De la villa 31 a la facultad de derecho de la UBA

14 feb. 2010 - la Facultad de Derecho de la UBA, Leandro. Halperín, el impulsor del programa univer- sitario, define: “Es un espacio de libertad y una de las ...
2MB Größe 13 Downloads 44 vistas
4

ENFOQUES

I

Domingo 14 de febrero de 2010

::::

Delito y sociedad

Aulas que frenan la violencia Continuación de la Pág. 1 presos que se han graduado en el CUD el porcentaje de reincidencia es casi nulo: sólo un 6% recae en el delito, según estadísticas de la UBA. El director del Servicio Penitenciario Federal (SPF), Alejandro Marambio, aunque no comparte las cifras reveladas por la UBA, es igualmente categórico en cuanto a los efectos que el sistema de estudio tiene sobre la población carcelaria: “Ayuda a bajar la reincidencia y quienes vuelven a la cárcel, luego de haber pasado por el programa universitario, no lo hacen por crímenes violentos”. El funcionario, que tiene a su cargo los más de 9.000 internos alojados en las prisiones federales, enfatiza: “Ya no son esos chicos violentos que se drogan, matan por cualquier cosa y desprecian la vida del otro. Eso no ocurre una vez que pasan por el CUD; eso se elimina. Generás un sujeto con otra conciencia social”. Desde el solemne salón de profesores de la Facultad de Derecho de la UBA, Leandro Halperín, el impulsor del programa universitario, define: “Es un espacio de libertad y una de las pocas herramientas que aumentan la inserción no conflictiva cuando los presos quedan en libertad: sólo el 6% de los 99 egresados volvieron a delinquir”. Juan José Princivalle, que hoy tiene 59 años y se recibió de abogado mientras purgaba su condena por el delito de estafas, no sólo estudió en la cárcel sino que, durante los años de encierro, se convirtió en uno de los principales promotores del programa: “El CUD te saca de la cabeza la cárcel de máxima seguridad y la incertidumbre del proceso. La llena de otras cosas: la cursada, los exámenes, los compañeros. Para mí, significó la diferencia entre la desarticulación mental y la vida”. Según el egresado, este espacio universitario inserto en el corazón del penal revoluciona las reglas que rigen en el mundo carcelario: “Nadie es violento entre 20 personas pacíficas y nadie es pacífico entre 20 personas violentas. Quienes vivimos en una celda –que son como las que pintan las películas– sabemos apreciar el CUD. Cuando trasponemos las puertas del centro, es otro mundo”. Así es como a lo largo de sus 25 años de historia, dentro de las paredes que delimitan los mil quinientos metros cuadrados que ocupa el CUD, nunca se ha registrado un hecho de violencia, a pesar de que los guardiacárceles no vigilan el centro. Autogestión y autodisciplina son los pilares de este experimento integrador que permite que de lunes a viernes, de 9 a 18, 160 internos sean trasladados desde sus pabellones a las instalaciones del centro para cursar materias de las cinco carreras que allí se ofrecen: Derecho, Ciencias Económicas, Sociología, Psicología y Filosofía y Letras. Autogestión: porque son los mismos presos quienes administran las doce aulas, el salón de actos, la sala de profesores, la cocina, la biblioteca –con más de 4400 libros, muchos de ellos donados por Ernesto Sabato–, la capilla donde se practican todos los cultos, dos patios internos, y un comedor en el que almuerzan 150 personas diariamente. Allí todo se delibera de manera democrática; tienen elecciones para elegir a su presidente, a la comisión directiva y al coordinador para cada carrera. Los alumnos intramuros concurren a clase y, al finalizar la jornada, deben reintegrarse a los pabellones, salvo diez estudiantes que por sus buenas notas y buena conducta pueden vivir en el CUD.

Una nueva posibilidad Hace 15 años que el profesor de Derecho de la UBA Gustavo Bobbio cruza las siete rejas de la cárcel de Devoto para dictar clase. “Los resultados de baja reincidencia que ofrece el CUD marcan que la gente que tiene la fortuna de educarse rara vez vuelve a delinquir”, observa Bobbio. Su opinión es respaldada por los datos estadísticos de la Organización de Estados Americanos (OEA) que muestran que el 90% de los reincidentes no asistió a los programas educativos en cárceles. En el CUD –coinciden los profesionales– los internos reciben de la sociedad una nueva posibilidad, que muchas veces no tuvieron antes: la oportunidad de pertenecer. El 23 % de la población penal de la Argentina no terminó la escuela primaria. Del total de presos del país, que suman 52.457, y a pesar del frondoso cuerpo normativo, tanto nacional como internacional –que garantiza el acceso a la educación de los internos desde el nivel inicial hasta el universitario–, sólo el 5% completó el secundario y el 2% tiene estudios superiores, según las últimas cifras del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación. El mismo informe destaca que, en el momento de ser detenidos, sólo el 9% tenía alguna profesión, y el 55%

De la villa 31 a la facultad de derecho de la UBA VICTOR CASTILLO Profesión: abogado Edad: 34 años

Víctor Castillo en la Facultad de Derecho: empezó a estudiar en la cárcel y se recibió en libertad FOTOS DE MAXIE AMENA

Rosana Alicia Locascio, Marcelo Taboada, Leandro Halperín y Juan José Princivalle frente a la cárcel de Devoto

MARCELO TABOADA Profesión: abogado Edad: 48 años

JUAN JOSE PRINCIVALLE Profesión: contador y abogado Edad: 59 años

La chance de una nueva oportunidad

Estudiar para vivir mejor el encierro

Fue a las 6 de la mañana, estaban sus hijos y su madre, tuvo la suerte de no ir en el camión de la penitenciaría sino que lo llevó en auto el director del penal: todos estos detalles se reúnen en la memoria de Marcelo para revivir el día en que recibió el título de abogado, después de cumplir cinco años de condena por estafas en la cárcel de Devoto. “El CUD es como una inyección mágica que da la UBA al realizar el trabajo que la sociedad en su conjunto debería hacer por los sectores más desprotegidos”, dice. “Te permite hacer como el ave fénix: renacer entre tus cenizas. A mí me permitió salir de la cárcel, ver dónde estaba y reflexionar.

Cuando Juan José Princivalle cayó preso por estafas, ya tenía título de contador. Por eso, el CUD le sirvió más que nada para desviar la vista de la locura, la angustia y la incertidumbre que se llora tras las rejas. “Me salvó mi pasaje por la cárcel, que tiende a despersonalizarte”. Una vez dentro, impulsó una de las cursadas más revolucionarias del programa universitario: alumnos presos y extramuros estudiando juntos. Pero según el egresado, que hoy ejerce como abogado, la función del CUD no se reduce a la obtención de un título, sino que devuelve al detenido una imagen de sí mismo. “En la cárcel sos sólo un preso; en el CUD sos un estudiante que está preso”, señala.

no tenía ni profesión ni oficio. A María Massa, que enseña hace 17 años psicología freudiana en la cárcel, le molesta la palabra reinserción. “En todo caso, se trata de una inserción. Los que cometen un delito y caen en el mundo penitenciario ya estaban al margen. En su mayoría se encontraban excluidos del sistema. La idea de la reinserción de quienes pasan por la cárcel es una mentira. La mayoría de las personas privadas de su libertad nunca estuvo en el circuito laboral, nunca cumplió una escolaridad; algunos hasta no tienen documento. Así que fijate hasta qué punto no estaban

integrados a la sociedad. Caen detenidos y el primer documento de identidad lo gestiona el sistema penitenciario”. Por eso dice que “el CUD viene a hacer lo que el Estado no hace”. El paso decisivo para ingresar en el CUD es haber cursado la primaria y la secundaria, y es aquí donde surgen los principales obstáculos debido a la falta de cupos disponibles para completar los estudios iniciales en el penal de Devoto. Para el encargado de llevar la academia tras las rejas, la cuestión deviene en paradoja. “La ley garantiza el derecho a la educación, pero no se les da maestros ni aulas para ejercerlo”,

Entrega de diplomas tras las rejas “Su documento”, pide un agente del Servicio Penitenciario Federal, antes de abrir la primera reja de la cárcel de Devoto. “Usted, espere aquí para la requisa”, le ordena a un hombre que ronda los 60 años, cargado con bolsas de plástico. Otras siete rejas hay que cruzar para ingresar en el espacio universitario, donde los agentes y sus uniformes grises desaparecen de la vista. Una pila de diplomas sobre una mesa, una fila de veinte largos bancos de madera y una gran pantalla blanca sugieren que es un día especial en el CUD. Un globo amarillo cuelga de los grue-

sos barrotes de una mínima ventana; un chico persigue a otro por los pasillos; los platos cargados de hamburguesas y papas fritas humean ante la mirada de las visitas que se acercaron al penal para acompañar a sus parientes. “Vienen de la verdadera cárcel. Muchos no sabían ni leer, ni escribir”, murmura el director del CUD, Leandro Halperín, entre aplauso y aplauso. La profesora de computación Nair Repollo, a cargo del curso dicta la UBA para contener a los presos no universitarios dentro de las paredes del CUD,

señala: “Muchos de nuestros alumnos no terminaron la primaria. Ellos incorporan lo que aprenden de una manera increíble y se fascinan por lograr escribir una carta para sus hijos y llevársela cuando los vienen a visitar”. A pocos metros de allí, José aprieta el diploma que acaba de recibir por haber cursado el taller de informática. A sus 21 años, es el primero que le dan. Siete meses atrás, sólo pensaba en salir a andar en moto y, después, a robar. “Salía a robar con un arma y quizás me tenga que comer 15 años preso por eso”, se lamenta,

mientras mira a su abuela, su mamá y su hermana que lo vinieron a visitar. “Es la primera vez que empiezo algo y lo termino”, dice contento, y estira el papel en el que se lee su nombre junto al de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA. Como el 23% de la población penal, José no completó la primaria. “No sé en qué invertí mi tiempo. Ahora quiero aprovechar: estudiar para salir y no volver a hacer lo mismo. Desde los 12 años vengo haciendo cosas malas. No quiero el mismo futuro para mis dos hijos”, dice.

se queja Halperín, y calcula que, de los 1680 internos en Devoto, sólo 40 cursan la primaria y secundaria. “Todos piden estudiar. Depende de las plazas que haya”, desliza el director del SPF, y admite que sólo el 20% de los internos de Devoto (336 presos) realiza los estudios iniciales, una cifra mucho mayor que la denuncian las autoridades del CUD. La primaria y secundaria dictada en las cárceles está organizada por el SPF a través de un convenio tripartito entre el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, el ministerio de Educación nacional y el de cada jurisdicción. En el caso de Devoto, existe un acuerdo con el gobierno de la ciudad de Buenos Aires para que los docentes enseñen en las tres aulas que hay y en un espacio de los entrepisos recuperado para esa actividad. Otro de los impedimentos que surgen para quien estudia tras las rejas es la amenaza del traslado, ya que al no haber armonía en los planes educativos no pueden hacer valer las materias rendidas en el nuevo destino. “Cuando los trasladan de cárcel a cárcel, pierden las materias aprobadas. Es desalentador. A la mayoría, los vence”, advierte Princivalle. “Somos muchos los que estamos dispuestos a luchar porque este espacio no sea invadido por ningún factor. El CUD es un lugar de libertad dentro del encierro; el lugar donde el libre pensar flota en el aire, se respeta, se valora y se cuida”, defiende Rosana Locascio, que enseña Derecho Penal en la cátedra de Zaffaroni en el CUD.

Política de seguridad Por primera vez en su historia, el 29 de diciembre de 2008, la UBA presentó un recurso de amparo contra el director del SPF para que se detengan las “sistemáticas obstaculizaciones” ejercidas contra el desarrollo de las actividades educativas. En la presentación se especifica que esas trabas al normal desarrollo del programa UBA XXII pueden provocar su cierre. Casi exactamente un año después, el 18 de diciembre de 2009, se firmó una resolución ministerial que podría alentar un cambio de rumbo. En el documento, el SPF se compromete a garantizar la estabilidad de los estudiantes presos para que puedan continuar sus estudios en Devoto sin correr el riesgo de ser trasladados. Pero más allá de estos desencuentros y pese a las divergencias que aún subsisten entre el SPF y el CUD, todos coinciden en que la posibilidad de estudiar durante el tiempo de encierro no sólo rompe con la noción de cárcel como sórdido depósito de seres humanos, sino que también se revela como una eficaz política de seguridad. Así lo confirman las estadísticas de reincidencia y la notable disminución de conflictividad interna entre los reclusos. Los índices de violencia que se disparan en los meses de verano, con las vacaciones, les dan la razón. “El programa demuestra que, cuando el conocimiento se distribuye de manera horizontal y democrática, la gente –en general– elige vivir de manera no conflictiva con el resto de la sociedad”, sintetiza Halperín. Su mirada se alinea con la del director penitenciario que afirma: “Lo que es seguro es que el programa no sólo reduce violencia intracarcelaria, sino la extracarcelaria que nos preocupa a todos”. Cada año, 18.000 personas ingresan en el SPF y cada año más de 9000 presos salen en libertad, sólo contando los que egresan de las cárceles federales. Mientras el problema de la inseguridad urbana sigue desafiando a las distintas administraciones, la experiencia del CUD recuerda una verdad que parece de perogrullo: la conflictividad disminuye cuando la sociedad –el Estado– genera oportunidades, cuando habilita proyectos de futuro. Tan simple como eso –más aulas, más docentes– para que las cárceles no sean, como dice la voz popular, escuelas de delincuencia.

Con la vista fija en la facultad de Derecho, armado con libros y códigos, Víctor Castillo salía de su casa en la villa 31 y emprendía el camino hasta la universidad. Paso a paso, se alejaba del destino de cartonero que veía en sus vecinos; materia tras materia, se arrimaba al día en que lo llamarían doctor. “Salía del mismo corredor donde dicen que todos salen para robar, pero yo salía para estudiar. Iba y venía a la facultad. Era el morocho que caía con la ropa deportiva y me miraban con cara rara, pero a mí no me importaba lo que dijeran. Quería recibirme”, recuerda Víctor, que hoy tiene 34 años y empezó a estudiar tras las rejas mientras cumplía su condena por robo con arma en la cárcel de Devoto. Cuando le dijeron que había aprobado la última materia que lo convertía en abogado, salió rápidamente del aula y se fue hasta su casa en la villa de Retiro. “Lloré hasta llegar a casa”, dice, mientras se seca las lágrimas que el mismo recuerdo provoca un año después del momento en que su vida cambió para siempre. “Antes nadie me creía en el barrio, yo era el peor. Ahora me ven salir vestido de traje o con camisita y me miran todos. Mis propios vecinos, a quienes les di dolores de cabeza, me dicen doctor. Los pibes más que nada”, destaca, y se repone con una breve sonrisa. Lo que pasó en la cárcel de máxima seguridad de Devoto se condensa en la palabra miedo. “Los primeros meses no dormía. El que te diga que no tuvo miedo, miente”, insiste Castillo, que el primer año y medio estuvo alojado en el pabellón más peligroso del penal, bautizado “la villa”, entre los “cachivaches”, según la jerga tumbera, los peores. Allí fue a parar a los 24 años, pero su historia comienza antes, cuando a los 12 se vino de Jujuy con su madre y sus diez hermanos a instalarse en la villa 31. Tres años después de la mudanza, su madre murió y quedaron solos. Entonces, comenzó su lucha por sobrevivir. “Salíamos a robar para mantenernos, comer y comprar nuestra ropa”, confiesa. Cuando cumplió su condena de dos años, Víctor salió en libertad pero no encontró por dónde empezar. “Tenía las dos manos atrás, no una atrás y la otra adelante. No tenía ni una familia que me apoye. Salí y no tuve ni siquiera un mes o dos para conseguir trabajo”, se lamenta. Once meses después, volvió a caer preso. Pero la segunda vez que ingresó en Devoto fue diferente. “Me dije a mí mismo nunca más y empecé a darle al estudio, a meter más y más materias”, relata Víctor, que completó casi toda la carrera de abogacía en el CUD. “Si yo no hubiese estado detenido, capaz que en este momento estaría muerto o con un carrito como cartonero. La mayoría de mis conocidos están así. Los veo y pienso que tal vez tuve suerte al quedar detenido. Me dio un proyecto de vida”, dice. El día que la última reja de la cárcel de Devoto se cerró a sus espaldas, él quiso despedirse para siempre de la vida en pabellones. Su objetivo en libertad: aprobar las seis materias que le quedaban para obtener el título de abogado. “Yo busqué la oportunidad y me la di estudiando. Ojalá que lo que me pasó pueda ser un reflejo para que otros pibes puedan encaminarse en el estudio”, pide Víctor, que armó la cooperativa de trabajo “El Salvador” para ayudar a todos los que están en esa situación. Pero el título de abogado no fue suficiente para conservar el empleo que consiguió como promotor ambiental dentro del programa de Prevención del Delito del gobierno porteño. “Empecé a trabajar como supervisor de recolectores y cartoneros. Me ascendieron dos veces y llegué a ser coordinador, pero en marzo de 2009 me despidieron por tener antecedentes penales. Si el mismo Estado no nos da posibilidades”, reflexiona Castillo, que presentó su caso ante el Inadi y aguarda una respuesta. Sin embargo, la esperanza no lo abandona. Además de haber fundado la cooperativa, trabaja en el programa “Todos a estudiar”, para localizar a los chicos que no están escolarizados y acercarlos a la escuela secundaria ENEM Nº 6, del Padre Mugica, donde da clases. “Yo estuve en esa situación: tirado en una esquina, fumando porro, matándome con el alcohol y nunca vino nadie. Lo que estoy haciendo no lo hicieron conmigo. No me llena los bolsillos, pero me llena el corazón”, dice el abogado, que cobra 200 pesos por su labor asistencial. “Cultura y educación es la única manera de sacar a un pibe de la calle. Yo lo logré a través del estudio; yo pude”, insiste Castillo, que hace poco volvió a la cárcel de Devoto, pero, esta vez, para asesorar a su primer cliente.