cubiertos de plata

Real de Taxco, año de gracia 1772. I. ― ¡Llamarme viejo para encima negarme el dinero...! Los labios de don José de la Borda aún temblaban de coraje al ...
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Preámbulo. Real de Taxco, año de gracia 1772.

I ― ¡Llamarme viejo para encima negarme el dinero...! Los labios de don José de la Borda aún temblaban de coraje al entrar a la estancia. Azotó la puerta con estruendo y arrojó la oscura levita sobre un taburete antes de dirigirse a la ventana que abrió de par en par aspirando el aire seco y cálido de la serranía. Un nuevo acceso de tos lo dobló y escupió las flemas en su pañuelo bordado, intentando recobrar la calma mientras posaba la vista sobre el majestuoso paisaje que lo rodeaba. El viento hacía ondular el follaje de los escasos árboles y, a lo lejos, el perfil montañoso del cerro del Huizteco proyectaba su sombra hacia las tejas del poblado. No obstante, la contemplación de aquellas escarpadas laderas de donde extrajera tal fortuna sólo consiguió reavivar el lacerante recuerdo de la afrenta sufrida. ¿Cuándo iba a pensar que los principales vecinos de Taxco se atreviesen algún día a tratarlo de la forma en que lo habían hecho esa tarde pasando por alto la indudable autoridad que le brindaba el haber construido en este sitio el templo más soberbio de la Nueva España? Con la bilis derramada, repasó la fallida reunión en el cabildo mientras resonaban en sus oídos los argumentos cobardes y las indirectas en los que se amparaban para rehusarse a prestarle cien mil pesos que necesitaba con urgencia para sacar adelante sus obras de desagüe en Zacatecas. Sólo Antonio de Villanueva, su amigo y socio de tantos años, había dado la cara por él defendiendo su causa pero, ¿qué podía su lealtad contra el amilanamiento de aquellas mentes de corto alcance? Ni siquiera eran capaces de entender que nada quedaba en las vetas exhaustas de sus propias minas, prefiriendo rascar las migajas que él mismo dejara en lugar de financiar nuevas empresas en parajes de comprobada riqueza y así aprovechar su inigualable talento. ¡Parásitos! Le daba rabia pensar en aquellos inútiles que se atrevían a ponerle trabas siendo

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que ahora disfrutaban del camino allanado por personas emprendedoras como él y su hermano Francisco, que Dios tuviera en Su Santa gloria, a quienes el Real de Taxco debía su fama en el orbe. Y si dudaban de su palabra, que preguntasen en Madrid o en Roma y cayesen rendidos de humildad al escuchar en labios de Su Majestad y del Sumo Pontífice el recuento de sus méritos. Una mueca a modo de sonrisa deformó su boca al recordar su desplante frente a los obtusos diputados de comercio y minería que cuestionaban su capacidad y las deudas que acumulaba desde cinco años atrás. Sin parpadear, les había contestado: “más de trescientos mil pesos debo, que son para mí lo mismo que un real y medio”, saboreando la insolencia de una respuesta que despertó la envidia de aquellos mentecatos. ¿Acaso pretendían enseñarle su oficio? Nadie como el veterano minero conocía mejor sus riesgos ni podía ufanarse de haberle dado tan buen uso a su riqueza, imponiendo su voluntad a virreyes y arzobispos para llevar a cabo sus designios y levantar sin ayuda de nadie un testimonio incomparable de su fe, el mismo del que ahora se jactaban esos mezquinos cuentachiles que conformaban el cabildo. Erguidas bajo la caricia del sol poniente, las monumentales torres de Santa Prisca revelaban la fuerza oculta tras la constitución delgada y los discretos modales de ese hombre capaz de doblegar a la naturaleza y a sus semejantes sin escatimar su fortuna para crear un prodigio de cantera rosada. Ensoberbecido por el despecho, repasó en su mente los tesoros que albergaba, el lujo de sus retablos, la excelente factura de sus cuadros y la profusión de ornamentos sagrados entre los que destacaba una magnífica custodia engarzada con cientos de diamantes, perlas, esmeraldas y rubíes de incalculable valor. ¡Cuántos elogios le mereciera entonces su desprendimiento para que ahora le pagasen de esta manera! Buscó un libro para serenarse y, al acercarse a la estantería, se detuvo frente al marco dorado que resguardaba el retrato de su hija. Vestida para profesar con hábito blanco, manto azul y un medallón de la Inmaculada Concepción, se veía decidida aunque frágil bajo una desmesurada corona de flores que parecía vencerla con su peso. A su padre no dejaba de asombrarle la fidelidad con la que el artista había logrado reproducir la expresión melancólica de sus ojos grises y, mientras sostenía en silencio su mirada de óleo, sintió que sus párpados se humedecían nuevamente por lo que sacó un pañuelo del bolsillo,

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acariciando entre la yema de sus dedos las iniciales que ella misma bordara con esmero e hilo fino. ¡Cómo añoraba sus conversaciones, aún tras las rejas del convento! Siempre discreta y sensata, Ana María había sido a lo largo de su vida, más que una hija, su única confidente. A pesar de su sexo y de vivir separada del mundo, su profunda intuición le había permitido compartir y aliviar las contrariedades enfrentadas por su padre en la realización de sus proyectos y, al recordar una fe y determinación que con los años comenzaba a idealizar, apretó con fuerza el pañuelo al tiempo que la imagen de su segundo hijo se sobreponía a la anterior. Nunca había podido expresarse de igual manera con Manuel, quizá por la severa distancia que él mismo interpusiera entre ambos como preparación a su destino eclesiástico y ahora, convertido en adulto, le exasperaba el mudo resentimiento que percibía detrás de sus elegantes modales de hombre de mundo, reflejo de una educación refinada y el trato frecuente con la corte. Estaba consciente de que la brecha que lo separaba de su vástago era el precio que había tenido que pagar por su resolución pero, aún así, era incapaz de comprender un carácter tan ajeno al suyo y no se cansaba de reprocharle una molicie que ni el tiempo ni las reprimendas habían podido corregir. Amén de su pereza, le decepcionaba su flaqueza moral sin detenerse a pensar que había impuesto a su hijo una vocación contraria a su naturaleza: tras someterlo a sus designios, no debía sorprenderle su falta de carácter ni podía criticarle por limitar su talento a esperar prebendas al igual que aquellos cobardes que pretendían amarrarle las manos aduciendo su edad, temerosos de que se llevara su dinero a la tumba. ¡Qué mal lo conocían! A sus setenta y tres años, José de la Borda desbordaba vitalidad. Acostumbrado a someter su cuerpo a las exigencias de una mente inquieta que dependía del trabajo para mantenerse alerta, no se permitía siquiera el lujo de enfermarse por lo que, con la ayuda de Dios y su firme voluntad, había logrado alcanzar las ambiciosas metas marcadas por una fe rayana en obsesión. Quienes veían en él un anciano decrépito desestimaban la energía que era capaz de desplegar y si ahora se proponía rescatar las minas de Zacatecas para consolidar su fortuna, era de fiar que nadie, ni la muerte, podría impedírselo. Más que nunca, estaba dispuesto a demostrarlo de nuevo, así fuera para enseñar a esos malnacidos que su mezquina oposición no era sino una simple contrariedad para su genio. Al fin y al cabo, guardaba un as bajo la manga y, tras barajar con frialdad las posibilidades que le quedaban abiertas, se decidió a usarlo. ¿Acaso los bienes no están

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para remediar los males? Esbozó una sonrisa maliciosa cuando un discreto golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos para dar paso a un criado con librea anunciando la llegada de un correo del arzobispo de México. Era la señal que José esperaba y, dejando de lado sus cavilaciones, se dispuso a recibir el emisario que, con aliento entrecortado y sosteniendo un tricornio polvoriento, le tendía ceremoniosamente un sobre amarillento: ― De parte de Su Ilustrísima…

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