Dos cubanos en el exilio

4 oct. 2008 - curador por años del MoMA y director ge- neral de la última edición de la Bienal de. Venecia, eligió la obra de Félix González-. Torres para ...
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Dos cubanos en el exilio POR ALICIA DE ARTEAGA De la Redacción de La Nacion

osa de la Cruz repite una y otra vez, del otro lado de la línea, que conocer a Félix González-Torres le cambió la vida. Cubanos en el exilio, ambos venían de mundos distintos y de experiencias diversas, pero compartían la vivencia entrañable de la pérdida y el desarraigo. Para Félix, la infancia era la foto congelada de la familia en una isla lejana, que con el tiempo convertiría en el rompecabezas de sus obras. Cuenta Rosa que él había salido de niño de Cuba gracias a un programa llamado Pedro Pan, auspiciado por los padres franciscanos, y liderado por fray Antonio, para instalarse en una casa cerca de El Escorial, en España. Tiempo despúes se mudó a Puerto Rico y se conocieron en Nueva York, cuando Rosa y Carlos, su marido, grandes coleccionistas con base en Key Biscayne, Miami, habían decidido dar un giro copernicano en sus compras y volcarse de lleno al arte contemporáneo. Ella recorría las galerías del Soho con Cristina Delgado, quien le presentó a Félix. Desde entonces fue su mecenas y gran amiga. Tal como recuerda Sonia Becce en el prólogo del catálogo imprescindible –editado por Malba-Fundación Costantini–, algunas de las obras más importantes proceden de la colección De la Cruz. Fue Rosa quien le acercó, en 1996, “con emoción y entusiasmo”, el mundo del artista a través de algunas de sus obras, cuando Becce estudiaba en el Bard College de Nueva York. Esa misteriosa fascinación que González-Torres supo irradiar a lo largo de su corta vida es lo que deslumbró también a Robert Storr. Quien fuera curador por años del MoMA y director general de la última edición de la Bienal de Venecia, eligió la obra de Félix GonzálezTorres para exhibir en el pabellón de Estados Unidos, además de incluir trabajos suyos en el Pabellón Internacional; esa doble presencia fue un privilegio que sólo compartieron la francesa Sophie Calle y el argentino Guillermo Kuitca. Rosa de la Cruz insiste en la “nostalgia repetitiva” como una condición constitutiva de la obra de FGT, una especie de pájaro en vuelo que nunca llega a destino; sin otra huella que la efímera pisada en la arena. Además del amor por Cuba y por el arte, Rosa y Félix amaban la cocina. Cocinar era un placer compartido, e intercambiaban los ingredientes de la sopa de bacalao. En el exceso de esa obra generosa y “distributiva”, Rosa de la Cruz advierte los riesgos asumidos por alguien dispuesto a producir en los bordes, en el límite. El último acto de amistad hacia Félix fue la edición de cien libros que celebraban la vida, una tirada especial que en una noche inolvidable en casa de los De la Cruz, Félix firmó de puño y letra... con lápiz.

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HUELLAS. En las calles porteñas se exhibe la imagen de una cama vacía, postal del amor perdido

en Nueva York lo salvó: en esa ciudad, la escena era muy estimulante. En los años 80, convivieron en la Gran Manzana muchos de los talentos más brillantes de la cultura contemporánea: los muy jóvenes Keith Haring y Jean-Michel Basquiat, la por entonces casi desconocida Madonna, el coreógrafo de vanguardia Bill T. Jones, el pintor y cineasta Julian Schnabel, la modelo, actriz y cantante Grace Jones, el fotógrafo Robert Mapplethorpe y el escritor –también cubano, exiliado, gay e infectado con el VIH– Reinaldo Arenas. En medio de esa exuberancia barroca de signos en estado de ebullición (como se puede ver en la selva expresiva de Basquiat o en los laberintos de grafitis de Haring), González-Torres optó por una obra que parece esconderse. La muestra antológica que ahora se exhibe en Buenos Aires, curada por Sonia Becce, es prueba de esa austeridad extrema. Es una apuesta al silencio, a la humildad, a la elegancia y a la apertura radical del sentido. Necesita que el que la observa la complete, la piense, la use. Las pilas de papeles, por ejemplo. Sobre el piso, reproducen distintas imágenes (una frase ambigua, una foto del agua en movimiento, un cuadrado rojo enmarcado por un cuadrado negro); las pilas van decreciendo a medida que el público se lleva la obra a casa. Pero ¿se lleva la obra? La obra no es la imagen que está en el papel sino la pila que se ofrece al deseo del espectador. La reposición constante de las reproducciones hace que la obra no se acabe nunca y a la vez esté permanentemente a disposición (una disposición que no la agota, porque es una idea, no una materia). Marxista y crítico del marxismo, González-Torres sueña una propiedad de todos que a la vez no es de nadie. Dos relojes que están sincroniza-

FÉLIX GONZÁLEZ-TORRES. En su obra, reflexiona sobre el amor

Estudioso de Foucault, lector de Borges y de Barthes, González-Torres desarma estereotipos, esas construcciones ideológicas que se producen desde los espacios de poder dos a la misma hora (“amantes perfectos”) representan, entre muchas otras cosas, el amor de González-Torres por Ross Laycock (muerto de sida en 1991, y cuya muerte fue un cataclismo para el artista). Pero los relojes funcionan con batería y, con el tiempo, uno se desincroniza del otro y luego se detiene. El amor no dura para siempre. Sin embargo, el curador puede volver a sincronizarlos (entonces, ¿el amor puede durar para siempre?). La obra se completa con el deseo del que la mira. Es decir: no se completa nunca. La de González-Torres no sólo es una obra inestable por su compleji-

dad conceptual sino por su recurrencia a resignificar el espacio en el que se la exhibe: los márgenes, los lugares no consagrados, los intersticios, los espacios de pasaje. Hay cortinas de voile sobre las ventanas. A través de otra cortina, de cuentas de plástico, se ingresa a la segunda sala de la muestra, con fechas y nombres escritos en el techo. Seis pequeños rompecabezas con fotos y cartas personales. Una alfombra de caramelos envueltos en papel plateado evoca la enfermedad que provocó la muerte de su pareja (y esa dulzura de un amor que se ha ido para siempre acompaña al visitante que se lleva un caramelo). Un afiche –que se exhibe en varios puntos de la ciudad– muestra la imagen de una cama vacía, pero en el hundimiento de las almohadas queda la huella de que alguien estuvo allí. En una tarima con luces, cada tanto, baila un muchacho ataviado con un pantaloncito plateado. Estudioso de la obra de Michel Foucault, lector apasionado de Borges y de Roland Barthes, Félix GonzálezTorres desarma estereotipos, esas construcciones ideológicas que se producen desde los espacios de poder y que se hacen pasar por “naturales” para parecer incuestionables (como la falsa idea de “familia natural”). Pero, a diferencia de otros trabajos contra el estereotipo, su obra no es aleccionadora, sino que libera por medio del vacío y la ausencia. Lo que está ausente es el sentido asegurado, definitivo. Esa ausencia nos dice que el sentido –eso que creemos, en lo que confiamos– es algo que se construye o se acata, depende de cuán crítico o imaginativo uno sea. Esa ausencia es su regalo secreto. Budismo portátil que desarma todas nuestras certezas y nos predispone a jugar como niños. Como niños que desenvuelven caramelos envueltos en papel plateado. © LA NACION

Sábado 4 de octubre de 2008 I adn I 27