Cuando no hay fronteras para los buenos personajes

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GENTILEZA DISTRIIBUTION COMPANY

CRUCES | MCCARTHY Y EL CINE

EN ACCIÓN. Walter Zaga con sus compañeros de Mayumaná, en el espectáculo Momentum

La mano sobre el tacho de pintura evoca la llamada de la música africana que en Latinoamérica desembarcó primero en las actuales Cuba, Brasil y Colombia, su eco le da voz a los tambores santeros vos nigerianos, recorre el nordeste brasileño en cada vuelo de los capoeiristas de origen angoleño, se pierde en las faldas de las colombianas Totó la Momposina o Petrona Martínez y finalmente aterriza en una escuela del barrio de Belgrano donde, por alguna razón (¿mágica?) nadie quiere desprenderse de su tacho a pesar de que el profe lo exige. Los alumnos rezongan mientras lo dejan a un costado, igual arman dos filas enfrentadas y recién vuelven a sonreír cuando la línea rítmica que propone Walter se forma al golpear las palmas con los hombros, el pecho y los muslos. Una fila avanza, la otra retrocede; la pregunta y respuesta básica en cada forma musical cobran vida, brazos y piernas, y el duelo no es sino un juego en el que todos ganan. Zaga aprendió esto mismo en sus trasnoches como cocinero en Europa, en sus changas de inmigrante legal o no tanto por los rincones donde se necesitara un sudamericano aguantador. Al final de estos trabajos, Zaga se reunía con otros inmigrantes e improvisaba danzas y música con africanos, asiáticos y otros latinoamericanos que mezclaban el ritmo de uno con el folklore del otro, en canciones que algún día se antologarán como los himnos perdidos del migrante global. Así, un día como cualquiera, en Israel se anotó a un casting de Mayumaná y la suerte decidió regalarle un hogar. “Mi casa no es un lugar en particular, porque por supuesto viajo mucho y Mayumaná te llama de un día al otro para que vayas a cualquier ciudad del mundo –cuenta–, pero a veces siento que mi casa es la música, o lo que hago con mis compañeros con el cuerpo, o el ritmo en sí mismo. Ese juego tiene mucho de hogar, y cuan-

do otros lo entienden y lo practican con uno, es como encontrar un amigo, o un hermano, o el miembro de una familia secreta”. En Buenos Aires, Zaga debe haber encontrado a varios hermanos de ritmo, porque las frases que los demás enarbolan mientras golpean su cuerpo se vuelven cada vez más rápidas, sin que él las pueda controlar. La amplia mayoría de las entusiastas son mujeres; sus sonrisas brillan sin falsos pudores, sus cuerpos acompañan las palmadas con saltos lo suficientemente graciosos como para que ningún hombre las pueda imitar. ¿El ritmo será cosa de mujeres? ¿O sólo de quien tenga el alma tan ligera como para poder encarnarlo? Ya sentados en círculo, el profe invita a los discípulos a verbalizar sus experiencias, y lo que más se menciona es la derrota de la vergüenza y la alegría de unirse a desconocidos a partir de una experiencia hasta entonces también desconocida. “Primero me preocupaba mucho por seguir cada golpe de los que hacías –dice el niño-, pero después me di cuenta de que podía seguirlos mejor si me tranquilizaba y me dejaba llevar”. Los demás coinciden. Se supone que habla del ritmo y de la música, dan ganas de creer que también apunta a un conocimiento de la vida que aún no debería tener (o que acaba de alcanzar). En los últimos momentos de la clase, Zaga propone una relajación muy similar a la de una clase de yoga. Los alumnos se recuestan sobre el piso de madera, cierran los ojos y dejan que el cuerpo eche raíces en todo lo que vivió. Una leve música africana acompaña el ensueño. Minutos después, cuando se levantan, la euforia y la alegría de instantes atrás regresan bajo la forma de una comunión clandestina y palpable. El ritmo que antes los unía a través de frases o golpes en los hombros ahora se conecta en roces, pequeñas palmadas, sonrisas cómplices o carambolas de silencios. “Walter, ¿nos podemos llevar los tachos?”, pregunta uno. Y cuando salgo a la calle, a un lado y al otro de Cabildo, escucho tam tam pum pum tam tam purruuum tam tam. © LA NACION

FIN DEL MUNDO. Viggo Mortensen enfrenta los últimos días de la Tierra

Cuando no hay fronteras para los buenos personajes

S

in grandes personajes no hay grandes historias: tal parece el lazo que une la literatura del estadounidense Cormac McCarthy con el cine, donde con distinta suerte ya se han adaptado Todos los hermosos caballos, No es país para viejos y, ahora, La carretera, que a partir del próximo jueves formará parte de la cartelera porteña. Dueño de un estilo seco y áspero, McCarthy es uno de los mayores escritores actuales, un autor en el que la voz narrativa es tan característica y propia como el mundo literario del que surge. Cronista de la destrucción en No es país para viejos y La carretera, apóstol de un universo en retirada en Todos los hermosos caballos y retratista milimétrico de la violencia en Meridiano de sangre, McCarthy y su obra aportan notables cimientos para el escenario de ficción que la contemporaneidad le dedica a la supervivencia del más fuerte. Y es justo ese asunto el que brilla en La carretera, una angustiante oda al amor ¿fracasado? entre un padre y un hijo. Protagonizada por Viggo Mortensen y dirigida por el australiano John Hillcoat, La carretera transcurre en los últimos días de la Tierra. Las ciudades aparecen reducidas a cenizas, los árboles calcinados agonizan en los bosques y una “helada oscuridad autista” cae sobre los valles y llanuras. En ese paisaje brutal y desolado, un padre y su hijo intentan sobrevivir a pesar del frío, de la miseria y de las bandas de caníbales que asoman por las rutas. En las antípodas de Mad Max o Soy leyenda y dueña de un extraño realismo que también

vibra en la novela, La carretera evita el registro de la ciencia ficción y pone el foco en la relación entre esa mínima familia superviviente, para la que lo más importante aún es si el padre le cuenta un cuento al hijo, o el modo de responder a las siempre incómodas preguntas existenciales infantiles. La fuerza de ese vínculo hace todavía más dramática su destrucción, inevitable como todo lo que se marchita a su alrededor. Como ya se advertía en la novela, La carretera en versión cinematográfica confirma que para McCarthy la literatura sólo es un arte mayor cuando tiene algo que decir sobre las situaciones límite, de las cuales la muerte es la más sombría y exquisita. En Sin lugar para los débiles (la adaptación de No es país para viejos, que McCarthy concibió originalmente como guión), los hermanos Coen plasmaron con idéntica fidelidad la épica de violencia y salvajismo encarnada especialmente en Anton Chigurh-Javier Bardem. Excepción hecha de la soporífera Espíritu salvaje (versión de Todos los hermosos caballos), por la cual el escritor acusó al director Billy Bob Thornton de ingenuidad (“quiso llevar toda la novela a la pantalla, y justo eso es lo que no se debe hacer”), el cine parece entender el mundo de religiosidad vencida, violencia redentora y agonía in progress que define al autor. Como si no fuera nada cierto aquello de que con grandes novelas no se pueden hacer buenas películas. L.T. © LA NACION

Sábado 22 de mayo de 2010 | adn | 19