Conectando los puntos

guatemalteco hijo de españoles Severo. Martínez, autor de un ... estilo también Chávez, reclaman la aten- ción de su ... puntos”. Conectar los puntos al estilo.
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ENFOQUES

I

Domingo 9 de octubre de 2011

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| Humor |

Hajo de Reijger / Holanda Indignados en Wall Street

Gary McCoy / Cagle Cartoons Recesión en EE.UU. y crisis financiera en Europa –Bueno, al menos las cosas no pueden empeorar.

David Fitzsimmons / The Arizona Star –¿Cuándo fue la última vez que este dispositivo fue actualizado? Debe ser más útil para el usuario. ¿Quién está a cargo de la innovación por acá? ¿Está disponible en otros colores?

La dos

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| Opinión |

| Fuera de foco |

| Sin palabras por Huadi |

Retos de la región más peligrosa

Un descanso para el judío errante

M. A. BASTENIER

FRANCISCO SEMINARIO

EL PAÍS

LA NACION

América latina es la región más peligrosa del planeta. Como informa el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), aunque la América antiguamente española y portuguesa solo tiene el 9% de la población mundial, en ella se comete el 27% de los homicidios, casi 100.000 al año. Pobreza y desigualdad son ingredientes habituales de esa inseguridad ciudadana, pero no por ello han de ser inevitables, ni tampoco decisivos. En Venezuela, donde el chavismo ha hecho grandes progresos en la reducción de la pobreza más extrema, Caracas se ha convertido, pese a ello, en una de las ciudades más inseguras del mundo, con un índice superior a 50 muertes cada 100.000 habitantes. Tiene que haber, por tanto, otros factores en juego. El guatemalteco hijo de españoles Severo Martínez, autor de un imponente pero siempre discutible trabajo –La patria del criollo– pretende dar, indirectamente, una respuesta: la culpa es de los colonizadores que transformaron al indígena en indio, haciéndolo víctima de las peores exacciones físicas y morales hasta el punto de arrebatarle su natural identidad. Las venas abiertas de América latina, de Eduardo Galeano, es la versión panfleto de estas lapidarias aunque elaboradas acusaciones. Pero atribuir a diferencias étnicas la desarticulación social de la violencia, además de políticamente incorrecto, sería confundir el síntoma con la enfermedad. El periodista británico Michael Reid publicaba hace unos años, refiriéndose a América latina, El continente olvidado, título acertado en los términos –sobre todo económicos– en que lo empleaba, pero que ya entonces estaba dejando de responder plenamente a la realidad. En este inicio del siglo XXI, Bolivia vive un intento de recuperación de su identidad prehispánica. Ha pasado a llamarse plurinacional, lo que sin duda es, pero el adjetivo apenas vela la pretensión de practicar un salto atrás, la devolución del país a los que constituyen la abrumadora mayoría, todos aquellos que no tienen origen europeo. Al mismo tiempo, el repliegue planetario de EE.UU. ha permitido el surgimiento del llamado grupo de naciones emergentes, entre ellas Brasil. El ex presidente Lula, y en su desaforado estilo también Chávez, reclaman la atención de su pueblo y de los pueblos circundantes sobre sí mismos. Tras una ocultación secular, América latina comienza a interesarse por sus vecinos, en lugar de mirar solo a EE.UU. y Europa. Y una superestructura occidentalizada cada día cubre de manera menos convincente la realidad de fondo. Es obvio que América latina no se resume en una única historia. El Cono Sur ha inventado su propia versión de Occidente; pero en la América que escala por los Andes hasta América Central hay un extenso ajuste identitario que practicar. Esa crisis, unida a una nueva conciencia de estar en el mundo, son los elementos de una revolución que, según la prisa que se dé en desarrollarse y la conmoción que entrañe, podrá llamarse solo evolución. Ni esa revolución evolutiva o evolución revolucionaria, ni tampoco contingencias específicas a países como México o Guatemala, donde la sangrienta refriega del narco nutre los índices violentos, explican nada por sí misma. Pero los pueblos que aún no han decidido quiénes son, pueden verse sometidos en el futuro a diferentes y aún mayores volúmenes de violencia; política, que es también común.

El relato cuenta que el judío errante fue condenado a recorrer interminablemente el mundo, sin descanso, cargando una culpa tan pesada que nada ni nadie lo liberaría de ella, hasta una nueva venida de Jesús, a quien supuestamente negó un momento de descanso en la puerta de su taller cuando éste cargaba la cruz por la Vía Dolorosa de Jerusalén. El judío errante es, por supuesto, una figura legendaria, una construcción literaria de la Edad Media y también una justificación. Pero su aparición fue reportada muchas veces, en distintos países y en distintas épocas, porque se dice de él que no muere sino que al llegar a la ancianidad vuelve una y otra vez a la juventud, para seguir arrastrando su castigo. Siempre de paso hacia otro lado. Siempre culpable y sospechoso. Es decir, convertido para siempre en metáfora de un antisemitismo que, cómo él, atraviesa los tiempos y las geografías. Las leyendas como esta arrastran una carga simbólica muy fuerte, capaz de perdurar y adquirir nuevos sentidos frente a realidades cambiantes. Nos dice, entre otras cosas, que el judío errante es el otro, el ajeno, el que no pertenece ni pertenecerá nunca, porque un día se irá o será empujado a irse, según el caso. Y ese simbolismo se renueva una y otra vez, como el personaje del mito. Cobra nueva vida cuando un religioso ortodoxo es atacado en una calle del barrio de Flores, al grito de “hay que quemar judíos”, y cuando comprobamos, como ocurrió esta semana a partir del estudio “Actitudes hacia los judíos en la Argentina”, del Instituto de Investigaciones Gino Germani de la UBA, que en nuestra sociedad persisten fuertes prejuicios antijudíos, imágenes sociales que estigmatizan al conjunto, lo discriminan, lo empujan a una vaga otredad y, en sentido figurado, a permanecer errante, con su injusta condena a cuestas. Los resultados del estudio son llamativos: hablan, en realidad, de las mezquindades de la sociedad argentina, no de los judíos argentinos. En la mirada que recorta y traza fronteras está el problema. Así como esa mirada ahora se muestra antisemita, con la misma liviandad puede revelarse antievangelistas, antigays o antigordos. Lo que está mal, pareciera, es pertenecer a los otros, a los distintos. De otro modo no se explica que una mayoría de los consultados para la investigación crea –y lo sostenga– que los judíos tienen demasiado poder económico, que son codiciosos, que forman una comunidad cerrada que privilegia sus propios intereses antes que los del conjunto, o que no son solidarios con los más necesitados. De otro modo no se explica tampoco que el 53 por ciento crea que los judíos son más leales a Israel que a la Argentina. Que el 49 por ciento opine que hablan demasiado del Holocausto. O que el 39 por ciento no vea con buenos ojos que ocupen lugares de decisión política. Resultados como estos muestran la vigencia de ciertos prejuicios tan antiguos y tan injustos como los que en la lejana Edad Media dieron vida y peso simbólico a la metáfora del judío errante. Es hora de darle descanso.

© El País

| Prisma |

Conectando los puntos ENRIQUE VALIENTE NOAILLES PARA LA NACION

Hay un punto especialmente interesante en el corto, emotivo y célebre discurso que dio Steve Jobs a los graduados de la Universidad de Standford en 2005. Se trata de su mención a “conectar los puntos”. Conectar los puntos al estilo de esos dibujos en los cuales uno no advierte la figura hasta que los une con líneas. ¿Qué significa esto? Significa que aquellas corazonadas que uno sigue, muchas veces sin saber exactamente adónde conducen, son luego alumbradas retrospectivamente por un sentido que las unifica. En el caso de Jobs, por ejemplo, fue seguir un curso de caligrafía, que a la larga terminaría incidiendo en las interfaces de todas las computadoras del planeta. Al momento de delinear esa caligrafía, Jobs estaba dibujando algo también en las sombras, algo que no podía comprender enteramente en el momento. Es como aquello que decía Rainer María Rilke: “Cuando escribo yo no miro la punta de la pluma, sino

el capricho, en el aire, de la otra punta de la lapicera”. Nuestras vidas, entonces, tienen dos dimensiones que hay que atender. La dimensión de lo que se escribe con una punta, y la dimensión del texto secreto que se va escribiendo con la otra. Está claro que vivir una vida sólo azarosa hace que las líneas que conectan los puntos no revelen al final un dibujo con sentido. A la vez, vivir una vida sólo prospectivamente, es decir, con una meta a la vista, puede otorgar un sentido inicial, pero probablemente deje de lado aquellas figuras decisivas que aguardan en lo que se configura solo. Hay, sin embargo, una vía intermedia, que es la que parece haber seguido Steve Jobs: aquella en la que uno siente lo que ama, pero no sabe enteramente cómo materializarlo. Y allí es donde cobra significación lo que hace singular a nuestras vidas, que es la voz interior, la intuición, la corazonada, el hacer cosas que tal vez no tengan una significación inmediata, pero que uno sospecha que tendrán, a la larga, sentido. Esa ignorancia no es una pobreza, sino el

espacio vacío que uno necesita conservar para que sea llenado por una instancia más oculta, más profunda, que de otra manera no podría manifestarse. Este es el espacio que uno debe dejar abierto para que la vida hable sola, es el espacio para confiar en algo que no es exactamente lo que comprendemos. Porque el sentido se configura en el trazo original, pero también en los intersticios; se configura en las líneas, pero también en las entrelíneas. Y si hay un gozo en hacer las cosas que se planean, hay un gozo más profundo e inexplicable en hacer lo que no obedece exactamente a un plan y que de golpe adquiere sentido. Porque es allí que se siente la conexión con algo más grande, la complicidad con lo que no es uno, es allí donde uno se pliega al movimiento del mundo. De todos los puntos que Steve Jobs trazó en su vida, su muerte es el último de una bella caligrafía. Seguramente su significación quedará también delineada con el paso del tiempo. @evnoailles

© LA NACION