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... terminar de revisar los expedientes activos de Enrica. No encontró nada de particular, salvo por el caso de un mafioso que se dedicaba a estafar al Medicare; ...
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El MANZANO TORCIDO UNA HISTORIA DE TRAICIÓN Y VENGANZA Volumen 2 de la serie ¿Justicia, venganza o redención? E. Robinson. Todos los derechos reservados.

KINDLE EDITION Copyright © 2014. E. ROBINSON www.facebook.com/enelcuartofrio [email protected]

Idea de la cubierta E. Robinson. Diseño de la cubierta de Ebook Launch (ebooklaunch.com). Corrección de estilo por Mónica Yáñez Castrillón. La presente es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y sucesos en ella descritos son producto de la imaginación del autor o se usan de forma ficticia. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia. El autor reconoce que la mención de marcas registradas en esta obra de ficción se ha hecho sin el consentimiento de los dueños de los derechos sobre las mismas. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el consentimiento previo y por escrito del autor.

Copyright © 2014 E. Robinson Todos los derechos reservados.

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A las Alexandras

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PRIMERA PARTE: LAS MANZANAS PODRIDAS

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CAPÍTULO UNO

Manhattan, Nueva York 23 de septiembre, 07:17 horas Tan pronto pagó por su desayuno habitual —un caffè latte y un panini caprese—, salió apresuradamente hacia su primera cita del día, la cual tendría lugar en uno de los bancos de los alrededores del Rockefeller Center, en pleno corazón de Manhattan. El sitio era ideal, pues quedaba a unos pocos bloques del deli donde usualmente paraba a comer algo antes de ir a la oficina. Al cabo de unos minutos de caminar a paso rápido, la fiscal federal adjunta Enrica Mostelli llegó al Rockefeller Center, donde ya se congregaba una gran cantidad de turistas que visitaban las atracciones de la zona y se mezclaban con los oficinistas, que se dirigían con prisas hacia sus lugares de trabajo. Su amiga ya aguardaba sentada frente a una de las tiendas ubicadas en el nivel de la calle del legendario complejo de edificios. Cuando la vio, la mujer se puso de pie y la esperó con los brazos abiertos. Se dieron un breve pero efusivo abrazo y se sentaron a charlar sin más preámbulos. —Enrica, ¿cómo van las cosas? —No muy bien. Hay demasiado trabajo en la fiscalía y no podemos contratar ayuda, ni siquiera de manera temporal. Vamos a tener que priorizar los casos, y algunos expedientes deberán ser transferidos al personal con menos experiencia. Ambas eran fiscales federales adjuntas en distintos distritos federales de los cuatro que cubrían el estado y la ciudad de Nueva York. Enrica era encargada de su unidad y reportaba directamente al fiscal federal del Distrito Este, y Elizabeth (Liz) Ferdain era una especie de comodín en la Fiscalía Federal para el Distrito Sur, donde se dedicaba a prácticamente todo tipo de casos, pues aunque pertenecía al departamento de Crímenes Financieros, no era inusual que el fiscal en jefe le asignara tareas de otra índole. Como las colegas trabajaban en oficinas de diferentes distritos, solían verse en lugares intermedios cuando tenían la oportunidad. —Te noto preocupada. ¿Ocurre algo además de la excesiva carga de trabajo? — preguntó Liz. —No, no… Bueno, a decir verdad, he recibido por email una… advertencia

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anónima. No te voy a negar que eso me tiene mortificada —confesó Enrica. —¿Advertencia? ¿No será más bien una amenaza? En cualquier caso, no es la primera vez que recibimos ese tipo de cortesía por servir a la ley y a la justicia. ¿Qué tiene esa advertencia de especial? —No mucho realmente, pero por alguna razón me inquieta —contestó Enrica en voz baja. —¿Pero por qué?, ¿de qué se trata? —insistió su amiga. —Seguramente es algún exconvicto, que está desahogándose conmigo. —Deberías comentárselo a tu jefe. Quizá sea prudente que os pongan protección por unos días, ¿no crees? —No, no es buen momento. Andamos cortos de recursos en todos los sentidos. Si no hay nada más aparte de la nota, no podríamos solicitar protección; ya sabes cómo funciona esto. —Ya, pero al menos prométeme que tendrás cuidado. Esas cosas siempre son delicadas, aunque, en realidad, no me has contado mucho que digamos —se quejó Liz. —Es que no hay mucho que contar; solo fue un mensaje… Ya hablaremos de eso, ¿sí? —Claro, Enrica, no hay problema. Solo una cosa más y te dejo tranquila. Conservas la comunicación, ¿verdad? —Pues lo cierto es que me deshice de ella. No le di importancia en aquel momento. Hablaron un par de minutos más sobre quedar a tomar unas cervezas en el fin de semana, hasta que una alarma del teléfono móvil de Enrica les indicó que ya era hora de terminar su amena conversación. Las amigas se pusieron de pie, se despidieron con un beso en la mejilla, y luego cada una tomó su camino. Enrica Mostelli era hija de un italo-americano, nacido y criado en Brooklyn, que en sus años mozos fue un gran defensor de los derechos de los indígenas norteamericanos. En esos afanes conoció a Aurora, una pies negros de pura cepa de la que había heredado su larga y negra cabellera, que llevaba suelta solo en contadas ocasiones y que le daba un aire exótico a su tez clara pero con facciones indígenas. Enrica había tenido una carrera destacada en el Departamento de Justicia, hasta el punto de ser la abogada más joven en llegar a supervisar una unidad en el circuito de fiscales federales de Nueva York, la de Delitos de Narcotráfico. En los últimos años, su interés por mantenerse en el manejo activo de los casos le había impedido ascender a otros puestos dentro de la burocracia federal. En la actualidad se dedicaba a asuntos de corrupción política y, por supuesto, colaboraba en cualquier otro caso en que los insuficientes abogados ayudantes necesitaban que les echaran una mano. Estuvo casada por casi dos años con un abogado corporativo, con quien rara vez podía coordinar la agenda, por lo que ella misma decía, con cierta melancolía, que la duración real de su matrimonio había sido de sesenta y tres días netos. No habían tenido hijos. En resumen, podía decirse que Enrica Mostelli era una mujer volcada en su trabajo, una abogada de éxito, sin preocupaciones. Sin embargo, desde que recibió, hacía ya

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algunas semanas, el correo electrónico con el mensaje que le mencionó a su amiga Liz, no había estado tranquila. «Arrepiéntase o su pasado podría reencontrarse con usted. Si no confiesa ahora, pagará con su vida». Esas palabras invadían sus pensamientos con frecuencia y la habían convertido en una persona distraída y sin la energía habitual. Por ahora, había podido mantener la compostura delante de todo el mundo… excepto con Liz. Su amiga la conocía demasiado bien. «Con ella no podré evitar el tema demasiado tiempo», pensó. Y así había sido. Enrica caminaba rumbo a la estación de metro y ya estaba a menos de un bloque de distancia, pero decidió hacer una parada previa para comprar algo de comida. Era normal en su oficina que quien llegara más tarde llevara algo de comer o beber para los siempre hambrientos fiscales, cuyas jornadas solían sobrepasar las doce horas diarias. Se desvió un par de calles y entró a una pequeña repostería en la que ya había estado antes y pidió una docena de rosquillas. Pagó con su tarjeta de crédito y salió de nuevo con el paso rápido que ya se había convertido en la única velocidad que sus piernas conocían. Había recorrido unos cuantos metros cuando lo vio. El sujeto llevaba un suéter con una capucha y unas gafas de sol grandes que no dejaban distinguir su rostro. Venía directamente hacia ella, por lo que instintivamente se hizo a un lado para dejarle paso. Solo tuvo tiempo de ver una pistola que le apuntó antes de caer en la acera con un disparo entre las cejas. No hubo ningún ruido. Para cuando sus pulmones tomaron aire por última vez, su asesino ya había cruzado a la acera de enfrente. Nadie reparó en el cuerpo inerte de la fiscal hasta casi medio minuto después, cuando una señora que paseaba un pequeño chihuahua se encontró con que había un cuerpo bloqueando la acera.

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CAPÍTULO DOS

Arlington, Virginia 11 de septiembre (doce días antes de la muerte de Enrica Mostelli), 08:42 horas Daniel Drogham escuchaba a su supervisor Wilson P. Ramsfeel, el jefe de operaciones de la Drug Enforcement Administration (universalmente conocida por sus siglas, DEA). Lo que le comentaba era trascendental para su carrera. —Daniel, el director se va a retirar antes de que finalice el año, tal vez mucho antes. Ya me lo ha comentado, y también me ha dicho que el Presidente está al tanto, y que me ha recomendado para sucederle en el cargo. Como sabes, la Casa Blanca ha dado muestras de preferir a agentes de carrera para las agencias federales, como ocurrió con el Bureau el año pasado. —Se refería al Federal Bureau of Investigation, el respetadísimo FBI. Drogham le seguía con suma atención. No solo tenía una excelente relación con su superior, sino que tras sus veintisiete años en la DEA, Drogham conocía muy bien la organización y los intríngulis políticos. Sabía qué hacer para ser tomado en cuenta para posiciones más altas en la DEA. —Si llegan a nombrarme director, no dudes que contaré contigo para alguna posición estratégica, tal vez la que tengo hoy en día… Podría recomendarte al Presidente. —Gracias, señor, para mí sería un honor —dijo Drogham con entusiasmo. —Daniel, lo que quiero es que te asegures de que no tengamos ruidos innecesarios en las próximas semanas. Nuestro futuro depende de que todo esté bajo control, ¿entiendes? —Sí, señor, está claro. —Seguimos en contacto. Tengo otras personas a las que atender. Gracias por todo. Drogham se puso de pie, pues era obvio que la reunión había terminado, y abandonó el despacho del jefe de operaciones de la DEA con una sonrisa que no podía disimular. Daniel Drogham, conocido en casi toda la DEA como «Drog», había sido marine. Había querido serlo desde niño. Además, en aquel entonces parecía la única salida a la

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proliferación de bandas y drogas en su vecindario. Cuando cumplió su servicio, se matriculó en la universidad y se aplicó para trabajar en la DEA, donde su mayor credencial era que hablaba español con fluidez. Pasó las pruebas con buenas calificaciones, y al poco tiempo de haber sido nombrado agente, se encargó de extraer información a un primo lejano que se dedicaba al tráfico de drogas a pequeña escala. De la noche a la mañana, la DEA contaba con un nuevo portento en labores de inteligencia. Las informaciones que Drog conseguía para la agencia antidrogas en aquella época, en la que la vigilancia electrónica no era tan determinante, eran oro puro. Así fue como Ramsfeel se fijó en él, y desde entonces habían trabajado juntos. Drog siempre había sido un oficial ambicioso que valoraba por encima de todo la lealtad de sus subalternos. Entre otros rumores, había uno que decía que solía poner a prueba a sus colaboradores en situaciones de legalidad dudosa. También se decía que sus cercanos gozaban de privilegios y su apoyo incondicional. A poca gente le cabía duda de que Drog contaba con la confianza irrestricta de Ramsfeel y eso, dentro de la DEA, era mucho decir en verdad.

Bogotá, Colombia 23 de septiembre, 09:33 horas —Buenos días, Álex. —La voz del recién promovido mayor Abelardo Morales sonaba congestionada, pero con la energía habitual. —Buenos días, mayor. Le traje un cafecito. —Álex Mendoza sabía que a su jefe le encantaban los cortaditos y que, a pesar de las recomendaciones de su médico, se tomaba al menos ocho «tacitas» al día. —Álex, sobre lo que estuvimos conversando el otro día, ¿recuerdas? —El detective asintió con la cabeza—. Pues bien, aquí tengo toda la documentación. Oficialmente estarás colaborando temporalmente con el equipo de Narcóticos con el objeto de ayudar en una tarea conjunta con la DEA en Estados Unidos. Tus funciones concretas te las explicarán allá. —Entendido, mayor. ¿Alguna recomendación? —Mantén a tu novia al margen de esto, por favor. —El oficial tenía el rostro serio, como de costumbre—. No te busques problemas con los estadounidenses. —Gracias, jefe. Ya nos veremos después. El teniente Álex Mendoza era uno de los mejores detectives de todo el Cuerpo de Policía colombiano y, sin embargo, se le conocía más por ser el tipo más guapo de la comisaría que por ser un policía dedicado y honesto. A pesar de su corta edad, ya era todo un veterano y contaba con la confianza plena del comandante Morales.

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Álex salió de la oficina de su superior y fue a buscar a su compañera, la detective Sarah Sánchez. No le tomó mucho tiempo encontrarla, pues justo venía caminando por el pasillo. Ya habían hablado de ello antes, por lo que Sarah sabía que en algún momento se quedaría temporalmente sin el que había sido su compañero por años. —Hola, Álex. —Tan pronto vio su expresión supo lo que ocurría—. ¿Cuándo te vas? —Me marcho mañana mismo. Tenemos que hablar de los casos pendientes. —Por supuesto. Dame unos minutos y enseguida me reúno contigo. Sarah siguió hacia el servicio de señoras y se perdió de la vista de Álex. El detective se quedó pensando en su compañera, la misma que le había sacado de apuros tantísimas veces. «Voy a extrañarla», pensó. Se dio la vuelta y se dirigió a su escritorio. Mientras, en los lavabos, Sarah miraba su rostro moreno frente al espejo. Tenía los ojos tristes.

Nápoles, Italia 29 de julio (ocho semanas antes de la muerte de Enrica Mostelli) Sophie Derrauve, o más bien la ex-agente de la DEA Tanya Dawson-Mayora, revisó por segunda vez su equipaje. Llevaba un bolso de mano con una muda de ropa limpia, dinero en efectivo y un segundo teléfono móvil. Tanya era una ex-agente de la DEA cuya promisoria carrera se vio frustrada cuando el narcotraficante Robert Gordillo le tendió una trampa, con la ayuda de algunos agentes corruptos de la organización. A raíz de esto, además de presenciar la muerte de su compañero, el agente Julian Procter, Tanya pasó una larga e infernal temporada en prisión. Mientras cumplía su condena perdió a su madre, su padre la repudió y sus ganas de vivir fueron desplazadas por un corrosivo deseo de desquitarse de lo sufrido. Así las cosas, desde el primer día que salió de la cárcel estuvo trabajando en un elaborado plan para destruir a Gordillo. Hoy en día, Gordillo seguía entre rejas, pero no por narcotráfico. Aunque Tanya entregó —de manera anónima, por supuesto— una caja repleta de evidencias a la Policía colombiana y a la DEA, muchas de ellas no cumplían con el debido procedimiento. No obstante, sí contenían suficiente información para determinar que Gordillo había evadido millones de dólares en impuestos de manera sistemática, y quedó demostrado —aunque no serviría para procesarle— el vínculo de este con algunos de los cárteles más poderosos de México y Sudamérica. Sea como fuere, la rendición de cuentas de Gordillo, para satisfacción de Tanya, había salido muy bien: aparte de su encarcelamiento y la confiscación de una parte importante de su fortuna, una de sus dos hijas fue condenada por intento de homicidio y secuestro. La otra, que ni siquiera conocía a Gordillo de antes, supo la verdadera

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historia de su padre y eso —o al menos era lo que pensaba Tanya— también debía de dolerle al capo. Y todo gracias al plan diseñado y ejecutado casi a la perfección por Tanya y su compañero Saúl. Pero sabía que no todo fue color de rosa. Ella también tuvo su cuota de dolor en el proceso: su amigo Saúl murió mientras le ayudaba en ese trabajo. Ahora, solo quedaba un cabo suelto para poder continuar con el que se había convertido en su único propósito de vida: su informante. La mujer pelirroja que le había pasado información clasificada de la DEA y otras más que le habían costado una fortuna, pero que para Tanya había sido un precio irrisorio por la utilidad que les sacaría cuando se lo hiciera pagar a los que desgraciaron su vida. Tenía que arreglar lo de la pelirroja. Cierto que había sido muy útil y discreta hasta el momento. Nadie podía vincularla a los hechos que ocurrieron en Colombia hacía ahora unos meses, y que condujeron a la encarcelación del narco Robert Gordillo y de su hija Laura y que costaron la vida a su leal ayudante Saúl. No podía permitir que sus futuros planes fueran puestos en riesgo por culpa de alguna filtración o un descuido. Sabía que tendría que resolver ese asunto antes de partir para Estados Unidos… es decir, ese mismo día. Revisó el cargador del arma y la colocó en la pistolera que llevaría debajo de la chaqueta de lino. Luego se paró delante del espejo y, mientras se abotonaba la blusa, se fijó en la cicatriz en forma de estrella que le había quedado en el vientre desde el nefasto día en que cayó en la trampa de Gordillo. Respiró profundamente para calmar un poco la ira que aquel recuerdo le provocaba. No tenía tiempo para perder, así que continuó con su transformación en Sophie. Cubrió su pelo castaño con una peluca y ocultó el verdor de sus ojos con unos lentes de contacto. Salió de la pensión caminando con su ligero equipaje. Todavía tenía una hora antes de encontrarse, esperaba que por última vez, con su informante de pelo cobrizo y gafas vintage.

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CAPÍTULO TRES

Manhattan, Nueva York 23 de septiembre, 12:16 horas Elizabeth llegó a la callecita donde yacía el cuerpo sin vida de su amiga Enrica y caminó apesadumbrada hacia la cinta amarilla que el Departamento de Policía de Nueva York había colocado para acordonar la zona. Liz fue la primera en su clase en la Universidad de Columbia. Rechazó ofertas de algunos grandes bufetes de abogados y decidió, como muchos jóvenes idealistas de aquel entonces, probar con el ministerio público. Esa prueba había durado veinticinco años y todavía sentía la misma pasión por la justicia y el cumplimiento de la ley. Había tenido dos matrimonios, ambos fracasados, y un hijo en las Fuerzas Aéreas que estaba destinado en el extranjero… en Japón o en Alemania, eso no lo tenía muy claro de momento. En realidad, no había mantenido la mejor de las relaciones con su hijo desde que, con quince años, este decidió marcharse a vivir con su padre; cosa que al final Liz no solo comprendió, sino que consideró había sido la mejor decisión para todos. Había conocido a Enrica cuando ambas coincidieron como asistentes legales en la Fiscalía de Nueva York. Allí forjaron una amistad que se fortaleció aún más cuando ambas entraron, casi al mismo tiempo, a trabajar en el sistema de fiscales federales. Desde entonces se volvieron inseparables. Un policía uniformado se le puso enfrente, pero cuando Liz le mostró sus credenciales de fiscal federal adjunta, le dio paso de inmediato. Otro agente, este alto, de tez oscura, vestido de civil y con la placa del DPNY colgada al cuello, la atendió. —Buenos días, licenciada Ferdain; me dijeron que venía de camino. Soy el detective Joe White. Lamento lo ocurrido. He sabido que usted y la señora Mostelli eran amigas. —Gracias, detective. —El tono de Liz fue educado pero algo cortante—. Le voy a pedir que no toquen nada de la escena del crimen. Se trata de un asesinato bajo la jurisdicción federal, por lo que el FBI se hará cargo de la investigación. —Disculpe, señora Ferdain, pero por el momento se trata de la muerte de una persona bajo la jurisdicción de la Policía de Nueva York. Temo que no será posible hacer lo que me pide.

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—Escuche, detective, no se busque problemas. Llamaré al alcalde si es necesario, pero nosotros nos ocuparemos del caso. Mientras tanto, ¿sería tan amable de informarme sobre lo que ha encontrado? Joe White llevaba los años suficientes en el Cuerpo. No era la primera vez que tenía algún tipo de conflicto con los federales, pero era consciente de que se trataba del asesinato de una fiscal federal adjunta. Podrían fácilmente considerarlo un crimen relacionado con sus funciones o esgrimir cualquier otro argumento para restarle jurisdicción. No iba a discutir eso con Ferdain; ya tendría ocasión de conversar sobre ello su comandante. Decidió bajar un poco la guardia; eso ayudaría. —Señora, lo único que sabemos hasta ahora es que la señora Mostelli fue alcanzada por una bala disparada desde una distancia relativamente corta, probablemente un arma calibre 9 milímetros. Está casi confirmado que usaron un silenciador, pues nadie escuchó ningún disparo, y no parece que se tratara de un atraco. Encontramos dinero en efectivo y otras pertenencias de la señora Mostelli en completo orden. —Pero alguien debe haber visto algo. Es imposible que a esa hora no hubiera transeúntes en la calle. —Opino igual que usted. Ahora mismo estamos entrevistando a todos los residentes de este bloque; creo que pronto sabremos si alguien vio algo. Liz Ferdain se quedó mirando el cadáver cubierto de su amiga. Sentía que iba a romper en llanto, pero no podía darse ese lujo. No allí. No en ese momento. —Señora, me han dicho que se citó usted con la fiscal Mostelli un rato antes de que fuera asesinada. ¿Tiene alguna idea de quién puede haber hecho esto? —Detective, el problema es… —Liz miró detenidamente al policía—. El problema es que la lista es muy larga.

Arlington, Virginia 13:28 horas El agente especial supervisor Daniel Drogham era encargado de una unidad táctica especial de la DEA que reportaba únicamente al director adjunto Ramsfeel. Dicha unidad había sido conformada unos años atrás para atender algunas necesidades operacionales especiales y tenían jurisdicción para «meter su cuchara» en casi cualquier asunto manejado por la agencia antidrogas. Para el resto de las secciones y departamentos de la DEA, el grupo del agente Drogham suponía una auténtica molestia. Algunos consideraban un error tener un equipo con tan amplios poderes, pero lo cierto era que Drog y su gente habían ayudado a dar algunos de los golpes más contundentes a los cárteles mexicanos y colombianos que traficaban con cocaína y la introducían en Estados Unidos. En varias veces condecorado agente Drog era, para muchos, un futuro jefe de operaciones, como recién le había indicado el mismo Ramsfeel.

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Drog tenía una hoja de servicios impresionante y fama de cumplir siempre sus asignaciones. Precisamente para eso había reunido a sus dos hombres de más confianza: para trazar un plan de cómo concluir los asuntos más relevantes, pues preveía que la unidad que comandaba pronto pasaría a manos de otro agente, a poder ser, uno de sus lugartenientes. Se sentaron en una pizzería no muy lejana del edificio donde tenían sus oficinas. Era hora de almorzar, por lo que ordenaron un calzone para cada uno y el té helado del lugar, famoso tanto por su buen sabor como por la abundancia con que era servido. —Señores —comenzó a hablar Drog—, hay que apurarse con un par de proyectos que tenemos pendientes, pero debemos andarnos con discreción. No podemos llamar la atención sobre nuestro equipo. Ramsfeel no quiere ruidos en estos días. —Claro, jefe —habló el agente Michael Porta. —No hay problema —lo secundó el agente Ralph Forks. Drog tomó un expediente de la carpeta desteñida que siempre llevaba encima y se la tendió a Ralph. —Forks, aquí tienes información que te será útil. Recuerda que es una operación no oficial, pero creemos que esta persona podría estar cooperando con algunos jefes del narcotráfico y dificultando el trabajo de la organización. Debemos darnos prisa en localizarla. ¿Cuento contigo? —Por supuesto, jefe. Drog le pasó el dossier a Ralph, y acto seguido le entregó otro a Michael Porta. —Porta, esta es la lista de las operaciones que tenemos en curso. Por favor, tratemos de avanzar en ellas, pero con prudencia. No queremos que Asuntos Internos esté encima de nosotros de nuevo metiendo las narices, ¿entendido? —Sí, señor —respondió militarmente Porta. —Perfecto. Nos vemos mañana. Drog se puso de pie y se marchó del establecimiento. Minutos después, los dos agentes salieron de la pizzería en sentidos opuestos. Ralph Forks se subió a su diminuto coche deportivo y cerró la puerta. Suspiró, aún sin ponerlo en marcha. Estaba agotado. La noche anterior tuvo que supervisar una operación de vigilancia que su jefe le había encargado a él directamente. Tenía algunos hombres que podía utilizar, pero cuando se trataba de un encargo de Drog, tenía que atenderlo personalmente. Lo mismo que ocurriría con el asunto que le había pasado en la pizzería. Aunque ya lo sabía de antemano, Forks miró a todos lados para asegurarse de que no había nadie cerca antes de abrir el dossier y descubrir a quién tenía que localizar. Dentro había un formulario con información de carácter personal y una fotografía de una mujer de pelo castaño, de unos veinte años y ojos color miel. Era una fotocopia a color de la ficha de la DEA de Tanya Isabel Dawson-Mayora.

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Bogotá, Colombia 16:08 horas Álex Mendoza conversaba por su móvil animadamente. —¡Claro, cielo! Procuraré no llegar muy tarde, pero aún me falta recoger algunas cosas personales que hay en mi escritorio. Además, tengo que coordinar con Sánchez las asignaciones que ya no podré concluir. Del otro lado de la línea, Gabriela Caimos daba paseítos de arriba abajo mientras hablaba. Tenía el rostro iluminado y conversaba con el ánimo de una quinceañera. —De acuerdo, Álex. Te veo en casa. Gabriela era una joven reportera que se dedicaba al periodismo de investigación. Había sido reconocida numerosas veces durante su carrera por la solidez de sus trabajos y por haber demostrado un gran coraje al revelar datos comprometedores de políticos, militares e incluso algunos poderosos narcotraficantes. En sus continuos contactos con la Policía conoció a Álex, y casi de inmediato supo que el detective era mucho más que tío atractivo. Y cuando comenzó a salir con él, Gabriela confirmó no haberse equivocado sobre lo que desde el primer día vio en aquel guapetón policía: un hombre sensible, honesto y con una tremenda necesidad de cariño. Luego de varios meses de novios, habían decidido vivir juntos. Álex se mudó al apartamento de ella y solo mantenía el suyo como una especie de almacén de todas las cosas que fue acumulando durante una larga soltería. Álex se despidió cariñosamente de ella y colgó cuando vio a Sarah Sánchez sentarse frente a él, al otro lado del escritorio. —Oye, Álex, te diré la verdad. No me gusta mucho eso de que la gente de la DEA haya pedido un liaison local y que te hayan escogido a ti. Tenía que haber sido alguien de Narcóticos, no tú. Ya bastantes problemas tenemos como para que, encima, te pongan a bregar con esas cosas. Él miró con ternura a su compañera de tantas aventuras. Sentía ganas de abrazarla y agradecerle por todas las veces que le había salvado el pellejo, por todas las veces que había asumido sus culpas, por todas las veces que le había apoyado aun sin tener la razón. En seguida descartó la idea. Entre policías esas eran muestras de debilidad. «Hasta la misma Sarah se sentiría avergonzada», pensó. Así que Álex se limitó a entregarle un fardo de expedientes, de una libreta llena de apuntes, y procedió a enumerarle sus tareas pendientes.

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CAPÍTULO CUATRO

Manhattan, Nueva York 23 de septiembre, 17:09 horas En todo el tiempo que llevaba como miembro del circuito de fiscales federales, Liz nunca había conocido a una profesional más íntegra y comprometida que Enrica. Su muerte no solo la dejaba sin el mejor ejemplo de entrega y coraje que había conocido en su carrera, sino también sin su mejor amiga. La honraría destruyendo a quienquiera que su estuviese detrás de su muerte. Se lo juró a sí misma en el mismo instante en que vio el cadáver de su colega con un tiro en pleno rostro. Cerró las puertas de su despacho y lloró en silencio por su amiga.

Arlington, Virginia 18:12 horas Drog sabía que no podía fallarle a su jefe, el «futuro director» de la DEA. Tenía que resolver los asuntos pendientes sin que a Ramsfeel le salpicara ni una sola gota de la mierda que él había pisado durante todos esos años mezclándose con mafiosos, drogadictos, burócratas y algún que otro santurrón que a veces hacía las cosas más complicadas de lo que debieran. Le preocupaba especialmente la porquería de una de aquellas heroínas: la ex-agente Tanya Dawson, la que casi le echó a perder su carrera en la DEA. Por suerte, fue la carrera de Tanya la que se echó a perder, mientras que la de Drog despegó y subió como la espuma. A pesar de que no tenían ninguna prueba ni siquiera de que Tanya estuviese viva, lo cierto es que el montón de datos y pistas con que las autoridades colombianas extraditaron a Gordillo le indicaban claramente a Drog que ella andaba detrás de todo esto. No tenía forma de probarlo, pero tampoco le importaba. No dejaba de ser un asunto del que tendrían que ocuparse ellos mismos. «Y más pronto que tarde», pensó.

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Sabía que Gordillo era un narco de la vieja guardia; no hablaría. Es más, tal vez podría ayudarles a neutralizar a Dawson. Desde que atraparon a Gordillo, Drog había activado una discreta y extraoficial búsqueda de Tanya Dawson. No había progresado nada en realidad, pero eso podría estar a punto de cambiar.

Manhattan, Nueva York 18:47 horas Liz logró convencer a su jefe de que la muerte de Enrica estaba vinculada a su trabajo como fiscal federal, por lo que este aceptó finalmente involucrar al FBI, con la condición de que ella les dejara trabajar y no metiera las narices en la investigación. Ella era, por lo general, respetuosa de las órdenes directas, pero «En esta ocasión no sería posible», se dijo para sí misma. Por eso es por lo que, escondidas de su jefe, pidió acceso a todos los expedientes que había manejado Enrica en los últimos años. Algunos los descartó de inmediato, bien por el tipo de delito, bien por el perfil de los acusados. Aun así, su amiga había llevado una gran cantidad de casos; tantos que le sorprendió. Al fin había encontrado a alguien que trabajaba más que ella. Se quedó pensando en la advertencia de la que su amiga le había hablado esa misma mañana. Por alguna razón no se lo había comentado a su jefe pero, de ser ciertas sus sospechas, la respuesta a su asesinato podría estar allí, en uno de esos expedientes.

Alexandria, Virginia 24 de septiembre, 06:06 horas Como todos los días, lo primero que hizo Drog fue leer el periódico que recibía cada mañana antes de las 07:00 horas. Aunque no le resultaba extraño leer las noticias en la Internet, había optado por mantener la costumbre de ojear el periódico como en la época en que fumar un cigarrillo junto a una taza de café y los titulares del día era lo más natural del mundo. Hoy, el cigarrillo era el gran ausente, pero seguía tomando la misma marca de café y leyendo la misma edición matutina todos los días, excepto cuando salía de la ciudad por cuestiones de trabajo. Cuando iba por el segundo sorbo de su taza vio la tan ansiada noticia: el actual director de la DEA confirmaba su renuncia al cargo. «En su encuentro con la prensa, comunicó a los periodistas que correspondía al Presidente anunciar a quién nominaría

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para su puesto». Dicho nombramiento, según sus propias palabras, «debería completarse en no más de cinco semanas, pues debía atender asuntos de salud y familiares urgentes». «Mucho antes de lo que esperaba», se dijo Drog. Dejó el periódico sobre la mesa y se levantó para contemplar el pequeño jardín de su casa. No pudo contener una sonrisa. Si su jefe pasaba a ser el director de la DEA, él sería promovido, sin lugar a dudas. Todavía sonriendo, Drog entró a su habitación y fue directo al cuarto de baño. Se quedó contemplando su rostro frente al espejo. Le dio la impresión de que ese día tenía más pecas que nunca.

Bogotá, Colombia. Aeropuerto Internacional El Dorado 07:41 horas Álex tomó el último sorbo de su café. Tan pronto soltó la taza, sujetó las manos de Gabriela Caimos y la miró a los ojos. —Gabriela, me han dicho que serán solo cinco semanas pero, si por alguna razón debo quedarme más tiempo en Estados Unidos, quiero que me visites sin falta, ¿de acuerdo? —Claro, Álex… Aunque, la verdad, no creo que pueda esperar ni siquiera una semana. Te juro que si no me hubiese comprometido con varios reportajes para el periódico, te acompañaría ahora mismo —le dijo en un tono que rebosaba ternura. En los paneles de información de la terminal el vuelo de Álex se colocó en primera posición: partiría puntualmente. Eso apenas le dejaba tiempo para cruzar la zona de seguridad y embarcarse en el avión. La pareja se puso de pie. Se estaban besando cuando el teléfono móvil de Gabriela comenzó a timbrar inoportunamente. Miró la pantalla: era de su oficina. También ella tenía que despedirse. Álex dio la vuelta y se dirigió al puesto de chequeo. Ella lo observó hasta que su figura se tornó borrosa por las lágrimas que brotaban sin control de sus ojos.

Manhattan, Nueva York 08:17 horas Liz había pasado la noche en vela, pero pudo terminar de revisar los expedientes activos de Enrica. No encontró nada de particular, salvo por el caso de un mafioso que se dedicaba a estafar al Medicare; el resto de los casos eran relativamente