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Entre el cielo y el Infierno

Nimphie Knox

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¡Me siento feliz de poder regalarte este libro! ¡Espero que lo disfrutes! Envíame tus comentarios a: [email protected]

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Género: Romance LGTB, Drama, Suspense Colección: Vanadis Formatos de publicación: libro impreso y electrónico ISBN: 978-84-937926-3-3 / 978-84937926-4-0 Tamaño: 210x148 mm / 1.33 Mb Páginas: 278 Año de publicación: 2010 Copyright © 2009 por Sofía María Fernández Olguín De la presente edición: © 2010 Eldalie Publicaciones Aviso: Contenido para adultos (homoerótica)

Cómpralo aquí eBook 5.40 euros Libro impreso 9 euros

Luego de la muerte de su esposa, Alexandre vaga por las calles de París en busca de algo que le otorgue un consuelo momentáneo. Sumergido en una profunda depresión, se ha olvidado de vivir y se ha hecho adicto a una extraña droga llamada Poncio Pilatos. Una noche, Alexandre confunde el camino y llega al bar ''La luna empañada''. Allí conoce a Menfis, un hermoso cantante de apariencia andrógina que lo embruja con su belleza y su voz. Desde ese momento, la droga de Alexandre será Menfis. Su obsesión lo arrastrará a una vida de lujos, glamour y perdición, en la que, como en una gran obra de teatro, cada uno desempeñará un papel determinado: Alexandre será ''Sebastian'', el añorado amante, mientras que Menfis será la diosa, la reina ante la que el mundo se postra sin reservas.

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Sin embargo, ocultos bajo el glamour y la seducción, se retuercen oscuros secretos, terribles intrigas, sectas diabólicas que persiguen el cumplimiento de una profecía pronunciada hace siglos. ¿Cuál es el significado del dragón y la serpiente? ¿Qué destino aguarda a Menfis y a Alexandre? ***

Menfis comenzó a publicarse en un blog a principios del año 2009 y obtuvo varios premios, otorgados por la administración de Blognovelas.es: Mejor novela gótica, Mejor autor y Blognovela de Oro Otoño 2009.

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ÍNDICE Prólogo..................................................................... 4 Capítulo Uno: Emmanuel ............................................ 9 Capítulo Dos: Alexieu ................................................. 20 Capítulo Tres: Tu pasado, mi pasado ............................ 43 Capítulo Cuatro: Las Barbies no sangran....................... 55 Capítulo Cinco: Carnal ................................................ 68 Capítulo Seis: Mar Rojo .............................................. 93 Capítulo Siete: Alquimia ............................................. 102 Capítulo Ocho: En el paraíso ....................................... 110 Capítulo Nueve: Ritual................................................ 117 Capítulo Diez: Tuyo.................................................... 127 Capítulo Once: Sangre de su sangre............................. 138 Capítulo Doce: Tragedia ............................................. 148 Capítulo Trece: No nos dejes caer en la tentación .......... 159 Capítulo Catorce: Padre .............................................. 175 Capítulo Quince: Leria ................................................ 190 Capítulo Dieciséis: Aquelarre ....................................... 196 Capítulo Diecisiete: Que están en los cielos ................... 207 Capítulo Dieciocho: Zabaroth ...................................... 221 Epílogo ..................................................................... 233 La historia de Rumiel y Arikel ...................................... 235

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Prólogo

La mujer que dormía se llamaba Marie Claude, pero todos la llamaban «reina». Hacía trece años había dado a luz a princesa Valerie y su pequeño príncipe de nueve años se llamaba Emmanuel. Los dos habían heredado su pelo rubio y sus ojos azules, pero Princesa era la única que llevaba su condena: había aprendido a hablar recién a los cinco años y otros cinco le costó aprender a leer. Ya le venía la regla y todavía no sabía dividir. Príncipe, en cambio, había leído su primer libro de cuentos a los seis años y podía recitar los carteles de las catacumbas de París como si fuesen un poema. Vous êtes invité à ne rien toucher, età ne pas fumer dans l’ossuaire. Marie Claude se preguntaba qué diría Emmanuel cuando se enterase de que él había sido concebido allí mismo, en las catacumbas. ¿Dejaría de recitar poemas? Su marido había desaparecido hacía dos años sin siquiera vaciar

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los armarios. Tampoco les había dejado un mísero centavo. Pero cuando ella acudió a la escuela privada a la que acudía Emmanuel (Valerie no se había adaptado a las exigencias y concurría a una pública) para pedirles que no lo expulsaran por la deuda que se acumulaba, la directora la miró con extrañeza. Un hombre joven que se había presentado como «sólo Alexieu» había abonado el dinero de las cinco cuotas adeudadas y las treinta y dos que restaban. Marie Claude se despertó preguntándose por qué Sólo Alexieu había pagado nada más que la escuela primaria. Si era rico, otro par de miles de billetes no habrían sido la gran diferencia. —Era un joven alto, de ojos verdes y muy guapo —dijo la secretaria de la escuela. Marie Claude no conocía a ningún joven de ojos verdes y cuando oyó la palabra «guapo» se dijo que no quería conocerlo. Por culpa de un hombre así estaba como estaba, por culpa del padre de Princesa y Príncipe… Marie Claude se irguió y miró la hora. Faltaban quince minutos para la medianoche. Cuando se sentó sobre la cama vio las marcas de sus muñecas. Lo intentaba hacía un año y todavía no lo había logrado. Las cicatrices eran como las líneas de un pentagrama

musical,

como

los

renglones

del

cuaderno

de

Emmanuel. Doce menos cinco. Debía darse prisa. En un pequeño cine del tercer distrito proyectarían esa noche una película de terror seguida de otra. Marie Claude había dejado el periódico abierto sobre la mesa del desayuno y Emmanuel sucumbió a la tentación. Le dijo que iría a estudiar con un amigo. Levantó el colchón de su cama y sacó de allí un libro pequeño, antiquísimo. Se lo había entregado uno de ellos, un Arrepentido llamado Kaen Sabik. El libro era un recetario de invocaciones a diferentes demonios de bajo rango y el Arrepentido le había señalado dos de ellos con una cruz hecha a lápiz rojo. Ella había

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leído los dos pactos demoníacos varias veces, pero no encontraba la diferencia entre ellos. Tal vez, si Emmanuel los hubiese leído… En silencio, se arrodilló, extendió un brazo bajo la cama y arrastró la caja. Cuando la abrió, una cucaracha del tamaño de una pelota de golf se deslizó hacia afuera y se mezcló con la oscuridad. Marie Claude tembló. Le temía a las cucarachas. Con amargura, pensó cómo era posible. Ella, que había visto los sacrificios que ellos realizaban «en nombre de Dios», le tenía miedo a un simple insecto que cabía en la palma de su mano. Encendió las velas. Eran cinco. Una por cada punta de la estrella. Durante siete noches había dormido con la puerta de la habitación cerrada, para que sus hijos no viesen las cruces invertidas que había colocado en las paredes. La habitación estaba en penumbras. La luz de las velas hacía que las sombras de los muebles bailotearan sobre el suelo, en una danza temblorosa. No era que ella tuviese muchos muebles. Un armario de dos puertas, donde se acumulaba tanto la ropa sucia como la limpia, una cama amplia en la que dormía sola y una mesilla que sostenía tanto las pastillas que la ayudaban a dormir como la taza de café de hacía dos días. En el suelo, dormitaba el polvo que ya no se molestaba en barrer y en el techo, columpios de telarañas brillaban cuando las velas las acariciaban con su resplandor mortecino. Por la ventana sólo se veía una oscuridad fría y distante, y edificios recortados contra los aguijonazos brillantes que agonizaban entre nubes de contaminación. Cuando las dos manecillas del reloj llegaron al doce, se arrodilló frente al altar que había colocado en el piso y sacó de la caja las pequeñas aves moribundas, las estampas religiosas mutiladas y su rosario de cristal de roca. Con el rosario ahorcó las aves y con una daga de plata les abrió el estómago. Cuando se puso de pie y se sentó en el centro del pentagrama, se dio cuenta de que tenía

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el rostro bañado en lágrimas. —Espíritus

negros

y

atormentados

—balbuceó—,

espíritus

proscritos. Yo los convoco en esta noche, yo los llamo, yo los aclamo, yo los adoro, yo les ruego, yo les suplico…—Tembló de nuevo. La cortina de la ventana se agitó y de repente sintió un tremendo dolor en la parte posterior de la cabeza. Había caído de espaldas al suelo. La habían empujado. Y entonces la oyó. Parecía provenir de su mismo interior, de su cerebro castigado, de sus neuronas apagadas. Era una voz, y dijo: «Seis días tardó la Creación, diez fueron las plagas de Egipto, cuarenta noches duró el diluvio, ¿cuál es el número que tallaré en tu frente?» Marie Claude ahogó un jadeo. ¡Había funcionado! Juntando valor, apretó los puños y respondió las palabras que había memorizado: —Es la cifra de un ser un humano, y su cifra es seis, seis, seis… ¡no puedo abrir los ojos! «No necesitarás tus ojos. ¿Qué buscas? Respóndeme.» —¡Quiero salvar a mis hijos! «Tus hijos están condenados.» Un escalofrío le recorrió la espalda. —¡No es cierto! ¡Sálvalos, ayúdame, te lo suplico! «Seis días tardó la Creación, diez fueron las plagas de Egipto, cuarenta noches duró el diluvio, ¿cuántas almas alberga tu cuerpo?» —¡Una! ¡Una! «¿Cuántas almas tienen tus hijos?» —¡Una! ¡Una él, una ella! «Una ella. Una él. Ella está en él y él está en ella.» —¡No te entiendo! ¡Por favor…! «Ojo por ojo, diente por diente, alma por alma. ¿Aceptas?»

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—Está bien. «¿Aceptas?» —¡Sí! «Mi nombre es Zabaroth, ¿cuál es el tuyo?» Ella suspiró, desesperada. —Marie Claude Malory. «Marie Claude Malory, ¿cuál es tu deseo?» Ella quería salvar a sus hijos y Zabaroth le dijo que debía elegir uno de los dos. Que dijese el nombre del que no fuera el elegido. Ella, luego de pensar y repensar aquella frase, susurró «Valerie». Zabaroth explicó que pondría uno de sus demonios proscritos a cargo y que el alma de Marie Claude le pertenecería cuando ella muriera. Fuera de la forma que fuese. «Puedes suicidarte en paz.» Esa noche, cuando Marie Claude se lanzó al Sena, oyó de nuevo la voz de Zabaroth: «mi subordinado ya ha tomado su puesto, debes elegir su nombre». «Sólo Alexieu», pensó ella antes de morir. Cuando Emmanuel volvió, a las tres de la madrugada, no encontró en la habitación de su madre nada más que un antiguo medallón de oro con una estrella de cinco puntas grabada en el dorso.

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Capítulo uno: Emmanuel

Mary Magdalene Sabik no podía creérselo: por primera vez el cántaro le mentía. Él espíritu que vivía en su interior solía conformarse con sangre de animales, pero para contestar aquellas preguntas

había

exigido

sangre

humana.

Afortunadamente

todavía tenía reservas. Desde que les había comprado aquel medallón a los niños vestidos de negro que fornicaban en las catacumbas, su casa estaba atestada de criaturas malévolas. Los vasos levitaban, la comida desaparecía de su sitio y un día encontró su zapato derecho flotando en el escusado. Cuando metió la mano para recuperarlo, algo tiró de la cadena y su mano fue succionada hacia el interior, quebrándole la muñeca. Ya estaba harta. Convencida de que necesitaría ayuda para librarse de aquellos poltergeists, abrió el candado de su antiguo laboratorio y sacó de un armario un enorme recipiente de barro cocido. Hacía años que no lo utilizaba y parecía que el tiempo lo había hecho más pesado. O tal vez ella tenía menos fuerza.

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Su laboratorio le traía malos recuerdos. Antes, cuando todavía tenía esperanzas de ser elegida, solía mantenerlo limpio y ordenado. Ahora, con las articulaciones doloridas por la humedad y la vejez, cosas tales como la limpieza y el orden le importaban demasiado poco. Su laboratorio estaba ubicado en el sótano. Todo estaba tal cual lo había dejado: las estanterías repletas de libros antiquísimos, frascos que contenían semillas u hojas de plantas extintas hacía siglos, muñecos de cera, velas con formas humanas. En el centro del laboratorio, su mesa de trabajo, cubierta por una gruesa capa de polvo, todavía exhibía los restos de su último hechizo de magia roja. Sí, allí estaban los montículos de cera de vela, los pétalos de rosa, el mechón de cabello de aquel hombre al que había engañado. Sacudió

la cabeza para quitarse todos aquellos

recuerdos de la memoria. Todo estaba en orden allí. O casi en orden. Caminó hasta la mesa, para apoyarse, y en seguida gritó. Un clavo salido se le había enterrado en la palma de la mano izquierda. Insultando por lo bajo, dejó sobre la vieja mesa el plato que llevaba en la derecha. La sangre de las gallinas ya estaba fría. Ansiosa, buscó entre su manojo de llaves un trocito de alambre y se inclinó hacia un baúl grande y tosco, que sin duda había conocido tiempos mejores. Bueno, lo importante era que estaba intacto. En el laboratorio no había ventanas, de modo que nadie habría podido escabullirse en su interior. Y en caso contrario, ¿qué se habría encontrado un ladrón al forzar el candado de ese viejo baúl? Sólo un cántaro de barro. Un cántaro que, a pesar de parecer completamente vulgar, poseía un valor incalculable. Cuando la sangre llegó al cántaro, ya se había coagulado. Inquieta, nerviosa al pensar que tal vez el espíritu que moraba en sus profundidades hubiese desaparecido, aguardó sentada sobre sus rodillas el saludo acostumbrado.

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—Mío es el sabor de la sangre, tuyo es el sacrificio que entregas. Míos son los secretos que buscas, mías las respuestas que anhelas. —Hola,

Arlequeen

—saludó

Magdalene,

aliviada—.

Tanto

tiempo, me alegra ver que no te has oxidado. —La sangre burbujeó sobre la superficie del cántaro, salpicándole la ropa. —Magdalene, Magdalene, ¿qué has hecho? ¡Esta casa está más maldita que las monjas de Loudon1! —La sangre estalló en una carcajada y un humo perlado comenzó a flotar en espiral sobre la superficie. Magdalene apretó los dientes. El humor de Arlequeen la ponía de los nervios. —Para eso te he convocado. No sé qué está sucediendo. — Siguió con la mirada las volutas de humo que, haciéndose cada vez más densas, comenzaban a recorrer el laboratorio. Pasearon entre los frascos que estaban en el suelo, rodearon las patas de la mesa, subieron por las telarañas de los muros, por las manchas de humedad… finalmente llegaron hasta el techo y luego volvieron a bajar, deshaciendo su camino. —Cuéntame más. ¿Hace cuánto que sucede esto? —Magdalene se lo pensó. —Dos meses, más o menos. —No relacionó los hechos con la compra de aquel medallón. El humo de Arlequeen se enroscó en torno a sus piernas y ella se estremeció. Estaba helado. Cerró los ojos. Arlequeen subía por su vientre y se coló entre sus pechos marchitos. Cuando estaba a punto de llegar al cuello, Magdalene sintió que la superficie del cántaro rugía y que las lenguas del humo que le lamían los pechos le azotaban la piel. 1 Alusión al suceso que tuvo lugar en 1634 en la pequeña ciudad francesa de Loudon, y afectó a las monjas ursulinas del convento de la localidad, supuestamente hechizadas por el padre Urbain Grandier, quien fue acusado de brujería, de acuerdo con el testimonio de las endemoniadas.

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—¡Tienes un demonio colgando del cuello! —gritó Arlequeen. Magdalene sintió la boca en llamas. Bajando la vista, contempló el medallón que brillaba allí, entre los encajes rancios de su sostén. —¿Qué es? —preguntó. La voz le temblaba. —No lo sé. Acércalo. —Ella se lo arrancó del cuello y, lentamente, lo sumergió en la sangre. El cántaro se sacudió y la sangre comenzó a salir a chorros. Magdalene sintió que la cadenilla le quemaba la piel. La soltó, gritando de dolor. El humo pareció hacerse sólido y más frío que nunca. La empujó hacia atrás, congelándole los sentidos. Gritó, y la cabeza le dio de lleno contra el suelo. Cuando intentó abrir los ojos se encontró con la mirada furiosa de una criatura que no podía ser más que el demonio del medallón. Era completamente negra, como hecha sólo de vapor de oscuridad. Lo único vivo en ella eran unos ojos rojos y flameantes, sin pupilas, que se abrieron al máximo cuando Magdalene volvió a gritar. La criatura abrió la boca y rugió. Furiosa, le mostró a Magdalene una mano de uñas afiladísimas. —¡Sácalo! —chilló Arlequeen. Magdalene vio que la sangre chisporroteaba en todas las direcciones: el espíritu del cántaro estaba tratando de sacar de allí el medallón por sus propios medios, pero no tenía la fuerza suficiente—. ¡SÁCALO! — Magdalene envió una patada. El cántaro se volcó. En un instante, el peso de la terrible criatura desapareció y Magdalene gritó de nuevo al darse cuenta de que en el afán de quedarse allí, le había clavado las uñas en el costado. Jadeando, se incorporó. Temblaba. La sangre del cántaro se había derramado por el suelo y mezclado con la suciedad. El medallón la contemplaba desde allí, frío, terrible, maléfico. —¡Arlequeen! ¡Arlequeen! —gritó ella, sacudiendo el cántaro. —¡Estúpida! —gruñó el espíritu—. ¿De dónde sacaste eso?

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—Los satanistas de las catacumbas —balbuceó ella—, me lo dieron a cambio de que echara un maleficio de sangre. —Trató de recomponer su respiración—. ¿Qué es? —Arlequeen hizo silencio. —Un demonio —dijo al fin—, muy poderoso. Pero su situación es extraña. Está atado a un ser humano, a un joven. Es su guardián. Lo extraño es que tiene miles de años y es la primera vez que lleva a cabo esa tarea. —¿Cuál es su nombre? —preguntó ella, mirando el medallón con un temor respetuoso. —Alexieu. —Alexieu… ¿Por eso ha llenado la casa de poltergeists? —Sí. Quiere volver con su protegido. Está furioso. Si no le devuelves el medallón a su dueño, acabará matándote. —Ella tragó saliva. Una gota de sudor helado le bajó por la espina dorsal—. ¿Por qué no me cuentas más, Magdalene? ¿Por qué no me dices cómo llegó este demonio a tus manos? —No respondió. Decidida, se levantó, tomó el medallón y sin siquiera guardar el cántaro en su sitio, salió de allí. —Tráeme sangre de la buena, querida —exclamó el espíritu, antes de que cerrara la puerta.

Emmanuel Sebastian Malory tenía diecisiete años y muy pocas ganas de cumplir los dieciocho. Podría entrar legalmente a los antros, pero esa perspectiva no lo animaba en absoluto. Conocía todos los antros de París y los dormitorios de todos los hombres que se habían acercado a preguntarle su edad. ¿Cómo se llama un chico que se ha acostado con más de cien muchachos? ¿Maricón, calientapollas? Emmanuel prefería llamarse a sí mismo un curioso. Los hombres le causaban esa sensación, pero no la suficiente como para quedarse al lado de ninguno.

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Todavía no llegaba la persona capaz de llenar ese vacío en el estómago que sentía cada vez que se despertaba. A esas horas de la tarde, Emmanuel se encontraba en el cementerio. Se sentó sobre el suelo de piedra y observó sus manos, entumecidas por el frío. Estaban pálidas, ajadas. Miró a su alrededor; estaba rodeado por cientos de panteones borrosos, cada uno con su grotesco ángel o santo de piedra. Emmanuel conocía algunos panteones abandonados. Varias veces había pasado la noche entre sus muertos tristes, con la única compañía de un ramo de flores de plástico y un ataúd carcomido por el tiempo. Algunos panteones estaban vacíos. Y todos estaban demasiado sucios. A veces, cuando Emmanuel dejaba volar la imaginación, trataba de adivinar quiénes habían sido aquellos hombres y mujeres que ahora no eran más que cenizas. Se levantó y caminó hacia la salida. Las callejuelas del cementerio eran estrechas y los pasadizos, laberínticos. No había señales para poder ubicarse; sólo las estatuas le mostraban el camino. A Emmanuel le parecía ridículo que la gente gastara tanto dinero en los muertos. Apretó el paso. Tenía frío, ya casi era de noche y lo peor de todo: comenzaría a llover. Pero, ¿quién se preocuparía por él si llegaba tarde a casa? ¿Valerie? Se imaginó que estaría tan colgada de ácido como para saltar del quinto piso. Sonrió, imaginándosela ensartada entre las ramas de los árboles como una brocheta de pescado. Valerie era su hermana,

otra

curiosa.

Ella

y

Emmanuel

se

parecían

en

demasiado. El pelo, los ojos, la piel. La belleza. Pero la curiosidad de Valerie era distinta de la de Emmanuel. Y, pensándolo mejor, él ni siquiera se atrevía llamar a eso curiosidad. A Valerie le gustaba follar, punto. Le gustaba follar, las drogas, el alcohol, las fiestas, la ropa negra y escotada y los chicos con muchos

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piercings y tatuajes. Y a Emmanuel también le gustaba todo aquéllo, pero en cuotas proporcionadas. Si él no se preocupaba de sí mismo, ¿quién lo haría? Su madre estaba allí, bajo tierra, y los amigos de su hermana estaban más interesados en su trasero que en su bienestar. ¿A dónde iría? No tenía dinero. La lluvia se cernía sobre él, amenazante, en un cielo vaporoso, frío y ceniciento. Corrió por entre los árboles y los ángeles ciegos, bajó por escalerillas de piedra, hizo caso omiso a los gatos que correteaban de un lado a otro para resguardarse del próximo diluvio… y llegó hasta la salida, enmarcada por cinco enormes columnas griegas. Cruzó la calle y llegó hasta el parque. Se tambaleó y cerró los ojos. Ah, lo de siempre: un calor anormal le oprimió la frente, las pupilas se le llenaron de fuegos artificiales. Y de pronto, tan rápido como había llegado, la náusea se fue. Como un suspiro. Como el aire. Naturalmente, no había nadie en el parque. Las bancas estaban vacías y, aunque era día de feria, todos los vendedores se habían quedado en sus casas, resguardados por sus techos y sus paredes bienhechoras. Los toboganes se veían tristes sin ningún niño encima y las hamacas se balanceaban solas con el viento, como si los fantasmas de los infantes muertos se hubiesen escapado del cementerio para jugar en los juegos que no habían podido disfrutar en vida. Emmanuel se rodeó con los brazos. Sentía que se estaba muriendo de frío. Lo atenazó la tentación de volver a su casa, pero sacudió la cabeza al imaginarse a los amigos de su hermana apilados sobre el suelo uno encima de otro, esperándole para divertirse un rato entre los vapores del whisky, el humo de la

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hierba y los orgasmos alcohólicos. Tal vez, si tenía suerte, podría encerrarse a tiempo en su cuarto y acostarse a dormir, tratando de olvidar el hambre. Apenas tenía una moneda para el autobús. Le dirigió una última mirada al parque vacío, paseó los ojos claros por los árboles… y se detuvo en la figura de una mujer anciana, jorobada, totalmente vestida de negro. Pensó que parecía un viejo murciélago malhumorado. El murciélago miraba hacia todos lados, con una urgencia nerviosa. Posó la vista sobre Emmanuel y esbozó una sonrisa torcida. El chico se alarmó al ver que lo saludaba con una mano y lo invitaba a acercarse. No había nadie más por allí. La seña y la invitación eran para él. Y se preguntó qué querría el murciélago. Incómodo y casi con miedo, decidió acercarse. Tal vez se preocupaba demasiado, pensó, era posible que sólo deseara preguntarle algo; la hora, por ejemplo. —Hola, querido —saludó el murciélago. Al fin, era él, Magdalene estaba segura. La desesperación que lo invadía casi se podía tocar. También advirtió, para incrementar su diversión, aquel brillo de inocencia corrompida que se agitaba en sus pupilas. «Alexieu tiene gustos muy exquisitos», pensó. Lo observó mientras se acercaba. Era alto y vestía de negro. Se sonrió al observar la perturbadora belleza de su rostro: los ojos cristalinos, abiertos y atentos, quizás muy grandes. La piel blanquísima, sin siquiera una mancha o imperfección juvenil. El cabello le caía sobre los hombros, sucio, desgreñado y rubísimo. —¿Sí? —preguntó Emmanuel. El murciélago le hacía pensar en las viejas brujas de los cuentos de hadas. Feas, diminutas y deformes, con los vestidos llenos de manchas y los pies ocultos

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por unos zapatos de hebillas oxidadas. —Tengo algo para ti —dijo la bruja-murciélago—. Toma. —Y le extendió una cadena con una medalla. —Dios santo… —susurró Emmanuel. Los dedos del murciélago se

enredaban

alrededor

del

metal

frío.

Culebras

doradas

ahorcando la carne brujeril—. ¿Dónde…? —Tómala —respondió ella. Él la miró, entre sorprendido y enfadado—. Llévatela, te la regalo. Emmanuel la miró. —No, gracias —exclamó. La sonrisa desapareció del rostro de la mujer,

dejando

paso

a

una

expresión

casi

suplicante

y

desesperada que se esforzó por ocultar. —Vamos, no tienes que pagármela. Emmanuel miró alternativamente a la bruja y a la cadena. La medalla se balanceaba en el aire, rasgando el vacío con su resplandor opaco de oro olvidado. A lo lejos, el autobús se acercaba. Emmanuel chasqueó la lengua, le arrebató la cadena y echó a correr mientras el chaparrón se desataba sobre París. —Gracias —le dijo al chofer, jadeando. Metió la moneda. Un tintineo sospechoso le dijo que la maquina la había rechazado. Lo intentó tres veces más. Emmanuel no tenía más dinero. Nervioso, paseó los ojos por el suelo húmedo. Barro. Un papel de caramelo. Más barro… El autobús estaba vacío, exceptuando un anciano que dormía con la cabeza sobre su hombro, sentado en uno de los asientos traseros, y una chica morena que leía un libro con los audífonos de su reproductor de música clavados en los oídos. —Ah. Una moneda dormitaba en silencio bajo el primer asiento de la fila de la derecha. Una moneda húmeda, fría y maravillosa.

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La recogió, la colocó por la gran boca de plástico y obtuvo el boleto blanco que luego botaría y descansaría junto a la basura y el barro del suelo, junto al papel del caramelo. Se sentó en uno de los asientos de la derecha y suspiró. Acarició la medalla con dedos temblorosos. —¿No piensas dejarme en paz, eh? —susurró. Esa medalla había sido suya. La tenía desde la noche en que su madre se había suicidado y no le traía demasiados buenos recuerdos. Pero no eran sólo los recuerdos los que lo inquietaban. Esa medalla era extraña. Emmanuel había comenzado a tener pesadillas desde… desde su primera relación sexual. A los quince. Sabía que, de algún modo u otro que no llegaba a comprender, esa medalla era la culpable de sus malos sueños. Cada vez que la veía sentía una reminiscencia de culpa, un aguijonazo de tristeza y melancolía que sólo podía arrancarse a base de alcohol o pastillas. Y ahora había vuelto. Había intentado deshacerse de ella mediante los métodos más terribles: arrojándola al Sena, de un edificio de trece pisos, dejándola perderse en el váter… Siempre volvía. Ahora lo había hecho de nuevo. Y Emmanuel sabía que algo estaba a punto de comenzar. La sostuvo entre sus manos y la estudió con atención. Era de oro, aunque no brillaba demasiado. Necesitaba una pulida. La frotó contra la tela de su pantalón. Tenía grabada una estrella de cinco puntas. La dio vuelta: había unas palabras legibles, pequeñísimas, esculpidas en el dorso: Agla Tetragramate Saday Eloy Adnai. —Soler Emmanuel Sabast Adonay. Era un artilugio religioso, de eso estaba seguro. Se preguntó cuánto le pagarían por ella los satanistas de Diablerie que practicaban misas negras en las catacumbas. Tal vez lo suficiente como para llenarse el buche de hamburguesas y patatas fritas

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recalentadas. Un momento, ¿no les había vendido la medalla a los satanistas hacía tres meses? —Soler Emmanuel Sabast Adonay. —¡Shhh,

cállate!

—reprendió

una

voz

a

sus

espaldas.

Emmanuel se volteó, sobresaltado. El dueño de aquella voz le había dado un golpe juguetón en la cabeza... y esa misma persona se estaba sentando a su lado. Era un muchacho. Emmanuel pudo notar que sería varios años mayor que él. Tendría entre veinte y veinticinco. —¿Qué...? —Niño, no vuelvas a pronunciar esas palabras nunca más — reprendió el hombre, quitándole la medalla. —¿Eh? –Emmanuel estaba desorientado. Por la ventanilla desfilaban las manchas borroneadas de las tiendas que cerraban sus puertas a las ocho de la noche y el resplandor de los carteles luminosos de los bares y los clubes nocturnos. El muchacho lo miró a los ojos y le sonrió. Se lamió los labios con una lengua muy rosada y puntiaguda. —Hola, Emmanuel. Soy el demonio que ha habitado esa medalla durante ocho años. —Dicho eso, abrió la ventanilla del autobús y con un perfecto tiro oblicuo lanzó la medalla al vacío.

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Capítulo dos: Alexieu

—Al fin te encuentro. No sabes lo mal que la he pasado por tu culpa —reprochó el hombre, con una mirada malhumorada—. Esos idiotas a los que me vendiste me regalaron a esa vieja de la feria. Era una bruja. Estuve a punto de matarla cuando me di cuenta de que quería hacer de mí su puto esclavo. Emmanuel

oía,

ensimismado.

El

hombre

hablaba

con

naturalidad, como si estuviesen comentando el tiempo o el resultado de un partido de fútbol. ¿Demonio? ¿Bruja? ¿Esclavo? Emmanuel abrió los ojos como platos cuando el desconocido comenzó a acercarse a él hasta acorralarlo contra la ventanilla. El conductor los miraba con curiosidad. No recordaba que aquel joven alto de piel clara y pelo oscuro hubiese subido al autobús. ¿Había pagado su boleto?

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—Pero si estás empapado, mon amour2 —suspiró el hombre, tomándolo de la nuca. —¿Q...? ¡Suéltame! —chilló Emmanuel, forcejeando, mirando a su alrededor en busca de ayuda. Pero estaba claro que ni el conductor, ni el anciano ni la joven iban a dársela. —Shhh, no montes un escándalo —advirtió el hombre, sin alarmarse. Sus brillantes ojos verdes brillaban furiosamente entre las sedosas mechas negras que le cubrían la frente—. Si quieres una explicación, ya te la daré, pero ahora… déjame cumplir con mi trabajo. Emmanuel trató de quitárselo de encima mediante un empujón, pero los brazos no le respondieron. Observó cómo el desconocido juntaba sus labios y soplaba sobre su cabello (¡suéltame, hijo de puta!). Otra vez, nada. El hombre le soltó un botón de la camisa y dejó caer un sutil suspiro sobre su clavícula. Emmanuel, que tenía los ojos cerrados, se sorprendió de repente al notar que lo había soltado. Lo primero que vio al abrirlos fue una sonrisa divertida. —¿De qué tienes miedo? —le preguntó el hombre—. Ya estás seco. ¿Qué pensabas que te haría? —Y luego agregó, en un susurro—: si quieres, cuando vayamos a casa, tal vez lo pasemos... interesante. —Emmanuel se sonrojó y se mordió los dientes. Se sobresaltó al darse cuenta de que era cierto: estaba seco. El autobús se detuvo en una esquina. Nadie subió. Nadie bajó,

tampoco.

Emmanuel

contempló

a

las

personas

que

caminaban por la calle apresuradamente, cubriéndose la cabeza con sus maletines o sus chaquetas. —¿A casa? —Sí, a casa. ¿Piensas dejarme abandonado aquí, en medio 2

«Mi amor», en francés.

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París…? —respondió el desconocido, ensortijando los dedos en torno a su cabello, ahora de un rubio claro, y tironeando con delicadeza haciéndole echar la cabeza hacia atrás—. Ah, pero si ni siquiera sabes mi nombre, mon amour. Me llamo Alexieu. Alexieu se inclinó más hacia Emmanuel y apoyó la barbilla en su hombro. Respiró de su cuello, con suavidad, arrastrando los labios. Emmanuel se estremeció. Alexieu dio un respingo. Algo no iba bien. El autobús volvió a ponerse en marcha cuando el semáforo cambió de color. Emmanuel vio por la ventanilla los paraguas de los parisinos más precavidos. —¡Joder! —gritó Alexieu. El conductor sobresaltó, pero ni el anciano ni la joven se dieron por enterados—. Te falto por un tiempo y te me enfermas. Estás anémico. ¿Has dejado de comer? Emmanuel se mordió el labio. —Sí —respondió, bajando la mirada. Lo suponía. Los mareos, el cansancio. Anemia, genial. Alexieu sólo siguió mirándolo. Él se había encargado de alimentarlo durante todos esos años. Él se había encargado de todo.

Emmanuel rogaba que su hermana no estuviese en casa. Cuando bajó del autobús, Alexieu lo siguió. Emmanuel lo contempló de costado. Era un hombre realmente alto. Y atractivo. Tenía el cabello negro, lacio y brillante, y los ojos verdes más profundos que Emmanuel había visto jamás. Caminó rápido por el callejón, saltando los charcos y las baldosas flojas, tratando de no mirar hacia atrás. El chapoteo le indicaba que el hombre lo seguía. Dobló en una esquina y apretó el paso. La calle estaba desierta. Nadie lo auxiliaría si ese tipo resultaba ser peligroso. Cruzó la calle sin mirar a sus costados. Seguía oyendo el chapoteo.

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Aliviado, vio el cartel de neón de una tienda de comidas rápidas. Su casa estaba justo frente. Si ese tipo intentaba algo, alguien de la tienda tendría que verlo. Emmanuel vivía en un viejo edificio de apartamentos. Las cañerías estaban hechas polvo y las persianas se trababan cuando intentaba subirlas, pero al menos no tenía que soportar que nadie lo mirara como a un bicho raro. Sus vecinos eran igual de pobres que él; entre ellos había un estudiante de filosofía amante de la marihuana,

una

prostituta

y

una

pareja

de

homosexuales

ancianos que se emborrachaban todos los fines de semana. «Demonio», pensó mientras abría la puerta del edificio. No sabía qué quería decir exactamente con esa palabra, pero tenía la extraña sensación de que no estaba junto a un desconocido. Sentía que ya había visto a ese tal Alexieu. Si tan sólo pudiese recordar cuándo… o tal vez dónde… —Se siente bien estar de vuelta —exclamó Alexieu. Emmanuel se interpuso entre él y la puerta, impidiéndole el paso. Alexieu alzó las cejas. —Vamos, ¡déjame entrar! —exigió. Emmanuel lo miró a los ojos, frunciendo el ceño—. No haré nada que tú no quieras. Si quieres jugar a las cartas, pues jugaremos a las cartas. —Y se cruzó de brazos. Una pequeña sonrisa se asomó a los labios de Emmanuel. Se hizo a un lado, permitiéndole pasar—. Merci3 — susurró Alexieu, acariciándole la cintura a su paso. Emmanuel se estremeció con el contacto. Alexieu tenía una voz grave y melodiosa, suave, sensual. Emmanuel supo que había oído esa voz antes. En sus sueños. En sus pesadillas. Como el elevador del edificio no funcionaba, el único modo de llegar a casa eran las escaleras. Subieron en silencio, sólo oyendo 3

«Gracias», en francés.

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el ruido de la lluvia y el viento del exterior. Conforme subían, el sonido se iba alejando. Emmanuel se detuvo en un pasillo y caminó hasta el fondo. Alexieu lo seguía. No había luz; las farolas de los pasillos estaban rotas hacía ¿dos? ¿tres? ¿cuatro años? Sacó la llave del bolsillo y la metió, muy consciente de que estaba a punto de dejar que ese hombre entrara con él al apartamento. Suspirando, empujó la puerta. Si era un chiflado e iba a matarlo, rogó que al menos fuera bueno en la cama. Cuando entraron en el apartamento, Emmanuel notó algo extraño. Como un raro picor en la nuca. El viejo sofá apolillado estaba allí. La pequeña mesa de madera también. Sus cuatro sillas, carcomidas por el tiempo, estaban colocadas en cada lado, vacías y ciegas, oyendo el fragor de la tormenta que se había desatado en París hacía media hora. —¿Hola? —preguntó Emmanuel en voz alta. Alexieu carraspeó. Emmanuel deseaba que dijera algo, cualquier cosa. La bombilla desnuda que colgaba del techo parpadeó un par de veces, para luego volcar sobre la salita una luz triste y humilde, como la de una estrella que agoniza. Emmanuel barrió la sala con la mirada. Estaba demasiado… ¿cuál era la palabra…? ¿Limpia, tal vez? Fue a la habitación de su hermana. Su cama, su mesa de luz. Todo estaba allí. Los trozos de tela negra que Valerie usaba a modo de ropa seguían colgados en el armario, como murciélagos muertos. —¿Valerie? —susurró, sabiendo que hablaba en vano. Ella no estaba allí. ¡No había nadie en la casa, joder! ¿Cómo podía ser posible? —Ella se fue, Emmanuel —reveló Alexieu, apoyado contra el marco de la puerta.

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Emmanuel se volteó, sobresaltado. —¿Qué? Alexieu rió. Sus hombros enfundados en negro se sacudieron con su risa. En ese momento Emmanuel prestó atención por primera vez al atuendo de su invitado. Vestía una camiseta negra de mangas largas y pantalones también negros. Un brillo sospechoso entre las mechas de su cabello denunciaba la presencia de uno o varios pendientes. Emmanuel se mordió el labio.

Aquel

hombre

era

demasiado

normal.

O

demasiado

atractivo quizás. —Se fugó con el padre de su hijo. Emmanuel sintió una sacudida en el estómago. —¿Hijo? —Tiene cuatro meses de embarazo, ¿no te lo dijo? —Alexieu alzó las cejas negras, dos arcos perfectos sobre las perversas esmeraldas de sus ojos. «Ha dicho tiene». Entonces estaba viva. Las esmeraldas de Alexieu brillaron por un instante. —Está viva, sí. Pero morirá dando a luz. —¿Qué? —Emmanuel prefirió pasar por alto el hecho de que el demonio le había leído la mente. —Sólo te comento lo que ya sé. Emmanuel decidió que ya era suficiente. —Pero, ¿qué...? ¿Quién eres? —balbuceó. —¿Te entristece? —preguntó Alexieu acercándose, sentándose entre las sábanas revueltas de la cama de Valerie. Emmanuel tragó saliva—. Eso es algo de los humanos que jamás podré comprender. Recuerdas cómo te golpeaba, cómo reía cuando sus amigos abusaban de ti, y aun así te entristeces cuando te digo que morirá dentro de tres meses.

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—¿Tres…? Emmanuel cayó sentado sobre la cama. —Será un parto prematuro. Dime, ¿alguna vez se disculpó por todo lo que te hizo? Emmanuel bajó la mirada. El suelo estaba lleno de colillas de cigarrillos, antiguas manchas de licor y saliva reseca. Las persianas del dormitorio estaban bajas, y sólo la escasa luz que provenía del salón iluminaba los afilados rasgos de Alexieu. El pendiente de su oreja brillaba casi tanto como sus ojos. —No. —Entonces olvídate de todo —dijo Alexieu, como si eso zanjara la situación. Luego suspiró. Estudió a Emmanuel por un par de segundos. Analizó su mirada, sus ojos, cada variación en la expresión de su rostro, sus manos, que se retorcían, nerviosas—. No podrás olvidarla —se lamentó, con otro suspiro—. Y, ¿sabes una cosa? —susurró irguiéndose. Emmanuel lo miró. Alexieu apartó de su frente el rubio cabello y lo besó allí, con los labios juntos—. Son estas tonterías lo que me irrita de ustedes. ¿Ustedes? Nosotros, los humanos. Emmanuel chasqueó la lengua y se echó de espaldas sobre la cama. Alexieu soltó una risita y volvió a sentarse. Apartó las sábanas y encontró un agujero en el colchón. Metió el dedo índice y fue escarbándolo; mientras, contemplaba a su protegido por primera vez en tres años. Emmanuel casi era un hombre. Un hombre muy distinto de aquel niñito rubio que Alexieu había conocido aquella noche, en el cine. —Qué bello eres —susurró el demonio—. Por fuera eres perfecto, todo lo malo lo tienes aquí —dijo, tocándole el pecho con un dedo muy largo y blanco.

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Emmanuel se quedó inmóvil. Casi podía sentir la respiración de Alexieu contra su piel. Lo desesperaba encontrarse tan indefenso. Sin poder evitarlo, recordó los abusos que había sufrido de parte de Anton y Matthew, los amigos de su hermana. Ellos decían lo mismo. Me gustas. Te quiero. Y siempre acababan igual: teniendo sexo en cualquier cama y a veces hasta sin condón. Emmanuel pensó que para lograr ser feliz tendría que volver a nacer. —¿El

medallón…

tú…?

—preguntó

con

la

voz

quebrada,

sosteniéndose la cabeza. Dios, todas aquellas pesadillas. Esas pesadillas lo habían alejado de aquellos hombres. Esas pesadillas lo habían arrastrado a la soledad que lo estaba aniquilando. Pero, ¿acaso no era más sana la soledad que las malas compañías? —Sí. Yo he cuidado de ti desde que tu madre murió. Su última voluntad fue que alguien te protegiera. Yo respondí a su llamado, y aquí estoy, mon amour. He estado encerrado en la medalla todos estos años, vigilándote. Te conozco incluso mejor que tú. Emmanuel cerró los ojos y dejó que Alexieu le quitara la camiseta húmeda. Por algún motivo extraño, sabía que estaba a salvo. Alexieu acarició el suave pecho con la punta de los dedos. «Te tengo», pensó. Y así era. Finalmente, luego de años de encierro, podía ver a su protegido con sus propios ojos. Alexieu estaba preocupado, pero feliz. Sabía que había sido liberado por un motivo especial y tenía que averiguarlo pronto. Siempre sucedía. Cada vez que Emmanuel estaba en peligro mortal, él era liberado de su prisión de barrotes de oro. Nunca se había atrevido a acercarse al muchacho, pero ahora los hilos que mandaban sobre sus acciones estaban más tensos. Alexieu amaba a Emmanuel. Ni él mismo comprendía la naturaleza de sus sentimientos. Emmanuel era tan humano como toda la contaminación que

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pululaba en la metrópoli, pero Alexieu había permanecido más tiempo junto a él de lo que jamás había estado con nadie, humano o demonio. Emmanuel

abrió

los

ojos,

extrañado.

Alexieu

se

estaba

recostando a su lado, cubriéndolo con su cuerpo. Suspiró, y volvió a cerrar los ojos. Alexieu le rodeaba el cuello con los brazos y tenía el rostro enterrado en su pecho. Su respiración era suave y acompasada. Emmanuel levantó un brazo, pero en seguida lo bajó. Él no lo sabía, pero Alexieu había adoptado la posición en la que había permanecido durante ocho años seguidos. Junto a su corazón, alrededor de su cuello.

Mientras Emmanuel se bañaba, Alexieu recorría el dormitorio con la mirada. Nada allí había cambiado. La cama seguía en el mismo sitio, junto a la ventana a pesar del frío. Las cortinas que alguna vez habían sido blancas, colgaban, grises y mustias ocultando la luna borrosa que se asomaba entre los árboles. Emmanuel tenía muchos libros. Como jamás había tenido más dinero del necesario para comer, carecía de ordenador y televisión por cable; su entretenimiento predilecto era la lectura y, cuando podía, vagaba por las tiendas de libros usados en busca de algún título que satisficiera sus apetitos. Alexieu sabía que Emmanuel tenía apego por el esoterismo y los temas religiosos. En los últimos meses había conseguido varios libros más acerca de brujería y sortilegios. Alexieu sonrió al ver entre las nuevas adquisiciones de su protegido, un viejo volumen de los Libros Apócrifos. Suspiró, preguntándose si Emmanuel ya lo había leído. Haría las cosas más fáciles. Se sentó sobre la cama y acarició la toalla blanca que descansaba junto a la almohada. Mientras tanto, Emmanuel se enjuagaba el cabello. Salió de la

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ducha y barrió los azulejos con la mirada. Se había dejado la toalla en la habitación. Ese Alexieu parecía amigable, pero él se daba perfecta cuenta de sus intenciones. Y sospechaba que eso era justo lo que necesitaba: desahogarse un poco entre los brazos de un hombre que supiera cómo tratar a un chico desilusionado de la vida y del amor. Con respecto a Valerie, si había desaparecido, mejor para él. Cuando Emmanuel entró en la habitación ya vestido, encontró a Alexieu enfrascado en la lectura de un libro. En cuanto lo vio, el demonio lo cerró de un golpe y se levantó de la cama. —¿Qué leías? —preguntó Emmanuel. —Uno de tus nuevos viejos libros —respondió, yendo a su encuentro. Emmanuel se había puesto una camiseta blanca y unos pantalones negros; de su cuello colgaba una pequeña cruz de plata. —¿Te has vuelto cristiano? —le preguntó Alexieu, mientras se acercaba. Tomó la cruz entre sus manos y la recorrió con los dedos. —No —respondió, atento a cada movimiento—. ¿Tú? ¿Crees en Dios? —Sí. Pero me cae muy mal —contestó tironeando de la cadena. —Dios… ¿Existe? —susurró Emmanuel, perplejo. Alexieu dejó caer una de sus risitas y lo miró a los ojos. Parecía entretenido. —Claro que sí. O al menos existió. —Emmanuel abrió la boca—. Y no me hagas preguntas —interrumpió Alexieu—. No sé nada de Él. Y no me interesa saberlo. Alexieu resbaló los dedos por el broche y con un pequeño clic se la quitó a Emmanuel del cuello. La cadena cayó al suelo con un agudo lamento metálico. Alexieu le pasó las manos por debajo de la camiseta, acariciándole la espalda.

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—¿Estabas

leyendo

los

Libros

Apócrifos4?

—preguntó

Emmanuel, deslizando la mirada por las sábanas de su cama. Por algún motivo, sabía que estaban tibias. Tenía tantas ganas de acurrucarse allí, entre esas sábanas tibias, entre esos brazos tibios… La voz de Alexieu lo sobresaltó. —Sí —dijo el demonio—. Pero faltan algunas páginas. Es una lástima. —Alexieu lo soltó y volvió a sentarse. Emmanuel sintió que el rostro le ardía y que le temblaban las piernas. Jamás se había sentido así en compañía de ningún hombre. ¿Acaso ese ser estaba usando algún tipo de magia sobre él? —Son los libros que no están en la Biblia, los que no acepta la Iglesia... —susurró Emmanuel, acomodándose entre la almohada y la pared. —La Iglesia seleccionó los libros que le convenían, los que justifican su existencia, ¿entiendes? Existe un libro que cuenta que Jesús, cuando era niño, hacía pájaros con barro, soplaba sobre ellos, y salían volando. Dice también que un día un niño molestó a Jesús, y cuando él le dirigió una mirada penetrante, el niño murió. —Interesante. Alexieu contempló la trayectoria de una gota de agua que le caía del pelo. La gota bajaba por el cuello de Emmanuel, por su mejilla, dejando un leve rastro brillante. El chico le devolvía la mirada con atención, temblando de inquietud y expectación. —Esto es muy raro —musitó, mientras Alexieu se le acercaba—, siento que te conozco desde hace muchísimo tiempo... Alexieu sonrió con humildad y le bordeó los labios con el pulgar. 4 El término apócrifo (griego: απόκρυφος; latín: apocryphus; «no-revelado») ha sido utilizado a través de los tiempos para hacer referencia a los distintos textos o escritos religiosos que no han sido incluidos en el canon de la Tanach hebrea, de la Septuaginta griega, ni de ninguna de las distintas Biblias utilizadas por grupos de cristianos. (Fuente: Wikipedia).

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—Es normal. He estado contigo desde que eras un niño. Emmanuel soltó un suspiro desesperado cuando Alexieu lo tomó entre sus brazos, acunándolo. —¿Quién eres? —El chico cerró los ojos y se mordió los labios. El demonio le acarició la piel desnuda por debajo de la camiseta. Sus manos eran suaves y estaban frescas. Le hizo cosquillas con las uñas, y Emmanuel se estremeció. La noche que Anton y Matthew lo habían violado por última vez se había jurado que jamás volvería a estar en una cama abriendo las piernas para un hombre. —Déjame... —intentó decir. —No pareces muy disgustado. Te conozco, Emmanuel. Todos esos antros, esos hombres. Sé lo que piensas —murmuró—. Yo no soy como esos hombres. Mírame —Emmanuel obedeció. Alexieu lo contemplaba, serio—. Yo soy más fuerte y más viejo. Tengo más experiencia en todos los aspectos, pero en este momento estoy solo, sin amigos y un poquito desorientado. Emmanuel cerró los ojos otra vez. Se aferró a la espalda de Alexieu y apoyó la cabeza en su pecho. —No te entiendo —susurró. Alexieu le guiñó un ojo. Emmanuel se recostó… y se relajó. Alexieu le dejó sentir su propia respiración sobre sus labios y observó su expresión. Emmanuel parecía estar sufriendo. Tenía las cejas claras contraídas y los ojos cerrados. Cuando Alexieu exhaló sobre su boca, él lo imitó. —¿Q... quién eres? Alexieu se apartó, tomó aire y se quitó el cabello de los ojos. Lo miró sonriente. Alzó la mano derecha y con ella rasgó el aire con una parábola incompleta. El volumen de libros apócrifos se elevó por sí solo y se posó sobre la almohada. Se agitó, y sus hojas arcanas se batieron con frenética desesperación. Se detuvo en una página.

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Era el libro de Enoch. Emmanuel lo miró con los ojos muy abiertos, en medio de un aturdimiento hueco, patético y desesperado. Sollozó. —Lee —exigió Alexieu. Emmanuel volvió a gemir, consternado. El corazón le latía en el pecho como un caballo desbocado, las manos le sudaban y los ojos comenzaban a llenársele de fuegos artificiales. Oh, no. Voy a morir. —Lee… Se dio la vuelta sobre la cama y apoyó las manos sobre las páginas del libro. El aroma rancio a siglos y a polvo le llegó al olfato y al alma. Las lágrimas no tardaron en asomarse. —Hubo ángeles que se dejaron caer del cielo… —comenzó, con la garganta transformada en un desierto arenoso. Oyó que Alexieu profería una leve risita y sintió como todo su peso se derrumbaba sobre su espalda. Las caderas hacían presión sobre su trasero y las cálidas manos paseaban por su columna vertebral, haciéndole cosquillas—… para amar a las hijas de la tierra… —Miles de patitas de insecto le acariciaron la piel, y Emmanuel se dio cuenta de que eran las puntas del cabello de Alexieu—. Aah. —Gimió, y su cabeza se desplomó sobre el libro, girando a toda velocidad. Oyó de nuevo esa risa divertida y profunda, esa risa victoriosa. Perversa. —Hubo ángeles que se dejaron caer del cielo para amar a las hijas de la tierra —leyó Alexieu—, porque en aquellos días, cuando los hijos de los hombres se multiplicaban, les nacieron hijas de belleza deslumbrante. Y cuando los ángeles, hijos del cielo, las vieron, por ellas se apasionaron, y dijeron entre sí: "vamos, escojamos esposas de la raza de los hombres y procreemos hijos". Entonces, su jefe Samyaca les dijo "quizás no tengáis

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coraje de hacer efectiva esta resolución y yo quedaré responsable de

vuestra

caída".

Y

ellos

le

respondieron:

"juramos

no

arrepentirnos y llevar a cabo nuestra intención". Y doscientos de ellos descendieron sobre la montaña de Armon. Y desde entonces esa montaña fue denominada Armon, que quiere decir "La Montaña del Juramento". Los nombres de los ángeles jefes que descendieron eran: Samyaca, que era el primero de todos, Urakabarameel, Azibeel, Tamiel, Ramuel, Danel, Azkel, Sarakuyal, Asael, Armers, Batrael, Samzabeel, Ertrael, Turel, Gomiael, Azazial. Ellos tomaron esposas con las cuales vivieron y les enseñaron la Magia, los encantamientos, y la división de las raíces y los arboles. Amazarac les enseñó todos los secretos de los encantadores; Barkaial fue el maestro de los que observaron a los astros; Akibeel reveló los signos y Azaradel el movimiento de la Luna —Alexieu finalizó la lectura—. Yo soy hijo de Samyaca, Emmanuel. Samyaca es mi padre Lucifer y mi madre era humana. Su nombre era Leria —Emmanuel alzó apenas el rostro y los verdes ojos ofídicos le devolvieron la mirada—. No te he mentido, Emmanuel. Soy un demonio. Y él, que había oído con alucinada atención, supo que ese hombre jamás lo dejaría en paz.

Emmanuel miraba el techo. Sentía frío. La transpiración sobre su piel desnuda se secaba rápidamente al contacto del aire. Suspiró, y un silbido afónico le nació desde el pecho, viajó por su tráquea y acabó muriendo en su boca. Alexieu estaba dormido. En ese momento se encontraba soñando… …El sol bañaba las arenas de Jerusalén. En la orilla de un arroyo

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había

un

muchacho

sentado.

Parecía

sumergido

en

sus

pensamientos, ajeno a todo lo que lo rodeaba. —Lo que me pides es imposible, Alesiel —exclamó de repente, levantando la mirada. —¿Por qué? —respondió una voz. —No necesitas ocultarte ante mí, yo todo lo veo, Alesiel. Una figura esbelta salió de atrás de una encina. Otro joven. Tenía la piel más clara y el cabello oscuro y lacio. Vestía ropas elegantes: una túnica de lino blanco sujetada con un cinturón dorado; tenía pulseras en la muñecas y collares en el cuello. —¿Por qué, Señor? —repitió, con el rostro compungido—. Tú lo puedes todo, ¿no es así? Hasta Egipto han llegado rumores de tus milagros y de tu bondad. —¿Ah, sí? —replicó el joven sentado—. ¿Y qué dicen? —Dicen que puedes resucitar a los muertos, sanar a los enfermos, devolverle la vista a los ciegos. —Pero lo que tú me pides va mucho más allá de eso. Lo sabes, ¿verdad? —Sí... —¿Serías capaz de renunciar a tu inmortalidad? —Por supuesto. —¿Renunciarías a tu poder? —Sí. Renunciaría a todo con tal de que me dieras un alma. Sólo quiero alguien con quien poder morir. —Eso es imposible. Tú no naciste para amar. —¿Qué? ¿Qué estás diciendo, Señor? —Si amaras a alguien, lo condenarías para siempre, pues tú estás condenado. Tú naciste a partir del pecado cometido por Lucifer, tu padre. Te lo advierto Alesiel, no repitas esa falta. Tu existencia está maldita, maldita para siempre.

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Alexieu despertó sobresaltado. Esa pesadilla... Aquella pesadilla era la que no le permitía dormir, era el recuerdo que siempre lo atormentaba. Su bestia apocalíptica personal. —¿Y a dónde irá tu alma cuando mueras, Alesiel? —había preguntado Jesús—. ¿Estás seguro de que esto no es una excusa para obtener la salvación? —¡Envíame al infierno cuando muera, no me importa! —¿Tampoco te importa a dónde vaya el alma de esa persona? ¿Lo ves, Alesiel? Eres tan egoísta como tu padre Lucifer. Alexieu se dio vuelta sobre la cama y rodeó a Emmanuel con brazos y piernas. —¿No te importa estar condenado, verdad? —le susurró al oído, besándole la oreja, repleta de perforaciones y pequeños trocitos de brillante metal. Emmanuel se estremeció. Jamás lo habían tratado con tanta delicadeza. Como si fuera una mujer. Sonrió, e irguiéndose sobre la cama y el cuerpo de Alexieu, lo contempló desde lo alto. —Ya me condenaron… hace mucho tiempo —susurró. Alexieu extendió un brazo hacia ese cuerpo humano, blanco, lascivo y corrupto. Lo hizo por lo que le pareció una eternidad, como si intentara tocar algo imposible. Pero la piel estaba allí, el sudor estaba allí, la calidez estaba allí. Los elásticos botoncitos de carne también estaban allí, erectos y atravesados por argollas de metal que habían absorbido su calor. Alexieu los recorrió con los pulgares, dibujando círculos, y el pecho se hinchó y suspiró como un pulmón gigante. El vientre mostraba un imperceptible monte aterciopelado y Alexieu quiso hincar allí los dientes y saborear el sudor. Hundió un dedo en el ombligo y escarbó, como si quisiera traspasar la carne. Vio que Emmanuel cerraba los ojos y se relamía los labios y entonces oyó un sonido gutural y ronco que

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bien parecía provenir de esa carne profanada. Emmanuel echó la cabeza hacia atrás, mostrando su cuello, y lanzó una carcajada.

Alexieu conocía la ciudad casi tan bien como Emmanuel. Esa noche hacía frío. Él, que estaba tan acostumbrado a permanecer junto al pecho de su protegido, ahora se sentía extraño al poder caminar libremente por París y respirar el aire nocturno con total libertad. Hacía bastante tiempo que no estiraba las piernas y al principio sus ojos se habían mostrado un poco reticentes a la luz del sol. Estaba feliz de haber vuelto con Emmanuel, pero no podía quitarse de encima el temor y la sensación de continuo peligro. También se sentía culpable: se alegraba de estar afuera, a pesar de que eso no significaba precisamente buenas noticias. Algo estaba sucediendo. Su libertad tenía un motivo. Siempre lo tenía. Lo había tenido aquella tarde, cuando Emmanuel tenía diez años y Alexieu había impedido que fuese atropellado por un camión; lo había tenido el día en que a la anciana profesora de química le fallaron las manos y dejó caer el frasco con ácido; lo había tenido la noche en que los amigos de Valerie Malory se pasaban una jarra con el cóctel más mortífero de la historia. Alexieu se detuvo junto a una pequeña tienda de comida rápida. Era un alimento precario, pero era demasiado tarde como para pretender algo mejor. Entró por la puerta principal y una campanilla avisó de su presencia al hombre que salió de detrás de una cortina de tela. —Buenas noches. Alexieu sonrió y se le acercó. Lo miró a los ojos (unos ojos pequeños, algo rasgados y de color avinagrado) y puso en marcha la magia. Salió de allí con una sonrisa y las manos llenas. Caminando por la estrecha avenida, cuando regresaba a casa,

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se sintió levemente extraño, como si algo soplase sobre su oído. Algo como un insecto. —Magdalene —gruñó, ensanchando las aletas de la nariz, respirando el hedor que se aferraba al aire de la noche. No se lo podía creer. Ni siquiera había pasado una semana de que se había librado de esa vieja bruja, y ahora… —¿Qué crees que haces? ¿Por qué me sigues? —Te vigilaba —respondió ella—. Todavía no me he rendido, demonio. Furioso, Alexieu miró a su alrededor. Las calles estaban vacías. Con una mueca, levantó un brazo hacia el cielo. —¡Eres despreciable! La anciana se elevó por los aires y su cabeza chocó contra la rama de un árbol. Diminutas cuentas de sangre brillaron como rubíes y cayeron sobre el suelo y el rostro de Alexieu. Magdalene chilló y pataleó. La larga falda se dio vuelta y sus piernas ajadas y gelatinosas se asomaron, como las patas de una cucaracha desesperada. Alexieu deseó poder aplastarla con el pie y ver la sangre salir a chorros. —¡Di lo siento! Magdalene no respondió. Sus ojos abiertos y desesperados bailaban en sus cuencas y escudriñaban el entorno en busca de ayuda. Pero nadie la vería, nadie la oiría. Emmanuel vivía en una zona de París muy pobre y peligrosa. A su alrededor sólo había oscuridad y autos viejos, estacionados junto a la acera. Alexieu bufó, malhumorado. —No lo harás. Veamos si no lo harás. —Chasqueó los dedos. Magdalene aguantó la respiración. Él miraba sonriente, pero ella no sentía absolutamente nada... Ningún dolor. Cerró los ojos. Mientras comenzaba a respirar de nuevo sintió que su interior se hinchaba como un globo y que los latidos de su corazón se hacían

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más rápidos. La cabeza la daba vueltas. A punto de perder la razón, saboreó y olió la sangre que se asomaba por su nariz y que ahora le manchaba la boca, el cuello… Sintió la humedad en sus partes íntimas y, alzando la cabeza apenas, vio los ríos de sangre carmesí que avanzaba por su vientre y por entre sus piernas. —Detente —suplicó entre gorjeos. —Pide perdón por haberme apartado de mi protegido —exigió Alexieu, desde el suelo—. No tengo piedad para los insectos como ustedes. —P-perdóname, por favor... d-detente. Con un floreo de la mano Alexieu hizo que Magdalene diera una voltereta en el aire. La sangre bailó una coreografía circular. El demonio se deshizo en carcajadas. Decidió que ya era suficiente. Realizó otro ademán con la mano y la anciana cayó pesadamente sobre el suelo de piedra, con crujido como el de una rama partiéndose en dos. —Parece que te has roto algo —exclamó Alexieu, frotándose la barbilla. —¡Ayúdame!

—chilló

Magdalene,

sintiendo

que

sus

articulaciones se rompían. —¿Cómo?

—replicó

el

demonio,

cruzándose

de

brazos—.

¿Después de que me alejaras de mi protegido y que quisieras que te besara el trasero? Pides demasiado. Nos vemos, vieja bruja. —¡Es... espera! ¡Ayúdame! —¿Bromeas? Jamás ayudaría a alguien como tú. Tienes todo lo que yo deseo: una vida mortal y un alma. Los ensuciaste: estas son las consecuencias. —Podría darte información —masculló la anciana, arrastrándose sobre el asfalto húmedo. Alexieu se detuvo en seco—. Tu protegido, el Aquelarre de Lucifer… A regañadientes, Alexieu se negó:

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—Quédate con tu asquerosa información. Le vacío los bolsillos, y dejándola echada boca arriba sobre la acera, volvió hacia el apartamento. Tu protegido. El Aquelarre de Lucifer. Sin proponérselo, esa bruja le había dado más información de la que se imaginaba. Magdalene se arrastró hacia una cabina de teléfonos, pero cuando quiso marcar el número, el estómago le dio una sacudida y vomitó sobre el suelo y su ropa. Permaneció allí sollozando por lo que le pareció una eternidad, pero ningún demonio respondió sus plegarias.

Alexieu atravesó la sala, dejó la comida sobre la mesa y entró al dormitorio de Emmanuel. Lo encontró completamente vestido, de espaldas a la puerta y sentado en el suelo. Leía el libro de Enoch. —Vamos a cenar —dijo. Emmanuel se volteó, sorprendido. —Has vuelto —susurró, con las cejas rubísimas alzadas. Alexieu sonrió de medio lado. —Por supuesto. Vamos, deja ese libro mentiroso y ven a comer. Emmanuel se masajeó el cuello con las manos, tenso por la mala postura. —¿Mentiroso? —Los demonios no arrasamos con los humanos —dijo Alexieu, sentándose a la mesa—. No había ninguna necesidad. Desde tiempos inmemorables la humanidad arrasó sobre sí misma. Prende la tele y observa: guerras, asesinatos, toda clase de crímenes. Es hipócrita que los humanos nos echen la culpa de sus desgracias. Emmanuel se quedó en silencio.

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—Entonces... —comenzó Emmanuel, dándole una generosa mordida a la porción de pizza— ¿Tú eres un demonio de verdad? ¿Eres hijo de Satán? Alexieu alzó las cejas. ¿Todavía le quedaban dudas? —¿Crees que te estoy mintiendo? Y no soy hijo de Satán, sino de Lucifer. No te confundas. Emmanuel pasó el bocado con un trago de agua. —¿Y por qué estás aquí? —Porque estás en peligro —respondió Alexieu, con voz de advertencia—. Algo está por ocurrir. No sé que sea, pero es algo grande. Puedo sentirlo. Emmanuel lo contempló en silencio. Por detrás del brillo astuto que parpadeaba en las perversas esmeraldas de Alexieu, pudo ver un destello de verdadera preocupación. Tenía la boca contraída y las cejas apenas fruncidas, como si estuviese recordando algo. Esa madrugada, cuando Emmanuel se acurrucó en la cama a su lado, un poco inquieto pero con el estómago lleno, Alexieu supo que si no deseaba perderlo, debía revelarle todo lo antes posible. Fuera lo que fuera lo que se trajesen entre manos Magdalene y el Aquelarre de Lucifer, Emmanuel tenía que saber la verdad.

Magdalene

estaba

tendida

sobre

el

suelo

de

su

viejo

laboratorio. De pie, a su lado, la soberbia figura de un hombre proyectaba sobre ella una sombra alargada. La sombra tembló, furiosa, y Magdalene se estremeció. —¡¿Cómo se te ha ocurrido querer venderte a Alexieu!? — vociferó una voz masculina, ronca, profunda. La figura se movió. Dio un par de pasos hacia adelante, y Magdalene se horrorizó al comprobar que el rostro del amante de su juventud no había cambiado un ápice.

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—Es que... —sollozó ella, cerrando los ojos. Las imágenes se le agolpaban en el cerebro, como diapositivas borrosas. De repente, se sentía desahuciada, perdida… anciana—. ¡Ese demonio quería matarme, Belzebú! —chilló. La sangre seca había formado costras sobre su piel, y el hedor de su ropa ya le era insoportable. Ella abrió los ojos, desesperada. —Alexieu no está de nuestra parte, Magdalene. Alexieu no está de parte de nadie. —¿Quién

es

ese

niño?

—preguntó

ella.

Comenzaba

a

comprender. Belzebú miró hacia su izquierda, donde el cántaro de Arlequeen descansaba sobre un estante. Al verlo, el demonio esbozó una sonrisa ladina. —Su nuevo juguete —respondió, alzando los brazos. Magdalene gritó de dolor. Los brazos dislocados estaban volviendo a sus sitios. Con un crujido, el izquierdo se incrustó en su cavidad, seguido del derecho. Jadeando y dolorida, Magdalene se puso de pie. —Gracias —dijo, sacudiéndose la ropa manchada. Belzebú la contempló en silencio, serio, tal vez preguntándose qué extraño y defectuoso mecanismo tenían en su interior los seres humanos, que les dejaba volverse tan frágiles y horrendos con el paso del tiempo…—. Pero no acabo de entender. ¿Por qué Alexieu está con ese joven? Belzebú suspiró y salió del laboratorio, indicándole a Magdalene que lo siguiera. Subieron por la escalerilla que llevaba hasta el piso superior y salieron al exterior, al jardín. El demonio se sentó en una banca de piedra, juntó sus manos y miró el cielo nocturno, un lienzo oscurísimo salpicado de diminutos puntos de luz. Magdalene se quedó de pie a su lado, y él le invitó que se sentara con un movimiento de su cabeza. Ella, sin apartar la vista de él, obedeció. Belzebú tenía los ojos rojísimos y el largo cabello de un

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negro tan impresionante que parecía teñirse con destellos azules bajo la luz de las velas. El jardín estaba silencioso, meditabundo. Allí, Magdalene hacía crecer hierbas para preparar los remedios que le calmaban la artritis y los filtros que vendía a las jovencitas para atraer a sus enamorados. Desde los inocentes jazmines del cabo hasta el terrible ajenjo. Belzebú respiró profundamente, llenándose la nariz del aroma de las plantas que crecían a su alrededor sin orden ni rumbo fijo. Alargó un dedo hacia el rostro de la anciana, que le mantuvo la mirada en todo momento. Suspirando, se apartó, y su larga cortina de cabello negro se desparramó por su espalda como el agua de una cascada. —La madre de ese joven hizo un pacto con Zabaroth —explicó. —¿Zabaroth? —Magdalene jamás había oído el nombre de ese demonio. —Sí. Es una rata de alcantarilla, el jefe del mercado negro de Pactos demoníacos. Tiene empleados en todo el mundo. —¿Y Alexieu está bajo sus órdenes? —replicó ella, no muy convencida. Belzebú tardó en responder. Al parecer, él tampoco tenía el asunto del todo claro. —No lo sé —dijo, por fin—. No es el estilo de Alexieu eso de trabajar para otros. Más bien creo que… Zabaroth le ofreció el puesto, creyendo que le interesaría. Y creyó bien. —¿Por qué habría Alexieu de querer estar encerrado en una medalla? —espetó Magdalene, estremeciéndose al recordar la terrible personalidad de aquel demonio. Era difícil de seducir; era difícil el negociar con él. —No lo sabemos. Sólo podemos especular. Pero sí sabemos una cosa. —¿De qué hablas? Belzebú sonrió con crueldad y se relamió los labios.

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—Casualmente, ese muchacho es el hermano de Valerie.

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Capítulo tres: tu pasado, mi pasado

La tormenta de verano que se desplegaba cruelmente sobre la ciudad no había cesado en los dos últimos días. La lluvia oscilaba entre las lloviznas de las tres de la tarde y los ciclones de medianoche que hacen silbar los rincones más oxidados de las tuberías de las casas, profiriendo esos gemidos de gato que alarman a los niños y que les hacen irrumpir en la alcoba de sus padres cuando ellos duermen o hacen el amor. Emmanuel y Alexieu pasaron el día entero encerrados en el apartamento. Y sin duda alguna podrían haber hecho el amor, entre las sábanas pegajosas, con la ventana abierta y dejando que la lluvia y el viento entraran y se colaran por entre sus poros agitados… Podrían haberlo hecho, muy a gusto de ambos, insultando a los profetas muertos e invocando a los dioses más paganos. Podrían haberlo hecho, pero no lo hicieron. Alexieu se sentó en el piso junto a Emmanuel, con el volumen de libros apócrifos sobre el regazo. Abrió el libro en una página y se lo extendió al joven. —Lee.

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Emmanuel obedeció. Gorriones hechos con barro5

1. El niño Jesús, de cinco años de edad, jugaba en el vado de un arroyo. Traía las aguas corrientes a posar y las tornaba puras en seguida. Con una simple palabra las mandaba. 2. Y, amasando barro, formó doce gorriones. Hizo esto un día de sábado. Y había allí otros niños que jugaban con él. 3. Y un judío que había notado lo que hacía Jesús, fue acto a comunicárselo a su padre José, diciéndole: he aquí que tu hijo está cerca del arroyo y habiendo cogido barro, ha compuesto con él doce gorriones y ha profanado el sábado. 4. Y José se dirigió al lugar que estaba Jesús, lo vio y le gritó: ¿por qué haces en día de sábado lo que no está permitido hacer? Pero Jesús, dando una palmada y dirigiéndose a los gorriones, exclamó: volad. Los pájaros abrieron sus alas y volaron, piando con estruendo. 5. Y los judíos quedaron atónitos ante este espectáculo y fueron a contar a sus jefes lo que habían visto hacer a Jesús.

Emmanuel se giró hacia Alexieu, perplejo. Jamás había leído aquel trozo de evangelio. Pero el demonio no estaba a su lado. Se había recostado en la cama. Emmanuel, que había estado leyendo ensimismado, no lo había oído alejarse. Se puso de pie y se sentó a su lado, con el libro en las rodillas. El demonio tiró de su brazo, y el chico cayó sobre él, dejando caer el libro. Sus bocas se 5

Extracto del Evangelio de Santo Tomás.

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rozaron apenas, y Emmanuel estuvo a punto de gritar cuando el dormitorio de su apartamento comenzó a licuarse en sus pupilas, girando a toda velocidad…

El poder maldito

1. Alesiu caminaba por los valles de Engadí, y con sólo tocar con sus manos las flores, éstas florecían con su contacto, pero si las tocaba otra vez, las flores se marchitaban. Lloraba ante esto Alesiu cuestionándose acerca de su poder maldito. 2. Y mientras observaba a las aves volar y a las ovejas en los pastos, vio Alesiu como un perro perseguía a dos corderos. 3. Corrió hacia los perros y gritó: ¡deteneos! Al oír la voz del niño, los perros murieron. 4. Y los pastores corrieron hacia el lugar donde Alesiu se encontraba y le preguntaron por qué había hecho eso. Alesiu respondió que el perro deseaba matar a los corderos. 5. ¡Habéis acabado con mi único perro! gritó uno de los pastores, blandiendo su bastón ante él. Pero cuando el arma tocó la piel de Alesiu, ella se transformó en una serpiente y devoró a su dueño. 6. Alesiu se horrorizó ante lo que había visto y huyó del lugar corriendo

mientras el otro pastor gritaba maldiciéndole a viva

voz. Emmanuel se apartó de Alexieu, jadeando y con el corazón retumbando con desesperación. Aquel muchacho… aquel joven que vagabundeaba por aquella tierra de miles de años… aquel joven triste y desamparado, era Alexieu. Mareado, se derrumbó

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sobre él. —¿Qué pasa? —susurró el demonio, acariciándole el pelo. Un silbido gatuno penetraba por la rendija de la ventana, el viento golpeaba los vidrios y la lluvia se escurría por las goteras del techo. —¿Eras tú, verdad? —le preguntó Emmanuel, acomodándose entre sus piernas. Alexieu le besó la frente y lo cubrió con la sábana. —Sí. Alexieu le quitó la camiseta y se sentó sobre su pelvis. Emmanuel, desesperado, sacudió las caderas en busca de más contacto. Alexieu se inclinó hacia él y le recorrió el abdomen con las manos, calientes y húmedas. Le embistió un par de veces así, por encima de la ropa. Emmanuel bufó, lo rodeó con los brazos y llegó con las manos hasta el elástico de su ropa interior, por donde dejó que sus dedos se escabulleran. —Quiero

follarte

—jadeó

Alexieu,

mientras

Emmanuel

lo

desnudaba—. ¿Quieres… que te folle? —Sí… Alexieu lo tomó por la cintura e hizo que se volteara. Emmanuel obedeció, enterró el rostro en la almohada y sintió que un peso terrible se descargaba sobre su espalda. El demonio lo contempló desde lo alto, preciosa y perfectamente desnudo. Emmanuel sollozó de nuevo, y Alexieu pensó que se estaba dejando llevar demasiado. Él había sido sólo un triste espectador en tantas ocasiones… y ahora, cuando por fin tenía un papel en la obra, se arrepentía. ¿Qué le sucedía? Sucede que lo amas, y que él sólo ha estado con desconocidos que ni siquiera sabían su nombre. Y este rostro que ves aquí… es el mismo que han visto todos esos desconocidos.

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Ah, pero esos ojos… y esos labios… —Fóllame —susurró Emmanuel. No. —Te follaría, mon amour —replicó Alexieu—. Pero si abres bien los ojos y cierras bien las piernas verás que alguien nos está espiando —y agregó, dirigiéndose a la babeante penumbra que los rodeaba—: Rumiel, tienes tres opciones: te vas, te unes a la fiesta, o me dices a qué has venido, porque como espectador no te quiero. —Ya abandoné esas prácticas —respondió una voz de hombre. Emmanuel se sobresaltó—. Sólo vine a contarte las novedades. Hoy será la presentación de la Reina ante los principales representantes del Infierno. ¿Irás? Para el horror de Emmanuel, la esbelta silueta de un hombre se fue materializando en medio de oscuridad. —¡Lárgate de aquí! —gritó Alexieu. El ser llamado Rumiel salió de las sombras y Emmanuel pudo verlo claramente: era un joven alto y hermoso, de largo cabello rojo y unos rasgados ojos verdes muy parecidos a los de Alexieu. Lo envolvía un aura misteriosa y maléfica que Emmanuel no supo descifrar ni pudo comprender: ese ser le hacía sentirse desgraciado y olvidado. De repente, se encontraba solo en el último rincón del Universo, como una estrella rota, apagada, como un planeta frío, distante y a la deriva. Como un satélite fuera de órbita. —Tu magia bastarda no te servirá con él, Rumiel —masculló Alexieu, cubriéndose y cubriendo a Emmanuel con la sábana. Rumiel

rió

suavemente

con

una

risa

profunda,

falsa

y

calculadora. —¿Qué te sucede, Alexieu? —preguntó, cruzándose de brazos— . Jamás creí que te pondrías bajo las órdenes de un mercader como Zabaroth. ¡Hasta el infierno se ha capitalizado!

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—¡He dicho que te largues! —rugió Alexieu. Se sentía indefenso al estar desnudo,

pero si tenía que pelear así, no dudaría en

hacerlo. Rumiel alzó las cejas y pronunció más su sonrisa de bufón. —El chico no sabe nada, ¿verdad? Bien. Te dejaré con él para que puedan... hablar. —y acercándose a la cama, le susurró a Emmanuel—: Adiós, precioso. Buena suerte —y sin decir más, realizó unas florituras con los dedos y le arrojó a Alexieu un periódico. Emmanuel observó atónito cómo Rumiel se vaporizaba por la ventana hecho una densa nube de humo negro. ¿Qué era lo que él no sabía? ¿Y por qué estaba Alexieu tan alterado? Alexieu se escabulló entre las sábanas y levantó el periódico del suelo. Contempló a Emmanuel, que lo miraba esperando una respuesta o al menos una palabra. —Vístete —susurró, y exhaló un suspiro. El chico obedeció sin rechistar. Frente a Alexieu, que no lo miraba, terminó de vestirse mientras él hacía lo propio. —¿Qué es eso que debes decirme? ¿Quién era él? —preguntó—. ¿Quién es Zabaroth? —Zabaroth es el demonio que guarda todos los contratos que los humanos firman con los demonios —explicó—. Antes de que se cierre un pacto, Zabaroth debe dar su aprobación. Todo humano negocia con Zabaroth antes de comunicarse con el demonio elegido. —¿Y estás trabajando para él? Alexieu meneó la cabeza, como considerando la pregunta. —Podría decirse que sí. —Emmanuel frunció las cejas. Estaba claro que quería una explicación. Una explicación que respondiera todo, que le dijera porqué ese ser estaba ahora de pie junto a su

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cama. Y Alexieu debía dársela; no podía seguir guardando el secreto. Los secretos, con el tiempo, se volvían peligrosos—. Zabaroth es un demonio astuto. Antes de morir, tu madre hizo un pacto con él. Vendió su alma a cambio de que Zabaroth te pusiera bajo el cuidado de un demonio. Zabaroth acudió a mí. Y yo acepté. Emmanuel ahogó un gemido. Sus ojos claros se abrieron y sus pupilas se dilataron de horror. —¿Vendió su alma? —susurró, consternado. Alexieu, a su pesar, asintió. Emmanuel se dejó caer sobre la cama, y el demonio, falto de palabras conciliadoras, le acarició el cabello con ternura—. ¿Y por qué aceptaste? —replicó Emmanuel, con la voz ronca. Alexieu tomó aire... y estuvo a punto de decirlo, pero se arrepintió. Aún no estaba listo. Revelarlo sería como otorgarle más realidad. —Porque eres el último descendiente de Leria, mi madre — contestó, sabiendo que estaba diciéndole la verdad a medias. —¿Qué? —Lo que oíste. Somos parientes. Aunque nos separan más de seis mil años.

«Como te he dicho, Emmanuel, mi madre se llamaba Leria. Ella vivió en Egipto, en el período Arcaico. En aquellos tiempos, los pobladores del valle del Nilo vivían agrupados en familias o clanes, que más tarde se unificaron en comunidades a las que llamaron nomos. Mi madre era esposa de Tormus, uno de los jefes de esos nomos. Ella se ocupaba de las tareas del hogar: faltaba mucho para que Egipto se consolidara como una sociedad matriarcal. »Desde los cielos, los ángeles, hijos de Dios, observaban con alborozo el mundo de los humanos. Los habían visto en las

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edades anteriores, cuando no eran más que animales, y se sentían felices de verlos ahora, viviendo en paz. Pero en el Paraíso había un grupo de ángeles que ocultaba su disconformidad. »¿Acaso no eran ellos los que estaban más cerca del Creador? Entonces... ¿Por qué no podían vivir y ser felices, como los humanos? ¿Acaso debían permanecer allí, en los cielos, por toda la eternidad? »Dios conocía esos sentimientos de parte de sus ángeles, pero no hizo ni dijo nada hasta que uno de ellos se acercó a hablarle. Él era Luzbel. Le preguntó a su Dios, el gran Yahvé, si acaso ellos, los ángeles, hijos del cielo, podrían alguna vez amar y sentirse amados como los humanos. »—¿Es que acaso no te sientes amado por mí y por tus compañeros, querido Luzbel, mensajero de la luz? —Esa fue la respuesta de Yahvé. Luzbel calló ante lo que dijo Dios, pues no se atrevía a negarlo ante su Señor. »Pero hay algo acerca de mi madre Leria que todavía no te he contado. Los tormentos que ella sufría, los golpes y abusos a los que era sometida. Su llanto era tan triste que sus sollozos llegaron al cielo y fueron escuchados por Luzbel. »—¿Me otorgas el permiso para acudir a la Tierra, Abáh? Hay un ser que llora con tanta desesperación que impide que mis compañeros y yo conciliemos el sueño —Yahvé, el Creador, al ver que el ángel no mentía y que sus intenciones eran puras, le concedió su aprobación para descender al mundo de los humanos y ayudar a ese ser. »De manera que esa misma noche el ángel Luzbel bajó a la Tierra cubriendo su identidad celestial con el cuerpo de un joven. Se maravilló al observar el mundo terrenal, pues siempre lo había visto desde el cielo. Recorrió el valle del Nilo, deteniéndose a observar las plantas, los árboles, los insectos, los pequeños

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animales... Hasta que recordó el motivo de su visita a la Tierra cuando oyó nuevamente ese llanto que le encogía el corazón y le transmitía la tristeza que él nunca había experimentado. »Luzbel caminó hacia el lugar donde se encontraba ese ser. Estaba sentado en la margen del río, abrazando sus rodillas, casi temblando de frío. »—¿Por qué lloras? —fue lo único que se atrevió a decir cuando estuvo a su lado. Advirtió que era diferente de él: tenía el cabello largo y de color negro, los brazos delgados y gráciles, el cuello largo y fino, la cintura angosta y las piernas espigadas y delicadas. Lo que más llamó su atención fue la profunda depresión entre los pechos. Sabía frente a qué tipo de ser se hallaba: era una mujer. Ella no había respondido —. ¿Por qué lloras? —repitió él. »La mujer se sobresaltó, sorprendida, pero luego, al contemplar al Luzbel, se tranquilizó. Él transmitía paz, serenidad. »—Te he oído llorar. Todas las noches lloras. Dime. ¿Qué te ocurre? »Ella respondió que era estéril. Su interior estaba seco, marchito. Se había casado hacía el tiempo suficiente como para ya tener tres hijos pero ni siquiera tenía uno y su esposo estaba furioso. »—No es por causa tuya —respondió el ángel—. Es tu esposo el infecundo. Ya no llores, por favor. —Ella lo observó, confundida. Contempló a ese joven de cabellos rubios y meditó sus palabras. »—Jamás me creería —dijo—. Tormus nunca pensará que es por su causa. »—Te comprendo. »—Él me ha amenazado. Me ha dicho que me matará si para la próxima crecida del río no le doy un hijo. »La mujer estaba desesperada. Ella le confió su nombre: Leria,

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y enumeró los castigos a los que era sometida. Le mostró las heridas en sus piernas y en sus brazos, y le pidió que le ayudase a salvar su vida. Luzbel la miró a los ojos, esos ojos claros que imploraban auxilio. »—Dime, Leria ¿Qué debo hacer?» Emmanuel se mordió el labio y bajó la mirada. De modo que de esa manera había sido engendrado Alexieu. «Mis padres yacieron esa noche y yo fui concebido. Pero Yahvé, al ver que Luzbel se había rebajado al estar con esa mujer humana, lo castigó desterrándolo del Paraíso para siempre. Y su nombre dejó de ser Luzbel, para transformarse en Lucifer, el porta luz. »Otros

ángeles

siguieron

a

mi

padre:

en

total

fueron

doscientos. Todos eligieron esposas de la raza humana. Leria visitaba a Lucifer a menudo, por las noches. Atemorizada, ella se había negado a abandonar a Tormus. »Pero un día los ángeles caídos advirtieron que su descendencia difería enormemente de los niños de los hijos de la Tierra. Y yo estaba entre ellos. Sabía que era diferente de los demás: poseía el cuerpo que me había dado Leria y los poderes que eran el legado de la sangre de mi padre, en aquel entonces pura. »Cuando cumplí los trece años mi padre adoptivo murió en batalla. Con el corazón en paz, me fui del pueblo de mi madre y me asenté en un poblado vecino. Fue entonces cuando morí como humano y nací como demonio. Yo jamás había sido un humano completo, por eso, cuando los ladrones me atacaron, la sangre mezclada que poseía volvió a la tierra, al polvo. »Agonizando, me encontré con mi verdadero padre por primera vez. Y me lo reveló todo. De alguna manera fue afirmar lo que ya

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sabía: que yo no era de este mundo. Me ofreció su sangre y yo bebí. Me transmitió por medio de ella los poderes oscuros y la condena perpetua.»

Alexieu analizó la portada del periódico. Nada mereció su sorpresa. Se lamió los labios y le pasó el periódico a Emmanuel. —Oleada de secuestros —comenzó el chico—. En los últimos tres días se han denunciado al menos quince niños desaparecidos, todos menores de cinco años, entre ellos un bebé de diez meses. —Alzó la mirada para encontrarse con la de Alexieu —. ¿Qué significa esto? —preguntó. —No han pedido rescate. A ninguno. —¿Tú sabes quiénes son? —exclamó Emmanuel. Atónito, se irguió sobre la cama. —No. Pero tengo sospechas —dijo Alexieu—. Es posible que los demonios necesiten la sangre. Como dijo Rumiel, hoy será la presentación de la reina. Ella es la consorte de Lucifer. Y será la madre de su heredero. Tiene cuatro meses de embarazo. Emmanuel soltó el periódico, que cayó al suelo de nuevo. Alexieu se preparó para el ataque, para las lágrimas y para los desmayos. Todos los músculos de Emmanuel parecieron tensarse, su rostro palideció más aún y el celeste de sus ojos se diluyó. Abrió la boca, y sus cejas se contrajeron. La sonrisa de aturdimiento colgaba de sus labios, próxima a desmoronarse. —¿Valerie? —susurró. Alexieu lo miró a los ojos y por un momento pensó que esas pupilas podrían atrapar el trozo de alma que yacía en su interior, que esos iris cristalinos y húmedos podrían hacer de receptáculo

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de la hipoteca de su espíritu. —Sí. Ella es la última mujer de la estirpe de Leria, la única que aún puede concebir. —¿Ella está embarazada... de un demonio? —Sí. Su embarazo durará siete meses. Nuestro período de gestación es más corto que el de los humanos. Emmanuel se tumbó de espaldas sobre la cama. —¿Y cuándo planeabas decírmelo? Alexieu se inclinó, lentamente. —Esto no está bien —murmuró, alzándose sobre su cuerpo con mucho cuidado—. ¿Qué quieres saber? No quiero mentirte… —¡Cállate!

—gritó

Emmanuel.

Pero

Alexieu

ya

se

había

preparado para el ataque. Le estrechó las caderas y fue subiendo con calculadora suavidad hasta que llegó a los hombros, pecosos, pálidos, temblorosos. Pero Alexieu ya se había preparado para las lágrimas—. Yo sabía que algo le sucedía —sollozó Emmanuel, cubriéndose el rostro—. Se drogaba mucho más que antes y… —¿Y qué? —exclamó Alexieu, alarmado. —Sangre… Alexieu vislumbró las diminutas perlas de saliva traslúcida asomarse entre los dedos. —¿Qué? —insistió. Forcejearon, Alexieu intentó quitarle las manos de la cara, alzándole los brazos. Entonces fue cuando vio, en su costado y en la axila, unas antiguas manchas amarillas. Desaparecerían en una o dos semanas, pero estaba claro lo que eran. —Me quitaba sangre... Y la bebía. Alexieu ahogó un jadeo. Emmanuel siguió sollozando, pero él no podía darle consuelo. Me quitaba sangre y la bebía. Alexieu se mordió los labios. No sabía lo que eso podía significar.

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Capítulo cuatro: Las barbies no sangran

Valerie Elizabeth Malory estaba rodeada por siete hombres que se habían ofrecido voluntariamente a cuidar de ella. Todos eran jóvenes. El mayor rozaría los veintipocos, mientras que el más pequeño no pasaba de los quince. No entendía nada. ¿Esos siete sólo para ella? Esto va a estar divertido. Pero luego los observó mejor. No parecían interesados en ella. Intentó desabrocharse varios botones de la blusa, subirse esa ridícula pollera que le llegaba hasta los tobillos... pero los jóvenes seguían allí, sin atreverse a mirarla. Se encontraban en una pequeña habitación rectangular. En el medio de la sala había una alfombra. Tal vez se lo imaginaba, pero le parecía que existía cierto desnivel entre el suelo de la habitación y la porción del piso que aquella alfombra cubría. Valerie estaba en una cama desconocida; no recordaba haber follado nunca en una tan lujosa. Suspiró y alzó la mirada. Ninguno de los hombres parecía estar interesado en ella.

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No tienen tetas. Pero su torso era ancho, de modo que sí, eran hombres. Estaban sentados en el suelo, con el cabello sobre los ojos y los brazos cruzados sobre el pecho. Uno de ellos tenía el pelo rubio, lacio y largo hasta la mitad de la espalda, los ojos rojos y profundos, la nariz recta y pequeña, y unos labios rosados y delineados de color carne. Era el más atractivo de todos y Valerie se le habría echado encima si no se hubiese sentido tan débil... pues así era como se sentía: débil, lánguida, floja. Como una marioneta vieja en un teatro de títeres en bancarrota. Como una manzana podrida y seca colgando del árbol del Bien y del Mal. Los continuos retortijones en el vientre se le estaban haciendo insoportables. Maldito

Sebastien,

maldito

cabrón

de

mierda.

La

había

embarazado para luego dejarla ahí tirada con esos siete putos. Valerie esbozó una sonrisita floja que no pudo mantener por mucho tiempo; la cabeza y el estómago le dolían a morir. No había comido nada desde la mañana y además estaba ebria. Para colmo, las sacudidas en su vientre se hacían más fuertes. Se preguntó si el feto que Sebastien le había plantado compartía con ella la borrachera y la idea la causó una gracia enfermiza. Comenzó a reírse a carcajadas y los siete muchachos también sonrieron… sin mirarla. Porque nunca la miraban. El hombre más atractivo de los siete, el del pelo rubio y los ojos carmesí, se acercó a ella con una lentitud sospechosa. Era la primera vez que la observaba y no lo hacía con el interés que Valerie pensaba merecer. Más bien parecía aburrido, un poco preocupado y… condenado. —Mi reina —susurró—. Su hijo no se encuentra bien—. Apoyó los brazos a sus costados, rodeándola.

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—¿Eh? Aquella cortina de cabello dorado se mecía en el ambiente como un manantial prohibido, los labios se abrían y susurraban, los ojos rojos brillaban… pero Valerie no oía nada. Joder, me he quedado sorda. Había logrado rescatar la palabra hijo de esos agujeros negros que eran sus oídos. Y todo lo que estuviese relacionado con el malnacido de Sebastien le importaba una mierda. El joven le levantó la pollera y de un manotazo brusco la tumbó sobre la cama. Valerie se quejó del dolor en sus pechos y sintió aquellas manos cálidas sobre sus piernas desnudas y blancas. El hombre chasqueó la lengua, pero ella no supo por qué. —¿Qué ha hecho, mi Reina? —susurró. Notó que el colchón se hundía y eso sólo podía significar que aquel

desconocido

se

había

decidido

a

hacerle

compañía.

Ronroneando como una gata entre las piernas de su amo, Valerie dejó que Karmesí lamiera la sangre que comenzaba a asomarse por entre el remanso de su sexo y abrió la boca para dejar salir un jadeo semi ahogado. Con un rugido, Karmesí le abrió la blusa de un tirón y Valerie gimió, mientras las manos sobaban sus pechos. —Aquí —dijo él. Sus dedos atravesaron y rompieron el encaje y los firmes senos quedaron al descubierto, como dos flores asomándose por encima de un campo en llamas. Algo filoso rozó un pezón, haciéndole estremecer. —Ah… Valerie abrió los ojos y vio que aquel hombre sostenía una tira de pastillas. Ah, conque ahí estaban. —Ya es hora —dijo. —Yo la llevaré, Karmesí.

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—Gracias, Marduk. El hombre llamado Marduk se inclinó sobre Valerie y la alzó en brazos

sin

dificultad.

Colgada

de

la

realidad,

rozando

las

márgenes del río de la inconsciencia, ella boqueó un par de veces antes de dejar caer la cabeza hacia un costado, con todo el terrible peso de su largo pelo rubio tironeando hacia abajo como si la fuerza gravitatoria quisiera partirle el cuello en dos. Uno de los jóvenes corrió la alfombra que había en el centro de la habitación, dejando expuesta una puerta trampa. Los siete hombres, Marduk con Valerie en brazos, bajaron con cuidado las escaleras hasta llegar a otro salón, mucho más amplio y menos iluminado. Huele como Emmanuel cuando le mean encima. Alarmada por el recuerdo de su hermano menor yaciendo desnudo y maltratado, Valerie intentó abrir los ojos para al menos poder observar dónde se hallaba. La habitación bailó en sus pupilas, girando a toda velocidad, y ella se preguntó si acaso tenía de vuelta cinco años y estaba arriba del caballito de un tiovivo, o si tal vez tenía seis y Emmanuel ya había nacido… o si era posible que tuviese trece y los mareos fueran a causa de aquella jeringa reluciente como la constelación de Alfa Centauro que se había clavado en el antebrazo. Valerie jadeó y se sintió como si todos los caballitos de todos los carruseles del mundo le estuviesen pisoteando el cerebro. El hombre más joven, el que no llegaba a los quince años, dijo: —Este lugar apesta. Valerie oyó el ruido de una puerta abriéndose. Era el gemido de una bestia moribunda, un sollozo agonizante. La súplica de un ángel herido de muerte con una lanza envenenada clavada muy dentro de sus entrañas… —Buenas noches, mi reina.

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Alzó la cabeza con dificultad, y su cabellera osciló en el aire como el péndulo de un hipnotizador. Enfocó los ojos, respirando por

boca

y

nariz,

mientras

el

hedor

de

la

podredumbre

transformaba sus vías respiratorias en cenizas. Quiso maldecir, pero algo vivo y maloliente se le retorcía en la garganta. —Sebastien —intentó decir. ¡Era él, maldita sea! Allí estaba, con sus rizos dorados enmarcándole el rostro pálido y anguloso, los ojos celestes y fríos como trozos de hielo polar y esa sonrisa sarcástica, malévola, que escondía vaya a saberse qué pérfidos secretos e intenciones. Su atuendo parecía una extraña y acertada combinación del vestuario de un noble inglés del siglo pasado y el de un joven gótico recién salido de un recital de Marilyn Manson. —No, querida. De ahora en más me llamarás Lucifer. Sintió que se movían. Cuando volvió a abrir los ojos, estaba tan mareada

que

tuvo

que

volver

a

cerrarlos

para

impedir

desmayarse. Le zumbaban los oídos. Notó que la depositaban sobre una superficie dura. Mientras Marduk y Karmesí sostenían a Valerie, Lucifer le rasgó las vestiduras con una navaja. Docenas de ojos recelosos y expectantes seguían con perpleja atención cada uno de sus movimientos. La falda, de un delgado género, cedió con pulcra obediencia. Cuando el filo alcanzó el elástico, cayó exangüe sobre el suelo de mosaicos. Lucifer sonrió, pero frunció el ceño cuando vio los restos de sangre que manchaban el tierno monte del pubis. Alargó la mano y la deslizó por su entrepierna, y cuando los fluidos sanguinolentos le empaparon los dedos, torció el gesto con asco. Dejó caer la navaja y, aferrándose del cuello de la blusa con ambas manos, la cercenó sin compasión ni elegancia. Los pechos turgentes y pesados se bambolearon, encasquetados entre los

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baratos encajes de fantasía y oropel. Los demonios presentes ahogaron un jadeo arrobado que se oyó por encima del sórdido silencio reinante. —Iguales —susurró Lucifer, contemplando con atención los senos asfixiados, prisioneros de las telarañas de hilos. Con una uña de cristal fue desgarrando las flores de encaje hasta que el sostén quedó transformado en un grotesco insecto de mil patas. Los pechos quedaron perfectamente desnudos; lechosos, firmes, preciosos. Tomó a Valerie de la barbilla y empujó hacia atrás, dejando que el esbelto cuello se estirara cuan largo era. Al notar sus intenciones, Marduk le sostuvo la cabeza. Lucifer se inclinó y sopesó los pechos entre sus manos, apretando la blanda carne femenina y pellizcando los pezones duros y enhiestos. Lamió el sedoso cuello con íntimo deleite, quizás buscando en esa piel usada y legendaria el sabor de otra piel más amada, de otros pechos menos repartidos, más tristes, menos cotizados; intentando abrirse paso por el corazón y los residuos del alma, viajando por las células primitivas y marcando con su saliva añeja los territorios de un país decadente y proletario. Chupó el pezón como un bebé hambriento, pero no encontró allí ni magia ni gloria, sólo los restos de un embrujo apagado, con sabor a sábanas rancias y a drogas de luna llena. Tal vez desilusionado, se apartó del cuerpo de Valerie. —Pero no los mismos. Marduk y Karmesí la sostuvieron mientras la conducían hacia el cántaro ritual que estaba en la mitad del salón, ocupado sólo por la oscuridad y los demonios. Cuando hubieron llegado a la orilla, la lanzaron hacia las profundidades de aquella piscina hedionda y burbujeante. Valerie pensó que estaba de nuevo en el útero materno, flotando en el amnios, envuelta por un pañuelo tibio y acogedor.

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Pero cuando intentó respirar y sintió que se ahogaba, por fin supo que algo andaba mal. Aquel líquido extraño y pulposo sabía como la boca de Anton cuando jugaban a los vampiros. Desesperada, pataleó e intentó flotar, pero aquel útero era demasiado viscoso. Fue en ese momento cuando escuchó las risas de los hombres que contemplaban el ominoso espectáculo desde sus ojos cavernosos y eternos. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que esos hombres presenciaban su nacimiento, sí. Un nacimiento sucio, doloroso, con sabor a sangre robada y a úteros marchitos. Sumergida en ese útero profano, flotando a la deriva en medio de la sangre robada, Valerie dejó que la inconsciencia la arrastrara.

El anciano llamado Kaen Sabik se mecía sobre su reposera de mimbre, que producía un leve y odioso rechinar con su vaivén incesante. Desde su balcón veía la calle, los autos y los transeúntes. Kaen descansaba frente al sol con los ojos cerrados y las manos en el pelaje de un gato castaño. Suspiró. Hacía media hora que tenía un dolor de cabeza de muerte. Fabien, su aprendiz, no llegaba, y él debía estar en el aeropuerto a las ocho en punto. Reclinó la cabeza, mientras se abanicaba con una revista. Cuando entreabrió los ojos, vio que la modelo de la tapa le devolvía la mirada. Era una mujer guapa, rubia, de ojos celestes. Kaen sintió una sacudida en el estómago. Se parecía tanto a aquella joven… «Realiza este ritual que he marcado —le había dicho él, entregándole el libro de pactos demoníacos que él mismo había colaborado a escribir—. Así podrás salvar a tus hijos.»

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Consternado, recordó el recorte del periódico donde había leído la noticia de la muerte de aquella mujer. Su nombre era Marie Claude Malory. La esposa de Charles. Se preguntaba si había logrado realizar el pacto con Zabaroth. Si era así, tal vez sus vástagos no corrieran tanto peligro. Tal vez se salvaran. Tal vez el mundo se salvara. Chasqueó la lengua. Charles Malory había desaparecido del mapa y había dejado a la pobre mujer sin nada. Los hijos, ahora huérfanos de padre y madre, vivían en el mismo apartamento miserable y se mantenían gracias el dinero que él mismo, Kaen, les enviaba haciéndose pasar por el servicio social. Sabía que la mujer, Valerie, se gastaba el efectivo en hierba y coca, pero también sabía que el muchacho, Emmanuel, iba a la escuela y se destacaba

en

literatura.

Kaen

lo

había

visto

en

varias

oportunidades merodeando las polvorientas librerías de París, en busca de libros esotéricos que le dijesen los nombres de los demonios y de los ángeles. A Kaen le agradaba el joven, pero jamás se había acercado a hablarle. No quería involucrarse. Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que se había quedado dormido. —¿Maestro? —dijo Fabien inclinándose sobre él, con una taza de té en las manos—. Son las seis.

Siglos más tarde, o al menos eso le pareció, Valerie abrió los ojos y despertó en un sitio llamado Carnal. Era por la tarde. En el antro no había un alma y no era nada extraño. A esas horas, allí casi nunca había almas. En el ambiente caldeado se mecían los aromas que invariablemente se le adjudican a una casa de putas. Las habitaciones olían a sexo, esa fragancia única, penetrante y rancia que se impregna en las sábanas junto al sudor y al resto de

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los fluidos. Como algunos cuartos no contaban con ventana, los encargados de turno intentaban deshacerse del olor quemando barritas de incienso. Era como estar respirando opio. Los espirales de humo se elevaban sobre los amantes de turno y copulaban junto a ellos, participando de los orgasmos alcohólicos, de los bailes orgiásticos. Valerie se revolvió en su cama y volvió a cerrar los ojos. El aroma le era familiar. Estaba a salvo, aunque, ¿cuándo había estado en peligro? ¿Eh? —¿Estás bien? Una voz de hombre, suave, melodiosa. «Marica», pensó ella al oírla. —Mngh, me parece que no. Valerie gimió como toda respuesta. Se revolvió sobre el apestoso lecho y hundió la cabeza en la almohada, como si quisiera enterrar para siempre su rostro en ese féretro de plumas. Le dolía todo el cuerpo. Lo único que quería era dormir, dormir, dormir y que nadie la molestara. Se sentía húmeda, sucia, ebria y vacía. Extrañamente vacía. Y la voz volvió a hablar: —Parece que tienes fiebre —dijo. Enfadada, Valerie se dio vuelta dispuesta a mandar a la mierda a ese marica, pero cuando lo tuvo en frente no pudo ni siquiera articular palabra. El joven la contempló con sincera extrañeza. Era un joven realmente guapo. Blanco, rubio, de ojos castaños. Sin embargo, tenía algo que le había helado la sangre. Un algo que no podía describir con palabras. Algo intangible, macabro y perverso. Cuando le sonrió, Valerie pensó que ese hombre sabía cómo manipular a la gente. No tenía idea de dónde había salido ese pensamiento, pero estaba segura, como si sepultados en su útero

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cercenado yacieran los receptores extrasensoriales de un ojo profético. No se puede confiar en él, es un marica. Oh, sí… y Valerie odiaba a los maricas. Odiaba a Emmanuel y lo odiaba no sólo porque el mocoso era una molestia… Ella no tenía ni idea de qué era lo que tenía su hermano, pero sabía que no era algo normal. Pero, ¿qué estaba pensando? Había sólo una palabra para calificar a Emmanuel: putita. Y una putita regalada, como la muñeca Barbie que está bajo el árbol de Navidad. Disponible, como una cabina de teléfonos bajo las lluvias de julio. Sucia, como las moscas que chillaban sobre los cadáveres de los perros sacrificados en los rituales de Diablerie… Sucia. Muy sucia. Sucia como los perros, como las moscas y como la sangre que se secaba entre sus piernas. Sucia y hermosa. Hermosa como una Barbie, sucia como la sangre. Porque las Barbies podrían menstruar una vez al mes, pero no por eso eran menos hermosas. El marica, si es que lo era, alargó un brazo y le acarició a Valerie los largos mechones rubios que le caían sobre el escote. Estaban en una habitación de Carnal. Valerie las conocía. Todas eran iguales: de paredes negras, con grafitis pintados con aerosoles, estanterías que exhibían condones y juguetes sexuales, y luces de colores parpadeando sobre la cama, como si toda la habitación fuese el árbol navideño de una familia demente. La puerta estaba cerrada. Una puerta negra, tan negra como las paredes pintarrajeadas. —Barbie —le dijo el marica—. ¿Tienes a dónde ir? ¿Quieres que te lleve a casa? Desesperada,

Valerie

recordó

que

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las

muñecas

no

menstruaban. Y si ella era una Barbie, ¿de quién era la sangre que manchaba las sábanas?

El marica parecía no serlo y Valerie ya se sentía mejor. No sabía dónde estaban las pastillas, pero una de las últimas cosas que recordaba era haberse metido cuatro o cinco y bebido un vaso de J&B. El cóctel parecía haber dado resultado. Ahora estaba vacía y las lagunas mentales (o los océanos) eran sólo mariposas. Mamá Barbie y bebé Barbie se venden por separado. Con una náusea, se imaginó a sí misma vestida con un horrendo

vestido

de

encaje

fucsia

y

con

el

vientre

sospechosamente hinchado. Se habían subido a un auto. Valerie se sintió humillada, porque no sabía conducir. Mientras el joven recorría la ciudad y ella veía el cielo brillar por las ventanillas, se había quedado dormida otra vez. Ahora estaban comiendo. El joven tenía un apartamento pequeño y acogedor, con muebles viejos pero en buen estado. Apenas entraban los dos en la diminuta cocina. Una mesa cuadrada se encogía entre el refrigerador y la pared, sosteniendo un florero con jazmines de plástico y el periódico del día. En un rincón, junto al cesto de la basura, Valerie vio una caja de piedrecillas de gato. —¿Te sientes bien? —preguntó él—. ¿No comes? Valerie se llevó el tenedor a la boca con parsimoniosa lentitud. Su paladar saboreó los jugos de la carne y sus ojos pasearon, inexpresivos y vacíos, por la pequeña cocina. En el fuego todavía hervían las verduras. —¿Cómo

te

llamas?

—le

preguntó

Valerie, agitando

sus

pestañas de muñeca y sus ojos de puta cansada. Él sonrió, tal vez animada al oír la voz de aquella marioneta de fantasía.

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—Fabien —respondió. El reloj de la sala anunció que ya eran las diez de la noche. A esa hora, todas las jugueterías estaban cerradas. Y aunque no lo hubiesen estado… ninguna habría echado de menos a una Barbie que abortaba. El joven la invitó a su habitación. Le mostró el baño, pero no le dijo de quién era el otro dormitorio, cuya puerta permanecía cerrada. ¿Habría alguien allí? ¿Un hombre? ¿Una mujer? Valerie se estiró sobre la cama deshecha, relajando los músculos y quedándose quieta. Sentía la suave caricia de la lycra sobre sus pechos desnudos y ni siquiera se dio cuenta de que no llevaba sostén. La habitación también era chica y también estaba limpia. Valerie desvió la mirada al verse reflejada en el espejo de tamaño natural que estaba junto al armario. Lucía terrible. Tenía ojeras y estaba palidísima. El muchacho parecía ser de clase media. No era muy pobre, pero tampoco tenía modales aristocráticos. El televisor que Valerie había visto en la sala, entre los tres sillones apolillados y cubiertos por un mantel de plástico, se parecía a los que vendían en las baratas donde ella misma compraba su ropa. En el dormitorio no había televisor, pero en un rincón Valerie vio un ordenador que también lucía antiguo. Los únicos adornos que había allí eran una pintura de un atardecer y una caja musical. Valerie pensó que el sitio se veía bastante lúgubre, como si el joven no hubiese tenido infancia o hubiese botado todos los antiguos juguetes de su niñez. —¿Puedes? ¿Te ayudo? Fabien le quitaba el vestido muy lentamente, tironeando hacia abajo. La contemplaba con atención y ella se sintió incómoda. Jamás la habían observado de esa forma. Los ojos de ese hombre eran indescifrables, eran fuentes de oro donde los deseos permanecían sepultados en las profundidades de una fuente en

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medio del desierto. —¿Tienes frío? —preguntó Fabien—. Puedo prestarte algo de ropa. Él se giró y abrió las puertas de su armario. Allí tampoco había juguetes. Y tampoco había moneda en los ojos de Fabien que hubiese pedido una Barbie como Valerie.

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Capítulo cinco: Carnal

El fantasma de la luna colgaba de la ventana del dormitorio. Un silencio trémulo había envuelto con su mortaja todos los jadeos y suspiros. La única evidencia de la contienda sexual eran las láminas de sudor salino y pegajoso, ancladas en los puertos de las playas

más

húmedas.

Las

respiraciones,

tibios

murmullos

marinos, estaban perfectamente ajustadas a los latidos que retumbaban en los kilómetros de venas, ríos de color violeta fluyendo con tranquilidad. A pesar de todo, Alexieu no estaba del todo satisfecho. Había estado junto a Emmanuel tantas veces mientras éste mantenía relaciones sexuales, que quería demorar su momento lo más posible. ¿Por qué? Ah, explicarlo era tan complicado. Cada vez que lo imaginaba, Alexieu se quedaba viendo el vacío con la mirada perdida. Pero, ¿y si Lucifer se enteraba? «No hay mejor modo de crear íncubos, hijo —había dicho una noche, en un país cálido y distante—. Tomar un humano e intercambiar fluidos mediante el método que más te guste. Mediante el coito o el asesinato».

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«¿Los dos son igual de efectivos? —había preguntado Alexieu.» «Sí. Y entre nosotros, hijo: yo prefiero el coito.» —Es sábado por la noche —exclamó Alexieu, observando a Emmanuel. El chico estaba tirado en la cama con un cigarrillo en una mano y una lata de cerveza en la otra. La imagen se le antojó lamentable. —¿Y qué? —replicó él, dando una profunda calada. —Pensé que tal vez querrías salir—dijo, encogiéndose de hombros. Emmanuel consideró la idea, Alexieu casi pudo verlo sopesando posibilidades e imaginando miles de diferentes desenlaces. Las perspectivas eran interesantes y el menú, delicioso. —Bien. Iré a ducharme —aceptó Emmanuel, apagando el cigarrillo en la pared. Se quitó la ropa interior y la dejó caer al suelo, inerte y marchita. Alexieu deseó como nunca estar con él allí en la cama, clavándosele muy profundamente al compás de los suspiros y los latidos del corazón—. ¿Vienes?

Alexieu gastó en un restaurante todo el dinero que le había robado a Magdalene. Se llenaron el estómago de patatas, carne y vino barato y luego salieron del lugar, satisfechos y ligeramente borrachos. —Dios… me quieres engordar —susurró Emmanuel, con los ojos aguados, tumbándose contra un pared. Su espalda resbaló por el muro y Alexieu lo sostuvo cuando estuvo a punto de desplomarse. —Sí, te engordaré y luego te meteré en el horno —le dijo al oído, pegándose a él y dejándolo acorralado entre su cuerpo y el muro. Emmanuel ronroneó y separó las piernas para hacerle sitio. Lo rodeó con los brazos, le apretó el trasero con fuerza. Alexieu se comprimió más contra él y comenzó a tantear su entrepierna,

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frotándose con suavidad. —Ah, vamos a un hotel —farfulló Emmanuel, sintiéndose excitado—. ¿Conoces algún hotel por aquí? Alexieu, que había permanecido años encerrado en la medalla, ni siquiera recordaba en qué país se hallaba. Cuando Emmanuel abrió la boca y le mordió el cuello con sus dientecitos de perlas, echó la cabeza hacia atrás y suspiró con placer. El chico sacó la lengua y fue lamiéndole la barbilla. Alexieu se estremeció y abrió los ojos por un agónico instante. Paseó la mirada por el firmamento de cemento, húmedo, sin nubes ni estrellas. Y de repente, el conocido escándalo del tránsito le invadió los oídos con su serenata de bocinas y ruedas. Estaban bajo un puente. Y los autos también pasaban frente a ellos. —Mierda

—masculló,

sobresaltado

y

estrellándose

con

la

realidad. Emmanuel, que comenzaba a desabrocharle el broche del cinturón, se detuvo—. Eh, para, para… si nos ven haciendo esto aquí nos llevará la policía y sólo podré follarte en mis sueños. Busquemos un lugar, anda. Y la luna menguante los siguió en su caminata, preguntándose si tal vez vivirían para verla llena.

Fabien se despertó de sus pesadillas cuando las primeras gotas de lluvia comenzaron a salpicarle los pies. La ventana del dormitorio estaba abierta y por las grietas de los maderos del techo se oía el

repiquetear incesante del diluvio, junto con el

silbido felino del viento. —Mierda —susurró, medio muerto de frío, cerrando la ventana. Volvió a recostarse junto a Valerie e intentó cubrirse con la sábana.

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—Si quieres yo podría calentarte —dijo una voz masculina. Fabien se volteó de golpe. Ante él, un hombre esbelto y de magnífica presencia blandía su mirada roja y terrible. —Karmesí

—balbuceó

Fabien.

El

hombre

que

se

había

materializado permanecía de pie junto al armario, paseó la mirada por el dormitorio y recogió su camiseta del suelo. Lucía una camisa

de

mangas

largas,

de

color

rojo

vino.

Llevaba

desabrochados los tres primeros botones, mostrando la palidez de un pecho lampiño y suave. Sus pantalones eran negros, lisos, y estaban perfectamente planchados y limpios. Sus botas, que a Fabien le recordaron a las que usan los jinetes, no mostraban ninguna mancha ni ninguna muestra de que hubiesen visto la lluvia. Todo Karmesí estaba seco. Desde su larga y lacia cabellera rubia hasta la hebilla de sus botas. En íntimo gesto de evocación, Karmesí se llevó la camiseta de Fabien a la nariz y lo olió profundamente, con sumo placer y nostalgia. —Ah, Fabien. He venido a buscar a Valerie, pero ahora que te veo tan guapo y crecido… Él apretó los dientes, sintiéndose desnudo e indefenso. Tan sólo llevaba puesto una bata que le había regalado su abuelo Kaen para su cumpleaños. —Esa noche fue un error, Karmesí, estaba drogado —detuvo Fabien, con un estremecimiento repugnante. Sabía que era mentira.

Sabía

que

el

sexo

con

Karmesí

había

sido

una

experiencia anhelada y brutalmente satisfactoria. Sabía que lo deseaba en ese mismo momento y que su cuerpo gemía de la agonía que le significaba tenerlo tan cerca y a la vez tan lejos. Sabía que de no cargar con el peso de la sangre maldita en sus venas, se habría entregado sin miramientos a ese magnífico ser

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oscuro y amorosamente perverso. El demonio Karmesí se sentó sobre la cama y movió la mano sobre la cabeza de Valerie en señal de hechizo. —Pero lo disfrutaste, cariño —susurró, acariciándole la mejilla con una larga uña cristalina—. Te rendiste a mí y te hice el amor como jamás se lo hice a nadie. Cuide de ti y gozamos juntos, ¿lo recuerdas? —Eso no podrá repetirse —replicó Fabien. —Te trataría con la misma ternura de aquella noche. ¿Qué me dices, Anubiasis? —¡Me llamo Fabien! —gritó él, cubriéndose los oídos con las manos en un gesto pueril. —Fabien —repitió Karmesí, recorriendo las sílabas con la lengua, como si pudiera saborearlas—. Qué nombre tan vulgar para un hijo del mismísimo Belzebú. —¿Qué quieres aquí, Karmesí? —Es increíble... —prosiguió él sin hacer caso—, pensar que cuando hicimos el amor eras casi un niño. Pero todavía conservas la belleza que te corresponde por herencia. ¿Por qué has elegido esta vida tan aburrida al lado Kaen, cuando con tu madre Magdalene Sabik puedes tener todo lo que se te antoje? —Eso es algo que sólo me incumbe a mí. Karmesí suspiró con desesperación disimulada. —Anubiasis, ¿no te gustaría compartir la eternidad con este demonio que te ama? ¿No te gustaría probar mi sangre? —¡Vete de aquí, maldito seas! —gritó él, poniéndose de pie—. ¡Escúchame, y escúchame bien, Karmesí! ¡No quiero tener nada que ver contigo ni con los tuyos! ¡Prefiero mil veces vivir con Kaen! ¡Soy mortal! ¡Y comprende de una vez que no quiero tu puta eternidad! Karmesí permaneció impávido, fiel a sus principios.

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—No quieres estar conmigo —dijo con decisión, irguiéndose—. Muy bien. Entonces, Fabien… ¿Me harías el favor de hacerte a un lado para que pueda llevarme a la reina? Valerie seguía dormida y Fabien sospechaba que iba a seguir estándolo hasta que Karmesí decidiera lo contrario. —¿Qué quieres que haga? –preguntó, sabiendo muy bien lo que Karmesí quería que hiciera. —¿Tan fiel le eres a Kaen como para hacer de puta por él? – replicó Karmesí, contemplándolo.

Fabien apartó la mirada,

intentando convencerse a sí mismo de que lo que decía era cierto: que él sólo quería desbaratar los planes de Lucifer, que de ninguna manera deseaba volver a ser poseído por ese demonio. Porque eso sí sería traicionar a Kaen y a sus sacramentos. ¿Desear a un demonio? Oh, el oprobio, la sodomía, el pecado, el Apocalipsis, el Infierno, la catástrofe, la Bestia, los seiscientos sesenta y seis azotes con el látigo de la vergüenza. Pero Fabien deseaba a Karmesí y ésa era su realidad. Deseaba el oprobio, la sodomía, el pecado, el Apocalipsis, el Infierno, la catástrofe, la Bestia, las seiscientas sesenta y seis embestidas que le había obsequiado esa noche fría y jadeante, antes de derramarse en sus entrañas y en su alma. —Sí. —¿Y tú crees que yo podría tomarte contra tu voluntad? – inquirió Karmesí, frunciendo las cejas rubísimas. —Sí. Karmesí sonrió. —Pues crees bien. Fabien suspiró y sintió que una burbuja de calor se reventaba en su pecho, asfixiándole, oprimiéndole el corazón y los sentidos. Se puso de pie y Karmesí lo siguió. Abandonaron la habitación y entraron al dormitorio de Kaen. Era un dormitorio amplio bastante

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sencillo. El suelo era de madera y las paredes eran de color de color té con leche. La ventana estaba cerrada y Fabien había bajado las persianas hasta la mitad. La cama era grande porque su abuelo y Maestro Kaen tenía problemas en los huesos y necesitaba descansar bien. Y más ahora, con todo lo que estaba por suceder. El sitio estaba a oscuras, pero ninguno se molestó en encender la luz. —¿Aquí? –susurró Karmesí, pero Fabien no respondió. Se quitó los pantalones y la ropa interior y, sin mirarle, se lanzó al lecho boca abajo. De reojo, observó cómo Karmesí se desnudaba. Primero la camisa, roja como la sangre, descubriendo un pecho muy blanco, duro y con las planicies definidas con pinceladas perfectas. No había vello, no había mancha, sólo dos botones rosados y carnosos prudentemente separados. No había ombligo. Acompañado por un sonido metálico, se desabrochó el cinturón y se quitó los pantalones. Sus piernas también eran pálidas, pero no tan lampiñas. Estaban cubiertas de finos vellos rubios y en su entrepierna esos vellos se hacían más crespos y más dorados. Fabien sintió su suave peso sobre el colchón. Las manos tibias de Karmesí subieron por su espalda y se apostaron en sus hombros. Se le había subido encima, y ahora estaba acorralado bajo ese cuerpo caliente y ansiado. La erección ya descansaba sobre su columna vertebral y deseó poder metérsela en la boca hasta la garganta. Pero no iba hacerlo. Karmesí se tumbó sobre su espalda, y toda la dureza de su pecho se le estrujó contra la espina dorsal. Se estremeció. La lengua dejaba su senda a medida que recorría su cuello y sus hombros y él pensó que iba a morirse cuando los largos dedos ensalivados comenzaron a trabajar en su esfínter, para relajarlo y prepararlo. Jadeó. La cabeza del pene se restregó contra la entrada y la cabeza de Fabien estalló en miles de luces de colores. Karmesí siguió jugando, que entraba, que no

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entraba, y Fabien se desesperaba cada vez más. Karmesí estrujó las nalgas y las mordió, y todo el espíritu de Fabien se sacudió en su interior con una urgencia terrible. —Dime qué debo hacer… –jadeó Karmesí en su oído, respirando con gula el perfume de ese cabello y el aroma de ese cuerpo humano—, para dejar de amarte tan desesperadamente. Le mordió el lóbulo de la oreja y su lengua se escurrió por sus curvas, haciéndole gemir. El miembro todavía pulsaba en su entrada, listo para penetrarlo. —¿Podrías… ponerte un condón, por favor? —¿Dónde…? —En el baño… Karmesí se irguió y de repente Fabien se sintió solo y extrañamente frío. Gimoteó, con la mejilla pegada a la almohada y deslizó un par de dedos por su ano, para que la penetración no doliera tanto. Hubo un momento en que el tiempo se dobló, cuando la preparación cruzó la delgada barrera que la separaba de la soledad. La preparación se transformó en masturbación cuando Fabien estuvo seguro de que Karmesí no volvería. Desde la ventana, el gato marrón de Kaen Sabik lo había visto todo.

La Casa era un sitio que visto desde afuera parecía pequeño. Estaba escondido en un callejón sin salida, entre dos edificios ruinosos, y se levantaba en medio de ellos muy orgullosamente, exhibiendo sus muros intactos, los grafitis pintarrajeados y la música decadente que ondulaba y se escurría por sus paredes como un licor dulce y narcótico. Alexieu se acordaba de cuando la Casa albergaba a sus propietarios humanos y todavía podía oír los

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gritos de los niños asesinados, oler la sangre vital y caliente que había caído sobre la tierra y nutrido a los gusanos y a las plantas del jardín. Aquella casa tenía casi quinientos años y había sufrido muchísimas restructuraciones. Era la morada de los demonios proscritos, los seres de la noche y los humanos que veían fantasmas.

Alexieu

se

sorprendió

gratamente

al

sentir

su

presencia en París. La última vez que la había visitado había sido en un país caliente y arenoso, del otro lado del océano. Porque así era: las criaturas de la noche no querían tener problemas de ningún tipo y la vieja Casa constituía su refugio. Cuando estallaba una guerra o había inconvenientes, los demonios viajaban con su Casa Maldita hacia cualquier otro lugar del mundo. Ahora estaban allí y ya corrían los rumores de un nuevo exilio. Los periódicos gastaban tinta y más tinta en el tema de los secuestros, pero los demonios de la Casa no tenían nada que ver. De todas formas, si las cosas continuaban así, esa ciudad dejaría de ser segura. No eran culpables, pero sí cómplices silenciosos. Ellos no buscaban fama ni gloria, simplemente, poder vivir su eternidad lo mejor posible. Alcohol, drogas, incesto, sexo, vicios, todo era tolerado en la Casa Maldita. Algunos permanecían alejados de los placeres mundanos y tenían trabajos normales, como cualquier ser humano que se precie. Entre ellos había un par de maestros, un cantante, dos o tres políticos y varios empleados domésticos. Y es que de algo tenían que vivir y por las noches dormían en la Casa, muy a gusto con sus compañeros de cama ocasionales o con sus parejas. No obstante, con la fama que se había ganado la Casa los últimos diez años, los más escrupulosos no podían esconder su furia. Y es que mientras ellos trabajaban mezclándose con la ralea mortal, los golfos, mucho mayores en número, habían decidido transformarla en una

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asqueroso prostíbulo, llamándola Carnal. Era cierto que ahora el dinero ya no les faltaba, pero algunos no entendían cómo los íncubos podían prestarse tan servicialmente a los apetitos de la plebe. —¿Qué es este lugar? Pensé que iríamos a un hotel —se quejó Emmanuel. A Alexieu le costó diferenciarlo de una esposa resentida. —Este lugar te va a encantar —apaciguó, golpeando la puerta con insistencia. —¿Sí? —susurró Emmanuel, para nada convencido. —Completamente —dijo, y le apoyó la mano en el trasero, dándole un leve apretón. Emmanuel se pasó la lengua por los labios, guardándose la sonrisa. La vieja puerta de metal oxidado se abrió con un estrépito y un hombre alto, robusto y de expresión huraña se plantó ante ellos. Vestía completamente de negro y a donde Emmanuel le mirase llevaba cadenas, cruces, piercings y tatuajes. —Veinte euros la entrada —espetó con una voz maltratada por el tabaco. —No voy a pagarte, Alastor —increpó Alexieu, riendo con una risa que rompió el casto silencio de la medianoche. El hombre llamado Alastor parpadeó sorprendido, y luego Emmanuel pudo ver cómo su rostro palidecía y sus ojos se abrían, espantados. —¡Alexieu! —musitó. —El mismo. Su gesto se recompuso y, nervioso, se hizo a un lado para dejarlos entrar. Frente a ellos se desplegaba un manto de negrura húmeda y espesa, y cuando la vista se le ajustó a los diámetros de esa oscuridad temblorosa, Emmanuel se aferró a la camisa de Alexieu para caminar a su lado. Él se giró, sonriente, y le ofreció la lengua

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con un delicado envío de su boca. Emmanuel la aceptó con gusto, y ambas lenguas comenzaron a guerrear en el aire, intentando alcanzar los labios y con ellos, el interior de aquellas cavernas tiernas, mojadas y salobres. —¿Quién es él? —preguntó Alastor, con tono jovial—. ¿Tu nuevo juguete? Al oírle, Emmanuel se volteó y lo observó, entre enfadado y ofendido. Al ver su reacción, Alastor no pudo hacer más que sorprenderse. —Oh… —No —negó Alexieu —. Él es más que un simple polvo. Y yo soy más que el que se lo da, ¿no es cierto, Emmanuel? —dijo, buscando su mano en la oscuridad y acariciando la palma con un tibio dedo pulgar. Alastor no dijo nada. Limitándose sólo a observarlos con curiosidad, supo al instante que entre esos dos sucedía algo extraño. —Hace mucho que no venías por aquí —comentó, cambiando el tema para que la atmósfera dejara de estar tan tensa—. Los jóvenes han hecho varios cambios… ya te darás cuenta. Alastor llegó al final del pasillo y empujó la puerta con una patada. Esperando encontrar allí luz y calor, Emmanuel sólo vio más oscuridad y más tinieblas. Alexieu le dio un suave empujón. Entró, primero adelantando el pie derecho y casi con miedo de chocarse con una muralla invisible. Pero en cuanto hubo entrado, parte de la luz que aguardaba se hizo presente y lo saludó desde lo alto. Se oían voces y junto con ellas, una melodía moderna que bien podría estar sonando desde el

ranking de canciones más

escuchadas. El sitio parecía un bar común y corriente, aunque Emmanuel estaba seguro de que ningún empresario que se

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preciara de listo habría montado un pub de lujo en el interior de aquella casona derruida. —Esto de verdad ha cambiado —susurró Alexieu, sonriéndole al paisaje semi en penumbras. La barra estaba en el fondo del bar y las botellas de todas las formas y tamaños brillaban acariciadas por los focos de luces multicolores. Había varios individuos sentados allí, tomando unas copas y charlando, mientras el barman mezclaba licores y jugos de fruta. En el centro del salón estaban las mesas y los sillones, y los altavoces hacían de musa inspiradora para los hombres y mujeres que bailaban al compás de la música. —¿Han transformado la Casa en un puto bar? —exclamó Alexieu, quizás en voz demasiado alta. Algunos de los presentes se voltearon hacia él y Alexieu lo hizo hacia Alastor—. ¿Qué carajo ha sucedido aquí? Alastor dejó caer un silbido largo y sutil. —Pues muchas cosas —dijo, serio. —¿Por ejemplo? —Bueno… las cinco habitaciones del fondo pueden alquilarse… Y dejó la frase en el aire. —¿Qué? —gritó Alexieu. Alastor miró a su alrededor y, visiblemente incómodo y nervioso, lo tomó del brazo y lo alejó de la multitud. Emmanuel hizo ademán de seguirlos, pero Alexieu lo detuvo—: quédate aquí. No habían transformado la Casa en un puto bar. La habían transformado en un bar de putos. Emmanuel, sintiéndose menospreciado, contempló el entorno con vaga angustia. Las ganas de follar se habían esfumado demasiado rápido, como un montón de cenizas barridas por el viento. Se habían dispersado y volaban a la deriva por la sexósfera. Suspirando, deseando más que nada en el mundo estar

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en su cama, envuelto por las sábanas sucias, se sentó en el borde de un sofá para aguardar a que Alexieu volviera. De no ser porque ya se sentía profundamente unido a él por algo incluso más fuerte que la magnética atracción sexual, se habría largado de allí sin pensarlo dos veces. No sabía qué era y si, por una de esas casualidades, podía deberse al alcohol… pero percibía que en ese ser oscuro y terriblemente hermoso, todavía moraban más secretos de los que su tumba sería capaz de albergar. Y en uno de aquellos secretos tenían que estar escondido, sin duda alguna, el misterio de ese lazo. «Jamás lo habías visto en tu vida —se dijo por enésima vez—. No lo conocías, y es posible que todavía no lo conozcas del todo… es posible que nunca llegues a conocerlo del todo.» —¡Pero qué tenemos aquí! Emmanuel se dio la vuelta, sobresaltado. Un joven alto y delgado lo observaba con una pícara sonrisa en sus labios de bufón y un brillo maléfico en los ojos verdes. Las luces del bar arrancaban reflejos dorados a su larga cabellera pelirroja. Era Rumiel. —¡Tú! —farfulló Emmanuel, encogiéndose contra el sofá. Rumiel, sin hacer caso, se abrió camino entre las personas y las mesas bajas y se sentó a su lado, sin dejar de mirarlo. —¿Dónde está Alexieu ? ¿Has venido con él, no? —preguntó, lamiéndose los labios con una lengua muy roja y afilada. —Sí. ¿Qué haces aquí? Rumiel juntó sus cejas rubias y lo miró con sorna. —¿Cómo que qué hago aquí? —replicó, llevándose los esbeltos brazos a la cintura. Hasta ese momento, Emmanuel no había reparado en que llevaba un delantal negro sobre los jeans y la camiseta de tirantes. —Eres camarero —susurró, más para sí mismo que para

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Rumiel. —Pues has adivinado —dijo él, con una mueca, levantándose de un salto como si tuviese un resorte de gran calibre en el trasero— . ¿Qué vas a tomar? —Nada, esperaré a Alexieu. —¿Y él dónde está? Rumiel

no

se

reía,

pero

se

burlaba.

Que

los

hubiese

interrumpido a punto de follar, que le tomara de idiota, que estuviera allí en ese lugar y en ese preciso instante… con todo eso, ese hijo de puta ya comenzaba a caerle muy mal. —¿No te has dado cuenta, ricura? —murmuró, inclinándose hacia él y acariciándole la mejilla, ante lo que Emmanuel se apartó, ceñudo—. Esto no es un bar común y corriente, mira… Levantó la cabeza por encima del respaldo del sofá. A primera vista, todo parecía en su sitio. La barra, el barman, las botellas, las luces, las mesas, los altavoces, la mesa de billar. Podría ser que las personas fueran un poco extravagantes. Pero, ¿qué había de raro en una mujer llena de piercings? ¿O en un hombre que fumaba una pipa? ¿O en el penetrante humo que salía de los vasitos de cerámica que estaban sobre las mesas? ¿O en un joven besando un gato marrón? Un gato marrón. Un joven. Besando. ¿Qué? Emmanuel parpadeó un par de veces, alterado. ¿Un gato? No. ¿No eran de dos varones, de dos humanos, las sombras que se dibujaban contra la pared de ladrillo esmaltado, fundiéndose, acariciándose, sobre la mesa de billar? —¡Garu! Las bolas de billar se agitaron, algunas cayeron al suelo.

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Emmanuel, mareado por el aroma dulce de los recipientes de cerámica, observó cómo el gato marrón saltaba de la mesa y, con el pelaje erizado, corría hacia la barra y se subía al regazo de uno de los hombres que charlaban. —¿Qué es? —le preguntó a Rumiel, señalando la vasija, pero todavía mirando al gato. Rumiel sonrió. —Se llama Judas Iscariote. Es nuestra especialidad. —Rumiel, ¿qué haces? La figura de Alexieu surgió de entre la metálica oscuridad y Rumiel le dirigió su proverbial sonrisa.

Alexieu se sentó junto a

Emmanuel y, estirándose cual felino, apoyó los pies sobre la mesilla. —¿Qué es esta porquería? —farfulló, inclinándose para tomar la pequeña vasija de cerámica. Sosteniéndola por el asa, se la acercó con cuidado a la nariz y olió profundamente, con sus cejas negras tocándose por encima del puente de la nariz—. Qué asco —susurró para sí mismo, dejando la vasija en su sitio—. Sangre de demonio, mezclada con opio. —Estaba hablando con Emmanuel —exclamó Rumiel—. No me lo iba a follar sin tu consentimiento —se burló, apartándose cuando Alexieu le lanzó una patada. —Aléjate, zorra —advirtió—. Ve a vender tu culo cansado a viejos asquerosos. —¿Viejos asquerosos? —repitió Rumiel, con retintín—. ¡Si supieras! Alexieu puso los ojos en blanco. —¿Sabes una cosa? —dijo, harto—. Tu currículum nos importa un carajo. Tráenos algo para beber, ¿sí? Para mí un Barrabás, para Emmanuel un Leviatán —y le dijo al chico, en voz baja—: te gustará, ya lo verás. Rumiel se hizo el ofendido y, meneando las caderas con bien

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ensayada exageración, se alejó de ellos haciéndose lugar entre la gente. —¿De qué hablaban? —le preguntó Alexieu a Emmanuel, observando a Rumiel intercambiar gestos con el barman. —Bueno, me dio a entender que este lugar es un prostíbulo — respondió él. Alexieu chasqueó la lengua y meneó la cabeza con pesadumbre—. ¿Qué sucede? —No

puedo

creer

lo

que

han

hecho

—declaró—.

Han

transformado esta Casa en un burdel de segunda. Alastor me mostró las habitaciones. Me dijo que necesitaban el dinero y que no habían tenido más opción que esto. Y para colmo venden su sangre —dijo, mirando la vasija del Judas Iscariote. Emmanuel suspiró y se recostó sobre el sofá. Acomodó la cabeza entre las piernas de Alexieu, mientras sus dedos se abrían paso entre las mechas rubias más largas. Girándose apenas, se encontró mirando fijamente la vasija del Judas Iscariote. —¿Todos ellos son demonios? —susurró. Alexieu no le oyó y tuvo que repetirle la pregunta. Cuando le comprendió, sonrió. —No todos. Algunos son demonios, otros son íncubos, otros vampiros… —¿Vampiros? —chilló Emmanuel. Alexieu apoyó un dedo sobre sus labios. —Shhh. En ese momento regresó Rumiel, llevando dos altos vasos que dejó sobre la mesa con muy poco cuidado. Sin mirarlos, volvió a alejarse. Los restos de bebida derramada brillaban ante las luces de fantasía. —Sí, vampiros. De toda clase. —¿Y chupan sangre? Alexieu rió suavemente. Le bordeó con el dedo el labio superior y fue pellizcándolo con delicadeza, rozando los dientes.

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—Chupan de todo —respondió y Emmanuel sonrió, divertido—. De verdad. Chupan sangre, semen, emociones… —¿Emociones? Abandonó el labio y bajó por la mejilla hasta llegar al cuello. Fue acariciando esa tibieza aterciopelada hasta llegar a los pezones. —Hay vampiros de maldad, de bondad, de inteligencia, de belleza, de todo lo que te puedas imaginar. ¿Sabes cómo les dicen a los vampiros que se alimentan de fe? —No. Alexieu ensanchó su sonrisa. —Santos. Emmanuel lo observó, en silencio, y él siguió acariciándole el cabello. «Apocalipsis —pensó, siguiendo con la mirada los suaves contornos de ese rostro masculino y hermoso—. Ha llegado el Apocalipsis y soy parte de él». Se

asomaron

a

la

superficie

de

sus

recuerdos

las

elucubraciones cuasi cinematográficos de aquellos versículos bíblicos perfumados a polvo y a encierro. No le gustaba que le llamaran

Revelación,

la

palabra

Apocalipsis

sonaba

mejor,

hombre, con más fuerza, más potencia, más morbo… Y la primera criatura viviente es semejante a un león, y la segunda criatura viviente es semejante a un torillo, y la tercera criatura viviente tiene rostro como de hombre y la cuarta criatura viviente es semejante a un águila en vuelo. Y Emmanuel no tenía idea de qué podía significar aquella profecía, sólo sabía que los actores de la película estaban buenísimos y que en el sitio del rodaje hacía un frío de muerte…

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Había luces de todos los colores girando a toda velocidad y las criaturas demoníacas tenían voces de ángel. Y los diablillos sabían cantar, sí. Y lo hacían con voces sensuales, dotadas de todos los altos y bajos del universo, con melodías de arrecifes de coral y palabras en idiomas arcanos… Un signe, une larme, un mot, une arme, nettoyer les étoiles à l'alcool de mon âme Un vide, un mal des roses qui se fanent quelqu'un qui prend la place de quelqu'un d'autre Un ange frappe a ma porte Est-ce que je le laisse entrer Ce n'est pas toujours ma faute Si les choses sont cassées Le diable frappe a ma porte Il demande a me parler Il y a en moi toujours l'autre Attiré par le danger6

Emmanuel despertó de un sobresalto. Abrió los ojos y lo primero que vio fueron las manos de Alexieu, chocando entre ellas en seguidos aplausos. Se irguió, todavía adormilado, y vio que en el escenario, minutos antes vacío y oculto por un largo telón de 6

Un ange frappe a ma porte, Natasha St. Pier

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satén negro, había una chica de pie sosteniendo un micrófono. Enterado de quién era el demonio con voz de ángel, Emmanuel se sumó a los aplausos. Cuando las luces bajaron, la chica murmuró un suave y exótico «gracias» e hizo una seña al disc-jockey para que pusiera play al siguiente karaoke. —Se llama Augustin —le dijo Alexieu—. Y es un chico. —¿Un chico…? —farfulló Emmanuel, sorprendido. El chico era bajito y esmirriado. Tenía el cabello de color castaño y muy tupido, y los ojos dorados brillaban enmarcados por gruesas líneas negras. Estaba completamente travestido, pero había algo en él que a Emmanuel le parecía sensual, provocativo. Vestía un corsé negro y una falda vaporosa, inflada a base de la superposición de tules. Unas medias de encaje rojo le llegaban hasta los muslos y sus zapatitos de tacón se ajustaban a sus pequeños tobillos con una cinta de piedrecillas brillantes. Llevaba guantes de seda negra, pero eso no le había impedido colocarse grandes anillos en casi todos los dedos de las manos—. ¿Lo conoces? —preguntó Emmanuel. Alexieu se llevó el vaso a los labios y negó con la cabeza. —No, pero es amigo de Rumiel. Y es un íncubo. —Sonrió al ver la expresión horrorizada de Emmanuel. Indulgente, le alcanzó el vaso de la bebida, que permanecía intacto. Emmanuel volvió a sobresaltarse cuando los altavoces estallaron con una melodía recia y la voz de ángel se agitó en una efusión de gritos orgásmicos. I'm waiting for you to drown in my love So open your arms I'm waiting for you to open your arms And drown in this love

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Era una canción completamente diferente, poderosa, libre, sin timidez ni culpas absurdas. El joven cantante parecía haberse partido en dos mitades gemelas, en dos voces y en dos cuerpos con gargantas y cuerdas vocales distintas. La nostalgia se había hecho a un lado y toda la fortaleza de su juventud y su sangre comenzó a fluir por los altavoces, derramándose sobre los muros, goteando un éxtasis burbujeante… So my love, your laughter is finally turning into tears And you're begging for more, though the end is getting near Come closer, my love I'll violate you in the most sensual way... until you drown in this love Las palabras rezumaron un almíbar dulce, una pasión secreta, las llaves de todos los tesoros del mundo estaban expuestos en ese escenario y volcándose sobre la multitud. El chico parecía besar el micrófono. El micrófono era su amante de turno. Sus labios lo acariciaban y los presentes desearon ser ese micrófono, ese trozo de metal muerto, y poder ser rozados por esa boca demoníaca y por el aire tibio que oscilaba por sus labios en clímax agónico. Emmanuel se mordió su labio y su rodilla tocó la de Alexieu. I'm waiting for you to drown in my love So open your arms I'm waiting for you to open your arms And drown in this love7 7

Drown in this love, HIM

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Si el chico le cantaba a alguien, Emmanuel no lo sabía. Si el chico le cantaba al silencio, a la luna, al mundo, a Dios, a la virgen, a los santos, a los muertos, a los travestis… tampoco lo sabía y tampoco le importaba. La bebida había hecho estragos en el interior de Emmanuel y los reyes destronados blandían sus cetros ante un país en llamas. Emmanuel jadeó en medio de su propia canción y se recostó sobre el sofá, de espaldas. Alexieu, al notar sus intenciones, soltó una carcajada. Nadie los veía, nadie los oía. Todos veían al demonio con garganta de volcán en erupción, todos oían al ángel apocalíptico que les narraba en su sismo de poemas historias de amor y de sexo. —Vamos a una habitación —leyó Alexieu en los labios de Emmanuel y en sus ojos mojados y salpicados de chispas y notas musicales. Con una sonrisa muy parecida a la de Rumiel, Alexieu se levantó del sofá, tiró de su brazo y lo arrastró entre la gente hacia la habitación más cercana.

Emmanuel se tambaleó y entró en el cuarto dando tumbos. Cuando pudo vislumbrar la cama, un rectángulo rojo y brillante bajo las luces de navidad que titilaban en el cielorraso, se lanzó a ella como si la Salvación Eterna estuviese dormida entre sus sábanas. Alexieu cerró la puerta. Emmanuel intentó erguirse y enfocar la mirada, pero sólo logró que la habitación girara frente a sus ojos a seiscientos sesenta y seis metros por segundo. —Ufff —farfulló, desplegando piernas y brazos a lo largo de la cama—. ¿No vienes? —dijo—. ¿No tienes ganas? Alexieu fingió no oírle y aparentó un repentino interés por la

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decoración del dormitorio. Había un pequeño mueble bar, un perchero y una estantería con condones. Tomó de la estantería un folleto arrugado, impreso en papel grueso, que decía que los recipientes que estaban junto a los condones contenían sustancias maravillosas que prolongarían sus orgasmos y facilitarían la penetración. Sonriendo, se guardó una cajita de preservativos en el bolsillo trasero de los pantalones. Muy curiosas, esas bolsitas de basura. Emmanuel sólo observaba una sombra irregular, un cóctel de colores moviéndose lentamente entre las luces del techo. Cuando Alexieu fue acercándose, su figura fue haciéndose más nítida, más sólida. —No pensé que el Leviatán fuera tan fuerte, cariño. Lo siento. Emmanuel emitió una serie de ebrios ronroneos y se volteó sobre la cama, reclinándose como un gato. —Ven aquí —silabeó, entre dientes. Alexieu, ya fastidiado, le dio una fuerte palmada en el trasero y saltó a la cama, empujándolo. —Así en cuatro patas… —comenzó, tironeándole del cabello—, ¿sabrías quién te estaría follando si llamara a Rumiel y le pidiera que me reemplazara? Pareció llover en el cielo de la borrachera. Y Emmanuel no necesitaba estar sobrio para darse cuenta de cuando le llamaban «perra». —¿Qué te sucede? —susurró—. ¿No hemos venido aquí para…? —Tal vez —respondió Alexieu, recostándose

a su lado y sin

mirarlo. —¿Y entonces? ¿Por qué no lo hacemos?

—exclamó él,

irguiéndose y subiéndose sobre Alexieu, rodeándolo con las piernas.

Alexieu

escabulló

la

mano

por

acariciándole los tobillos.

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debajo

del

jean,

—¿Así piensas? ¿Sexo, sexo y sexo? Emmanuel se apartó. —¿Qué

te

sucede?

—repitió—.

Antes

no

parecías

muy

disgustado —dijo, levantándose de la cama—. Y sí, ¿sabes una cosa? Me gusta follar y si tú no tienes ganas… pues yo sí —intentó calzarse las zapatillas en el aire, pero los mareos lo vencieron y cayó al suelo. —Emmanuel —Alexieu saltó de la cama—. ¿Estás bien… Emm…? —preguntó, tomándolo por los hombros. Para su sobresalto, Emmanuel se echó en sus brazos y le rodeó el cuello, sollozando. —Emman… —Te quiero, joder —balbuceó en su oído, con la boca abierta. Alexieu se estremeció, mientras los labios mojados y el aliento tibio se escurrían por su cuello—. Sé que… soy así, pero… —decía, tragándose los mocos—, te quiero, lo sé, y quiero estar contigo, no con otros. Por favor… Alexieu lo estrechó contra sí como si quisiera que sus carnes quedaran unidas por el sudor y el calor. Emmanuel gimió entre sus brazos y él tomó su rostro entre las manos, limpiándole las lágrimas. Sus ojos grandes y cristalinos brillaban en medio de la inundación de sollozos. —Sí —le dijo, besándolo repetidamente. Emmanuel boqueaba, ofreciéndole más que sus labios, ofreciéndole labios, lengua, dientes,

garganta,

sangre,

cuerpo,

alma—.

Eres

mío,

me

perteneces, todo… —susurró, levantándole la camiseta. Emmanuel alzó los brazos hacia el cielo, dejándose desnudar. Alexieu lo tomó de la cintura, lo alzó y lo depositó en la cama con cuidado. Se subió, gateando sobre sus rodillas, y se quitó él mismo la camisa, botón por botón, ante la atenta y húmeda mirada de Emmanuel, que lo recorría con pocos pudores y muchos anhelos. El pecho recio y plano, brillaba como una criatura nocturna de oro cuando

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las luces del techo lo lamían como una diosa de mil lenguas. Emmanuel quiso alcanzar el broche de los pantalones, pero Alexieu le apartó las manos tomándolo por las muñecas. —¿Podría hacerlo? —Susurró, echándose sobre él de golpe, cubriéndolo por completo con su cuerpo, su calor y sus secretos—. ¿Podría hacerte el amor sin condenarte para siempre? —Le acarició el rubio cabello, tironeando con delicadeza, lamió los restos del llanto que se le habían estancado en los hoyuelos de las mejillas y recorrió con la lengua esa boca caliente, sabrosa, chupando sus contornos como si quisiera hacerlos estallar y llenarse la garganta con su éxtasis. Emmanuel, acorralado como estaba, sólo pudo quedarse muy quieto, sintiéndose sometido, mas a gusto. El fuego de su cuerpo se había extendido y ahora rodeaba toda la habitación, aislándola de los humildes fuegos del resto del mundo humano y de la voz del ángel demoníaco que seguía cantándole al silencio, a la noche y a los eclipses de luna. —Claro que sí —gimoteó Emmanuel. Los oídos le zumbaban como si estuviesen escondidos en medio de un panal de abejas. La cabeza le seguía dando vueltas, pero el cuerpo le ardía. Sabía que era Alexieu quien estaba a su lado, podía sentirlo, pero el verlo se le estaba haciendo cada vez más difícil… —Esa bebida sí que era fuerte, ¿verdad, mon amour? —dijo el demonio, besándole los párpados. Emmanuel gimoteó por última vez antes de caer dormido. Alexieu dejó escapar un suspiro de alivio. Afuera, en el salón de Carnal, la voz angelical del niño demoníaco

seguía

despeñándose

por

los acantilados

de

la

desesperación. Le cantaba a la muerte, a la sangre, a la luna llena y al cadáver de su madre. Le cantaba a su muerte, a su sangre, a las drogas de luna llena y a su propio cadáver. Finalmente, en su última canción, cuando su garganta dejó de

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agitarse como la vara mágica de todos los hechiceros del mundo, el niño demoníaco le cantó a su asesino: le cantó a Rumiel, que estaba muy lejos allí, perdido entre la gente y perdido entre lenguas ajenas.

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Capítulo seis: Mar rojo

Fabien bebía un café y leía el periódico del día. Las noticias de los secuestros de niños habían cesado, pero la desesperación y a la alarma seguían presentes. La ciudad no dormía y se entretejían diversas explicaciones que intentaban en vano dar consuelo a las familias

desesperadas.

Las

hipótesis

incluían

ovnis,

extraterrestres, naves espaciales, tráfico de órganos, prostitución. Las más acertadas (y las más temidas) eran las que urdían las mentes

más

agudas:

sectas

satánicas.

Multitudes

habían

participado en los violentos incendios que se habían llevado templos de otras religiones, como algunos gustaban de llamar a las estampas de San La Muerte, a los figurines de vudú, a las velas blancas y a los altares de mujeres desnudas 8. Fabien era una de las pocas personas que conocía la verdad: que esos niños jamás aparecerían con vida. Leía el testimonio de una madre desesperada, cuando el teléfono de la sala comenzó a sonar. —¿Hola? 8

Alusión al Satanismo fundado por Anton Szandor LaVey.

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—Fabien, ¿cómo estás? —saludó la lejana voz de Kaen Sabik. —Bien, Maestro. ¿Usted? ¿Salió todo bien? —Sí, ¿qué podía salir mal? —respondió el anciano, con un dejo de cansancio y angustia. El día anterior había enterrado a su hermana Giannise, que había dejado huérfanos a tres pequeños—. ¿Y allí? ¿Ya nació el… niño? —vaciló con la última palabra. — No. La chica sí estaba embarazada, pero abortó y perdió a su hijo. —¿Y dónde está ella? ¿Murió? —preguntó Kaen, un poco aliviado, un poco asustado. Fabien vaciló. —Está aquí. —¿Qué? ¿En nuestra casa…? —Sí. La encontré en Carnal, estaba sangrando. Al principio no supe quién era… pero luego vi la marca de Lucifer en su pecho. —¡Pero, Fabien! —se escandalizó Kaen—. ¿Niño, te has vuelto loco? ¡Tienes que deshacerte de ella! ¡No puedes…! —Ayer vino Karmesí —continuó Fabien—. Pero lo convencí de que no se la llevara. —¡Karmesí! ¡Dios mío! —gritó el anciano en su oído y Fabien casi pudo verlo santiguándose, con sus pequeños ojos castaños cargados

de

terror

y

los

dedos

de

momia

temblando

descontroladamente—. Tendrás que hacer algo, Fabien —suspiró. No quería preguntar mediante qué métodos su nieto había logrado que el demonio Karmesí no se llevara a Valerie. —Quédese tranquilo, Maestro —dijo Fabien—. No creo que vuelvan a buscarla. Ella no podrá volver a quedar embarazada, ya me he encargado de eso.

Rumiel vivía en esa mansión hacía poco más de un mes.

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Apoyándose en la reja, mareado, aspiró profundamente para llenar sus pulmones de aire. La droga de verdad le había afectado. Se desplomó sobre la puerta, agarrándose con ambas manos del metal cálido, mientras el sol le abrasaba la nuca... «Mierda», pensó. Se resbalaba, se deshacía como una luna llena en un vaso de whisky dorado y fragante. «No debí tomarme todo el whisky», se dijo mientras caía. Caía… al igual que el niño demoníaco. Ése al que había sorprendido en uno de los baños de la mansión, mientras el agua caliente se vaporizaba, mezclándose con el aroma del jabón. Antes de atacar al niño, Rumiel se había dado un festín con su madre. «Sangre añeja», había pensado mientras le arrancaba la vida a la anciana enferma, consumida como una vela de cera virgen y marchita como las flores de los altares más obscenos del mundo. Además, había algo desagradable en esa sangre, como si los linfocitos tuviesen fecha de vencimiento. —No soy uno de esos santos tuyos, querida —le había susurrado con su voz burlona y su sonrisa de bufón, mientras la anciana lo miraba con ojos acuosos—. Y no, tampoco soy Jesucristo —dijo abriéndose la camisa—. Cree en mí, Isabel. Si crees es San Etienne, debes creer en mí, en Rumiel. Aliméntame con tu fe... si crees en mí, podré satisfacer tus deseos... seré más fuerte sólo para ti. —En ese momento la anciana había cerrado los ojos. Y su corazón ajado y seco como un maní rancio había gritado, en medio de la agonía: «¡Augustin!» Mnn, Augustin. Un pasillo (San Etienne, San Marcos, San Lucas). Una puerta (San José). Un baño (Jesucristo). Un jovencito (un ángel). ¿Qué enfermedad sufres ahora, Augustin? Resfrío. Y más tarde, neumonía. Y si no me matas ahora,

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moriré dentro de pocos años, sin duda. Bacterias, virus, bacilos. Todos entrarán en mí sin pedirme permiso. Pero el resfrío se cura, Augustin, la neumonía también. Y para el VIH que tienes en la sangre existen muchos medicamentos. Y Rumiel se había acercado a él lentamente, apreciando cada centímetro de su piel blanca. El niño se sorprendió y gritó cuando lo vio allí, en su baño de mármol y perlas, pero él se limitó a sonreír. —No, no soy ninguno de los santos del pasillo, mi amor. —Se quitó la camisa desabrochada, que cayó sobre el suelo húmedo. Rumiel se metió en la bañera junto a él—. Y no, tampoco soy Jesucristo. —Se sentó sobre el mármol mientras el agua lo bañaba, bautizándolo. Los pantalones ya estaban muy mojados. Volaron. El jovencito se agachó junto a Rumiel, desnudo. Le acarició el cabello rojo, las mejillas sonrosadas, los labios carnosos, el torso pálido, los pezones color pardo, la piel que bordeaba su ombligo... pero en un momento, como sucede siempre, tuvo que apartar la mirada, avergonzado de ver en aquel ángel, en aquel santo, lo que a él le daba tanta vergüenza ver en sí mismo. Se levantó. Volvió bajo el agua caliente y Rumiel dejó escapar un suspiro. Se irguió. El niño se dio la vuelta y se encontró con Rumiel, que lo miraba. —¿Cómo es posible que estés vivo, mi amor? —susurró él, mientras las aguas lamían todo su cuerpo—. ¿Has vuelto del infierno para atormentarme? Sonrojado, sordo, con menos años en la cabeza de los que aparentaban los vellos de su pubis, el niño le extendió al demonio la pastilla de jabón. Rumiel la tomó y el jovencito volvió a darle la espalda. Lo abrazó por detrás. Con el jabón en la mano y la boca abierta saboreando el hombro, dejó que los rizos de él le hicieran

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cosquillas en la mejilla, mordiendo la piel fresca y suave. Lo sostuvo, le enjabonó el pecho, el vientre, los muslos. Besó su cuello, mientras el niño ladeaba su cabecita y cerraba los ojos para concentrarse en ese placer eléctrico y desconocido…

Como

pudo,

y

con

un

enorme

esfuerzo,

Rumiel

logró

vaporizarse por la cerradura de la puerta principal de la mansión, caminar por el largo pasillo y tumbarse en el sofá más grande de la sala de estar. La casa era enorme, ocupaba casi toda la manzana. En una esquina, una escuela; en la otra, una iglesia. El jardín era bello, sí: había árboles, flores, una fuente. Pero había un sólo inconveniente: los muros estaban llenos de pinturas de santos, vírgenes y ángeles; había una habitación que hacía las veces de capilla y en su interior brillaba la rojísima luz del Cristo viviente. —Mon bel ange9 —susurró una voz suave en su oído. Sintió una mano fría acariciándole la nuca—. J’te aime10. —Suéltame —replicó Rumiel, irguiéndose. Cuando se sentó, Augustin subió al sofá y reptó sobre él como una serpiente pálida, pero inofensiva. —Despierta —rogó, enredando los dedos entre los rojos cabellos de Rumiel. —¡Te digo que me dejes en paz! —bramó él, empujándolo. Augustin lo miró con reproche. Se abrió la camisita, con sus dedos pequeños y enfermizos temblando por los redondos y cansados botones. —Juega conmigo—susurró, acariciándose el pecho con ambas 9

Mi bello ángel.

10

Te amo.

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manos, intentando lograr alcanzar esa sensualidad que poseían las chicas de Carnal—. Juega conmigo a lo que jugaste anoche, en esa habitación. —Se pasó la lengua por los labios. —¿Estuviste espiándome? «¡Mira, pelirrojo! ¡Allí hay un fantasma mirándonos mientras follamos!» —¡¿Y qué si lo hice?! —vociferó Augustin. Un grito cargado de angustia, de enfermedades muertas—. ¡Sabes que no puedo alejarme de ti! ¡Sabes que soy tu esclavo! ¡Sabes que te amo! —¡CÁLLATE! Augustin sollozó. Gimoteó fuerte y profundo. Echó su cabecita hacia un costado, dejando a la vista las heridas de su cuello… y de sus hombros… y de su pecho. —¿Por qué no me quieres? —preguntó en murmullo. Rumiel, horrorizado, saltó del sofá. Los ojos de Augustin se llenaron de lágrimas mezcladas con sangre—. Respóndeme, ¿por qué no quieres que esté contigo? ¿Porque soy más pequeño que tú? — Rumiel trataba de no oír—. ¡¿Porque no puedo hacerte lo que esos tipos te hacen?! —gritó realizando obscenos gestos con sus manos. Rumiel estalló. Aferró a Augustin de sus lustrosos rizos y le dio una bofetada que resonó en todo el oscuro salón—. ¿¡POR QUÉ NO ME MATASTE?! La tomó de los hombros y lo lanzó al suelo, sobre la alfombra, boca arriba; con una mano le destrozó la camisa, rasguñándole el suave pecho de niño y sus pezones de pétalos. —¡Eso quise hacer! —gruñó Rumiel, echándose sobre él—. ¡Me habría fascinado verte morir!—. Augustin cerró los ojos, muerto de miedo, dejando libres más lágrimas sanguinolentas—. Habría disfrutado ver la luz escapando de tus ojos —susurró, con ambas manos en su cuello—. Habría extraído de tu ser hasta la última gota de sangre...

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—¡Te habrías muerto tú! —gritó Augustin. Y no mentía. Rumiel recordó el dolor en su garganta mientras la sangre balsámica y venenosa la atravesaba. Había demasiada pureza en aquella sangre. Había sido como intentar tragar fuego o como masticar el cuerpo de Cristo. —Es cierto. Pero si hubieras odiado a alguien, ahora estarías muerto. Si hubieras dejado a tu madre una tarde sólo para ir a fumarte un cigarrillo... ahora estarías muerto. ¡Si hubieras sido un hombre normal, AHORA ESTARÍAS MUERTO! —Augustin soltó un grito agudo y desgarrador. Con el rostro contraído y bañado en lágrimas, intentó patalear contra Rumiel, para liberarse—. Ya es tarde, mon bel ange —dijo él, con su sonrisa bufona. Rumiel intentó levantarse, pero al último instante Augustin recordó que ya no había nada que valiese la pena. —Más vale tarde que nunca. Rumiel suspiró. —Muy bien. Como quieras. —Con tres zarpazos le arrancó el pantalón y con sólo uno se bajó el suyo, apenas lo necesario para llevar a cabo la faena—. ¿No es esto lo que querías? —preguntó, mientras

lo

penetraba.

Agustín

cerró

los

ojos,

intentando

concentrarse, intentando separar las sensaciones y encontrar en ese dolor lacerante que le estaba partiendo en dos, la completa alquimia del placer que había experimentado aquella noche, en la ducha. Rumiel se enterró muy dentro de él con un golpe brutal. Luego de que se corriera, Agustín gritó y comenzó a llorar. Rumiel emitió una risa fría, porque sabía que lo había sucedido. Salió de su cuerpo y se subió los pantalones. Empapó un dedo en el mar rojo que manchaba la alfombra y se inclinó hacia el oído de Agustín, que se estremeció. Esto... —dijo, llevándose el dedo sangriento a la boca—, es porque ya no estás vivo.

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El sol se había volcado irrespetuosamente sobre Alexieu rostro y luego de haberse despertado, él supo que no podría volver a dormirse. Nuevamente había logrado evitar el sexo y no sabía cuánto tiempo más podría seguir aguantando. No sería fácil si Emmanuel seguía provocándole de aquella forma. —Quiero que me hagas el amor —le había pedido la pasada noche, luego de un buen rato de caricias y besos. Alexieu se había sentido profundamente emocionado al no oír otra vez esos «fóllame» pero de todas formas seguía teniendo sus dudas. «Tal vez Alani tenga razón», pensó, entristecido, observando como el sol bordeaba los pálidos contornos del aniñado rostro. «Tal vez debí buscar un amante de mi especie». El fuego purifica, el agua bautiza y Alexieu sabía que Emmanuel estaba bautizado. No se lo había preguntado, no había visto fotos, pero lo sabía. Estaba seguro. El atardecer caía en cascada sobre el cielo, de un celeste pálido, y las nubes rosadas flotaban como peces exóticos alrededor de las copas de los árboles y por encima de los edificios de departamentos y oficinas. Alexieu se apoyó en el alféizar de la ventana y contempló desde lo alto la ciudad aciaga, ruidosa e ingenua que no tenía idea de los planes torcidos y macabros que se urdían por sus rincones más sucios y sobre los fuegos rituales. ¿El fuego purifica? Bueno, no era del todo cierto. Y el agua bautiza. El agua limpia. El agua… Alexieu entreabrió la puerta del baño con mucho cuidado y se asomó apenas para observar la pálida silueta de Emmanuel, azotada por la lluvia de la ducha. Se tragó todos los suspiros y se limitó a observarlo. Toda la blancura brillaba, cubierta de jabón, y el cabello rubio estaba oculto por una densa espuma blanca. La

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tierna curva de la espalda se dibujaba sensualmente contra los azulejos. Alexieu deseó más que nunca poder desnudarse y meterse con él bajo el agua. Besarle todo el cuerpo y explorar con lengua, dedos y sexo ese cuerpo apetitoso. Sin hacer ningún ruido, metió una mano por debajo de su ropa interior y acarició el miembro ansioso y ahogado. Frotó el glande con desesperada pasión, imaginando que era el mismísimo Emmanuel el dueño de esos dedos calientes, y que luego su lengua juguetona se paseaba, húmeda y sedosa, por todo el largo de su pene. Los primeros fluidos comenzaron a asomarse y ahogó un jadeo cuando Emmanuel se dio la vuelta y exclamó en voz alta: —¿No tienes otro lugar mejor donde poner eso? —Y lo miró con esa picardía infantil tan suya, y habló tal vez con algo más fuerte, con desilusión. Emmanuel no podía creer que Alexieu prefiriera masturbarse antes que acercarse a la tina, quitarse la ropa y hacer el amor bajo el agua. Alexieu bajó la mirada, cerró la puerta, y volvió al dormitorio para acabar lo que había comenzado.

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Capítulo siete: Alquimia

—¡Maldición! —masculló Karmesí, golpeando con el puño la mesa del laboratorio de Magdalene. El vaso vacío del Barrabás se bamboleó. —Tranquilo —apaciguó ella, apoyando la mano en su hombro—. Mi hijo es un imbécil. Mira que rechazarte otra vez… ¡Cómo se nota que no sabe quién eres! —¡Ese es el problema, Bruja! —gritó, encarándola. Magdalene se apartó, espantada con la visión de esos colmillos relucientes—. ¡Que sabe quién soy! ¡Si tan sólo yo no estuviera bajo las órdenes de Lucifer! —se lamentó. —Déjalo. Mi hijo no vale la pena, Karmesí. Es un pobre inútil, un ayudante de mago de circo. —Tú no me entiendes, Bruja. Estás vieja, cansada y seca. Quiero a tu hijo para mí, ¿me comprendes? —ella le observó, incrédula. ¿Qué tenía Fabien que cualquier demonio no tuviera? Bueno, su hijo era atractiva, sí... después de todo era fruto del

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polvo de una noche de Valpurgis; Fabien era alto, rubia y tenía los mismos rasgos de Belzebú. Pero fuera de un cuerpo esbelto y una cara bonita, no tenía nada más que valiese la pena. ¡Era tan estúpido! Anubiasis era hermoso, precioso. Era el cuerpo que él, Karmesí, más ansiaba poseer. ¡Mierda! Estaba atado a ese maldito humano mientras él tenía que conformarse con niños y niñas que se abrían de piernas para cualquiera. Y para colmo tenía que pagar. Eso le pasaba por ser tan rudo con sus amantes. Y no conocía ningún íncubo en ese país. Visitar la Casa era peligroso para un demonio que seguía los mandatos de Lucifer. —¿Estás bien, Karmesí? —Sí —gruñó. Mentira, no estaba nada bien—. Tráeme otro Barrabás, Bruja. —Ya te has tomado todas las botellas que tenía. —¡Prepara más entonces! —bramó, fuera de sí. —¡De acuerdo, de acuerdo! —bufó ella, levantándose del sofá y acomodando la escalerilla que la llevaría hasta el piso superior. Quiso pedirle ayuda a Karmesí para subir, porque ya con los años que cargaba se le estaba haciendo difícil, pero sospechó que lo más probable era que él se cayera de las escaleras junto con ella—. Demonio borracho… —¡¿Qué has dicho, vieja bruja!? —gritó Karmesí, con un gesto de la mano. Magdalene gritó, tropezó y cayó por las escaleras. Karmesí rió suavemente y se recostó sobre el sofá. —Por haber maltratado a mi Anubiasis. Con una sonrisa, el demonio cerró los ojos y comenzó a soñar… El joven Anubiasis se hallaba en su habitación con un libro entre las manos. El dormitorio era muy pequeño y estaba atestado de libros. No había ni televisor, ni ordenador, sólo un amplio

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escritorio y cinco estanterías. Anubiasis, sentado sobre su cama, leía un libro de Alquimia. Frunció el ceño. No comprendía ni la mitad de lo que leía. El libro estaba escrito en un lenguaje arcaico y era evidente que no llamaban a las cosas por su verdadero nombre. “Y, para que esta obra tan grande, ideada hace mucho tiempo en el pensamiento divino, no careciese de nada, este mismo Espíritu, con una espada de fuego centelleante, combatió a las tinieblas condensadas y a las sombras que yacían por debajo, en el lado opuesto, empujándolas en dirección al centro del abismo. Fue así que fue vivificado, gracias a la luz, el último espacio de los Cielos...”11 Anubiasis no entendía nada y su madre llegaría de un momento a otro para preguntarle cuál era el proceso para transformar el plomo en oro. La situación era desesperante: si no lograba descifrar las enredadas alegorías de ese recetario de alquimia, debía prepararse para recibir golpes y... sangrar. Eso era lo que ella siempre quería: sangre. Nunca se la extraía mediante una jeringa, como era debido. —¡Diablos! —gimió Anubiasis, estremeciéndose. —Bueno, yo sólo soy uno, pero te aseguro que en la cama valgo por cinco —susurró una voz suave desde algún lugar del pequeño dormitorio. Anubiasis se giró, asustado. Sentado a su escritorio había un hombre. Lo conocía, lo había visto muchas veces en su casa, charlando con su madre. Recordaba que hacía varias semanas 11

Jean D’espagnet, Alquimia, Filosofía Natural Restituida (Enchiridion Physicae Restitutae), Editorial Betiles, 1980.

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había estado con ella hablando acerca de un tal Kaen, y él, Anubiasis, les había llevado dos vasos llenos de una bebida extraña que ambos llamaban Barrabás. —Sírvenos —había ordenado ella. Anubiasis había obedecido sin rechistar. Estaba demasiado acostumbrado a ser tratado con desdén y frialdad. —¿Tú eres Anubiasis, verdad? —había preguntado el hombre. Él había asentido y se fijó en el hombre por primera vez. Tendría veinticinco años como mucho y era muy hermoso. Su cabello era largo, lacio, y muy rubio, más que él suyo. Pero Anubiasis se sobresaltó al verle los ojos: rojos, profundos, terribles. —Yo soy Karmesí —se presentó el hombre con una sonrisa, ante una confundida Magdalene—. Es un placer conocerte — agregó, recorriéndole el cuerpo con una mirada ávida. Anubiasis se sonrojó y no respondió. Incómodo, se giró, pero Karmesí le impidió irse mediante un tirón mitad suave mitad agresivo; lo sentó sobre sus piernas en el sofá. —Y dime, Anubiasis ¿cuántos años tienes? —quiso saber. —Diecisiete, señor. —¿Diecisiete? —susurró el hombre—. Te me has antojado mucho menor —declaró, apoyando la mano izquierda en su espalda, subiendo dos dedos por la espina dorsal—. Es que eres tan

delgadito

—comentó,

mordiéndose

el

labio.

Y

cuando

Anubiasis bajó los ojos, Karmesí le tomó la mano y la rozó con los labios. En ese momento, Magdalene los había interrumpido, alegando que tenían un asunto que resolver. Y Anubiasis se fue, sintiendo los rojos ojos de aquel hombre observarla mientras se marchaba. Y ahora, lo mismo: esos ojos lo contemplaban mientras se quejaba de su maldita suerte y de no entender nada de esa mierda de libro. Se miró la ropa. Su camiseta, hecha de trozos de

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tela, estaba sucia y remendada. De repente sintió mucha vergüenza y ganas de llorar… —¿Qué te sucede, cariño? —preguntó Karmesí. Desde aquella vez visitaba la casa casi a diario y le había tomado mucha confianza. Confianza que a Anubiasis le parecía extraña y a la vez maravillosa, a tal punto de pasarse las noches en vela tratando de saber por qué ese hombre tan magnífico le llenaba de golosinas o insistía en llevárselo a tomar un helado. —Este libro. No lo comprendo, señor —explicó, secándose los ojos color miel con el dorso de la mano. Karmesí se acercó, un poco preocupado, y se sentó a su lado sobre la cama. Anubiasis lo miró. Ese día vestía una camisa roja y unos pantalones negros. La misma que llevaría la noche del reencuentro, años más tarde. —Ya te he dicho que no me digas señor. Llámame Karmesí —se quejó él, con sus maneras teatrales—. ¿Para qué quieres comprender lo que dice este libro? —le preguntó, quitándoselo de las manos. —Cuando

mi

madre

vuelva

tengo

que

explicarle

cómo

transformar el plomo en oro. Karmesí gruñó. ¿Convertir el plomo en oro? ¿Qué le había caído en la cabeza a esa mujer? Si quería dinero, pues ¡él podría comprarle a Anubiasis! Podría haber saqueado el oro de todas las catedrales del mundo con tal de tener a ese niño entre sus brazos y entre sus labios… —Yo puedo descifrar este libro para ti, cariño —dijo con una sonrisa, acariciándole la mejilla y guiñándole un ojo… —¿De verdad, Karmesí? —dijo Anubiasis, entusiasmado. —Claro que sí –aseveró el demonio, acariciándole el rostro—. Cielo, ¿me traerías un poco de Barrabás, por favor? –le pidió, secretamente conmovido. Anubiasis asintió, se levantó de un salto de la cama y fue a la cocina a buscar una botella y una copa.

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Cuando volvió, casi se le cayó la botella de la mano. —¿Qué pasa, cariño? —le preguntó Karmesí, con un dejo de diversión en la voz. —Nada —balbuceó él, sentándose en el borde de la cama. Inclinando la botella hacia la copa, el Barrabás fluyó, negro y misterioso, llenando con su magia macabra aquel tabernáculo de cristal. —Gracias, mi amor. ¿Cariño? ¿Mi amor? Oh, por Dios. ¿Ese hombre quería acostarse con él? Sus visitas diarias, sus invitaciones, las golosinas, los regalos, las caricias fortuitas… Pero entonces Anubiasis se imaginó a sí mismo yaciendo sobre esa cama junto a él, haciendo cosas que sólo había visto en la televisión. Las imágenes no le desagradaron y sintió que algo caliente le burbujeaba en el pecho, recorriéndole todo el cuerpo y deteniéndose entre sus piernas —¿No bebes Barrabás, cariño? —Anubiasis sacudió la cabeza, en señal de negativa, pero Karmesí sólo emitió una risita cómplice. —Vamos, te prometo que no le diré nada a tu madre —dijo, guiñándole un ojo. Hundió un dedo en la copa y se lo acercó a los labios, y Anubiasis lo recibió en su boca y chupó con ansiedad. El Barrabás era de color negro y era lo más horrible que había probado en toda su vida. Paradójicamente, él y Karmesí esa noche se acabaron toda la botella. —Mi amor… —Karmesí. La copa de Barrabás se volcó sobre Anubiasis, empapándole la ropa. Karmesí apoyó ambas manos en su pecho y lo tumbó sobre la cama con delicadeza. Con la misma suavidad le quitó la camisa

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y recorrió con la lengua los blancos hombros, saboreando el Barrabás mezclado con el sudor. —Mnn... —gimió el joven, al sentir los labios de Karmesí en su cuello. El largo cabello rubio le hacía cosquillas, las manos le quitaban el resto de las ropas y la boca seguía otorgándole placer. De repente sintió que la explosión de sensaciones se disipaba, que el disfrute se detenía, y abrió los ojos, desesperado, rogando que todo ese mar de goce no hubiese sido un sueño. Los ojos de Karmesí, rojos, profundos, lo contemplaban desde lo alto. Estaba sentado a horcajadas sobre él y el lazo de la camisa roja se desprendía entre sus dedos. Anubiasis se irguió y lo ayudó a desnudarse.

Karmesí

se

sonrió,

infinitamente

complacido.

Anubiasis paseó sus manos temblorosas por aquellos brazos fuertes, y no pudo evitar suspirar cuando sus pechos se rozaron, calientes, ansiosos. Ambas bocas exhalaron un jadeo, una a escasos milímetros de la otra. —Por favor… Karmesí obedeció cual esclavo. Todo el pequeño cuerpo de Anubiasis se vio agresivamente empujado hacia atrás, pero el joven sólo pudo jadear y cerrar los ojos. Tenía miedo y no le importaba. Y jadeó mucho más cuando Karmesí se mostró desnudo ante él, dispuesto a poseerle por fin. Abrió las piernas con rapidez, para permitirle el paso y el demonio suspiró cuando se sintió dentro del cuerpo que tanto había deseado. Anubiasis se abrazó a su espalda mientras sentía las embestidas, cada vez más profundas, y el demonio, inclinado sobre él, besaba su cuello, sus mejillas y sus labios. Karmesí conocía muy bien el infierno, pero podría decirse que esa noche conoció el paraíso. Aferrado a ese niño que no paraba de sollozar, hizo todo lo que estuvo a su alcance para no dañarle…

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A la mañana siguiente, cuando despertó, Anubiasis se encontró desnudo y enredado entre las sábanas a más no poder. ¡Dios! ¿Qué había hecho? ¿Podía ser cierto? ¡Se había acostado con un hombre! No podía ser, pero ¿por qué su ropa estaba en el suelo? ¿Qué hacía esa botella vacía de Barrabás sobre la mesa de luz? Y ¿qué decía esa hoja de papel que estaba sobre su escritorio? Se levantó de la cama y la tomó. Decía: Para mi Anubiasis, de Karmesí. Para transmutar el Plomo en Oro. Toma una libra de sulfato de cobre y una libra de agua. Disuélvelo en esta agua y cuélalo por un filtro hecho a manera de pirámide, y cuando lo hayas destilado de este modo, hazlo destilar en alambique; esta agua da color al plomo; guárdala bien en un vaso limpio. Después toma una onza de oro de hoja, que sea de buen color, y otra onza de azogue. Ponlo en un vaso de tierra y hazlo hervir. Cuando lo veas hervir añade este oro en hojas y en seguida sácalo del fuego; después toma una libra de plomo bien purificado y fundido y cuando esté fundido ponle aquel azogue y aquel oro que antes ligaste. Ponlo al fuego, mezclándolos siempre, y cuando estén bien mezclados echa encima una onza de aquella agua que has hecho al principio. Déjalo enfriar.12 Con amor, Karmesí, tu amante incondicional por toda la eternidad. 12

Héctor Hacks, Colección Ciencias Ocultas, Libro Negro, Alquimia-Astrología, Editorial Astri.

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P.D.: He disfrutado mucho la noche. Me gustaría quedarme contigo. Perdóname, por favor. Te prometo que en cuanto me desocupe de mis obligaciones te vendré a buscar para llevarte al cine.

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Capítulo ocho: En el paraíso

Alexieu estaba recostado sobre la cama, contemplando la mancha de humedad del techo. Algunas ya tenían forma propia y casi podía verlas bailoteando entre ellas como en un grotesco teatro de sombras. La habitación estaba a oscuras a pesar de que eran las cuatro de la tarde. Había vuelto a llover, las cortinas estaban corridas y las luces, apagadas. Con desgano, pasó la mano por la caja de preservativos que había robado de Carnal. No tenía idea de cómo eran y tampoco quería averiguarlo. Al pensar eso, un escalofrío le subió en espiral por todo el cuerpo. Los planes de Lucifer no le atraían. En realidad, había muy pocas cosas que de verdad atraían a Alexieu. Por eso estaba allí, cuidando

de

Emmanuel.

¿Qué

había

sucedido

durante

su

ausencia? ¿Por qué Lucifer había tomado a Valerie? Estaba claro que éste no sabía lo que había sucedido durante el pacto de Marie Claude con Zabaroth. El mercader había dicho “ella está en él y él está en ella”. Si eso era cierto, el hecho de que Valerie hubiese bebido la sangre de Emmanuel tenía sentido. El alma humana yacía en la sangre, pero Alexieu no sabía quién se había atrevido

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a hacer aquel obsceno ritual con los hermanos Malory. Habían intercambiado sus almas para desbaratar los planes de Lucifer y eso era una magia oscura y terrible de la que no cualquier ser humano poseía el poder de utilizar. Estaba claro que no había sido Magdalene. ¿Su padre, tal vez? ¿El viejo Kaen? Alexieu suspiró. La caja de condones le sonreía, burlona. Fastidiado, la observó. Parecía confiable. «¿Podré hacerlo? ¿No me odiará cuando sepa la verdad? No quiero que me odie. ¿Qué puede saber él acerca de todo lo que he pasado en estos seis mil años? Él apenas tiene diecisiete...» Volvió a esconder la caja bajo el colchón y se estiró a lo largo de la cama, haciendo crujir las articulaciones. El pasado lo atormentaba, pero el presente amenazaba con armas siniestras. Era en el presente donde estaba en juego su futuro, no hacía seis mil años, en Egipto, rodeado de cuerpos ahora muertos, pero de almas que seguían tan vivas como el sol y los astros. Afligido, pensó en Rumiel y en Augustin. Y vio cómo ese obtuso pasado había renacido entre las cenizas de las fogatas rituales para perseguirlos y maldecir su eternidad. ¿Qué clase de ser perverso moraba en aquel cielo contaminado? ¿Acaso alguien que podía ganarle a Lucifer en inteligencia y perversidad? Alexieu no conocía a los dioses verdaderos, pero tenía contacto con algunos subordinados. Ángeles. Se llamaban Dríadel y Alani. —Dríadel —susurró, adormilado—. Alani… Cuando finalmente se quedó dormido, el cielo se abrió ante él. Un cielo límpido y radiante… —Alesiel —le dijo una voz al oído. Los párpados le pesaban, como si hubiesen pasado siglos desde la última vez que abría los ojos. Cuando lo hizo, una luz cegadora se blandió ante él, hiriéndole las retinas—. Ven, no tengas miedo —agregó la voz.

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—Dríadel —balbuceó Alexieu, a punto de desfallecer. La silueta del ángel fue tomando forma, una forma pálida pero sólida, delicada pero maravillosa. Alexieu sintió que unos dedos tibios paseaban por sus mejillas, recorriendo su barbilla y sus labios. —¿Cómo estás? —susurró Dríadel, rozándole los párpados. Alexieu abrió los ojos, deslumbrado. —Ciego —respondió, sonriendo. Dríadel chasqueó la lengua y extendió los brazos. —Ven

aquí

—susurró,

estrechándolo.

Alexieu

respiró

profundamente su aroma, ese aroma a miel y a rosas, y sintió que podría gastar en ese instante toda su eternidad para quedarse sólo un segundo más junto a esa criatura divina. —¿Dónde

estamos?

—inquirió.

Dríadel

lo

abrazaba,

le

despojaba de toda la amargura, asesinaba sus pesadillas y sus monstruos y depuraba su espíritu mediante ese íntimo acto de amor. Alexieu advirtió que se reía. Se avergonzaba. Gracias, quiso decir. —Estamos en la Antesala del Edén —respondió en susurro, como contando un secreto. —Pero... —comenzó Alexieu, pero Dríadel apoyó un dedo sobre sus labios. —Shh... No te preocupes, todo estará bien. —Pero

Adonay te

castigará,

Dríadel, no

quiero

causarte

problemas —dijo. —Sí, abáh13 me castigará, es cierto —murmuró—. Pero no me importa —agregó, recobrando su sonrisa—. Dime, Alesiel ¿lo amas mucho? Alexieu se estremeció. Suspiró y observó el paisaje que los rodeaba. Se hallaban sentados sobre unas rocas, bajo la sombra 13

«Papá», en hebreo.

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de

un

árbol.

Lo

demás

era

sólo

agua.

Estaban

en

la

desembocadura de un río. —Sí —contestó—. Pero no quiero condenarlo al infierno, Dríadel. Sé que está a punto de suceder algo, algo terrible… y si él muriera yo… —Tranquilo —susurró Dríadel—. Es cierto que está por ocurrir algo grande, pero no tiene por qué ser terrible. —¿A qué te refieres? —Problemas internos. —¿Dios? ¿Sucede algo con Él? Dríadel tardó un par de segundos en responder. Sus ojos celestes vagaban por el río y su cabello rubio, lacio como las cascadas que rompían el silencio y la quietud de las aguas, se mecía con la brisa tibia que soplaba sobre ellos. Cuando finalmente se decidió a hablar, lo hizo en voz muy baja, como si temiera que el agua o la brisa pudiesen oírle: —Alesiel, tú eres más antiguo que la mitad del mundo, pero todavía tu mente no está preparada para saber la verdad. —¿Qu…? —Los planes de Lucifer se han tergiversado por culpa de Valerie, la hermana de Emmanuel, y si él decide continuar a pesar de todo, debes estar listo para luchar. —¿Dríadel… qué quieres decir? «Hace seis mil años tuvo lugar la Caída de los doscientos ángeles de Dios. Doscientos seres celestiales crearon cuerpos a partir de la tierra y el barro, tal como Dios había creado a los seres humanos. Pero ellos eran distintos. Sus espíritus se confundieron con la materia, con el cuerpo moldeado a su gusto, pero esa materia sería eterna y ellos jamás podrían envejecer o morir. Luego de que pasaran los primeros cien años, se dieron cuenta de que se habían transformado en dioses.

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»Los dioses caminaban por la Tierra: no estaban en los cielos. Y los humanos comenzaron a adorarlos. Así nacieron Zeus, Osiris, Horus, Baal, Marduk, Zoroastro. Y el verdadero Dios, el que los había creado, estaba furioso. »¿Cómo podía ser posible que unos ángeles vulgares tuvieran más influencia que Él? Pues la respuesta era muy sencilla: los nuevos dioses eran visibles, podían oír, comer, beber y acostarse con mujeres y con hombres. Un rey que no se ocupa de su reino no merece su trono. Y un dios que permanecía sordo a las súplicas de su propia creación, no merece ser llamado dios. Con el paso de los siglos, Él descubrió que para recobrar la confianza de los humanos debía poder ser tan tangible como ellos. »¿Adivinas qué viene ahora? Correcto, Jesucristo. Emulando a Lucifer, Adonay dejó su semilla en el vientre de una mujer humana: María. Ella dio a luz a gemelos. »¿A

que

no

sabes

de

dónde

provienen

esas

extrañas

supersticiones acerca de los hermanos gemelos? Que uno de ellos es malvado, mientras que el otro tiene el corazón puro. Que pueden saber lo que está pensando el otro. Que si uno comienza la frase, el otro la acaba. Así eran Jesús y Sahitan. »La naturaleza caprichosa que Él mismo había creado, ahora le había jugado en contra. Tendría que decidirse por uno de sus hijos y se decidió por Jesús. El hermano relegado comenzó a consumirse por la envidia... tanto, que su naturaleza divina se corrompió hasta lo inimaginable.» Alexieu despertó sobresaltado. Su pecho subía y bajaba con violencia y estaba completamente bañado en sudor. Sentía que la cabeza le daba vueltas y por un instante pensó que se la había olvidado en el Edén y que todavía estaba allí, sobre las rocas, o sumergida en el río, hundiéndose más a cada momento…

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Satán. —¿Estás bien? —preguntó Emmanuel, inclinándose sobre él con cautela. —Sí —siseó, irguiéndose. Le dio un suave beso en los labios—. ¿A dónde has ido? —Emmanuel se sentó sobre la cama. Se encogió de hombros. —Tengo que comenzar la escuela. Me queda este año y ya acabo el secundario —dijo, con una sonrisa casual.

El paraíso entero yacía en medio de un silencio meditabundo y terrible. Hacía tiempo que el Dios permanecía encerrado en sus archivos privados, sólo aguardando el momento en que Lucifer diera su próximo paso. —Dríadel —la voz se oyó profunda y cavernosa, como si estuviera encerrada en una urna cerrada—, ¿qué piensas hacer? —Irme de aquí —le respondió el ángel, bajando la mirada. Alani, su compañero, se sentó a su lado sobre las rocas, abrazándose las rodillas con sus pies descalzos, muy juntos. Alani era un ángel poderoso, pero siempre se había mantenido bajo las órdenes de Dríadel. Dios lo había puesto bajo su custodia. Dríadel había cumplido su función con irreemplazable esmero pero, con el paso de los milenios, sus actuaciones se habían vuelto menos prolijas. Y no sólo la suya, la de Raphaeris, la de Similor, la de Azariel…

algunas

de

sus

intervenciones

habían

sido

tan

negligentes, que Él estaba seguro de que Lucifer se aferraría con uñas y dientes para conseguir exponerlas ante los humanos. —¿Me abandonarás?

—susurró Alani, alzándole el rostro.

Dríadel lo contempló, en calma. —Ya no quiero seguir siendo una marioneta, Alani —dijo. —¡Pero nuestro lugar es aquí, Dríadel! —replicó el otro ángel,

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poniéndose de pie. Su larga túnica, tejida con una telaraña de hilos luminosos, se sacudió con la brisa. —Los humanos no necesitan dioses, Alani. No tenemos derecho a exigir la adoración de un mundo hambriento, destruido y descorazonado. Los humanos necesitan un dios tangible, que se ocupe de ellos. Los humanos no necesitan un dios, necesitan un padre. —¿Vas a caer? —preguntó Alani. —No lo sé. —¿Y qué será de mí? Dríadel alzó su mirada y Alani sintió que podría quedarse a vivir en esos ojos profundos y maravillosos. Sintió

que

podría

sumergirse en esa dimensión acuática donde cosas como el tiempo y los dioses eran componentes despreciables… —Puedes acompañarme si quieres. —Dríadel, no quiero que cometamos errores de los que después podríamos arrepentirnos. Dríadel le sonrió. —Si nos arrepentimos y Adonay es tan bueno como dice ser, ¿crees que no nos perdonará? —Alani suspiró. No tenía armas para enfrentarlo—. Además, ¿qué clase de error podríamos cometer tú y yo?

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Capítulo nueve: Ritual

Lo normal habría sido encender el fogón el martes, pero la situación era extrema. Magdalene logró localizar sólo a cinco miembros de la secta, a quienes rogó que fuesen al Zaguán lo más rápido posible. No dio explicaciones. —¿Qué pasa? —preguntó un hombre llamado Luciano, mientras Magdalene los guiaba hacia el jardín—. ¿Por qué nos has llamado tan tarde? La anciana se revolvió, nerviosa. —Se trata de Valerie —les dijo a los presentes—. Está agonizando. —¿Lograron sacarla de la casa de ese mago? —preguntó una mujer negra llamada Marixu. —Anubiasis la dejó sola y Belzebú se la llevó —explicó la anciana sin muchos rodeos. —¡Qué estúpido! —se rió un viejo al que todos llamaban Salomón. Las risas animaron al resto de los miembros de la secta que estaban allí. —¡Cállense! —gritó Magdalene—. ¡Acabo de decirles que esa perra se está muriendo! ¡Debemos hacer algo!

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—¿Y

qué

quieres

que

hagamos?

¿Que

le

demos

la

extremaunción? —dijo Salomón, burlándose. Los demás rieron. Hasta Magdalene lo hizo. —Imbécil —masculló ella. Y luego comunicó las verdaderas intenciones de esa reunión extraordinaria. —¡Pero...! —¡¿Con esta tormenta?! Media hora más tarde, casi a la medianoche, una pequeña multitud de gente rodeaba las altas llamas de un fogón ritual. En la hoguera se quemaba leña seca de algarrobo, saúco, olivo, pino, hojas de mejorana, verbena y caléndula. —¡Espíritus negros y atormentados que vagáis errabundos; espíritus malditos, enemigos de la luz, yo os invoco en este instante lúgubre para que sirviéndonos del agitado torbellino, del viento enfurecido, de la luz cárdena del rayo y del trueno retumbante, acudáis a este recinto iluminado por el fogón siniestro en el que arden las siete plantas mágicas que os han de purificar! —¡Acudid! ¡Acudid! Dadme señales: ¡Árboles, crujid! ¡Niños, llorad!

¡Perros,

¡Vientos,

silbad!

ladrad!

¡Serpientes,

¡Puertas,

rechinad!

silbad! ¡Brasas,

¡Lobos,

aullad!

chisporrotead!

¡Truenos, retumbad! ¡Tempestades, reventad! Un ensordecedor sonido de cadenas arrastrándose se oyó por encima del fogón y la noche. Segundos más tarde, se abrió un inquietante silencio sólo quebrado por la lluvia y el crepitar del fuego. También se oían los pasos de Salomón, que hacía hasta lo imposible por mantener el fuego vivo, echando ramas secas y hojas a diestra y siniestra. —Es el momento del sacrificio —anunció Magdalene. Todos la observaron, algunos confundidos, otros, atemorizados. —¿Sacrificio? —se atrevió a preguntar Antoine, un hombre de

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raza negra, esposo de Marixu. Pero Magdalene no le oyó: acercándose hacia donde estaba Salomón arrojando leña a la hoguera, extendió sus brazos y empujó al anciano hacia el interior del fogón. El viejo gritó desaforadamente y se sacudió, pero la desesperación le jugó en contra: tropezó con las ramas y, enredándose con sus propios pies, se despeñó hacia una muerte segura. Todos rieron mientras el cuerpo se incineraba, adquiriendo primero tonos rojizos y azules... y luego, negros... —¡Ah, malditos! ¡Infames! ¡Condenados! ¡Ya estáis aquí, yo lo presiento! ¡Yo os obligo, yo os mando...! —clamó Magdalene. Los presentes alzaron la mirada cuando la anciana dejó de gritar sus invocaciones. Sabían que algo andaba mal, pero... ¿Qué? —Sospechaba que algo así sucedería... —clamó una voz que parecía provenir de las mismas llamas. —¡Mi

señor

Lucifer!

—gritó

Magdalene.

Los

celebrantes

ahogaron un jadeo profundo y se arrodillaron torpemente sobre la tierra, ensuciándose de barro y cenizas. —Eres un caso perdido —se lamentó Lucifer, mientras salía de entre la hoguera, entre lenguas de fuego que le lamían el rostro y el cuerpo. Magdalene se lanzó al suelo, llenándose las manos de tierra mojada. —¿A qué se refiere, mi señor? Lucifer lucía terrible, iracundo. Sus rasgos afilados se habían encendido y brillaban, lamidos por las lenguas de fuego que temblaban a su alrededor. Su larga cabellera rubia y rizada parecía haber adquirido vida propia, y se agitaba a su alrededor como un enjambre de serpientes doradas. Sus ojos, normalmente celestes, chisporroteaban de furia contenida. —¡Me refiero a que tu estúpida envidia ha dejado que la reina muriera como un perro!

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—Señor… lo lamento muchísimo, hice todo lo que pude para salvarla, pero... —¡Cállate! ¡Por tu culpa su sangre y su alma se han estropeado! —¡Señor…! —¡Silencio! ¿Crees que no me daría cuenta? Nada ni nadie y mucho menos una basura abyecta como tú podrá trastocar mi victoria. Observa bien... —La anciana levantó la cabeza; trató de enfocar bien los ojos y se esforzó por distinguir las figuras. Los presentes ahogaron un jadeo colectivo. Algunos chillaron. Una mujer alta, morena, de piel clara y pupilas rojas salía de entre las altas lenguas de fuego. Contemplaba el espectáculo que la rodeaba con los ojos apagados, como si no comprendiera nada. Era esquelética y estaba completamente desnuda. La piel blanca brillaba, acariciada por las llamas, y el fuego chisporroteaba en sus pupilas ofídicas. No era humana—. Ella será la madre de mi hijo, se llama Jezabel. Pero todavía es imperfecta: no posee sangre ni alma. ¡Raj! Un sonido repugnante se oyó en el silencio. La tormenta se

intensificó.

Luego

se

escuchó

un

gemido,

gritos

de

desesperación y choques de cuerpos cayendo al suelo. El fuego lo consumió todo. Media hora más tarde, toda la casa se incineraba. Y una hora después, tres patrullas y un camión de bomberos hacían todo lo posible para que el fuego no alcanzara las casas vecinas. A las cinco de la madrugada, por fin, los bomberos lograron detener el cruel avance de las llamas y entrar al edificio. En el pequeño jardín hallaron seis cuerpos completamente carbonizados. El siniestro hecho, junto con los testimonios de los vecinos, le dio a la policía motivos para abrir una investigación. Una mujer afirmaba que de esa casa siempre se oían gritos. Durante las noches muchas personas se reunían en ese sitio y

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clamaban cantos de alabanza al demonio. La anciana que había vivido allí tenía un hijo o un nieto o un sobrino. Muchas personas rondaban aquella casa; entre ellas, un hombre esbelto y de largo pelo rubio, siempre elegantemente vestido, que usaba lentillas de color rojo. —El chico tendría quince años —afirmó una vecina, nerviosa—. No se parecía en nada a la anciana. Ella lo maltrataba, yo lo oía llorar. Pero luego comenzó a salir con ese tipo alto y rubio que siempre llevaba gafas oscuras…

Emmanuel comenzó a cursar por las noches el último año de la escuela secundaria. El detalle había fastidiado mucho a Alexieu, quien sostenía que las noches eran para dormir, tener sexo o salir de fiesta. —Es sólo un año —le decía Emmanuel—. ¿Has vivido seis mil años y te quejas por un año de mierda? —Tampoco me gusta este colegio —replicó, alzando la mirada hacia la vieja construcción cenicienta. Parecía una combinación entre una prisión y fábrica abandonada. —Es estatal —dijo Emmanuel, encogiéndose de hombros—. No tengo dinero para pagarme uno de esos institutos privados… Alexieu le quitó el cigarrillo de los labios y lo puso entre los suyos. —Yo podría pagarlo. Con tal de que estés conmigo por las noches… asaltaría al mismísimo Vaticano. —Jajaja, muy gracioso —susurró Emmanuel con perfecto sarcasmo—. Deja mi puto colegio en paz, ¿quieres? —y le arrebató el cigarro y se apoyó sobre el muro, paseando la mirada por los autos que pasaban por la calle. Alexieu se encogió de hombros—. Tengo buenas calificaciones.

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—¿Ah, sí? —Sí. Soy el mejor de mi clase. —El humo salió de su boca en círculos. Alexieu se giró. —Ya lo sé, mon amour —susurró, dándole un suave apretón en la cadera. Estaban en la entrada principal del instituto y conforme pasaban los minutos, los jóvenes iban amontonándose en la acera, fumando, oyendo música en sus iPods e intercambiando insultos con sus compañeros—. Te olvidas de que he pasado contigo los últimos diez años de tu vida —agregó, con los ojos en aquella multitud de chicos y chicas. Le sorprendía lo exquisita que se había vuelto la juventud. Los muchachos vestían coloridas camisetas y jeans ajustados, y las chicas iban maquilladas desde la boca hasta la punta de las pestañas. Llevaban grandes aros colgando de las orejas y trocitos de metal brillante en la nariz, sobre las cejas o en los labios. Los cabellos se mecían libres y sedosos, algunos coloreados, y las pieles eran deliciosamente pálidas. Se giró hacia Emmanuel, que no formaba parte de aquel cardumen de colores, y se sintió algo apenado. La oscuridad caía sobre la ciudad, y dio cuenta de ella para buscar su mano y acariciarla con suavidad. Emmanuel vestía de forma normal. Había dejado en casa sus cadenas y sus cruces. Unos vaqueros celestes le llegaban hasta poco más de las rodillas y las zapatillas sin medias estaban viejas y algo sucias. La camiseta negra de tirantes no hacía nada más que resaltar su palidez y la melena rubia ya le acariciaba los hombros. Emmanuel no estaba maquillado, pero aun así su rostro lucía demasiado bello para ser real. —Parece que ya es la hora —dijo Alexieu, viendo que los primeros chicos comenzaban a entrar. —Sí.

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—Nos vemos luego —saludó, guiñándole un ojo. Antes de que pudiera reaccionar, ya lo tenía colgado del cuello, besándolo en la boca—. Estás loco —dijo, apartándole—. Ellos no comprenden. — Señaló a los chicos que los miraban, atónitos. —Que se pudran —le susurró Emmanuel al oído—. Te quiero y me importa un carajo lo que digan estos idiotas. Te la chuparía aquí

mismo

si

quisiera.

—Y

como

la

declaración

sonaba

convincente, Alexieu lo alejó con cuidado. —Adiós, mon amour —dijo, algo conmovido—. Estudia mucho. Emmanuel le sonrió, asintió y, sin mirar a sus compañeros, entró en el viejo edificio.

Emmanuel era el favorito de la profesora de literatura y del de filosofía. Aunque el guiñapo de filosofía decía tener novia, Emmanuel se imaginaba que aquella mujer existía sólo en la dimensión onírica de sus pajas. En otras palabras, el profesor le parecía homosexual, aunque demasiado viejo como para intentar ligárselo. La clase de literatura distaba mucho de resultar inspiradora. Sin embargo… Soy-pros-ti-tu-ta. ¡Cinco sílabas! El ha-chís-meha-ce-fe-liz. ¡Siete! De ese tipo eran las intervenciones que hacían sus compañeros en clase. Patético. Por el salón volaban tacos, bolas de papel, lapiceras

y

hasta

escupitajos.

Parecía

que

alguien

había

derramado el cubo de basura en el suelo y las paredes, que alguna vez habían sido blancas, lucían números de teléfono, ocupaciones insólitas y nombres femeninos. Emmanuel se mordió el labio y sostuvo su viejo libro con la mano izquierda. Lo sacudió, liberándolo del polvo de la biblioteca.

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Levantó la mano derecha. —¿Sí, Malory? —dijo la profesora, con un asomo de sonrisa entre inquieta y lozana. Estaba sentada sobre su escritorio, y apoyó la pierna derecha encima de la izquierda. A ver con qué planteos retorcidos le saltaba ahora el rubito de la clase. —En el cuadro segundo —comenzó Emmanuel—, la criada recita una poesía… —Ajá. —Porque el novio es un palomo con todo el pecho de brasa y espera el campo el rumor de la sangre derramada. ¿Se refiere esta sangre a la virginidad de la novia? —Sí. —Unas risillas hicieron de música de fondo. —El novio también es casto y la noche de bodas no se consuma, pero ¿puede ser que, alguna forma… metafórica… el novio deje de ser casto cuando mata a Leonardo? —La profesora alzó las cejas. Las risas se fueron haciendo más sonoras y sólidas. —Bueno… la madre dice que su hijo es casto. Sí, supongo que puede

haber

cierto

matiz

homosexual

en

ese

último

derramamiento de sangre —admitió la profesora, visiblemente sorprendida. Y complacida. Ese rubito nunca la defraudaba con sus cavilaciones,

joder. Parecía disfrutarlo—. Muy bien.



Emmanuel sonrió, a pesar de las burlas. La profesora lo contempló por un par de segundos. El rubito (porque para ella eran el rubito, el bizco y la pelirroja) sonreía. —Seguro que tiene muy claro lo de la sangre derramada —dijo alguien. Había un ligero sarcasmo violento en aquella «sangre derramada». Emmanuel se volteó. —¿Qué dijiste, Cabot? —replicó. Daniel Cabot era la clase de tipo que se ufanaba de todas las mujeres que se tiraba. —Lo que has oído, zorrita. —Chicos… —advirtió la profesora. Cielos. Las cosas no solían

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salírsele de control. En general, las cosas no se le salían en absoluto. Se limitaba a hablar con un par de interesados (entre ellos Emmanuel, el rubito) y dejar que el resto durmiera la mona. —He

oído

que

tengo

experiencia

en

sangre

derramada.

Supongo que más que tú. Se nota que tu novia no deja que la toques ni con un palo… La pelirroja menuda se puso pálida. Cabot se puso de pie y tiró la silla de un manotazo. Joder, ¿qué culpa tenía la puta silla? Y ese rubito endemoniado tenía la lengua más afilada que cuchillo de carnicero. ¿Qué mierda haría si esos dos se ponían a pelear en medio de su clase? ¿Y quién carajos le había mandado a enseñar en ese jodido colegio de zánganos? Cierto, el alquiler. —¡Chicos, chicos…! —¿Y QUÉ SABES TÚ DE MUJERES, MALORY? ¡¡¡SI SE TE NOTA QUE ERES UN MARICÓN FANÁTICO DE LAS POLLAS!!! —¿¡Y A TI QUE MIERDA TE IMPORTA?! ¡Pum! La profesora no dejaba de gritar pidiendo que se calmasen y de pronto Emmanuel se vio rodeado de tres chicos. Los tres más grandes que él, los tres más fuertes, los tres más altos. Los tres con serios problemas de tolerancia con respecto a esa clase de varones con predilección por las… pollas. Pobre, pobre rubito.

Cuando Emmanuel abrió los ojos, por un momento no supo dónde estaba. Luego se irguió y se dio cuenta de que se encontraba en la sala de profesores, recostado a lo largo de un sofá viejo y descascarado.

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—¿Te sientes bien —Era la profesora de literatura. La señorita Jessica Talbot. Era una mujer alta y delgada, de cabello oscuro corto y gafas cuadradas. Bastante mona. —No —respondió él, frotándose los hombros. Se sentía como si hubiera dormido cien años acurrucado en una caja de cartón. —Te desmayaste —dijo la profesora—, cuando viste la sangre. —Cabot se había abierto la palma de la mano con el fierro de la silla rota. Tendrían que inyectarle la vacuna contra el tétanos. —Sí, suele bajarme la presión cuando veo sangre. —¿Te molesta? —preguntó ella, sacando un cigarrillo. Él sacudió la cabeza. No. Es más, si no hubiesen estado en la escuela le habría pedido a Talbot un cigarro. De verdad le apetecía mucho fumar y sus cigarrillos se habían acabado hacía, ¿cuánto? ¿Dos horas? —Tres —dijo la profesora—. Será mejor que llames a Alexieu para que venga por ti. Unos hilos fríos tiraron de la cabeza de Emmanuel, abriéndole los ojos al máximo, haciéndole soltar un jadeo. ¿Qué? Jessica Talbot dejó que el humo huyera por su nariz y lo miró con una sonrisa de superioridad. —¿Conoces a Alexieu ? —preguntó Emmanuel. —¿Que si lo conozco? —rió ella, chupando su cigarro con ganas—. ¡Es mi primo!

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Capítulo diez: Tuyo

Carnal no dormía. Todas las noches el licor fluía como de una fuente encantada y la música seguía con su ritmo cadencioso y sibilante, colándose por entre los recovecos más siniestros y sucios del salón principal. Las luces dibujaban sombras macabras sobre las paredes de ladrillo esmaltado y los inciensos se adherían a las pieles húmedas y sudorosas, impregnándoles una aroma dulce. Esa noche, Augustin estaba sobre el escenario, como siempre, pagando la hipoteca de su existencia. Cuando estaba allí arriba todos lo oían con gusto, pero una vez que bajaba se transformaba en el íncubo, el nuevo, la perra de Rumiel, el indeseable, el no te acerques a él. Cómo le habría gustado hincarles los colmillos a varios de esos hijos de puta. Sí, arrancarles los pantalones y morderles justo ahí, en el muslo, donde la sangre podía brotar horas y horas hasta que el calor se fundía con su saliva en medio de una alquimia casi orgásmica. —¿Cómo carajo acabaste dando clases en una escuela? — preguntó Alexieu. Por algún motivo parecía extremadamente

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divertido. Emmanuel apuró el vodka. Se sentía cohibido al estar ingresando alcohol en su organismo delante de la mujer que le había dado clases de literatura por cuatro años, pero qué remedio. —No todos compartimos las ideas y las costumbres de los proscritos —dijo ella—. Veo que tú tampoco. —Y miró a Emmanuel. Alexieu sonrió. —No del todo —respondió, lamiéndose los labios. Emmanuel dejó caer un pequeño suspiro. La cosa se estaba poniendo patas para

arriba,

como

una

cucaracha

muerta.

Igual

que

una

cucaracha muerta. —¿Ustedes…? —comenzó, algo mareado por el azote del vodka—. ¿Ustedes son primos por parte de Lucifer? —Obviamente —respondió la profesora. Claro. La madre de Alexieu estaba muerta hacía más de cinco mil años, ¿verdad?—. Tenemos muchísimos parientes por parte de nuestro padre. Pero nosotros nos llevamos bien, ¿verdad, Alexieu? ¿Verdad? Él asintió, con una media sonrisa. —Oye, no te emborraches —reprendió Jessica, quitándole a Emmanuel el vaso de las manos y bebiéndose el resto—. Debes descansar. Deben irse a casa. —Pensaba

que

nos

quedaríamos

a

dormir

aquí

—dijo

Emmanuel, algo contrariado, mirando a Alexieu. No tenía ganas de volver a casa. Lo único que quería era una cama y dormir por los siglos de los siglos hasta que el mundo se cayera en pedazos o volvieran los dinosaurios. —Sí, creo que nos quedaremos aquí esta noche. Otra vez. —Se levantó, sin mirar a Augustin, que seguía cantando sobre el escenario. Jessica los imitó y, luego de haberse despedido de ellos, subió las escaleras hacia la habitación que compartía con su

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pareja, un vampiro llamado Marcus. Alexieu le pidió una llave a Alastor y éste, al parecer sorprendido de volver a ver a Emmanuel por allí, se la entregó sin hacer preguntas y sin cobrarle un céntimo.

Alexieu le ayudó a desnudarse, a pesar de que Emmanuel distaba mucho de necesitar ayuda. Sus toques tenían impresos un leve asomo sensual y delicado, como si temiera que el chico pudiese quebrarse si le trataba con demasiada brusquedad. Algo ridículo. —¿Por qué los golpeaste? —preguntó, mientras le desabrochaba el cinturón. Emmanuel permanecía de pie. Alexieu estaba sentado sobre la cama. Era el mismo dormitorio de aquella vez. La cama de sábanas rojas, las luces, el perchero. —Me insultaron —exclamó Emmanuel. —¿Qué te dijeron? —Aguantó la respiración. Dejó que los dedos juguetearan traviesos con la cremallera de los jeans. Tal vez, si había suerte… —Me trataron de puto. —Alexieu curvó los labios. Vamos, ¿qué clase de protervo agravio era ese? Y perdona nuestras ofensas. —¿Y lo eres? —Emmanuel se soltó de un tirón. Miró con furia, con dolor, con tristeza. Pero no respondió. —¿Crees que soy un puto? —preguntó, intentando que la voz le saliese clara, y no ese sollozo herido y despreciable que le estaba atravesando la garganta como un dardo envenenado. ¿Por qué le dolía tanto cuando Alexieu lo decía? Sí, esa era la verdad, su realidad, la realidad que había sido desde hacía ya varios años. La realidad de querer ahogarse entre los brazos de un hombre más grande, de sentirse pleno cuando

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las manos y la lengua le recorrían todo el cuerpo, la necesidad acoplarse con formas iguales… Hombres, hombres, hombres. Emmanuel se volvía loco por los hombres. Pero la sed había dado paso al hambre. Y el hambre, a la inanición. Y era Alexieu quien le estaba alimentando con su cuentagotas de cariño. Emmanuel estaba acostumbrado al sexo, pero no al amor. Emmanuel necesitaba el sexo, porque para él el sexo siempre había sido una parte del amor. O eso había creído. Aquellas palabras de Cabot le habían molestado demasiado. «Se te nota que eres un maricón que le gusta que le metan pollas». Sí, le habían jodido mucho, muchísimo. Y sí, le gustaba que le metiesen pollas, también. Mucho, muchísimo. Y descubrió que aquello que le había dicho Cabot le jodía mucho muchísimo porque todavía no había logrado que Alexieu se lo jodiera mucho muchísimo. «Por Dios y la Virgen», se lamentó. Luego se preguntó desde cuándo se lamentaba pensado en Dios y en la Virgen. —Lo que creo es que ahora deberías dormir un poco —susurró Alexieu, con una sonrisa conciliadora. Pero Emmanuel no iba a olvidarlo con tanta facilidad. Dejó que los jeans celestes cayeran al suelo y cuando Alexieu lo vio completamente desnudo supo que las cosas estaban a punto de complicarse mucho muchísimo. Suspiró. —Ven —murmuró, haciendo a un lado la ropa de cama—. Vamos a dormir. Emmanuel obedeció. No le había gustado nada ese «vamos a dormir». En silencio, se escabulló por entre las sábanas. No podía creer que Alexieu tuviese planeado mantener el celibato. —Dime qué soy para ti —le dijo, encaramándose sobre él. Las piernas

desnudas

se

rozaron,

los

huesos

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de

las

caderas

tintinearon, las pieles se saludaron, reconociéndose, invitándose— . ¿Significo algo para ti o sólo soy el puto humano con el que juegas? —Alexieu frunció el ceño. Alzó los brazos y le acarició los hombros. Temblaban. —¿Pero qué…? Emmanuel, tú sabes que no eres ningún juguete. —Yo no soy virgen —susurró—, tú lo sabes. Tú lo dijiste. Yo he estado con muchos hombres y si es por eso que no quieres estar conmigo… entonces me gustaría volver a nacer. Volver a nacer. Tenía las ideas dadas vuelta, todo Emmanuel parecía estar dado vuelta, al revés. Alexieu tragó saliva, desesperado. ¿Qué eran esas palabras? ¿Y de dónde había sacado esa putada de volver a nacer? ¿Es que Emmanuel tenía pensado matarse? No, no, no… Alexieu debía poner un alto a esa peligrosa situación. Nada de muertos, nada de volver a nacer, joder. —¿De dónde sacaste esas tonterías? —dijo, escupiéndole las palabras en la boca. —Jessica me lo dijo. Me dijo que te gusta la inocencia, que eso te excita. Y yo no soy inocente, Alexieu. Esa mujer. Esa estúpida, estúpida mujer. —Me gustas mucho —le dijo, empujándole por los hombros para que cayera suavemente sobre él—. Me gustas, te quiero, te amo, te necesito. —Emmanuel comenzó a sonreír, primero en su rostro, luego

en su interior. Miles de

sonrisas se

fueron

extendiendo por su cuerpo en perfectas oleadas calientes, como si estuviese siendo expuesto a chorros de vapor de agua. Caliente. No se sentía tan endemoniadamente caliente desde hacía… mierda, que no importaba. Lo que importaba de verdad es que Alexieu parecía dispuesto a hacerlo por fin, a dejar los remilgos de lado y a entregarse.

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Entrégate. Y decidió entregarse. A ese cuerpo, a esa alma. Alexieu dejó que Emmanuel le quitara los pantalones. Lo observó así, espectáculo gratis. Casi ensayado, como si todas las noches hubiese soñado con quitárselos. Lentamente, pero con ansias contenidas. Los suspiros caían de su boca como por un trampolín. Calientes, húmedos. Alexieu quería tragárselos todos. Fue deslizando el slip, del mismo modo. Con cautela. Las aletas de su nariz se dilataron al ver el miembro allí, descansando en su lecho oscuro, lecho espeso, lecho suave de todas formas. Puntas relucientes, brillando bajo las luces de la habitación, con su misma música. Emmanuel deseó poder dormir en ese lecho oscuro, lecho espeso, lecho suave. Dormir allí por siempre, soñar allí, morir allí, respirar allí. Emmanuel deslizó la mano por el muslo de Alexieu y sus piernas se separaron apenas. El cabello de Emmanuel, rubísimo, le hacía cosquillas en el bajo vientre. Y las puntas oscuras se saludaron con las puntas rubísimas… Hola, ¿vienes muy seguido por aquí? Alexieu jadeó y dejó que la lengua aterciopelada y húmeda de Emmanuel comenzara a pasearse laboriosamente por su sexo. Cerró los ojos. Se sentía absorbido, como si en ese mismo momento todos los quimiorreceptores de su cuerpo estuviesen en su entrepierna, bajo la tortura de esa boca afanosa. Emmanuel chupó el glande y luego fue barriendo con la lengua todo el largo del pene. Ladeando la cabeza y apoyándola en un muslo, fue subiendo y bajando por toda la hinchada carne, acariciando

con

el

labio

superior.

Desafiando

garganta

y

respiración, lo devoró al tiempo que Alexieu erguía las caderas para comenzar unas pequeñas embestidas. Y Emmanuel se quedó allí quieto, sólo ofreciendo la boca, dejando que ahora fuera

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Alexieu quien impusiera su propio ritmo mientras lo sentía golpear contra su paladar y su garganta. Alexieu tenía los ojos cerrados. Menos mal. No era la primera vez que lo hacía, ni mucho menos, pero Emmanuel siempre se sentía cohibido cuando era observado en pleno sexo oral. Estando así, sólo concentrado en otorgar placer y sin preocuparse por otros ojos, la labor podía ser incluso más satisfactoria. Emmanuel se lo pasaba genial durante el sexo. Humedeciéndose los labios, siguió succionando hasta que Alexieu le apartó por los hombros. Ahora los ojos verdes lo contemplaron sin pudores, húmedos y con las mejillas encendidas. Una débil sonrisa le temblaba en los labios. —Ven aquí. Alexieu lo estrechó furia y lo tumbó de espaldas. No había espacio para delicadezas ahora y ninguno las necesitaba. Emmanuel soltó un pequeño «aah». Alexieu no era demasiado diferente de Anton o Matthew, pero estaba más que claro que no sería cruel. Lo suyo era pasión bien guardada, contenida, aguantada. Emmanuel arqueó la espalda cuando Alexieu se sentó sobre él y sus sexos chocaron, besándose y susurrándose groserías. Alexieu acomodó su pene hacia arriba, para frotar los testículos contra los suyos en un vaivén sinuoso cada vez más rápido. Emmanuel abrió las piernas y las flexionó, para que Alexieu, sentado, se apoyara sobre sus muslos. —¿Te gusta? –jadeó él, aferrando ambos penes y sobándolos al mismo tiempo. Emmanuel se irguió un poquito y logró apoyar las manos en sus nalgas, apretujando con deleite—. Fóllame –gimió. Y en seguida se retractó—: hazme el amor. —Sí —jadeó Alexieu, deslizándose y separándole más las piernas—. Sí, sí, sí…

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Emmanuel se revolvió y alzó las caderas, pero en seguida se dio la vuelta sobre la cama, dejándole total libertad para maniobrar a su antojo. Alexieu le acarició las nalgas y fue mordiendo la suave piel, blanca y aterciopelada. Con premura, se dedicó a lamer y chupar, a oír de Emmanuel los sollozos y los sonidos bonitos que no podían quedar atados a su garganta para siempre. Parecía como si jamás en la vida hubiese tenido sexo. Se sentía desequilibrado. —Ah, sí… —Emmanuel se aferró a la cabecera de la cama y abrió las piernas lo más que pudo. Cerró los ojos y se mordió los labios hasta que le dolieron. Alexieu se inclinó hacia el estante que estaba a la derecha de la cama y agarró algo, Emmanuel no pudo saber qué. Cuando Alexieu comenzó a penetrarlo, Emmanuel aguantó la respiración. ¿Entonces así se sentía que ser follado por un hombre sobrio? Estaba bueno, buenísimo. Emmanuel creía que podría quedarse toda la vida allí en esa cama sintiendo aquel sexo delicioso resbalarse suavemente hacia sus entrañas. El lubricante era maravilloso, lo hacía todo tan fácil… Cuando sintió que Alexieu se detenía, suspiró. Miles de alas de mariposa le acariciaron la piel y los huesos. —Entra –jadeó, con una sacudida de caderas—. Vamos, sí… Alexieu se dejó caer y apoyó los brazos a sus costados. Con todo el peso de su cuerpo, embistió por primera vez hasta llegar a ese lugar mágico y lejano donde todo se volvía fuego. Emmanuel ladeó la cabeza y él se lanzó al ataque de su cuello, pero todo se había tornado líquido tan pronto, que de repente le costaba coordinar los besos con las embestidas, las lamidas con las embestidas, las chupadas con las embestidas. Emmanuel le tomó por el cuello y le metió la lengua hasta el fondo de la boca.

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Por supuesto, él podía relajarse y disfrutar que se ocuparan de él, pero ese no era su estilo, o al menos lo que había tenido en mente. Cuando Alexieu alcanzó a rozar la próstata, ahogó un grito. Sonrió y se relamió los labios. Se lo estaba pasando en grande. Emmanuel tenía en las mejillas un color sonrosado bastante saludable y la sonrisa lasciva era como ver una fantasía. Alexieu se

detuvo

en

el

extremo,

complaciéndole,

completamente

enterrado. Fue sacudiéndole así, con los ojos muy cerca de los suyos, en medio de una conversación que sólo tenía lugar en el interior de sus cuerpos… ¿Cómo vas? ¿Te gusta? Alexieu aplicó más velocidad y con certeros golpes fue golpeando la próstata, haciéndola temblar y vibrar. Emmanuel abrió los ojos de pronto y todo sucedió tan rápido como un chispazo. Lo apartó con una carcajada y con las manos abiertas sobre el pecho. Aturdido, con la fuerza repartida en las partes bajas, Alexieu cayó hacia el costado. Emmanuel se giró con un movimiento en cámara rápida. Alexieu lo observó tal como estaba ahora, reclinado como un gatito, con la espalda arqueada en un pozo donde sólo podía flotar el sudor, las piernas separadas, los suaves vellos rubios húmedos y brillantes y el trasero dispuesto en la oferta de un paseo por la cueva de sus maravillas. —Ven —gimió Emmanuel, y la tierna desembocadura pareció suspirar. Alexieu gruñó y no obedeció, pero Emmanuel no pudo quejarse. Volvía a atacarle con la lengua y se imaginó lo fabuloso que sería que la lengua de Alexieu pudiese alargarse hasta llegar a lo más profundo. Pero lo que hizo fue aún mejor. Le separó las nalgas hasta la mayor tensión y con los labios fue succionando de ese manantial seco, tal vez en busca de algo que saciara su sed…

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Emmanuel gimoteó. Si seguía así, no podría soportar más la rigidez de la postura. Dio un respingo cuando volvió a sentir la cabeza del pene pugnando por entrar. Se propuso disfrutarlo lo más posible, con los ojos cerrados y respirando por la boca. Alexieu comenzaba a hacerlo en cámara lenta y Emmanuel sentía que se moría. El húmedo miembro resbalaba hacia su interior muy pausada y suavemente hasta asomarse al abismo. Ya allí, se sacudía la modorra con un par de embestidas y luego volvía a salir con la misma timidez con la que había entrado. Estuvieron así un buen rato, batallando contra los orgasmos precipitados y renovando la postura. Burlándose del tiempo, respirando el mismo fuego, quemándose en el mismo aire y aguardando la explosión, el éxtasis, la victoria del diablo en furiosos sismos. —Aah… suéltala... –Las piernas de Emmanuel eran muy largas y esbeltas, perfectas para mantenerse aferrado a ellas en las últimas embestidas. Dejando salir todos sus demonios, Alexieu se dejó estallar en la madriguera caliente y sabrosa de sus pesadillas sexuales. Era soberbio, perfecto y mientras se corría, Emmanuel veía destellos de mil colores—. Ah, sí… Y luego de que saliera de su interior resbaloso y satisfecho, Alexieu se derrumbó sobre él como los cientos de partículas cósmicas que quedarían luego de una supernova. Emmanuel ronroneó de satisfacción. Alexieu no dijo nada. Mucho más cercano que incluso su propia voz, oía el incesante retumbar de algo que parecía un tambor. Frunció el ceño. No era uno, sino dos. Dos tambores que sonaban casi al unísono. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el vientre de Emmanuel. Un escalofrío le recorrió con el mismo poder de una náusea. En el seno de su mente, los espasmos del orgasmo se habían disipado

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como una borrachera y ahora sólo veía y oía dos cosas: oía los corazones de ambos latiendo en balada tumultuosa y se veía a sí mismo más de seis mil años atrás: cuando era tan sólo una masa informe de carne y un cordón umbilical.

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Capítulo once: Sangre de su sangre

La noche caía en cascada sobre la ciudad, sobre la mansión, sobre la ventana y sobre Rumiel. La noche le daba la bienvenida y sus miles de laberintos se abrían sin recato para él, extendiéndose por el amplio mundo manchado de pecados y suicidios. —¡He dicho que me dejes en paz! ¿Por qué tienes que estar siempre molestándome? ¡Eres insoportable! —le gritó a Augustin, dándole un fuerte empujón. El íncubo lo miró con reproche. —Ahí tienes lo que me pediste. ¿No es eso lo que querías? Judas Iscariote... ¿Qué sabor tiene? ¿Me dejas probar? —¡Te he dicho que no, maldito íncubo! —¡No me llames así! —sollozó él, angustiado. Sus ojos comenzaron

a

gotear

sangre

mientras

los

rizos,

siempre

húmedos, ocultaban su rostro blanco de mármol—. Yo sólo soy... un niño. Rumiel estalló en carcajadas. —¡Tus trucos baratos no funcionan conmigo! ¿Un niño? ¿¡Te

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abres de piernas como una puta y dices que eres un niño?! ¿¡Chupas de tus víctimas hasta dejarlas secas y dices que eres un niño?! ¡No me hagas reír! Augustin, humillado por su fracaso, se quebró en gritos. —¡Cállate! ¿Por qué me odias tanto? ¿Qué te he hecho? —¡Cierra la boca! ¡ÍNCUBO! —¡Te dije que no me llamaras así! —rugió y se lanzó contra Rumiel, pero él lo esquivó y el niño cayó al suelo. El pequeño dormitorio, sucio, húmedo y oloroso a sangre, se sacudió frente a sus ojos y entre las diminutas lágrimas que corrían por sus pestañas. Él y Rumiel habían gastado toda la noche pasada entre las sábanas, en medio de los tibios ríos escarlata que podían fluir libremente por sus rincones más tiernos. Habían bebido el uno del otro en medio de un sacramento obsceno y purificador. El ritual había sido extenuante y se había prolongado hasta que el número de orgasmos había igualado del de las gotas de sangre que manchaban el colchón. —¿Por qué me odias tanto si ambos somos iguales? —Rumiel lo observó con desprecio y tomó del suelo los cuadraditos de Judas Iscariote. —Es tu existencia la que me molesta, lo que no puedo soportar. Me atormentas. Augustin alzó su sangrante mirada y cuando el demonio salió del dormitorio, se mordió la muñeca y se alimentó de su propia vida. Luego se metió en el baño, se dio una ducha, y finalmente se vistió con ropa decente. Se subió al alféizar de la ventana y se deslizó en el aire con cuidado hasta tocar el suelo.

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Fabien buscaba una llave. Sabía que tenía que estar por allí, pero no la encontraba por ningún sitio. Dudaba que su abuelo se la hubiese llevado consigo en su viaje. Cansado, se sentó sobre la cama de Kaen. Se levantó de golpe al encontrarse sentada arriba de algo. No era la llave, sino el periódico. Fastidiado, paseó la mirada por la portada. Un equipo de fútbol había perdido un partido importante, un famoso cantante llamado Menfis se presentaría en París, una casa vieja se había incendiado y un choque múltiple había dejado como saldo tres muertos y ocho heridos. Pero, aparte de eso... «Caso secuestro de ángeles: nuevos datos reveladores.» ¿Secuestro de ángeles? ¿Quién era el puto imbécil que había bautizado de esa manera los secuestro de niños de hacía dos meses? ¿Y desde cuándo él, Fabien, usaba la palabra «bautizar»? Se dispuso a leer en silencio. Al parecer, la policía había logrado hallar una conexión entre todas las familias de los bebés robados. El padre de Gerard Scher era un narcotraficante que había matado a su esposa; el pequeño había sido entregado a sus abuelos. La madre de Kristen Laplace era una prostituta que había fallecido a causa de una sobredosis de heroína. El padre de un niño de dos años llamado Jean Luc Corrigan estaba en la cárcel, acusado de siete violaciones en serie a jóvenes menores de edad. Y los antecedentes se repetían. Los padres y hasta los abuelos de los secuestrados eran catalogados como asesinos, violadores, líderes de bandas dedicadas a la venta de drogas, rameras y matones. La relación entre todos aquellos estaba claramente definida, mejor imposible: todo era una gran multitud de violencia, de pecado. Pero ¿por qué los niños? ¿Por qué los inocentes? ¿Por qué los ángeles? —Miau.

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Un gato castaño saltó desde el suelo a la cama. —Garu, ¿dónde estabas? —Cuando Fabien se giró, el gato ya había desaparecido. A su lado había un muchacho de aspecto raquítico,

de

grandes

ojos

dorados

y

cabello

castaño

y

puntiagudo. —Tomando sol en la azotea. —El chico se estiró y sus costillas se dibujaron en su piel morena, repleta de pequeñas cicatrices—. ¿Me llamaste, Fabie? —Garu, ¿sabes dónde guarda Kaen la llave? Fabien señaló un enorme baúl de madera que estaba justo bajo la ventana, casi acariciado por las cortinas. Aunque se notaba que era viejo, estaba bastante bien cuidado. Dada la vejez de Kaen, Fabien siempre se encargaba de la limpieza de la casa. Esa tarde había puesto especial empeño en el dormitorio de su abuelo. Había tirado los papeles que no servían, había cambiado las sábanas de la pequeña cama, había ordenado los trajes y las camisas que seguían en el ropero y que el anciano no se había llevado con él en la maleta, y había manipulado con cuidado y minuciosidad cada uno de los libros que apilaba su abuelo tanto en la estantería de su dormitorio como en todos los rincones del apartamento. —¿La llave del baúl? ¿Para qué la que quieres? —le preguntó Garu, entornando los ojos y acercándose a él sinuosamente. Fabien se estremeció. La denominación exacta para definir la naturaleza de Garu era demonio camaleónico, aunque existían otros términos como cambiaformas o transmutador. Garu sólo podía transformarse en un gato y, que Fabien supiese, no poseía ningún poder interesante. Su apariencia estaba salpicada de pequeñas imperfecciones: las orejas algo puntiagudas, las pupilas demasiado grandes, los dedos afilados. Por eso, en Carnal, Garu era todo un éxito. Los pocos humanos que visitaban el lugar se

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volvían locos con su rarísima apariencia. —Pues para abrir el baúl —susurró Fabien. Boquiabierto, vio cómo Garu se quitaba la correa que llevaba al cuello y de la pequeña bolsita que colgaba del gancho, sacaba una diminuta llave dorada. Fabien siempre lo había sospechado. Garu era el escondite más seguro para los secretos de Kaen. —¿Qué buscas? —preguntó Garu, pasándole la llave. —Unos papeles. Fabien metió la pequeña llave en el candando, y éste se abrió limpiamente con apenas un chasquido suave. Un aroma a polvo de biblioteca comenzó a elevarse desde el baúl, como el vapor que sale de una bañera caliente. Garu se retorció y, para horror de Fabien, se rascó la nariz con los dedos del pie. —Qué chiquero —dijo el cambiaformas—. ¿Te ayudo, Fabie? Fabien tomó una pila de hojas y las echó al suelo. —De acuerdo. Estamos buscando el árbol genealógico de una mujer llamada Valerie Elizabeth Malory. Luego de haber enviudado, Leria se casó con Moeris. El descendiente número siete de Leria y Moeris fue Menes, primer faraón egipcio. Menes tuvo un hijo con una esclava, llamado Sirón, quien fue adoptado por unos artesanos. Sirón desposó a Niza, con quien tuvo a Cambrés y Gael. Gael de casó con una hechicera, Megarat. Pero fueron acusados de ser los culpables de una terrible sequía (?), y fueron desterrados de la capital. A Gael y Megarat les nacieron dos hijos: Lot y Seón. Lot había heredado los poderes de su madre Megarat, y por ello fue asesinado por un hombre que lo culpó de la muerte de su único hijo. Consternados, Megarat, Gael y Seón, abandonaron Egipto y se instalaron cerca de Persia, donde tuvieron un tercer hijo: Sikket. Sikket fue famoso por sus poderes mágicos, su capacidad para domar los

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vientos y llamar las lluvias. A los dieciocho años, Sikket desposó a Jefoné. Ellos tuvieron tres hijos: Caleb y Gadiel, ambos varones y Nahalí, una mujer. Cuando Sikket y Jofené murieron, Nahalí, ya en Babilonia, sedujo a un hombre casado. Nahalí y el hombre tuvieron a Tanis, un varón. Se sucedían en Babilonia seguidas invasiones. Los bisnietos de Tanis fueron: Senelab, Garasiel, Abirón, Akad y Balaam. Garasiel fue conocido como el Astrólogo, por su capacidad para leer el futuro en los astros. Garasiel se casó con Sirakia, y ambos tuvieron tres hijos: Saraha, mujer, Yajseel, varón y Noa, también mujer. Yajseel, el sacerdote, murió en manos de los asirios, pero su mujer, Makira, dio a luz a Nahiel. Nahiel se casó con Mirna y ambos se trasladaron a Capadocia, donde tuvieron a sus hijos

Kineret, Valer y Arikel. Valer murió

cuando uno de los templos de Ormuz se derrumbó; Arikel, a los catorce años, fue secuestrado y vendido como esclavo a un joven llamado Rumiel. Kineret desposó a Hésmona. La familia siguió su rumbo, hasta que nació Tiresias. En el año 399 a.C. Tiresias vio morir a Sócrates. Tiresias se casó con Brasidé y tuvieron a Lilia y Zabulón. Zabulón se casó y tuvo a Lócride. En estos años, Babilonia pasó a ser provincia persa. Un joven llamado Lautrés desposó a Lócride, y ambos tuvieron a Analía y Merar. Ésta última desposó a un hechicero llamado Manahím, con quien tuvo a Cibsaím y a Débora. En el año 100 a.C. nació Julio César. Y cien años más tarde nació Cristo. Llegaron a Roma noticias de una nueva religión: el cristianismo. Allí, en Roma, vivían los descendientes de Cibsaím y Débora: Lubia, Natán, Timna, Galerio, Lucrecia, Tarcano y Licaonia. Cristo murió y el cristianismo se propagó. Incendio de los 14 barrios de Roma, mientras que Nerón estaba en la villa de Ancio.

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Betsabé, Absalón, Guesur, Abiatar y Joab, descendientes Tarcano y Licaonia, renunciaron a su fe cristiana cuando fueron perseguidos..... Betsabé + Kerit=Aura + Lucio = Constancio Constancio + Pleura= Milias y Celina Milias + Josafat= Mecerina? y Maximiliano Maximiliano + Lucrecia= Teodosio y Claudio Teodosio + Atalía?= Alejandro Italia fue invadida en el año 568. Justino y Parsilio se trasladaron a España...» —¡Esto es un lío! —se quejó Garu—. ¿Entiendes algo, Fabien? Monarquía visigoda. Recaredo abjuró del arrianismo (Toledo). Dinastía Heraclina e Isauria. Caída del Imperio romano de Oriente. Lucha contra los turcos por el Santo Sepulcro. Astolfo, descendiente de Alejandro y Marisa, se dirigió al Santo Sepulcro con el fin de saquearlo. Se dice que murió por causas desconocidas la noche en la que se arribó al lugar. Astolfo tenía, con su esposa Rosaura, dos hijos: Horacio y Rubén. Gregorio, hijo de Rubén, se casó con Celestina... Fin del feudalismo. Herejías: Santa Inquisición. Federico, Claudés, Manrique, Carmen, Isabel, Malen, todos bisnietos de Gregorio, fueron quemados, acusados de brujería… Gabrielle Ulliel

y Eugène Ulliel (descendientes de Rubén),

viajaron a los Estados Unidos, con su hija Marie Claude, de 21 años. Marie Claude conoció a Charles Sebastian Malory, sumo sacerdote de una secta y se casó con él seis meses después. A fines de ese año nació Valerie Elizabeth Malory. Luego de cuatro

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años, nació Emmanuel Sebastian Malory. —¿Qué significa todo esto? —le preguntó Garu. Pero Fabien no respondía—. ¿Fabi? —insistió el chico—. Te estoy hablando, Fabie ¿por qué no me contestas? Qué malo eres, ¡te acusaré! —El cambiaformas comenzó a dar vueltas por el suelo, panza arriba y levantando sus piernecitas. Fabien reprimió un mohín y alargó la mano hacia su estómago para rascárselo. El cambiaformas comenzó a ronronear. —¿Garu, tú sabes por qué habían elegido a Valerie como madre del hijo de Lucifer? —le preguntó, mirándole a los ojos.

Había

algo en esos ojos que a Garu no le gustaba nada. —¿A esa perra? Pues no. Era la última descendiente de Leria. ¿Por qué no me cuentas lo que sucedió? —Fabien suspiró. —Ella usó unas pastillas para abortar. Lo logró. —Hizo una pausa—. Lucifer decidió esperar que se recuperara, pero ella ya no puede tener más hijos. La traje aquí. No tenía intención de devolvérsela a Lucifer, pero… —Suspiró—. Me descuidé. —Seguramente fue Marduk —chilló Garu. —O Karmesí —opinó. —No creo que haya sido él. —¿Por qué lo dices? —Porque el sábado pasado me lo encontré en Carnal. Me dijo que los demonios de confianza de Lucifer se están alejando. A él ya no lo considera por esa obsesión que tiene con... los humanos. Me dijo que la situación es extrema, que hay muchos problemas, muchísimos... —La situación es extrema, Garouvon, hay muchos problemas, muchísimos —dijo Karmesí, olfateando el Bloody Mary. —¿Qué sucede? ¿Acaso los planes de Lucifer...? —susurró Garu,

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inclinándose hacia él. —Van de mal en peor —exclamó Karmesí, suspirando—. Se sospecha que los secuestros fueron acción de alguna secta satánica. Se están sumando cosas a una lista que se hace cada vez más larga... —¿Qué otras cosas? —A todos los asesinatos, desapariciones de personas... ¿Sabías que existe una mujer poseída que no pudo ser exorcizada por el Sumo Pontífice? Garu se estremeció de tan sólo imaginárselo. —No. —Y ahora que Valerie ha muerto no han tenido otra opción que crear una jezabel. —¿Una jezabel...? —Una jezabel es una muerta viviente, Garouvon. —Y también me dijo que las jezabel no tienen mente, que no piensan, que son como zombis. Obedecen a todo lo que su amo ordene y... —Lo



—interrumpió

Fabien,

dejando

de

acariciarlo

y

poniéndose de pie. —¿Lo sabes? ¿Cómo? ¿Kaen te lo enseñó? —Garu se sentó sobre el suelo con las piernas cruzadas. —Claro que no. Él odia todo lo que tenga que ver con el satanismo y la magia negra. —¿Y entonces? —Soy hijo de Belzebú, Garouvon. Magdalene me hacía estudiar día y noche ese tipo de rituales.

—Garu lo miró. Parecía

enfadado. —¿Estás molesto conmigo? —preguntó, confuso. —¿Qué más te dijo Karmesí?

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«Conque de eso se trataba», pensó el cambiaformas. —¿Sabes? Si piensas que me acosté con Karmesí estás muy equivocado —exclamó. Fabien le dirigió una mirada sospechosa. Él prosiguió—: Karmesí ya no está del lado de Lucifer. Fabien le devolvió la mirada con ira. Se levantó. Luego se echó sobre la cama de Kaen, y, aún con las hojas en las manos, se cubrió el rostro y exhaló un suspiro. —Tú no sabes todo lo que tuve que sufrir con Magdalene, Garu. No sabes por todo lo que pasé. ¿Sabes por qué ella me odiaba tanto? —Garu fue a su encuentro. No lo sabía exactamente, pero aquellos antiguos tormentos le habían marcado para siempre. El insistente tic tac del reloj era lo único que se oía, además de la respiración acompasada de ambos. —No, no lo sé —respondió, como en un jadeo abrupto. —Ella fue engañada. Por Belzebú. Así nacieron muchos como yo.

Magdalene

me

mantenía

encerrado

en

mi

habitación,

estudiando; cuando tenía visitas me usaba de sirviente. Antes de que Kaen me rescatara, el único que me dio cariño fue Karmesí. Garu estiró sus piernecitas y bostezó. —Fabie —dijo—. Valerie está muerta… pero ¿ella no tiene un hermano? Fabien abrió los ojos. Luego de cuatro años, nació Emmanuel Sebastian Malory.

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Capítulo doce: Tragedia

La noche estaba tan caliente y húmeda como la cama de dos amantes. Tomados de la mano, Emmanuel y Alexieu salieron de la escuela y cruzaron la calle hacia el parque. Allí sólo se oía la tibieza del silencio y el canto de los grillos. No había ni un soplo de brisa y los asientos estaban pegajosos. El lugar estaba rodeado por un enrejado olvidado por el tiempo. Años atrás, por las noches, la entrada había estado prohibida para impedir que los golfos se amontonaran sobre el césped a drogarse o llenarse el buche de alcohol y que los niños que jugaran en el cajón de arena encontraran condones usados. Pero ahora, con el presente decadente y el futuro incierto, a nadie le importaba la juventud que se llenaba las narices de coca. Emmanuel se sentó sobre una banca, pero Alexieu le tiró del brazo y lo arrastró hacia la hierba. Allí, entre el olor del pasto y la tierra, se recostaron muy juntos; mirando el cielo oscuro y

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vaporoso que se extendía sobre ellos luciendo los collares de perlas que ninguna reina podría ponerse jamás. Alexieu suspiró y Emmanuel se giró, sonriendo. Para él todo era nuevo, los besos, las caricias, los «te amo». Todo menos el sexo, en lo que podría considerarse graduado y con honores. Entonces, ¿con Alexieu las cosas serían diferentes, verdad? Con Alexieu podría ir de la mano por las calles mojadas y sucias, darse besos bajo el muérdago, decirse palabras bonitas y hasta negarse a follar cuando no estuviese de humor, ¿no? Emmanuel nunca había tenido novio, pero suponía que ese era el tipo de cosas cursis que hacían las parejas. Y de repente tenía muchas ganas de hacer cosas cursis. —¿Somos

novios?

—le

preguntó

a

las

estrellas

que

parpadeaban en el firmamento. Alexieu lo miró, se irguió apenas y tumbándose de costado junto a él, fue recorriéndole con los dedos el contorno de los labios, la nariz, las cejas… —Somos más que novios —respondió. —¿Eh? No me digas que ya nos hemos casado y no me di cuenta. Se rió suavemente, sentándose sobre su pelvis. Se inclinó y le besó en el cuello, allí donde le latía el corazón. —Sí,

somos

novios.

—Emmanuel

estiró

un

brazo

para

acariciarle la mejilla, y luego fue ensortijando los dedos entre las mechas negras que le caían sobre la frente—. Que me bese — comenzó a recitar Alexieu—, con los besos de su boca. Tus amores son un vino exquisito, suave es el olor de tus perfumes y tu nombre, un bálsamo derramado… Emmanuel sonrió. —¿Qué es? —El Cantar de los Cantares, el primer poema erótico. ¿No lo conoces? —Emmanuel negó—. Está en la Biblia.

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—Sigue. —Mi amado bajó a su huerto, donde se cultivan flores olorosas, pastorea su rebaño en los jardines y va a recoger los lirios. Yo soy para mi amado y él es para mí: él pastorea entre los lirios… —¡Pero miren lo que tenemos aquí! ¡Los dos maricas! Alexieu se puso de pie de un salto. Emmanuel tardó un poco más en darse cuenta de lo que sucedía. Allí, en el parque, sobre el césped, entre los retazos de poema que todavía le colgaban de los oídos, estaban Daniel Cabot y sus perritos falderos. Dos feroces, rabiosos y musculosos perritos falderos. —Déjanos en paz —dijo Alexieu, con tranquilidad, y esbozó un gesto de asco cuando se dio cuenta de que aquellos hombres estaban ebrios o quizás drogados. Todavía no podía notar la diferencia—. Vete a otro sitio a fumar la maría. Los perritos mostraron los dientes y se adelantaron. Alexieu alzó las cejas. Pero entonces el can mayor se abalanzó contra él y los otros dos fueron por Emmanuel. —¡Suéltame! Alexieu pegó un puñetazo y Cabot cayó al suelo. Un hilo de sangre muy delgado le resbalaba por la nariz. ¡Era una escena tan pintoresca! Si hubiese tenido una cámara, le habría tomado una foto. —¡Déjame! Alexieu se volteó cuando lo oyó gritar. Emmanuel estaba muy quieto y con los ojos cerrados. Temblaba. Sobre su cuello blanco, el impoluto filo de una navaja brillaba bajo la luz de la luna. —Déjalo —exigió Alexieu —, si no quieres que te mate. El perro que sostenía a Emmanuel, el de la navaja, tenía los ojos abiertos y la respiración agitada. Parecía un perro, sí… el calificativo le iba perfecto. Alexieu contempló la navaja y los ojos… los ojos y la navaja. Aquel tipo estaba drogado, no había duda;

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alguna mierda bien fuerte como la coca o la heroína. —¿Matarme? ¿Tú, una maricona de mierda que chupa pollas? — rugió, con una sonrisa de payaso temblando a la par de sus ojos, enormes, dilatadas cuentas de vidrio por debajo de sendas franjas negras. —Déjalo o te mataré y te meteré toda la coca por el culo. Emmanuel se revolvió, chillando. Joder, ¿por qué Alexieu no era más educado con esos hijos de puta? ¿Es que quería que lo mataran? —¡A mí nadie me da órdenes! —jadeó el perro y… Emmanuel sintió cómo aquella filosa hoja de metal iba rasgándole la piel. Sintió un dolor frío y narcótico. Gritó. Pegó un puñetazo al aire. —¡Aaaaaah! Y Alexieu perdió el control por primera vez en mucho tiempo. ¡Los perros! ¡Odiaba los perros! Emmanuel cayó lánguido al suelo y la navaja voló por los aires. Alexieu la tomó. Los perros rugían y un brazo se sacudió y Alexieu aferró ese brazo y lo retorció hasta que un mugido de bestia adolorida quebró la tibieza del silencio y otros mugidos menos bestiales que pedían ayuda también salieron de la otra garganta canina. La navaja se hundió deliciosamente en la carne de perro faldero y la sangre explotó en un orgasmo de linfocitos heridos y células enfermas. La carne se abrió ante la noche, ante la oscuridad y ante los gritos, y el otro perro faldero tal vez pensó que saldría ileso. Tropezó y cayó de bruces sobre el pasto y Alexieu le tomó del cuello. Crac. La cabeza cayó inerte sobre el hombro, balanceándose al compás de la sangre… …Do re mi fa sol la si… —Aah… Emmanuel

se

tocó

el

cuello

herido.

La

sangre

abundante: le habían cortado justo sobre la clavícula.

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no

era

Alexieu cayó al suelo de rodillas. Emmanuel intentó enfocar la mirada y lo único que vio fueron tres cuerpos echados sobre el pasto. ¿Estaban muertos? —Muertos —dijo Alexieu. Y entonces Emmanuel vio sus ojos. Los ojos de Alexieu, antes verdes, brillaban rojos y terribles como dos perlas de sangre coagulada. —Mi amor —susurró Alexieu—. Ven… —No —sollozó Emmanuel—. No… ¡NO, SUÉLTAME! Echó a correr junto con la oscuridad, junto con la noche. Los gritos seguían palpitando en sus oídos, el sonido del cuello rompiéndose. Alexieu los había matado. ¡Alexieu! Alexieu era un asesino. Como Anton. Como Matthew.

Emmanuel sólo se detuvo cuando chocó contra una persona. Una chica. Había corrido hasta el cansancio. Había huido de aquel cementerio, hecho oído sordos a las bocinas, esquivado los autos… —¡Eh, cuidado! —exclamó la voz de la chica. —Lo... lo siento —balbuceó él, todavía temblando. Miró a su alrededor. La calle estaba vacía y pobremente iluminada. —¿Estás bien? Te ha pasado algo? ¿Te han robado? —Sí. —Vaya… qué tragedia. Qué tragedia. Qué… tragedia. Sí, ¿eso era, no? Una tragedia… Emmanuel la miró a los ojos. Eran unos ojos corrientes, marrones. ¿Emmanuel conocía esos ojos?

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—¿Quieres que te acompañe a tu casa? —dijeron los ojos. No, definitivamente Emmanuel no los conocía. O eso fue lo que los ojos quisieron decirle. No. No nos conoces, ¿has entendido? Nosotros jamás te hemos visto. Jamás jamás jamás. —Pero, ¿están seguros? —musitó Emmanuel. —¿Cómo? —replicó la chica, frunciendo el ceño. ¿Emmanuel conocía ese ceño? No, no, no. Jamás

me

has

visto.

Nunca.

Nunca

nunca

nunca.

Nuncanuncanuncanunca. —Nada… No… no quiero volver a casa… todavía. No quiero volver a casa, nunca. Nuncanuncanunca. ¡Nunca! ¿A casa? ¿Con Alexieu? —Bueno... No sé... —La desconocida alzó los ojos para mirarle de frente (no nos conoces no nos conoces) y Emmanuel quiso poder afirmar que sí conocía esos ojos. Quería conocerlos. —Justine. —Y le alargó los ojos… es decir, le alargó la mano. —Justine… Justine. La chica de los ojos anónimos. Comenzaron a caminar. Emmanuel se sentía lánguido, flojo. De repente, se sentía muy relajado. Miró el entorno. ¿Dónde estaban? Cuando despertó del hechizo, las piernas le dolían como si se hubiese pasado caminando una eternidad. —Hemos llegado —anunció Justine, deteniéndose. Emmanuel clavó la vista en ella. Era una chica bajita y menuda. Bonita, sí. Atractiva, tal vez. —¿Dónde es? —preguntó él, aturdido. Sentía un dolor punzante encima del ojo derecho. —Aquí.

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Alzó la mirada. ¡Joder! ¿Esa mansión era la casa de Justine? ¡Seguramente su familia tenía mucho dinero! —Ven. —Justine metió una llave pequeñita dentro de la cerradura, abrió la puerta y lo invitó a seguirle. ¿Justine estaba sola en esa casa! ¡Pero semejante lugar necesitaría empleados! Un mayordomo y un cocinero… tal vez mujeres que hicieran la limpieza, un jardinero que cortara el césped. ¡Alguien que limpiara todas esas estatuas de santos y vírgenes, por Dios! —Mis padres eran muy cristianos —susurró ella, al ver que Emmanuel observaba con mudo estupor la pintura del Sagrado Corazón de Jesús. —A mí me daría miedo vivir en un lugar así —dijo él, y la voz le salió hueca. Había pensado en voz alta, pero Justine no pareció ofenderse. Emmanuel se agarró la cabeza; estaba mareado. Las piernas caminaban solas, desobedeciendo al cerebro. ¿Dios, qué le sucedía? ¿Qué estaba haciendo en ese lugar? ¿Cómo había llegado? Recordaba imágenes fugaces, luces… recordaba un autobús, muchas tiendas iluminadas con carteles de neón… recordaba haber besado a Justine en la boca. ¡Joder! ¡Había besado a una mujer! Mientras caminaban por un pasillo, ella le presentaba a todas las estatuas de su casa: —San Viator de Lyon. Y esta es Santa Odilia de Alsacia. Esa de allí la Virgen de Lourdes, ¿has visto su vestido? Es seda natural y su rosario es de plata pura. Mucho gusto, señor, señora. Augustin atravesó el umbral de una puerta abierta, que desembocaba en un salón amplio. Allí había una mesa redonda, un juego de sillones y un televisor. Pero ahora que Justine encendía

la

luz,

Emmanuel

pensaba

que

lugar

parecía

abandonado. Vio la capa de suciedad sobre los muebles, la tierra

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sobre la alfombra, las migas de pan y los restos de comida en el suelo. Sobre el sofá más grande había una manta. Y una almohada ¿Alguien dormía allí? ¿Y eso qué era? ¿Una mancha de sangre, sobre la alfombra? Emmanuel cerró los ojos con fuerza. Le dolía la cabeza. —¿Qué quieres tomar? —preguntó Justine. ¡Nada! ¡Quiero irme de aquí! Quiso decir. Pero en vez de eso respondió: —Ah... cualquier cosa. Justine entró en la cocina y Emmanuel se quedó en el salón. Sobre un altar, una estatua de un santo anónimo lo contemplaba con sus ojos abiertos, desequilibrados, desesperados. Emmanuel sacó una moneda del bolsillo y se la arrojó al rostro con fuerza. La nariz del santo se quebró y cayó al suelo. Habrase visto. Qué cosa tan patética. Un santo de mierda que no puede protegerse a sí mismo… ¡Y había gente que le rezaba a esos pedazos de yeso pintado! ¡Pero, por Dios! ¡Si había manchas de sangre por toda la alfombra!

¿Sería

sangre

en

verdad?

Podía

ser

helado

de

chocolate. Mierda, Emmanuel estaba muerto de miedo. Tal vez era un castigo por haber mutilado al santo… —¡Ey! ¿Qué te sucede? —preguntó Justine —. Toma. —Y le pasó un vaso. Emmanuel miró la bebida. Era oscura, negra. No era cola. Tenía un olor potente. ¿Era alcohol? —¿Qué es? —preguntó, dando un sorbo. Sácame

de

aquí,

sácame

de

aquí.

Padrenuestroquestásenelcielo... —No sé. Pero es rica, ¿verdad? A mi novio le gusta mucho. — Emmanuel casi se atragantó.

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—¿Cómo? —Sí. A mi novio Rumiel le gusta… I'm waiting for you to drown in my love So open your arms Y de repente, gracias al alcohol, se despertó. —¡Tú! —gritó él—. ¡Tú cantas en Carnal! ¡Era un chico! ¡Era el íncubo! Augustin, Justine, no respondió. Se limitó a devolverle la mirada. Emmanuel se quedó paralizado cuando el chico se aproximó a él y le pasó la lengua por los labios, limpiándolos de las gotas que resbalaban como almíbar. Luego le lamió la mejilla de abajo hacia arriba y, apoyando la mano en su hombro, comenzó a bajarla en dirección a la entrepierna. —Eeh... —se quejó Emmanuel—. ¿Qué te crees que haces? —Lo apartó. —¿Te sorprende que tenga un novio? —inquirió él, ella. Las luces se apagaron, y Emmanuel supo que había estado en lo cierto: no tenía que haber subido a ese autobús con ese joven. ¡Se había dejado hipnotizar!—. Has visto las manchas de sangre —dijo, dejando caer el vaso al piso, que rebotó contra la alfombra y ahí se quedó. —Me voy de aquí —exclamó Emmanuel. Trató de distinguir una salida, en medio de la oscuridad. Había una ventana, pero daba al jardín. —Hey, ¿por qué quieres irte? Podríamos pasarlo muy bien juntos —ofreció Augustin con una voz que fluctuaba despacio por el aire cada vez más denso… Oh, por Dios… ¿Qué carajo le sucedía? Oía la voz de Augustin distante, lejana. La oía como en un eco.

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Sintió un mareo y se desplomó sobre la alfombra. Augustin lo tomó en brazos y lo arrastró hacia el sofá. Joder, sí que era fuerte el hijo de puta—. ¿De verdad te vas? —preguntó con sorna—. Así como estás no creo que llegues ni a la esquina. —La puta que te parió —masculló Emmanuel. ¿El desgraciado lo había drogado? ¿Qué era esa bebida? —Se llama Barrabás —le dijo él, ella, al oído, acariciándole la oreja con la lengua—. Y sí, mi madre era una puta, por eso se contagió el SIDA. —¡Déjame! ¡Suéltame! —Augustin se echó a reír. —Hace un rato te vi con un demonio en el parque. Uno poderoso… —¡Que me sueltes! —Pero la voz murió en su garganta. Augustin le volcaba el Barrabás en el pecho, le quitaba la camiseta y bebía de su cuerpo. Emmanuel gimió de dolor cuando los dientes apresaron un pezón y lo mordieron, haciéndole sangrar. —Te has acostado con ese demonio, ¿verdad? —Emmanuel la miró a los ojos, furioso. Augustin lo contemplaba con una mueca que intentaba ser una sonrisa. —Sí, se llama Alexieu. Me acosté con él y con muchos más — respondió él—. Quítate de encima —exigió, mientras Augustine, Justine, se refregaba contra él. —Te acostaste con Alexieu… —dijo, suavemente—. Y dime ¿POR QUÉ DEMONIOS NO TE HAS TRANSFORMADO EN UN ÍNCUBO? — Emmanuel cerró los ojos, aterrorizado. —¡Suéltame, hijo de puta! —chilló, forcejeando en vano. Y de repente, un humo negro comenzó a materializarse en el salón. Emmanuel lo reconoció, pero no podía saber si debía sentirse aliviado. —¡ARIKEL! —gritó el humo.

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Cuando Emmanuel pudo ver la entera silueta de Rumiel, Augustin ya se había apartado. —¡Rumiel! —¡ÍNCUBO! ¡ME HAS TRAICIONADO! Horrorizado, Emmanuel volvió a cerrar los ojos. De pronto se sentía pavorosamente fuera de escena. Augustin intentaba huir, pero Rumiel ya lo tenía de espaldas contra el suelo. Gritaba, lloraba, suplicaba. Rumiel no dejaba de golpearlo. —¿TE HAS ALIADO CON LUCIFER, MALDITO? ¿ASÍ ME PAGAS QUE TE HAYA SALVADO LA VIDA? Emmanuel comenzó a sentir frío. Mientras Rumiel castigaba a Augustin, intentó levantarse, pero algo se lo impedía. Sus miembros estaban rígidos y la cabeza seguía girándole a toda velocidad. Le pareció ver a alguien entrar por la puerta. En el estado en que se encontraba, no le extrañó que su mente le jugara bromas de mal gusto. —¡¿ES QUE ESTOS MALDITOS PROSCRITOS NO CONOCEN OTRA FORMA DE ARREGLAR LOS PROBLEMAS MÁS QUE A LOS GOLPES?! Emmanuel ahogó un grito. La silueta era real. La silueta había gritado. —Muy bien, Augustin —dijo la sombra, acercándose—. Me has servido bien. Antes de desmayarse, Emmanuel vio los brillantes destellos de una larga cabellera rubia cerniéndose sobre él.

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Capítulo trece: No nos dejes caer en la tentación

Dríadel había estado llorando hasta la medianoche, sentado en los escalones de una estación de tren. Había vagado, había recorrido la zona buscando algún rostro amigable, alguna palabra de sosiego. No había hallado más que indiferencia. Luego de deambular por allí por más de una hora, había sentido una dolorosa opresión en el vientre. No lo comprendió al principio, pero después de meditarlo recordó que los humanos tenían necesidades y en el metro y medio del sucio baño de la estación de tren vació sus órganos por primera vez. Cuando salió de allí, su mirada dio de lleno con la de otra persona. ¿O no? No. Observaba su reflejo en el espejo. Era un joven rubio, de pelo lacio, largo hasta la mitad de la espalda, con la mirada triste, los ojos celestes, la boca sonrosada en contraste con su piel blanquísima y la nariz respingada y graciosa. Dríadel se acercó a su reflejo y lo que vio le sorprendió. ¿Ese joven era él? Sonrió, y

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el joven también lo hizo; se recogió el pelo con las manos, y el joven también lo hizo; se inclinó al ver en el piso una bandita elástica, y el joven desapareció por unos instantes. Dríadel se ató el cabello

con la bandita, dejando

que

dos mechones le

enmarcaran el rostro pálido y delgado. Se miró la ropa. Vestía una gastada camiseta de color gris y unos pantalones negros. Iba descalzo, siempre acostumbrado a sentir bajo sus pies la frescura del paraíso… El planeta estaba revolucionado. Dríadel temblaba al ver los grupos de humanos que se juntaban para alabar a Lucifer y celebrar su llegada. Era inminente: la noticia se había propagado y todas las personas se movilizaban hacia un sitio en especial: Francia, París. —Ya lo he decidido —exclamó Dríadel, girándose hacia Alani, que lo observaba con inquietud. —Dríadel, no puedes hacer esto, ¡no puedes! Dríadel sabía que no era el primer ángel que caería esa noche. Azariel, la guardiana del nordeste, también atravesaba una situación similar. —Alani, prefiero caer a observar este desastre como un espectador. Alani apretó los puños. —Alexieu no es humano —sentenció—. ¡Es un demonio! —¡No te atrevas a insultarlo! —espetó Dríadel—. No voy a quedarme aquí para hacer de rehén de nadie. ¡Iré a la tierra y lucharé contra Lucifer! —¿Entonces eso es lo que quieres, verdad? ¿Ir a la tierra? Dríadel le enfrentó. ¿Alani le decía esas cosas? ¿Quién cuernos se creía que era? No nos dejes caer en la tentación.

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—No te vayas, por favor —suplicó Alani. Y Dríadel se vio reflejado en esos ojos. Esos ojos azules y centelleantes, esos ojos que

no

sabían

nada

acerca

de

los

demonios

ciegos

que

comenzaban a florecer en el interior de Dríadel. Alani lo contemplaba. El inocente y protector Alani. Dríadel se sentía sucio. Alani lo abrazó. La serpiente me engañó y he comido. —¿Acaso no sabes cómo sufren los humanos en la tierra? ¿Dónde vivirás? ¿Cómo conseguirás un hogar? —Dríadel se soltó de él bruscamente y apartó la vista, para que no viera que estaba a punto de echarse a llorar—. Respóndeme, Dríadel. ¿Cómo lograrás sobrevivir? Padecerás las necesidades... —Cállate —susurró, pero Alani no le oyó. —...las necesidades por las que los humanos mueren. Hambre, frío... —¡¡CÁLLATE!! —gritó, cubriéndose los oídos con las manos. Alani enmudeció, estupefacto—. ¡Ya sé todo lo que me dices! —¿Qué es lo que te sucede? —vociferó Alani—. ¿Por qué haces esto? ¿Por qué huyes? ¿¡Qué es lo que te pasa?! ¿Y cómo podría Dríadel decírselo? Te amo. Imposible. Sonrió con tristeza. Su compañero estaba serio, sin ninguna expresión. —Te deseo suerte, Dríadel. La necesitarás —dijo Alani. Él asintió. Caminó un par de pasos hacia atrás y cerró los ojos. Luego de cerrarlos, sintió como una brisa fría le acariciaba la piel. Estaba en la cornisa del Paraíso. Sin más que esperar, juntó valor... y se dejó caer…

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Ahora, la piel le dolía al sentir los trocitos de vidrio, las pequeñas piedras. Se tocó la espalda y se sobresaltó al no encontrar el tacto suave y esponjoso de sus alas. Suspiró y le sonrió al joven del espejo. El gesto le duró poco. Un hombre entró

al baño de repente. Lo miró un poco

sorprendido, tal vez impresionado al hallar tal belleza en un varón. —¿Has perdido el tren? —le preguntó a Dríadel acoplándose a uno de los mingitorios. Ajá. Con que para eso servían esos artefactos tan extraños. Dríadel contempló con atención cómo el hombre se desabrochaba el cinturón, sacaba apenas el miembro masculino y orinaba. —¿Cómo? —El último tren —dijo, sacudiendo un poco el miembro. Dríadel siguió con los ojos los movimientos de su mano—, salió hace veinte minutos. —Ah, sí. Lo he perdido. —¿Y a dónde vas? —Girándose, el hombre le envolvió el cuerpo con una profunda mirada. Dríadel se encogió de hombros. —A una isla —Y no era mentira. El humano desconocido sonrió aún más. Dríadel lo inspeccionó. Era un buen ejemplar de macho, alto y fornido. Tenía el cabello negro cortado al cepillo y los ojos bonitos, de un color claro—. A la isla de La Cité. —¿Y qué hay en la isla? ¿Regalan dinero? —le preguntó el hombre. Dríadel frunció las cejas, sin comprender—. Están yendo a la isla de todas partes del mundo. Nadie sabe porqué —se explicó—. Todos los transportes están colapsados. Y ni hablar de los puentes que llevan a la isla. —¿Podrías llevarme hasta allí? Por favor. El hombre lo miró, con una pequeña sonrisa. —Creo que sí.

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Salieron de la estación y caminaron en medio de la noche. Dríadel estaba nervioso. Esa era su primera noche en la tierra. Las calles estaban sucias y repletas de indigentes. Mujeres, niños y ancianos harapientos se amontonaban en las aceras y dormían bajo el mezquino amparo de trozos de cajas de cartón. Dríadel olió hambre, frío, sed, desesperación y dejación…

Alani despertó sobresaltado. ¿Dónde estaba Dríadel? Miró a su alrededor. Se hallaba en la cueva que compartían. No lo vio allí. Dríadel no dormía a su lado y los recuerdos volvían a su mente hechos un torbellino de imágenes difusas... Allí, en la frontera, Alani había observado la caída del ángel consentido de Dios. Pero ese ángel era suyo. Ese ángel era su protegido. Nadie tenía derecho de ponerle un dedo encima y menos los humanos. Alani voló a toda velocidad hacia la frontera, mientras los serubines, las aves del paraíso, lo observaban, atemorizados. —¿Hacia dónde va, Alani? —le gritó una de las aves terrestres. Un paso más, sólo un paso más y estaría en el mismo mundo que Dríadel. Miró hacia abajo. El mundo. La tierra por la que Dríadel paseaba, transformado en niños, en animales, en brisas de primavera. Rogándole a Adonay una bendición que jamás llegaría, Alani cayó a la Tierra. Despertó tendido en medio de las vías del tren. Había perdido el conocimiento mientras la tierra adquiría luces doradas y sonidos estridentes, pero luego la luz de la noche se extinguió y los sonidos fueron menguando en sus oídos hasta desaparecer por completo. Miró a su alrededor, desorientado. Ahora no había

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ruido, no había nada. Se levantó. Su instinto le decía que se encontraba en un sitio peligroso y sin saber por qué, salió con sumo cuidado de entre aquella tumba de desperdicios. Su cuerpo humano sentía extraño, incómodo. Las calles serpenteaban en espiral y el rastro de Dríadel se humedecía con la lluvia. Alani jamás había sentido la lluvia y le pareció un espectáculo siniestro. ¿Agua que caía del cielo? ¡Veneno! ¡Ajenjo! El rastro de Dríadel se diluía y desaparecía bajo la puerta de un edificio. Alani la empujó, y el mismo aroma a desesperación y a almas inquietas le llenó el espíritu de una tristeza casi alcohólica. ¿Qué sitio era ese? ¿De dónde había salido? ¿Por qué olía tan mal? Desorientado,

paseó

la

mirada

por

las

siluetas

que

se

distinguían por encima de la oscuridad. Multitud de ojos se posaron sobre él. Todos susurraban y algunos estaban histéricos. ¿Por qué? Pero el rastro de Dríadel estaba allí, impreso, volando por su atmósfera cargada de vicios. Alani atravesó el salón hasta llegar al pasillo. El rastro se percibía difuso. Se detuvo en seco. La larga cabellera de Dríadel brilló como plata bruñida. Estaba allí, junto a una de las habitaciones. Y lo acompañaba un humano. Confundido, Alani sondeó en las profundidades de esa alma terrestre. No encontró allí luz ni tinieblas, sólo la confusión de un ser relegado a la categoría de paria. ¿Qué decían las manchas de sangre de ese pobre corazón de perro callejero? La sangre estaba esparcida por toda la herida, pero las

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sentencias eran legibles. Alani leyó insultos a su cuerpo y a su identidad. ¿Ese era el tipo de seres que Dríadel quería para sí? ¡Juntarse con las parias! ¡Con la lacra humana! Alani no iba a permitir que Dríadel se juntara con ese tipo de humanos.

Luego de que haber entrado en la habitación, el hombre llamado Nathan cerró la puerta. Dríadel estaba allí de pie, frente a un espejo que le mostraba el cuerpo que la tierra le había obsequiado. Nathan suspiró. ¿De dónde había salido esa monada? No se lo podía creer. Era el chico más bonito que jamás había visto. A Nathan le gustaban los chicos con cara de chica. —Quítate la ropa, niño —apremió, sacándose la camisa. Pero el niño no obedecía, sólo contemplaba, serio, ensimismado. Dríadel soltó un pequeño suspiro, más bien un jadeo. Lo sabía. ¡Siempre lo había sabido! Joder, tenía que salir de ahí, pero ¿cómo? —¿Qué sucede? —susurró Nathan. Dríadel dio un paso hacia atrás. —Soy un macho, ¿verdad? Soy varón. Nathan frunció el ceño. —¿Cómo? Dríadel se sentó sobre el suelo alfombrado, abrazándose las rodillas. Nathan no tenía idea de lo que sucedía allí. Lo único que sabía era que tenía muchas ganas de follar y que no había ido hasta allí para quedarse con las ganas. —Soy como tú. Soy hombre.

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—¿Estás bien? ¿Qué te ocurre? —¡Que soy un macho! —gritó. Nathan se sobresaltó. —Claro. Eres hombre, eres un chico. Joder. Estaba en un night club con un demente. Es que la mala suerte era como la peste. —¿Nunca has estado con nadie? —le preguntó. Dríadel lo contempló, confundido, turbado—. ¡Sexo! ¿¡Nunca has tenido sexo?! Ofendido, Dríadel saltó del suelo. —¡Claro que no! ¿Cómo crees…? Suficiente. —Yo me largo de aquí. Y el ruido de la puerta al cerrarse sacudió la habitación con un estruendo. Dríadel estaba desesperado. ¿Sexo? ¿Hombres? ¡Machos! Se sacó la camiseta y observó su torso desnudo en el enorme espejo. Blanco, muy blanco. No había redondeces de hembra, sólo planicies y dos botoncitos desinflados, de color rosa. Los acarició, y un escalofrío para nada desagradable chisporroteó en su vientre. Los pellizcó… —Aah… ¡Me dijo que me llevaría a París! Quiso gritar un insulto, pero se dio cuenta de que no sabía ninguno. Dríadel miró su entrepierna. Se bajó los pantalones. No llevaba ropa interior y, entre el vello dorado que lo rodeaba vio, ahora más de cerca, el miembro viril masculino. Era un animalito pequeño, de color rosado. El hombre que tenga derrame seminal lavará con agua todo su cuerpo y quedará impuro hasta la tarde.

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Entonces era cierto. Dríadel había nacido. Y era varón. Salió de la habitación rumbo al salón. A quién le importaba. Era su vida al fin la que corría por el reloj de la eternidad, entre las agujas filosas que se le clavaban en el alma. El tiempo ya no estaba a su favor. La eternidad era propiedad de los muertos. El salón del club estaba a oscuras y olía a una amalgama de aromas

violenta,

belicosa.

Dríadel

jamás

había

olido

algo

semejante, tan lujurioso, tan incitante a perderse entre él. Le hacía desear haber nacido humano desde el principio. Era la perdición, Dríadel lo sabía. Ese olor se lo decía. ¿Qué le decía? Acércate a ellos. Sé uno. Olvídate de los mandamientos, de los sacramentos, de todas las mentiras baratas que se entretejen para mantener a los humanos bien pegados y sentados sobre sus culos a admirar el infinito. ¿Caos? ¿Descontrol? ¡No! Libertad. Oh, el pecado. Dríadel lo oía. Oía las prohibiciones, oía el trémulo susurro de esas almas que creían condenarse con tan sólo poner un pie en ese sitio. Pobres criaturas inocentes. Pobres humanitos perdidos, atrapados. Sonaba música. Una canción tímida, vergonzosa, que no quería escapar de los parlantes por miedo a contaminarse al mezclarse con el pecado. Oh, el pecado. Dríadel se sentó en un sillón vacío y alzó la vista hacia el cielorraso de nubes negras. Nadie se le acercaba, nadie aún. Ningún humano. Entonces los oyó: —¿Es un hombre? Parece una chica. ¡Imbéciles! ¡Soy tan hombre como ustedes!

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¡La serpiente me incitó y he comido! La Tierra desfilaba, jugosa y ardiente, con su multitud de placeres y paisajes, ante mis ojos sedientos, mi boca hambrienta y mi cuerpo sin identidad ¿Es que Él se cree que se puede vivir sin un soplo de amor, con un alma imperfecta, con palabras artificiosas colgando de los oídos como la manzana colgaba del árbol del Bien y del Mal? «¡Llévenme a París!», quiso gritar, escondiendo la cabeza entre sus rodillas. —Hola —Dríadel se sobresaltó. Por fin, un humano. Y un humano macho, varón. De esos que eran como él. O casi. Este varón parecía más joven que Nathan y era más agradable a los ojos. Tenía el pelo castaño alborotado y la piel más blanca, más suave. Los ojos eran oscuros—. Me llamo Aarón. ¿Te pasa algo? —¿Aarón? ¿Cómo el hermano de Moisés? —dijo Dríadel, con una risita. El macho también rió, y lo hizo con una risa muy aguda, muy de hembra. Se llevó un cigarrillo a los labios. El cigarrillo olía muy, muy mal—. ¿Por qué fumas? —le preguntó Dríadel. Aarón se encogió de hombros, sin saber qué responder. —Porque tengo ganas. Vaya respuesta. Dríadel se encogió más en un su asiento. «¡Llévame a la isla!», quiso pedirle al muchacho.

Karmesí estaba intranquilo. Sabía que la situación estaba por estallar y se sentía completamente perdido. Ahora no tenía hogar: su amor por Anubiasis le había costado el favor de Lucifer. Caminando por la oscura París, observaba a los humanos que Lucifer

había

convocado.

Corrían

de

un

lado

para

otro,

excitadísimos, vaciando sus cuentas bancarias para pagar un pasaje hasta el lugar del Aquelarre. Era terrible.

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Mientras paseaba por la terminal de autobuses, se chocó con una joven que corría hacia la estación de tren. En vano, porque el último servicio ya había partido y su fantasmal silueta se perdía irremediablemente en el horizonte. La chica cayó al suelo, y el bolso se le resbaló de las manos desparramando por el suelo húmedo un mazo de cartas del Tarot. —Oh, lo siento —susurró Karmesí, apenado. Su agachó y las fue recogiendo—. Lo siento —dijo de nuevo, al ver que los arcanos mayores habían caído a un charco. —No se preocupe —dijo ella, con una sonrisa. Él la miró. Karmesí solía buscar

cuerpos y rostros parecidos al de

Anubiasis. Esbeltos, blancos, rubios. No siempre tenía suerte y ya había visitado varios clubes privados, allí donde los jóvenes eran contratados por unos ojos selectivos y por la variedad de gustos. Pero esta vez era diferente. Era como si esa chica lo hubiese encontrado a él. En cuanto la vio, supo que sería suya. A Anubiasis se parecía tan sólo en la forma del rostro, redondeado y con un mentón fino. Y en nada más. Era morena, con el pelo café, los ojos negros como puertas al abismo y las explanadas del cuerpo muy suaves. Perfecta. —¿Cómo te llamas? —le preguntó él. —Azariel. A Karmesí le gustó el nombre, aunque le sonó raro. Entonces se le ocurrió lo obvio: que tal vez no era su nombre verdadero. —¿Tiras el Tarot? —Ajá. ¿Está interesado, señor? Le aseguro que mis cartas nunca fallan. —Y las contempló, algo apenada—. Espero que el barro no las haya estropeado. —Hay un club del otro lado de la estación —dijo él—. ¿Quieres tomar una copa? —Claro.

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Karmesí le alargó el brazo y ella se aferró de él. —Me llamo Karmesí. Es mi nombre, no mi apellido. —Las chicas y chicos que conocía siempre le llamaban «señor Karmesí», cosa que le había causado un poco de gracia al principio pero que pasado el tiempo había terminado por hartarle. Finalmente se dio cuenta de que para ellos lo de «señor Karmesí» no era más que un juego. —¿Es aquí? Karmesí se detuvo junto a una puerta. No había cartel de neón ni nada que comunicara el mundo lo que aquel sitio era. Estaba ubicado entre dos tiendas, con las persianas bajas a aquellas horas. La única luz provenía de un pequeño restorán, donde cenaban los trabajadores de clase media y los vagabundos que pedían limosna en la estación de tren. —Sí. —¿Hay que pagar? —dijo ella—. No traigo dinero. —El encargado me conoce —respondió Karmesí, preguntándose si tal vez ella había pensado que la dejarían subir al tren sin pagar. Karmesí abrió la puerta del club. Sucia, húmeda por la lluvia; Karmesí rogó que las habitaciones tuviesen sábanas limpias. Odiaba la suciedad. Entraron. Ella miró a su alrededor. El sitio era bastante aceptable. No le faltaba nada. Aunque… —¿Qué es esto? ¿Un fumadero de opio? El pasillo estaba oscuro como la garganta de un animal. El aire se olía viciado, cargado de la tibia humedad mezclada con el olor a hierba y desodorante de ambiente. Atravesaron el salón, donde las personas, sentadas sobre sofás o acopladas a la barra, bebían de sus vasos repletos de alcohol o fumaban de sus hierbas mágicas. El salón estaba en penumbras, la única iluminación era

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un panel de luces azules que colgaba del techo. La decoración era pobre y escasa, afiches de shows eróticos de años atrás, pósters con propagandas de cines pornográficos o sex shops, publicidades de condones y juguetes sexuales. Azariel caminó ligero hasta que llegó hasta el final del salón, donde una cortina de terciopelo que bailaba en el aire, como acariciada por la brisa, ocultaba un largo pasillo repleto de puertas. Había visto luz bajo la cortina de terciopelo, y allí estaba. El pasillo estaba más iluminado que el salón. Ella se plantó frente a una puerta. —Vacía —anunció. Karmesí vio la luz verde que titilaba allí. La anfitriona. Sonrió, complacido. Si ser un demonio tenía algo bueno, era que no tenía que darle explicaciones a nadie de cómo usaba su magia. La puerta se abrió y las luces se encendieron. Karmesí suspiró. Sorprendido, se dio cuenta de que no tenía ni la más mínima gana de tener relaciones. ¿Qué le pasaba? Antes podía dejar agotados a tres muchachos en una misma noche y cuando llegaba a los burdeles, los jovencitos se ocultaban bajo las mesas, temiendo ser la víctima de ese hombre insaciable. Al menos la cama parecía cómoda. El resto de los muebles eran un perchero y una mesita de noche. No había cortinas en las ventanas. Lo primero que hizo la chica fue tumbarse en la cama, de espaldas. Se estiró a sus anchas, bajo la mirada de Karmesí, que sonreía con tristeza. Él suspiró otra vez y se sentó. La joven se le acercó por detrás y descansó las manos en sus hombros, sin decir nada. Esa chica era demasiado pura y Karmesí lo sabía. Podía sentirlo, casi respirarlo. Podía separar de todos los aromas, la fragancia de su inocencia. Karmesí sabía que si corrompía un ser puro el castigo

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sería terrible. Como el de Rumiel, que había bebido sangre virgen de las venas de un niño. Pero él, Karmesí, había corrompido a Anubiasis. Y Anubiasis tenía la mitad de su sangre maldita... ¿Acaso eso impedía que Karmesí fuese castigado? —¿Estás bien? —Sí… Se dio la vuelta y sus ojos se encontraron con aquellos aguados abismos. No iba a hacer preguntas. No, aunque lo deseara. ¿Jamás has tenido relaciones? ¿Por qué comienzas de este modo? Silencio. No. Karmesí no iba a preguntar nada. Ella había acudido a él. La tumbó sobre la cama. Si iba a corromperla, si los dos iban a corromperse… lo mejor sería que lo disfrutaran. Le sacó la camiseta, negra, ancha, con arabescos dibujados en plateado de luna. La cabellera oscura de la joven se agitó por medio segundo y sus mejillas morenas comenzaron a encenderse. Sus ojos se cerraban. Karmesí estaba atento. Deslizó los pantalones por las largas piernas hasta quitárselos. Ella quedó perfectamente desnuda, con toda su piel al descubierto y su belleza expuesta. Karmesí se apartó, para desvestirse. Lo hizo rápido, dejando la ropa caer al suelo. Cuando volvió a la cama, ella abrió los ojos y lo contempló mientras toda la blancura de Karmesí se fundía con los dorados de su propio cuerpo. Karmesí se inclinó hacia ella y su larga cabellera rubia la fue acariciando y envolviendo. Eres mío, preciosa criatura. Has vendido tu alma y tu cuerpo por una carta del Tarot. Fue entonces cuando reparó en la mano derecha de la joven. Llevaba un anillo en el dedo medio, un anillo plateado con una enorme gema engarzada. Por un instante, él se la quedó contemplando ensimismado.

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—¿Estás segura? —susurró Karmesí. Y no hubo vacilación. —Sí. Entonces serás mía por toda la eternidad. Estarás a mi lado por siempre y sólo cuando yo muera podrás descansar en paz. Comenzaron. Pero algo extraño sucedía. Karmesí se sentía agotado. ¿Acaso ese era su castigo? ¿No poder disfrutar del sexo nunca más? En los tiempos de gloria, el castigo habían sido la lepra y la pobreza. Tal vez Dios hubiese cambiado de estrategia. Era posible. Dios estaba castigando a Karmesí por estar en la cama con esa criatura inocente, por enseñarle el pecado que habían cometido Sodoma y Gomorra… Sí, eso tenía que ser… su semen se había transformado en sal, ¿cierto? Como la esposa de Lot. —Anubiasis —sollozó, muerto de desesperación, intentando alcanzar los tesoros prohibidos de ese cuerpo ahora impuro. La muchachita ni siquiera se movía. Ella tampoco debía de estar sintiendo nada, entonces—. ¡Perdóname, Anubiasis! —¡Azariel! —gritó ella, soltándose—. ¡Me llamo Azariel! —Se apartó de él y se cubrió la cintura con la sábana. —Lo siento —susurró Karmesí, echándose hacia atrás el cabello. Estaba transpirado, caliente y pegajoso. Ella no estaba mejor: temblaba, completamente mojada, sonrojada, con la boca hecha un capullo de rosa y los ojos aguados—. Es que… —¿Piensas que corrompiste a Anubiasis? Karmesí parpadeó. ¿Cómo? —El amor no corrompe, demonio Karmesí. —¿Quién eres? —replicó él, anonadado. —Me llamo Azariel. Karmesí la tomó por los hombros y la sacudió para que todas esas palabras que estaban guardadas entre sus órganos le

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salieran por la boca y se metieran por sus oídos. —¡¿QUIÉN ERES?! ¡RESPONDE! Ella abrió los ojos, aterrorizada. —¡Un ángel caído! Lo soltó. Echándose sobre el lecho, Karmesí se cubrió el rostro con las manos y comenzó a sollozar. —Oye… —¡Suéltame! ¿Qué quieres? ¿Qué haces en la tierra? —He caído, como Dríadel y Alani. —Karmesí se limpió el rostro y se levantó de la cama. No pensaba permanecer allí ni un segundo más. ¿En qué estaba pensando Dios? ¿Cómo permitía que sus ángeles lo abandonaran tan fácilmente? —¿Qué quieres de mí? —replicó. Se puso los pantalones y la camisa—. ¿Para qué me has engañado? Azariel gateó sobre la cama, todavía desnuda. —Te he observado. Desde el cielo. ¡Tienes una misión que cumplir! ¡Tienes que ayudarnos! Karmesí se calzó los zapatos. Sin mirar al ángel caído, se dirigió hacia la puerta. —¡Espera! —¿Ahora qué? Ya conseguiste lo que querías. Ahora déjame en paz. Azariel se irguió y tomó su ropa. —Eres bastante egocéntrico —susurró ella. —Tú no perteneces a la tierra. No has sido hecha para vivir aquí. ¡Pide clemencia a tu Abáh y vuelve a tu sitio, ángel caído! — Karmesí cerró la puerta de un portazo. Lo último que vio fue el rostro de Azariel, envuelto en tinieblas. —¡Dios no tiene clemencia, demonio Karmesí! ¿¡Perdonó a Eva?! ¡¿Perdonó a Egipto?! ¿¡Perdonó a Sodoma?! ¿¡Perdonó a Lucifer?!

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Capítulo catorce: Padre

Fabien corría en busca de Alexieu. Sabía lo que ocurriría: ahora que Valerie estaba muerta, Lucifer iría tras su hermano. Y el hermano de Valerie Malory era Emmanuel, el protegido del demonio que Zabaroth había colocado en una medalla. Alexieu. Si las cosas eran como él se las imaginaba, Alexieu tenía que estar en libertar para poder cumplir su misión. Fabien sabía la dirección de Emmanuel de memoria. Era él quien todos los meses escribía la dirección en un sobre y enviaba un giro para que los hermanos pudiesen comer. Él nunca se lo había preguntado a Kaen, pero presentía que su abuelo se sentía culpable por algo. Cuando el taxi llegó a lugar, Fabien le alargó un billete al conductor, le dijo que se quedara con el cambio, y se bajó. A pesar que sabía la dirección, jamás había estado allí. Era un edificio viejo, con unos pequeños balcones que, a esas horas, en su mayoría permanecían a oscuras. Fabien miró su reloj. No era

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tan tarde. Se acercó al telefonillo, dispuesto a llamar. —¿Qué haces aquí, hijo de Belzebú? —exclamó alguien. Fabien se sobresaltó, y estuvo a punto de dejar caer la mano sobre cinco botones juntos. —Alexieu —susurró—. Tenemos problemas. —¿Tenemos? —replicó el demonio, ceñudo—. Mis problemas no son los tuyos, hijo de Belzebú. Fabien se mantuvo firme. —¡Lo son! —exclamó—. ¿Acaso sabes por qué estás libre, Alexieu? —Para proteger a Emmanuel —respondió él. —¿De qué? Alexieu se acercó más, y las débiles farolas de la calle iluminaron sus ojos verdes. —¿Qué sabes, Anubiasis? —masculló Alexieu entre dientes. Fabien reprimió un gesto de desagrado al oír el nombre que le había dado su madre. —Más de lo que crees. —¿A qué te refieres! —¡Emmanuel es hijo de Charles Malory, Alexieu! ¿Sabes quién es Charles Malory? —Ese hombre está muerto. Fabien echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa que hizo temblar las tinieblas que arropaban la noche. —¿Charles Malory muerto? —gritó— Alexieu, ¡Charles Malory es Satán! ¡Charles Malory es el hermano de Jesús!

Dríadel miró a su alrededor. La habitación parecía más pequeña que la otra. La cama matrimonial ocupaba la gran parte del espacio. A su derecha estaba la ventana, abierta. Las cortinas

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color malva ondulaban con la brisa como el cuello de un cisne. Dríadel se levantó y fue hacia allí. Apoyándose sobre el alféizar, observó a la lejanía la estación del tren. Las luces de los edificios se apilaban una sobre la otra como una torrecilla de dominó, como luciérnagas pretendiendo llegar al cielo. El cielo se había desangrado. Era tan sólo la paleta de un pintor moribundo, donde el agua derramada había esparcido las manchas por todo el lienzo. Dríadel elevó la vista hacia el cielo. Desde allí, sus hermanos admiraban el infierno terrenal, preguntándose de qué color serían los huesos enterrados, a qué sabría la sangre o qué tan profundo se sentiría el amor… —¿Qué miras? —le preguntó Aarón. —El cielo —respondió. —¿Hay algo interesante allí? Dríadel rió suavemente, y se giró. —No —dijo—. Nada en absoluto. —¿Te sientes bien? —susurró Aarón, con sus ojos abiertos, con las cejas alzadas. Sus rizos bailaban con el viento. Sus pupilas brillaban, con la ciudad reflejada en los irises. —No. Aarón le sonrió. —¡DRÍADEL! ¡SÉ QUE ESTAS ALLÍ! El dedo de Aarón resbaló por la tela, los ojos se le abrieron aún más y Dríadel sintió que los latidos del corazón habían subido hasta sus orejas. —¡DRÍADEL SAL DE ALLÍ YA MISMO! —¿Quién es…? —susurró Aarón —No lo sé… —balbuceó él. ¿De quién era esa voz? ¿Podría ser posible? ¿Podía la voz de Alani oírse de esa manera aun proviniendo desde el cielo? Se oyeron uno, dos, tres… seis golpes seguidos. Quienquiera

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que fuese, estaba aporreando la puerta. —¡ABRE! —gritó la voz. Dríadel corrió hasta la puerta. Aarón seguía allí, junto a la ventana, muerto de miedo. Dríadel giró el picaporte. Y abrió la puerta. —Al fin te encuentro —exclamó Alani. Allí estaba por fin. Tal como lo había imaginado. Tal como se lo habían dicho sus pesadillas. Dríadel, en la tierra, caído, corrupto. —Alani —masculló. Su

voz era un maullido; su cuerpo, un

manojo de nervios destrozados. —¿Qué crees que estás haciendo, Dríadel? ¿Qué ibas a hacer con ese humano? —¡Nada! Aarón los miró, sin comprender. Retrocedió unos pasos, hasta que su espalda tocó el marco de la ventana y las cortinas le acariciaron el rostro. Una correntada de aire frío subió por sus hombros. Miró hacia el costado. Bajo sus ojos, la ciudad hacía guiños como un bebé indefenso. —¡Dios no tiene clemencia, demonio Karmesí! —oyó Alani—. ¿¡Perdonó a Eva?! ¡¿Perdonó a Egipto?! ¿¡Perdonó a Sodoma?! ¿¡Perdonó a Lucifer?! —Alani dio un paso fuera de la habitación, seguido de Dríadel. —Azariel… ¡AZARIEL! —Demonio Karmesí… Karmesí se detuvo, pasando la vista de uno hacia otro. Estaba rodeado de… —¡ÁNGELES CAÍDOS! ¿EN QUÉ ESTÁN PENSANDO? ¿POR QUÉ ABANDONAN A DIOS EN ESTE MOMENTO? ¿NO VEN QUE LUCIFER ESTÁ GANANDO LA BATALLA? ¡IMBÉCILES! Azariel salió del dormitorio con la sábana alrededor de la cintura.

Dríadel

abrió

los

ojos

como

platos.

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Alani

estaba

boquiabierto. Aarón asomaba la cabeza por la puerta de la habitación. Oía, atento, la conversación que tenía lugar entre esas cuatro personas tan extrañas… —¡DIOS NECESITA SU AYUDA! ¡VUELVAN AL EDÉN! ¡BÉSENLE LOS PIES A DIOS Y PIDAN PERDÓN! —¿Quién te crees que eres tú para darnos órdenes, demonio? —se adelantó Dríadel. Karmesí era más alto y más robusto, pero en los ojos del ángel se agitaban todos los secretos que no podían pertenecerle a ningún ser oscuro. —Dríadel, cuidado —advirtió Alani, tomándolo de un hombro. Dríadel se lo sacudió de un tirón. Azariel frunció las cejas. Karmesí aguantó la respiración —¿Ustedes quieren que Lucifer gane? —replicó, incrédulo. Dríadel chasqueó la lengua. —No —negó Azariel—. Queremos que empaten. —¿Y por qué no quieren que gane Dios? —Karmesí… Hace tiempo que Dios se ha retirado del campo de batalla.

Son

sus

ángeles

más

poderosos

los

que

planean

transformar este mundo en una cajita de cristal —dijo Dríadel, con un gesto de desagrado. —¿Y eso? —replicó Karmesí. —¿No lo entiendes todavía? —Interrumpió Azariel—. ¡Quieren extender el paraíso! ¡Quieren quitarles la libertad a los humanos! ¡Quieren crear una utopía de bondad y felicidad completa, donde no habrá guerras, no habrá odio, no habrá mentiras! Karmesí estalló. —¿¡Y NO ES ESO LO QUE EL MUNDO QUIERE?! ¡¿NO ES LO QUE LOS HUMANOS QUIEREN?! ¡QUIEREN SER FELICES, QUIEREN PAZ, QUIEREN…! —Karmesí —susurró Dríadel—. Si no existiera el odio, ¿cómo podrías afirmar que existe el amor? Si no existe la guerra, ¿qué

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sería entonces la paz? ¿Qué es la luz sin la oscuridad? Los humanos son libres y persiguen la felicidad. Toda su vida luchan por alcanzar el amor, la paz… ¿Crees que su vida tendría sentido si los ángeles extendieran el paraíso hasta la tierra? —¿Y qué piensan hacer? —Preguntó Karmesí. Alani abrió la boca, pero Dríadel lo detuvo. —Llévanos hasta Lucifer —exigió Azariel.

Alexieu y Fabien atravesaron a pie la estación de tren. El gigantesco reloj de la torre marcaba la dos de la madrugada y el diluvio no había cesado. Las calles estaban extrañamente vacías; a Alexieu le sorprendió ni siquiera ver pasar un auto. —Los humanos lo saben —dijo luego. —¿Cómo? —replicó Fabien. —Pueden percibirlo. No saben qué va a suceder exactamente, pero saben que va a suceder algo. Fabien no dijo nada. —¿A dónde me estás llevando, Anubiasis? —gritó Alexieu —. ¡Me estoy cansando de tu silencio! ¡Te lo advierto! —Ya hemos llegado —anunció Fabien. —¿Qué…? —Alexieu miró a su alrededor y luego levantó la mirada—. Pero si estamos… —Sí. En el cementerio. Era el mismo cementerio donde Emmanuel había pasado las noches admirando a los muertos. Se ubicaba en frente de un parque y su entrada estaba encuadrada por cinco columnas griegas. Ahora, el cementerio lucía igual que aquella noche: difuminado por la lluvia, como si los muertos que estaban en los cielos lloraran la tragedia que se acercaba. —¿Te estás burlando de mí? —gritó Alexieu, tomando a Fabien

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de la manga de la camisa. Un pequeño detalle: era de noche y las puertas del cementerio ya estaban cerradas. —Alexieu… escúchame —susurró. Él entrecerró los ojos y apretó los dientes—.Tienes que venir conmigo. —Me has engañado —dijo Alexieu, soltándolo—. ¡Me has engañado, maldito mestizo! —¡Alexieu, por favor! —¡¿Y tú qué sabes?! ¡¿Por qué no me lo dices?! ¡¿Qué quieres que haga?! —Si Lucifer lo encontró… Emmanuel vivirá. Lucifer lo necesita vivo. Fabien siguió caminando, con Alexieu rozándole los talones. Pasaron frente a la entrada principal. Ángeles desnudos y santos ciegos eran los custodios mudos del capitolio. En un rincón, pudieron ver un vagabundo que dormía, cubierto por mantas mugrientas y grandes trozos de cartón. A su lado había una lata, donde descansaban las monedas que le dejaban los transeúntes. —¿Qué haces? —gritó Alexieu. Fabien se escabulló entre las rejas del cementerio. Cuando Alexieu parpadeó, él ya estaba adentro, perdido entre los arbustos. El cementerio estaba sumergido en el silencio y la oscuridad. Parecía un sitio olvidado por el tiempo, una dimensión aislada del resto de la humanidad. Un sitio donde sólo podía haber paz. Tal vez. Alexieu miró el cielo inexistente, la cúpula oscura y vaporosa, la vivienda de las almas errantes. La lluvia no había cesado aún, pero aquello ya no era una tormenta. La luna se había ocultado detrás de los fantasmas que se habían despertado esa noche, convocados por los cientos de fuegos rituales que se encendían en todo el mundo.

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—¿A dónde me llevas? —volvió a preguntar. Fabien no respondió. Dobló por entre los mausoleos, por entre las cruces y los santos mudos. Parecía conocer bien el camino aun en aquella protuberante oscuridad que lo devoraba todo. Giró alrededor de una capilla y se detuvo frente a uno de los panteones silenciosos. Alexieu alzó la mirada. La fachada estaba adornada con la figura de dos ángeles gemelos. Parpadeó. No. No eran ángeles. Sólo uno lo era. El otro era un demonio, una burla. Y allí, enrollándolos, una cinta de piedra pulida:

FAMILIA MALORY

—Malory… Oyeron un chasquido. En gentil invitación, la puerta del mausoleo se había abierto unos centímetros. —Dime qué es este lugar, Anubiasis, o te juro que te mataré y dejaré tu cadáver aquí mismo para que lo devoren los perros. Otro chasquido los sobresaltó. Con digna impaciencia, ahora la puerta se había abierto por completo. —Entremos —dijo Fabien. —¿Allí? —gritó Alexieu. —Shhh… En el interior del panteón sólo había un altar cubierto con una mantilla amarillenta. Las polillas la habían reducido a miles de arañas albinas y sobre ella descansaban las vasijas de plata que contenían las cenizas de familiares muertos de Emmanuel. Alexieu se acercó, receloso, y rozó con sus manos el filo de una vasija oxidada. «Háblame —le dijo a los restos—. Sé que estás ahí, residuo del

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alma. Dime quién fuiste.» Fabien lo observaba, en silencio, expectante. Alexieu cerró los ojos y dejó que las imágenes fluyeran hacia su mente, hacia sus ojos. Vio una mujer. Una mujer alta, rubia. Una mujer con la mirada de Emmanuel, con sus mismos labios, con sus cejas, con su frente. Era Marie Claude Malory, que había fallecido el mismo día en que su hija Valerie había cumplido los trece años… Alexieu ahogó un jadeo y Fabien frunció el ceño. Marie Claude había conocido a Charles Malory en un parque de los Estados Unidos, sin saber que el hombre la había estado siguiendo desde Roma. Aquella tarde, ella había caído ante sus encantos, ante sus palabras galantes y educadas, ante la sabiduría que irradiaban sus ojos: dos santuarios de los secretos más maravillosos del mundo. ¿De qué trabajaba Charles? Era reverendo de una iglesia pequeña y selecta, de una religión oscura y muy privada. Su religión era la única verdadera, la única que permitía el verdadero encuentro con Dios. ¿Claudia creía en la Biblia, creía en Dios, en Jesús, en las parábolas? Claudia se encogía de hombros, porque la religión le daba lo mismo. A ella lo único que le importaba era estudiar y sacar buenas notas en la universidad donde se había matriculado. Los chicos se burlaban de ella porque su coeficiente intelectual no llegaba a las tres cifras. ¿Por qué Jesús permitía que se burlaran de ella, eh? Pero Charles le dijo que él no creía en Jesús. Que sólo tenía fe en Dios, que todo lo humano era imperfecto y que, si Jesús había sido humano, no merecía ser adorado. Y Charles había seguido hablando por una mística media hora hasta que el sol dejó de iluminar los árboles de Cadbury Street,

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para luego transformarse en un coágulo de sangre que agonizó por otra media hora más. La luna llena se hizo completamente visible

y

las

estrellas

soberbias

comenzaron

su

espionaje

nocturno. Charles Malory la había invitado a su templo; Marie Claude podía ir cuando se le antojase, podía acompañarlo en ese mismo instante si tenía tiempo y ganas. Y ella tuvo ganas y también tuvo tiempo… y se encontró caminando de la mano junto a aquel perfecto desconocido de ojos insondables y mirada felina, hasta que la noche estalló sobre ellos, suspirando de desesperación. Charles le había invitado un café muy dulce y junto con los canapés le había entregado la solicitud de pertenencia a su iglesia. Pero, un momento. ¿Marie Claude calificaría para ser parte de ella? A ella la habían rechazado en tres universidades distintas. Charles se había reído y, con una sonrisa, le apartó los mechones rubísimos que le caían sobre el rostro como en una cascada de oro líquido. Claro, querida, tú sólo llena el formulario. Muy bien. Su nombre era Marie Claude Ulliel, eso ya se lo había dicho, ¿verdad? Años tenía veintiuno. ¿Sexo? Jajaja. ¿Orientación sexual? Cuando tenía quince años le había dado un beso a su mejor amiga, eso no contaba, ¿o sí? Estado civil, soltera y sin hijos. Ojos, ojos… Cabello: rubio natural, que nadie dijera que era de bote. Raza, humana. Dirección. Teléfono. Grupo sanguíneo. ¿Padeces alguna enfermedad? ¿Tomas algún medicamento? Si es así, indica cuáles. Fecha de tu último ciclo menstrual. ¿Cuánto duran tus reglas? Cuando Marie Claude comenzó a contar con los dedos, Charles sonrió.

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Basándose en aquellos cálculos fue que Charles eligió la fecha en que intimaría con ella. Si las cosas salían bien, nacería un varón. Ahora… si salían mal, si Marie Claude paría una mujer… entonces comenzarían los problemas. Valerie Elizabeth Malory nació una tarde de verano húmeda y viscosa, y él verificó, para su horror, que el alma de la madre de Alexieu, el alma de Leria, ocupaba ahora la carne de aquel bebé recién nacido, demasiado inocente para entender de almas y de madres. Ocultando su desesperación, lo consultó a sus discípulos. ¿Qué debía hacer? ¿Por qué, luego de más de seis mil años, luego de los dos mil que él había sido el elegido para llevar a cabo el plan, éste fallaba? ¿Por qué había nacido mujer? ¿Para que Lucifer engendrara en ella su heredero de una vez por todas? —Los demonios sólo pueden engendrar hijos en un ser amado —les reveló a sus discípulos, que habían aguardado siglos por aquellos secretos—. Es por eso que son tan pocos. Los demonios siempre han mantenido relaciones con mujeres humanas, pero sólo si la aman existirán posibilidades de procrear. Por eso Lucifer desea el alma de Leria. Él la amó desde los primeros tiempos, desde que la oyó llorar junto al Nilo. Y sigue amándola. Su amor viajó a través del tiempo. Ahora, el alma de Leria se ha instalado en mi hija. Y sé que Lucifer querrá secuestrarla. Y yo… yo no puedo matarla. —Ten otro hijo —exclamó una voz masculina—. Ten un varón. —¿Cómo dices, Anton? El hombre salió de las sombras. —Embaraza de nuevo a tu esposa. Si tienes suerte, tendrás un varón. Cuando el niño nazca, trae a los dos aquí. Matthew y yo nos encargaremos de intercambiar sus almas.

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Alexieu soltó la vasija, que cayó al suelo con un estruendo. Nervioso, Fabien la levantó y la colocó en su sitio. —¿Qué

ocurre?

—preguntó.

Alexieu

lo

miró,

turbado,

angustiado. —¿Para esto me has traído aquí? ¿Para que vea cómo ha sido la vida de Emmanuel, la vida de su madre? ¡¿QUIERES QUE ÉL MUERA,

ANUBIASIS?!

¿PARA

QUE

SU

ALMA

VUELVA

AL

PURGATORIO? Fabien bajó la cabeza y desvió la mirada. —Alexieu, si tu hermano nace algún día no sólo morirá Emmanuel. —Maldito… —Basta. Sígueme. Fabien alargó la mano hacia un candelabro oxidado. Tomándolo de uno de los extremos, jaló. El suelo del mausoleo tembló bajo sus pies, estremeciéndose como una mujer dando a luz. Una lluvia de rocas y tierra se desplomó sobre sus cabezas, las pinturas de las paredes cayeron, los marcos estallaron, llenando el suelo de diminutos fragmentos de vidrio. La puerta del mausoleo se cerró con un estrépito. Cubriéndose los ojos y la cabeza con los brazos, Alexieu vio cómo la manija caía al suelo, dejándolos encerrados. —¡Anubiasis! —Miró a su alrededor, pero Fabien ya no estaba a su lado. Desesperado, vio que el altar se había desplazado hasta revelar una estrecha escalera que bajaba—. ¡Anubiasis! —gritó de nuevo. Como respuesta, sólo oyó el eco de sus pasos, que cada vez se hacían más rápidos. Maldiciendo, se lanzó hacia la escalera. Olía a humedad y a tierra, y la oscuridad era total. Aun así, Alexieu corría. Con los brazos extendidos a sus costados podía seguir las ondulaciones de la escalera, que dibujaba espirales

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eternos en un círculo que cada vez se hacía más profundo. Estaba en las catacumbas. —¡Anubiasis! —Los muros estaban húmedos a causa de la lluvia reciente; Alexieu se imaginó que estarían al menos treinta metros bajo tierra. ¿Quién había construido aquel pasadizo? ¿Qué manos malignas habían profanado un mausoleo, para enterrar en sus abismos un secreto oscuro y arcaico? En un momento la escalera acabó y él se encontró corriendo hacia adelante, en pos de una meta que desconocía, que no sabía de qué sustancia estaría hecha. O en todo caso, si existía. Soltó una maldición. Confundido, caminó hacia atrás… uno, dos, tres pasos. Estaba mareado, pero era cierto: ahora había que subir. Y comenzó de nuevo la persecución. Ésta parecía tener los escalones más anchos, más grandes. Cada paso le pesaba más que el anterior y la respiración no ayudaba. Cuando acabó la nueva escalera, cayó de bruces al suelo. Estaba exhausto. —Alexieu, levántate —dijo la voz de Fabien, urgente. —¡Eres una maldito hijo de puta, Anubia…! —la frase quedó en el aire y rebotó contra los muros de tierra. Alexieu se tambaleó, boquiabierto. No estaban solos. Hacia él se acercaba una figura masculina. Socavada por la callosa mano de los siglos, cubierta hasta los pies con una túnica negra, Alexieu sólo podía percibir que estaba hecha de lo mismo que de lo que tenían que estar hechas la oscuridad, la eternidad y la desesperación. La figura extendió una mano hacia él, y sus ojos felinos lo contemplaron desde el último rincón de la historia, desde las páginas de un libro olvidado por el tiempo… —Buenas noches, Alexieu —le dijo la figura encapuchada. —¿Quién eres? —Seré quien quieras que sea. Puede llamarme Charles Malory.

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Puedes llamarme Sahitan, Satán, Satanás. O simplemente puedes llamarme… padre de Emmanuel. Alexieu no tomó la mano. Se puso de pie de un salto, todavía jadeando. Se sacudió los pantalones cubiertos de tierra. —Te llamaré «hijo de puta», ¿está bien? —Dos cuerpos encapuchados se abalanzaron contra él. ¿Cuántas personas había allí? No podía estar seguro. Podía oír los latidos, pero no sentía el fluir de las almas. Alzando los brazos, dejó que los desconocidos se acercaran… y comenzó a contar. Uno, dos, tres. —¡ALEXIEU! El primer cuerpo voló por los aires y se estrelló contra el techo, seguido por el segundo, que le amortiguó al primero el descenso hacia el suelo. Respirando con dificultad, Alexieu se acercó a la masa informe de negrura que palpitaba y se estremecía. Con dos zarpazos arrancó la primera túnica, desgarrándola desde el nacimiento de la espalda hasta el extremo de la capucha. —¡TÚ! —Charles Malory lo apartó tomándolo por los brazos, mientras que Fabien ayudaba a los dos hombres a ponerse de pie—. ¡USTEDES! ¡HIJOS DE PUTA! ¡USTEDES ABUSABAN DE EMMANUEL! ¡SUÉLTAME, ANUBIASIS! —Tranquilízate… Que se tranquilizara. ¿¡Que se tranquilizara?! ¡Tenía frente a sus ojos a los demonios que habían violado el alma de su madre cientos de veces… ¿y Anubiasis le pedía que se tranquilizara?! ¡Anubiasis tenía el corazón frío como una piedra! ¡Anubiasis no sentía amor por nada! —¡TE DIGO QUE ME SUELTES! —¡QUE TE TRANQUILICES! ¡ÓYENOS, POR LO QUE MAS QUIERAS! ¿Por lo que más quieras? ¿Cómo se atrevía ese mestizo a mencionar a Leria? ¿Cómo se atrevía ese mestizo a mencionar a

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Emmanuel? Lo que más quería Alexieu era volver a abrazar a ese cuerpo corrupto y lastimado, a intentar curarlo como los perros habían hecho con Lázaro. Anubiasis lo soltó. —Yo no puedo confiar en ustedes. Yo sé lo que planean… ¡ustedes van a matar a Emmanuel! —¡Entiéndelo! —susurró Fabien—. Tenemos que poner a salvo la humanidad. Al menos durante otros cien años. Puedes esperar, Alexieu. Tienes la eternidad de tu lado. ¿Crees que podrás esperar por Emmanuel y por Leria… otros cien años? Anubiasis lo decía tan fácilmente. ¡Estaba culpándolo! ¡Estaba acusándolo de egoísta, de inconsciente! —¿Emmanuel o la humanidad? —musitó. —Alexieu… —interrumpió Charles Malory—. Emmanuel es parte de la humanidad. —Matthew y Anton sonrieron, burlándose. —Muy bien —exclamó Alexieu, mirándolos—. Pero te pondré una condición, Sahitan—. Charles Malory entrecerró sus ojos felinos, sus ojos arcanos. —¿Cuál? Alexieu elevó el dedo índice y señaló a los dos hombres que años atrás se habían repartido el cuerpo y el alma de su amante. —Que me dejes matarlos a ellos.

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Capítulo quince: Leria

Voces. Era lo único que podía percibir Emmanuel porque, a pesar de que tenía los ojos abiertos, no veía nada. La oscuridad lo había devorado todo. Se imaginó que lo habían golpeado y que se había desmayado, aunque no sentía ningún dolor que se lo afirmara. Tal vez se hubiese dormido a causa de la droga de Augustin… ¡Lucifer! ¡Eso era lo que había dicho Augustin! ¡Había dicho “Lucifer”! Y entonces todo se había vuelto negro. Intentó moverse. No había nada a su lado, nada que se moviera, nada que respirara, nada que latiera. Le daba la sensación de estar flotando en el espacio. Entonces, como en el espacio siempre podían verse estrellas, los ojos de Emmanuel fueron acostumbrándose a las hambrientas tinieblas que lo rodeaban. Estaba en una habitación… podía ver los muros. Oyó algo, y en seguida aguzó el oído. ¡Viento, brisa! Y lo que se agitaba gracias a ese viento, a esa brisa, eran unas cortinas que obligatoriamente tenían que ocultar una ventana. En

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silencio, Emmanuel se asomó por entre medio de las cortinas. «¡Dios mío!», dijo esa voz en su mente, tan parecida a la de su garganta. Jadeó, mareado. Se apartó por unos instantes y volvió a mirar. Entonces estaba en algún sitio elevado. Afuera seguía siendo de noche y la noche caía, mezclada con la lluvia, sobre un jardín al aire libre repleto de gente. Emmanuel se inclinó más y asomó la cabeza. No conocía a ninguna de aquellas personas y estaba seguro de que no deseaba conocerlas. Tenía miedo. Y aunque parte de sí mismo no quería, ansiaba que Alexieu acudiera en su ayuda. Los rostros eran pálidos y hermosos, como los que había visto en Carnal. Empezó a contar. Uno, dos, tres, cuatro… así hasta que llegó al dieciséis. Había dieciséis hombres allí abajo, todos vestidos de negro. Pero, si todo estaba negro, ¿cómo lo veía? Alcanzó a distinguir el fuego. Uno, dos, tres… siete fuegos. Siete

antorchas.

Estaban

repartidas

por

todo

el

jardín,

iluminándolo todo. Iluminando a los hombres. Iluminándoles el rostro, las ropas, los ojos. ¿Quiénes eran? ¿De dónde habían salido? Emmanuel tenía ganas de ponerse a gritar. Se giró. —Buenas noches. Y gritó, cayó al piso y se golpeó el costado. ¡Jamás había estado solo en la habitación! El hombre se inclinó, le tomó del brazo y lo alzó por los aires. —¡Déjame!

¿¡Qué

quieres!?

¿¡Quién

eres!?

—Emmanuel

pataleaba y golpeaba, pero no lo soltaba. El hombre tenía el cabello ondulado, rubio, tan rubio como el suyo, y los ojos muy azules…

también,

como

los

suyos…

¿Y

cómo

podía

saber

Emmanuel el color del cabello y de los ojos de aquel desconocido? Ah, sí, la vela…

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El tipo lo dejó caer sobre un enorme lecho y esta vez sí se golpeó la cabeza. Chilló, y la vela comenzó a agitar las sombras chinescas que se proyectaban sobre las cortinas de la cama. ¿Una cama con cortinas? ¿Dónde carajo estaban? —Leria, eres tú —dijo el otro—. Soy yo, Luzbel. ¿Me reconoces? A Emmanuel la materia gris todavía le daba vueltas. ¿Luzbel? —¿Qué…? —Se agazapó contra los almohadones. Los ojos de ese hombre brillaban contra la luz de la vela, haciéndose más claros, más profundos, más desequilibrados. El desconocido se subió al lecho, sosteniéndose sobre sus rodillas, y se quitó la camisa. Emmanuel lo observó en cámara lenta. La camisa debía de haber estado desabrochada, porque lo primero que vio fue cómo la tela bajaba por los hombros blanquísimos. Luego, resbaló por los brazos, también muy blancos… así… hasta desaparecer por completo. La camisa se había mezclado con el blanco de las sábanas. Emmanuel tembló de miedo. Un insecto gigantesco le revolvía las entrañas y el aguijón le oprimía la garganta. Los latidos se habían vuelto bombas en sus oídos. —Leria —repitió el hombre. Entonces se desabrochó el cinturón. Emmanuel chilló, cerrando los ojos, rogándole a quien fuera que estuviese en los cielos que lo salvara de aquella pesadilla, de aquella locura—. Leria, estás allí, puedo sentirte. —El hombre le sonreía. Alargó un brazo y le acarició la mejilla. La mano estaba tibia, muy tibia. Y era suave. Muy suave. Emmanuel volvió a cerrar los ojos. —¿Quién eres? —preguntó, sollozando. —Soy yo, Luzbel. Nos hemos encontrado, luego de más de seis mil años… Unos labios sedosos treparon por su cuello, y Emmanuel se estremeció. La lengua bajaba por su clavícula y lamía el pezón y si

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la lengua le lamía el pezón debía de ser porque ese tal Luzbel ya le había quitado la ropa… Luzbel… La espalda se le arqueó sola, formando un puente, cuando la boca succionó de su tetilla, como ansiando que de ella surgiera un manantial blanco para saciar el hambre de la soledad. Emmanuel acarició aquel pelo suavísimo, esponjoso, y entrelazó los dedos en torno a los rizos. La piel del cuello estaba caliente, los labios estaban calientes, la lengua estaba caliente. —Leria… Él abrió la boca… pero fue Leria quien gimió. Emmanuel jamás había ido al mar, sólo lo había visto en la televisión y en las fotos. Conocía el río de la ciudad en que vivía, un río sucio, turbio e interminable, donde se vislumbraban barcos de papel y peces intoxicados. La última vez que había visitado el Sena, lo había hecho con un chico llamado Dominic. Un joven que había conocido en una discoteca, pero que resultó ser todo un fiasco. Escrupuloso hasta el ridículo, se escandalizó cuando Emmanuel le pidió que fuesen a un sitio más cálido donde no hubiese tanto público. —¿No eres gay? —le había recriminado Emmanuel en la cara, mientras el tal Dominic le daba la espalda, al acecho del primer taxi que pasara. “No soy un asqueroso como tú”. Emmanuel se había alejado hasta el río, deseando tener el valor de ahogarse entre sus aguas sucias y atemporales, entre sus aguas infinitas. Porque el agua era infinita. Esa gota de agua que estaba allí aquel día, tal vez había corrido por el cuerpo de los dioses del Olimpo. Por las nubes griegas, por los lagos de Oriente. El agua. El agua era especial, mucho más que el fuego. El fuego no podía transformarse.

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“¿Tienes sed, Alesiu?”, dijo Emmanuel. Su voz salió muy aguda y musical, sin la ronquera del tabaco. “No” dijo otra voz. Ésta sí era masculina, pero

estaba

humedecida por el calor de la niñez y la inocencia. “Mami, tengo calor”. La voz salió de entre los arbustos y Emmanuel lo vio: un Alexieu niño, irreal, demasiado perfecto para pertenecer al mundo. El niño se quitó la túnica y se lanzó al río. “¡Alesiu!”, gritó Emmanuel, con la voz de Leria, y un suspiro de resignación digno de una madre complaciente se perdió por entre las aguas del Nilo y los cielos egipcios. Pero el cielo egipcio no era real. El Nilo no era real y las voces tampoco lo eran. Lo único real era el tiempo y Emmanuel sabía que dentro suyo sí estaba Leria, pero que su cuerpo seguía siendo tan promiscuo como hacía mil años. El cielo egipcio se fue nublando y Emmanuel se vio de rodillas ante un hombre gigantesco, un hombre amenazante. “¡Perra inservible!”, gritó el hombre. Emmanuel sollozó. Sus delgados brazos femeninos estaban cubiertos de heridas, y entre sus piernas el primer sangrado menstrual del mes comenzaba a mancharle la túnica. El hombre se abalanzó sobre su cuerpo y la túnica ensangrentada se abrió con un lamento agudo. Emmanuel sintió el extraño peso de los pechos, turgentes y jóvenes, que se bamboleaban mientras se resistía en vano a la violación. El hombre le separó las piernas con violencia, y sin siquiera mirarle a los ojos, lo penetró de una sola estocada. Emmanuel gritó. Su sexo femenino era más ancho y maleable, pero la carencia de excitación, la penetración brutal y las heridas abiertas hizo que perdiera la razón. Lo último que vio Emmanuel a través del alma de Leria, fueron unos ojos verdes y limpios, unos ojos que observaban la escena y la llenaban de lágrimas.

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“Alesiu” dijo la voz de Leria, apagándose… —¡ALEXIEU! Emmanuel abrió los ojos y gritó, pero ni el dolor ni la sensación de

penetración

desaparecieron.

Desesperado

e

inmóvil,

demasiado conmocionado siquiera para volver a gritar, sólo oía los latidos de su corazón, cada vez más fuertes, y los jadeos de Lucifer, que resbalaban por sus oídos como lo había hecho la sangre de Leria entre sus piernas. —Leria —masculló Lucifer, con la respiración enarbolada en un resuello terrible—. Leria, Leria… mi amor… lo siento. Oh, lo estaban violando de nuevo, ¿verdad? Casi había olvidado lo que se sentía. Lucifer volvió a decir su nombre muchas veces. Tantas que habría sido incapaz de contarlas. Próximo a alcanzar un extraño orgasmo, se aferró a la larga cabellera rubia, tan rubia como la suya, hasta que el cosquilleo dio paso a la explosión. —Leria —susurró Lucifer otra vez—. Adiós, amor mío. Y dio el golpe. Pero ni Leria ni Emmanuel pudieron gritar.

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Capítulo dieciséis:

Aquelarre

La Catedral de Notre Dame comenzó a construirse en el año 1161, sobre el solar de una antigua basílica dedicada a San Etienne. Como la mayoría de catedrales góticas, está dedicada a la Virgen María y a su madre, Santa Ana. De acuerdo a la visión de aquella época, la casa de Dios debía ser a su medida: la catedral mide más de ciento cincuenta metros de longitud y sus bóvedas principales, más de treinta y dos. Marie Claude Malory había pasado las últimas tardes de su vida rezando en Notre Dame. Las primeras veces no se había atrevido a entrar. Se había quedado sentada en una de las bancas de piedra de la plaza, ensortijando las cuentas del rosario entre sus dedos pálidos, fríos, cansados. Una noche, cuando los faroles que rodeaban la plaza se encendieron al mismo tiempo que las luces exteriores de la catedral, por fin se decidió. Abriéndose paso entre algunos transeúntes y uno que otro turista, atravesó el portal del Juicio Final con los ojos cerrados, aguardando… Pero no sucedió nada. Su corazón seguía latiendo con la misma furia, sus ojos seguían viendo los mismos colores, su metro setenta seguía

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erguido y sus escasos kilos, los pocos que le quedaban, también seguían allí. Estaba viva. Y se sintió desahuciada. Habría preferido morir allí, en la casa de Dios, a que esperar hacerlo entre las garras de esos hombres que hacía cuatro años le habían quitado a su bebé de entre los brazos. Valerie había crecido hermosa y saludable y ella la amaba, pero le temía. No sabía qué le habían hecho aquellos hombres y sospechaba que no podía ser nada bueno. A pesar de eso, se la devolvieron intacta. Con los mismos ojos de malaquita pulida, la misma piel blanca y las mismas pelusitas rubias en su cabeza de pétalos de rosa. Desesperada, le había revisado todo el cuerpo en busca de alguna señal que le dijera algo, que hablara por sí misma. No había nada. Su bebé estaba intacto. —Mami —dijo Valerie, recogiendo el rosario que se le había caído—. Quiero ver las gárgolas. Las gárgolas estaban muy arriba, le dijo ella. Trescientos ochenta y cuatro escalones arriba. Valerie la miró con un puchero y las cejas fruncidas. Marie Claude tuvo miedo de qué podría suceder si no accedía a llevarla a ver las gárgolas… —No hablan —se quejó la niña, al observarlas allí, mudas, ciegas, frías. ¿Cuántos asesinatos habrían visto aquellas gárgolas? ¿Qué secretos guardarían en su interior? Desde allí podían ver la torre Eiffel y las agujas más pequeñas que se elevaban hacia el cielo en medio de la niebla. La oscuridad que se iba haciendo cada vez más densa. Anochecía. Faltaba poco para que cerraran la catedral. La noche siguiente, Charles la obligó a desnudarse frente a ocho hombres de túnica negra. Habían intentado sobornar a uno de los guardias de las catacumbas y ante su negativa, lo habían apuñalado. «El sacrificio», dijo Charles cuando el cuerpo cayó al suelo, retorciéndose. Colocaron un cuenco de plata junto al cuello

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para recoger toda la sangre posible y arrastraron el cadáver hasta las profundidades del pozo. Vous êtes invité à ne rien toucher, età ne pas fumer dans l’ossuaire Se internaron en las catacumbas hasta las zonas inundadas. Marie Claude temía que algún día se perdieran y quedaran atrapados allí, entre los muros de huesos. Uno de los hombres la obligó a tumbarse boca arriba sobre el barro frío, desnuda como estaba. Otro dibujó un pentagrama a su alrededor mientras el resto

encendía

velas

negras.

Charles

permanecía

quieto,

observando el desempeño de sus discípulos. Ella tenía los ojos cerrados de horror y sólo oía, temblando, las voces de esos hombres

que

decían

palabras

en

susurros,

palabras

que

retumbaban contra las calaveras de los muros y se perdían por sus cuencas vacías. Cuando se atrevió a abrir los ojos, vio la danza macabra que efectuaban las sombras contra los huesos. Era la danza de la muerte, porque iban a matarla, ¿cierto? Los discípulos se congregaron a su alrededor, formando un círculo. Cuando Charles se situó de pie junto a ella, se giraron y les dieron la espalda. Charles se quitó la túnica. Estaba desnudo. Los cantos de alabanza se elevaron sobre ellos y cuando el hombre acabó de poseerla, Marie Claude supo que tendría otro hijo. Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo… y no podía recordar más. Su cerebro aturdido había hecho pacto con ese demonio que era su amante para que no pudiera recordarlo. Marie Claude estaba desesperada de nuevo… Valerie Malory perdió la virginidad con un hombre llamado

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Nicholas que practicaba la religión de su padre. Cuando Marie Claude los vio, a escondidas, reconoció su rostro como el hombre que la había obligado a tumbarse sobre el barro mojado hacía ocho años, en las catacumbas de París. El mal se extendía y ya había alcanzado a su hija y ella debía hacer algo o también alcanzaría a Emmanuel. Ella había observado como aquellos hombres llamados Anton y Matthew tenían relaciones sobre el barro mojado… ¿Arrastrarían también a su hijo varón hacia sus abismos de maldad, sangre y sodomía? Pero Emmanuel perdió su virginidad luego de que su madre se suicidara y ella nunca supo si fue con un hombre o una mujer. Los amigos de su padre se habían hecho cargo de ellos luego de que éste desapareciera de Francia y de sus vidas. Todos negaban saber acerca de su paradero. Lo negaron exactamente tres veces. Una vez por Marie Claude, una por Valerie y la última, por Emmanuel. Todos suspiraron al oír la respuesta porque ninguno quería saber dónde se hallaba. El suspiro de Emmanuel fue el que más tardó, porque apenas tenía siete años y no comprendía del todo la situación. Pero el suspiro de su primera experiencia sexual fue prolongado y comprendido. Él tenía quince años. Su primera amante tenía treinta y dos. Se llamaba Matthew. Los veintiocho reyes de Judea que vigilaban la Catedral de Notre Dame habían visto a Marie Claude y Valerie, pero todavía no conocían a Emmanuel. Esa noche, como todas las noches, permanecían despiertos y atentos, contemplando desde lo alto las luces del puente del Sena y las sombras esquivas que estaban en la plaza. Ellos observaban, pero vieran lo viesen no podían moverse. Y eso era lo que querían: huir de allí. Los humanos habían huido porque podían caminar, correr y manejar barcos y autos, pero ninguno de ellos podía caminar ni correr ni manejar nada. Ni siquiera los ángeles que estaban sobre ellos, en el

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rosetón oeste y acompañando a la Virgen, podían volar. Y no podían hacerlo porque eran vagas creaciones humanas, como todo lo había dentro de aquella catedral. Como la religión misma de la que formaba parte, bajo la misión absurda de acercar al Ser Supremo las pobres almas vagabundas que se congregaban allí, suplicando por el cuerpo de Cristo. Porque éste es el cáliz de mi sangre. Sangre de la Alianza Nueva y eterna, que será derramada por vosotros para el perdón de los pecados.

—¿A dónde vamos? —exclamó Alexieu. Sobre el Sena brillaban la luna y las estrellas, invitadas a la ceremonia. Cruzaron el puente. Frente a ellos, en la pequeña Isla de la Cité, se erigían el Hôtel Dieu y la majestuosa Catedral de Notre Dame. —A la reunión —respondió Charles—. Todos están allí. Lucifer, sus demonios, sus humanos. Los ángeles caídos, los demonios proscritos, las sectas que conocen la verdad. —Y Kaen —susurró Fabien—. Mi abuelo también está allí. Con sus discípulos. No dejará que Lucifer se salga con la suya. — Alexieu mantenía los ojos sobre Matthew y Anton. Los había hecho caminar adelante, para tenerlos vigilados y no perderlos de vista. Si todo salía bien, podría matarlos. No tenía ningún plan, pero bajo ningún concepto permitiría que mataran a Emmanuel. Los nueve reyes que estaban sobre el portal de la Virgen María no comprendían cómo podía ser posible que nadie gritara, que nadie alertara a las autoridades, que nadie alertara a Dios. Ellos mismos lo estaban haciendo. Pero nadie respondía. Dios no respondía. No podían gritar, no podían volar. Y no podían cerrar los ojos. El agua de la lluvia cayó por la corona del rey Sedecías y atravesó su rostro como lo hubiera hecho una lágrima.

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—Fiat

Lux!

—gritó

Lucifer.

Docenas

de

antorchas

se

encendieron con obediencia, rodeándolos, formando un círculo perfecto alrededor del Aquelarre—. ¡Hacía tanto tiempo que no me sentía tan vivo! —La multitud que lo rodeaba se puso de pie de inmediato. Lucifer los contempló, jubiloso. Habían acudido desde todas las partes del mundo para adorarlo. Allí estaban su pequeño rebaño de Adoradores de Seth, los Hijos de Osiris, El Templo de la Bestia, Los Cazadores de Luz, Los Discordianos, los Caballeros del Anticristo—. Pero... ¿qué veo? ¡Veo desesperación, veo aflicción! No teman, no. Yo no pido que me teman, como lo hace Aquel que Mora en lo Alto. —¿Quién es usted? —se atrevió a gritar un osado. Lucifer no le dio importancia. Estaba de pie sobre una alta tarima y a sus espaldas, los tres portales de la Catedral de Notre Dame y los veintiocho reyes no podían hacer otra cosa más que observar. En las torres y los balcones, demonios vigilaban desde las alturas la ciudad de París, alertas a cualquier movimiento extraño. —Tengo muchísimos nombres. ¡Tengo tantos que me es imposible

recordarlos

todos!

—La

multitud

elevó

una

risa

escandalosa y Lucifer sonrió, complacido—. ¡Soy el señor de la libertad! El demonio que estaba de pie junto al rosetón oeste, sobre el Juicio Final, tenía la perspectiva perfecta de lo que ocurría bajo sus pies. Una tarima sostenía a su señor Lucifer y a su alrededor se congregaba su guardia personal: el grotesco Astaroth y su bellísima mujer Astartea; Belial y su amante Zilotango, Asmodeo, el demonio que mató a los siete esposos de Sara. Cerrando la guardia se encontraban Baphomet, Nébiros y Nergal. Más allá, levemente iluminados por las antorchas, los humanos. Los había

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de todas las razas y edades, observó el demonio, llamado Axar. Extendiendo

sus

sentidos

sobre

ellos,

pudo

percibir

sus

emociones. Eran una masa informe de desesperación, locura, maldad. Muchos de ellos tenían las manos manchadas con sangre. Sangre. Manos. El demonio Axar se miró las suyas. Su señor todavía no le había curado las heridas del sacrificio, las heridas que él y todo el resto se habían hecho la noche de la presentación de la reina para llenar de la sangre demoníaca el cántaro maldito. La multitud bailó bajo su mirada. Alzaban los brazos, elevaban vítores hacia el cielo. O hacia el infierno. No podía saberlo realmente.

Llevaban

máscaras,

túnicas,

tenían

los

ojos

maquillados de negro, las orejas agujereadas, los incisivos limados. Entonces Axar supo que estaban cometiendo un error. —¡El

mundo

está

construido

bajo

una

sola

palabra:

CONFIANZA! —exclamó Lucifer. La muchedumbre lo escuchaba con atención. Con el paso de los minutos iba llegando más gente a La Isla de la Cité. Llegaban a pie, en auto y Axar estuvo seguro de ver que se acercaba un helicóptero—. ¡Confianza! ¿Por qué bebemos el agua? ¡Porque confiamos en que saciará nuestra sed! ¿Por qué abrimos los ojos? ¡Porque confiamos en que veremos el mundo! ¿Por qué abrimos la boca? ¡Porque confiamos en que las palabras saldrán de ella! ¿Qué es la confianza? ¡La confianza es la fe! ¡La fe en lo que nos rodea, lo que podemos ver, tocar y sentir! Y ahora les pregunto… ¿Podéis oír a Dios? ¿Podéis verlo, tocarlo, sentirlo? —¡Claro que no! ¡Dios no existe! —hasta Axar lo oyó desde allí arriba, desde el Juicio Final. Lucifer calló. De repente su rostro se descompuso, como si hubiese oído una blasfemia—. Ven aquí —le dijo al hombre. La multitud chilló enardecida. Agitaron sus bastones, sus báculos, sus cabezas, sus pendientes. El hombre se abrió paso entre la gente. Lucifer le tendió la mano para que

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subiese a la tarima junto a él—. ¿Cómo te llamas? —Alfred. —Alfred —repitió Lucifer—. Esto es lo que les sucederá a los que nieguen a Dios delante de mí, Alfred… —Axar cerró los ojos. Hacía mucho que no veía a Lucifer cometer un asesinato. No obstante, estaba seguro de que esa no sería la única ni la última muerte de esa noche. El cuerpo de Alfred comenzó a arder y Lucifer lo empujó de la tarima. La muchedumbre se movió hacia atrás, como si fuese una sola. El desdichado tenía la boca abierta en un grito desgarrador. Cuando finalmente éste cesó, el fuego todavía no se había extinguido. La multitud contempló a Lucifer con horror. Se miraban entre ellos, murmurando. —¡Si niegan a Dios me niegan a mí! ¿En qué creen ustedes? ¿En qué cree el resto de la humanidad? ¿Por qué se someten a unas leyes absurdas que ni siquiera pueden comprender? He venido

a liberarlos. A destruir

este

régimen esclavista. A

derrumbar el circo de Roma y a todos los circos del mundo. ¡Ustedes serán mis discípulos! —El gentío se deshizo en aplausos y cánticos de alabanza. Lucifer elevó los brazos y el volumen de los gritos se intensificó en sus oídos como si estuviese saliendo por un altavoz. Allí arriba, desde el Juicio Final, Axar tembló. Sabía lo que se avecinaba. En su desesperación, había apartado la mirada del Sena y de los cielos, abandonando así su misión inicial. Cuando oyó la palabra, volvió a cerrar los ojos y apretó los dientes. La multitud había gritado «Satanás». Regie Satanas! Ave Satanas! Hail Satan!

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Lucifer bajó los brazos. Las llamas de las antorchas se sacudieron en su baile frenético, un viento helado sopló sobre la gente congelándole las ideas, las palabras, los cuellos. —¡Silencio, malditos! ¡Estáis equivocados! ¡Todos ustedes lo están! ¿«Satanás» me llaman? ¿¡Qué saben ustedes?! ¡Nada! — Bajo la danza de las llamas, los rostros pétreos e insanos seguían contemplándolo. Alguno parpadeó. —¡No es Satanás! —gritó alguien. Una explosión de fuego y gritos colisionó contra el suelo. El hombre ardía en llamas. Las personas se alejaron del cuerpo, observando horrorizadas.

Alexieu sólo vio de lejos el fósforo encendido que era el cadáver. Lo vio encenderse, lo vio caer, lo vio apagarse. Vio la sombra coralina que se elevaba por encima de las insanas cabezas de los presentes: el alma, el espíritu. Contó las manchas de aquella alma. Eran más de cuarenta. Iría al infierno. Alexieu bajó la cabeza y observó a Charles. Seguía con los ojos la trayectoria espiral que dibujaba aquella alma. Podía verla. —¿Qué sucede? —preguntó Anton. Evidentemente, él no la veía. —Nada —respondió Charles. Y siguió caminando. Las aceras y las calles estaban repletas. El tráfico se había interrumpido. Alexieu se imaginó que jamás había habido tanta gente en aquella isla. Los autos se amontonaban en los nueve puentes. El Sena nunca se había visto tan repleto de barcos. Algunos fanáticos se lanzaron al río y lo cruzaron nadando. Subieron las escalerillas de la ribera, completamente empapados, y

corrieron

por

entre

el

gentío

para

llegar

hasta

Lucifer

empujando o apuñalando a cualquiera que se interpusiera en su camino. Otros, más inteligentes quizás, se dirigieron primero a La

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Isla de Saint Louis y desde allí cruzaron hasta La Cité. Desde el cielo, los helicópteros de los canales de televisión capturaban las imágenes de los asesinatos y fotografiaban, sin poder creerlo, a las figuras oscuras que estaban apostadas en todo lo alto de la Catedral de Notre Dame. —Están en lo alto de la torre sur, en los balcones, oh Dios mío, están por toda la Catedral… —Millones de personas ya veían el espectáculo desde sus casas. Testigos silenciosos, creían ver en sus televisores simples mentiras para engañar a un público ignorante. ¿Quiénes eran los actores? ¿Quién había dirigido el film? ¿Quién había escrito el libreto, santo cielos? ¡Y todo ese fuego! ¿De verdad eso era Notre Dame? ¿Habrían incendiado Notre Dame acaso? —¡Acaben con ellos! —gritaba Lucifer—. ¡No dejen ninguno! ¡Esta plaga de bufones deber ser exterminada! Al ver la muralla de fuego, Alexieu perdió el control. Se alejó de Charles, Anton y Matthew, y corrió, empujando a las personas que se cruzaban frente a él, cerrándole el paso. Saltó por encima de varios

cadáveres

completamente

calcinados,

autos,

contendedores de basura en llamas. Los aullidos desesperados le horadaban los oídos. —¡Lucifer! —le gritó a la noche. Y la noche pareció oírle. La noche pareció hincharse sobre él y envolverlo con sus miles de secretos. Sumergido en esa noche, Alexieu le habló a su padre: —¡Libera a Emmanuel! —gritó—. ¡El mundo es perfecto sin ti y siempre lo ha sido! ¡Mantente al margen, tal como lo hace Dios! ¡Deja que ellos construyan su destino! —¡¿Qué es la libertad que ofreces, Lucifer?! —Alexieu se giró, sobresaltado. Charles, Satán, estaba a su lado, ¿cuándo había llegado?—. ¿¡Cuál es el precio que hay que pagar!? —¡Tú! —respondió

Lucifer—. ¿Cómo te

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atreves a seguir

llamándote servidor de Dios después de los crímenes que has cometido en su nombre? ¡En nombre de su paraíso! ¡Dejen de soñar con fantasías, ilusos! Charles atravesó la muralla de fuego. Matthew y Anton se echaron atrás, con temor. ¡Así eran, los perros falderos! Alexieu miró hacia los lados, desesperado. Emmanuel no estaba por ningún sitio.

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Capítulo diecisiete:

Que están en los cielos

Rumiel y Augustin estaban encerrados en uno de los armarios de limpieza de la mansión. Luego de que Lucifer capturara a Emmanuel, Rumiel se había abalanzado sobre su blasfema creación y le había desgarrado el cuello a zarpazos. El íncubo había respondido al ataque; su naturaleza maligna había por fin despertado para cobrarle venganza a ese demonio que se había aprovechado de su inocencia, de su enfermedad, de su sangre y de su cuerpo. Los dos habían permanecido sobre la alfombra de aquella sala hasta que Marduk los halló. Creyéndolos muertos, los arrojó tras la puerta más cercana que había encontrado. Pero Rumiel había sobrevivido a peores cosas: al hambre de un tigre, a las balas de una Beretta, a la espada de un soldado romano y, por sobre todas las cosas: a la infamia de Dios. La ácida humedad de la sangre ajena le quemaba la garganta. La sangre de Augustin se mezclaba con la suya. Arrastrándose en medio de aquella oscuridad que palpitaba como su mismísimo corazón exangüe, se aferró al cuerpo casi sin vida y por primera vez, elevó hacia el cielo una súplica desesperada:

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—No

soy

quién

para

pedir

nada,

ni

siquiera

estoy

en

condiciones de pronunciar tu nombre. Pero quiero que salves a Arikel. Él no tiene la culpa de todo lo que ha hecho. Él ha sido sólo una víctima más. Dios, por favor… salva su vida. Por supuesto, no hubo respuesta. Con cada segundo que pasaba, la carne de Augustin se enfriaba más. Y Rumiel, consternado, clavó sus colmillos en su muñeca, desgarrando la carne. Cerró los ojos. No le importaba si al abrirlos no se encontraba con Dios.

Karmesí y los ángeles caídos estaban en la mansión de Augustin. Camino hacia allí habían pensado que el tumulto se centraría en la casa, pero se habían equivocado. La mansión estaba vacía, moribunda, agonizante. Era una casa magnífica, de dos pisos, y ocupaba la cuarta parte de la manzana, que compartía con una iglesia. Cuando pasaron frente a ella, Dríadel, Alani y Azariel desviaron la mirada. —Han escapado —dijo Karmesí, cerrando los ojos. ¿Qué había ocurrido? ¿A dónde habían ido? ¿Dónde estaban los demonios que habían calificado para quedarse junto a Lucifer? A Karmesí la idea jamás le había atraído lo suficiente. Sus pensamientos siempre habían permanecido estancados en un mismo pozo. Un pozo llamado Anubiasis. O Fabien. O como fuera. —Aquí ha sucedido algo —susurró Dríadel—. Todavía queda gente aquí. —Yo no siento nada —replicó Karmesí. Dríadel lo enfrentó. —Están agonizando. Alani alargó la mano hacia la reja. Apenas la tocó, la puerta gimió y se abrió para ellos. Había estado abierta todo el tiempo.

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Atravesaron el pequeño jardín delantero y entraron. La oscuridad se había apoderado de todo y lo había mezclado con el susurro de la muerte. —¿Están muertos? —preguntó Azariel, cuando Alani sacó del pequeño armario de limpieza los cuerpos de Rumiel y Augustin. —No… Pero no tardarán en morir. No hay nada que podamos hacer. —La cabeza del demonio pelirrojo cayó hacia un costado, sobre su hombro, y su cabellera se extendió sobre el suelo como un río de sangre escarlata. Como su propia sangre, maldita hacía siglos. —Notr… —balbuceó Rumiel. Karmesí y los ángeles caídos hicieron silencio—. Dam… —Notre Dame —exclamó Dríadel—. ¿Están en Notre Dame? Pero Rumiel no respondió. Ya estaba muerto. —Yo me quedaré aquí —dijo Azariel, en voz baja, contemplando los cuerpos con el rostro descompuesto—. Los sepultaré. Juntos. —No pierdas el tiempo —exclamó Karmesí, poniéndose de pie— . El alma del niño irá al infierno. Y Rumiel, ¿es necesario que te diga que jamás tuvo un alma? —Alani se irguió. —Yo también iré. —Karmesí apoyó la mano en su hombro—. Quédense aquí. Intercedan ante Dios. Suplíquenle que los ayude. Si Lucifer llega a matar al chico y darle su alma a la jezabel para que pueda concebir a su hijo… estaremos perdidos. —Azariel, desde el suelo, alzó la cabeza hacia ellos. Con determinación, se quitó el raro anillo que llevaba en el dedo y se lo entregó a Alani, quien lo tomó, extrañado. —Oh. —Esperaremos por un milagro, entonces —dijo Dríadel.

Karmesí dejó a los ángeles allí y abandonó la mansión.

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Internándose en la noche otra vez, pudo sentir la desesperación que flotaba en la atmósfera de la isla vecina. Era el apocalipsis, el perfecto caos. Cuando puso el primer pie en La Cité, supo que Dríadel y Alani lo habían seguido. Azariel, en cambio, seguía en Saint Louis, junto a los cuerpos de Rumiel y Augustin. Karmesí bordeó la Catedral de Notre Dame, haciendo oídos sordos a los alaridos. Estaban todos allí: las sectas, los demonios de Lucifer, los demonios proscritos. Había muerto mucha gente, pero Karmesí no sabía por qué. ¿Lucifer había matado? Tropezó con un cadáver. Lo dio vuelta con un pie. Era una mujer de mediana edad. Llevaba un niño en brazos, también muerto. Karmesí cerró los ojos. —Dios… si no estuviera seguro de que existes, de verdad dudaría de ti. ¿Por qué has dejado que esto ocurra? Podías impedirlo… —Te equivocas. Karmesí se volteó, sobresaltado. Bajo el farol que iluminaba pobremente la acera sembrada de cadáveres había una pequeña silueta embozada. La silueta alzó los brazos y se bajó la capucha. Era Kaen Sabik. —Buenas noches, mago —saludó Karmesí, con tono burlón—. ¿En qué teatro te presentas esta noche? ¡Tienes mucho público, por lo que puedo ver! —Y alzó los brazos a sus costados, donde los muertos dormían su eterno e imperturbable sueño—. ¿Y tú? ¿Por qué no has hecho nada, maldito viejo? —gritó. El anciano rostro de Kaen Sabik se torció en una mueca acongojada. Sus ojos, pequeños y llorosos, brillaban bajo la luz del farol. —Karmesí —susurró. Su voz se arrastraba por su garganta como un reptil—. Karmesí… —acercándose a él, levantó los brazos y desde su baja estatura alcanzó su cara. —¡Suéltame! —bufó el demonio, con brusquedad. El anciano se

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tambaleó, pero Karmesí lo tomó de la túnica para impedir que se cayera—. ¡Explícame qué carajo tengo que hacer para solucionar esto, viejo, porque si Lucifer llega matar a Anubiasis yo…! — Karmesí se calló. El maldito viejo se estaba riendo. ¡Se reía, sí, y bajo sus pies tenía el biberón del niño muerto! —Rezar, Karmesí. Rezar por un milagro. —¡¿REZAR! —Karmesí no lo podía creer. Se iba a volver loco—. ¿¡REZAR PARA QUE DIOS HAGA ALGO?! Kaen Sabik suspiró. —Karmesí, a eso se lo llama milagro.

Belzebú había recibido órdenes directas de Lucifer. Entre ellas estaba la de vigilar a ese muchacho rubio que, inconsciente sobre el altar de la Catedral de Notre Dame, moría un poco más con cada segundo que pasaba. Belzebú suspiró con angustia. Sabía que Rumiel estaba muerto. Rumiel había sido su primer hijo, fruto de su amor con una humana pelirroja que había fallecido hacía cinco mil setecientos años. Y una vez más, se preguntó por qué los seres humanos vivían tan poco. Era una injusticia, pensó, que no pudieran admirar el mundo más tiempo, que padecieran terribles enfermedades, que sus huesos se consumieran como piedras en un desierto. Observó al muchacho. Belzebú sabía que el alma del joven le pertenecía a Leria, la amada de Lucifer, y no podía creer que éste se hubiese atrevido a tratar aquel cuerpo de aquella forma tan poco piadosa. Debe de ser la vejez, pensó. Observar el florecer del mundo en cámara rápida habría enloquecido a cualquiera. Y eso no excluía a Lucifer. O a Dios. “Tu anciana ya se fue al infierno”, le había dicho Lucifer la

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noche de la muerte de Magdalene. Belzebú había callado. Sabía que no debía mostrar debilidad, pero la tristeza lo sumergió por dos noches en un sopor de duermevela terrible. Belzebú estaba cansado. Cansado de ver morir a sus vástagos, a sus amantes. Cansado de vivir. De repente, un chispazo de electricidad hizo que se pusiera de pie. Se giró. El muchacho seguía allí, tan inmóvil como minutos antes. Belzebú caminó entre las bancas de madera, acercándose al altar, pero no percibió ningún cambio en la expresión del joven. Pálido, ojos cerrados, manchas brillantes alrededor de sus ojos y en sus mejillas… Lágrimas. Belzebú sintió horror. ¿Por qué? Emmanuel estaba tendido en el altar, atravesándolo; su cabeza colgaba sobre la cornisa, contemplando las bancas vacías, y sus brazos estaban extendidos a lo largo, formando una cruz. —¿Por qué le has hecho esto a esta pobre alma, Lucifer? — susurró Belzebú, acariciándole la mano a Emmanuel. Aún estaba tibia—. ¿Acaso no la sigues amando después de tantos siglos? ¿Qué te ha hecho el alma de tu amada, Lucifer? Belzebú cerró los ojos con fuerza y levantó la cabeza. Su larga cabellera se meció en el aire, y las luces de la catedral le arrancaron reflejos azulados. Una única lágrima se asomó entre sus pestañas y cayó por su mejilla hasta perderse en las comisuras de su boca. Cuando abrió los ojos, las luces lo cegaron por unos instantes, y sus ojos se perdieron por las altas galerías de la catedral. Oyó un ruido. Sobresaltado, se giró al darse cuenta de que ya no estaba solo.

Dríadel y Alani llegaron a la isla poco después que Karmesí. Alani llevaba el anillo que le había dado Azariel en su dedo anular y lo miraba continuamente, no atreviéndose a creer lo que esa

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gema parecía ser. Cuando llegaron a la catedral, evitaron el tumulto, bordearon la plaza y, burlando a los centinelas que vigilaban desde las alturas, se introdujeron en la enorme fortaleza. Dríadel miró a su alrededor, desorientado. Estaban en una pequeña sala adornada con velas y santos, pero allí no había rastro de Emmanuel. —Por aquí —exclamó Alani, señalando una puerta. Salieron a un amplio pasillo. Contemplando el panorama, lograron saber dónde se encontraban: en las galerías superiores de la catedral. Tenían que buscar una escalera. Dríadel se asomó por el palco de piedra, mientras las brillantes luces que centelleaban desde lo alto le herían las retinas. Vio las nervaduras del techo abovedado, vio las bancas de piedra donde los fieles se sentaban para oír las misas, vio las altas columnas adornadas con candelabros. Y en la lejanía, vio el altar, y encima de éste, el blanco cuerpo del alma de Leria. Ahogó un grito, horrorizado, y contempló que Emmanuel no estaba solo allí. Una figura oscura se movía a su alrededor, nerviosa. La figura se volteó. —¿Quién está allí? —gritó. —Es un demonio —susurró Dríadel—. Es Belzebú. —Loado sea —dijo Alani, apretando el anillo de su dedo—. Vamos. —¿Quién está allí? ¡Muéstrese! —volvió a gritar Belzebú, agitando los brazos en el aire. —¡Belzebú! —gritó Dríadel—. ¡Somos nosotros! El demonio los contempló con atención, mientras ellos, los ángeles, se dejaban caer por el palco y aterrizaban limpiamente en el pasillo entre las bancas que llevaba al altar. Allí, todavía estaban las ofrendas que esa noche se iban a ofrecer en la misa: el pan, el vino y una pequeña vasija con flores blancas. Dríadel las contempló, ensimismado, pero Alani le tomó del brazo y juntos

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comenzaron a caminar hacia Belzebú. —Queremos hacer un trato contigo —exclamó Alani, con voz firme, jugueteando con el extraño anillo que Azariel la había dado en la mansión de Augustin. Belzebú los miró a ambos, incrédulo. —Ángeles caídos —susurró, con los ojos rojísimos abiertos de par en par. Y luego, una carcajada fría y temblorosa se agitó en el aire de la catedral, vibrando entre sus altos muros de piedra. Alani apretó los puños hasta que la gema del anillo comenzó a lastimarle los dedos, pero Dríadel permaneció impasible. —Tenemos algo que tal vez te interese —dijo Dríadel, con una seña. Belzebú frunció las cejas, mirándolos a ambos, intentando desentrañar el truco. ¿Algo que tal vez le interesara? Alani alargó su mano derecha y la sostuvo frente a los ojos del demonio. El anillo, con la enorme gema incrustada en el metal, brilló con malignidad bajo los cientos de luces de la catedral. Belzebú ahogó un gemido. Contempló la piedra, perplejo. En su interior, una bruma de humo negro daba vueltas en espiral, mientras las chispa de luz la atravesaban. —¿Qué hacen ustedes con esto? ¿¡Por qué la tienen?! — vociferó, furioso. Alani entrecerró los ojos. A Belzebú se le quebró la voz y preguntó, acongojado—: ¿Es esto lo que creo que es? —Sí —respondió Dríadel, adelantándose—. Es el alma de Magdalene. —¿Y qué hacen con ella? —gritó Belzebú, abalanzándose sobre la mano de Alani. Éste lo esquivo, y el demonio cayó al suelo. —Ha sido rescatada del infierno. Queremos hacer un trato contigo. Te daremos el alma de tu amada a cambio del cuerpo y el alma de este joven. —Dríadel señaló a Emmanuel, que seguía inconsciente sobre el altar. Belzebú se puso de pie, humillado. —No sabes lo que me estás pidiendo… —susurró. Pero ambos ángeles pudieron oír la desesperación de su voz—. Este niño, su

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alma… es el alma de Leria, el alma que Lucifer ha esperado más de seis mil años. —Lo sabemos —interrumpió Alani—. Si nos lo entregas, tendrás el alma de tu amada. Para siempre. Te pertenecerá por los siglos de los siglos y nadie podrá arrebatártela. —¿Cómo es que la tienen ustedes? —El ángel Azariel la rescató antes de que fuera destruida. —¿Aceptas el trato? Belzebú contempló la gema, consternado, y luego se volvió hacia el cuerpo de Emmanuel. —Lucifer acabará conmigo si les entrego al niño. ¿De qué me servirá este trato, si luego acabaré pudriéndome en los infiernos para siempre? Dríadel emitió una risita suave. Belzebú apretó los dientes. —Eso no sucederá.

Jessica estaba en Carnal, junto con la horrorizada multitud que se agolpaba sobre ella para observar las imágenes que mostraba la pantalla del televisor. La Isla de la Cité estaba en llamas y una tremenda oscuridad crecía por las calles, como si la negrura brotara del suelo. Cuando las cámaras se acercaron más, los seres de Carnal vieron que se trataba de cuerpos, cuerpos humanos que se amontonaban unos sobre otros bajo el ominoso cielo nocturno. Marcus, el único vampiro de Carnal, acababa de levantarse y Jessica debió explicarle que las imágenes del televisor anunciaban el alzamiento de Lucifer. Marcus ahogó un grito, aterrado, y desvió la mirada para seguir viendo el horror del incendio de La Cité. —¡Es mi amo! —gritó un jovencito medio desnudo, cuando en la pantalla apareció el rostro de un anciano. Era Garouvon, el

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cambiaformas, y con la palabra “amo” se refería a Kaen Sabik. El anciano le había arrebatado el micrófono a una periodista que balbuceaba

incoherencias.

La

pantalla

emitió

un

par

de

interferencias, la concurrencia gritó, y casi al instante el anciano rostro del padre de Magdalene Sabik volvió a iluminar la sala del pub Carnal. —Escúchenme con atención —decía Kaen Sabik—, lo que voy a decirles es de suma importancia. Aquí, en Notre Dame, se encuentra nada más ni nada menos que Lucifer. Todo Carnal se agitó de miedo, y Garu emitió un chillido disfrazado de maullido cuando una explosión resonó por detrás de la voz de su amo. Los puentes que comunicaban a la isla con el resto de París se estaban desplomando, perdiéndose para siempre en las aguas del Sena. —Oigan lo que voy a decirles. Es importante que traduzcan mis palabras a todos los idiomas posibles y que distribuyan esta grabación a todo el mundo: ¡comiencen a rezar! —Carnal tembló. —¿Rezar? —dijo alguien—. ¿Es una amenaza? —¡Es un pedido! —respondió la voz del anciano, como si hubiese escuchado—. ¡No hay nada que podamos hacer más que rezar por la salvación! —¡Tiene que ser un chiste! —gritó Marcus. Jessica le apoyó la mano en el hombro, pero Kaen Sabik ya había comenzado a rezar: Pater Noster, qui es in caelis Carnal

permaneció

sumido

en

un

silencio

incrédulo,

devolviéndole la mirada al anciano del televisor, que pretendía despertar a Dios con unos ridículos versos en latín. Alguien rió, pero casi encima de la risa, una voz gruesa se unió a la de Kaen

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Sabik: sanctificétur nomen Tuum Era Alastor.

Naturalmente, los primeros en unirse a la plegaria de Kaen Sabik fueron los creyentes. Voces y aclamaciones se elevaban desde

conventos,

monasterios,

templos,

claustros,

abadías,

capillas, hacia un cielo desde donde la lluvia comenzaba a tronar con más fuerza. adveniat Regnum Tuum, fiat volúntas tua, sicut in caelo et in terra Aarón, el muchacho que había querido acercarse a Dríadel, seguía en aquel antro, solo, como todas las noches, y oía desde sus audífonos la plegaria de Kaen Sabik. Se recostó sobre el sofá, mientras el aroma a hierba lo adormilaba cada vez más con el paso de los segundos. Y antes de que cayera dormido, las palabras acudieron a su boca, como

por

arte

de magia,

desenterrando años y años de olvido: Panem nostrum cotidiánum da nobis hódie, et dimitte nobis débita nostra sicut et nos dimittímus debitóribus nostris Azariel cayó de rodillas sobre la tierra húmeda del jardín. Los brazos

le

dolían

y

tenía

todos

sus

pequeños

músculos

agarrotados. Jamás se habría imaginado que su primera misión en

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la tierra fuese servir de sepulturera. Acomodó el cuerpo de Rumiel junto al de Augustin y comenzó a rellenar la fosa. Cuando acabó, se persignó y bendijo la doble tumba antes de recordar que ya no tenía capacidad para bendecir. Suspirando, se recostó en el pasto y dejó que la lluvia la mojara. ¿Dónde estaría Karmesí? Blasfemó en voz baja, como con vergüenza. Karmesí jamás querría estar a su lado. Karmesí ya tenía a alguien. Se acarició el vientre con la punta de los dedos y miró el cielo, susurrando: et ne nos indúcas in tentationem, sed libera nos a malo… Y el mundo gritó: Amén. Alexieu

levantó

la

cabeza

y

se

quedó

anonadado:

los

nubarrones del cielo se habían separado y una avalancha de agua se desplomó sobre ellos, apagando en tan sólo un par de segundos el incendio que amenazaba con abrasar la Isla de La Cité y los nueve puentes que la comunicaban con el resto de París.

Lucifer

miró

a

su

alrededor,

furioso,

mientras

los

sobrevivientes se tumbaban sobre el suelo para que el agua se llevara el fuego que los estaba asesinando. Alzó la cabeza hacia el cielo. —No puede ser —musitó, entre dientes—. ¡NO PUEDE SER! —No es posible —oyó Alexieu. Era Charles. Y, advirtió Alexieu, no parecía muy contento al contemplar la herida que se había abierto en las nubes. ¿Qué está sucediendo aquí? pensó a toda velocidad. Recorrió con la mirada los alrededores. Emmanuel no estaba. ¡No estaba! «Alexieu, apresúrate, —le dijo una voz, que surgía de su interior. Se trataba de Dríadel, su voz era inconfundible—. ¡Tenemos a Emmanuel!»

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El corazón le dio un vuelco. Sin detenerse a pensarlo, Alexieu dio media vuelta y comenzó a correr. Ah, en esos momentos habría deseado poder vaporizarse, como hacía Rumiel cada vez que deseaba espiar a escondidas. ¿Dónde se habría metido Rumiel? Mirando siempre hacia el frente, no vio las figuras luminosas que se abrían paso por el surco de las nubes. —¡ATRÁPENLO! —gritó Lucifer. Alexieu maldijo en voz alta. Astaroth le pisaba los talones y Zilotango había desplegado sus alas y lo seguía volando. Saltando por encima de los cuerpos muertos, y por encima de algunos vivos también, se concentró en seguir la presencia de Dríadel. Si la voz era real, el ángel caído estaba en… el interior de la catedral. Sintió una punzada de dolor. Tropezó con un cadáver. Cuando se miró el costado, vio una flecha que le atravesaba la zona de las costillas. «No puedo morir —pensó desesperado, rogando que la flecha no estuviese envenenada—, tengo que cuidar de Emmanuel, ¡tengo que decirle que lo amo!» Con un grito, se arrancó la flecha y la lanzó con todas sus fuerzas hacia la sombra que volaba sobre su cabeza. Zilotango chilló y se derrumbó, quedando ensartado entre las ramas de un árbol. Luego cayó al Sena. Alexieu lanzó una risa mitad nerviosa mitad desesperada. Internándose entre los edificios que rodeaban la plaza, logró perder a Astaroth. Miró hacia los costados. Vio autos incinerados, cadáveres y olió el repugnante olor de la carne quemada mezclado con el resto de los hedores de la muerte. «Magdalene», pensó. Magdalene había muerto así. De repente, sintió lástima por aquella pobre mujer. Y sintió lástima también por Belzebú. Cuando sintió que Astaroth se acercaba, Alexieu pasó por encima de un auto y saltó hacia el balcón de un edificio. Agarrándose de la baranda, se impulsó hacia el interior y se

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ocultó. Miró hacia abajo. Astaroth estaba allí, en la calle, buscándolo frenéticamente con la vista. Antes de que levantara la mirada, Alexieu ya se había abalanzado sobre su espalda. —Si le ocurre algo a Emmanuel… —farfulló, aplastando al demonio bajo su peso—, ¡te juro que los tormentos del infierno te parecerán el paraíso! Astaroth se retorció como un insecto, pataleando indignado. ¡Había caído ante un truco tan barato! Chilló, intentando soltarse de las manos de Alexieu que le apresaban el cuello y le impedían alertar a los demás… pero entonces, el demonio dejó de estrangularlo. Astaroth respiró, no porque necesitara hacerlo, sino para estar seguro de que Alexieu lo había soltado. Era cierto. Con temor, se dio la vuelta, esperando el ultimátum. No sucedió nada. Alexieu había desaparecido, sí. Pero, y si había desaparecido, ¿qué le estaba ocurriendo a él? Cuando Astaroth cerró los ojos, comprendió que estaba muriendo. Intentó enterarse de lo que sucedía, pero sólo vio cientos de luces blancas que tiraban de él y lo arrastraban al infierno.

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Capítulo dieciocho:

Zabaroth

Emmanuel abrió los ojos, sobresaltado. Se irguió. Estaba en una cama blanda y muy cómoda, y a través de la ventana que tenía en frente veía un sol sangrante y moribundo que se ocultaba en el horizonte. Se puso de pie, con dificultad. Los miembros le dolían a morir y una punzada sobre el ojo derecho le hizo sostenerse la cabeza con las manos. Miró por la ventana, y sintió un mareo. Estaba en algún sitio alto. Allí abajo veía una calle; una calle normal: autos, personas, un gato… Contempló la habitación, y de repente se dio cuenta de dos cosas: la primera, que tenía muchísima hambre; y la segunda, que había permanecido dormido durante bastante tiempo. Cayó sentado sobre la cama y contempló la habitación. Estaba vacía. La cama de dos plazas en la que había estado durmiendo era el único mueble. Las paredes eran blancas, y el suelo, de mosaicos grisáceos. Intentó recordar. Las últimas imágenes que acudieron fueron la de una larga cabellera rubia que lo envolvía y los jadeos de un hombre que le llamaba «Leria» y «amor mío».

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—¡Alexieu! —gritó, levantándose de golpe. Entonces sintió el peso de algo que le colgaba del cuello. Ahogó un gemido. Era la medalla, la antigua medalla donde su demonio protector había permanecido

encerrado

todos

aquellos

años.

Consternado,

Emmanuel comprendió que el peligro había pasado y que Alexieu estaba otra vez allí, preso en su pecho—. No… —sollozó, arrancándose la cadena—. ¡Alexieu! —gritó, sacudiéndola en el aire—. ¡Alexieu, por favor! —La medalla cayó al suelo con un estrépito. El demonio no acudió a su llamado. Emmanuel sintió que se ahogaba. Se llevó las manos a la garganta, desesperado, pero no había nada que pudiese hacer. Tenía que llorar—. Alexieu… —gimoteó, echándose sobre la cama. Se abrazó a la almohada, tal como había hecho con el cuerpo del demonio durante tantas noches. —Al fin has despertado —exclamó una voz. Emmanuel levantó la mirada. Frente a él, un humo oscuro se vaporizaba, tomando formas

humanas—.

Me

llamo

Belzebú

—dijo

el

hombre,

adelantándose. Emmanuel gimoteó más fuerte y se encogió contra la pared. Belzebú se sentó en la cama y suspiró—. Estás a salvo. Demasiado a salvo, pensó Emmanuel, con la respiración acelerada. —Ten esto —exclamó Belzebú, extendiéndole una pila de ropa— . Creo que te pertenece. Cuando el demonio le pasó la ropa, Emmanuel reparó en el extraño anillo que éste llevaba. Un anillo con una enorme gema negra incrustada. Por algún motivo, le causó temor. —¿Dónde está Alexieu? —preguntó Emmanuel, temiendo la respuesta. Belzebú se puso de pie. —Si no lo sabes tú —respondió el demonio, mirando la medalla. Emmanuel se sintió perdido, acabado, vacío. ¿Qué sería de él sin

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Alexieu?—. Adiós, muchacho. —¿Qué es este lugar? —exclamó, cuando Belzebú volvía a transformarse en humo. —Una mansión. Estamos en la isla de Saint Louis. Y desapareció. Emmanuel se vistió a toda prisa. Tenía muchas ganas de orinar, y cuando salió de la habitación se encontró con un amplio pasillo repleto de estatuas de santos y vírgenes de yeso. —Oh, joder —farfulló, recordando de pronto. La casa de Augustin. ¿De verdad todo se había terminado? Fue abriendo las puertas una por una, en busca de un baño. Todas las habitaciones estaban vacías excepto tres o cuatro que tan sólo tenían una cama con una mesilla de noche. En una encontró una enorme cama con dosel y el aroma seco de la cera de vela aún flotando en el aire. Cerró la puerta de un golpe, con las imágenes de la violación retumbando en su cabeza. Cuando encontró el baño, vacío por fin su vejiga y se lavó las manos y la cara. Tal vez pudiera darse un baño… Pero cuando se giró hacia la ducha, una arcada casi le hizo echar afuera la bilis. La tina estaba llena de sangre seca, junto con las cortinas y parte de los azulejos. Salió de allí corriendo espantado y bajó unas escaleras. No sabía adónde lo llevarían, pero esperaba que lo dejasen más cerca de la salida. Saltó los últimos tres escalones y se encontró frente a otro pasillo. De algún sitio le llegaba el canto de unas cigarras. Un jardín. Ya casi era de noche y aunque quería irse de allí, la escena que vio afuera le hizo detenerse en seco. Una cruz, clavada en la tierra, junto a una lápida. Atravesó la puerta del jardín, y el aroma dulce del pasto mezclado con el de la tibieza nocturna le acarició las mejillas y el cuello.

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AQUÍ DESCANSAN ARIKEL Y RUMIEL, HIJO DE BELZEBÚ —Hijo de Belzebú —susurró. Y recordó el humo en el que se había materializado el demonio que le había entregado su ropa; la misma manera en que Rumiel los había sorprendido a él y a Alexieu, aquella noche, en su apartamento. Suspiró, cansado. No había nada que hacer allí. Atravesó de nuevo la puerta del jardín y salió al pasillo. Caminando en dirección contraria, no le costó encontrar la salida.

El mundo seguía tan corrupto como siempre. Con el paso de los meses, Emmanuel fue sumiéndose en un alarmante estado de depresión. Contemplaba la medalla, pero no le parecía posible que en su interior viviera Alexieu, el demonio del que se había enamorado. Emmanuel dejó de comer. La comida llegaba a él de las maneras más insólitas. De las manos de una nueva vecina solterona, de un repartidor de pizza perdido, del cupón gratuito de un restorán chino. Cada vez que veía materializada la magia de Alexieu, Emmanuel se sentía angustiado. No le servían esas muestras de su existencia. Necesitaba tenerlo a su lado, que lo abrazara, que le susurrara tonterías al oído, que lo arrastrara hacia la calle para sentarse a beber cerveza a orillas del Sena. Que le hiciera el amor. Una noche, se atrevió a volver a Carnal. Alastor, que lo reconoció, lo dejó pasar sin pagar los veinte euros de debían abonar todos los humanos. En cuanto entró, una multitud de ojos se volvió hacia él. Sintiéndose incómodo, se sentó solo a un costado del escenario. Sabía que Arikel, o Augustin, no cantaría;

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como también sabía que Rumiel no aparecería entre la gente para ofrecerle ninguna bebida de nombre extravagante. Paseó la mirada por la concurrencia. Había esperado, había contado con la absurda ilusión de ver allí a Alexieu, entre los seres de su raza, con sus ojos verdes centelleando bajo las luces y toda su perversa hermosura sonriendo para él. Pero no. Alexieu no estaba allí. —¡Emmanuel! —lo llamó una voz femenina. Era Jessica, su profesora de literatura y prima de Alexieu. Al verla, Emmanuel se sintió avergonzado y estúpido. No había contado con encontrarse con ella en ese lugar. Hacía meses que no acudía a la escuela. —Hola —saludó, acercándose. La gente que estaba junto a ella le sonrió, y de repente Emmanuel se encontró estrechando manos y besando mejillas de mala gana. Le presentaron a Karmesí, a su pareja Fabien y a dos jóvenes llamados Dríadel y Alani que dijeron ser ángeles caídos. —¿Qué te ocurre, cariño? —le preguntó Jessica, al verlo tan decaído. Emmanuel lo soltó todo, intentando no largarse a llorar. Joder, se sentía tan solo—. Puedes acompañarnos a beber algo — le ofreció ella. Él se negó, agradeciéndole que no preguntara por qué había abandonado la escuela. Se excusó ante el perplejo grupo y se largó de allí. —¡Maldición! —bramó, cerrando la puerta del bar tras de sí. —Buenas noches, muchacho. Se dio la vuelta, y lo primero que vio fue el terrible brillo de una gema engarzada en un anillo. Era Belzebú. —¿Qué quieres? —replicó Emmanuel, receloso. El demonio emitió una risita suave. Vestía totalmente de negro, como la mayoría de los clientes del bar, y llevaba una capa de terciopelo azul oscuro sobre los hombres. Aunque no se le veían más joyas que ese extraño anillo, su porte era elegante, aristocrático. —Esa no es la pregunta, muchacho. ¿Qué quieres tú? —Y rasgó

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el aire con la mano derecha, en un gesto que Emmanuel le había visto hacer a Alexieu en incontables ocasiones. Magia. —¡Quiero a Alexieu de vuelta! —bramó, con toda la angustia de su corazón. Belzebú sonrió. —Es mucho más fácil de lo que te imaginas. —Y le pasó a Emmanuel un papel. Él lo leyó. Era una dirección. —Gracias —susurró Emmanuel, aferrando el papel contra su pecho. —Apresúrate. Cierran al amanecer. Emmanuel echó a correr. —Belzebú —dijo una suave voz femenina. El demonio alzó la cabeza hacia la azotea del bar. Una esbelta figura femenina se recortaba contra la luz de la luna y su cabello castaño se agitaba con la brisa. —¿Qué haces allí arriba, querida? Azariel se dejó caer delicadamente. —¿Era Emmanuel? —preguntó. Belzebú asintió—. ¿Qué hacía aquí? —Buscaba a Alexieu. El demonio le sonrió y le alargó el brazo. Ella lo tomó, y juntos entraron en Carnal. —No se da cuenta que está más cerca de lo que cree.

Emmanuel cruzó corriendo la última calle. Estaba cansado y transpirado, pero no le importaba. Debía llegar al sitio que le había indicado Belzebú antes del amanecer. Llegó a un callejón sin salida muy parecido al de Carnal. Por un momento pensó que había vuelto al pub, pero se equivocaba. No había ningún bar allí. Tragó saliva, temiendo que el demonio le hubiese jugado una broma. Se internó en el callejón. Era estrecho y estaba bastante

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sucio. Un olor a podredumbre subió por su nariz, provocándole una náusea. De repente oyó un chasquido, y vio un gato castaño alejarse corriendo. Parpadeó, siguiendo al animal con la mirada. Miró los tres muros que lo rodeaban. Todavía no había amanecido y estaba seguro de que había llegado al sitio correcto. Se mordió el labio. Había sido una broma de Belzebú. —¿Piensas quedarte ahí todo el rato? —lo sobresaltó una voz. Emmanuel se volteó, asustado. No había nadie. Miró hacia arriba. Tampoco—. Contraseña —habló de nuevo la voz. Era aguda, casi cómica. A él le recordó la voz de un payaso, la de un bufón—. Contraseña. —N-no la sé —balbuceó Emmanuel. —Ah, al diablo. Ven, pasa. Se oyó un ruido como de piedra arrastrándose. Dio un salto. Dos baldosas se habían movido de su sitio, revelando una abertura en el suelo. Con el corazón en un puño, se agachó. El olor casi lo desmayó, pero se obligó a respirar por la boca. Belzebú lo había enviado allí. Debía bajar. Asomando la cabeza, vio el brillo de un metal. Había una escalera. Decidido, introdujo el cuerpo en el hoyo y comenzó a deslizarse hacia abajo. Mientras bajaba, pudo ver el parpadear de unas luces. Velas. Entre los barrotes de las escaleras vio los destellos de muchísimas luces de colores que no supo de dónde provenían. Cuando sus pies tocaron tierra firme, volvía a estar mareado. —Oh, sí… te recuerdo —volvió a decir la voz. Emmanuel sintió algo frío en el pecho. Una mano. Un anciano diminuto, que apenas le llegaba al mentón, estaba frente a él, mirándolo fijamente y sosteniendo la medalla de Alexieu. —¿Me recuerda? —chilló Emmanuel, aterrorizado. El anciano vestía una larga túnica de color púrpura que llegaba hasta el suelo. Era calvo, y su rostro estaba tan arrugado como un

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pergamino. Su boca era pequeña, de labios muy finos, y su nariz era alargada y puntiaguda como un lápiz. Sus ojos, de un dorado intenso, parecían reflejar toda la luz que bailaba a su alrededor. —Sí, ¿cómo no hacerlo? —dijo el anciano, soltando la medalla. Se dio la vuelta, y comenzó a caminar hasta un mostrador de madera. Emmanuel miró a su alrededor. Las paredes eran de piedra y estaban llenas de estanterías repletas de pequeños objetos brillantes. Todos eran joyas. Anillos, pendientes, collares, medallas; todas tenían en su interior el mismo resplandor que aquella gema que Belzebú llevaba en su dedo. —Oh, Dios mío —susurró Emmanuel, llevándose la mano a la boca. ¡Eran almas! ¡Todas esas cosas brillantes eran almas! Y ese demonio tenía que ser Zabaroth, el jefe del mercado negro de Pactos Demoníacos que Alexieu le había mencionado aquella noche. —No todas —negó el anciano y fue señalando las estanterías—: almas, hermosura, virginidad, energía vital, años de vida… —Pagos… —¡Exacto! —celebró el anciano, chocando las palmas de sus manos. —No —exclamó Emmanuel—. Yo no quiero hacer un pacto con usted. —Calma, calma, muchacho —acalló el demonio, con una sonrisa. Y volvió a caminar hacia él. Fue entonces cuando Emmanuel se dio cuenta de que cojeaba. —Sólo quiero que me hagas un favor. —Emmanuel frunció el ceño—. Quiero que de entre todos aquellos frascos, escojas el que más te guste. Si nuestras opiniones coinciden, te daré lo que quieres. —Quiero a Alexieu —dijo Emmanuel, en voz baja. El demonio hizo un gesto de impaciencia.

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—Lo sé, lo sé. ¿Hacemos un trato? —¿Y si nuestras opiniones no coinciden? —Te irás por dónde has venido y deberás descubrir tú solo cómo liberar a tu amante —dijo el demonio, con su voz chillona. —¿No hay truco? —No hay truco. El viejo demonio guió a Emmanuel hasta una escalera de madera y la apoyó sobre una de las estanterías. —¡Ya sabes! ¡Escoge el que más te guste! Emmanuel recorrió los frascos con la mirada. Todos eran iguales: redondos, transparentes y alargados, pero tenían en su interior contenidos diferentes. Humo de colores distintos. Los había negros, azules, fucsias, rojos, celestes. Finalmente, y luego de una gran deliberación, se decidió por un frasco que contenía un humo de color blanco perla con reflejos entre celestes y verdes. Lo agarró con la mano derecha, y comenzó a bajar, pero cuando estaba a punto de pisar el último escalón, el frasco se le cayó de la mano y estalló contra el suelo. —¡Mierda! El cristal rompiéndose sonó como el llanto de un niño y el humo blanco se elevó desde el suelo, llenando la sala de un perfume a flores silvestres. Emmanuel ahogó un gemido. —Lo siento —susurró—. Discúlpeme, por favor… No podía ver al demonio entre todo aquel humo blanco. Tenía que huir, tenía que irse de allí antes de que… —¡Oh, bellísimo! —oyó que decía, ¿el demonio? Se bajó de la escalera. Una esbelta figura comenzó a hacerse visible por detrás del humo, y Emmanuel contempló, horrorizado, la presencia de un deslumbrante hombre de largo cabello plateado y profundos ojos azules. —Me agrada —dijo el hombre, apreciando su rostro en un

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espejito de mano. Emmanuel estaba boquiabierto. —¿Usted…? —balbuceó. El demonio soltó una risotada y alargó una estilizada y blanca mano derecha. —Qué descortesía la mía. Me llamo Zabaroth. Emmanuel le estrechó la mano, aún nervioso. No podía creer que ese anciano minúsculo y horrible se hubiese transformado en un hombre semejante. Zabaroth le sonrió, sin soltarle la mano. Emmanuel, incómodo, carraspeó. ¿Y Alexieu? quiso preguntar, bajando la mirada. —Claro, claro… toma —dijo el demonio, revolviendo los bolsillos de su túnica—. Lo prometido. Emmanuel tomó lo que Zabaroth le extendía. Era un frasco diminuto que apenas le entraba en la palma de la mano. Lo inspeccionó con la mirada: contenía un líquido incoloro. Tenía una pequeña etiqueta: HCN. Emmanuel juntó las cejas. —¿Ácido cianhídrico? —susurró, levantando la mirada. Zabaroth seguía sonriendo—. ¡Váyase a la mierda! Se dio la media vuelta y subió las escaleras de metal que lo llevarían a la superficie pero, por algún motivo, se metió el frasco del veneno en el bolsillo. Cuando volvió a ver la luna, estaba llorando. ¿De manera que la única forma de ver a Alexieu era suicidándose? Se limpió el rostro y caminó hasta la estación del autobús. Quería ir a casa. Quería encerrarse allí y no salir nunca más. Quería morirse. —Alexieu —musitó, apretando con fuerza el bolsillo donde tenía guardado el diminuto frasco. De repente, lo comprendió todo—. ¡Alexieu! —¿Me llamaste? —dijo alguien a sus espaldas. Emmanuel se volteó y se lanzó a los brazos de Alexieu, sollozando—. Mon amour,

mon

amour…

—decía

el

demonio,

estrechándolo.

Emmanuel lo contempló, hipando, sosteniéndole el rostro con las

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manos. —¡No vuelvas a abandonarme, joder! —gritó, besándolo en la boca con furia. Alexieu gimió dentro del beso. —Cariño —dijo con voz afectada, acariciando el tibio metal de la cadena—, jamás te he abandonado. A lo lejos, se acercaba el autobús.

Emmanuel arrastró a Alexieu hacia el dormitorio. En la ventana, la noche se despedía de París para dejarle paso al amanecer. «Es

increíble

—pensó

el

demonio,

extasiado,

mientras

Emmanuel lo desnudaba con desesperación—. Y pensar que dos horas antes estaba pensando en quitarse la vida.» —Hazme el amor —pidió el chico, encaramándose sobre su pelvis. Alexieu sonrió con malicia. —Tú estás arriba, toma la iniciativa —ronroneó, con disimulado placer. Emmanuel enrojeció, y Alexieu le tiró del brazo para que sus cuerpos se encontraran. «Esto es lo que los humanos necesitan —pensó Alexieu, contemplando a Emmanuel suspirar mientras lo penetraba con lentitud—. Lo que no se ve, no sirve. Lo que no se ve, no puede ser real.» Y recordó todas las veces en que había utilizado su magia para que Emmanuel se encontrara con un desayuno o un almuerzo, y el joven no sólo no comía sino que aferraba el medallón con angustia y le sollozaba en voz baja que por favor volviera, que por favor… —Te amo —susurró Emmanuel, antes de caer dormido. Alexieu sonrió con gratitud. Quiso decírselo en ese momento: tienes el alma de mi madre en tu cuerpo. Eres hijo de Satán. Has sido flor, ave y bestia, pero ahora que has nacido humano eres todo lo que

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aguardé

durante

seis mil años. Y

seguramente

volveré

a

aguardarlos. Lo haré, sí, hasta que el mundo se acabe. Pero no lo dijo. Ya habría tiempo de hacerlo, cuando Emmanuel se recuperara de su depresión. —Y yo a ti, mon amour. Le debía una a Belzebú. Y varias a Zabaroth. Se estremeció de frío. La ventana estaba abierta de par en par. Maldiciendo, se inclinó para cerrarla, pero se detuvo. Se inclinó hacia el cuerpo de Emmanuel, todavía desnudo, y le quitó con cuidado la medalla del cuello. El chico lucía pálido, pero el sexo le había ruborizado las mejillas llenándolas de un saludable color rosado. Tenía la boca entreabierta, húmeda, y a Alexieu le recordó el capullo de una flor muy exótica. Le acarició el cabello, que estaba un poco grasoso y paseó los dedos por las venas de su cuello, suaves pinceladas celestes sobre la seda de su piel. Las heridas que Emmanuel había sufrido ya estaban curadas y Alexieu se propuso curar también las heridas de su corazón, borrar las cicatrices de su alma, esa alma que viajaría en el tiempo y nacería veces incontables. Alexieu suspiró. Sabía que Emmanuel estaba soñando y conocía todas las dudas y temores que se agitaban en su interior. Quiso despertarlo y revelarlo todo, pero decidió que el tiempo se encargara de echar a volar esas inquietudes. Besó al chico en los labios, y se asomó por la ventana entreabierta. El vidrio le devolvió su reflejo, su juventud. Sus ojos, verdes y ancianos, parecieron achicarse cuando el sol del amanecer los atravesó. ¿Qué se sentiría envejecer? Él ya era viejo, muy viejo. Su cuerpo no era más que un disfraz. Sonrió. Dejaría que su disfraz envejeciera a la par que el disfraz de Emmanuel. Luego, el tiempo decidiría su sino. Entonces, con un perfecto tiro oblicuo, lanzó la medalla al vacío.

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Epílogo: Varios miles de años después

El hombre que sostenía la pipa la fue pasando por sus discípulos. En total eran trece. Trece hombres descalzos vestidos con largas túnicas blancas. Un humo dulce y espeso fue apoderándose de la caverna. Mientras, afuera, un sol castigado y oculto tras nubes de contaminación pugnaba por hacer del día un espectáculo menos oscuro. Ya no había diferencia entre las horas diurnas y las nocturnas, pero a ninguno de los que estaban allí parecía interesarle. Y mucho menos a la joven mujer que gritaba, tendida en el suelo de tierra. Se llamaba Melpómene y estaba dando a luz. Su rostro estaba enrojecido y mojado, y desde su garganta subían hasta su boca gritos y gritos de dolor y desesperación. A ninguno de los trece hombres parecían interesarle esos gritos. —¡Y entonces, las nubes se abrieron sobre nosotros, mostrando

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un cielo celeste, puro y limpio! ¡Los ángeles de Dios lucharon contra los demonios y los enviaron de vuelta a los infiernos, que es a donde pertenecen! ¡Y ahora, Dios vuelve a bendecirnos con el nacimiento del alma que Lucifer desea! ¡Y nos obsequia un varón, como muestra de que está con nosotros! El hombre tomó entre sus manos al bebé recién nacido. Pequeño, rosado y sucio, lo sostuvo en el aire y salió con él de la caverna. Allí abajo, en las tierras que había a sus pies, una multitud aguardaba el milagro. —¡Es un varón! —les comunicó. La gente estalló en vítores y alabanzas. Sólo una persona no gritaba: un hombre joven, de ancianos ojos verdes, de entre veinte y veinticinco años. Contemplaba al bebé con una pequeña sonrisa, como si supiera algo que los demás ignoraban. —Al fin te encuentro, mon amour —dijo, suspirando.

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LA HISTORIA DE RUMIEL Y ARIKEL

No me ciega la lujuria. La noche en que murió mi amo Armón, un juez de Macedonia, su esposa nos reunió a todos los sirvientes y nos despidió sin más. Yo tan sólo tenía trece años y me había quedado en la calle. La señora Amalta se compadeció de mí y me entregó un saco con unos panes de cebada, habas y guisantes. Yo no tenía hogar. Había pasado toda mi vida en la morada del juez. Ahora que había muerto, estaba a la deriva. —Rumiel —susurró una voz detrás de mí. Yo me volteé, asustado. Era de noche y sabía acerca de los peligros que suponía pasearse por la satrapía en aquellas épocas turbias. —Caelión —exclamé. Ése era su nombre y era un anciano. Caelión se me acercó, cojeando, y se sentó a mi lado, debajo del árbol donde yo me había resguardado. —Me he enterado de situación, pequeño —me dijo. Su voz parecía sincera, mas yo no me fiaba—. Te has

quedado

completamente abandonado —agregó. Me molestaba que repitiera

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lo

que

yo

ya

sabía

de

sobra.

Caelión

me

contemplaba

intensamente. Su mirada no me gustaba... había algo en ella que me desagradaba y me hacía sentir más inseguro e indefenso de lo que estaba. —¿Qué es de su vida, Caelión? ¿Cómo lo trata Macedonia? — pregunté, con los ojos en el vacío. —Ah... la vida es dura —exclamó—. Y más para los que no saben aprovechar lo que tienen. —¿Qué quiere decir? —inquirí. —Quiero decir —dijo, con una evidente sonrisa—, que eres demasiado bello como para sufrir una vida tan penosa como la de las calles. Sus palabras me parecieron estúpidas. —¿Y qué quiere que haga? —repliqué, molesto—. El vejete se murió, yo no lo maté. ¿O acaso usted me ve con ganas de quedarme a dormir bajo un árbol? Caelión rió fuerte, con la boca abierta. Sus encías desdentadas me causaron repulsión. —Además de bello eres tan intemperante. Es natural que el hijo del Sátrapa esté tan obsesionado contigo. Yo me quedé mudo. —¿Qué ha dicho? —exclamé. Caelión ni se inmutó. Se limitó a mantener su sonrisa, por debajo de su abundante barba gris. —Lo que has oído, Rumiel. Gaderiel, el joven hijo del Sátrapa de Macedonia, al enterarse de lo sucedido, me ha pedido que venga en tu búsqueda. Él se casará con Elodesa la Hermosa dentro de siete noches por exigencia de su padre. Pero antes de yacer con su mujer, desea hacerlo contigo. —¿Cómo ha dicho? —Lo que oyes —susurró, sin impacientarse—. Y si aceptas, te dará todo el oro necesario para que goces de una vida cómoda y

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sin carencias. Me quedé paralizado. Gaderiel era alto y fuerte, de cabello negro y grandes ojos dorados, piel de bronce y presencia intimidante. Debía ser enorme el influjo provocado por mí, demasiado poderoso. Me sentí abrumado. —¿No dices nada, pequeño Rumiel? Nada ha faltado a la verdad. En estos momentos, él aguarda por ti. Miré al anciano a los ojos. Me juré que si me estaba mintiendo, lo mataría con mis propias manos. —Llévame con él.

Caelión me guió por oscuros callejones de tierra durante lo que me pareció una eternidad. De repente, se detuvo frente a una casucha miserable, la más calamitosa de los alrededores. Gaderiel

me

aguardaba

en

un

gran

lecho

de

sábanas

perfumadas a lirio y me sonrojé al advertir que sólo llevaba puesto un faldón que cubría su intimidad. Cuando me vio, su rostro se iluminó y sus ojos dorados brillaron de emoción, confirmándome que Caelión no me había mentido. Al

verme

allí

parado

sólo

moviendo

los

párpados

para

pestañear, Gaderiel se levantó de la cama y fue a mi encuentro. Yo jamás me había percatado de lo alto que era, ni de la masculina hermosura de su cuerpo y sus facciones. Se inclinó y tomó mis manos entre las suyas, besándolas con cuidado. —Me

alegra

tanto

que

hayas

decidido

venir

—me

dijo,

abrazándome, rodeándome con sus brazos poderosos—. Apenas me enteré de lo sucedido, busqué a Caelión para que te trajera conmigo —dijo, señalándome la cama, invitándome a que me recostara a su lado. —Sí —atiné a decir—. La esposa del juez nos echó a casi todos

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los sirvientes. Yo me quedé en la calle, sin nada. Apenas tengo unos panes de cebada para comer. —Sus ojos se entristecieron. Me abrazó con más fuerza y besó mis mejillas—. Mi pobre niñito —susurró—.

Después

de

esta

noche,

ya

no

tendrás

que

preocuparte por lo que comerás. Y luego de las seis que seguirán, no tendrás que preocuparte por nada. Te daré el oro suficiente para que puedas vivir sin preocupaciones por el resto de tu vida. Pero a cambio... —Quieres acostarte conmigo —Gaderiel sonrió con tristeza, y asintió en silencio. —Me casaré. —Se encogió de hombros. —¿Por qué?— inquirí, mirándolo fijamente a los ojos. — ¿Por qué yo? ¿Por qué quieres acostarte conmigo en vez de hacerlo con una mujer? Gaderiel se carcajeó por lo bajo. —Eres tan inocente. Siempre me impresionó tu belleza, Rumiel. ¿Yo lo había impresionado? ¡Qué hombre tan extraño! —Dime —murmuró, inclinándose hacia mí—. ¿Ya has tenido relaciones? —No —respondí sin dudar y sin mentir. Mi respuesta pareció sorprenderlo y alegrarlo a la vez—. ¿Por qué? Gaderiel me desnudó y comenzó a acariciarme el pecho y los muslos.

Sonrió

al

ver

mi

pene

erecto

y

casi

gimió

de

contentamiento cuando, en medio de una batalla de besos y caricias, quedé de espaldas a él y le ofrecí una privilegiada visión de mi cuerpo. En ese momento, Gaderiel enloqueció y perdió el control. Me tomó de las caderas y me empujó hacia la cama, quedando yo boca abajo. Comenzó a lamer mi entrada y yo no podía hacer más que gemir como una puta y dejar que siguiera. A pesar de todo, lo que más me sorprendió no fue el placer. No. Lo que más mereció mi sorpresa fue el modo en que Gaderiel lo

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hacía. Luego de que él acabara con mi cuerpo, llegó mi turno. Lo masturbé con fuerza, lamí y succioné su pene dejando que su semen amargo inundara mi boca y hasta también jugué con su entrada, lamiendo juguetonamente y acariciando con los dedos... Todo aquello hizo que me diera cuenta de algo que marcó mi vida para siempre: el poder que influía en Gaderiel era enorme. Lo tenía subyugado a mi antojo... y me sentía orgulloso. Yo, Rumiel, a mis quince años, había descubierto que podía otorgarle a Gaderiel un disfrute que no podría compararse con ningún otro.

A la segunda noche, su voluntad férrea se derrumbó. Gaderiel planeaba penetrarme a la tercera, para que las expectativas aumentaran la pasión y el deseo, pero desistió al momento en que, luego de masturbarnos sin llegar a acabar, yo me echara sobre la cama, abriera las piernas para él y le suplicara que me penetrara. Así lo había planeado yo, para averiguar hasta dónde llegaba mi poder sobre él. —Tómame —susurré con la voz quebrada. Separé las piernas, lentamente, con sensualidad, para provocarle. Lamí dos de mis dedos, siempre mirándole a los ojos, y los dirigí a mi ano. Al sentirlos allí, gemí, cerrando los ojos. Y lo que aguardaba no tardó en llegar: Gaderiel tiró de mis piernas y las colocó sobre sus hombros... tomó su gran herramienta con la mano y con ella acarició mi entrada, para excitarme. Gimoteé su nombre entre los jadeos y cuando lo grité completo, él me penetró salvajemente y se quedó quieto.

Las siete noches pasaron y cuando Gaderiel y yo terminamos de

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hacer el amor en el lago que estaba detrás de la casa, me vestí con una de mis nuevas túnicas, besé en los labios a mi amante y me alejé de allí con mi fortuna. A mis espaldas, sabía que aquel hombre lloraba por tener que despedirse de mí, pero aquel había sido el trato. Elegí mi destino al oír a unos mercaderes lo maravillosa que era una de las satrapías más cercanas a Macedonia: Capadocia. Viajé en una caravana que transportaba aceites y en el camino compré un esclavo. Era un jovencito bellísimo. Se llamaba Arikel. Tenía once años y, según lo que me contó, había sido secuestrado por unos traficantes de esclavos. Me compadecí de él y le ofrecí buscar a sus padres, pero el chico sólo sonrió con indulgencia y me dijo que prefería quedarse conmigo. Había sido dinero bien invertido. Arikel tenía los ojos grandes y color café, cabello castaño y una hermosa piel blanca digna de las caricias más estremecedoras. El jovencito me gustaba, pero tenía muy en claro que todavía era sólo un niño. Cuando llegamos a Capadocia, no tardé en hallar la que sería mi nueva morada: los dueños de una de las casas más bellas de esa villa se iban a vivir a Cilicia. Les entregué el dinero y ellos, agradecidos, desearon una vida próspera para mí, para mis padres y para mi pequeño primo. La vida en Capadocia era tranquila, y la casa recientemente adquirida era un sueño. Había murmuraciones acerca de que un niño sin familia y con una gran fortuna vivía allí, pero mi pequeña flor del desierto, Arikel, se encargó de expandir el rumor de que mi madre había muerto dándome a luz y de que mi padre había perecido en la guerra. Llevábamos una vida llena de comodidades y, como ya dije, mi hogar era digno de un príncipe. Mi palacio estaba en medio de unos terrenos verdes cubiertos de flores y árboles; era un auténtico paraíso. La casa contaba con dos pisos,

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tenía siete habitaciones y un enorme salón. Mi dormitorio, ubicado en la planta baja, desembocaba en mi propia pequeña piscina. Era lo más parecido a una ducha moderna, el agua caía sin detenerse por entre unas rocas, se escurría por mi cuerpo y luego, por los pisos de mármol blanco. Aquel detalle me había fascinado. Sin embargo, la casa poseía otra piscina, mucho más grande. Se ubicaba en el fondo del palacio, bajo el techo decorado con detalles persas, ninfas y seres diabólicos. La piscina estaba ubicada entre cuatro altas columnas, tenía cerca de veinte metros de

largo

y

diez

de

ancho.

La

profundidad

aumentaba

progresivamente. Pero eso no era todo: los deliciosos detalles de mi casa no acababan. El último era el pequeño lago artificial. Un verdadero encanto. Estaba oculto entre los arbustos y bajo un hermoso árbol de flores blancas. En cuanto lo vi, me quedé extasiado. Y no esperé mucho para disfrutar el placer de bañarme allí junto con mi pequeño esclavo Arikel.

En la primavera de mis diecisiete años, estando en las ferias de la villa con mi esclavo, unos ojos se posaron en los míos. Era un hombre esbelto, casi rubio, vestido como un sátrapa y con los modales de un noble. Se llamaba Similor y era un viajero. Lo rodeaban tres esclavos más jóvenes. El menor tendría alrededor de dieciséis años. —Es de Samotracia, mi señor —me comunicó Arikel—. Busca un sitio cómodo donde alojarse por unas semanas. Yo sonreí y me abrí pasó entre la multitud que contemplaba las mercaderías expuestas: sedas, perlas, perfumes, alfombras. Sacudí mi cabellera roja para que el sol arrancara reflejos color rubí. —Al atardecer —le dije al viajero, mirándolo a los ojos, de un

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azul impresionante—, busca la casa más bella de la villa. —Me tomé la libertad de tutearle. Dicho eso, tomé a mi pequeño de la mano y me alejé con las compras, sintiendo los ojos del viajero en mí conforme me alejaba.

—¿Qué

planea,

mi

señor?

—preguntó

Arikel,

con

su

encantadora sonrisa. Yo me bañaba en el lago, mientras mi esclavo me peinaba el cabello con un peine de plata. —Oh, sólo hospedar a un hombre respetable a cambio de una buena suma de dinero, mi dulce ángel. ¿Por qué? —Porque acaba de llegar. —Yo suspiré y reposé la cabeza sobre una roca. —Aguardemos, entonces, Arikel. Ven al agua conmigo. —Sus expresivos ojos castaños se abrieron cual monedas de plata. Yo sólo sonreí y me acerqué a él con un par de brazadas. Mi esclavo permanecía de pie en la orilla, vestido con una túnica sencilla y unas sandalias que llevaba graciosamente sujetas de los tobillos con unas cadenas de oro. Las desabroché y se las quité. Para su perplejidad y estremecimiento, ascendí con mis manos por sus piernas desnudas hasta llegar a sus muslos. Ejercí presión, para que se arrodillara frente a mí. Así lo hizo, y con delicadeza lo senté en la orilla y deshice los lazos de su túnica. No tardé en tenerlo desnudo, a mi merced. A unos setenta metros de allí se encontraba el viajero, contemplándolo todo, prestando perpleja atención a cada detalle. Separé con dulzura las piernas de mi esclavo y acaricié su pene. No tardó en responder. Lo miré: tenía los ojos cerrados, se mordía los labios. Sonreí, me incliné hacia su sexo y le obsequié una larga lamida. —Ah, señor —jadeó, abriendo más la piernas. Seguí chupándolo

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con avidez, contemplando su pequeño pecho subir y bajar al compás de sus suspiros entrecortados. Arikel tenía quince años recién cumplidos. Ya era una auténtica belleza, un verdadero Ganímedes de carne y hueso. Con un poco de violencia le tomé por las caderas y lo sumergí conmigo en el lago. Él jadeó, asustado, rodeó mi cuello con sus brazos y mi cintura con sus piernas. Gimió cuando nuestros miembros se rozaron bajo el agua. —¿Por qué hace esto, señor? —preguntó, con su vocecita en mi oído. Yo me reí. Lo puse de espaldas a mí y comencé a masajear su entrada—. Ese hombre... está mirando —se quejó, apoyándose sobre las rocas para sostenerse. —No me importa. —Giré mi rostro hacia la derecha y pude contemplarlo, en la lejanía—. Quiero me sientas dentro de ti —le susurré, lamiendo su cuello con lascivia. Él se estremeció. —Señor, basta —sollozó. Yo sabía que mentía, y me reí en su oreja. —¿Por qué me mientes? —pregunté, besando sus hombros con delicadeza-. Dejémonos de tonterías, Arikel. Llevamos tres años juntos, ¿nunca me has deseado? —Yo no esperaba respuesta alguna—. No tienes que preocuparte ni avergonzarte. Cuando lo penetré, sollozó. Se quedó quieto, temblando de sorpresa, con los ojos cerrados y el corazón latiéndole con furia. Yo no me hice esperar. Me enterré en su interior hasta lo más profundo, deleitándome con la tensión de su carne joven y caliente. En medio del ritmo cada vez más violento, sin pensarlo, le clavé los colmillos y bebí de él. Como un elixir misterioso, su sangre atravesó mi garganta, abrasándola. Eyaculé en sus entrañas y él se corrió en mi mano, en varias descargas que se mezclaron con el agua...

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—Vistámonos —susurré. Arikel chilló como toda respuesta. Se cubrió el rostro con las manos mientras yo salía del agua, desnudo, y me vestía con una túnica limpia. Al ver que no tenía intención de salir de allí, me incliné hacia él. —Si no sales ya —advertí—, haré trueque con el viajero y te cambiaré por el esclavo negro. —Mi dulce Arikel me miró con los ojitos anegados en lágrimas. Sin inmutarme, alargué mi mano y él la tomo. Yo mismo lo vestí con su túnica y le calcé las sandalias. Cuando terminé, le azoté el trasero y él enrojeció de rabia. —¿Sabes? —exclamé mientras caminábamos hacia donde yo sabía que estaba el viajero—, no comprendo cómo es que no te vendieron como puto a algún burdel de Macedonia. Tienes un cuerpo excelente. —Arikel levantó la mirada y me miró con terror. —¿Usted me venderá? —preguntó, deteniéndose. Yo me eché a reír. —Claro que no, mi dulce ángel —negué, devolviéndole la mirada—. A menos que te de permiso, tú sólo abrirás las piernas para mí.

El viajero se había ido. Tal vez se horrorizó al verme tener sexo con mi esclavo o por ahí se cansó de esperar y se fue. No negaré que me molestó, pues tenía planeado seducirlo, revolcarme con él y dejarlo en la ruina... pero de todas maneras no dejé que me afectara demasiado. Había muchos ricos en Capadocia. Lo malo de esos ricos era que eran viejos. Algunos acudían a mi casa sólo para verme bailar al compás de la música que tocaba mi Arikel junto con sus esclavos, y para ello me daban aceptables cantidades de oro. Yo no podía creer que me pagaran por verme bailar. Es decir, ninguno de los vejetes me

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puso la mano encima. No obstante, creo que si lo hubiesen hecho, no me habría negado. ¡Tenían tanto dinero! Pero un día decidí llegar más allá. Los pequeños detalles no me bastaban. Una noche organicé una cena e invité a mis vecinos más viejos y más ricos. Contraté varios cocineros y unos cuantos mozos para que atendieran a los invitados, mientras que ellos — los viejos— se encargaron de la música. También conseguí bailarines, hombres y mujeres de gran belleza. Me bañé, vestí y perfumé con especial detalle. Arikel peinó mi cabello convirtiéndolo en diminutas trenzas rojas que adornó con perlas y polvo de oro; y él mismo me ciñó el cinturón que sostenía mi

faldón

de

sedas

rojas.

Me

acarició

la

entrepierna

intencionalmente en la labor... y yo le tomé la mano y la presioné más. —Te otorgo la libertad por esta noche —le dije, ante su mirada sorprendida. —¿Qué? —Cómo lo oyes —susurré, lamiendo sus dedos—. Te doy permiso para que te revuelques con quienes quieras. —Yo... yo no quiero —murmuró él, abrazándose a mi cintura. —No estoy evaluándote, Arikel, de verdad. Disfruta la noche, cariño. —¡Yo no quiero! —gritó, mientras yo miraba mi reflejo en el espejo y perfilaba mis ojos de negro. —¡Hazlo! —exclamé—. Ya sabes que tú no eres el único con el que me acuesto. —Dicho eso, salí de la habitación, dejando solo a mi joven y bello esclavo.

La fiesta era todo un éxito. Mis invitados bebían y comían con gran deleite; el ambiente era de auténtico alborozo. Muchos de

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los viejos estaban ya borrachos y se divertían manoseando los pechos de las bailarinas, mientras ellas se reían con sus gritos de gallinas histéricas. La música no cesaba de sonar y algunos ricachones bailaban en círculos, tambaleándose por el vino. En un rincón apartado tres esclavos varones tenían sexo. Y del modo en que lo hacían, parecía que hubiesen estado condenados a morir por la diosa. Uno estaba apoyado de espaldas contra la pared, penetrando a otro por detrás, mientras que al afortunado otro muchacho le hacía sexo oral. Sonriendo, aguantando las ganas de sumarme a ellos, me eché en brazos de Axágoras, uno de los ancianos más adinerados y más babosos. —¿Qué te sucede, Rumiel? —me preguntó, intentando enfocar bien la vista y no parecer tan ebrio. —Estoy borracho, señor Axágoras —me lamenté, mintiendo—. Estoy borracho y haré cualquier cosa que el señor desee con tal de agradecer su presencia en mi morada. —Soy

yo

—hipó—

quien

debe

estar

—hipó

de

nuevo—

agradecido. —¿Qué le sucede, señor? —pregunté, empujándole suavemente hacia el suelo, tomándolo por los hombros. —¿Qué cosa, Rumiel? Me recosté sobre él y lo besé en la boca. El viejo me respondió con su lengua y sus manos, acariciándome las nalgas por debajo del faldón de sedas rojas. Aprovechándome, metí la mano bajo sus ropas y le masturbé hasta que, para mi sorpresa, se corrió. ¡Había sido tan divertido! Axágoras se tapó el rostro con las manos, avergonzado. —Demonios —masculló, muerto de vergüenza—. Rumiel... perdóname —gimoteó. Me sorprendí, pero de repente todo tuvo sentido. Decidí aprovechar la confusión brindada por el orgasmo, el alcohol y la senectud.

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Cuando el viejo me vio a los ojos, yo le devolví una mirada de abatimiento. —Rumiel,

discúlpame.

¿Qué

debo

hacer

para

que...

me

perdones? Puedo darte todo el oro de Capadocia si tú quieres. No le cuentes esto a nadie.... te lo suplico. Esas eran las palabras que quería oír. Todo el oro de Capadocia. Como era de esperarse, acepté esa gran oferta.

Me carcajeaba, regodeándome, mientras me dirigía a mi dormitorio. Axágoras, en su borrachera, me había regalado todos sus anillos y joyas de valor. Entre ellas había una pulsera de oro con rubíes que me fascinaba desde hacía meses. Abrí la puerta de mi habitación y la cerré al instante. Me eché a reír con más fuerza. ¡Allí adentro estaba mi esclavo teniendo sexo con otros tres! —Disfruta, Arikel —susurré. Y volví a la fiesta, contemplando lo bien que se me veía la pulsera de rubíes.

De

esa

clase

eran

mis

tretas.

Y

los

triunfos

fueron

aproximadamente siete. Siete acaudalados vejetes me dieron parte de sus fortunas con tal de que yo no abriera la boca para contar que ellos me habían abierto las piernas. Sólo uno fue capaz de penetrarme, pero su actuación fue penosa. Con el paso del tiempo, llegué a añorar y a recordar con algo de nostalgia a aquel Gaderiel, mi amante de los quince años. Y con esa melancolía llegué a desear que una voluntad pétrea con un cuerpo recio me sometiera a su antojo. Todo eso llegó de una forma sorpresiva y repentina una tarde de verano de mis

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diecinueve años. Era de noche y me encontraba nadando en el río cuando sentí que unos brazos fuertes me tomaban de la cintura y me atraían hacia sí. De repente, el dueño de esos brazos se sobresaltó... y con toda la razón. Mi cabello largo y rojo había sido el culpable de que me confundiera con una mujer. El desconocido, al sentir el tacto de mi pene y mis testículos, me soltó al instante. Yo me volteé, divertido, y pude contemplar, bajo la luz de la luna, la figura del imprudente que me había interrumpido en mi rato de ocio. Era mayor que yo y tenía la piel morena a causa de los soles persas. Sus ojos eran castaños y tenía las pestañas más largas y rizadas que había visto en mi vida. Su cabello cobrizo, alborotado, caía sobre sus hombros descubiertos. —Pensaste que era una mujer —dije, observándolo. —S-sí —balbuceó, aún sorprendido. Él se relamió los labios, contemplándome—. Lo siento. —Yo esbocé una sonrisa. —Oh, no lo sientas. Escogiste bien. —El muchacho me miró, anonadado. No se movió—. ¿No te agrada la idea? —pregunté, acercándome a él. Él ahogó un gemido cuando me pegué a su cuerpo—. ¿No quieres? —repetí. No me respondió y paseó los ojos por el paisaje—. Está bien. Si no quieres no te obligaré. —Dicho eso, me di la vuelta y procuré rozar su pene erguido con el mío. Me recogí el cabello y salí del río, mostrándole a aquel joven lo que se perdía. Uno, dos, tres. Sentí que me tironeaba del brazo; sonreí. —No aquí –susurró.

Caminaba, siguiendo al muchacho por el sendero. Podía apreciar que cada vez corría más rápido. —¿Tienes prisa? —pregunté con sorna. Él sólo bufó como

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respuesta. Sí, tenía prisa; y yo también—. ¿Vamos a tu casa? —No. —¿Entonces...? —Estoy condenado a muerte. Huí de los calabozos por un túnel. —¡Cielos! ¿Entonces a dónde me estás llevando? A los calabozos, por supuesto. Casi grité cuando entré a esa celda y el muchacho cerró la puerta detrás de sí. Allí adentro se exponían una galería de los hombres más atractivos que jamás había visto. Altos, esbeltos, morenos. Todos desnudos. Hombres para todos los gustos. ¡Era el paraíso! —Pensé que traerías una puta, Suan —exclamó un hombre de raza negra, despatarrado sobre un montón de paja. Me mordí el labio al ver su portentoso animal en reposo. De verdad lo pasaría de maravilla. —Sí —dijo el muchacho que me había llevado—. No encontré ninguna, pero este chico está dispuesto a todo, ¿verdad, pelirrojo? Yo miré al muchacho. —Sí. ¿Para qué mentir? —Pues espero que esté dispuesto porque yo no pienso morirme en el sacrificio del próximo ritual —exclamó un hombre de cabello castaño, meneando descaradamente el pene ante mí. Y entonces lo comprendí todo: el grupo de hombres, su gran belleza, su apetito sexual. Serían sacrificio para la diosa. «Oh, lo siento, diosa —me dije a mí mismo—, llegarán agotadísimos a tus brazos, porque antes yo los tendré entre mis piernas.» —¿De qué te ríes? —bufó un joven de rizos caoba, mirándome con ansias. —¿Podrían decirme sus nombres? —pedí, sentándome al lado de un hermoso moreno de ojos verdes que me miraba, no muy

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convencido. —¿Para qué? —preguntó mi muchacho del río. —Para escribirlo en mi diario. Otra vez, más risas. Mi presencia los había animado y eso me divertía. —¿Sabes escribir? —replicó el negro. Yo alcé las cejas. ¡Claro que

sabía escribir! Mi vejete

preferido,

Nelaos, me

había

enseñado—. Yo soy Nubidor. — Mucho gusto, Nubidor— le respondí a su enorme miembro —. Yo soy Rumiel. —Miqueas. —Yo me llamo Gael —dijo el de rizos caoba. —¿Y tú? —le pregunté a un joven de mirada atrevida, pelo castaño y ojos celestes. —Miaru. —Yo soy Atrias —exclamó un hombre esbelto, musculoso, de cabello rubio y largo—. Tengo gustos retorcidos... te lo advierto, niño. —Tengo gustos retorcidos, te lo advierto, Atrias. —El hombre me miró, desafiándome. Yo le guiñé un ojo—. ¿Cómo te llamas tú? —le pregunté al moreno de ojos verdes que estaba sentado a mi lado. Era el más joven de todos y el más bello. Sin decir nada se levantó y se dirigió a la puerta, dispuesto a irse. —¡Hey! ¿Adónde vas, Alesiu? —gritó Miaru. El chico cerró la puerta dando un golpe. Uno menos. Lástima. Ahora eran seis. ¡Seis! El muchacho de rizos caoba se levantó del suelo, pasándose la lengua por los labios. No me había dado cuenta, pero en el fondo de la celda habían simulado un enorme lecho con paja y sábanas. Algo andaba mal... Los hombres se habían cerrado a mi alrededor formando un círculo y Gael sólo sonreía, recorriéndome

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el cuerpo con la mirada. Paseé los ojos por los demás, algo contrariado... entonces Atrias, el de gustos retorcidos, me empujó por la espalda y me tiró al piso. No me dieron tiempo a reaccionar... y ya me estaban desnudando. Atrias me sostenía las manos con sólo una de las suyas mientras otro hombre, no pude saber cuál, me arrancaba la túnica con descomunal violencia. Yo no pude hacer más que gritar de pura excitación. No tenía miedo. La diosa no sería poseída por ellos. Esos sementales serían el sacrificio de un demonio.

Abrí los ojos pereza. Todo el cuerpo me dolía. ¿Dónde me hallaba? Un aroma dulce y fresco, el aroma de las flores del desierto, me invadió los sentidos. Era un perfume exquisito. Quería llenar mis pulmones con esa fragancia deliciosa que me devolvía la paz y la tranquilidad. Yo amaba ese aroma y quería que mi cuerpo se bañara en ese bálsamo divino. Que mi lecho se desbordara de él… —¿Cómo se encuentra, mi señor? —preguntó una voz fría, masculina. Mi Arikel, con sus dieciocho años recién cumplidos, convertido ya en un hombre de espalda ancha, brazos fuertes y estatura generosa, me observaba desde una de las esquinas de mi lecho. Maldición. Lo había hecho otra vez. Una vez al mes yo visitaba al grupo de prisioneros elegidos, mantenía con ellos las más frenéticas sesiones de sexo y volvía a mi hogar en la mañana. Aquélla era una de esas mañanas. —No muy bien —susurré, tapándome hasta el cuello con la sábana. —¿Por qué haces esto? ¿Por qué dejas que te lastimen así? Me destapó completamente y me arrancó la túnica, sucia de semen y sangre. Mi cuerpo era perfecto mapa de los lagos y ríos

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de Persia. También había mordidas. Sí, mi cuerpo era un asco. Hasta yo lo admitía. —Déjame —dije, volviendo a cubrirme. Arikel no me obedeció y volvió a destaparme—. ¿Qué haces? ¡Déjame tranquilo! ¡Es una orden! —Él endureció su mirada, se subió a mi cama y me sujetó las muñecas. Yo pataleaba como un poseso, gritando maldiciones a diestra y siniestra. —¿Vas a negarte a mí, mi señor? ¿Me vas a negar a mí lo que a esos repugnantes desconocidos les das tan a gusto? —Me quedé de piedra. —¿Qué? —Quiero que sea mío, mi señor. Quiero probar eso del que esos desgraciados sólo dejaron los restos. —Arikel... Yo

sonreí

apenas.

No

me

encontraba

en

las

mejores

condiciones, pero mi naturaleza me impedía negarme a quien me deseara con tanto fervor. Me lamí los labios con ansiedad y me quité la túnica. Rodeé con las piernas el cuerpo de Arikel, y me abracé a su espalda. —Hazlo, mi dulce ángel, límpiame como sólo tú puedes hacerlo. Ámame. —Escuché un sollozo y, perplejo, le miré a los ojos. ¡Cuánto

dolor

había

en

esos

ojos!

Arikel

me

observó

profundamente y me besó en los labios. Fue el beso más sincero y doloroso que jamás me habían dado. —Suéltame —pidió él, respirando de mi boca—. Si no me sueltas, sólo te lastimaré más. —Aturdido, me separé de él. Sus lágrimas aún corrían libres por su piel de lirios y el aroma a flores del desierto se había extendido por toda la habitación como una tormenta de arena. Arikel me mostró unos ungüentos. Sin separar sus ojos de los míos, embebió en agua un trozo de paño. Con delicadeza, lavó

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mis heridas. Con cuidado, para que el dolor no volviera a atormentarme, colocó el ungüento sobre las heridas abiertas. Sus manos tibias viajaban por mi piel con una devoción y un amor infinitos. Arikel se inclinó para inspeccionar mi cuello, morado, mordido, maltratado. Depositó un beso allí donde no había heridas. Me estremecí. —Deja de visitar a los prisioneros —pidió. Yo abrí los ojos—. Puedo darte lo que ellos te dan. Ya soy un hombre y... estoy seguro de que encontrarás agradable el sexo con alguien que te ama. —Sus palabras resonaron en mi cabeza como en un eco invertido. ¿Arikel me amaba? —¿Tú me amas? —pregunté—. ¿De verdad me amas después de todo lo que te he hecho? —No puedo soportar que esos hombres te hieran y te posean, como animales, como bestias. ¿Por qué los prefieres a ellos? Yo te haría el amor con una pasión y un fervor insuperables. Jamás te lastimaría. Sólo te otorgaría placer. Me eché a llorar en sus brazos y él lloró conmigo, limpiando mis pecados, salvando el despojo de mi alma. Vistió mi cuerpo de caricias y devoró mi boca con besos. Hubo besos tiernos y efímeros; los hubo ardientes y profundos. —Arikel, te necesito —gemí contra su cuello. Todo Arikel vibró y, tomándome el rostro con ambas manos, lamió mis labios heridos, florecidos en sangre. Bebió de ella y me sonrió.

Nuestras

risas

se

mezclaron

con

las

lágrimas.

Sosteniéndome con sus brazos fuertes, me recostó en el lecho y se puso de costado a mí. Yo lo miré. Jadeé. Sus besos y caricias me habían encendido de repente. Sin dejar de sonreír deshizo los lazos de su túnica y quedó desnudo a mi lado. Su cuerpo era hermoso, perfectamente delineado y del color de los lirios. Pasé una pierna por debajo de él, para hacerle sitio. Él se aproximó,

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excitado mas en calma, y se inclinó hasta tocar mi boca con la suya. Mientras el beso duraba y su lengua juguetona me hacía cosquillas en el paladar, sentí la tersura y la humedad de su sexo dispuesto. Jamás me habían hecho el amor con tanta serenidad. Entró en mí suavemente, sin herirme, haciéndome vibrar desde la fibra más íntima mientras disfrutaba de la tenue tibieza del encuentro de la carne. Sentí tanta paz... los besos de Arikel y ese singular ejercicio del sexo me parecieron tan perfectos. Y es que lo eran. Ahora lo comprendo. Comenzó a empujar. Yo no podía creer que tanta delicadeza me ardiera casi del mismo modo que la tremenda brutalidad a la que estaba acostumbrado. Gemí en su boca y mi voz se perdió en su garganta y en lo profundo de su alma. Arremetió por última vez, y un torrente de calor se extendió por mi ser, purgando mis pecados, lavando mis heridas, sanando mi corazón. Abracé a Arikel con tanta fuerza que la fragancia a flores del desierto hizo que perdiera la consciencia y me desvaneciera en sus brazos.

Pero la tragedia tocó aquella noche a la puerta del palacio, vestida con una larga túnica blanca y en la piel de aquel viajero de ojos azules. Similor. —Sé lo que eres, demonio —fue lo que dijo, cuando yo mismo abrí la puerta. Arikel se encontraba del otro lado de la casa. Yo me quedé perplejo. ¿Quién era ese hombre? ¿Era Similor su verdadero nombre?—. Aléjate de aquí, hijo del diablo. Vuelve al infierno del que has salido o mataré a ese íncubo que siempre está a tu lado. —¿Íncubo? ¡Arikel es humano! ¿¡Quién eres tú?! -El hombre entró y cerró la puerta de un golpe. —Yo soy el encargado de devolverte a los infiernos, demonio. A

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ti y a ese íncubo. —¡Arikel no es un íncubo! —¡Ya ha bebido tu sangre! ¡Está tan maldito como tú! —La verdad me azotó el rostro como una bofetada. Corrí hacia la piscina. Allí lo hallé, inclinado en el agua, lavándose el rostro. Algo ocurría. ¿Qué era? ¿Qué le sucedía a Arikel? —¡Mi amor! —grité, corriendo hacia él. Se sobresaltó y se cubrió el rostro con las manos, desesperado—. ¿Qué te ocurre? — Oí un sollozo gutural. Arikel levantó la mirada y descubrió su rostro. Yo emití un alarido de horror y él lloró con más fuerza. Los ojos de Arikel estaban bañados en sangre. Lloraba la maldición que pesaba sobre mí. Grité. Grité con tanta fuerza que un trueno resonó en Capadocia, heraldo de mi desgracia. Caí al suelo, gritando, llorando, maldiciendo a los cielos, maldiciéndome a mí mismo. Me arrastré por el suelo hacia él, que no comprendía nada y sólo derramaba lágrimas de sangre. El viajero apareció detrás de una columna. Los ojos de Arikel se encendieron. Intentó huir, pero aquel hombre fue más rápido y logró inmovilizarlo. —¡NO LE HAGAS DAÑO! —le supliqué, echándome a sus pies. —¡No puede vivir! ¡Tarde o temprano morirá o terminará matando a todos los habitantes de Capadocia! ¡Él ya no es humano! ¡Se alimentará de ti cuando no le quede víctima alguna! —Arikel rugió como una fiera y luchó desesperado, intentando liberarse. —¡Por favor! —le rogué, tironeando de su túnica, ahogándome con mi propio llanto—. ¡No le hagas daño! ¡Él es lo único que tengo! A Similor le era imposible mantenerlo quieto. Lo soltó. Arikel cayó a mi lado. Lo abracé con fuerza. Y en ese momento oí el inconfundible sonido de la explosión de su sangre. El cuerpo de mi niño se desplomó. Murió ante mis ojos; levanté la mirada y sólo vi

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el puñal en la mano del viajero, resplandeciendo y goteando las lágrimas... —¿Lo

ves?

—exclamó—.

Era

necesario,

él

no

podía

controlarse... Furioso y colmado de dolor, subyugado, me eché sobre él, lo tomé del cuello y lo lancé lejos. Chocó contra el borde de la piscina y se quebró el espinazo; cayó al agua. Murió al instante, tal como había muerto mi Arikel. Mi esclavo, mi ángel, mi flor del desierto. Mi único y verdadero amor.

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Sinopsis

Víctor es huérfano y vive en el orfanato de Blue Lagoon desde que tiene memoria. Cuando los chicos grandes lo golpean, Vic se encierra en el cobertizo a comer insectos. Una tarde de verano, un mago llamado Jonathan llega al orfanato para entretener a los niños y en cuanto lo ve, Vic se siente misteriosamente atraído por él. Ambos comienzan una ambigua relación de amistad y el chico descubre que Jonathan también tiene afición por los insectos. Vic

no

comprende

la

naturaleza de sus sentimientos. Llegado a la adolescencia, su obsesión por el mago lo lleva a hacer cosas que jamás había imaginado hacer.

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Sul-li Un hombre adopta un niño de doce años que guarda un terrible secreto.

"En vano, me asomé hacia el vacío, hacia la nada, hacia la miseria humana, hacia la infamia de Dios. Babilonia parpadeaba, mojada, fría, incandescente. Y me dije a mí mismo lo que ya todo el mundo sabía, lo que todo el mundo callaba: —Estás agonizando." DESCARGA

EMILIENNE Y OTROS CUENTOS

Emilienne... es una pequeña antología de cinco relatos fantásticos y de terror, que tienen en común la

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presencia de relaciones homosexuales.

Doce menos cuarto (fantasía) Cóctel de bodas (terror) Emilienne (fantasía) El circo nocturno (terror) Hoy no hay eclipse (fantasía/vampiros)

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MÁS QUE A NADA EN EL MUNDO Erik, de diecisiete años, vive con su madre depresiva y alcohólica. Cuando ésta contrae matrimonio, el joven se da cuenta de que tendrá que abandonar su casa: no soporta las palizas de su padrastro, quien lo maltrata por ser homosexual.

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Desahuciado, Erik encuentra cobijo en Gustav, un hombre de treinta y dos años que lo ama desde su juventud. DESCARGA

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