca en el pensamiento aquello que la poesía tantea a ciegas en la emoción.

Segundo

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Emoción es lo que permanece cuando el pensador descubre la ineficacia metafísica de pensar.

Tercero La poesía no es un acto del intelecto, sino un estado en el que la emoción encuentra su secreta razón.

Cuarto Interpretación de lo ausente más que entendimiento de lo presente. Poesía es lo que nos queda cuando las palabras vibran.

Quinto

Sexto Sobre las preguntas fundamentales, la poesía ha dado las mejores respuestas. La mitología es epopeya lírica.

Séptimo Vocación por compensar al mundo tiene la poesía. Allí aparece lo que acá se extingue. En la gruta del verso, la presencia del vacío.

Octavo La poesía necesita del vacío para habitarlo.

Noveno El misterio de las cosas es consustancial al alma del hombre. Hablar de algo, siempre será hablar de alguien.

Último Ya que los teoremas son proposiciones lógicas, que la lógica construye la realidad y que la realidad es transgredida por la poesía, cualquier teorema sobre la poesía tendrá carácter apócrifo.

99 Creación

Ni consuelo ni respuesta pretende la poesía. Sin embargo, da destellos de tranquila incertidumbre... Enigma de inquietante reposo.

Cuento Cuento

Ó

scar Godoy (Ibagué, Colombia. Comunicador social. Cursó el taller de Escritores de la Universidad Central. Es egresado de la Maestría en Creación Literaria de la Universidad de Texas en El Paso. Actualmente es coordinador académico y docente del Departamento de Humanidades y Letras de la Universidad Central. Su obra Duelo de miradas ganó el Concurso Nacional de Novela de la ciudad de Pereira. Ha sido ganador y finalista en diversos concursos de cuento. Once días de noviembre, su tercera novela, se publicó a comienzos del penúltimo mes del 2015.

A

ntón Pávlovich Chéjov nació en la ciudad de Taganrog (Rusia) en 1860. Estudió medicina en Moscú y allí mismo ejerció su carrera con un verdadero sentido humanitario. En 1900 se convirtió en miembro de la Academia Rusa, al igual que lo hicieron Korolenko y Tolstoi. Dos años después renunció a tal elección debido a que el Gobierno no ratificó a Máximo Gorki —otro escritor ruso de primera línea— como académico. A los veinte años publicó sus primeros cuentos. Se dice que llegó a escribir más de cien en un solo año. Es, quizás, imposible decir cuántos llegó a crear en su vida. Su obra se enmarca en la corriente de realismo clásico, desde un humanismo enfático basado en valores como la lealtad, la solidaridad, el trabajo, la dignidad y la justicia. Además de los cuentos, su obra comprende las novelas cortas El reto, Los campesinos y Mi vida. También se destacan obras de teatro como La gaviota, El tío Vania, Las tres hermanas y el Jardín de los cerezos. En 1904 Chejov muere en Wandenweiler (Alemania), buscando tratamiento para la tuberculosis que lo aquejaba.

La Castigada* Óscar Godoy Barbosa

obrecita! ¡Deberíamos liberarla! —dijo Diana, con ese tono de indignación que tanto inquietaba a Javier. El guía les había contado la historia del castigo: un mediodía, casi setenta años atrás, un campanero inexperto puso a sonar la campana en una de las torres de la Catedral Metropolitana del Distrito Federal. Don Polo, el campanero mayor de entonces, requería la ayuda de varios jóvenes para lograr que las 39 campanas tañeran al unísono en esa hora, como se lo exigían las autoridades eclesiásticas. Nadie presenció lo ocurrido, pero todo indica que el joven de 18 años no supo retirarse a tiempo y la campana, de casi dos toneladas de peso, fabricada con bronce y estaño, en uno de sus vaivenes le propinó un golpe mortal en la cabeza. Cuando encontraron el cadáver y la noticia se hizo pública, los canónigos de la famosa iglesia, ubicada en el Zócalo, la plaza principal de la ciudad, decidieron castigar a la campana. Le retiraron el badajo, esa lengua metálica que cuelga en su centro con la función de golpear el metal y hacerlo tañer; la amarraron sólidamente

contra uno de los muros de la torre para impedir sus movimientos, y pintaron en su costado una cruz con pintura blanca, en señal de duelo por el joven fallecido. La Castigada, empezó a llamar la gente a aquella mole metálica, inmovilizada y muda, expuesta a la curiosidad de los turistas de todo el mundo que realizan el recorrido por los campanarios de la Catedral. Así la vio Diana, conmovida, siete días antes de su regreso a Colombia. Le hizo una señal a Javier, Emiliano y Joshua —el gringo apasionado por los íconos— para que se quedaran atrás del guía y los demás turistas, y se acercó a examinarla con detenimiento. Tocó su metal tallado a mano, recorrió con sus dedos la cruz pintada, de un blanco casi desvanecido por la acción del tiempo, posó su oído contra la superficie corroída y se apartó bruscamente, como si hubiera escuchado un mensaje de auxilio desde las entrañas de metal. Un grito, un estremecimiento, hizo su camino desde La Castigada hasta el corazón de Diana. De regreso en el apartamento, no dejaba de hablar de su experiencia: —¡Es absurdo! —decía—. ¿Qué culpa tiene la campana de la torpeza de un

* Premio Distrital de Cuento Ciudad de Bogotá 2014.

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campanero? ¿Y por qué castigar a una cosa, un objeto tan bello, por un accidente humano? Javier estuvo a punto de decirle que su indignación por ese objeto resultaba igualmente absurda, pero desistió: conocía lo suficiente a Diana para saber que nada lograría con objetar sus apasionamientos repentinos. Por suerte, la voz de Emiliano se atravesó en su camino. Los llamaba a comer. Espaguetis, el plato que mejor se le daba. En esos últimos días, Emiliano estaba decidido a darles todos los gustos a sus carnales colombianos. Culminaban dos años largos de la Maestría en Artes Plásticas en la UNAM. Diana y Javier, viejos cómplices desde Bogotá, acababan de cumplir con una sustentación meritoria y un título que, esperaban, serviría para algo a su regreso. Y si no servía, al menos llevaban consigo, cada uno, un par de docenas de trabajos de pintura, bosquejos, proyectos de exposiciones y de performances, que darían para hablar a los amigos y a la indescifrable crítica, si es que de crítica podía hablarse en su ciudad natal. Llevaban obra, decía Javier con orgullo, y eso era lo único importante. Los invadía la tristeza al pensar en el regreso. Aquellos dos años sumaban siglos, no tanto por las clases, aunque muchas de ellas valieron la pena, sino por la cantidad de romances bien y mal vividos, de botellas de tequila escurridas hasta la última gota, de amigas y amigos y conocidos que valieron la pena, de viajes por el México profundo, de comidas y sabores y olores, de discusiones apasionadas sobre el presente y el futuro del arte, de

días con sus noches gozados a fondo en el querido D. F., que ya hacía parte de su ADN, como repetía Diana en sus horas de euforia. Temerosa de las preguntas de la familia en Bogotá, en los últimos días Diana se había dado a la tarea de tomarse fotografías en los lugares famosos para que nadie fuera a pensar que dos años no fueron suficientes para conocer el D.  F. de los turistas. Recorrieron Xochimilco, las pirámides de Teotihuacán, las ruinas de Tenochtitlán, el Museo de Antropología, la casa de Frida Khalo, el Palacio de Chapultepec, los demás museos y lugares de las guías turísticas, con dedicación casi obsesiva. Para Javier, aquel recorrido fue más un repaso nostálgico, pues cada lugar se mezclaba con rostros, con risas, con anécdotas chistosas. El último paso había sido la Catedral que nunca antes, ni en los momentos de mayor aburrimiento, les mereció una visita. No hablaron de la campana mientras saboreaban los espaguetis de Emiliano, acompañados con vino rojo. Aunque Diana pareció ausente buena parte de la cena, intervino lo suficiente para hacerlos reír con sus anécdotas famosas de aquellos dos años, los fiascos, los desencuentros de lenguaje, y para hacerles prometer que no se olvidarían, que se valdrían de cualquier excusa para regresar al D.  F. en cuanto pudieran, que abrirían sedes del grupo en Buenos Aires, en Chicago, en Bogotá, en donde pudieran verse de nuevo para sacudir conciencias aletargadas. Algo había nacido en aquella comunidad de estudiantes llegados de medio mundo, decía

la mañana, agotada la última remesa de botellas de vino comprada entre todos, el grupo ya tenía un nombre, la Hermandad de la Campana; una causa, la lucha contra todas las formas de la tontería planetaria; un plan, la conspiración para liberar a La Castigada, e incluso un manifiesto, un desordenado escrito lleno de frases eufóricas, digitadas por Amelia en su portátil, que justificaban y engrandecían el acto a punto de ser acometido. Javier no participaba del entusiasmo general. Miraba a Diana, en medio de todos, y se preguntaba en qué momento la muchacha tímida de la que se enamoró en primer semestre, en los lejanos días de la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Bogotá, se había transmutado en la mujer que hoy era el centro de atracción de este grupo de múltiples nacionalidades, y en la líder de un plan disparatado. Mucha agua había corrido desde sus lejanos amores. Siempre le consoló pensar que lo suyo había sido el punto de quiebre en la vida de ella, el momento de romper inhibiciones para abrirse al mundo. Javier fue testigo privilegiado de las transformaciones de Diana. Paso a paso, desde el noviazgo primerizo hasta los múltiples amantes de todo el mundo, desde la voz vacilante hasta la estudiante capaz de poner contra la pared a los profesores mediocres, desde los bodegones sin garbo hasta las pinturas desbordantes de vitalidad. Se consolaba con su papel para no pensar en eso tan complejo que los unía, que muchas veces llevó a los amigos, aún a los más discretos, a preguntarles: “bueno, pero ustedes, ¿al fin qué son?” La Diana desatada

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Joshua en tono exaltado. Algo que no podría perderse, dijeron los otros. El internet sería el canal para mantenerse vivos. Esa noche nacía el grupo que revolucionaría las artes plásticas del continente. —Deberíamos dejar hablar a la campana. La voz de Diana resonó en medio de la alegría desatada por el vino. Los platos vacíos se acumulaban en el fregadero, la música presagiaba una buena noche, el teléfono anunciaba la llegada de más amigas y amigos. Emiliano, Javier y Joshua la miraron con gestos de sorpresa. —¿Qué? —Deberíamos liberarla. Cortar las sogas, atarle un badajo y hacerla sonar como se merece. ¿Se imaginan? ¡Que el Zócalo se sacuda a medianoche por el sonido de esa campana acallada durante setenta años! Reinó el silencio. Javier se llevó las manos a la cabeza, convencido ahora sí de que su amiga coqueteaba con la locura. Joshua reía sin saber qué decir. Lo que nadie esperaba era la reacción de Emiliano: —¡Claro! ¡Ese podría ser nuestro primer manifiesto! ¡Un acto artístico contra la censura! No se habló de otra cosa en el resto de la noche. A quienes fueron llegando se les puso al tanto de lo que ya era una conspiración desde el arte contra la moral y las normas establecidas. La propuesta de Diana se fue perfeccionando con los aportes de cada quien. Telefonearon a Rafael, el amigo de la facultad de ingeniería, para pedirle asesoría técnica. Buscaron información por internet. Hacia las cuatro de

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requería de él como último refugio, como hombro para llorar, como consejero y cómplice, y también como amante para los momentos de despecho. En el fondo no eran más que un par de incondicionales, dos hermanos incestuosos, dos trazos de la misma tinta sobre papel indeleble. Por eso le aterraba su amiga de las últimas semanas. Pensar en el regreso a Colombia la había llenado de aprehensiones, como si significara ajustarse ataduras de las que el D. F. la había liberado. La veía allí, en medio de la algarabía, dispuesta a emprender una locura con tal de sembrar su huella en todos los recuerdos, y se preguntaba hasta qué punto esta era su Diana, el extracto de Diana que guardaba para sí. Faltaba una semana para el regreso a Colombia. Por sugerencia de Emiliano, la Hermandad de la Campana organizó tres comisiones. La primera, a cargo de Rafael y sus amigos ingenieros, para estudiar el objetivo, calcular su peso, consultar con expertos, definir la viabilidad técnica, física y matemática del proyecto, y conseguir las herramientas necesarias para que el tañido retumbara por el centro de la ciudad dormida. La segunda, liderada por Joshua, recorrería los anticuarios en busca de un badajo que se pudiera atar dentro de la campana en el momento indicado. El badajo debía tener dimensiones apropiadas de tamaño, y no ser demasiado pesado ni llamativo para que lo pudieran ingresar a la iglesia sin atraer la atención de los vigilantes. Y una tercera comisión, a cargo del mismo Emiliano, se encargó de visitar por turnos, en grupos distintos para

no llamar la atención, mimetizados entre los turistas, el sendero de las 39 campanas de la Catedral. Su misión era tomar fotografías, definir posibles escondites, dibujar el plano de los pasadizos y los tramos de escaleras que comunicaban los diversos campanarios, y establecer rutas de escape para después de alcanzar el objetivo. Esa madrugada, Diana tuvo su primera pesadilla. Abotagado por el vino, a punto de dormirse, Javier alcanzó a escuchar los gemidos de ella y corrió a su habitación. La encontró sudando, agitada, con expresión de angustia. Tuvo que llamarla en voz alta y sacudirla para que despertara. Apenas abrió los ojos, Diana lo miró. —¡Vi la campana! ¡La vi! —le dijo. Luego siguió durmiendo, ahora sí dulcemente. La Hermandad de la Campana se reunió dos noches después para conocer los avances de las comisiones. Fue la noche de los objetos. Primero llegaron Rafael y sus amigos, que sacaron de un morral una gruesa barra metálica. La habían tomado “en préstamo” de uno de los laboratorios de la Universidad. Con un peso manejable, la aleación de metales que la constituía le permitiría aguantar el peso de varias toneladas sin doblarse. Su dimensión bastaba y sobraba para introducirla en las ranuras de piedra de la parte superior del campanario. “Yo sabía que esta era”, se ufanaba Ismael, un salvadoreño grueso y simpático que pensó en aquel trozo de metal tan pronto vio las fotografías de la campana. Junto a la barra metálica, Rafael y su grupo habían traído una cuerda gruesa,

pesada, extraída de una bodega, y un rústico sistema de poleas que, aseguraron, bien utilizado bastaría para izar la campana, con la fuerza de un grupo pequeño, hasta el nivel superior del campanario. Javier miraba aquellos objetos esparcidos por la alfombra. ¿En qué momento aquel grupo cordial y razonable se había comprometido con semejante proyecto? Recordó que la noche anterior Diana había tenido su

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Cuando encontraron el cadáver y la noticia se hizo pública, los canónigos de la famosa iglesia, ubicada en el Zócalo, la plaza principal de la ciudad, decidieron castigar a la campana.

segunda pesadilla con la campana, más larga, con gemidos más agudos y el cuerpo empapado de sudor. Despertó llorando, aterrada, y al preguntarle sobre lo que había visto, de nuevo dijo no recordar nada. Debió acompañarla mucho rato hasta que volvió a cerrar los ojos. Una hora más tarde llegó Joshua. Los ojos se abrieron de sorpresa cuando abrió su morral y extrajo un badajo antiguo, un trozo de metal con una argolla en un extremo, atada a una cuerda gruesa, y en el otro extremo una cabeza redondeada. —¡No será el más apropiado, pero el vendedor me aseguró que así mero la hará sonar! —dijo, en su mejor español chilango. Los gritos de júbilo. Circuló el tequila en copas pequeñas. Observar el badajo allí sobre la alfombra los convenció de algo que la barra metálica, las poleas y la cuerda no habían logrado: el complot iba en serio y no tenía vuelta atrás. Extendieron las fotos y la información recopilada sobre la mesa del comedor. Estudiaron el horario de los recorridos guiados. Identificaron tres puertas de madera mal aseguradas a lo largo de los pasillos, que tal vez condujeran a habitaciones donde podrían esconderse hasta la medianoche. Identificaron un arrume de materiales acumulados para trabajos de mantenimiento de la iglesia, en una bodega improvisada junto a una de las escaleras, donde podrían mimetizar la barra metálica y las poleas. A los ingenieros les faltaban algunos elementos: una base rodante para mover la campana desde su puesto en la pared hasta el centro del

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No tenía remedio. Al dar un paso al frente, al cerrarse la puerta, al volverse y recibir el beso de Diana, Javier supo que lo suyo con ella no tenía remedio.

campanario, en caso de que cayera al suelo, algunos mecanismos de las poleas, una barra pequeña para hacer palanca si tuvieran necesidad. Y les faltaba idear la forma de entrar todo aquello a la catedral, junto al grupo que ejecutaría la acción, sin despertar sospechas. A las dos de la mañana, Emiliano sugirió conformar una comisión de comunicaciones, un grupo que preparara la

noticia, le pusiera cita al mayor número posible de estudiantes, periodistas y amigos en la plaza del Zócalo, a la medianoche, para entregarles una noticia importante, una intervención artística sin precedentes, sin decirles de qué se trataba. Si llegaba la policía, si las fuerzas a cargo de la seguridad del Palacio Nacional y demás edificios del alto Gobierno que rodeaban la plaza quisieran apresar a los culpables de semejante atentado contra las instituciones, la presencia de mucha gente podría desanimarlos. Ya para ese momento el manifiesto circularía entre todos los concurrentes, en las redes sociales, en los medios de comunicación, y las imágenes circularían por la red a velocidades nunca vistas. La noticia saldría en las primeras planas de todo el mundo. La Hermandad de la Campana se haría famosa con su primer golpe. Luego se armó una discusión sobre quiénes debían integrar el “comando” a cargo del operativo. Diana se daba por descontada, en su calidad de cerebro de la idea. Emiliano también, como coordinador de las comisiones, y además como poseedor de la espalda más fuerte y el cuerpo más atlético, capaz de cargar barra y badajo juntos, y de asumir las delicadas maniobras con la campana liberada. Joshua fue escogido sin duda, en su calidad de campeón olímpico de natación, estilo libre, antes de caer en las garras del amor al arte antiguo. Su país de origen, además, podría ser garantía de un trato cuidadoso por parte de la policía. A él se agregaron Rafael y el salvadoreño Ismael, ingenieros de formación pervertidos por

aguantaba los alcances que estaba tomando esta nueva etapa de Diana. —No es ningún delito. ¡Y tenemos amigos! ¡Y estará Joshua! ¡Y habrá periodistas! ¡Tranquilízate! —le sonrió, con esa sonrisa que lo desarmaba siempre. Diana abrió bien la puerta. Vestía una camiseta larga en la que se transparentaban las puntas de sus senos. —¿Quieres seguir? No me gustan las pesadillas. No tenía remedio. Al dar un paso al frente, al cerrarse la puerta, al volverse y recibir el beso de Diana, Javier supo que lo suyo con ella no tenía remedio. *** La sombra más oscura en un mundo de sombras. Así le pareció a Javier La Castigada, tan pronto traspuso la puerta y se quedó mirando la forma metálica sólidamente atada a la pared de piedra del campanario. El resplandor del alumbrado público de la plaza del Zócalo apenas les alcanzaba para no tropezar contra las paredes y para distinguir el objeto que tanto los había obsesionado en los últimos días. A duras penas podían distinguirse unos a otros. Allí estaban Diana y Joshua, tocando la campana, examinándola palmo a palmo, como para estar seguros de la labor que se disponían a emprender. De pie contra la ventana que daba a la plaza, Emiliano se asomaba con prudencia para comprobar que amigos e invitados ya conformaran la esperada multitud, ansiosa de gritar y desatarse cuando el tañido despertara el centro del D.  F. En el costado opuesto del

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el arte, que se habían ganado su puesto por el aporte de la barra y su pericia con las poleas. —Falta uno más —dijo Diana entonces, y se volvió hacia Javier. Las miradas recayeron en él. Miraron su cuerpo delgado y sus uno con sesenta y ocho centímetros. Sopesaron su temperamento tranquilo, la fuerza contenida de sus ojos, la mesura de sus opiniones. Si hubo dudas, nadie se atrevió a expresarlas. —Si los agarra la Policía se pueden meter en problemas serios. No olviden de dónde vienen —Amelia, con su acento argentino, fue la única que se atrevió a opinar. —¿Y qué importa? ¡Igual nos largaremos dentro de cuatro días! El desparpajo de Diana llenó de risas el apartamento, mientras a Javier le corría un frío por el estómago. El golpe estaba preparado. La Hermandad de la Campana actuaría la noche siguiente. Por fin, setenta años después, la estructura completa de la campana colgaría de su centro natural, en el lugar del que nunca debieron desplazarla. Cuando todos se fueron, Javier llamó a la puerta de Diana. —¿Te volviste loca? —le dijo—. ¡No tenías derecho a meterme en esto! —Nadie te obliga —dijo ella, con la puerta abierta a medias—. No será difícil reemplazarte. —¡Si nos meten presos, no te imaginas las cosas que pueden hacernos! ¡Ya sabes la fama de la policía! Javier se sintió un tanto ridículo con su dramatismo para hablar, pero ya no

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campanario, Rafael e Ismael se apuraban con sus herramientas y poleas. —¡No ha llegado nadie! —murmuró Emiliano. —Son apenas las once. ¡No te preocupes! Pasado mañana partirían para Colombia. Por fin las cosas parecían salir bien. El tercer intento sería el bueno. La primera tarde, el guía notó la falta de algunos de sus turistas, regresó de prisa por los pasillos y encontró a Diana, Javier y Joshua antes de que pudieran esconderse. En el segundo intento encontraron un candado nuevo en la puerta que habían identificado como la más fácil de abrir para entrar y esconderse, y, para colmo, los dos ingenieros no alcanzaron a llegar a tiempo ni comprar boletas para la última visita guiada. Tuvieron que llamar de urgencia a todo el mundo para que no fueran a perder el viaje hasta el Zócalo, y encerrarse a tomar tequila y rumiar las razones de cada fracaso. Esta tarde por fin habían tenido éxito en burlar al guía: veinte muchachos, vestidos con camisetas blancas y bluyines azul oscuro, lo acosaron con preguntas y lo rodearon para que no pudiera pasar revista a la totalidad del grupo. En cierto momento, mientras el guía hablaba, Ismael cortó con la gruesa pinza de trabajo que traían la cadena que soportaba el candado nuevo, y, tal como esperaban, lo que encontraron al abrir la puerta fue una habitación oscura y húmeda, prácticamente vacía, donde podrían esconderse. El comando entero se ocultó allí, mientras los de afuera ubicaban candado y cadena en su lugar, asegurados desde adentro, como

si nada hubiera ocurrido. En cuestión de dos minutos, la Hermandad de la Campana anotó su primer punto real, tres días después de lo planeado. El resto del plan consistía en que el grupo seguiría acosando al guía hasta el final del recorrido y luego se dispersaría con rapidez, de manera que no pudiera llevar la cuenta de sus turistas. Al parecer había dado resultado, pues un silencio profundo se extendió por los pasillos cuando el hombre cerró la puerta del primer piso. La barra metálica, las poleas y la cuerda se encontraban desde el primer día en el depósito de materiales identificado días atrás. Tres grupos de la Hermandad las habían entrado en sus morrales, en tres visitas distintas. El gran temor de los dos primeros fracasos vino de pensar que los obreros podrían encontrar aquellos objetos y reubicarlos en otra parte o arrojarlos a la basura; pero la suerte les sonreía: los exploradores de cada día, incluidos los de esa misma tarde, les avisaron que seguían allí y que el plan podía ponerse en marcha. El morral de Joshua, además del badajo, almacenaba tortas de jamón y queso, y botellas de agua suficientes para resistir la noche. Con esas provisiones se acomodaron en el piso de la habitación cerrada, e intentaron pasar las horas acurrucados unos contra otros para burlar al frío almacenado entre los viejos muros de piedra. No hicieron uso de la linterna de bolsillo que traía Emiliano y conversaron apenas lo justo, concentrados en no delatarse, mientras escuchaban los rezos y cantos de la última misa, las voces de los feligreses y el golpe seco de las gruesas puertas de

Cuántas veces se había empeñado en darle otro sentido a los arrebatos de Diana. —¿Les parece si comemos? —había dicho Emiliano, siempre dueño de la situación. Dar cuenta de las tortas los distrajo de los quejidos de la iglesia. Las siguientes horas se escurrieron en aquel silencio extraño, colmado de ruidos a los que costaba acostumbrarse. Diana, acurrucada contra Javier, durmió un rato largo, por una vez sin pesadillas. Luego él sintió que se le cerraban los ojos y no los abrió hasta que Joshua le tocó el hombro y le indicó la hora en su reloj fosforescente. Y allí estaban, en el campanario, contemplando a La Castigada. Ya habían trasladado barra, poleas y cuerda desde el depósito, y no hacían caso de los aullidos entre los muros, ahora más nítidos por el silencio reinante en el Zócalo. Muy de vez en cuando circulaba un auto. La música se había extinguido en los restaurantes del vecindario. Pocos transeúntes dejaban oír sus pasos por la plaza. Ismael abrió su morral y extrajo un juego de gruesos guantes de carnaza para cada miembro del comando. Rafa e Ismael, con gran agilidad, habían ubicado la barra en las ranuras de la parte superior del campanario, y la aseguraron con sus herramientas. Luego guindaron la cuerda, que en su otro extremo ya estaba atada a la argolla de la campana, y en la mitad pasaba por el sistema de poleas. En instantes templaron la cuerda y dejaron todo listo para empezar a liberar la campana sin temor a que esta cayera sobre el suelo. Javier, aunque se reconocía torpe con todo aquello, se aprestó a

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madera al cerrarse para culminar un día más de labores consagradas al Altísimo. Tras el cierre de la puerta, los ruidos de la plaza colmaron su escondite: el paso de los autos, las charlas de turistas y transeúntes, la música de algunos restaurantes y sitios nocturnos de las cercanías, la algarabía de los vendedores callejeros. También escuchaban otros ruidos más próximos, más inquietantes, desde adentro de la Catedral. No resultaban identificables. Algo como quejidos, como voces atormentadas, como si los habitantes de los pueblos sepultados en el terreno sobre el que edificaron la Catedral, hubieran decidido salir esa noche a recorrer sus viejos territorios. —Es el viento —murmuró Joshua—. Son muy comunes los lamentos del viento en estos edificios viejos. Javier podía sentir el temblor de Diana contra él. Tal vez aquellos ruidos le recordaban las pesadillas de las últimas noches. La abrazó con suavidad y la atrajo más, mientras recordaba lo que venía ocurriendo entre ellos: tres noches continuas haciendo el amor una y otra vez, como no ocurría desde los tiempos de Bogotá. Como de costumbre, cada amanecer ella había vuelto a marcar distancias, pero los sucesos de cada noche lo tenían fascinado. Cuando se acomodaron en el escondite, ella buscó estar a su lado, le dio un beso corto y se estrechó contra él en silencio, en la oscuridad, con una actitud nueva. Javier se negaba a pensar que lo hacía por frío o por miedo. Ella había cambiado desde su primer contacto con la campana, pero las últimas noches iban más allá de eso.

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ayudarles con la cuerda. Diana no perdía detalle. Joshua y Emiliano fueron los encargados de accionar la pinza contra la gruesa cuerda que sujetaba la campana. No resultó una labor sencilla. Javier los veía sudar mientras hacían fuerza con sus brazos a punto de estallar. De repente la cuerda cedió y la campana quedó liberada. Los ingenieros y Javier se vieron a gatas para evitar que su peso los derrotara, y apenas pudieron sostenerla a unos cuarenta centímetros del suelo. —¡Ayúdenme! —dijo Joshua, badajo en mano, cuando la campana se estabilizó en el centro del campanario. Diana, Javier y Emiliano se acercaron, sin saber muy bien qué se esperaba de ellos. Joshua les indicó que la empujaran hacia un lado, para poder introducirse por allí. Sus uno con ochenta centímetros se tendieron sobre el suelo, boca arriba, y con unos pocos movimientos de reptil logró introducirse dentro de aquel enorme cuerpo hueco. Escucharon los gruñidos de Joshua allí dentro, su respiración pesada, un golpe breve del badajo contra el costado de la campana, un fuck apagado. Acostumbrados a guardar silencio por varias horas, temieron que los ruidos de Joshua atrajeran la atención de los soldados, del sacerdote, del vigilante, de la ciudad entera. —¡Listo! —la voz triunfal de Joshua resonó por el campanario. —¡Sssssshhh! —lo acallaron los demás, aterrados por el vozarrón. Joshua salió de la campana con la respiración agitada. Sin verle la cara, su sombra rezumaba felicidad.

—¡Ahora podemos liberarla! —dijo Joshua. —¿Puedes hablar más bajo? —por primera vez Emiliano parecía nervioso. —Perdón —susurró Joshua en tono de broma. Joshua y Emiliano se sumaron a los ingenieros y a Javier, que hacían esfuerzos para evitar que la campana tocara el suelo. Empezaron a tirar de la cuerda, y la campana a subir centímetro a centímetro. Diana se acercó a la ventana y miró hacia la plaza. —¡Ya están aquí! Javier, sin soltar la cuerda, estiró el cuerpo para mirar. En el centro del Zócalo, entre cuarenta y cincuenta personas se habían reunido y miraban hacia la Catedral. Varios soldados se acercaban a ellos. —¡Nos van a expulsar del país! ¡No podremos regresar nunca! —murmuró Javier. —¡Tranquilo, colombiano! ¡No estás solo! —le dijo Emiliano. Diana se acercó para unir esfuerzos con los de la polea. —¿Están seguros de que la barra resistirá? —preguntó Javier. —Resistirá. No te preocupes —dijo Ismael. Emiliano sacó ahora sí su linterna de bolsillo para alumbrar lo que hacían. Trabajaron de manera febril durante largos minutos. Cada centímetro de ascenso se acompañaba con una callada celebración. —¡Van a ser las doce! —dijo Javier. —¡Tranquilo! ¡Ya casi terminamos! —dijo Emiliano.

La campana se alzaba un poco más de dos metros sobre el suelo. Javier, con los dedos agarrotados, dio otra mirada por la ventana. Lo que vio lo conmovió. Al menos dos centenares de personas se congregaban en silencio, expectantes. Cuántos amigos entre ellos. Cuántas caras familiares de la universidad. Cuántos desconocidos pendientes de su hazaña. El número de soldados también había aumentado alrededor del gentío, pero no tenían razón para intervenir. Dos autos de la policía se habían detenido junto al costado norte de la plaza. Sus luces giratorias lanzaban destellos sobre la multitud. Por primera vez, Javier se sintió orgulloso del loco proyecto de Diana. —¡Cuidado! —gritó Joshua, como si hubiera olvidado el mandato de la prudencia. Y entonces Javier entendió. Como el joven campanero de don Polo, setenta años atrás, percibió un rumor sordo en la entraña del metal. Pensó en las pesadillas de Diana. En los cambios operados en el grupo. Y percibió el soliloquio de la campana.

Como empujada por fuerzas inexplicables, La Castigada empezó a moverse por sí misma. La sombra oscura de la campana se alejó de sus liberadores y osciló hasta el extremo opuesto del campanario. Su tañido metálico atacó los oídos de los seis jóvenes como una explosión atómica. En la plaza, la multitud lanzó tal exclamación de júbilo que los soldados y policías no tuvieron más remedio que voltear a mirar hacia la Catedral. Pero Javier ya no miraba los sucesos de afuera. Miró la sombra delgada de Diana y cayó en cuenta del peligro. Corrió hasta ella, la abrazó con fuerza e intentó apartarla de la trayectoria de la campana. No supo nada más. La Castigada, no contenta con haber aturdido los oídos de la Hermandad, osciló un poco más, se mantuvo en vilo en el otro extremo del campanario como si se regodeara con su siguiente crimen, giró sobre sí misma y se lanzó sobre ellos. En la plaza, la multitud seguía vitoreando. n

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Las siguientes horas se escurrieron en aquel silencio extraño, colmado de ruidos a los que costaba acostumbrarse.

El cuentista clásico

Una corista Antón Chéjov

C

ierto día, cuando ella era más joven y hermosa y tenía mejor voz, se encontraba en el entresuelo de su casa de campo con Nikolái Petróvich Kolpakov, su amante. El calor era insufrible, no se podía respirar. Kolpakov acababa de comer, había bebido una botella de mal vino y se sentía malhumorado y destemplado. Los dos estaban aburridos y esperaban a que el calor cediese para salir a pasear.

Inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que se encontraba sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente a Pasha. —Será el cartero o alguna amiga —dijo la cantante. Kolpakov no sentía reparo alguno en presentarse así ante las amigas de Pasha o ante el cartero. Pero, por si acaso, se retiró con su copa a la habitación vecina. Pasha acudió a abrir. Con gran asombro de ella,

vio a una mujer desconocida, joven, hermosa, bien vestida y que, a juzgar por todas las apariencias, pertenecía a la clase de las honradas. La desconocida estaba pálida y respiraba con trabajo, como si acabase de subir una alta escalera. —¿Qué desea? —preguntó Pasha. La señora no respondió. Dio un paso adelante, miró despacio la habitación y se sentó como si se hallara cansada o indispuesta. Luego movió largo rato sus descoloridos labios, tratando de decir algo. —¿Está mi marido aquí? —preguntó por fin, levantando hacia Pasha sus grandes ojos, con los párpados rojos de llanto. —¿Qué marido? —balbució Pasha, que sintió cómo del susto se le enfriaban los pies y las manos—. ¿Qué marido? —repitió, comenzando a temblar. —El mío… Nikolái Petróvich Kolpakov. —No… No, señora… Yo…, yo no conozco a ningún marido de nadie. Hubo unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varias veces el pañuelo por los pálidos labios y, para vencer el temblor interno, contuvo la respiración. Pasha se encontraba ante ella inmóvil, atónita, y la miraba perpleja y asustada. —¿Así que no está aquí? —preguntó la señora con una voz que ya era firme y sonriendo forzadamente. —Yo…, yo no sé por quién pregunta. —Es usted una mujer infame, miserable, despreciable… —siguió la desconocida, que miró a Pasha con odio y repugnancia—. Sí, sí…, es usted una infame. Celebro mucho, muchísimo, que por fin haya podido decírselo.

—¿Dónde está mi marido? —siguió la dama—. Aunque me da lo mismo que esté aquí o no. Sin embargo, debo decirle que se ha descubierto un desfalco y que están buscando a Nikolái Petróvich… Lo quieren detener.

Pasha sintió que para esta dama, vestida de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, ella era algo ruin e infame; y tuvo vergüenza de sus mejillas regordetas y rojas, de sus hoyuelos de la nariz y de los ricitos de la frente, que jamás obedecían al peine. Imaginose que, si ella fuera flaca, sin ricitos y sin pintar, podría ocultar que no era una mujer decente y no le

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produciría tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella dama desconocida y misteriosa. —¿Dónde está mi marido? —siguió la dama—. Aunque me da lo mismo que esté aquí o no. Sin embargo, debo decirle que se ha descubierto un desfalco y que están buscando a Nikolái Petróvich… Lo quieren detener. ¡Y de eso tiene usted la culpa! La señora se puso en pie y recorrió la pieza, presa de gran agitación. Pasha la miraba sin que el miedo le dejase comprender nada. —Hoy lo encontrarán y lo detendrán —dijo la señora, que dejó escapar un sollozo en el que se mezclaban el sentimiento ofendido y la cólera—. Yo sé quién le ha empujado hasta tal situación. ¡Ruin, despreciable! ¡Ser repugnante que se vende al primero que llega! —los labios de la señora se desfiguraron en una mueca de desprecio; su nariz se contrajo de asco—. Yo soy impotente… Escúcheme, mujer ruin… Me siento impotente, usted es más fuerte que yo. Pero hay quien saldrá en defensa mía y de mis hijos. ¡Dios lo ve todo! ¡Él es justo! ¡Él le hará a usted pagar cada lágrima mía, cada noche sin sueño! ¡Llegará un tiempo en que se acordará de mí! De nuevo, se hizo el silencio. La señora recorría la pieza y se retorcía las manos. Pasha la miraba perpleja sin comprender y esperaba de ella algo terrible. —Yo, señora, no sé nada —dijo, por fin, y se echó a llorar. —¡Miente! —gritó la señora, y la miró colérica—. Lo sé todo. Hace tiempo que la conozco a usted. Este último mes ha venido a verla cada día.

—Sí. ¿Y qué? ¿Qué tiene que ver eso? Yo recibo muchas visitas, pero no obligo a nadie. Cada uno es libre de obrar como le parece. —Y yo le digo a usted que se ha descubierto un desfalco. Él ha gastado dinero que no era suyo. Por una cualquiera…, como usted, ha cometido un delito. Escúcheme —dijo la señora con voz enérgica, deteniéndose ante Pasha—. Usted no puede tener principios, usted vive para hacer mal, eso es lo que se propone. Pero no se puede pensar que haya caído tan bajo que no le quede un resto de sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos… Si lo condenan y es desterrado, mis hijos y yo moriremos de hambre… Recuérdelo. Sin embargo, hay un medio para salvarnos de la miseria y la vergüenza. Si hoy entrego novecientos rublos, lo dejarán tranquilo. ¡Solo novecientos rublos! —¿Cuáles novecientos rublos? —preguntó en voz baja Pasha—. Yo…, yo no sé… Yo no he cogido nada… —Yo no le pido los novecientos rublos… Yo no le pido ese dinero ni necesito el suyo. Yo le pido otra cosa… De ordinario, a las mujeres como usted los hombres les regalan joyas. Devuélvame tan solo las que le dio mi marido. —Señora, él no me ha regalado ninguna joya —elevó la voz Pasha, que empezaba a comprender. —¿Dónde, si no, está el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y lo ajeno… ¿Dónde ha metido todo eso? Escúcheme, se lo ruego. Estaba irritada y he dicho muchas inconveniencias, pero le pido que me perdone. Usted debe de odiarme, lo sé, pero,

si es capaz de sentir compasión, póngase en la situación en que yo me encuentro. Se lo suplico, deme las joyas. —Hum… —empezó Pasha y se encogió de hombros—. Se las daría con mucho gusto, pero Dios es testigo de que no me regaló nada. Créame. Aunque tiene usted razón —se turbó la cantante—, en cierta ocasión me trajo dos bagatelas. Si las desea, se las entregaré… Pasha abrió un cajoncito de su tocador y sacó de él una pulsera hueca de oro y un anillito con un rubí. —Tome usted —dijo, y entregó ambos objetos a la señora. Esta se puso roja y su rostro tembló. Se sentía ofendida. —¿Qué me da usted? —dijo—. Yo no pido limosna, sino lo que no le pertenece…, lo que usted, valiéndose de su situación, ha sacado a mi marido…, a ese desgraciado sin voluntad… El jueves, cuando la vi a usted con él, llevaba un broche y unas pulseras de gran valor. No se haga, pues, la inocente. Es la última vez que se lo pido. ¿Me da las joyas, o no? —No hay quien la comprenda a usted… —dijo Pasha, que empezaba a

enfadarse—. Le aseguro que de su Nikolái Petróvich no he recibido nada más que la pulsera y el anillo que aquí ve. Solo me traía pasteles. —Pasteles… —sonrió irónica la desconocida—. Los niños no tenían en casa qué comer y aquí traía pasteles. ¿Quiere decir que se niega a devolverme las joyas? Al no recibir respuesta, la señora se sentó y se quedó pensativa, con la mirada fija en un punto. “¿Qué podría hacer? —se dijo—. Si no consigo los novecientos rublos, él es hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la miseria. ¿Mato a esta miserable, o me pongo de rodillas a sus pies?” Se acercó el pañuelo al rostro y rompió en llanto. —Se lo ruego —se oía a través de los sollozos—. Usted, que ha arruinado y perdido a mi marido, sálvelo… No tiene compasión de él, pero los niños…, los niños… ¿Qué culpa tienen ellos? Pasha se representó a unos niños pequeños en la calle que lloraban de hambre, y también estalló en sollozos. —¿Qué puedo hacer yo, señora? — dijo—. Usted dice que yo soy una perdida

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Pasha se representó a unos niños pequeños en la calle que lloraban de hambre, y también estalló en sollozos.

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Usted no puede tener principios, usted vive para hacer mal, eso es lo que se propone. Pero no se puede pensar que haya caído tan bajo que no le quede un resto de sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos… y que he arruinado a Nikolái Petróvich. Pero, ante Dios, le aseguro que no he recibido nada de él… En nuestro coro, solo Motia tiene un amante rico. Las demás nos mantenemos como buenamente se puede. Nikolái Petróvich es un señor culto

y delicado, y yo lo recibía. Nosotras no podemos hacer otra cosa. —¡Yo le pido las joyas! ¡Deme las joyas! Lloro…, me humillo… ¡Si quiere, me pondré de rodillas! ¡Dígalo! Pasha, asustada, lanzó un grito. Sentía que aquella señora pálida y hermosa, que se expresaba con nobles frases, como en el teatro, era, en efecto, capaz de ponerse ante ella de rodillas: por orgullo, movida por sus nobles sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la corista. —Está bien, le entregaré las joyas —se movió diligente, limpiándose los ojos—, como quiera. Pero no son de Nikolái Petróvich… Me las regalaron otros señores. Pero si así lo desea… Pasha abrió el cajón superior de la cómoda. Sacó de él un broche de diamantes, una sarta de coral, varios anillos y un brazalete y se lo entregó todo a la dama. —Tome usted, si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase rica! —siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la dama se iba a poner de rodillas—. Y, si usted es su esposa legítima, ¡mejor haría en tenerlo sujeto! ¡Eso es! Yo no lo llamé. Él mismo vino… La señora, entre lágrimas, miró los objetos que le ofrecían y dijo: —Esto no es todo… Aquí no habrá ni por valor de quinientos rublos. Pasha sacó nerviosamente de la cómoda un reloj de oro, una cigarrera y unos gemelos, y dijo, abriendo los brazos: —Y ahora no me queda nada en absoluto… Registre si quiere. La señora suspiró, envolvió con mano temblorosa las joyas en un pañuelito y, sin

117 Creación decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la cabeza, salió a la calle. Abrióse la puerta de la pieza vecina y entró Kolpakov. Estaba lívido y movía nervioso la cabeza, como si acabase de tomar algo muy agrio. En sus ojos brillaban las lágrimas. —¿Qué joyas me ha traído usted? —se arrojó sobre él Pasha—. ¿Cuándo fue eso, dígame? —Joyas… ¡Qué importancia tienen las joyas! —dijo Kolpakov, y sacudió la cabeza— ¡Dios mío! Ha llorado delante de ti, se ha humillado… —¡Le pregunto que cuándo me ha traído usted joyas! —gritó Pasha. —Dios mío, ella, tan decente, orgullosa, pura… Y hasta quería ponerse de rodillas ante… ante esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado hasta ese extremo! ¡Yo lo he permitido! —se llevó las manos a la cabeza, y se lamentó—. No, nunca me lo perdonaré. ¡Jamás! ¡Apártate de mí…,

mala persona! —gritó con asco, haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con sus manos temblorosas—. Quería ponerse de rodillas y… ¿ante quién? ¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío! Se vistió apresuradamente y, tratando de mantenerse alejado de Pasha, con un gesto de repugnancia, se dirigió a la puerta y desapareció. Pasha se dejó caer en la cama y se desató en sollozos. Sentía ya haberse desprendido de sus joyas, que había entregado en un momento de arrebato, y se creía ofendida sin motivo. Recordó que, tres años antes, un mercader la había golpeado sin razón alguna, y lloró aún más desesperadamente. n

Fotografía Fotografía

Visión del árbol

N

o se veía el bosque. Ni la palabra se sabía. Se miraba el restrojo; el monte; la montaña. Eran habitación, presencia, el espacio interrumpido del aire o del vacío, lleno, ocupado, envivido por hojas, ramas, troncos y el contacto natural e invisible con la hojarasca parda, el suelo y la tierra. Veía, el niño, mucho, todavía veía el chilco, el manteco, el bodoquero, el balso, el jiquimillo, el cuchillullo, el balsero, el mondey, el cedro, el laurel. Veía el laurel en la montaña callada; si acaso arriba el silbo, un tono de murmullo y de secreto. Ramas. Hojas. Viento. El laurel esperaba en silencio, sin siquiera algarabía, sostenerle alguna mitología al muchacho. El muchacho lo escuchaba abajo, desde la tierra; ignorante; sin saber que ese árbol, desde antes de los griegos, había andado tantos sitios con la carga feliz de una mitología. Iba el muchacho entre los días a los trabajos bajo el sol; bajo las nubes y el agua; bajo el cielo. Entonces entraba bajo el árbol. Ese universo también infinito pero con límites, así fueran ficticios. Acá como que podía perderse y encontrarse y perderse más. Y tuvo machetes y hachas y las hundió entre los árboles. En el cuero tieso. Y adentro; en la madera. Y los partió; los rajó. Llamó a la candela; al fuego; al calor. Y cocinó la sopa y la comió. Y no solo probó el pan. ¿Puede concebirse como extraño que esta convivencia no le hubiera permitido penetrar la superficie superficial de las cortezas. Los tejidos que labran

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Casablanca 32. 26. 10. 2015. joaquín peña gutiérrez Nota: las versiones en color del trabajo fotográfico presentado en

esta sección se pueden ver en la edición electrónica de Hojas Universitarias, en http://www.ucentral.edu.co/editorial/acceso-abierto.

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los años en el palito que crece y se convierte en árbol? Esos, de maravilla. Ni el más conspicuo diseñador ni diseño, alcanzaron al muchacho. También están en fotos, desde antes; se puede decir, desde el principio. Era más conspicuo el tejido en la corteza, imposible a la mano y al diseñador invisible. No hay foto suficientemente buena si el fotógrafo no se ha acercado lo suficiente. ¿Fue Robert Capa el dueño del descubrimiento? El acerto se llena de peligros si el fotógrafo, como Capa, es de guerra. De peligros y dificultades, también si de animales, no como tigres propiamente. Moscas, mariposas, sapos. El vuelo, la leche mala del sapo atarbán. Cuándo. A qué hora. Con regularidad puede volverse inolvidable, precisamente, el sapo, la bomba ha explotado en el tiempo; el anterior al único disparo que debiera ser posible. El de la cámara. Tomar el corazón del árbol, la corteza, los diseños imposibles y reales; lo más natural, ellos plantean dificultades de otro color que el hombre no sabe del todo, si los ha podido resolver; ni cómo, porque el árbol no se va. Pero el sol, el día, la leche, la mañana, la luz. A qué horas, cómo la luz, qué clase cae de este lado del árbol. ¿Cualquiera sabe que un árbol cambia de corteza a cada vuelta, a cada altura del tronco aunque la corteza, es un supuesto, permanezca? Se trata de ir disparándole y llenando cámara con cáscaras de palo; ¿cómo se fotografía la superficie del árbol, que es redondo en superficie plana y más o menos con los ojos que abandonan el foco, con qué facilidad, en los extremos? El hombre, labrados adentro, en los ojos, los tejidos de los años, se asoma y deja, no sabe si abismado, estas formas y existencias del figurativismo que tal vez el acercamiento ayude a ser más puro. O más ramplón.

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Crónica

Crónica

S

ania Salazar Gómez (Manizales, Caldas. 1983). Periodista de la Universidad de Manizales. Ganadora del X Premio Nacional de Periodismo Orlando Sierra Hernández de la ciudad de Manizales, en la categoría universitaria. Ganadora del XII Premio Nacional de Periodismo Orlando Sierra Hernández de la ciudad de Manizales, en la categoría profesional. Estudiante de la Especialización en Creación Narrativa de la Universidad Central. Twitter: @saniasalazar. Correo electrónico: saniasalazar1818@hotmail. com.

David en su madriguera Sania Salazar Gómez

¿

Cómo puede una persona leer y caminar al mismo tiempo sin caerse?, me pregunté en el instante en que David Roa, librero, me contó que leía caminando. Como si le hubiera pedido el favor de que pasara por allí segundos después para comprobarme que no estaba loco, cruzó por enfrente de nosotros un

muchacho embebido en un libro. Daba cada paso con una extraña seguridad. David me lo señaló con la mano, como mostrándome uno entre mil ejemplos. En las dos semanas siguientes a la conversación me topé de frente con tres lectores caminantes, o caminantes lectores, como quiera que se llamen (todos

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hombres, casualmente). No es tan loco; finalmente, el mejor lugar para leer es aquel en el que el lector más cómodo se sienta. David es un lector particular, por decir lo menos, por muchos motivos. Prefiere leer caminando, parado o durante un desplazamiento en taxi o en avión. Las nubes son su escenario ideal para leer, allí encuentra las mejores condiciones para concentrarse. “Cuando me siento a leer, me paro constantemente a cualquier cosa, a coger una galleta, a lo que sea”.

—Eres muy disperso —le digo. —Sí, soy muy disperso —me responde. De repente, mira a un hombre que se acerca a la mesa donde ya llevamos un buen rato sentados conversando, cerca de la puerta de La Madriguera del Conejo, su librería. —Qué hubo, Useche —le dice. —Perdón, yo saludo allí —se disculpa, y me deja sola unos segundos. La atención de David también suele arrastrar los ojos a párrafos a los que ellos

promedio colombiano, sin duda, porque —dice— no es muy difícil —concluye con una risa tímida, claramente sarcástica. Se lee un libro a la semana, lo que le da unos 52 al año. “Creo que uno empieza a ser un lector más o menos decente después de los 80 anuales”, dice David, un tanto exigente. En Finlandia, país modelo en lectura, el promedio de libros leídos al año por habitante llega a 47. Esas cifras dan risa nerviosa. Según la Encuesta de Consumo Cultural del DANE, en Colombia el promedio de libros leídos por persona al año pasó de 4 a 4,2 entre 2012 y 2014. Pero hay que advertir que estas cifras corresponden a la población mayor de doce años que afirmó saber leer y escribir. La generalidad de encuestados mayores de doce años leían 2 libros al año en 2012 y 1,9, en 2014. En todo caso, no es que abunden los “lectores decentes”. El país queda vergonzosamente mal en el estudio “Comportamiento lector y hábitos de lectura”, elaborado, en 2012, por el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (Cerlalc). Este compara once países de América Latina, además de España y Portugal. Según el documento, el país leía en promedio, para esa época, 2,2 libros por habitante al año; lo que lo deja en el último lugar, a miles de páginas de España, que, con 10,3 libros, encabeza la lista. El primer país latinoamericano es Chile, en el tercer lugar, con 5,4 libros al año. De la poca lectura no solo hablan las cifras. O, si no, que lo diga Simón Gaviria, hijo de un expresidente, quien, en

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todavía no han llegado. Los atraen palabras, ideas. Se considera un lector desordenado, también porque carece de método o de orden para leer. Más bien lee según sus antojos, deja que los libros le sucedan, aunque ese término le parece muy dulzón, por lo que se disculpa y se ríe. Lee cada vez que puede, que es más o menos todos los días. —No soy la persona que más lee en el mundo, pero estoy por encima del

2012, siendo Presidente de la Cámara de Representantes, protagonizó un escándalo cuando admitió que no leyó detalladamente la ley de reforma a la justicia antes de votarla en el Congreso de la República. A muchos pudo haberles parecido anecdótico, pero es un hecho que lo deja a uno pensativo.

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Un buen lector habla de lectores

El problema también es de calidad. Conseguir lectores respetables es difícil, dice David, y ya no se refiere a gente que lea mucho, aunque, por lo general, un buen lector lee mucho; sino a lo que él califica como lectores brillantes, que ven mucho más allá de lo que la gente normal ve en el texto porque tienen herramientas, criterio, capacidades superiores a las que tienen los demás, porque, como dice él, tienen cancha leyendo. “La lectura es una actividad muy demandante en el sentido de que la persona que lee debe hacer muchas cosas. No solo debe traducir los signos que son las palabras a ideas en su cabeza e hilar esas ideas, algo que, ya de por sí, es un trabajo arduo y que, muy al contrario de lo que se cree, la mayoría de la gente no logra —no lo logro yo muchas veces, que leo harto—; sino que, además, debe concluir lo que no está dicho en ese texto cuando el autor quiere que nosotros lleguemos a eso”. Mientras en su librería varias personas se pasean detenidamente por las estanterías en busca de un buen libro, habla precisamente del criterio que debe

adquirir el lector para definir si una obra es buena. Claro está, esa opinión no es necesariamente definitiva, pues está mediada por las preferencias personales, pero debe estar bien argumentada. Menciona el buen gusto y la suspicacia, dos aspectos que se adquieren leyendo. Pero la prueba no se pasa tan fácil. Para ganarse la clasificación de lector brillante, hay que hacer cierto tipo de preguntas sobre el texto; lo que implica, David lo sabe bien, un proceso creativo muy fuerte. No es tan sencillo. Conversa con desenvolvimiento, sentado con los pies estirados sobre una silla que tiene en frente. Cada tanto lo saludan clientes que se acercan a la librería. Sonríe. Se pasa constantemente la mano por el cabello negro, por la frente y por la barbilla afeitada. Habla, se corrige, sus ojos saltan de aquí para allá en busca de las palabras precisas. Sus manos no se quedan quietas, como queriendo darle fuerza a las palabras. Un titular del diario El Tiempo, del 22 de febrero de 2015, parece darle la razón: “Niños colombianos pasan raspando en habilidad lectora”. La nota habla de los resultados de las más recientes pruebas Saber, que presentaron estudiantes de tercero, quinto y noveno grado del país. La conclusión: el nivel de comprensión de lectura del 90 % de los estudiantes evaluados no alcanza siquiera a ser satisfactoria. Leer no está precisamente entre las actividades preferidas de los colombianos. Ser buen lector es, a veces, visto como una rareza. ¿Para qué lee tanto?, escuché una vez que le preguntaban a alguien. En Colombia, no es raro ver a estudiantes de

Leer no está precisamente entre las actividades preferidas de los colombianos. Ser buen lector es, a veces, visto como una rareza. ¿Para qué lee tanto?, escuché una vez que le preguntaban a alguien. En Colombia, son más comunes otro tipo de referentes: deportistas, actores, cantantes, reinas, cada quien es libre de admirar a quien lo inspire. Pero, mientras que muchos niños son motivados a ser como James Rodríguez y como otros personajes que muestran en televisión, los lectores consumados son tachados, en muchas ocasiones despectivamente, de

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colegio buscar el resumen o la película del libro que les pusieron como tarea leer. “Llego cansado a la casa después de trabajar y no me voy a poner a leer, quiero descansar”, escuché que protestó una vez un periodista en una sala de redacción ante el reclamo del editor porque sus periodistas no leían. Una amiga, también periodista, en cuya familia hay un escritor reconocido en el país, me decía que no tenía el hábito de leer porque en su casa no se lo cultivaron y que ahora, adulta, le había sido más difícil adquirirlo. Para explicar cómo se logra ser un lector brillante, David acude a una comparación que tiene lógica: “mucha gente juega fútbol, pero Messi hay solo uno porque tiene unas cualidades superlativas, su juego es muy sofisticado y por eso vale tanta plata”. La clave, como en muchos otros casos, está en la práctica, pero uno no escucha que, por ejemplo, a los mejores deportistas del país les pregunten para qué entrenan tanto. Cada tanto, sobre todo cuando se conocen los índices de lectura y el Gobierno se preocupa por subirlos, se habla de la importancia de la lectura. Pero ¿la mayoría de la gente sabe, en realidad, en qué radica la importancia de leer, de saber leer? “Ser un buen lector es un gusto muy sofisticado, lo que no es malo. No sé por qué a la gente le molesta tanto cuando uno dice eso, nadie se debería ofender. La lectura en ese nivel es algo muy sofisticado y eso, en vez de ser una cosa, digo yo, que aleje a la gente, de repente puede motivar a una persona a ser el mejor lector del mundo”.

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ratones de biblioteca. La gente no le ve mucha utilidad a leer. David es sincero y admite algo importante: no necesariamente la lectura es una experiencia fácil. Esto se debe a que hay textos complejos para los que el lector debe desarrollar ciertas habilidades y hay otros que lo confrontan. Así que se debe estar preparado para enfrentarlos y convertir la dificultad en goce. Para David, la falta de lectura en Colombia se evidencia en los múltiples hechos violentos que se registran todos los días. El país se lee en los temas de los que la gente habla en las calles, en lo que se canta, en los prejuicios, en los chistes y hasta en la forma como se resuelven muchos conflictos familiares: a gritos. Ahí es donde sale a relucir qué tan importante es la literatura y la lectura. Para él, no hay mucho qué esperar de un país cuyos modelos a seguir son la televisión, el reguetón y algunas emisoras homofóbicas que denigran de la mujer y llenas de prejuicios, como las que se ve obligado a escuchar por las mañanas en los taxis que lo llevan al trabajo. “La buena literatura puede ofrecer otras alternativas de ver la vida. Puede hacer que la gente vea modelos de personalidad mucho más complejos. Puede poner a la gente en los zapatos de otro de una manera un poquito más profunda. Puede hacer que su criterio respecto a su vida sea más estructurado. Puede darle más herramientas, porque, además, la forma como uno recibe la información al leer es lenta y da la oportunidad de reflexionar. La literatura ayudaría muchísimo a que

los modelos con los que vive la sociedad fueran más estructurados y a que lo fuera también la vida política, a que la gente tuviera un criterio más profundo para vivir políticamente su sociedad. En ese sentido, creo que la literatura es fundamental”. Lo dice él, que estructuró su vida a partir de la lectura. En su niñez, había

141 Creación algunos libros en casa y su mamá solía comprarle uno que otro cuento o cómic. Pero fue en el bachillerato, cuando un profesor de literatura que pasó fugazmente por su colegio lo puso a leer El lobo estepario de Herman Hesse, cuando David descubrió las posibilidades que le brinda esa actividad.

Las letras de su historia

Con una lata de cerveza Águila extragrande en la mano, recuerda que su primer libro fue El principito, en versión bilingüe. “No sé para qué, si en mi casa nadie hablaba francés, yo menos”, relata riéndose. Después de coquetear (pero coquetear le parece una palabra muy pendeja, así que

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se disculpa) con la música y con el teatro durante varios años, intentos, más bien, intentos inmaduros (¡no!, pero inmaduros también le suena a palabra pendeja), irresponsables, más bien, terminó, no menos irresponsablemente, según él, inscribiéndose en la carrera de literatura de la Universidad Javeriana, en Bogotá. Allí empezó a estructurar sus lecturas y a adquirir criterio. Solo pudo estudiar media carrera. Ponía música en bares y, en uno de ellos, tenía que lidiar con que el dueño del sitio le arrebatara a Shakespeare mientras sonaba, a todo volumen, Chichi Peralta. Discutió con el hombre y lo echaron. Después de rodar por oficios varios, decidió que debía trabajar en algo relacionado con lo que más le gustaba. Repartió hojas de vida en librerías y así fue como el

oficio de buen librero se le reveló: su auténtico gusto por los libros lo convirtió en un curador de excelentes recomendaciones. Es buen vendedor… de libros. Siente que no podría vender nada más en el mundo. Trabajar de día le impedía asistir a las clases, que, por lo general, eran entre once de la mañana y tres de la tarde. Pero su labor se cumplía entre libros, lo que lo acercó, aún más, a la lectura. Se volvió algo muy cercano a la obsesión. “Realmente la universidad la hice en la librería”. Luego de trabajar en varias librerías, de conocer un poco el negocio y de que sus clientes lo siguieran a donde él fuera, decidió abrir La Madriguera del Conejo, en 2011, con la venia de varios socios. En La Madriguera, la vitrina es la primera incitación a leer. Allí, con letras blancas, hay escrita una historia que cada

tanto cambia. Adentro, el lector puede ojear libros y sentarse a leer con un buen café en la mesa. Los niños miran libros a su gusto sin tener demasiados ojos encima y curiosean el conejo blanco, con un corazón rosado en el pecho, que está encima de una estantería, y una coneja, con collar de perlas blancas, que hay cerca de la caja. Cero escándalo por el sonido de los libros al estrellarse contra el piso. Allí todo está pensado para una sola cosa: la lectura.

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La buena literatura puede ofrecer otras alternativas de ver la vida. Puede hacer que la gente vea modelos de personalidad mucho más complejos.

David pensó la librería como un espacio influyente en el ámbito cultural y lo ha logrado. Él y la librería son referentes en la ciudad y fuera de ella. La librería y la gestión cultural que gira en torno a ella buscan acercar los libros a la gente. Lo más importante es lograr que la gente lea. La muestra de eso es un libro de tapa dura, lila, que David tiene en las manos y cuyas páginas están en blanco. Lo mandó a hacer para que escritores escogidos por su calidad escriban a mano literatura inédita y los lectores lleguen a consultarlo libremente a La Madriguera. La idea surgió mientras leía. La labor de David con la lectura no se limita a su librería. Es el presidente de la Asociación Colombiana de Libreros Independientes, tarea por la que recorre el país con la misma ilusión con la que piensa su librería: seducir lectores. Parado cerca de la puerta de La Madriguera, David habla ante una docena de personas, presenta a un par de escritores que están esa noche allí para leer en voz alta. Con camisa negra, jeans rotos a la altura de la rodilla derecha y una constante sonrisa, cuenta lo mucho que le gusta tener la visita de estos escritores y habla de los demás que vendrán en las semanas siguientes, como es costumbre. Mueve constantemente las manos. Me pregunto cómo sería Colombia con más lectores brillantes y tan buenos conversadores como David. Tan solo con un poquito más de personas que reflexionaran constantemente sobre su entorno como él. Tan solo con un poco más de lectores. No tienen que ser brillantes. n

Entrevista Entrevista

F

redy Yezzed nació en Bogotá, Colombia, en 1979. Como investigador literario escribió el estudio Párrafos de aire. Primera antología del poema en prosa colombiano  (Editorial de la Universidad de Antioquia, Medellín, 2010). Ha publicado los libros de poesía La sal de la locura (Premio Nacional de Poesía Macedonio Fernández, Buenos Aires, 2010; Editorial Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2014) y El diario inédito del filósofo vienés Ludwig Wittgenstein  (Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2012). Antologista de La risa del ahorcado, selección de la obra de Henry Luque Muñoz (Fondo de Cultura Económica, 2015). Actualmente, está radicado en Buenos Aires, donde estudia el género del poema en prosa argentino.

Richard Gwyn:

la poesía es solo uno de los estanques en los que pesco* Fredy Yezzed

ichard Gwyn (Sur de Gales, Reino Unido, 1956) fue uno de los treinta poetas invitados al X Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires en abril de 2015. Gwyn posee una biografía de tinte cinematográfico: trabajó como lechero y aserrador en Londres, fue pescador y vagabundo en Grecia, se hizo adicto a la heroína y el alcohol, estuvo preso en Sicilia, y, como curiosidad, en una plantación de uva en Francia conoció a Roberto Bolaño. Gwyn acabó tirado en una zanja en Barcelona, desde donde lo deportaron a Gales, según su traductor Jorge Fondebrider, para empezar su rehabilitación

* Esta entrevista fue publicada originalmente en Otro Páramo: Revista de Poesía, el 13 de julio de 2015. Disponible en http://goo.gl/953Rpk.

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Gwyn acabó tirado en una zanja en Barcelona, desde donde lo deportaron a Gales, según su traductor Jorge Fondebrider, para empezar su rehabilitación y más tarde superar un trasplante de hígado.

y más tarde superar un trasplante de hígado. Además, estudió antropología en la London School of Economics y se doctoró en Lingüística. Trabaja como traductor de poesía y es director y profesor de la Maestría en Escrituras Creativas de la

Universidad de Cardiff. Entre sus libros de poemas se encuentran:  One night in Icarus street  (1995),  Stone dog, flower red/ Gos de pedra flor vermella (1995), Walking on bones  (2000),  Being in water (2001) y Sad Giraffe Café (2010). Y en narrativa, The Vagabond’s breakfast (2011), especie de memorias, que ganó el Wales Book en 2012 y que Ediciones Bajo la Luna publicó en Argentina. La idea de esta entrevista se dio durante un recorrido literario por la Avenida de Mayo, en compañía del poeta catalán Àlex Susanna, el colombiano Ramón Cote y la argentina Denise León; y se concretó días después en el bar del Hotel Plaza en Buenos Aires, donde, según Gwyn —y luego lo corroboramos—, sirven el mejor Martini de la ciudad.  ¿Cuándo llegaste a la poesía de una forma consciente? Nunca llegué a la poesía de una forma consciente. Aún estoy dando vueltas y la poesía es solo uno de los estanques en los que pesco. Pero empecé a escribir poesía a los trece y he escrito poesía desde entonces con cierta intermitencia. Trabajas como traductor de poesía. ¿Por qué motivo te volcaste a traducir poesía? Aún si entiendes bien otro idioma, hay cierto tipo de curiosidad que te hace querer ver cómo funciona un poema, si acaso funciona, en tu propia lengua. Hay una motivación dirigida por la curiosidad en un principio; después, un sentido de la estética se cuela, y, finalmente, un deseo

De los poetas conocidos latinoamericanos, ¿a quién tradujiste primero? De hecho, el primer poeta que traduje del español fue Jaime Gil de Biedma. El primer latinoamericano fue Roberto Bolaño, pero no me permitieron publicarlo porque su albacea literario era muy estricto con los derechos de autor. Los siguientes fueron unos cuantos poemas de Nicanor Parra, Ernesto Cardenal, Claribel Alegría y Alejandra Pizarnik. Mis primeras traducciones de la generación más joven fueron de Andrés Neuman y Wendy Guerra. Y de tu recorrido, ¿a cuál disfrutaste más traduciendo? Sinceramente, las personas que más me ha gustado traducir hasta la fecha han sido los colombianos Darío Jaramillo Agudelo y Rómulo Bustos Aguirre. Encuentro en su poesía algo muy cercano a mi propio entendimiento del mundo. ¿Qué te llamó la atención o te atrajo del idioma español? Una joven mujer española, hace muchos años. Ella no hablaba bien el inglés. ¿Cómo te fue con la lectura del boom latinoamericano? Estaba obsesionado con Cien años de soledad. Ese fue el primero. Yo tenía alrededor de veinte años. Luego, un libro enorme de Fuentes, Terra Nostra, que me dejó impactado y que probablemente no

sería capaz de leer ahora. Estos fueron los dos primeros libros grandes de escritores del boom que leí. Nunca he considerado a Borges como parte del boom, pero yo ya había leído a Borges antes que a García Márquez y Fuentes, más o menos a los diecisiete años. Lo que me gustaba de Borges eran las ideas, la libertad de hacer casi cualquier cosa con los conceptos de la realidad y la imaginación. Esto era muy diferente al trabajo que se estaba haciendo en mi húmedo y frío rincón de Europa noroccidental en los setenta. El mismo Gabriel García Márquez consideraba que su gran novela era El amor en los tiempos del cólera... El tipo de la librería del colegio donde estudié me recomendó Cien años de soledad. Recientemente, traté de leerlo otra vez, pero no tuvo el mismo efecto. Sin embargo, extrañamente,  El amor en los tiempos del cólera, que no me había gustado tanto la primera vez, lo volví a leer el año pasado en español durante mi estadía en Colombia y me impactó bastante. Supongo que esto se debe a que ahora soy mayor. Juan Gabriel Vásquez tradujo una novela tuya. Sí, pero Juan Gabriel estaba traduciendo para ganarse la vida, así que estoy seguro de que él no eligió mi libro. Fue interesante, sin embargo, porque él estaba viviendo como inmigrante en Barcelona cuando lo estaba traduciendo y me escribió mientras trabajaba en el libro para decirme que era divertido estar traduciendo un libro escrito por y acerca de un

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de controlar el resultado, sabiendo todo el tiempo que esta es simplemente una versión entre muchas otras.

inmigrante viviendo en Barcelona. Desde entonces, nos hemos mantenido en contacto de cuando en cuando. Cuéntame aquella anécdota cuando conociste a Roberto Bolaño. Bueno, creo que fue en 1979. Yo estaba trabajando en la vendimia de Lézignan Corbières en Roussillon, Francia. Estaba en el café leyendo algunos cuentos de William Burroughs cuando este tipo delgado apareció y me empezó a hablar en un mal francés acerca de lo que yo estaba leyendo. Para averiguar más tienes que leer el capítulo 31 de El desayuno del vagabundo.

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¿Qué te gustan más, las novelas o los poemas de Bolaño? Las novelas sobre todo, y los cuentos, por supuesto. No es un poeta muy dotado. Es decir, es muy interesante como poeta pero no es de la Premier League. Sobre Bolaño, ¿qué te llama más la atención, sus novelas o su poesía? En el caso de Bolaño (aun si él es “mejor” novelista que poeta), de hecho, es muy provechoso leer su poesía para llegar a una mejor comprensión de su vida como detective salvaje. Juan Villoro me dijo que cuando él y Bolaño eran jóvenes discutieron la idea de que se pudiese vivir la vida como un detective salvaje, “vivir poéticamente en lugar de escribir poesía”. Supongo que Roberto cambió de parecer acerca de eso, a medida que se hizo más viejo. El detective salvaje es el poeta, el “poeta maldito”, pero Bolaño se permitió surgir

como el novelista que vivió lo suficiente para relatar ese momento de su vida. En tu biografía se cita que estuviste vagando por Grecia. ¿Qué le aportaron los poetas griegos a tu poesía? Los poetas griegos (Kavafis, Seferis, Ritsos) probablemente me influenciaron más que cualquiera de los poetas ingleses. Sentí una potente afinidad no solo con sus poéticas, sino también con cierta forma de mirar el mundo que es en esencia mediterránea: curiosa, no didáctica, preocupada por el detalle significativo y la coincidencia, la entropía y la materia oscura del universo. Eres galés, pero escribes en inglés. ¿Te señalan los fanáticos del dogmatismo por este motivo? No. Actualmente no es un problema en mi país. Lo era probablemente hace treinta años, pero ahora la mayor parte de escritores que escriben en galés entienden que para muchos galeses, como yo, el inglés es el primer idioma, y lo aceptan. De la misma manera que más o menos el 20 % de los que hablan y escriben en galés ahora tienen la libertad de hacerlo y tienen una pequeña pero dedicada cantidad de lectores. Tratamos de ser maduros acerca de esto y de respetar las posiciones de los otros. Algunos de mis amigos incluso escriben en ambos idiomas. ¿Por qué tu pelea contra la metáfora? ¿La tengo? Me han dicho que la tengo, así que debe de ser verdad. Tal vez Susan Sontag me enseñó a sospechar de la

¿Qué otros poetas ingleses o galeses has leído como poetas en prosa? Muy pocos. David Jones. Hoy en día, George Szirtes, John Freeman, David Greenslade, Carrie Etter, Jane Monson, Luke Kennard.

Se conserva mucho en tu poesía la anécdota. No es una lista de descripciones apabullante, siempre hay una “situación insólita”. Eso es porque toda la vida se basa en una historia y, como dijo Borges, nosotros seguimos retornando a la anécdota, a la historia. Estamos programados para la narrativa. Sería un crimen no preguntarte por la poesía de Dylan Thomas. ¿Qué es lo que más te gusta de su obra? “En mi oficio u hosco arte” (“In my craft or sullen art”). Por una vez no está tratando de impresionar, para ser del todo sincero. Finalmente, te estás hospedando en el Hotel Castelar, el lugar donde se hospedó en 1934 Federico García Lorca. ¿Cómo te la llevas con la obra del español? Soy un gran aficionado de la poesía de Lorca. Buenos Aires, 28 de abril de 2015 n

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metáfora y tal vez un día desperté y dije: “¡Ey! La metáfora está muerta: larga vida a la metáfora”. Quién sabe. La verdad es que, por mucho que tratemos de reprimir la metáfora, ella sigue apareciendo, como la materia del inconsciente. Me llama mucho la atención que escribes “poemas en prosa”, creo que tú los llamas “cajas”, yo los llamo “párrafos de aire” en un estudio. ¿Qué aporta esa forma a tu poesía? Una poeta galesa, Gwyneth Lewis, describió mis poemas en prosa como “cajas”, y me gustó la idea, así que la tomé prestada. “Párrafos de aire” es maravilloso. ¿Quién dijo eso? Desde mi lectura de Rimbaud en la adolescencia, me gustó mucho la forma del poema en prosa. Amo la liberación que otorga, liberación de las restricciones del verso. Pero muchos de mis poemas en prosa funcionarían como poemas asimismo si fueran versificados. A menudo los reescribo muchas veces de diferentes maneras (versificados o como prosa) antes de decidirme por la forma final. El último libro (Sad Giraffe Café) está compuesto enteramente de poemas en prosa; el anterior a ese (Being in water) tiene “formas poéticas” más tradicionales. El siguiente libro (Stowaway) será una mezcla.

Cine Cine

O

mar Ardila Murcia (Valle de Laboyos, 1975). Poeta, ensayista y analista cinematográfico colombiano. Publicó Alas del viaje en un instante (2005), Palabras de cine (2006), Corazón de otoño (2010), Espejos de niebla (2012), Cartografías cinematográficas (2013) Antología de poesía anarquista I y II (2013), Esquizoanálisis y pensamiento libertario (2015) y Devenires menores (2015).

La música y el cine: de la funcionalidad al experimentalismo Omar Ardila Murcia

La música sigue siendo un vaso comunicante tan políglota como ambiguo. mauricio kagel

Es la música la que escribe sobre el género humano, en lugar de ser ella la que

está siendo compuesta. morton feldman

Primeras aproximaciones

U

na de las cuestiones sobre las que se ha teorizado en menor medida en los estudios cinematográficos es la incidencia de la música en las obras fílmicas. Sin embargo, tal como lo anota Rusell Lack, desde los comienzos de la cinematografía, la presencia de la música ha sido notable: básicamente estaba como acompañamiento en directo durante las primeras proyecciones, lo que respondía al intento de extender la cotidianidad sumándole esa música que convocaba en los escenarios populares. Al parecer, el propósito inicial de los realizadores era opacar el ruido del

Fuente: www.filmaffinity.com/es/film325038. html

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equipo de proyección y ayudar a combatir la distracción frecuente del público. Con posterioridad, la música empezaría a estar al servicio de la imagen, en un intento por “reproducir” los sucesos que ocurrían en la pantalla. En consonancia, Michel Chion agrega que fue más adelante cuando se creó una temporalidad que permitía ubicar al individuo (que apreciaba la obra en su soledad) más allá del tiempo cotidiano, es decir, en un tiempo de representación (45). Además, la música también posibilitó la creación de un espacio, de un decorado y de una atmósfera que ayudaban a suscitar otras percepciones, no necesariamente vinculadas con los diálogos y la acción. La música que empezó a poblar las narrativas fílmicas tenía, además, antecedentes en la intermitente música escénica del drama y en los pasajes y números cantados de la comedia, que siempre se mantuvieron como elementos externos que no pretendían la unidad, sino la evocación, luego de imprimirle múltiples sentidos a su puesta en escena. Antes del cine, ya se podía hablar de dos artes del movimiento: la danza y la música, que, de cierto modo, sirvieron de referencia para el nuevo dispositivo artístico. Luego vendrían a corroborarse otras cercanías entre el cine y la música, entre ellas el carácter de “artes de la duración” (temporales) que tienen como nexo común el ritmo. Estas proximidades, poco a poco, le permitirían al cine, subjetivar el movimiento y empezar a funcionar como un “aparato espacio‑temporal”.

Por supuesto, la presencia de la música dentro del cine no dejó de ser problemática, pues muy pronto hubo detractores que (en su afán purista) consideraron que las dos expresiones debían ir por caminos diferentes y que no deberían servirse mutuamente para opacar los defectos de la otra. En principio, se propagó la idea de que la música en el filme no debería oírse. Esta fue una propuesta un poco trivial y empobrecedora de los alcances que ofrecían la conjunción imagen‑música, al usarla de manera constructiva y generadora de contrastes, es decir, haciendo que la música se ubicara al nivel de la acción dentro de la narrativa fílmica. De todas maneras, estos postulados, a veces radicales, han servido para ahondar en la especificidad de las dos expresiones artísticas y para esclarecer sus vínculos. Así, aunque reconocemos que la música no es lo esencial del cine, hoy vemos que algunas de sus formas sí pueden definirle un itinerario o una impronta. No hay que olvidar que son distintas las posibilidades perceptuales del ojo y del oído. Este último se ha acomodado menos al avance de la industrialización y a la multitud de imágenes que de allí se derivan (la predominancia de la imagen de la que han hablado Godard o Virilio). Sin embargo, la música también se ha dejado seducir por la propuesta que busca adecuarla a unos sonidos de época o a unas tonalidades predominantes. Por esa razón, no deja de ser relevante reflexionar sobre la función de la música, su aporte, el auxilio o la reivindicación que logra hacer de una “mala” filmación, debido a

de representación institucional) es que no se podía desplegar la independencia del compositor y el desarrollo de su “idea”; pues tenía prioridad la funcionalidad, y no la expresividad, del compositor, con lo que se perdía, entonces, el carácter poético de la melodía. Generalmente, el desarrollo del filme (por su conformación óptica) es más cercano a la prosa y a la asimetría. Por ende, la estructuración simétrica propia de la

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la contundencia de su partitura (especialmente para cierto cine que se piensa a sí mismo desde y en la misma elaboración de sus formas). Una vez que la música empezó a instalarse dentro de la forma cinematográfica, fue adquiriendo ciertas formas. La primera fue el leitmotiv (“células musicales asociadas a los personajes”), con el cual se pretendió enfocar algo de manera fácil pero contundente, dado su carácter evocador y que podía memorizarse fácilmente. No obstante, presentaba el problema de no seguir la secuencialidad propia del montaje cinematográfico. Ya se auguraba, entonces, la necesidad de construir una obra mayor que mantuviera cierta organicidad. Una segunda forma fue la melodía (“sucesión de sonidos musicales muy expresivos, que tienen sentido en sí mismos”), aunque el problema en el cine predominante (el del modo

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melodía se ve necesariamente reducida. Claro que, como veremos más adelante, esto empezará a sufrir rupturas cuando se incorporen elementos musicales experimentales a los filmes, con los cuales se irá más allá de la consagrada funcionalidad. Por otra parte, no hay que olvidar que la música empezó resolviendo o solucionando las intenciones dramáticas del filme, dejando de lado el aspecto referido a la composición. Y cuando dicha función dramática se toma en serio, puede llegar a ser un elemento central de la narración fílmica. En ese sentido, Aaron Copland considera que la música cinematográfica es una forma de música dramática, pues hay muchas ocasiones en las que esta se pone en un filme siguiendo únicamente una intención dramático-musical. Claro que también se ha utilizado como contrapunto dramático, en oposición evidente a lo que la imagen pretende mostrar, con lo cual se amplía el horizonte estético, pues, antes que ambientar, busca intensificar o simplificar. El recordado director soviético Sergei Eisenstein consideraba que el vínculo de la música con el cine estaba dado por el tiempo; especialmente a través de la forma musical del “contrapunto”, ese elemento estético central que buscaba en sus filmes. Otro mecanismo explotado recurrentemente por el cine ha sido la tensión musical (del dramatismo a la tensión). Pero también se le ha dado cabida a la interrupción, para dilatar la resolución, para descansar, para invitar a que se aprecien otros elementos. En fin, podríamos

decir que el cine mismo ha sido concebido y conformado como una polifonía, siendo capaz de expresar por sí solo el contrapunto. Así pues, teniendo en cuenta estos presupuestos, nos queda más fácil entender la aseveración de Claudia Gorbman: “toda música filmada sufre una narrativización”. En estas primeras aproximaciones, es necesario dirigir rápidamente la mirada a lo que supuso la introducción del sonido dentro de la obra fílmica misma, cuando se instaló ya como algo constitutivo de ella. Paradójicamente, con la llegada del sonido, la música fue opacada por la imagen y pasó a un segundo plano. Esto se debe a la exigencia de las productoras de transmitir un naturalismo y un realismo (para seguir con la estructura clásica de otras artes a las que estaban acostumbrados los espectadores) y a la resistencia del sistema perceptivo a analizar lo sonoro desde un punto de vista material. Sumado a ello, también se presentaron problemas en las grabaciones debido al ruido de fondo, que seguía siendo bastante alto, a la falta de profundidad del sonido y a la presencia de la música en un primer plano (muy superficial) como si estuviera hecha para un solo oído. Finalmente, resulta adecuado recordar algunos elementos teóricos sobre la presencia de la música en el cine. Según el teórico estadounidense Robert Stam, hay tres tipos de formas musicales en un filme: 1) música interpretada dentro del filme (sincronizada o postsincronizada); 2) música grabada preexistente; 3) música compuesta especialmente para el filme.

Definición de una forma: la funcionalidad

Fuente: www.famousfix.com/topic/the-cobweb/poster

La primera forma en que la música hizo presencia en el cine fue manifestando una funcionalidad, justo en el momento en que se empezó a

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Para el compositor Aaron Copland, la música sirve en la pantalla de varias maneras: 1) crea una atmósfera más conveniente de tiempo y lugar; 2) subraya refinamientos psicológicos; 3) sirve como una especie de fondo neutro; 4) da un sentido de continuidad, y 5) sostiene la estructura teatral de una escena. Por su parte, Michel Chion prefiere hablar de música de pantalla antes que de música diegética, y de música de fondo en lugar de “música extradiegética”. Asimismo, también desarrolla los conceptos de música empática (la que está vinculada o adherida expresamente a un sentimiento) y anempática (la que sigue su curso de manera indiferente ante cualquier acontecimiento expreso de la narrativa fílmica; tal como sucede con el discurrir del mundo, que continúa su marcha aunque para un sujeto todo haya terminado).

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imponer la Gebrauchsmusik (‘música para usar’ o ‘música para tocar y cantar’) durante los años veinte y treinta del siglo pasado. El propósito era retomar la música prerromántica y alejar la complejidad, de modo que resultara más cercana al público. Grandes compositores del entorno académico musical, como Hindemith, Copland, Milhaud y Britten, acogieron dicha tendencia, que se enmarcaba dentro del movimiento de la “nueva objetividad”, tan difundido en Alemania durante esos años y que buscaba que el arte fuera social y práctico (De Arcos 64‑65). Los encargos hechos a compositores del mundo clásico —como el que, en 1908, la sociedad de producción francesa Le Film d’Art le hizo a Camille Saint‑Saens para que compusiera la música original del filme El asesinato del duque de Guisa— respondían al interés de acompañar las imágenes con un fondo musical que les sirviera de ilustración o ambientación, mas no como elemento expresivo que pudiera hacer parte de la narración o de la puesta en escena. En esos años, fue común recurrir a reconocidos compositores que, poco a poco, empezaron a figurar en el equipo de producción (aunque casi siempre trabajando a distancia). Entre ellos, vale la pena recordar a Maurice Jaubert, Bernard Herrmann, Arthur Honegger, Erik Satie, Paul Hindemith, Sergei Prokofiev, Dimitri Shostakovich y Francis Poulenc. Sin embargo, hubo muchos directores importantes que desestimaron la creación propia de una pieza musical para su filme y, en cambio, recurrieron al uso de grandes obras

clásicas de los siglos XVIII y XIX. Para facilitar las cosas y expresar libremente el encantamiento con alguna obra clásica, el director optaba por incluirla como una parte integrada con la diégesis. No obstante, el uso de ciertos fragmentos de obras clásicas también suscitó agudas polémicas respecto a la vinculación (superposición) de “sublimes” frases musicales con “grotescas” imágenes. Además, había una segunda preocupación, pues era posible que la sinfonía funcionara muy bien a nivel estructural de la secuencia, pero que no se adecuara al flujo narrativo. Andréi Tarkovski dice que, desde los inicios, el uso de la música en el cine estuvo concentrado en establecer correspondencias con “el ritmo y la tensión emocional de las imágenes”. Siguiendo esta reflexión, podríamos decir que el elemento inicial que instala la música en el cine es la sensación, dado su carácter popular de espectáculo de feria. Más tarde se irá adaptando a las variaciones modernas que experimenta la música en general: la tensión en la armonía y la ruptura con la simetría y la misma tonalidad. Sin embargo, los clichés se han mantenido preponderantemente, pues facilitan y dirigen las emociones. Esta ha sido la tendencia canónica, en correspondencia con el modo de representación institucional. El mecanismo para producir la música en el clásico Hollywood desligaba el trabajo en tres agentes: compositor, arreglista y director musical (que tenía la última palabra y era el que hacía la grabación). Dicho modelo tenía unas líneas fundamentales: el sinfonismo y el leitmotiv.

Dado que el cine no es una obra de arte

(unificada), y dado que la música ni puede

ni debe ser parte de tal unidad orgánica, el intento de imponer unidad estilística a la

música para el cine es absurdo… Lo que se necesita es una planificación musical, un

uso libre y consciente de todos los recursos musicales sobre la base de una percepción

precisa de la función dramática de la música, que es diferente en cada caso (citado en Lack 108)

Adorno y Eisler advertían que el compositor musical, al enfrentarse al cine, estaba inaugurando una nueva faceta de su práctica. Ahora debía pensar más en secuencias aisladas y ver cómo estas tenían una función particular dentro de un todo que es la obra cinematográfica. Según ellos, el compositor para cine piensa en “periodos”, antes que en “desarrollos”. Y la conjunción de dichos periodos es la que lleva a un desarrollo temático, pues la adecuación de la estructura musical a la forma del cine supone una “variación” permanente, una técnica de la variación bastante desarrollada por la música. Por tal razón, el compositor requiere conocer el filme en su conjunto para así poder establecer una “planificación” y lograr que la interacción sea fructífera. Se precisa, entonces, que la sincronización imagen‑música sea tenida como eje

central. Pero la realidad que observaban los autores alemanes distaba mucho de esa pretensión. Por eso, anhelaban que la labor del compositor de música para cine tuviera la altura necesaria y la suficiente libertad para darle vida a una obra completa, aunque fragmentada (por razones obvias del filme), y autónoma. En ese sentido, consideraban que “la música del cine [debía] ser elevada al nivel técnico de la producción, y no solo al de la reproducción” (Adorno y Eisler 173). Creo que esta es una preocupación que aún mantiene su vigencia y sobre la cual vale la pena volver para profundizar en el estudio de la música en el cine. Según este planteamiento, lo que se busca es que haya una captación en la marcha, de manera incidental, puesto que en el filme usualmente no hay tiempo para las profundidades, para la contemplación pausada de la estructura musical. Pero la gran paradoja es que esa música debe estar también armonizada con la imagen para que pueda suplir la profundidad que a esta le falta. En términos musicales, se debería estar circulando más bien en los bordes (lo que no implica superficialidad), en el movimiento y en el color, antes que en la armonía. La música en el cine debe estar, pero no permanecer; debe completar la imagen, pero saber fugarse para hacerse lo menos notoria: ¡En la imperceptibilidad está su potencia! Por su parte, Michel Chion sostiene que la música no alcanza a ser absorbida por el filme, pues permanece en su ritmo, que sigue siendo autónomo. Esto no

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Estas propiciaban la función musical “ilustradora” de espacios o estados de ánimo. Frente a esta unidireccional manera de concebir la música para el cine, Hans Eisler protestaba de la siguiente manera:

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quiere decir que, en ocasiones, la música alcance a ser “el universo concreto del filme, que escapa a las leyes de lo real” (algo pretendidamente buscado por cierto tipo de cine). Y precisamente por eso, puede conducir a un orden simbólico o creador que organiza el resto del filme (202). Asimismo, precisa que ahora es más fácil separarse del “servilismo” de la música frente al filme, para proponer que esta ayude a simbolizarlo, a imprimirle un sentido o a expresar ese universo en el que se mueve toda la obra o, en ocasiones, fragmentos de ella. Además, nos recuerda que, con la aparición del “sonoro”, se hizo más común el uso de la música vinculada a la acción, lo que se fundamentó en la intención de expresar cierto realismo (materialismo), en oposición a la “fuga” lírica que pudiera provocar una música “incidental”. Para cerrar esta rápida aproximación a la funcionalidad de la música en el cine, cabe plantear que la música cinematográfica no está necesariamente jerarquizada frente a la imagen, pues, es el único elemento del filme que conserva su autonomía, su carácter de principio en sí mismo y puede funcionar de manera aislada (por ejemplo, las bandas sonoras tienen sus propios canales de difusión y sus fervientes seguidores).

Variaciones desde la teoría musical

La tradición y los primeros acercamientos a la música en el cine nos muestran que la prioridad era buscar la funcionalidad, la aplicación de la música a una

estructura narrativa audiovisual. Con la música en el cine se perpetuó una tradición conservadora: la tonalidad. Y, por eso, la tradición decimonónica de Hollywood optó por el uso de la gran música clásica en sus filmes. Pero con el cambio sucedido durante el siglo XX en cuestiones musicales (dodecafonismo, electroacústica, acusmática, experimental) también se le abrieron nuevos intereses a la música para cine; aunque cabe decir que, inicialmente, la música de cine no sintió la evolución de la música, pues retomó la forma romántica de la melodía (propia del siglo XIX). Sin embargo, la evolución musical tiene que ver con la historia de la tecnología musical y con los cambios culturales de los oyentes. Y la historia de la música cinematográfica, ineludiblemente, ha estado unida a la historia del cine. Este usualmente ha empleado formas musicales breves, a diferencia de la tradición de la música tonal (predominante en los primeros años del cine), que tiende a ser de composiciones largas. La composición para cine inauguró una nueva forma de creación musical en la que la concisión y la reparación eran puntos determinantes. Para eso, se precisaba una adecuación al flujo dramático, una preparación, una intensificación, un adelantamiento y una conclusión, todo esto apegado (como línea básica) a la variación permanente que se presentaba dentro de un filme. Justamente, las nuevas creaciones musicales también llegaron al cine para proponerle rupturas y variaciones. Una de

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El punto de quiebre que marcó un avance en el papel que entraría a jugar la música en el cine se dio a partir de la década de los cincuenta, cuando, por un lado, se reforzó el vínculo con el serialismo musical y, por otro, se avanzó en la aceptación del azar como elemento para la composición musical fílmica. También influyó el posicionamiento de la música electrónica y, finalmente, el surgimiento de la música concreta, que le daría cabida a sonidos musicales o naturales procedentes de discos de gramófono, Fuente: https://disenodelainformacion.wordpress.com los cuales eran retomados y modificaesas primeras incorporaciones musicales dos para hacer parte de una composición renovadoras de la dinámica cinematográ- mayor. Sin embargo, todas estas incorporafica fue el uso de la técnica compositiva dodecafónica por parte de Leonard Ro- ciones han estado opacadas por el poco senman, en el filme La telaraña (Vicent interés que se ha tenido en estudiar la múMinelli, 1955). Aunque Schönberg ha- sica del cine como composición autónobía desarrollado su escala dodecafónica ma. El análisis del sonido en el cine solo hacia la primera década del siglo pasa- empezó a tener trabajos rigurosos a partir do, solo hasta la década de los cincuen- de la década de los ochenta, con excepción ta empezaría a hacer presencia en obras del trabajo de Adorno y Eisler, que data de los años cincuenta. Y no es que este deba cinematográficas.

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filosofía, la literatura o los estudios culturales. Claro que hay una realidad notable que no puede pasarse por alto, y es que la música sigue siendo la menos comprendida de las artes, aunque, al estar configurada como un lenguaje (según dicen los discursos mayoritarios), debería ser posible conocer sus elementos para entenderla. Sin embargo, discusiones contemporáneas ponen en duda la condición de lenguaje de la música, tal como ha venido discutiéndose desde hace más de cincuenta años sobre la catalogación del cine como un tipo de lenguaje. Adaptándose a las variaciones de la teoría musical, el cine moderno http://es.jamesbond.wikia.com/wiki/Agente_007_contra_el_Dr._No se alinea con la polifonía y la disonancia. Esta ser el punto determinante en los estudios apertura trae variaciones ventajosas para cinematográficos, pero, ante la ausencia de el desarrollo dramático del filme, dado su estudio, vale la pena empezar a pensar que el sonido se autonomiza (aísla) y se dinamiza, lo que abre nuevos caminos el cine desde dicha orilla. Por supuesto, el análisis no debe ne- para la interpretación. El sonido puede, desde un determicesariamente provenir de los músicos (usualmente concentrados en rigurosi- nado momento, incitar la tensión, aundades estrictamente musicales), pues la que no corresponda con el desarrollo del tendencia actual muestra que quienes se relato. Esta variación concuerda con la preocupan por este tipo de análisis usual- emancipación de la armonía en el ámbito mente provienen de otras áreas, como la musical. Poco a poco, la música en el cine

Fundamentalmente, por lo que se refiere a la música de cine, el jazz rompió la wag-

neriana de los leitmotiv y los temas reem-

plazándolos por un comentario musical e impresionista, que funcionaba más como un narrador omnipotente en la película que como una partitura para el cine. La

naturaleza expresiva era más aforística… (Lack 251)

De esta manera se estaba en consonancia con el pensamiento de la época (“fragmentario, discontinuo e introvertido”), que se alejaba con fuerza de la necesidad del mimetismo y del tematismo y que aproximaba la imagen a una dinámica más temporal, más musical. En la nueva ola, la música fue un elemento de estilo que prefiguraba la acción e introducía la ironía. Con el ascenso de la atonalidad, se le dio más importancia al timbre, a la textura y a la densidad, mientras que se impuso la libertad rítmica y la ausencia de dirección, 1 Es importante citar filmes emblemáticos que introdujeron, con bastante notoriedad, los sonidos del rock y del jazz: Semilla de maldad (Richard Brooks, 1955) y Agente 007 contra el Dr. No (Terence Young, 1962).

de tema y de melodía. Es decir, la atonalidad ha sido un emblema de libertad. Según Ana María Sedeño, la música atonal tiene una “capacidad parentética (poder de crear un tiempo entre paréntesis, un fuera de tiempo en el tiempo)”. Pero en un filme no siempre la música es completamente atonal, pues funciona cada vez más en apoyo equilibrado con la música tonal, sin recurrir siempre a los clichés que vinculan a una u otra con desorden u orden. La música contemporánea se ha adaptado más fácilmente al cine debido a su característica (compartida) de estar construida en formas breves (muchas veces independientes). Asimismo, el aporte de disonancias, proveniente de la música contemporánea, es algo que le interesa al cine debido a la posibilidad que abre de componer creaciones polifónicas o contrapuntísticas. La gran importancia de la música experimental en el cine es que ha sabido aprovechar la disonancia como recurso narrativo. En muchas ocasiones, su tono intempestivo e incompleto sirve para que, o bien la imagen se encargue de llenarlo, o bien el espectador sincronice sus emociones frente a la obra. No obstante, a pesar de la “emancipación de la disonancia” (que advierte María de Arcos) alcanzada durante el siglo XX, hoy la mayoría de la música cinematográfica, a nivel armónico, sigue siendo de estructura tonal. Esta breve introducción acerca de lo que supone reflexionar sobre la música del cine nos empieza a plantear diversos interrogantes a la luz de la teoría

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va adquiriendo más relevancia y deja de ser “telón musical” para pasar a ser “fondo” en el sentido positivo de “completar”, es decir, de crear contrastes que amplían, que intensifican las percepciones estéticas. Junto con la nueva ola, el jazz y el rock ascendieron en el interés para ampliar el espectro musical del cine. Lo primero que hicieron fue romper con el predominio de la orquesta sinfónica en la banda musical1:

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cinematográfica. Es preciso volver a pensar componentes del filme que pueden tener alcance musical: el movimiento, el ritmo, el tiempo, la sincronización imagen‑sonido. También es necesario volver a preguntarnos si debe coincidir la imagen con la música: ¿de qué forma: indirecta o antitética? Quizás volviendo la mirada a los estudios sobre el montaje podamos encontrar una mediación para establecer unidad en la afirmación y en la negación, en la pregunta y en la respuesta. En este camino, encontramos miradas que ya han empezado a esclarecer algunas cosas. Michel Chion nos dice que la música es el elemento más plástico, más flexible, del filme, puesto que se comunica más fácilmente con el público hasta alcanzar gran intensidad, dado su carácter sensible. Por el contrario, la imagen es más susceptible de alcanzar un límite (el encuadre), mientras que la música oscila entre el campo y el fuera de campo… y aún más allá. Por tanto, la música no “acompaña” al filme, sino que lo “co-irriga”, lo “co-estructura”. En ocasiones, “modula el espacio” y actúa como “fuerza activa” que “subjetiviza y psicologiza al cine‑público” (Chion 218‑230). Ya en una reflexión teórico‑práctica, Tarkovski invoca a la música para que funcione como un “estribillo poético” que logre remitirnos a las fuentes. Dicha práctica, evidentemente, le traerá nuevas experiencias emocionales al espectador que asiste a una sala de cine. El cineasta ruso concibe la música en el cine como un elemento natural del mundo sonoro. Por lo tanto, cree que, en muchas ocasiones, basta

con el ruido…, pues la música sobra. Sin embargo, aclara que es preciso seleccionar los sonidos para no caer en una cacofonía. Aunque al elaborar la banda sonora se le ha dado primacía a la presencia de la voz y se ha reducido la música y el ruido, Artavazd Pelechian, en su estudio sobre el sonido (citado en Barnier), hace notar que este se compone de ruidos y de música, y que, como material fílmico, es indisociable de la imagen. La ruta que conduce a este director está dada por dos movimientos: el ritmo y la emoción. Pelechian transforma el registro de los ruidos para llevar la expresividad acústica hacia la abstracción, usando música conocida (generalmente aquella que haya logrado despertar emociones colectivas), pues considera que dicha música está para sentirse, antes que para ser verbalizada o llevada a la reflexión. El director armenio se aleja de la sincronización, de la articulación, pero no de la posibilidad de suscitarle emociones al espectador (Barnier 171‑179). Él reconoce que el sonido insufla profundidad: la imagen está encadenada con el espacio, mientras que el sonido lo traspasa. Evidentemente, esta aproximación al minimalismo es cercana a la estética del cine silente. De similar manera, Godard instala con su práctica una juguetería que piensa el hecho fílmico, que lo redimensiona, al someter las partituras (creadas para el filme o tomadas del repertorio clásico) a una serie de rupturas e interrupciones recíprocas. Por supuesto, es el ritmo el que sufre la variación, el que se renueva, el que se enriquece.

Finalmente, recordamos que también la música contemporánea ha sabido servirse del cine, pues fue a través de este como las múltiples variaciones musicales ocurridas durante el siglo XX encontraron la mejor vía para llegar a un público masivo. De haberse quedado solo en los ámbitos tradicionales de difusión musical, habrían permanecido mucho más escondidas de lo que han estado. n

Bibliografía

Adorno, Theodor, y Hans Eisler. El cine y la música. Madrid: Fundamentos, 1981. Impreso.

Barnier, Martin. “El sonido en las películas de Pelechian”. En Materia y cosmos: las películas de Artavazd Pelechian. Bogotá: Idartes, 2011. Impreso.

Becerra, Sergio, y Rémi Fontanel. Materia y cosmos: las películas de Artavazd Pelechian. Bogotá: Idartes, 2011. Impreso.

Chion, Michel. La música en el cine. Barcelona: Paidós, 1997. Impreso.

Copland, Aaron. Cómo escuchar la música. México: FCE, 1994. Impreso.

De Arcos, María. Experimentalismo en la música cinematográfica. Madrid: FCE, 2006. Impreso.

Eisler, Hans. Composing for the films. Nueva York: s. d., 1947. Impreso.

Gorbman, Claudia. Unheard melodies: Narrative film music. Bloomington, IN: Indiana University Press, 1987. Impreso.

Kagel, Mauricio. Palimpsestos. Buenos Aires: Caja Negra, 2011. Impreso. Lack, Rusell. La música en el cine. Madrid: Cátedra, 1999. Impreso.

Sedeño, Ana María. La música contemporánea en el cine. Málaga: Universidad de Málaga, 2005. Impreso.

Stam, Robert. Teorías del cine. Barcelona: Paidós, 2010. Impreso.

Tarkovski, Andréi. Esculpir en el tiempo. Madrid: RIALP, 2002. Impreso.

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Igualmente, el compositor y director cinematográfico argentino Mauricio Kagel consideraba las películas sus verdaderas óperas. En ellas construía la dramaturgia cinematográfica siguiendo leyes musicales. Al tiempo que las asociaba con la diégesis, las mantenía totalmente autónomas frente al plano visual. De esa manera, añadía nuevas prácticas a la experiencia cinematográfica musical.

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Raymundo Gomezcásseres, Metástasis*

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dolfo Ariza, en el prólogo a la reciente edición de Metástasis, acierta al proponer a Pepe y Gonzalo como amigos de quienes llegan a leer el libro. Tiene razón. Ahora son amigos míos también. Algo que sentí al rompe apenas ellos inician su conversación poco convencional en la habitación del Hospital Universitario de Cartagena, donde Gonzalo está

* Raymundo Gomezcásseres, Metástasis (2.ª edición). Cartagena: Universidad de Cartagena, 2014. Impreso. La versión original de esta reseña fue publicada en El Meridiano Cultural, el 8 de noviembre de 2014. Disponible en goo.gl/3jgMQI.

recluido, aquejado de un cáncer linfático que lo acabará en seis meses. Son entrañables para mí por varias razones. Entre otras, por la proximidad generacional, los años sesenta, la música, el béisbol, el fútbol de playón y la similitud de la atmósfera de los pueblos en los que nos criamos jugando los mismos juegos —la libertad— y haciendo las mismas amistades. La Montería aún rural de los años sesenta que irrumpe en la novela se diferencia poco de la Ciénaga de los años setenta en la que empecé a hacerme hombre y voraz lector. Así que por estas razones, y por otras que omito, me siento próximo a este par de compinches de Raymundo Gomezcásseres. Son entrañables en la felicidad, en las ilusiones, en el padecimiento, en la muerte, que ambos quizá hayan vivido desde el momento en que sus manos coincidieron en un rústico bate de béisbol en una Montería desaparecida, que cambió impulsada por otras metástasis. La muerte de Gonzalo de alguna manera sugiere la muerte de una Montería en la que fueron felices bebiendo, oyendo salsa, puteando, protestando y escribiendo; sin duda, los signos de nuestro mayo tropical a cuarenta grados. Esta muerte de la Montería pueblo, que horroriza un poco al Pepe que vuelve tal vez él también, sin saberlo, a recoger los pasos, tiene una particularidad: no desaparecer como

Marta y Barranquilla las han padecido, las padecen, en un ciclo que tarda en cerrar. Pero no todo está perdido. Queda esperar que otros tomen el mando para completar la tarea que ellos perfilaron. Ellos, los chicos que se hicieron hombres entre fines de los sesenta y la primera mitad de los setenta, una etapa de tránsito que la salsa y el vallenato marcan bien. ¿Será la generación de Gonzalo Enrique la que asuma la tarea inconclusa? Por lo pronto, la gorra que él se cala le queda bien, muy bien. Buena novela esta Metástasis, que en su segunda y definitiva edición se lee de un tirón de noventa minutos, el tiempo que el Barcelona tardó en caer ante el Celta de Vigo (0-1) en su propio estadio. n Clinton Ramírez Santa Marta, noviembre de 2014

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desaparece Gonzalo, sino convertirse en otra cosa, la placa de asfalto que un Pepe dolido quisiera destruir. Es, sin embargo, una forma de muerte para seguir viviendo o agonizando, según se mire su metamorfosis. La esperanza sin embargo, a pesar del dolor, el olor y la muerte, a pesar de la mutación de pueblo a ciudad que sufre Montería, de las muertes de los amigos, aparece al final en el gesto de entrega que Pepe hace de la gorra de béisbol al hijo de Gonzalo, el niño Gonzalo Enrique. En este hecho, aparentemente sentimental, encuentro una clave poderosa: un cambio de mando que prescinde de las palabras; que nada exige, pero que todo lo torna visible. Montería ha cedido al concreto, a la acelerada urbanización, a las corruptelas, a las migraciones, a las invasiones, a la violencia sistemática: a metástasis de distintos signos. También Ciénaga, Santa

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Maipina de la Barra, Mis impresiones y mis vicisitudes en mi viaje a Europa...

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legó a existir ese momento único en la historia de la literatura de viajes cuando el testimonio escrito fue el medio principal para conocer otras culturas. Esto le confirió una enorme importancia a lo que dichos testimonios pudieron significar en el reconocimiento de esos países y continentes, solo posibles de traducir en el dibujo de un párrafo. Este fue el tiempo de Maipina de la Barra, una mujer de convicciones autónomas que no encajaban del todo en la sociedad chilena de finales del siglo XIX. Su testimonio viajero es el único libro publicado por una mujer en Chile en este momento. Maipina tenía orígenes acomodados. Sin embargo, luego de la muerte

de su esposo, se dedicó a enseñar piano y a cuidar de su hija. Para esto, intentó siempre mantener una economía independiente a través de clases y recitales de piano. Fue en compañía de su hija Eva y a los treinta y nueve años cuando viajó a Europa, respectivamente a Italia y Francia, viaje que testimonia en la primera parte de su libro. La viajera ofrece párrafos de rica y minuciosa diversidad descriptiva, en los que priman atmósferas y situaciones expuestas con detalle y estilo narrativo. Por ejemplo, nos presenta el ambiente social parisino, con sus teatros, museos y parques, que la autora compara con los del lugar de origen, al igual que lo hacían muchos viajeros latinoamericanos del momento. En estas descripciones, siempre se muestra a Latinoamérica en desventaja, en contraste con una Europa progresista y culta. Asimismo abarca descripciones de paisajes locales latinoamericanos, hechas a partir de la mitad del libro, en las que testimonia su viaje a lomo de mula por la cordillera de los Andes hasta Argentina. En un ambiente menos acomodado, Maipina emprendió este viaje hasta Argentina casi como un recurso de huida y de búsqueda de alivio a sus angustias del momento. Estos relatos son ricos en anécdotas y en episodios, muy comunes en este tipo de viajes por caminos y

lectoras”. Muy seguramente, Maipina espera que sean las mujeres su receptor directo, pues, finalmente, es a las mujeres de su tiempo a quienes Maipina deseaba influir. En cuanto lectores y lectoras actuales, este libro nos invita a hacernos de nuevo algunas preguntas, en un intento por socavar las temporalidades históricas que se atraviesan entre la primera publicación del libro de Maipina y su reedición en el año 2013 (Chile, Editorial Cuarto Propio). ¿Se ha cumplido en su totalidad la tarea de educar a la mujer en nuestros países latinoamericanos? ¿Continúan las mujeres sometidas a una economía precaria y dependiente? ¿Están todas las mujeres, sin importar su estrato económico, educadas? Si, al igual que nuestra viajera, entendemos la educación como eje primordial del desarrollo del pensamiento y la libertad individual, entonces debemos aceptar que aún nos queda mucho por avanzar y comprender en nuestras sociedades latinoamericanas acerca de la inclusión femenina en el campo educativo e intelectual. Maipina y sus progresistas afirmaciones de educación y cultura para la mujer están aún construyéndose, no son un camino andado, a pesar de los cambios y accesos educativos de los que gozamos hoy día las mujeres. Es así como este testimonio viajero, escrito por una mujer en el conservador Chile del siglo XIX, es aún un fresco material de refuerzo, nada obsoleto, nada añejo. Todo lo contrario: es un libro para recrearnos en cómo se ha ido

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montañas nada fáciles. La viajera recrea sus aventuras con un tinte de curiosidad compasiva por ese mundo propio que, ella considera, merece una posibilidad de avance educativo, social y cultural. Maipina posee una potestad en la palabra y en sus verdades personales que hacen de su testimonio de viaje un precedente de libertad y soltura social, sobre todo cuando se trata de hablar sobre la necesidad, imperiosa para ella, de educación para la mujer. Es, sin duda, gracias al viaje —tanto al extranjero como a las montañas andinas—, que ella asumió sus premisas de expansión y conocimiento como una fuente de estímulo y de potencia creadora: “Al salir de América, vamos viendo que el mundo es tan diferente cual nunca creíamos; comprendemos que todo se puede esperar, que nada debe admirarnos y que nunca es tarde para aprender, pues el saber es una parte muy necesaria de nuestra vida” (71). En el libro de Maipina de la Barra es reiterativo su reclamo de educación para sus congéneres: “Ved si no será justo que se le proteja, que se le trate con cordura, que se le instruya; en una palabra: que se la eduque…” (163). Este pedido llegó a convertirse en una causa personal que se hizo visible, primero, en el testimonio viajero y, más adelante, como cuenta su historia de vida, en charlas y conferencias públicas tanto en Chile como en España, en donde encontraron asidero y exclamación en “voz alta”. Por eso, no es casual que haya dedicado este libro a las mujeres: “queridas

construyendo la inquietud intelectual en las mujeres; en cómo el viaje y la escritura entregan su aporte a la historia de esa lucha femenina por encontrar un espacio social e ideológico en el mundo. Porque, como bien dice nuestra viajera en el capítulo XVIII (“Educación”): “La educación bien entendida de nuestros hijos, y especialmente de nuestras hijas, para no volver jamás a ser pequeñas” (164). Este libro nos llega luego de casi un siglo de olvido, gracias a la historiadora chilena Carla Ulloa, que hace una reedición crítica del original de 1878,

publicado en Buenos Aires. Además, cuenta con un prólogo amplio y esclarecedor, escrito por la misma editora (lue-

go de una larga investigación histórica que duró cuatro años), en el cual contextualiza a cabalidad la vida de Maipina de la Barra y el momento histórico cuando

se forjó y publicó este importante testimonio de viaje. n

Angélica González Otero

Candidata a doctora en literatura comparada

Jairo Restrepo Galeano, La marca de la ausencia*

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* Jairo Restrepo Galeano, La marca de la ausencia. Ibagué: Caza de Libros, 2014. Impreso. Reseña originalmente publicada en el blog El rinoceronte ilustrado, en noviembre de 2014. Disponible en goo.gl/PX4pBk.

cercarse a la obra narrativa de Jairo Restrepo Galeano por primera vez es una refrescante experiencia llena de emociones y descubrimientos. Su más reciente novela, La marca de la ausencia, es una excelente puerta de entrada a su obra (para quienes aún no la conocen), que se ha ido consolidando a través del tiempo con premios y publicaciones que ratifican la calidad y madurez de este escritor tolimense. Sus novelas Cada día después de la noche (1996), Narración a la diabla (1998/2008), Señales atendidas (2012), Soledad para dos (2013) y Mar (a) mar (2013), además de varios libros de cuentos, dan fe de una carrera bruñida en el tiempo y en una elaborada “cocina de escritor”, para usar el término de Cassany.

globo de aire caliente [...]”; “un cadáver no se define sino por su ausencia”. La estructura narrativa es sofisticada, en forma de malla, de tejido, y a la vez circular y de doble cara, que se retuerce como una cinta de Moebius. Los intertextos abundan en la narración: sueños; relatos escritos por el mismo autor/narrador que regresan con fuerza —como aquel sobre la esclava insurrecta Lorenzana de Acereto—; evocaciones; alucinaciones; los testimonios de Lascarro sobre sus momentos angustiosos cuando se ve atrapado en el lodo de la avalancha con su hijita y cómo son rescatados por un valeroso Antonio; el testimonio también de Jesús sobre su apogeo y miseria en el corregimiento de Jesús del Río, al pie del Magdalena, una población sometida a los vaivenes de la guerra, en la que nadie puede alinearse con nadie so pena de ser acusado y ajusticiado bien sea por auxiliador de la guerrilla o de los paramilitares o del Gobierno; la entrevista con un sicario de los bajos fondos cartageneros. Estos intertextos dan el sustrato necesario para que la historia avance de manera fluida y armoniosa. Por otra parte, quizá el gran mérito de la novela es su construcción de espejos enfrentados, de cajas chinas que se contienen una a la otra, de rostros que remiten y evocan otros rostros, de historias que se apagan allá y se encienden aquí como en el acto de magia de un gran prestidigitador. Los personajes parecen venir en duplas: Jerónimo/Antonio, Adriana/Anastasia, Adriana/Lili, Lascarro/Antonio. El uno se desvanece en el otro, el otro se funde

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Los aciertos de La marca de la ausencia comienzan con su título. Hoy día se cae con frecuencia en el facilismo de bautizar novelas con frases cotidianas o lugares comunes. El libro de Restrepo Galeano vale por otras razones mucho más que por su título, por supuesto. Una historia sencilla y directa entramada en una compleja polifonía de tejidos, personajes, trasfondos y situaciones de nuestro país en apretadas ciento veinte páginas. El narrador es Eliseo Magdalena, también conocido como Jerónimo, un maduro periodista y profesor universitario que vive en Cartagena y quien realiza una investigación sobre el desplazamiento forzoso en nuestro país. Su alumna y asistente de investigación, Adriana, lo acompaña a entrevistar a Jesús Lascarro, un desplazado del Magdalena medio y sobreviviente de la tragedia de Armero. Jesús necesita encontrar trabajo como maestro, pero, por encima de todo, precisa cerrar una vieja herida de la tragedia, el reencuentro con su hija Lili, a quien perdió de vista después de ser rescatados los dos del lodo de la avalancha. La niña, en ese entonces de tres años, ha tenido un destino diferente. Sobre este eje central, que jalona la historia de comienzo a fin, se despliega el andamiaje narrativo de la obra. Una estructura que está impregnada del más admirable manejo del lenguaje, que por momentos parece alejarse de lo narrativo y adentrarse en lo poético: “El mar respira tórrido y moderado sobre mi cuerpo, se encaja en mis ojos que lo miran”; “una vez terminada la melodía, floté como un

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en el primero, en una escenografía de sombras chinescas donde el azar, el accidente, choca con el determinismo de una oscura concatenación que hace que todos los acontecimientos sean devorados en la entropía de la historia. El lector duda, el autor sugiere, en un juego en el que uno y otro luchan por desenmarañar las referencias circulares, el ourobouros (la serpiente que se engulle a sí misma), el personaje que se identifica en el otro y cuyo punto de vista se desplaza de uno a otro en un remolino sin fin. De manera paradójica, el principal acierto de la novela se convierte en su talón de Aquiles. Como en cualquier obra de creación, la cocina del escritor debe cuidar el ajuste perfecto de los ingredientes, una pizca de más en un aliño puede poner en peligro el delicado equilibrio de temperatura, sabor, textura, colores del plato. En este caso, parecería que hay un abuso de la técnica narrativa a costa de la narración pura. Hay un artificio de más,

una caja china, de las muchas, que parece excesiva; sobraría alguna de las autorreferencias, como aquella entre Jerónimo y Antonio, por ejemplo, en el juego de impostores, de quién suplanta a quién. Esta pizca de más no alcanza a dañar el plato, si bien lo deja algo recargado en una obra tan breve. La novela, al final, sale adelante por la fuerza de la historia, por el final sorpresivo que, si bien está prefigurado, obliga al lector a volver sobre ella para explicarse por qué no se percató de él desde el comienzo (eso hace que una novela sea meritoria de por sí), por sus preciosos pasajes poéticos, por su retrato de la violencia y del desplazamiento forzoso de nuestro país, y, muy en especial,  por cuanto es una demostración palpable del placer estético, del placer del texto que es capaz de brindarnos Restrepo Galeano en su obra. Buen apetito. n Philip Potdevin

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a obra dramática de Séneca constituye la obra menor del autor cordobés, opacada por la prosa de sus tratados y de sus epístolas. Pero si las piezas que compila la editorial española Cátedra en un extenso volumen (colección Letras Universales n.º 450, 1246 páginas, 2013) no hubieran sido atribuidas a aquel, probablemente se habrían perdido. La valoración que la crítica ha hecho de su teatro ha variado según la época. Fue exitosa durante la Edad Media y el Renacimiento (siendo modelo para la escena francesa, italiana e inglesa). Pero fue denostada durante el siglo XIX hasta

el año 1973, cuando se multiplicaron las ediciones de las obras del que fuera consejero de Nerón y autor del discurso justificador del parricidio de Agripina. En sus tragedias, Séneca se caracteriza por el particular tratamiento que hace de las pasiones (sobre todo de la ira); por eliminar el enfrentamiento entre el hombre y la divinidad; por el tono retórico y el uso de la sententia. El cordobés respetó las unidades aristotélicas y siguió la preceptiva horaciana a la hora de componer sus diálogos: no hay en escena nunca más de tres personajes y cada entrada o salida de un personaje implica un cambio de escena. Además, en Séneca, el coro tiene una función de hilo conductor de la trama y el prólogo es meramente expositivo, de modo que con él principia el clima emocional que predomina en la obra. El héroe, por su parte, es problemático y tiene plena conciencia de su mito, mientras que la participación divina, en forma de personaje, solo se produce en una de las piezas. Por estos aspectos destaca Séneca entre sus contemporáneos. La edición de Leonor Pérez incluye las ocho tragedias senecanas (la pesimista Las troyanas, sobre la caída de Troya; Hércules, que sigue el modelo euripídeo; Las fenicias y su sorprendente ausencia de un coro; Medea y la tragedia de la venganza; Fedra y su final redondo con un

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Séneca, Tragedias completas

Teseo desesperado; Edipo y el juego del conocimiento basado en el ser y el parecer; el desagravio a Tiestes, Agamenón; y la historia de los nietos de Tántalo, Tiestes), además de la incompleta Las fenicias y otras dos de dudosa atribución, Octavia y Hércules en el Eta. Pérez rechaza, en una prolija introducción, que las tragedias fueran escritas como apoyo de la predicación estoica y que sean una mera perversión de las tragedias griegas. Justifica su postura,

respectivamente, en el determinismo casi teleológico del héroe trágico y en la utilización constante, por ejemplo, de la uariatio, de palabras ideológicas (uirtus, pietas) y de dioses infernales romanos (Furor). En definitiva, se trata de una versión teatral de los mitos griegos, desde el prisma de un valioso dramaturgo latino en una esmerada edición. n Carlos Ferrer Crítico español

Marc Chernick, Acuerdo posible: solución negociada al conflicto armado colombiano*

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* Chernick, Mark. Acuerdo posible: solución negociada al conflicto armado colombiano (3.ª edición). Bogotá: Ediciones Aurora, 2012.

cercarse a seis décadas de violencia y treinta años de procesos de paz en Colombia es lo que, de manera meticulosa, el doctor en Ciencias Políticas Marc Chernick ha hecho como parte de sus investigaciones sobre resolución de conflictos y derechos humanos en la Universidad de los Andes y en la Universidad de Georgetown. En seis sistemáticos capítulos, Chernick hace un recorrido por los procesos de paz en Colombia, desde La Uribe (1984) hasta la presidencia de Uribe (2002). Se acerca al papel de la Comunidad Internacional en la paz, a los conceptos de

En todos los procesos de paz surgirán ene-

migos que harán lo posible por descarrilar y desacreditar las negociaciones. Utilizarán los

medios para promover la duda y la inseguridad, generarán violencia en contra de todos

aquellos que sean asociados, o que estén po-

tencialmente asociados, con ambos lados de la mesa.

En su investigación, Chernick pudo entrevistar a los protagonistas centrales del proceso, y sus inquietudes se concentraron en la propuesta de incorporar a insurgentes armados en la arena política y en la democratización del régimen y de la sociedad, mediante reformas tales como la elección directa de alcaldes y una reforma agraria y de desarrollo rural integral. En el capítulo 1, “El proceso de paz colombiano desde una perspectiva comparativa”, destaca cómo la violencia actual en Colombia ha persistido desde la elección presidencial de 1946, seguida por el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. De esta fecha, dice el profesor, se pasó a un conflicto armado de baja intensidad en la década de los sesenta. Y a uno multipolar entre guerrillas, paramilitares y Estado en los ochenta. Mirando la perspectiva de otras guerras frías en el ámbito mundial, este investigador transita por los distintos periodos de la violencia en Colombia, para mirar sus causas. Se pregunta en qué condiciones son viables las negociaciones, cuál es el rol que puede desempeñar la comunidad internacional y cómo debería estar representada la sociedad civil. Chernick va trazando el camino histórico de la violencia. Desde 1948 a 1958; el Frente Nacional; los movimientos inspirados en el Che Guevara; el surgimiento de las Farc, el EPL y el ELN

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injusticia y violencia; a la industria y el desarrollo de la droga en la región andina y el conflicto armado en Colombia; hasta llegar a lo que presenciamos aún hoy por los medios de comunicación: el retorno a la mesa de negociaciones. En la introducción a esta tercera edición de la obra, el autor resalta “que los negociadores tanto del gobierno como de la guerrilla deberían aprender de la historia acumulada de treinta años de búsqueda de paz en Colombia”. Con la convicción de que el retorno a la mesa de negociaciones es el camino para la paz, Chernick tiene en cuenta las distintas posiciones que frente a la paz y los procesos de negociación han adoptado los distintos presidentes. Dos de los primeros conceptos en relación con la paz los definió Belisario Betancur cuando se refirió a los factores objetivos y subjetivos de la violencia en el marco de la apertura del primer proceso de paz en 1982. Un aspecto importante que menciona al inicio del libro parte del concepto del sociólogo norteamericano John Galtung, quien habló de violencia indirecta o “violencia estructural”. Este sociólogo sostenía que, si no se tomaban en cuenta las causas de la violencia, no podía existir una paz duradera. Este aspecto, en un país como Colombia, parece ser una de las razones para que la paz aún no se concrete. Para Marc Chernick:

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en los años sesenta; el M19 en los años setenta; el movimiento guerrillero Quintín Lame en los años ochenta. Y después se acerca a la aparición del narcotráfico; a la “guerra global contra el terrorismo” en el 2001; al fallido intento de negociación entre Andrés Pastrana y Manuel Marulanda Vélez, proceso que “habría podido ser viable, pero fue estructurado inadecuadamente y ambas partes no pudieron o se rehusaron a adoptar las decisiones y compromisos necesarios que lo habrían hecho avanzar”. En todo este recorrido tejido con citas de otros estudiosos, cifras, sucesos, hechos, posiciones de presidentes y de otras guerras a nivel mundial, los lectores colombianos —y los de cualquier otro país— pueden ubicarse en un completo estudio desde las ciencias sociales sobre uno de los conflictos armados más complejos en el mundo. Citando al historiador Hobsbawm, Chernick aclara cómo la violencia colombiana ha ocasionado una

de las más grandes movilizaciones campesinas del siglo XX. Y un cuestionamiento fundamental que se hace es que después del auge del narcotráfico aparece una nueva violencia donde el elemento más perturbador ha sido la proliferación de los ejércitos antiguerrilleros privados y la paramilitarización de la guerra, con lo que el presidente Álvaro Uribe Vélez definió como “guerra contra el terrorismo”, en lugar de buscar una solución negociada. Finalmente, el profesor Marc Chernick concluye que, después de sesenta años de guerra y casi tres décadas de negociaciones fallidas, ninguna de las partes ha logrado la suficiente ventaja militar para derrotar a la otra. En este sentido, considera importante que el conflicto se resuelva por medio de negociaciones políticas. n Lida Marcela Pedraza Quinche

Hojas Universitarias realiza las siguientes aclaraciones con respecto a las erratas registradas en la edición 70-71 y presenta disculpas por las molestias ocasionadas a los afectados: El autor del cuento Maternidad es Ricardo Díaz Alarcón, no Ricardo Díaz Calderón (p. 136). El nombre del compositor entrevistado en la sección Música es Luis Fernando Hermida Cadena, no Luis Fernando Hermida Peña (p. 233).

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Fe de erratas

El juego en que andamos Si me dieran a elegir, yo elegiría esta salud de saber que estamos muy enfermos, esta dicha de andar tan infelices. Si me dieran a elegir, yo elegiría esta inocencia de no ser un inocente, esta pureza en que ando por impuro. Si me dieran a elegir, yo elegiría este amor con que odio, esta esperanza que come panes desesperados. Aquí pasa, señores, que me juego la muerte. Juan Gelman (Buenos Aires, 1930 – México, D. F., 2014)

FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES, HUMANIDADES Y ARTE Departamento de Humanidades y Letras

ISSN: 0120-1301