El valor de la palabra

7 jun. 2008 - con dendritas como retamas y glicinas orientadas a la que te criaste, y con extensiones nerviosas que inexorablemen- te conducen al delirio, ...
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Notas

Sábado 7 de junio de 2008

LA NACION/Página 35

El valor de la palabra Por Luis Gregorich Para LA NACION E doy mi palabra.” No hay en la lengua española (ni, seguro, en muchas otras) una expresión más bella, austera y rica simbólicamente para afirmar un compromiso, de persona a persona. Es menos estridente y más creíble que “te lo juro por mi honor”, y se opone al sentimentalismo extorsivo de “por la vida de mis hijos”. Todos podemos dar nuestra palabra, como un bien precioso que nos constituye, y todos pueden recibirla. La traición a la palabra dada es la madre de todas las traiciones. Desde el punto de vista del lenguaje gestual, la palabra dada sólo puede ser acompañada por un apretón de manos, que es –o debería ser– lo contrario del beso mafioso. Aceptemos el riesgo y la ingenuidad de la nostalgia, y recordemos que, cuando nuestros abuelos daban su palabra, ya fuera en nombre de una convicción o por una deuda material, ese don tenía más fuerza que un contrato firmado en severas escribanías. Quizá la frase que mejor complemente la anterior se consiga con un simple cambio del posesivo por el artículo: “Te doy la palabra”. Hemos pasado a un escenario distinto, protagonizado por la generosidad del diálogo. No se trata, por supuesto, de revivir al

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hasta la “puta oligarquía” de D’Elía. No se trata de refutar los burdos paralelos, sin la menor prudencia histórica, de la actual dirigencia del campo con golpes militares o con la Unión Democrática de 1946. No se trata, siquiera, de entrar en lo específico del conflicto, donde se evita admitir que existió una inconsulta actitud confiscatoria, rápidamente disfrazada, gracias a cataratas verbales, de necesidad redistribucionista. Basta mencionar los cinco años de imposibilidad para el diálogo con la oposición y la prensa, apuntalada por el sometimiento parlamentario y por la sobreactuación monologadora. En este sentido, el enfrentamiento con el campo parece haber producido un punto de inflexión. En adelante, el discurso oficial –y todo lo que hay detrás de él– deberá ser más flexible y receptivo, porque una clara mayoría social se lo exige. Hay que abandonar la autosuficiencia y la soberbia. Antonio Porchia decía: “Quien se queda mucho consigo mismo se envilece”. La libre circulación de la palabra pública, sin embargo, ha sobrevivido, y uno de los efectos paradójicamente positivos de esta crisis ha sido el incipiente regreso del debate intelectual. Defensores críticos del Gobierno y moderados opositores han dado a conocer

En la interminable pugna del Gobierno con el campo, casi nadie ha dado su palabra para cumplirla, ni se la ha facilitado al otro

Uno de los efectos paradójicamente positivos de esta crisis ha sido el incipiente regreso del debate intelectual

otro de la mudez con una Palabra teologal, sino de reconocer sus derechos para decir. Montaigne, después de Erasmo, el primer intelectual moderno de Occidente, decía que la palabra es mitad de quien la pronuncia y mitad de quien la escucha. En este caso, habría que añadir que entregamos la primera mitad a nuestro interlocutor, le ofrecemos que pronuncie la palabra, su palabra. Y sin exigir que sea una palabra estrictamente adecuada y necesaria: permitiendo que el otro hable, incluso desde una verdad turbia y confusa, porque le corresponde hacerlo. En la reciente e interminable pugna del Gobierno con el campo, casi nadie ha dado su propia palabra para cumplirla, ni tampoco se la ha facilitado al otro, escuchándolo serena y seriamente. En cambio –tal vez como nunca en un conflicto de esta índole–, se han derrochado verdaderos torrentes de palabras, que a menudo sirvieron para hacer más incomprensibles, para la opinión pública, los hechos que denotaban o encubrían. La disputa por el sentido y la batalla ideológica, naturales e inevitables en el dinamismo de la vida política, llegó a adquirir, por medio de una histérica verborragia, el carácter de amenaza para la paz social, más que los propios acontecimientos que los sustentaban. Las palabras más que los hechos –al menos en apariencia– quebraron consensos eventuales, anularon reuniones decisivas y contrajeron los rostros en muecas de rabia y desazón. Una cuota menor, aunque no despreciable, de esta inconducta palabrera debe ser adjudicada a los dirigentes de las entidades agrarias. Es cierto que su inexperiencia política, unida a los constantes tironeos, desplantes y agravios a que fueron sometidos por parte de funcionarios oficiales, explica sus errores,

sendos documentos: los primeros, por medio de un texto largo y laborioso, destinado a sostener, con pesada ideología, el proyecto oficial; los últimos, mediante un decálogo de generalidades, y buenas y compartibles intenciones, frente a la proximidad del Bicentenario. Ambos documentos, pese a sus diferencias y quizá debido a ellas, alientan la posibilidad de una auténtica controversia de ideas, uno de los combates incruentos que aún vale la pena sostener. Al gobierno quinquenal deben reconocérsele éxitos, sobre todo en el campo económico, aunque hoy se empeñe en inferirnos dudas con las descreídas cifras del Indec. También hay motivos para aplaudir por lo menos una parte de su política de derechos humanos, si bien a menudo la redujo, con intención o sin ella, a una agitación mediática de los casos de delitos de lesa humanidad. En Justicia, celebramos la renovación de la Corte Suprema, pero rechazamos el predominio oficialista en el Consejo de la Magistratura. El conflicto con el campo se resolverá, tarde o temprano, y sólo hay que esperar que sea con equidad y sin mezquindades. Pero la sociedad ha despertado de su letargo, empieza a borrar los feos recuerdos y el miedo, y se apresta a demandar, utilizando la sintonía fina, otros valores, nuevas conquistas. Entre ellos figura, seguramente, la reconstrucción de la palabra, que se empeña, que se da al otro y que se escucha: es decir, de la plena vigencia de las instituciones, del respeto por la ley y de una genuina política igualitaria.

aunque no los justifica. Los abusos verbales perpetrados en el masivo acto de Rosario atenuaron, en cierto modo, la propuesta de unidad de su extraordinaria movilización, un triunfo en sí mismo si se lo compara con el deslucido clientelismo de la concentración de Salta. No se puede plantear un ultimátum a la Presidenta, como lo hizo De Angeli, y menos sostener que “los Kirchner son un obstáculo para el desarrollo del país”, como afirmó Buzzi. A la luz de los años de sangre y dolor que ha vivido la Argentina, la investidura presidencial, conseguida en elecciones democráticas, es sagrada. Se pueden discutir y rebatir, incluso con dureza, su estilo y su gestión de gobierno, pero jamás poner en duda su legitimidad. Los dichos de Buzzi y De Angeli, incluso con su posterior y bienvenida rectificación, fueron equivocados y brindaron un buen pretexto para la suspensión del diálogo. Más palabras. En las últimas semanas

se han despachado y recibido infinidad de mensajes, especialmente a través de correos electrónicos privados y de los foros online de los medios gráficos, referidos a la situación actual y enjuiciando al Gobierno. La mayor parte de esa textualidad viajera es crítica para la gestión oficial, llegando, por momentos, a extremos de ironía, exasperación y hasta insultos personales, con lo que podría sugerirse que se trata de cadenas de comunicación organizadas. Esta profusión se ha convertido en uno de los argumentos preferidos del Gobierno y sus amigos para hablar, apuradamente, de presunto “golpismo” y clima “destituyente”. No se puede descartar que elementos residuales y más bien envejecidos de la dictadura militar hayan participado de esta pequeña y reprochable guerra elocutiva, utilizando la impunidad que brinda la Red. Pero denunciar conspiraciones planificadas o suponer que alguien, en la Argentina, tiene

la fuerza o la intención de derrocar a un gobierno constitucional sólo forma parte de una estrategia oficial que se autovictimiza y se dedica a eludir los verdaderos problemas en discusión. Sería más correcto leer allí, en esas explosiones de rabia contenida, el desahogo de vastos sectores de las clases medias urbanas (hoy inesperadas aliadas del ruralismo), que expresan su cansancio y desaprobación ante los procedimientos del Gobierno. Y, naturalmente, contra su forma de usar, derrochar, malversar (y también temer) la palabra. El Gobierno en su conjunto (incluyamos dentro de él, además de Cristina y Néstor Kirchner, a todos sus portavoces, formales e informales, porque obedecen a un mando único) ha recogido lo que sembró, ya desde mucho antes del conflicto con el campo. No se trata ahora de enumerar todas las variantes de la descalificación esgrimidas, desde los “piquetes de la abundancia” de la Presidenta

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AS voces mecánicas, grabadas, que hoy nos atienden por teléfono cuando llamamos a cualquier empresa (desde nuestra prepaga médica hasta un cine; desde un banco hasta una oficina de transporte de pasajeros o un aeropuerto; desde el servicio de informaciones de una consultoría hasta un consultorio o un local de venta de cualquier tipo de producto), nos hacen acordar, por antítesis, a aquella inolvidable pieza de teatro de Jean Cocteau titulada La voz humana. En esa obra, escrita y estrenada en los años 30 –que luego fue llevada al cine por el director italiano Roberto Rossellini, con la antológica actuación de Anna Magnani–, había una mujer (el único personaje), que hablaba por teléfono durante el transcurso de todo el espectáculo con un supuesto amante que la estaba abandonando. La “voz humana” era la de ella, que se estremecía por la ruptura entre los dos y respondía a aquella otra voz humana, inaudible, la de él, que le producía las reacciones que el público podía advertir, con lo que sobreentendía así montones de situaciones: el hecho de que ella seguía enamorada de él; la impresión de que probablemente había intentado suicidarse; la idea de que debía devolverle sus cartas de amor, etcétera. Esa obra fue tan original, tan singular, tan descollante, que cincuenta años más tarde fue convertida en ópera por Francis Poulenc y puesta en escena en el teatro Chaillot de París, con la soprano Anna Béranger. En la Argentina, hubo una telenovela muy exitosa en 1990 que se tituló, sugestivamente, Una voz en el teléfono, y cuyo autor fue el prolífico Alberto Migré. ¿Se acuerda?

Por Alina Diaconú Para LA NACION En un mundo en el que la tecnología ha producido, por supuesto, inventos fascinantes que nos facilitan tanto la vida y que nos abren nuevos horizontes y posibilidades, hay, a la vez, algo que se añora: esa voz humana que antes nos hacía más cálida y expresiva la comunicación. Llamábamos a cualquier parte, y alguien, una mujer o un hombre, un muchacho o una muchacha nos contestaban. Entablábamos, así, una conversación. Esa voz pertenecía a un ser humano, joven o mayor, a alguien que podía ser simpático o antipático, colaborador o displicente, dispuesto

los llamara robots. En realidad, es esto lo que son, más allá de la practicidad que ofrecen a diario, ya que se transforman en secretarias sin sueldo que nos informan de todo y que nos permiten, además, filtrar las llamadas. De todos modos, hay mucha gente que se resiste a dejar mensajes en estos contestadores. “Yo no hablo con máquinas”, argumentan quienes así piensan. Sí: hay algo en los aparatos que nos perturba o desconcierta. A nosotros, al menos. Somos también de los que preferimos dirigirnos a la ventanilla de un banco para hacer un trámite en

En un mundo en el que la tecnología ha producido avances fascinantes, que nos hacen más sencilla la vida, hay algo que se extraña: una comunicación más rica y expresiva a ayudar o no, alegre o malhumorado. La voz, la inflexión de esa voz, nos decía mucho acerca de la persona que nos atendía y que imprimía su sello en el vínculo que se establecía por un breve lapso y que podía ser comercial, informativo, aclaratorio, didáctico, o lo que fuera. Porque la voz de una persona es la persona. Es su personalidad, es su temperamento, su mentalidad, transmite sus pensamientos, sus ideas, sus emociones, su fuerza vital. Y esto puede ser, tal vez, lo que algunos añoramos en la actualidad. No es muy grato saber que hacemos una llamada telefónica y que nos vamos a encontrar con una voz grabada, que de tan neutra como suena parece inhumana. Cuando estuvimos en Rumania, hace poco, nos sorprendió que a los contestadores automáticos se

vez de usar las máquinas sabelotodo que están a la entrada . Nos gusta más conectarnos con una persona, oír una voz y ver una cara que usar un cajero automático. Este puede ser, acaso, un tema netamente personal. De todas maneras, puede haber otra gente que sienta lo mismo. A nosotros, las voces humanas que suenan inhumanas nos sobresaltan. Nos confunde escuchar el multiple choice que casi siempre llevan aparejado esas grabaciones por teléfono. El número 1, tal cosa; el 2, tal otra; el 3, otra opción y así, sucesivamente. Tenemos que pulsar una tecla o la otra y hay que elegir entre las variantes propuestas. ¿Y si nuestra inquietud es otra, si queremos la respuesta a un tema que no contempla ninguno de los números impuestos por la voz metálica? Nos falta el

El último libro del autor es La excentricidad de Borges y Perón, Editorial Catálogos

Rigurosamente incierto

La voz inhumana Todo vivir humano ocurre en conversaciones. Humberto Maturana

© LA NACION

interlocutor, alguien que tenga en cuenta los matices, las graduaciones, nuestras pausas, nuestras dudas. Y ni hablemos de las interminables esperas con música, tras el repetido estribillo: “Nuestros operadores están ocupados. Aguarde y será atendido”. A veces aguardamos; otras veces, nuestra paciencia claudica y, hartos, colgamos. Las voces inhumanas están en todas partes: del otro lado del tubo del teléfono, en los ascensores de los edificios “inteligentes”, diciéndonos si el ascensor sube o baja, en los juegos electrónicos, en nuestros celulares. Y por eso vuelve a nuestra memoria esa voz humana de la obra de Cocteau, que tanto transmitía del drama de la protagonista, de su sufrimiento, de su amor ya no correspondido, de su desesperación. Las emociones más intensas nacían de esas modulaciones femeninas y circulaban por el hilo de un teléfono. Es la fuerza de la palabra, en la vibración de una voz, lo que nos falta actualmente en muchas de las tareas de la vida cotidiana. Como si las maravillas de la tecnología hubieran devorado algo esencial del intercambio personal y esto no fuera otra cosa que deshumanización. Faltarían diálogo, coloquio, comunión, interacción, entendimiento entre voz y voz, entre un ser humano y otro ser humano. ¿No influirá esta modalidad en la manera como se vinculan las personas hoy en día? Desde un punto de vista psicológico y social, ¿no llegará más lejos la suplantación de una voz humana real, palpable, presente, por la fría grabación atemporal de un robot? En la así llamada era de las comunicaciones, ¿no estaremos incomunicados? © LA NACION Alina Diaconú es escritora.

Genio y chifladura Por Norberto Firpo Para LA NACION

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GRIPINO PERIBAÑEZ no tiene duda alguna respecto de que para lucir alguna sobresaliente cualidad intelectual, propia del genio, es menester, antes, sufrir alucinaciones u alguna otra clase de desequilibrio psíquico. “Con lo cual –asevera–, la genialidad es siempre una forma de la chifladura.” Antes de que sea demasiado tarde conviene aclarar que la teoría de Peribáñez habría incentivado chacotas si no fuera porque, según reciente artículo de The New York Times, eminentes neurólogos de la Universidad de California dedujeron eso mismo: que ciertas ralladuras de la mente y ciertos exóticos burbujeos de la materia gris estimulan los sentidos, desarrollan determinados talentos y son muy capaces de generar estallidos de creatividad artística. El neurólogo Bruce Miller, catedrático de esa universidad, asegura que disturbios de esa clase padecía, por ejemplo, el pianista Maurice Ravel cuando, a los 53 años, compuso los 340 compases de su famoso Bolero, en 1928. Pero, hay que reconocerlo, Peribáñez sabe bastante más que el doctor Miller sobre estos asuntos. Acababa de obtener el diploma de arriero en la academia agropecuaria El Semoviente cuando una tarde, mientras en tranquila caminata acompañaba a una condiscípula hasta su casa (la de ella), cayó sobre su cabeza (la de él) parte de la mampostería de una cornisa. “Si bien

en ese momento lamenté no haberle cedido a Brunilda el lado de la pared –admite, alborozado–, lo cierto es que desde entonces sólo se me ocurren ideas brillantes, como las que, sin mucho hesitar, ya he trasladado al secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno… Por supuesto, aquel terrible cascotazo estableció nuevas conexiones en mi cerebro y no saben lo feliz que me siento.” Desórdenes de ese carácter, con dendritas como retamas y glicinas orientadas a la que te criaste, y con extensiones nerviosas que inexorablemente conducen al delirio, dieron vigor y fundamento a talentos colosales: Vincent van Gogh le debe a la esquizofrenia su alta cotización en Sotheby’s, y Petrarca, Nietzsche, El Greco, Dostoievski, Flaubert, Nijinsky, Bobby Fischer y decenas de otros intelectuales y prodigios del arte no habrían alcanzado fama de clásicos si no hubiera sido porque los relámpagos de la alienación les permitieron otear horizontes del todo neblinosos para el hombre común. El libro Hombres fenómenos y personajes de excepción, del francés Robert Tocquet (Plaza & Janés), trata sobre tan rara cuestión y también ese autor apuntala esta coloquial advertencia de Peribáñez: “Si su croqueta no obedece al prudente sentido común y da muestras de genialidad, ¡atenti, es grave! Pida hora al psiquiatra”. © LA NACION