Carta a una desconocida - Papalotero.cu

me queda nadie en el mundo más que tú; solo tú, que no me conoces; tú, que vives alegre y ... contrario, llega a tus manos, sabrás que es una mujer muer- ta la que te está ...... do o por importunarte; por ser fea, insignificante o pre- suntuosa.
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Editorial Gente Nueva

Edición: Odalys Bacallao López Diseño: María Elena Cicard Quintana Cubierta: Alexander Izquierdo Plasencia Corrección: Ileana Ma. Rodríguez Composición: Ileana Fernández Alfonso © Sobre la presente edición: Editorial Gente Nueva, 2005 ISBN 959-08-0680-5 Instituto Cubano del Libro, Editorial Gente Nueva, calle 2 no. 58, Plaza de la Revolución, Ciudad de La Habana, Cuba

Con Carta de una desconocida y Leporella les presentamos a un prestigioso escritor austriaco de origen judío, que con su obra marcó un hito en la historia de la literatura universal. Stefan Zweig nació en Viena, en 1881. Al estallar la Primera Guerra Mundial y conocer sus horrores, aboga arduamente por la paz. De esta fecha es su poema dramático Jeremías, cuyo tema destaca el sentimiento pacifista de su autor. Después de la guerra, Zweig marcha a Salzburgo y comienza a escribir biografías, novelas cortas, narraciones y ensayos. Con las primeras, obtuvo gran éxito al emplear en su creación un estilo renovador, exento de detalles superfluos y rico en análisis psicológicos, que hizo este género tan entretenido como sus novelas. El triunfo del nazismo en Alemania llevó a Zweig a refugiarse en Gran Bretaña, Estados Unidos y, por último, en Brasil, donde se suicidó en 1941, víctima de la soledad. Las dos novelas que recoge este volumen, pese a su brevedad, constituyen verdaderas obras maestras por su humanidad, ternura y dramatismo que han hecho estremecer a más de una generación de lectores. Esperamos que su lectura les resulte grata. EL EDITOR

Carta de una desconocida

Primer tiempo Tras unas breves vacaciones en la montaña, R., el famoso novelista, llegó a Viena a primera hora de la mañana, compró un periódico en la estación y, al fijarse en la fecha, recordó que era su cumpleaños. “¡Cuarenta y uno!” —pensó súbitamente. No era feliz ni desgraciado al comprobarlo. Tomó un taxi y, tarareando, ojeó el periódico mientras se dirigía a su casa. El criado le informó de las visitas y las llamadas telefónicas recibidas en su ausencia. Un montón de cartas lo esperaba encima de una bandeja. Mirándolo con indiferencia, abrió una o dos, interesado por sus remitentes; pero dejó a un lado, por el momento, un abultado sobre escrito con letra desconocida para él. Cómodamente instalado en el sillón, bebió su té matinal, finalizó la lectura del periódico y leyó unas cuantas circulares. Después, encendiendo un cigarro, cogió de nuevo la última carta, la que había dejado para el final. Más que una carta ordinaria era un manuscrito integrado por dos docenas de cuartillas, de letra apretada y desconocida, escritas con rapidez por mano femenina. Instintivamente, examinó de nuevo el sobre por si venía en él una nota aclaratoria. Pero no la había; como no había, en este ni en el largo texto, firma o dirección del remitente. “Extraño” —pensó, y se dispuso a leer el manuscrito. Las primeras palabras decían, a manera de 9

encabezamiento: “A ti, que nunca me has conocido”. Estaba perplejo. ¿Iba aquello dirigido a él personalmente o a un ser imaginario? Con suma curiosidad reanudó la lectura: Mi hijo murió ayer. Durante tres días y tres noches estuve luchando con la muerte, tratando de salvar su frágil vida. Durante cuarenta horas consecutivas, mientras la fiebre abrasaba su pobre cuerpo, lo velé al pie de su cama poniéndole compresas frías sobre la frente; día y noche, noche y día. Sostuve sus manitas inquietas. La tercera noche mis fuerzas se quebraron. Se me cerraron los ojos sin darme cuenta y debí dormir tres o cuatro horas en aquella dura silla. Mientras tanto, me lo arrebató la muerte. Y ahí yace mi pobre, mi querido pequeño, en su estrecha cama, tal como murió. Solo sus ojos, sus inteligentes ojos oscuros, han sido cerrados; sus manos están cruzadas sobre el pecho, sobre su blanca camisa. Arden cuatro cirios, uno en cada esquina de la cama. No me atrevo a mirarlo, tengo miedo de moverme. Las llamas, al oscilar, hacen vagar sombras extrañas sobre su rostro y los labios cerrados. Se diría que sus labios se animan y, por un momento, casi llego a imaginar que en realidad no está muerto, que va a despertar y a decirme, con su clara voz, algo adorablemente infantil. Pero sé que está muerto; no quiero volver a mirarlo para no sentir, una vez más, esta loca esperanza y una vez más sufrir el desengaño. Mi hijo murió ayer, ahora lo sé. Ya no me queda nadie en el mundo más que tú; solo tú, que no me conoces; tú, que vives alegre y despreocupado, jugando con los hombres y las cosas. Solo tú, que nunca me has conocido y a quien yo nunca he dejado de amar. He encendido una quinta bujía y la he colocado en la mesa sobre la que te escribo. Lo hago porque no puedo continuar sola, junto a mi hijo muerto, sin abrir mi corazón a alguien; y, ¿a quién debo confiarme en esta hora terrible sino a ti, que has sido y sigues siendo todo para mí? Quizá no sea capaz de expresarme con claridad. Quizá no seas capaz de comprenderme. 10

Siento pesada la cabeza y me duele todo el cuerpo; debo de tener fiebre. La gripe epidémica está asolando este barrio y probablemente he sufrido el contagio. No lo sentiría si con ello pudiera unirme a mi pequeño. A veces, se me oscurece la vista y tal vez no pueda acabar esta carta. Pero voy a intentarlo con todas mis fuerzas. Quiero, por esta primera y última vez, hablarte, amor mío, a ti, que nunca me conociste. Solo deseo hablar contigo ahora que puedo contártelo todo por primera vez. Quisiera que conocieras mi vida entera, mi vida que fue en todo momento tuya y de la que nunca has sabido nada. Pero solo después de mi muerte llegarás a conocer mi secreto, cuando ya no quede nadie a quien debas responder, únicamente en el caso de que esto que ahora sacude mis miembros con escalofríos signifique el fin para mí. Si debo seguir viviendo, romperé esta carta y mantendré el silencio que hasta ahora he guardado. Si, por el contrario, llega a tus manos, sabrás que es una mujer muerta la que te está contando la historia de su vida; la historia de una vida que desde el primero hasta el último momento consciente fue tuya. No tienes por qué asustarte de mis palabras. Una mujer muerta no necesita nada: ni amor, ni compasión, ni consuelo. Solo he de pedirte que creas todo lo que mi dolor, que busca amparo en ti, me fuerza a revelarte. Cree mis palabras, ya que no te reclamo otra cosa; una madre no miente junto al lecho de muerte de su único hijo. Voy a contarte mi vida entera, esta vida que no empieza, realmente, hasta el día en que te vi por primera vez. Todo lo anterior es lóbrego y confuso, el recuerdo de algo semejante a un sótano polvoriento con gentes y cosas grises y aburridas; un lugar que no hablaba a mi corazón. Cuando apareciste, tenía trece años y vivía en la casa donde hoy habitas todavía, en la misma casa donde estás leyendo esta carta que es el último aliento de mi existencia. Vivía en la misma planta; nuestra puerta enfrente de la tuya. 11

Sin duda, no te acuerdas ya de nosotras. Seguro has olvidado hace tiempo a la pobre viuda de un contable, siempre enlutada, y a su hija pálida y delgaducha. Vivíamos muy calladas, como ejemplares típicos de la burguesía modesta. No es probable que supieras nuestro nombre: no teníamos tarjeta en la puerta ni nadie venía a vernos. Además, ¡hace tanto tiempo!; quince o dieciséis años. Imposible que lo recuerdes, amor mío. Pero yo, ¡con cuánta pasión me acuerdo de cada detalle! Como si acabara de suceder, recuerdo el día, la hora en que oí hablar de ti por primera vez, en que por primera vez te vi. ¿Podría ser de otro modo, si entonces comenzó la vida para mí? Ten un poco de paciencia y déjame contarte todo desde el principio. No te canses de escucharme, pues yo no me he cansado de amarte jamás. Los inquilinos que ocuparon el piso antes que tú eran profundamente desagradables, soeces y malos; se peleaban constantemente. A pesar de ser ellos mismos muy pobres, nos odiaban por nuestra miseria y por la distancia que guardábamos respecto a ellos, dada su plebeyez. El marido bebía con frecuencia y solía pegar a su esposa. A menudo nos despertaba en la noche el ruido de sillas volcadas y de vajilla rota. Una vez, en que había sido golpeada con más dureza que de costumbre, la mujer salió al rellano corriendo con los pelos revueltos seguida del hombre, que continuó maltratándola hasta que acudieron los vecinos a la escalera y amenazaron con avisar a la policía. Mi madre no quería nada con ellos, y desde el primer día me prohibió jugar con los niños, quienes aprovechaban cualquier ocasión que se les presentaba para descargar sobre mí todo el mal humor que les producía semejante negativa. Si me encontraban por la calle, me insultaban; cierto día me lanzaron una bola de nieve, tan apretada, que me produjo un corte en la frente. Todos los vecinos, por instinto, los detestaban, y todos respiramos con mayor libertad el día que se vieron obligados a abandonar la casa —creo que detuvieron al marido por robo. 12

Durante unos días se vio el letrero “Por alquilar” en la puerta principal. Más tarde fue retirado y el portero nos informó que el piso había sido alquilado por un escritor soltero, que de seguro sería mucho más pacífico. Aquella fue la primera vez que oí tu nombre. Pocos días después se inició la limpieza total del piso, seguida por la llegada de pintores y decoradores. Por supuesto, hacían mucho ruido, pero mi madre estaba contenta porque, según decía, aquello era el fin del desorden. No te vi durante el traslado. Tu criado, ese hombre pequeño y serio, de pelo gris y buenos modales, que demuestra claramente haber servido en grandes casas, vigilaba la instalación. Supervisaba los detalles con aire de entendido y a todos nos impresionaba mucho. Un sirviente de tanta categoría resultaba algo nuevo en aquellos apartamentos. Por lo demás, era en extremo cortés, si bien mantenía cierta distancia respecto a los otros criados. Trató a mi madre desde el primer día con mucho respeto, como a una dama, e incluso con nosotros, los chiquillos, se mostraba amable y deferente. Cuando en ocasiones pronunciaba tu nombre, lo hacía en forma tal que demostraba el respeto que hacia ti sentía y que sus sentimientos eran los de un fiel servidor. ¡Cuánto quería al bueno de Juan por eso, y cuánto lo envidiaba, al mismo tiempo, por su privilegio de verte constantemente y de poder servirte! ¿Sabes por qué te cuento todas estas tonterías, amor mío? Porque quiero que comprendas el poder que, desde un principio, tu personalidad llegó a ejercer sobre mí, sobre aquella chiquilla tímida y reservada. Ya antes de que te viera, un halo nimbaba tu persona; estabas rodeado de una atmósfera de lujo, maravilla y misterio. La gente cuya vida es opaca se siente ávida de novedad. En aquella modesta casa de suburbio, todos esperábamos impacientes tu llegada. En mi caso, la curiosidad alcanzó un grado superlativo cuando una tarde, al volver del colegio, encontré ante la puerta el transporte que traía tus muebles. 13

Ya habían subido la mayor parte del mobiliario más pesado, y los mozos se ocupaban entonces de las piezas de menor tamaño. Me detuve en la puerta a contemplarlo con admiración. ¡Todo cuanto te pertenecía era tan distinto a lo que yo estaba acostumbrada! Ídolos indios, esculturas italianas y grandes cuadros de brillantes colores. Por último, aparecieron los libros, tantos y tan bonitos como nunca hubiera podido imaginar. Estaban amontonados junto a la puerta. Tu criado los limpiaba con cuidado, uno a uno. Veía crecer la pila, llena de curiosidad. Juan no me echó, pero tampoco me dio ánimos, y no me atreví a tocarlos, aunque deseaba ardientemente acariciar la suave piel de las encuadernaciones. Miré tímidamente algunos de los títulos. La mayoría estaban en francés, inglés, o en lenguas de las que yo no sabía ni una palabra. Me hubiera gustado permanecer allí, contemplándolos durante largo rato, pero mi madre me llamó y tuve que entrar en casa. Aunque todavía no te conocía, pensé en ti toda la noche. Yo no tenía más de una docena de libros baratos y viejos. Los quería más que a nada en el mundo y los leía una y otra vez. Traté de imaginar entonces al hombre poseedor de tantos volúmenes, al hombre que había leído tanto, que sabía tantos idiomas, que era rico e ilustrado. La idea de tantos libros me despertaba una especie de etérea veneración hacia tu persona. Traté a solas de verte mentalmente. Debías ser viejo, con gafas y una larga barba blanca, algo así como nuestro profesor de Geografía, pero mucho más amable, agraciado y cortés. No sé por qué estaba segura de que eras guapo, ya que al mismo tiempo te imaginaba casi como un anciano. Aquella noche, sin conocerte, soñé contigo por primera vez. Te instalaste a la mañana siguiente; pero, a pesar de haber estado pendiente todo el tiempo, no logré verte. El fracaso inflamó mi curiosidad. Al fin, al tercer día, te vi. Me quedé verdaderamente sorprendida al comprobar cuán diferente resultabas del anciano que mi mente infantil había creado. 14

Era un hombre mayor, simpático y con gafas el que había imaginado; tú llegaste con el mismo aspecto de ahora, ya que eres de las pocas personas a las que el tiempo no mutila. Vestías un bonito traje gris deportivo y subiste la escalera de dos en dos, con esa naturalidad de movimientos que te caracteriza. Llevabas el sombrero en la mano, por lo que, con indescriptible sorpresa, pude ver tu rostro radiante y tu cabello juvenil. Esa figura, hermosa, esbelta y apuesta, fue un golpe para mí. Es extraño que pudiera descubrir en aquel momento eso que en ti sorprende continuamente. Descubrí que eras dos personas en una: que eras un joven ardiente e irreflexivo, amante del deporte y la aventura y, al propio tiempo, en tu arte, un hombre altamente culto, que había leído mucho y con un agudo sentido de la responsabilidad. Sin proponérmelo, sorprendí lo que todos aquellos que frecuentan tu trato llegan a descubrir: que tienes dos vidas. Una de ellas, de todos conocida, es la vida abierta al mundo; la otra, alejada de ese mundo, únicamente tú la conoces. Yo, una niña de trece años, absorbida por el embrujo de tu atractivo, percibí, al primer golpe de vista, ese secreto de tu existencia, esa profunda separación de tus dos vidas. Y tal dualidad me atrajo poderosamente. ¿Puedes comprender ahora, amor mío, qué milagro, qué tentador enigma debiste parecerle a aquella niña? Allí estaba el hombre de quien todo el mundo hablaba con respeto porque escribía libros, y porque era famoso en la buena sociedad, una sociedad extraña a la mía. Pero, de pronto, este se revelaba como un joven de veinticinco años, animoso e infantil. No necesito decirte que, a partir de aquel momento, en mi pequeño mundo eras lo único que me interesaba, que mi vida giraba alrededor de la tuya con la fidelidad propia de una niña de trece años. Te vigilaba, observaba tus costumbres, la gente que venía a verte, y todo ello aumentaba, en lugar de disminuir, el interés por tu personalidad, ya que en la diversidad de tus visitantes se reflejaba la dualidad de tu naturaleza. Entre ellos había jóvenes, estudiantes vestidos con descuido, 15

camaradas de risa y diversión. Otros eran damas que venían en coche. Una vez vino a verte el director de la ópera —aquel gran hombre que, hasta entonces, no había visto más que de lejos y con la batuta en la mano—. Algunas jóvenes, estudiantes todavía de la Escuela de Comercio, se escurrían tímidamente por tu puerta. La mayor parte de tus visitas eran mujeres. No reflexioné nunca sobre eso, ni siquiera cuando una mañana, al irme al colegio, vi salir de tu casa a una dama cubierta de espesos velos. No tenía más que trece años, y esa inmadurez, propia de mi edad, me impedía percibir que aquella curiosidad, por cuanto a ti se refería, era sinónimo de amor. Pero recuerdo el día y la hora en que deliberadamente te entregué mi corazón. Había ido a dar un paseo con una compañera de colegio y estábamos charlando en la puerta. Llegó un coche. Te apeaste con esa manera impaciente y espontánea que nunca he cesado de admirar, y te disponías a entrar. No sé qué impulso me obligó a abrirte la puerta, y ponerme en tu camino, hecho este que por poco nos hace tropezar. Me miraste de un modo cordial, dulce y envolvente, que era casi una caricia. Me sonreíste tiernamente —sí, esa es la palabra, tiernamente— y dijiste afable, casi en tono confidencial: —Muchas gracias, señorita. Eso fue todo, amor mío. Pero desde ese momento, desde el momento en que me miraste con tanta ternura, te pertenecí. Más tarde, mucho más tarde, comprendí que ese era tu modo de mirar a todas las mujeres que se cruzaban en tu camino. Era una mirada acariciadora y resuelta: la mirada del seductor nato. Involuntariamente, mirabas de esa forma a todas las mujeres: la dependienta que te atendía, la camarera que te abría una puerta. No es que, conscientemente, desearas a todas aquellas mujeres; pero tu impulso hacia el otro sexo hacía que, sin proponértelo, tu mirada fuera ardiente y acariciadora siempre que se posaba sobre una mujer. 16

A mis trece años no lo comprendí, y solamente experimenté la sensación de estar sumergida en fuego. Creí que tu ternura no era más que para mí, mía únicamente, y en aquel momento se despertó la mujer que más tarde llegaría a ser, la mujer que sería tuya para siempre. —¿Quién es? —preguntó mi amiga. De momento, no pude contestar. Me resultaba imposible pronunciar tu nombre. Se había convertido de pronto en algo sagrado, en mi secreto. —Oh, no es más que un vecino —repuse ásperamente. —Entonces, ¿por qué te sonrojas cuando te mira? —preguntó de nuevo la niña con la malicia de una criatura curiosa. Me pareció que se burlaba, que iba a descubrir mi secreto, y eso aumentó mi sonrojo. Fui deliberadamente antipática con ella: —Tonta —dije enfadada. Sentía deseos de pegarle. Se rió burlonamente hasta que las lágrimas nublaron mis ojos, a causa de la rabia impotente que sentía. La dejé en la puerta y subí con premura la escalera. Desde entonces, desde aquella hora, siempre te he amado. Sé muy bien que estás acostumbrado a que las mujeres te lo digan. Pero estoy segura de que ninguna te ha amado tan servilmente, con una fidelidad tan acusada, con tanta devoción, como yo te amé y te amo. Nada puede igualar el amor oculto de una niña. Es sumiso y sin esperanza, paciente y apasionado, algo que el amor de una mujer de verdad, llena de deseos y exigencias, nunca puede igualar. Nadie más que los niños abandonados son capaces de sentir una pasión semejante. Los otros pueden derramar sus sentimientos en la camaradería, disiparse en las charlas confidenciales. Han leído y oído mucho sobre el amor y saben que a todos llega. Se divierten con él como con un juguete, lo ostentan como el muchacho que fuma su primer cigarrillo. Pero yo nunca había tenido un confidente, no me habían enseñado ni aconsejado, carecía de experiencia y era confiada. 17

Acepté mi destino sin reserva. Todo cuanto me sucedía, todo cuanto me animaba, se concentraba en ti, en mis fantasías. Mi padre había muerto hacía mucho tiempo. Mi madre no podía pensar más que en sus preocupaciones y en sus recuerdos, en la dificultad de hacer llegar a fin de mes su exigua pensión de viuda, y poco tenía en común con una niña en la difícil edad del crecimiento. Mis compañeras de colegio, más enteradas que yo y un poco pervertidas, no podían simpatizar conmigo por la frivolidad con que juzgaban mi concepto del amor. La conclusión fue que todo lo que de mí surgía, que en las otras muchachas generalmente se diluye, se concentró en ti. Te convertiste en algo esencial —¿qué palabra expresaría mis sentimientos?—. Te convertiste en algo tan esencial como mi propia vida. Nada existía si no se relacionaba contigo. Nada tenía sentido si no te concernía. Tú lo cambiaste todo. Había pasado inadvertida en la escuela, sin que yo me tomara el menor interés. Entonces, de pronto, fui la primera. Leía un libro detrás de otro, hasta muy entrada la noche, porque sabía que eras un amante de los libros. Ante la sorpresa de mi madre, empecé, casi obstinadamente, a practicar el piano, porque supuse que te gustaba la música. Cosí y arreglé mis vestidos para hacerlos más presentables a tus ojos. Era un verdadero tormento el remiendo que ostentaba el viejo delantal de colegio —hecho de una antigua bata de mi madre—. Temía que lo advirtieras y me despreciaras por ello, de modo que solía cubrirlo con la cartera de los libros cuando subía la escalera. Me aterraba la idea de que pudieras ver semejante remiendo. ¡Qué tonta era! Si apenas me volviste a mirar… No obstante, mis días pasaban esperándote y vigilándote. Teníamos en la puerta una mirilla y a través de ella podía ver la tuya. No te rías, querido. Ni siquiera ahora me avergüenzo de las horas que pasé espiando a través de aquella mirilla. En el vestíbulo hacía mucho frío y también temía 18

despertar sospechas en mi madre. A pesar de ello, me mantuve en el puesto de observación durante largas tardes, durante el curso de meses y años, con un libro en la mano y tensa como una cuerda de violín dispuesta a vibrar al impulso de tu proximidad. Siempre estaba al lado tuyo, y siempre dispuesta; pero tú ignorabas esa tensión como ignorabas la del resorte del reloj, que fielmente te marcaba las horas, acompañaba tus pasos con su tictac apenas perceptible y al que no otorgabas más que una rápida mirada, apenas un segundo entre millones. Sabía todo lo tuyo; cuanto a ti se refería: tus costumbres, las corbatas que llevabas, los trajes que usabas. Pronto llegué a familiarizarme con tus visitantes habituales; y tenía mis simpatías y antipatías. Desde los trece a los dieciséis años, todas las horas de mi vida fueron tuyas. ¿Qué tonterías no llegué a cometer? Besaba la cerradura que habías tocado, recogía una colilla que acababas de tirar y la conservaba como algo sagrado porque tus labios la habían oprimido. Mil veces, al atardecer, con un pretexto u otro, salía a la calle para ver en dónde tenías encendida la luz y poder así, con mayor precisión, situar tu invisible presencia. Durante las semanas que permanecías ausente —mi corazón parecía detenerse siempre que veía a Juan bajar tu maleta—, mi vida carecía de sentido. Triste, mortalmente aburrida y de mal humor, vagaba sin saber qué hacer, tratando de evitar que mis ojos húmedos traicionaran ante mi madre tal desesperación. Sé que todo cuanto estoy relatando aquí es una sarta de grotescos absurdos producto de la fantasía de una niña extravagante. Debería estar avergonzada, pero no lo estoy. Nunca mi amor fue más puro ni más ardiente que en aquel tiempo. Podría contarte, durante horas y días enteros, cómo viví contigo a pesar de que apenas me conocías de vista. No es de extrañar que así fuera, ya que si nos encontrábamos en la escalera y no podía evitar el encuentro, pasaba a tu lado rápidamente y con la cabeza baja, temiendo encontrar 19

tu ardiente mirada, con la misma prisa del que se lanza al agua antes de ser abrasado por una llama. Durante horas, días, podría referirte cosas de aquellos años que has olvidado hace tiempo, desmenuzar el calendario de tu vida, pero no quiero cansarte con detalles. Únicamente quisiera explicarte un suceso que data de aquella época; la experiencia más espléndida de mi infancia. No debes reírte, ya que, por absurdo que te parezca, tuvo para mí una infinita significación. Creo que era domingo. Estabas en uno de tus frecuentes viajes, y el criado, después de haber sacudido las alfombras, las arrastraba penosamente por la puerta entreabierta. Eran demasiado pesadas para él y le pregunté, no sin antes haber vencido mi natural timidez, si quería que lo ayudara. Me miró sorprendido, pero aceptó. ¿Cómo podrías comprender el respeto, la piadosa veneración que experimenté al entrar en aquella casa, al ver tu mundo: el escritorio ante el cual solías sentarte —sobre él había un jarrón de cristal azul con flores—, los cuadros, los libros? No pude echar más que una ojeada furtiva, a pesar de que el bondadoso Juan me había permitido ver más de lo que yo nunca hubiera osado pedir. Pero fue suficiente para absorber la atmósfera y proporcionar alimento fresco a mis ensueños infinitos. Ese breve instante resultó el más feliz de mi existencia. Querría explicártelo de forma que pudieras comprender cómo mi vida dependía de la tuya. Querría explicarte aquel minuto y también la hora horrible que le siguió. Como ya te he dicho, mis pensamientos, enteramente ocupados por ti, me habían dejado insensible a todo lo demás, incluso a mi madre. No me preocupaba de lo que hacía, ni de sus visitantes. Apenas si me di cuenta de que un señor mayor, un comerciante de Innsbruck, pariente lejano de ella, solía visitarnos con frecuencia y permanecía largo rato con nosotras. Me gustaba que se la llevara al teatro, porque así podía pensar en ti sin ser molestada, y también podía mirar 20

sin temor por la mirilla, que era mi distracción principal, mi única distracción. Un día mamá me llamó con cierta gravedad y me dijo que teníamos que hablar seriamente. Me puse pálida y mi corazón se contrajo. ¿Sospecharía algo? ¿Me habría delatado? El primer pensamiento fue para ti, para mi secreto, lo único que me unía a la vida. Pero también mamá estaba desconcertada. Nunca me había besado, y en aquella ocasión lo hizo cariñosa y repetidas veces. Me llevó al sofá y empezó a decirme entrecortadamente y con la vergüenza pintada en el rostro, que su pariente, quien era viudo, le había propuesto casarse y que, en gran parte pensando en mí, había aceptado. Palpité con ansiedad y, no teniendo en la mente más que a ti, balbuceé: —Nos quedaremos aquí, ¿verdad? —No, nos vamos a Innsbruck, donde Fernando tiene una casa muy bonita. No oí nada más. Todo parecía oscurecerse ante mi vista. Luego, supe que me había desmayado. Mi madre le contó a mi padrastro —quien aguardaba tras la puerta— que mis manos se agitaron convulsivamente y mi cuerpo pesaba como un saco de plomo. No puedo explicarte lo que sucedió en los días siguientes; cómo yo, una criatura indefensa, luché en vano contra los mayores. Incluso ahora, si pienso en ello, me tiembla la mano y apenas puedo escribir. Me era imposible revelar el verdadero motivo y, por lo mismo, mi oposición parecía una terquedad infantil. Nadie volvió a decirme nada. Desde entonces, los preparativos se hicieron a espaldas mías. Aprovechaban las horas que pasaba en el colegio. Cada vez que volvía, alguno de los muebles había sido trasladado o vendido. Mi vida se deshacía. Por último, una tarde, cuando regresé para cenar, me encontré la casa casi vacía. En las habitaciones desiertas no quedaban más que baúles y paquetes, y dos camas provisionales para mamá y para mí. Íbamos a dormir una noche más para partir al día siguiente a Innsbruck. 21

En aquel último día comprendí, de repente, que a partir de ese momento no podía ya vivir sin estar a tu lado. Eras toda mi vida. Es difícil decir lo que pensaba, si es que en aquellos instantes de desesperación era capaz de pensar algo. Mamá no estaba en casa. Tal como iba, con el delantal del colegio, me dirigí a tu puerta. Tenía los miembros rígidos y las articulaciones flojas; creía sufrir la atracción de un imán. Había pensado tirarme a tus pies y pedirte que me tomaras como criada o como esclava. No puedo remediar el temor que siento al pensar que puedas reírte del apasionamiento de una chiquilla de quince años. Pero no te reirías, amor mío, si pudieras darte cuenta de cómo permanecí en el suelo helado, rígida por el temor, al tiempo que me sentía arrastrada por una fuerza enorme, y cómo mi brazo parecía elevarse a pesar mío. La lucha duró eternos y angustiosos segundos; por último, tiré de la campanilla. Aquel agudo sonido resuena todavía en mis oídos. Siguió un largo silencio, durante el cual mi corazón dejó de latir y la sangre se detuvo en mis venas, mientras esperaba que vinieras. Pero no viniste. Nadie acudió. Debías haber salido aquella tarde, y Juan probablemente estaba también fuera. Con la extinguida nota de la campana resonando todavía en los oídos, me retiré al hogar vacío y me eché exhausta sobre un colchón, tan agotada por esos pocos pasos como si hubiera estado caminando horas sobre la nieve. A pesar del cansancio, la determinación que había tomado era tan firme como antes: quería verte, hablarte, antes de que me separaran de ti. Puedo asegurarte que mi mente no albergaba ningún deseo impuro; todavía era inocente, quizá porque nunca había pensado en nada más que en ti. Solo quería verte otra vez, sentirme a tu lado. Durante toda aquella horrible noche estuve esperándote, amor mío. Tan pronto como mi madre se hubo dormido, me deslicé al vestíbulo para aguardar tu llegada. Era una noche muy fría de enero. Estaba cansada, me dolían los 22

miembros y ya no quedaba ninguna silla donde poder sentarme; así, pues, me eché en el suelo y allí permanecí estremecida por la corriente de aire que entraba por debajo de la puerta, apenas vestida, sin abrigo alguno. No quería evitar el frío por temor a dormirme y no oírte llegar. Me acometían calambres en la helada oscuridad, y una y otra vez tenía que levantarme para combatirlos. Pero esperé, esperé a que regresaras como si mi vida dependiera de ello. Al fin, sobre las dos o las tres de la madrugada, oí abrirse el portal y pasos en la escalera. Se desvaneció la sensación de frío y una ola de calor me invadió. Abrí la puerta suavemente con el deseo de salir, de echarme a tus pies…, no sé lo que habría hecho en mi locura. Los pasos se acercaban. Oscilaba la luz de un candil. Temblando sostenía el pestillo. ¿Serías tú el que subía? Sí, eras tú, querido, pero no venías solo. Oí una risa amable, el frufrú de un vestido de seda y tu voz, hablando quedo. Una mujer subía contigo… No sé todavía cómo sobreviví a la angustia de aquella noche. A las ocho de la mañana siguiente me llevaron a Innsbruck. Ya no me quedaban fuerzas para luchar.

Segundo tiempo Mi hijo murió la noche pasada. Volveré a estar sola una vez más si realmente sigo viviendo. Mañana, hombres extraños, indiferentes, vestidos de negro, traerán un féretro para el cuerpo de mi único hijo. Quizá también vengan algunos amigos con coronas. Mas, ¿de qué sirven las flores sobre un féretro? Me ofrecerán consuelo con frases triviales. ¡Palabras, palabras, palabras! ¿Qué ayuda pueden ofrecer las palabras? Todo cuanto sé es que voy a estar sola de nuevo. No hay nada más espantoso que estar sola rodeada de seres humanos. Lo sé por experiencia. Lo comprendí durante aquellos dos años interminables que habité en Innsbruck, desde los dieciséis a los dieciocho, rodeada de mi familia y 23

sintiéndome como una prisionera. Mi padrastro, hombre tranquilo y taciturno, era muy amable conmigo. Mi madre accedía a todos mis caprichos, como si con ello quisiera atenuar una injusticia cometida. Los jóvenes de mi edad se hubieran sentido dichosos de gozar de mi amistad. Pero yo frenaba sus avances con enfado, tercamente. No quería ser feliz ni deseaba vivir contenta lejos de ti; por eso me encerré en un mundo melancólico, lleno de tormento y soledad. No quería usar los trajes nuevos y alegres que me regalaban, me negaba a asistir a los conciertos o al teatro y no tomaba parte en las animadas excursiones. Apenas salía de casa. ¿Puedes creer que en los dos años que viví en aquella pequeña ciudad no llegué a conocer más de doce calles? Gozaba con el sufrimiento; renuncié a la sociedad y a todo placer, embriagándome con el deleite de la mortificación que, de este modo, añadía al dolor de no verte. Por lo demás, no hubiera permitido que nada me apartara de mi único anhelo: vivir solo para ti. Sentada en casa, sola, hora tras hora, día tras día, no hacía más que pensar en ti, revolvía sin cesar en mi mente los cien queridos recuerdos, renovaba cada movimiento y cada espera y ensayaba esos episodios en el teatro de mi fantasía. La constante evocación de los años de la infancia, desde el día que llegaste a mi vida, ha fijado los detalles en mi memoria hasta tal punto, que puedo recordar cada minuto de aquellos años pasados con la misma precisión que si fuera ayer. Mi vida seguía dependiendo de la tuya. Compré todos tus libros. Si en los periódicos se mencionaba tu nombre, el día era considerado festivo. ¿Podrías creerme si te dijera que de tanto leer las obras que escribiste me las sé de memoria, línea por línea? Si, durante la noche, alguien me despertara y me leyese una frase al azar, continuaría el relato sin equivocarme; incluso ahora podría hacerlo, después de trece años. Cualquiera de tus palabras era sagrada para mí. El mundo carecía de interés salvo en lo que a ti concernía. Leía en los periódicos vieneses las reseñas de los conciertos y de los estrenos, y me preguntaba cuáles serían los que te 24

podrían interesar. Cuando se hacía de noche te acompañaba mentalmente y me decía: “Ahora, entra en el vestíbulo, ahora toma asiento”. Tales eran mis imaginarias fantasías, que se repetían una y mil veces simplemente porque en una ocasión te vi en un concierto. ¿Por qué recordar ahora todas esas cosas? ¿Para qué referir la trágica desesperación de una niña abandonada? ¿Para qué decírtelo, si nunca has sabido nada de mi admiración o de mi pena? Pero, ¿seguía siendo niña? Tenía diecisiete, dieciocho años; en la calle los jóvenes se volvían a mirarme, pero no conseguían sino ponerme de mal humor. Amar a alguien que no fueras tú, o imaginarlo, era algo imposible, ya que el mero acto de ternura por parte de otro hombre me hubiera parecido un crimen. Mi amor seguía siendo tan inmenso como antes, pero al crecer mi cuerpo y despertarse los sentidos, cambió de carácter para convertirse en un amor más ardiente: en el amor de una mujer de verdad. Lo que había estado oculto a los ojos de la muchacha inocente, de la niña que había llamado a tu puerta, era ahora mi único anhelo. Quería ser enteramente tuya. Quienes me trataban me creían reservada y tímida. Pero tenía un propósito inquebrantable. Todo mi ser estaba dirigido a un único fin: volver a Viena, volver a ti. Luché para conseguir tal objetivo, que tan incomprensible y desatinado parecía a los otros. Mi padrastro gozaba de una situación desahogada y me trataba como a una hija. Insistí, sin embargo, en que quería ganarme la vida por mí misma, y al fin logré que consintieran en mi regreso a Viena como empleada en una casa de modas, que pertenecía a un pariente próximo suyo. ¿Necesito decirte adónde me llevaron los primeros pasos en aquella brumosa tarde de otoño, cuando al fin, ¡al fin!, me encontré en Viena? Dejé mi equipaje en consigna y tomé un tranvía. ¡Qué despacio caminaba! Cada parada era un nuevo tormento. Por último, llegué a la casa. Mi corazón brincó de alegría cuando vi luz en tu ventana. La ciudad, 25

que tan remota y triste me había parecido, se llenó de vida de repente. Yo misma volvía a vivir, ahora que estaba de nuevo junto a ti, mi eterno sueño. Cuando ya no nos separaba nada más que el frío y brillante cristal, podía ignorar el hecho de que en realidad estaba tan lejos de tu mente como si nos hubieran separado montes, valles y ríos. Era suficiente que pudiera seguir mirando tu ventana. En ella brillaba una luz; aquella era tu casa, tú estabas ahí; aquello era mi mundo. Durante dos años había soñado con ese momento y al fin había llegado. Estuve parada allí toda aquella tarde cálida y brumosa, hasta que la luz se apagó. Entonces, busqué mi propio domicilio. Tarde tras tarde volví al mismo lugar. Trabajaba hasta las seis. El trabajo era pesado, pero me gustaba, ya que el movimiento de la sala de pruebas ocultaba el torbellino de mi corazón. Y al instante de cerrar ruidosamente las puertas, volaba hacia mi querido rincón. Verte de nuevo, encontrarme contigo tan solo una vez, era todo cuanto deseaba, aunque fuera a distancia y me limitara a devorar tu rostro con la mirada. Al fin, después de una semana, te hallé. El encuentro me cogió por sorpresa. Estaba mirando la ventana cuando surgiste de improviso en la calle. Al instante, volví a ser niña otra vez, la niña de trece años. Mis mejillas se sonrojaron. A pesar del deseo enorme de contemplar tu rostro, bajé la cabeza involuntariamente y eché a andar con rapidez, como si me persiguieran. De inmediato, sentí haber huido como una colegiala, puesto que tenía conciencia de mis verdaderos deseos. Quería encontrarte; quería que me reconocieras después de todos aquellos años aburridos, que te dieras cuenta de mi presencia, que llegaras a amarme. Pero durante largo tiempo no te fijaste en mí, no obstante permanecer frente a tu casa cada noche, incluso cuando nevaba o soplaba el crudo viento de los inviernos vieneses. A veces, aguardaba en vano muchas horas. A menudo, cuando salías, lo hacías acompañado de amigos. Por dos veces te vi con una joven, y el hecho de que al fin yo había despertado, de que mi sentimiento hacia ti era algo nuevo y diferente, 26

me fue revelado por la súbita contracción del corazón al ver una mujer desconocida familiarmente cogida de tu brazo. No me sorprendió tal visión. Desde mi infancia recuerdo la gran cantidad de visitas femeninas que recibías; pero entonces aquella realidad me produjo un definido dolor físico. Tuve una sensación mixta de enemistad y deseo cuando presencié tu abierta manifestación de intimidad con la otra, y por una vez, estimulada por ese orgullo juvenil del que quizá nunca esté liberada, me abstuve de la visita habitual; pero ¡cuán vacía y horrible me pareció aquella tarde de reto y renuncia al mismo tiempo! Al día siguiente estaba, de nuevo, ante tu ventana; esperando llena de humildad, como siempre he esperado frente a tu vida, oculta para mí. Al fin llegó la hora en que me descubriste. Te vi llegar desde cierta distancia, y traté de reunir mis fuerzas para evitar la consiguiente huida. Como si la suerte lo hubiera previsto, un carro muy cargado ocupaba la calzada, obstruyéndola, de forma que tuviste que pasar por mi lado. Sin proponértelo, tus ojos encontraron mi rostro y de inmediato, a pesar de que apenas habías notado la atención de mi mirada, tu faz adquirió aquella expresión que solías mostrar al mirar a las mujeres. Este recuerdo me hirió como una corriente eléctrica —aquella mirada acariciadora y decidida con la que años antes, siendo niña, se había despertado la mujer—. Durante un segundo o dos tus ojos me miraron sin que yo pudiera desviar los míos; luego pasaste. Me latía el corazón con tal violencia que me vi obligada a detenerme, y cuando, movida por una curiosidad irresistible, volví la cabeza para verte, continuabas parado y seguías mirándome. El inquisitivo interés de tu expresión me convenció de que no me habías reconocido. No me reconociste entonces, como nunca me has reconocido. ¿Cómo describir mi desengaño? Aquella fue la primera de las decepciones, amor mío; la primera vez que soporté la persistente condición de mi destino: el que nunca me hayas reconocido; el que vaya a morir desconocida. ¡Ah!, 27

¿cómo hacerte comprender mi desengaño? Durante los años que viví en Innsbruck nunca cesé de pensar en ti. La idea de nuestro próximo encuentro en Viena siempre estaba presente en mi pensamiento. Variaba según mi estado de ánimo, pasando de las más funestas a las más halagüeñas posibilidades. Había imaginado todas las variantes concebibles. En momentos de depresión me había parecido que me despreciarías, que me rechazarías por no ser de tu mundo o por importunarte; por ser fea, insignificante o presuntuosa. Había previsto mentalmente cualquier forma posible de abandono, frialdad o indiferencia. Pero nunca, en el paroxismo de la depresión, en la más clara evidencia de mi insignificancia, había podido sospechar la más horrible de las posibilidades: que nunca hubieras tenido conciencia de mi existencia. Ahora comprendo —¡tú me lo has enseñado!— que el rostro de una niña o de una mujer, es algo en extremo variable para un hombre. Por lo general, no es más que la visión de un momento que se desvanece, tan rápido, como la imagen reflejada en un espejo. Un hombre puede olvidar con prontitud el rostro de una mujer, porque la edad modifica los rasgos y, porque en épocas diferentes, los vestidos cambian su aspecto. La mujer adquiere resignación a medida que aumenta su experiencia. Pero yo, todavía una niña, era incapaz de comprender tu olvido. Mi mente había estado tan llena de ti desde el día en que te vi, que me había forjado la ilusión de que, recíprocamente, a menudo pensabas en mí y me aguardabas. ¿Cómo hubiera podido seguir viviendo si hubiese sabido que no representaba nada para ti, que no ocupaba un lugar en tu memoria? Al mirarme aquella noche y mostrarme que, por tu parte, no existía el más leve lazo, por sutil que fuese, que uniera tu vida con la mía, significó mi primer contacto con la realidad, me trajo el primer aviso de mi destino. No me reconociste. Dos días después, cuando nuestros caminos volvieron a cruzarse y me miraste con cierta intimidad, no reconociste a la niña que te amaba desde hacía 28

tanto tiempo, y en la que habías despertado su sentimiento de mujer; reconociste, simplemente, el rostro agradable de la jovencita de dieciocho años, encontrado dos días antes en el mismo sitio. Tu expresión denotaba una agradable sorpresa. Una sonrisa se dibujó en tus labios. Pasaste de largo como entonces, y como entonces detuviste los pasos de repente. Yo temblaba, me regocijaba, deseaba a toda costa que me hablaras. Sentí que por primera vez tenía vida para ti; anduve despacio y no traté de huir. De pronto, te oí muy cerca. Sin volverme, comprendí que enseguida iba a escuchar tu amada voz dirigiéndose a mí. Estaba casi paralizada por la expectación y mi corazón latía con tanta fuerza que temí sentir la necesidad de detenerme. Estabas a mi lado. Me saludaste con afecto, como si fuéramos viejos amigos —a pesar de no reconocerme, aunque nunca has llegado a saber nada de mi existencia—. Tus maneras eran tan llanas y agradables que fui capaz de responderte sin ninguna duda. Caminamos a lo largo de la calle y me preguntaste si podíamos cenar juntos. Accedí. ¿Hay algo que yo hubiese podido negarte? Cenamos en un pequeño restaurante. Es posible que lo hayas olvidado. Para ti debe ser uno entre tantos. Y yo misma, ¿qué era para ti? Una entre centenares, una aventura, un nuevo eslabón para tu cadena sin fin. ¿Qué sucedió aquella noche para que me recuerdes? Apenas hablé, porque me sentía tan inmensamente feliz de tenerte a mi lado y de oírte hablar, que no quería desperdiciar ni un momento con palabras o preguntas absurdas. No dejaré nunca de estarte agradecida por aquella hora, por tu manera de justificar mi ardiente admiración. Nunca olvidaré el tacto que desplegaste. No hubo ninguna demostración indebida de ternura ni caricias presurosas. No obstante, me trataste con una confianza tan cordial, tan familiar, desde el primer momento, que me habrías ganado aun en el supuesto caso de que mi ser no fuera tuyo desde siempre. ¿Podría hacerte comprender lo mucho que representaba para mí el hecho 29

de que mis cinco años de espera infantil se vieran tan colmados? Fue haciéndose tarde y salimos del restaurante. En la puerta me preguntaste si tenía prisa o si disponía todavía de cierto tiempo. ¿Cómo podía ocultarte que era tuya? Repuse que tenía mucho tiempo. Entonces, después de una momentánea vacilación, me propusiste ir a tu casa para seguir charlando. “Encantada” —repuse con presteza, delatando así mis sentimientos—. No dejé de observar la sorpresa que te produjo la rapidez de mi aprobación. No puedo asegurar si te sentiste vejado o complacido, pero lo que sí puedo afirmar es que mostraste sorpresa. Hoy, por supuesto, comprendo tu asombro. Ahora sé que es usual en una mujer, aun en el caso de desear ardientemente el amor de un hombre, fingir disgusto, simular temor o indignación. Para obtener su consentimiento son necesarias súplicas vehementes, mentiras, juramentos y promesas. Sé que solo las profesionales del amor, las prostitutas, suelen responder a invitaciones de esa clase alegremente, con un consentimiento franco, y acaso también las muchachas inocentes. ¿Cómo podías comprender que, en mi caso, el rápido asentimiento era el grito de un deseo eterno, el despertar de anhelos que habían persistido durante mil días y más? En todo caso, mi actuación despertó interés; me había hecho interesante a tus ojos. Mientras paseábamos juntos, sentí que tratabas de clasificarme a través de nuestra charla. Tu percepción, tu conocimiento profundo de toda la gama de las emociones humanas, te hacía comprender que habías encontrado a alguien diferente; que aquella bonita y complaciente joven escondía un secreto. Tu curiosidad se había despertado, y con tus discretas preguntas intentaste averiguar mi misterio. Pero mis respuestas eran evasivas. Prefería aparecer como una tonta antes que develar mi secreto. Subimos a tu apartamento. Perdóname, querido, por decirte que no puedes comprender todo cuanto significaba para mí el subir esas escaleras contigo, cómo me embargaba la 30

felicidad hasta casi sofocarme. Incluso, ahora apenas puedo pensar en ello sin que las lágrimas pugnen por saltárseme, a pesar de que se han secado mis ojos. Todo lo de aquella casa había quedado impreso en mi pasión; cada cosa era un símbolo de mi infancia y de mis deseos. Allí estaba la puerta donde mil veces había aguardado tu llegada; los escalones donde oía tus pasos y donde te vi por primera vez; la mirilla a través de la cual había observado tus idas y venidas; la estera donde una vez me arrodillé; el sonido de la llave en la cerradura, que siempre había sido una señal para mí. Mi infancia y sus pasiones se hallaban encerradas en aquellos pocos palmos de terreno. Allí estaban todos los momentos vividos y surgían ante mí como un huracán, cuando todo se estaba consumando, cuando iba contigo, contigo, a tu casa, a nuestra casa. No olvides —mi manera de expresarme puede parecerte trivial, pero no encuentro palabras más adecuadas— que hasta tu puerta llegaba mi mundo real, el aburrido y monótono mundo de mi vida anterior. Ante ella empezaba el mágico mundo de mi imaginación infantil. El reino de Aladino. Piensa cómo, mil veces, mis ojos ardiendo habían estado fijos en aquella puerta por la que estaba cruzando, en aquel momento, mi cabeza como un torbellino, y tendrás una remota idea de lo que representaba aquel tremendo minuto. Pasé toda la noche contigo. No podías imaginarte que antes de ti ningún otro hombre hubiera visto mi cuerpo. ¿Cómo podías sospecharlo, si no había opuesto ninguna resistencia ni expresado ninguna vergüenza, por temor a traicionar mi secreto? Aquello te habría alarmado; no te preocupas más que por las cosas que discurren con facilidad, por lo que es leve, imponderable. Temes verte envuelto en cualquier otro destino. Te gusta ofrecerte libremente a todo el mundo, pero no hacer sacrificios. No me juzgues mal cuando te diga que me ofrecí a ti siendo doncella. No te estoy culpando de nada. No me atrajiste, no me desilusionaste ni tampoco me sedujiste. Me eché en tus brazos; salí 31

al encuentro de mi destino. No te guardo más que agradecimiento por aquella noche. Cuando abrí los ojos en la oscuridad y te sentí a mi lado, imaginé que estaba en el cielo, y la ausencia de las brillantes estrellas me sorprendió. Mientras dormías, te oía respirar, sentía tu presencia. Estaba tan cerca de ti que derramé lágrimas de felicidad. Me fui temprano, por la mañana. Tenía que ir al trabajo y además quería hacerlo antes de que llegara tu criado. Cuando ya estuve dispuesta para marchar, me rodeaste con tus brazos y me miraste largamente. ¿Sería que un vago y borroso recuerdo se agitaba en tu mente, o simplemente que mi radiante felicidad me hacía parecer hermosa? Me besaste en los labios y, cuando ya me iba, me preguntaste: “¿No quieres llevarte unas flores?” Había cuatro rosas blancas en el jarrón de cristal azul, sobre tu escritorio —lo recordaba desde aquella ojeada fugaz de mi infancia—, y me las diste. Las conservé muchos días y solía besarlas a menudo. Antes de separarnos habíamos convenido un segundo encuentro. Volví a tu casa y de nuevo estuvo todo lleno de encanto y maravilla. Me concediste aún una tercera noche. Después, dijiste que tenías que abandonar Viena durante algún tiempo —¡oh, cómo detestaba tales viajes desde que era niña!— y me prometiste que sabría de ti tan pronto como estuvieras de regreso. No quise darte más que un apartado de correos y callé mi nombre. Guardé mi secreto. Una vez más me ofreciste algunas rosas al marcharme. Día tras día, durante dos meses, me pregunté… No, no quiero describirte la angustia de aquella espera ni mi desesperación. No me quejo ni te reprocho nada en absoluto. Te quiero tal como eres, ardiente y olvidadizo, generoso e infiel. Te quiero tal como siempre has sido. Volviste mucho antes de aquellos dos meses. La luz en tus ventanas me lo indicó, pero no me escribiste. En mis últimas horas no tengo ni una línea escrita por tu mano, ni 32

una línea de aquel a quien he dado la vida entera. Esperé, esperé desesperadamente. No me llamaste, no me escribiste ni una palabra, ni una sola palabra…

Tercer tiempo Mi hijo, que murió ayer, también era tuyo. Era tu hijo, fruto de una de aquellas tres noches. Era tuya, y tuya fui desde entonces, mi amor, hasta la hora en que nació. Me sentía como dignificada por ti, y no me hubiera sido posible aceptar las caricias de cualquier otro hombre. Era nuestro hijo, querido; el fruto de mi amor consciente y de tu descuidada, pródiga y casi involuntaria ternura. Nuestro hijo, nuestro niño, nuestro único hijo. Quizá te asustes, quizá solo te sorprendas. Te preguntarás por qué nunca te he hablado de ese niño; y por qué, habiendo guardado silencio durante tantos años, te hablo de él ahora que yace durmiendo su último sueño, ahora que me acaba de dejar para siempre y que nunca, nunca, volverá. ¿Cómo podía decírtelo? Yo era una desconocida, una muchacha que solo se había mostrado ansiosa de pasar contigo aquellas tres noches. Nunca hubieras creído que yo, la compañera sin nombre de un encuentro casual, te fuera fiel a ti, que has sido infiel constantemente. Nunca hubieras aceptado sin recelo a mi hijo como tuyo. Incluso, en el supuesto caso de que hubieras confiado en mi palabra, habrías conservado, no obstante, la secreta sospecha de que aprovechaba el lance casual para ofrecer un padre en buena situación al hijo de otro amante. Hubieras recelado. Siempre se hubiera interpuesto una sombra de desconfianza entre tú y yo, y no lo hubiera podido soportar. Además, te conozco; quizá mejor de lo que tú mismo creas conocerte. Tú amas, pero sin preocuparte, conservando el corazón libre y tranquilo; eso es lo que entiendes por amor. Te hubiera resultado insoportable aparecer de improviso convertido en padre; ser responsable del destino de un 33

niño. La libertad es tan necesaria para ti como el aire que respiras, y yo te habría parecido una cadena. Interiormente, aun en contra de tu conciencia, me habrías odiado como a una rémora personificada. Quizá, solo de vez en cuando, durante una hora o un breve minuto, te habría parecido una carga. Pero mi orgullo no me permitía, ni por un instante, ser una sombra en tu vida. Prefería arrostrar sola las consecuencias antes que ser una carga para ti; quería ser la única, entre las mujeres que has tratado íntimamente, en la que solo pensaras con amor y agradecimiento. Sin embargo, ya ves, nunca has pensado en mí. Me has olvidado. No te acuso, amor mío. Créeme, no me quejo. Debes perdonarme si por un momento, aquí o allá, mi pluma parece bañada en amargura. Debes perdonarme; mi hijo, nuestro hijo, yace entre cuatro cirios oscilantes. El dolor es más fuerte que yo. Perdona mis lamentos. Sé que eres compasivo y siempre estás dispuesto a ayudar. Ayudas al primer extraño que te lo pide. Pero tu caridad es peculiar; no tiene ataduras. Cualquiera puede obtener de ti lo que pueda agarrar con ambas manos. Y aun así, debo confesar que tu bondad discurre lentamente. Necesitas que te lo pidan. Ayudas a aquellos que lo solicitan; ayudas por vergüenza, por debilidad y no por el placer de hacerlo. Déjame decirte que aquellos que se ven aquejados por el dolor y el tormento, no están más cerca de ti que tus hermanos en la felicidad. No obstante, es duro, muy duro, pedir algo a los de tu clase, incluso entre los más amables. En cierta ocasión, siendo niña todavía, espiaba a través de la mirilla de nuestra puerta y observé como dabas una limosna a un pobre que había llamado. Se la diste de manera presta y espontánea, casi antes de que hubiera hablado. Pero mostraste cierto nerviosismo y apresuramiento en tus modales, algo así como si quisieras quitártelo de encima cuanto antes; parecías temer el encuentro con sus ojos. Nunca olvidé aquel modo tímido y trabajoso que usaste para dar una limosna; aquel evitar una palabra de agradecimiento. Por esto nunca te busqué en mis tribulaciones. Sé 34

que me habrías concedido cuanta ayuda hubiera necesitado, aun cuando sospecharas que el niño no era tuyo. Me hubieras ofrecido comodidades y dinero, gran cantidad de dinero; pero siempre con una impaciencia encubierta, con un secreto deseo de desprenderte de la preocupación. Incluso, llego a creer que me hubieras aconsejado deshacerme del futuro ser. Eso era lo que más temía, porque sabía que hubiera hecho cuanto quisieras. Pero mi hijo era todo para mí. Era tuyo; eras tú vuelto a nacer —tú, pero no esa persona feliz e inconsciente a quien nunca puedo esperar poseer, sino tú siempre para mí, carne de mi carne, íntimamente ligado con mi propia vida—. Al fin te poseía para siempre; podía sentir tu sangre discurrir por mis venas; te podía alimentar, acariciar, besar tantas veces como mi alma lo deseara. Por eso, me sentí tan feliz cuando me di cuenta de que esperaba un hijo tuyo, y esa es también la razón por la que te lo oculté. A partir de entonces ya no te podías escapar; eras mío. Pero no quiero ocultarte que los meses de espera no fueron tan felices como yo había imaginado en los primeros momentos de transporte. Estuvieron llenos de dolor y cuidados, llenos de fatiga ante la crueldad de la gente. Las cosas se me pusieron difíciles. En los últimos días no pude conservar mi trabajo, porque los parientes de mi padrastro hubiesen advertido el estado en que me hallaba y habrían avisado a mi familia. Tampoco quise pedir dinero a mi madre, de modo que en la última temporada del embarazo me las arreglé con el producto de la venta de las pequeñas joyas que poseía. Una semana antes de internarme, mi lavandera robó el poco dinero que me quedaba y tuve que acudir a la Maternidad. El niño, tu hijo, nació allí, en aquel refugio de miserables, entre las muy pobres, las prostitutas y las enfermas. Era un lugar horrible, donde todo resultaba extraño, desconocido. Nos sentíamos ajenas las unas de las otras y yacíamos en nuestra soledad, unidas únicamente por nuestra pobreza y desgracia, llenas de mutuo rencor, amontonadas en 35

aquella sala impregnada de olor a cloroformo y sangre, y rodeadas de gritos y lamentos. En esas salas, la paciente pierde toda su individualidad, salvo la que permanece en su nombre escrito en lo alto de su cabecera. Lo que reposa en la cama es solo un pedazo de carne estremecida, un objeto de estudio… ¡Ah, las madres que dan a luz en su casa, rodeadas de la solicitud impaciente de sus esposos, no saben lo que representa, en este trance, sentirse sola e indefensa ante el cinismo, disfrazado de ciencia, de los médicos jóvenes o la avaricia inconcebible de las enfermeras! Te pido perdón por hablarte de estas cosas. Nunca más volveré a hacerlo. Durante once años he guardado silencio y pronto estaré muda para siempre. Una vez por lo menos tenía que hablar alto, hacerte saber cuán costosamente vino al mundo este niño, este niño que fue mi delicia y que ahora reposa para siempre. Había olvidado aquellas horas tan penosas; las habían ocultado sus sonrisas, su voz; las había olvidado en mi felicidad. Ahora, después de muerto, la tortura ha vuelto a tomar forma y, por esta vez, siento la necesidad de contártelo. Pero no te acuso; ni un solo momento te he guardado rencor. Ni siquiera en la agonía del alumbramiento estaba resentida contra ti. No me arrepiento del goce que he disfrutado con tu amor; nunca he cesado de amarte ni de bendecir la hora en que fijaste la meta de mi vida. Si de nuevo se presentara la misma coyuntura, a conciencia de lo que iba a acontecer, pagaría aquella dicha con cualquier castigo y lo cumpliría, contenta, tantas veces como fuera preciso.

Cuarto tiempo Nuestro hijo murió ayer. Era nuestro, aunque nunca lo conociste. Su brillante personalidad no ha tenido ni el más breve contacto contigo, y tus ojos nunca han descansado sobre él. Después de su nacimiento me alejé de ti durante largo tiempo. Mis ansias de verte eran menos intensas y 36

creo que mi amor no era tan apasionado; desde que tenía al niño, mi amor, en realidad, era menos obsesivo. No quería dividirme entre tú y él, y, por tanto, prescindí de ti, que eras feliz e independiente, y opté por el niño. Él me necesitaba, debía cuidar de su alimento y lo podía besar o acariciar cuanto quisiera. Parecía como si me hubiera curado del eterno anhelo. La condena, al fin, había sido levantada con el nacimiento de tu hijo, que me pertenecía de verdad. Desde entonces, pocas veces mis sentimientos me han conducido humildemente hasta tu casa. Solo un detalle: siempre te he mandado un ramo de rosas blancas el día de tu cumpleaños, como las rosas que me ofreciste después de nuestra primera noche de amor. ¿No se te ha ocurrido preguntarte nunca, durante estos diez u once años, quién las mandaba? ¿Has recordado si alguna vez ofreciste a una muchacha un ramo de flores semejantes? Yo no lo sé ni lo sabré nunca. Para mí era suficiente el enviártelas desde la oscuridad; me bastaba revivir en la memoria, una vez al año, el recuerdo de aquella hora. Nunca viste a nuestro pobre hijo. Hoy me pesa habértelo ocultado, porque estoy segura de que lo hubieras querido. Nunca lo viste sonreír cuando abría los ojos al despertarse, unos ojos oscuros e inteligentes que recordaban los tuyos, aquellos ojos con los que miraba ávidamente, con alegría, a su madre y al mundo entero. Era tan brillante, tan cariñoso… Tenía toda tu ligereza y tu inquieta imaginación —naturalmente, en la forma que puede manifestarse en un niño—. Se pasaba horas enteras jugando con las cosas, enamorado de un objeto cualquiera, igual que tú juegas con la vida; más tarde, poniéndose serio, se sentaba frente a sus libros. Eras tú, vuelto a nacer. Esa mezcla de alegría y seriedad que te caracteriza, esa dualidad de carácter se hacía cada vez más palpable en él, y cuanto más se parecía a ti, más lo quería. Era buen estudiante y hablaba en francés con mucha soltura. Sus cuadernos eran los más cuidados de la clase. ¡Qué hombrecito más tieso 37

y guapo! Cuando en verano lo llevaba a la playa, a Grado, las mujeres solían pararlo y le acariciaban sus largos cabellos rubios. En Semmering, la gente se volvía a mirarlo mientras jugaba en el tobogán. Era tan guapo, tan bueno, tan atractivo… El año pasado ingresó en el pensionado y empezó a llevar el uniforme: un uniforme de paje del siglo dieciocho con una pequeña daga al cinto. Ahora el pobrecito yace solo con su camisa, los labios pálidos y las manos cruzadas. Debes asombrarte ante la costosa educación que escogí para el niño, hecha de lujo y despreocupación. ¿Cómo era posible que yo pudiera proporcionarle esa brillante iniciación en la vida confortable de los adinerados? Querido, te estoy hablando desde la oscuridad. Te lo diré sin avergonzarme. Por favor, no te estremezcas. Me vendí. No fui una mujer de la calle, una prostituta vulgar, pero me vendí. Mis amigos, mis amantes, eran hombres de posición. Al principio los tuve que buscar, pero muy pronto fueron ellos los que me buscaron, porque yo era —¿te diste cuenta alguna vez?— una mujer hermosa. Todos aquellos a quienes pertenecí me fueron adictos. Todos llegaron a ser fervientes admiradores. Todos me amaron, todos excepto tú, amor mío, excepto tú, a quien amé siempre. ¿Me despreciarás ahora por saber lo que hice? Estoy segura de que no. Sé que lo comprenderás; sé que comprenderás que lo hice por ti, por tu otro yo, por tu hijo. Durante mi estancia en la Maternidad, comprobé toda la amargura de la pobreza. Supe que en el mundo el pobre es siempre la eterna víctima. No podía soportar la idea de que tu hijo, tu adorable hijo, fuera a vivir en aquel abismo, entre la corrupción de la calle, respirando el aire viciado de los arrabales. Sus tiernos labios no debían aprender el lenguaje del arroyo; su delicada y blanca piel no debía irritarse por el áspero y sórdido ropaje de los miserables. Tu hijo debía tener lo mejor en todo, toda la riqueza y la alegría del mundo. Tenía que seguir tus pasos en la vida, ser digno de vivir en la misma esfera que tú. 38

Ese es el motivo, el único, amor mío, por el que me vendí. No me costó ningún sacrificio, ya que las palabras “honor” y “deshonor” me eran insignificantes. Tú eras el único a quien mi cuerpo podía pertenecer y no me querías; ¿qué importaba, pues, a quién se lo ofrecía? El cariño de mis compañeros, incluso sus muestras de pasión, nunca encontraban en mí ningún eco, aunque muchos de ellos fueran personas a quienes no debía más que respeto y, a pesar del recuerdo de mi propio destino, que me hacía simpatizar con ellos por su amor no correspondido. Todos aquellos hombres fueron buenos conmigo; todos me mimaron y llenaron de afecto, todos me trataron con respeto. Uno de ellos, un viudo maduro y con título, consiguió, haciendo uso de su influencia, ingresar a mi hijo sin padre, a tu hijo, en el colegio. Aquel hombre me quería como a una hija. Tres o cuatro veces me pidió que me casara con él. Hoy podía ser marquesa y poseer un magnífico castillo en Tirol. Estaría libre de complicaciones, ya que el chico hubiera tenido un padre afectuoso y yo un marido apacible, distinguido y bondadoso. Insistí en mi negativa a conciencia de que le haría daño. Es posible que fuera una locura de mi parte. De haber aceptado, llevaría una vida tranquila y retirada en cualquier lugar, y mi hijo estaría conmigo todavía. ¿Por qué esconderte el motivo de mi negativa? No quería atarme. Deseaba permanecer libre para ti en todo momento. En lo más recóndito de mi ser, en el subconsciente, continuaba soñando con la locura de mi infancia. Quizá algún día me llamarías a tu lado, aunque no fuera más que por una hora. Desde el primer despertar a mi estado de mujer, ¿mi vida no había sido una constante espera, aguardando un acto de tu voluntad? Al fin, la hora tan esperada llegó. Y ni siquiera esta vez supiste que había llegado, amor mío. Cuando aparecí de nuevo, no me reconociste. Nunca me has reconocido, nunca, nunca. Te encontraba bastante a menudo en teatros, conciertos, en el Prater, por todas partes. Mi corazón latía con violencia cada vez que nos cruzábamos, pero tú 39

siempre pasabas distraído por mi lado. Me había convertido, en lo que se refiere a la apariencia exterior, en una persona distinta. La tímida jovencita era ahora una mujer, hermosa según decían, ataviada con vestidos caros, rodeada de admiradores. ¿Cómo podías relacionarme con aquella tímida muchacha que habías conocido a la incierta luz de tu dormitorio? A veces, mi acompañante te saludaba, y, en aquellas ocasiones, esperaba que tus ojos delataran algún estremecimiento al devolver el saludo, pero tu mirada era siempre la de un cortés desconocido, una mirada de respeto, pero nunca de reconocimiento, distante, desesperadamente distante. Recuerdo que una vez, esa actitud habitual, ese olvido de mi persona, fue una tortura para mí. Estaba en un palco del teatro de la ópera con un amigo, y tú en el de al lado. Las luces se atenuaron cuando empezó la obertura. Ya no podía ver tu rostro, pero sentía tu respiración tan próxima como si estuviéramos en tu habitación; tu mano, fina y elegante, descansaba en el antepecho cubierto de terciopelo. Me embargaba un infinito deseo de inclinarme a besar humildemente aquella mano, cuyas caricias había conocido. A los acordes de la orquesta, mis ansias se hacían más intensas. Tenía que hacer un verdadero esfuerzo para mantener los labios alejados de tu querida mano. Cuando acabó el primer acto le dije a mi amigo que quería marcharme. Me resultaba intolerable tenerte sentado a mi lado en la oscuridad, tan próximo y al mismo tiempo tan lejano. Pero la hora llegó una vez más, solo otra vez, la última en mi pobre vida. No hace más que un año, al día siguiente de tu aniversario, mis pensamientos habían estado contigo más que nunca, pues solía conceder a ese día la categoría de fiesta. Por la mañana temprano, compré las rosas blancas enviadas anualmente como recuerdo de un momento que tú ya has olvidado. Por la tarde, me llevé a mi hijo de paseo y juntos fuimos a tomar el té. Por la noche, estuvimos en el teatro. Quería que considerara aquel día como un místico aniversario de su infancia, a pesar de no poder conocer la razón. 40

El día siguiente lo pasé con mi amigo de aquella época, un joven y adinerado fabricante de Brünn, con el que había vivido dos años. Estaba apasionadamente enamorado de mí, y también quería casarse conmigo, pero me negué, sin razón aparente, aunque me abrumaba con los regalos y atenciones que tenía para mí y para el niño, y con la simpatía que emanaba su torpe y dócil devoción. Fuimos a un concierto donde nos reunimos con un grupo de gente muy animada. Cenamos en un restaurante de la Ringstrasse, y mientras charlábamos y reíamos propuse trasladarnos a un salón de baile: el Tabarín. En general, semejantes sitios, donde la falsa alegría es siempre expresión de embriaguez parcial, me resultaban odiosos y apenas los frecuentaba. Pero, en aquella ocasión, una extraña fuerza parecía arrastrarme y me condujo a hacer la proposición, que fue aclamada con júbilo por los otros. Me sentía presa de una impaciencia inexplicable, como si algo extraordinario me estuviera aguardando. Como siempre, acostumbrados a complacerme, todos accedieron a mi ruego. Fuimos al salón de baile, bebimos champaña y me asaltó un repentino acceso de animación poco frecuente. Bebí una copa tras otra, con una alegría casi dolorosa; me uní al coro de una canción agradable, y me sentí de humor para bailar con entusiasmo. Mas de pronto, noté como si una mano helada o ardiente me hubiera agarrado el corazón. Tú estabas sentado con unos amigos en la mesa inmediata a la nuestra y me mirabas con esa mirada acariciadora y codiciosa, aquella mirada que siempre me había conmovido más allá de la razón. Por primera vez, después de diez años, volvías a mirarme con toda la fuerza de tu inconsciente pasión. Era tanta mi agitación, que poco faltó para que la copa se cayera de mis manos temblorosas. Por fortuna, mis compañeros ni se dieron cuenta de mi estado. Sus sentidos estaban un poco embotados entre aquel barullo de risas y de música. Tu mirada se hacía cada vez más ardiente y enardecía mis sentidos. No estaba segura de si al fin me habías reconocido, 41

o si tu deseo había sido despertado por una mujer aparentemente desconocida. Mis mejillas ardían, y hablaba sin saber lo que decía. No pudiste dejar de apreciar el efecto que tu mirada me producía, e hiciste un imperceptible movimiento de cabeza para indicarme que saliera. Luego, después de haber pagado tu cuenta, te despediste de tus amigos, no sin antes hacerme otra señal para que supiera que me aguardabas fuera. Temblaba como si estuviera aquejada de un acceso de fiebre. Ya no podía contestar si me hablaban ni contener el tumulto de sangre. La suerte quiso que una pareja de negros iniciara, en aquel momento, una danza exótica acompañándose de sus gritos agudos y un fuerte zapateo. Todos se volvieron para observarlos, y yo aproveché la oportunidad. Ya de pie, le dije a mi amigo que volvería enseguida y salí a tu encuentro. Me aguardabas en la antesala, y tu rostro se iluminó al verme. Con la sonrisa en los labios te dirigiste presuroso hacia mí. Era evidente que no me reconocías, ni a la niña, ni a la muchacha de otros tiempos. De nuevo me convertía para ti en una reciente amistad, en una mujer desconocida. —¿Tienes un rato para dedicarme? —me preguntaste en un tono confidencial, con el que demostrabas tomarme por una de esas mujeres que cualquiera puede comprar por una noche. —Sí —repuse; el mismo tembloroso aunque perfectamente consciente “sí” que oíste en mi juventud, hacía más de diez años, en la oscura calle. —Dime, ¿cuándo nos podemos encontrar? —Cuando quieras —contesté, ya que nunca sentía el menor atisbo de vergüenza en cuanto a ti se refería. Me miraste con cierta sorpresa, sorpresa que contenía el mismo sabor de duda mezclada con curiosidad que ya habías mostrado en otra ocasión, asombrado ante la rapidez de mi consentimiento. —¿Ahora? —preguntaste después de un momento de duda. —Sí —repuse—, vayámonos. 42

Cuando me dirigía a recoger mi capa al guardarropa recordé que mi amigo de Brünn había entregado nuestras cosas juntas y que, por lo mismo, él tenía el número. No era posible volver a pedírselo, y todavía me parecía más imposible renunciar a aquel momento de estar contigo, con el que había soñado ardientemente desde hacía tanto tiempo. Hice la elección al instante. Me envolví en el chal y penetré decidida en la noche húmeda, insensible no solo a la pérdida de mi capa, sino también a la del hombre bueno y cariñoso con el que había vivido dos años, indiferente al hecho de colocarlo públicamente, ante sus amigos, en la grotesca situación de un hombre cuya amante lo abandona a la primera seña de un desconocido. Me daba perfecta cuenta de la bajeza e ingratitud de aquel comportamiento respecto a un buen amigo. Sabía que mi ultrajante locura lo alejaría de mí para siempre y que me jugaba el porvenir. Mas, ¿qué representaba su amistad, mi vida, comparada con la suerte de sentir tus labios una vez más sobre los míos, de escuchar de nuevo tu adorada voz? Ahora, que todo ha pasado, te lo puedo decir, puedo decirte cuánto te amé. Creo que de llamarme tú en mi lecho de muerte, hallaría la fuerza necesaria para levantarme y acudir presurosa a tu encuentro. En la puerta tomamos un coche que nos llevó a tu casa. De nuevo pude oír tu voz, una vez más sentí el éxtasis de estar a tu lado, y estaba tan embriagada por la alegría y la confusión como lo estuve en otro tiempo. No puedo describírtelo todo. ¡Cómo se renovaban en mí, mientras subíamos la escalera tan conocida, mis sentimientos de hacía diez años! ¡Cómo vivía simultáneamente en el pasado y en el presente, como si todo mi ser estuviera fundido con el tuyo! En las habitaciones casi nada había cambiado. Se veían algunos nuevos cuadros, muchos más libros, uno o dos muebles nuevos, pero en conjunto conservaba el aspecto familiar de un viejo amigo. Sobre el escritorio estaba el jarrón con las rosas, mis rosas, las mismas que yo había 43

mandado la víspera, día de tu cumpleaños, como recuerdo de la mujer que habías olvidado, aquella que no reconocías, ni siquiera entonces, cuando se hallaba junto a ti, cuando sostenías sus manos y besabas sus labios. Pero me confortó el ver allí mis flores, saber que estimabas algo que venía de mí, algo como el aliento de mi amor. Me tomaste en tus brazos. De nuevo permanecí contigo toda una noche inolvidable. En ningún hombre he conocido tanta ternura, aunque apagada después por un olvido inhumano, infinito. ¿Quién era yo, junto a ti, en la oscuridad? ¿Era la niña enamorada de otros tiempos, la madre de tu hijo, una desconocida…? Pero amaneció. Era ya tarde cuando nos levantamos y me pediste que me quedara a desayunar. Mientras tomábamos el té, que una mano invisible había servido con discreción en el comedor, charlamos con tranquilidad. Como entonces, desplegaste una cordial franqueza y, como entonces, no hubo preguntas indiscretas ni curiosidad sobre mi persona. No me preguntaste mi nombre ni dónde vivía. Yo era para ti, como siempre, una aventura casual, una mujer sin nombre, una hora ardiente que no deja rastro tras de sí. Me contaste que estabas a punto de iniciar un largo viaje, que ibas a pasarte dos o tres meses al norte de África. Tus palabras sonaron en mis oídos como un fúnebre tañido: “Pasado, pasado, pasado y olvidado”. Deseé echarme a tus pies, llorando: “¡Llévame contigo para que al fin puedas conocerme, al fin, después de tantos años!” Pero fui tímida, servil, cobarde y dócil. Todo cuanto pude decir fue: —¡Qué pena! Me miraste sonriendo y dijiste: —¿De veras lo sientes? Por un momento creí que iba a perder el sentido. De pie, te miraba fijamente. Luego dije: —El hombre que yo amo siempre se va de viaje. 44

Te miré derecho a los ojos. “Ahora, ahora —pensé—, ahora sí que me recordará”. Pero solo sonreíste y me dijiste en tono consolador: —Siempre se vuelve. —Sí, se vuelve, pero entonces se ha olvidado —repuse. Debí hablar con mucho sentimiento, porque mi expresión te conmovió. Te levantaste también y me miraste interrogativa y tiernamente. Pusiste tus manos sobre mis hombros: —Las cosas buenas nunca se olvidan; nunca te olvidaré. Tus ojos me estudiaban con atención, como si quisieras guardar mi imagen en la memoria. Cuando sentí aquella mirada penetrante, aquella exploración de todo mi ser, imaginé que el embrujo de tu ceguera se iba al fin a romper. “Me reconocerá, me reconocerá”. Mi alma temblaba con expectación. Pero no me reconociste. No, no me reconociste. Nunca había sido más extraña para ti que en aquel momento, porque, de no ser así, nunca hubieras hecho lo que hiciste unos minutos más tarde. Me habías besado otra vez, me habías besado apasionadamente. El pelo se me desordenó y tuve que volver a arreglarlo. De pie ante el espejo, vi a través de él —y al mirar me cubrí de vergüenza y de horror— que metías en mi manguito, con disimulo, unos billetes de banco. Apenas pude contener el llanto; tuve que hacer un gran esfuerzo para no gritar y abofetearte. Me estabas pagando la noche que había pasado contigo, a mí, que te había amado desde mi infancia, a mí, la madre de tu hijo. Para ti no era más que una prostituta contratada en un salón de baile. No era suficiente que me olvidaras; tenías, además, que humillarme. Recogí mis cosas con rapidez para poder escapar lo antes posible; mi pena era demasiado grande. Busqué mi sombrero. Lo vi sobre el escritorio, junto al jarrón de las rosas blancas, junto a mis rosas. Tuve el deseo irresistible de intentar un último esfuerzo para despertar tu memoria. —¿Quieres darme una de tus rosas? 45

—Desde luego —respondiste, sacándolas todas del jarrón. —¿Quizá te las regaló alguna mujer que te ama? —Quizá —repusiste—. No lo sé. Me las mandaron, pero no sé quién me las ofrece; por eso las quiero tanto. Te miré ansiosamente. —¡Tal vez te las envió alguna mujer que hayas olvidado! Estabas sorprendido. Te miré todavía con más intensidad. “Reconóceme, por favor, reconóceme al fin”, pedían mis ojos. Pero tu sonrisa, a pesar de ser cordial, no daba ninguna muestra de recuerdo. Volviste a besarme, pero no me reconociste. Salí corriendo, pues mis ojos estaban llenándose de lágrimas y no quería que las vieras. En el recibidor, cuando escapaba precipitadamente de la habitación, casi choqué con Juan, tu criado. Aturdido, pero celoso de su deber, se apartó rápidamente de mi camino y me abrió la puerta. Entonces, en aquel instante fugitivo, a través de mis ojos arrasados en lágrimas, ¿comprendes?, vi cómo una luz se hacía en su rostro. En aquel breve instante, estoy segura, me reconoció aquel hombre que no había vuelto a verme desde la infancia. Me sentí agradecida. Me hubiera arrodillado a sus pies y le habría besado las manos. Saqué de mi manguito aquellos billetes de banco, con los que me habías ofendido, y se los tiré. Me miró alarmado —en aquel instante, tengo la certeza, él comprendió más de mi vida que cuanto hayas aprendido de ella a lo largo de toda tu existencia—. Todo el mundo, todo el mundo me ha querido; todos me han abrumado con su cariño y amabilidad. Únicamente tú, solo tú, me has olvidado. Tú, solamente tú, has dejado de reconocerme.

Quinto tiempo Mi hijo, nuestro hijo, ha muerto. No tengo a nadie a quien querer, a nadie en este mundo, excepto a ti. Mas, ¿qué puedes ser tú para mí; tú, que nunca me has reconocido; tú, 46

que cruzaste por mi vida como si hubieras cruzado un arroyo; tú, que hollaste mi alma como si fuera una piedra; tú, que seguiste un camino ajeno a mi eterna espera? Una vez imaginé que podía conservarte para mí sola; que te poseía, a ti, el evasivo, en el niño. ¡Pero era tu hijo! Por la noche, me ha abandonado cruelmente para emprender un largo viaje; me ha olvidado y nunca volverá. De nuevo estoy sola, más horriblemente sola que nunca. No tengo nada, nada tuyo. Ni al niño, ni una palabra, ni unas líneas de tu puño y letra, ni un lugar en tu memoria. Si alguien mencionara mi nombre en tu presencia, sonaría en tus oídos como el de una extraña. ¿Cómo no estar contenta de morir, si estoy muerta para ti? ¿Por qué no he de abandonarlo todo, si tú me has abandonado? No te censuro, querido. No deseo introducir mis pesares en tu alegre vida. No temas, no volveré a molestarte nunca más. Sufre conmigo, para que yo pueda dar paso al deseo de gritarte desde el fondo de mi corazón, por una sola vez, en la hora amarga de la muerte de mi hijo. Únicamente esta vez voy a hablarte, luego volveré a la oscuridad y seré de nuevo muda, como siempre lo he sido. Ni siquiera llegará a ti mi lamento si sigo viviendo. Solo en el caso de que muera recibirás esta herencia de una mujer que te ha amado más ardientemente que nadie, una mujer que nunca has conocido, una mujer que ha esperado siempre tu llamada y a quien nunca has llamado. Quizá, quizá cuando recibas este legado querrás verme; entonces, por primera vez, te seré infiel, ya no podré oírte desde el sueño de la muerte. No te dejo ningún retrato ni ningún recuerdo, igual que tú nunca me diste nada, porque no quiero que ahora me reconozcas. Tal fue mi destino en vida, tal quiero que sea mi destino después de muerta. No te llamaré en mi último momento; seguiré mi camino, dejando que ignores mi nombre y mi aspecto. La muerte me será fácil, porque tú no sufrirás por ella. No podría morir si mi muerte hubiera de causarte dolor. 47

No puedo ya seguir escribiendo… Me pesa tanto la cabeza…; me duelen los miembros; tengo fiebre. Me parece que tendré que acostarme de inmediato. Quizá pronto todo habrá acabado. Quizá, por esta última vez, el destino será amable conmigo y no me dejará ver cómo se llevan a mi hijo… No puedo seguir escribiendo. Adiós, querido, adiós. Mi agradecimiento para ti. Cuanto sucedió fue bueno, a pesar de todo. Te estaré agradecida mientras me quede un soplo de vida. Estoy contenta de haberte escrito. Ahora podrás saber, aunque no lo comprendas plenamente, lo mucho que te he amado, y que mi amor nunca será una carga para ti. Me tranquiliza el pensar que no te decepcionaré, ni habrá cambios en tu brillante y amable vida. Mi muerte, amado mío, no te causará ningún daño. Y eso me consuela. Mas, ¿quién?, ¡ah!, ¿quién te enviará ahora las rosas blancas por tu cumpleaños? El jarrón permanecerá vacío. Nunca más volverá a respirarse en tu habitación, una vez al año, aquel aroma, aquel aliento de mi existencia. Una última súplica, la primera y la última. Hazlo por mí. No dejes de comprar ese día —en el que suele pensarse en uno mismo— algunas rosas, y ponlas en el jarrón. No quiero a nadie más que a ti. Únicamente deseo seguir viviendo en tu recuerdo solo un día al año, suavemente, silenciosamente, como siempre he vivido a tu lado. Por favor, querido, hazlo. Es mi primera súplica y la última… Gracias, gracias… Te amo, te amo… Adiós…

Epílogo La carta cayó de sus manos temblorosas. Después, meditó larga y profundamente. Sí, tenía vagos recuerdos de la hija de una vecina, de una muchacha, de cierta mujer en un salón de baile, aunque todo era turbio y confuso como el reflejo de una piedra en el lecho de un riachuelo turbulento. Perseguía las sombras a través de su mente, sin conseguir unirlas 48

en una imagen concreta. Se agitaban en su memoria vagos destellos, pero ni aun así podía recordar. Le parecía haber soñado con aquellas figuras, a menudo y con viveza, sin que, a pesar de todo, dejasen de ser unas imágenes de ensueño. Sus ojos se dirigieron al jarrón azul del escritorio. Estaba vacío. Durante muchos años, en el día de su cumpleaños, no lo había estado. Tembló. Experimentó la sensación de que se había abierto de repente una puerta invisible, una puerta a través de la cual soplaba el aire helado de otro mundo, y que invadía el refugio de su habitación. Le llegó como un aviso de muerte y un signo de amor inmortal. Algo informe, apasionado, fluyó en su interior, y el pensamiento de la amante invisible, ardiente e inmaterial, se agitó en su mente como el sonido de una música lejana.

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Leporella

En el registro civil constaban los nombres: Crescencia Ana Luisa Finkenhuber, de treinta y nueve años, nacida de unión ilegítima en una aldea de Zillertal. Al lado de la rúbrica, “señas particulares”, su hoja de servicio ostentaba una raya transversal, como signo negativo. Si fuera obligación de los funcionarios la descripción caracterológica, una mirada fugaz les hubiera bastado para hacer constar, sin titubeo, en aquel punto: “parecida a un rucio montaraz, flaco y decaído”. Un inequívoco aspecto caballar acusaba la expresión del labio inferior, pesadamente caído; el óvalo alargado y duro de su cara atezada; la mirada húmeda de sus ojos sin pestañas, y especialmente, el sucio y grasiento pelaje que le caía sobre la frente. De sus andares se desprendía asimismo ese pasmo y esa testarudez característicos del mulo alpino, que en invierno y en verano trabajaba gruñendo, pero con el mismo trote constante, por los senderos pedregosos: del monte al valle y del valle al monte, cargado de leña. Apenas libre de las riendas de su labor, solía Crescencia juntar las manos huesudas, apoyar los codos y mirar ante sí, como los animales en la cuadra, con los sentidos para adentro. Todo en ella era duro, enjuto y pesado. Le costaba pensar y era lenta en comprender; las ideas nuevas no llegaban sino embotadamente a su sentido interior, como a través de una criba espesa; pero una vez que lograba hacer suyo algo nuevo, lo retenía con una avara tenacidad. Nunca leía en los periódicos ni en el devocionario, el escribir le costaba 53

trabajo, y las torpes letras que trazara en su libro de cocina eran muy parecidas a su misma figura desgarbada, toda ella en ángulos y careciendo de las formas tangibles de la feminidad. Dura como su osamenta, su frente, sus caderas y sus manos era su voz, que, a pesar de las notas de garganta tirolesas, sonaba siempre como una carraca. Pero Crescencia no decía una sola palabra inútil. Nadie la vio reír: también en esto era perfectamente animal, ya que la característica de las criaturas inconscientes de Dios, es el ser incapaces de esa bendita expresión del sentimiento que es la risa. Criada a expensas de la Comunidad en calidad de expósita, a los doce años a sueldo como camarera, más tarde fregona en un mesón frecuentado por carreteros, pudo salir de allí, donde se había distinguido por su tenacidad, su furia de toro en la faena, y ascendió a cocinera de una pensión de turistas de cierto prestigio. A las cinco de la madrugada se levantaba Crescencia, barría, limpiaba, encendía la lumbre, cepillaba, ordenaba la casa, guisaba, restregaba y lavaba hasta bien entrada la noche. No se le ocurría pedir ni un día de fiesta y, a no ser para ir a la iglesia, no conocía las calles; la mota de fuego redondeada y cálida del hogar era su único sol, y eran su bosque los millares de leños que astillaba durante el año. Los hombres la dejaban en paz, ya fuera porque en un cuarto de siglo de ahincada faena se había quedado sin ninguna feminidad, o bien porque, oliendo a moho y huraña como era, no convidaba a que se le acercasen. Su único goce lo hallaba en el dinero, que iba amontonando con su instinto campesino, para evitar que en su ancianidad tuviera que tragar, una vez más, en cualquier asilo, el pan amargo de la Comunidad. Por el mismo afán de dinero, este ser oscuro abandonó su hogar tirolés a los treinta y siete años. Una oficiosa intermediaria, que la había visto durante la temporada veraniega trasteando por las habitaciones y en la cocina desde la primera luz de la noche, la sedujo prometiéndole que en Viena vería doblado su sueldo. Durante el trayecto del tren, Crescencia no dirigió la palabra a nadie y aguantó horizontal, sobre las 54

doloridas rodillas, el peso de la cesta que contenía todo su haber, a pesar de la amabilidad de los pasajeros que querían ayudarla a ponerla en la red de los equipajes. El robo y el engaño eran las únicas imágenes que su dura testuz campesina asociaba con la idea de la gran ciudad. Una vez en Viena, fue preciso acompañarla de compras los primeros días, ya que la atemorizaban los coches como a la vaca el automóvil. Pero, cuando hubo conocido las cuatro calles hasta el mercado, no necesitó de nadie, y provista de su cesto, sin levantar la mirada, iba de la puerta de la casa al sitio de la compra y volvía a casa, y otra vez a fregar, a la lumbre, al trasteo; lo mismo en el nuevo hogar que en el antiguo, sin hallar diferencia alguna. A las nueve, igual que en la aldea, se acostaba y dormía como un animal, con la boca abierta, hasta que sonaba el despertador. Nadie sabía cómo se sentía, tal vez ni ella misma; a nadie lo decía. Respondía a los mandatos con un ronco: “Bien, bien”, y si no le cuadraba lo que le decían, con un ambiguo encogimiento de hombros. La tenían sin cuidado los vecinos y sus mismas compañeras; las miradas burlonas de las que llevaban una vida más fácil que la suya, resbalaban como agua sobre el cuero de su indiferencia. Una sola vez, en que una chica hizo burla de su dialecto tirolés, y no cesaba de hostigar a la taciturna compañera, arrebató, de pronto, del hogar un leño ardiente, con intención de alcanzar a la atemorizada, que huyó gritando. Desde aquel día, cesaron de hostigarla. Cada domingo, por la mañana, Crescencia iba a la iglesia con su amplia basquiña1 plisada y la cofia de plato de las aldeanas. Y una sola vez, el primer día que salió en Viena, se arriesgó a dar un paseíto; pero como se resistía a utilizar el tranvía, viendo paredes de piedra a ambos lados que se movían en torbellino, no pasó del puente sobre el Danubio; allí fijó su mirada en la corriente, como en algo ya conocido, dio media vuelta y regresó a la casa por las mismas calles, bordeando las fachadas y evitando, atemorizada, los azares de la circulación. Esta primera y única salida explorativa debió Basquiña. Saya que usan las mujeres sobre la ropa interior para salir a la calle. (Todas las notas son del Editor.) 1

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decepcionarla, pues desde entonces no abandonaba la casa, ni aun los días festivos, prefiriendo ocuparse en su costura o mirar tras la ventana con las manos ociosas. Así, pues, la gran ciudad en nada mudó la vieja rutina de sus jornadas, a no ser porque, al final del mes, las manos chamuscadas, heridas y gastadas cogían cuatro billetes azules en lugar de dos. Cada vez los examinaba largo rato, poco confiada; los separaba y, alisándolos uno a uno casi con ternura, los juntaba a los anteriores en el cofrecito de madera amarilla labrada que había traído consigo. Este cofrecito desvencijado era todo el secreto y la pasión de su vida; de noche escondía la llave bajo la almohada; dónde la guardaba durante el día, no lo sabía nadie. Así era aquel raro ser humano, que tal le llamamos, aunque lo humano no se traslucía más que vagamente en sus trazas. Pero, tal vez, era necesario un ser con los sentidos tan cerrados para poder prestar servicio en el hogar, no menos raro, del joven barón de F. En general, los criados, aparte de los momentos rutinarios, como el de anunciar una visita, no podían soportar la atmósfera pendenciera. El tono excitado y hasta el histerismo partían del ama de casa. Esta era la hija mayor de un riquísimo fabricante de Essen, quien al conocer al barón en un balneario —mucho más joven que ella, de mal linaje y peor situación económica, pero guapo y con reputación de tener el charme1 aristocrático requerido—, se había casado con él sin demora. Pero apenas extinguida la luna de miel, la recién casada hubo de convenir en que sus padres, exigentes en materia de conducta y de laboriosidad, tenían motivos para oponerse a tan precipitada boda. Además de muchas deudas no confesadas, pronto se vio que el indolente marido dedicaba mayor tiempo a sus enredos de soltero que a los deberes conyugales; no precisamente de mal ánimo, pues tenía un fondo jovial como todos los que son ligeros, pero indolente y sin freno ante la vida. Este medio caballero, pagado por su bello rostro, veía como avara limitación de origen plebeyo todo lo que fuera capitalizar el dinero con vistas a las rentas. Él quería una vida fácil, ella una domesticidad 1

Charme (del francés). Encanto.

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sólida y ordenada al modo del burgués renano, concepto que a él le atacaba los nervios. Y cuando, a pesar de la riqueza de su mujer, se vio obligado a regatear, y ella, hacendosa como era, le negó su deseo favorito: el de una cuadra de caballos de carrera, le pareció que pocos motivos le quedaban ya para preocuparse, un día más, como cónyuge de la maciza alemana nórdica de ancha cerviz, cuyo tono autoritario dañaba los oídos. No se preocupó más por ella; apartó de sí a la desilusionada mujer, sin dureza de actitud, pero de manera definitiva. Cuando le reprochaba algo, él escuchaba cortés y en apariencia interesado; pero en cuanto el sermón terminaba, con el humo de su cigarrillo, ignoraba las vehementes exhortaciones, y se lanzaba sin freno a hacer su real gana. Aquella amabilidad cortés, casi oficial, indignaba a la desilusionada mujer más que cualquier resistencia. Y como no podía absolutamente nada contra ella, contra su educación inquebrantable, la cólera contenida se abría camino, violenta, en otras direcciones: descargaba sobre los inocentes criados el peso de su ira, en el fondo disculpable, pero mal dirigida. Las consecuencias no se hicieron esperar: en dos años mudó de camareras no menos de dieciséis veces, y el despido de una de ellas le costó una respetable indemnización. Como un caballejo de coche de punto bajo la lluvia, Crescencia era la única imperturbable en medio de aquel tumulto de tempestades. No tomaba la defensa de uno ni del otro ni se preocupaba de los cambios, y le pasaba como inadvertidos el diferente nombre, color del pelo, atmósfera física y comportamiento de los seres trashumantes que con ella compartían el dormitorio de servicio. Y es que no hablaba con nadie ni se preocupaba de los portazos nerviosos, las comidas interrumpidas, los arrebatos histéricos y los desmayos. Sin meterse en nada que no fuera su ocupación, de la cocina al mercado y del mercado a la cocina, lo que sucedía al otro lado de aquella zona amurallada no le importaba. Resistente e insensible como una trilladora, pasaba los días. Por fin, se cumplieron los dos años de su estancia en la gran ciudad, sin acontecimientos, sin que hubiera ampliado su mundo anterior; solo el montoncito de billetes 57

azules guardados en su cofrecito había aumentado una pulgada y, cuando al fin del año los contaba uno a uno, humedeciendo el pulgar, discrepaban poco de la mágica cifra de los miles. Pero la casualidad tiene taladros de diamantes, y el destino, peligrosamente astuto, sabe a veces entrar por el sitio más insospechado en las naturalezas de roca y preparar su derrumbamiento. En el caso de Crescencia, el motivo exterior se vistió casi con la misma trivialidad que ella. Después de un paréntesis de diez años, se le antojaba al Estado ordenar una nueva estadística de la población, y, para el más riguroso cumplimiento, se mandaron a todas las casas unas hojas complicadísimas. El barón, desconfiando de la redacción de las personas a su servicio, prefirió llenar él mismo las planillas, y para ello había llamado también a Crescencia a su cuarto. Al preguntarle el nombre, edad y naturaleza, dio la casualidad de que, apasionado como era por la caza y amigo del propietario de cierto coto, había tirado más de una vez a las gamuzas en aquel rincón alpino, y tenido como guía, durante dos semanas, a un vecino del lugar natal de Crescencia. Como, para colmo de coincidencia, ese guía resultaba ser un tío de la mujer, el señor se mostró comunicativo; la conversación, nacida de una pura casualidad, se prolongó, y apareció otro detalle: que el barón había comido un excelente asado de ciervo precisamente en la posada donde entonces guisaba Crescencia. Bagatelas, pero notable por lo gracioso de las coincidencias y maravilloso para la sirvienta, que veía por primera vez a una persona que sabía algo de su hogar. Permanecía delante de él con la faz encarnada, llena de interés; se torcía, halagada a más no poder, cuando el barón pasó a las chanzas y le preguntó, imitando el dialecto tirolés, si cantaba coplas de su país, y otros pormenores del mismo carácter sencillo. Finalmente, divertido con su propio humor, le dio en el anca dura con la palma de la mano, al estilo campesino, y la despidió riendo: —Ahora, anda, buena Cenzi; y toma un par de coronas, por ser de Zillertal. Un motivo que, por sí mismo, nada tenía de patético ni de importante fue suficiente para que, en la sensibilidad subterránea 58

de aquel ser primitivo, los cinco minutos de conversación obraran como la piedra caída en un estanque; poco a poco, y perezosas, se formaron las primeras ondas, se ensancharon cada vez más y llegaron lentamente al borde de la conciencia. Era la primera ocasión, durante años, que la tozuda y sombría mujer reanudaba la conversación con un ser humano, y se le antojaba sobrenatural la coincidencia de que este primer hombre que le hablaba allí, en medio de aquel caos de piedra, supiera precisamente de sus montañas y hasta hubiera comido una vez del ciervo que ella guisó. Además de esto, estaba el golpe de la mano jovial en el anca, que es tenido entre los campesinos como una especie de interrogación lacónica, como una petición de relaciones. Claro que Crescencia no se atrevía a pretender que aquel señor elegante y distinguido lo hubiera hecho con tal intención, pero la familiaridad no dejaba de ejercer un efecto estimulante en sus aletargados sentidos. Así, por vía de ese choque casual, empezó, capa a capa en su mundo interior, un proceso de movimientos, hasta que, torpemente al principio y luego con mayor claridad, fue perfilándose en ella un nuevo sentimiento, semejante a aquella repentina revelación con que un día el perro reconoce por dueño, entre todas las figuras con dos piernas que le rodean, a una sola; desde ese momento sigue a su amo, saluda meneando la cola o ladrando a aquel a quien el destino le ha señalado, y sigue dócilmente sus huellas. En la limitada esfera de Crescencia, que solo contenía hasta ahora los cinco habituales conceptos: dinero, mercado, hogar, iglesia y cama, penetraba un nuevo elemento que, exigiendo un sitio, echaba bruscamente a un lado todo lo anterior. Con esa codicia aldeana que no suelta nunca más lo que una vez ha cogido con sus recias manos, absorbió muy adentro de su piel el nuevo elemento, hasta el mundo confuso de los impulsos. Pasó algún tiempo antes de que aquello se trasluciera al exterior; los primeros síntomas parecían insignificantes: cuidaba de los trajes del barón y de su calzado con fanatismo, y, en cambio, dejó al cuidado de la camarera los vestidos y zapatos de la baronesa. O bien, estando en los cuartos o en el pasillo, 59

se apresuraba al oír la llave en la cerradura de la puerta de la escalera, a fin de aligerar al señor del abrigo y del bastón. Redoblaba su asiduidad de cocinera, y se afanó en recorrer el mercado central para obtener un asado de ciervo. Por último, también en su aderezo se veían señales de un mayor cuidado. Hasta brotar esos retoños de su nuevo sentimiento, hasta salir de su mundo interior, habían pasado una o dos semanas. Y pasaron más todavía hasta unirse una segunda idea al primer impulso, y adquirir forma y color determinados. Este segundo movimiento era complementario del primero: un odio, sordo al principio, pero cada vez más determinado y escueto hacia la esposa del barón, la mujer que podía habitar, dormir, hablar con él sin profesarle el mismo rendido respeto que sentía ella. Ya fuese que —más consciente ahora— había presenciado una de aquellas escenas bochornosas en que el señor endiosado recibió una chocante humillación, o bien que el contraste con su jovial familiaridad le hiciera sentir doblemente la altanera reserva de la alemana del norte, lo cierto es que opuso de repente a la señora, que nada sospechaba, una cerrilidad, una animosidad agresiva, llena de puntillos y malicias. Así, la baronesa tenía que tocar siempre dos veces el timbre para que Crescencia atendiera la llamada con intencionada lentitud y manifiesto desgano, acompañados de un movimiento de los hombros con que daba a entender su resistencia. Encargos y órdenes los recibía áspera, sin respuesta, de modo que la baronesa no sabía nunca si había entendido bien, y si por precaución se lo preguntaba, un gesto malhumorado o un desdeñoso: “Ya lo he oído”, era toda su respuesta. O bien sucedía que, en el preciso momento de salir para el teatro, cuando ya la señora cruzaba el cuarto, nerviosa, una llave indispensable había desaparecido, la cual era encontrada de forma casual al cabo de media hora en cualquier rincón. Se complacía en olvidar las misivas o las llamadas telefónicas para la baronesa, y cuando esta se informaba, le echaba a los pies, sin la menor muestra de disgusto, un seco: “Lo había olvidado”. Nunca la miraba a los ojos, quién sabe si por temor de no poder contener su odio. 60

Entretanto, las discordias domésticas habían empujado al matrimonio a las más desagradables escenas; tal vez la cerrilidad irritante de Crescencia tuviera también su parte en la excitación de la señora, más exaltada de semana en semana. Ya castigados sus nervios por una prolongada pubertad y, encima de esto, exasperados por la indiferencia del marido y la animosidad de los servidores, la atormentada mujer fue perdiendo cada vez más su equilibrio. De nada le valió nutrir su excitación con bromuro y veronal; tanto más violenta la hipertensión de su red nerviosa se desgarraba en discusiones, y cuando la acometían los espasmos, los estados de histerismo, no encontraba en nadie el más mínimo lenitivo o asistencia. Por último, el médico, llamado a consejo, recomendó una estancia de dos meses en un sanatorio, proposición acogida por el indiferente marido con tan pronta solicitud, que la mujer volvió a sospechar y se negó, de pronto, a la marcha. Por fin, acordada ya, la acompañó su camarera, en tanto que Crescencia quedaba sola al servicio del señor en la espaciosa vivienda. Al saber que el cuidado del barón le quedaba exclusivamente confiado, Crescencia experimentó en sus embotados sentidos el efecto de una súbita explosión de pólvora. Como si hubieran agitado la botella mágica donde se mezclaran todas sus savias y energías, subía de su naturaleza el escondido sedimento de pasión y se revelaba en su comportamiento. Lo apocado y torpe exudaba de improviso de sus miembros duros, congelados; parecía como si, desde que le dieran la noticia electrizante, sus articulaciones fuesen más dúctiles y su paso más decidido. Apenas se trató de los preparativos del viaje, recorría el cuarto, bajaba y subía las escaleras y, sin que se lo pidieran, se ocupaba del equipaje y lo arrastraba hasta el coche con su propia mano. Y cuando por la noche el marido volvió de la estación y entregó a la solícita sirvienta, que se le acercaba presurosa, el bastón y el gabán, exclamando con un suspiro de alivio: “¡Feliz viaje!”, sucedió una cosa notable. De pronto, los labios de Crescencia, en los cuales, como en los de las bestias, no se dibujaba nunca la sonrisa, se distendieron extraordinariamente. La boca se torcía, se ensanchaba y, de súbito, brotó en su 61

faz iluminada de idiotismo una expresión tan desenfrenadamente animal que el barón, penosamente impresionado, se arrepintió de su exceso de confianza y entró en la habitación sin decir palabra. Pero este momento de malestar fue pasajero y, en los días sucesivos, amo y sirvienta experimentaban al unísono el benéfico desahogo de una calma inapreciable. La ausencia de la mujer había despejado la atmósfera pesada que flotaba en la casa: el marido, suelto por fin, descargado de la enojosa obligación de dar cuenta a alguien, ya la primera noche llegó tarde, y la callada asiduidad de Crescencia le brindó un saludable contraste con los recibimientos demasiado convincentes de la esposa. Crescencia, con aquel apasionado entusiasmo, se precipitó a sus faenas de cada mañana. En extremo madrugadora, lo limpió todo hasta relucir; restregó los metales de puertas y ventanas como una endiablada, imaginó los más regalados menús, y el barón notó, con sorpresa, que en la primera comida para él solo había escogido el preciado servicio, que no solía abandonar el armario de los objetos de plata a no ser en señaladas ocasiones. Distraído al principio, esta vez no le pasó por alto el vigilante cuidado, la delicadeza de aquel ser singular, y como era bondadoso en el fondo, no le escatimó las muestras de complacencia. Alabó los platos, le dedicó un par de frases amables, y cuando a la mañana siguiente, día de su fiesta onomástica, encontró una torta artísticamente elaborada, con sus iniciales y su escudo dibujados en azúcar, soltó la risa de buena gana: —¡Me estás mimando demasiado, Cenzi! ¿Qué voy a hacer, ¡Dios me ampare!, cuando vuelva mi mujer? Pasaron todavía algunos días antes de que el hombre echara por la borda sus últimos escrúpulos. Entonces, seguro de la discreción de la criada por varios indicios, empezó a acomodarse en su casa como si volviera a los días de soltero. Llamó a Crescencia al cuarto día de su remedo de viudez, y, sin preámbulos, le ordenó en el tono más impasible que tuviera preparada para la noche una cena fría para dos personas; luego podía acostarse: él mismo cuidaría de todo lo demás. Crescencia 62

enmudeció. Ni una mirada, ni un parpadeo, aunque había penetrado en lo profundo de su frente encogida todo el significado de esas palabras. La precisión con que interpretó su propio ánimo la notó luego el barón con divertida sorpresa, pues al llegar a altas horas de la noche con una alumna de la ópera, no solo halló la mesa puesta con gusto, adornada con flores, sino también el dormitorio, pues, al lado de su cama ostentaba, insolentemente invitador, el vecino lecho medio abierto y preparado, donde esperaba la ropa de seda para la noche y las zapatillas de la esposa. No pudo menos que reírse, el suelto marido, a propósito de la previsión de aquel ser. Con ello, ante tan oficiosa complicidad, el último escrúpulo cayó por su propio peso. Y fue como un sello en el callado pacto entre los dos el que, ya de mañana, la llamara a fin de que ayudase a vestir a la elegante intrusa. Fue por entonces cuando Crescencia adquirió su segundo nombre. Aquella vivaracha alumna de la ópera, que estaba estudiando el papel de doña Elvira y se complacía en bromear elevando a categoría de don Juan a su amigo, le había dicho una vez, entre risas: “Di a tu Leporella1 que entre”. El nombre le cayó en gracia por lo grotescamente que parodiaba a la enjuta tirolesa, y en adelante solo así la llamó. La primera vez, Crescencia se quedó pasmada; pero, seducida por el buen sonido de este nombre que no comprendía, se complació con el nuevo bautismo como con un título. Cada vez que el arrogante señor la llamaba así, sus delgados labios se entreabrían, descubriendo anchamente los pardos dientes de caballo, y sumisa, como si meneara la cola, se arrimaba para recibir el mandato del gracioso señor. El nombre fue imaginado en parodia, pero la incipiente diva había echado con él un mágico manto verbal sobre aquel singular ser: semejante a los cómplices de Daponte, la vieja doncella huesuda, extraña al amor, parecía enorgullecerse de las múltiples aventuras de su dueño. ¿Era, solo, la satisfacción de ver cada mañana revuelta y deshonrada, ora por un cuerpo joven, ora por otro, la cama de la Leporella. Se compara al personaje con Leporello, el joven criado de don Juan en la ópera Don Giovanni de Wolfgang Amadeus Mozart. 1

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dueña odiada ardientemente? ¿O centelleaba en sus sentidos un secreto placer malsano? Lo cierto es que la vieja doncella, austera y beata, ponía una diligencia casi apasionada en ser útil al señor en todas sus aventuras. Enfriados ya los impulsos en su propio cuerpo desollado, perdido el atractivo del sexo al cabo de unas decenas de años de labor, se enardecía ahora con fruición atisbando una segunda mujer, y enseguida una tercera, en el dormitorio; como un corrosivo actuaban esta complicidad y el perfume picante de la atmósfera erótica en sus sentidos soñolientos. Crescencia iba convirtiéndose en Leporella, y, como el listo muchacho de la ópera, se movía, saltaba. Acarreados por el raudal cálido de esa participación, aparecieron en ella raras condiciones, diversas astucias, bellaquerías, sutilezas y un afán de acechar, de saber, de sonsacar, de ir con rodeos. Escuchaba tras las puertas, atisbaba por las cerraduras, escudriñaba camas y habitaciones; volaba, impulsada por una singular excitación, escalera arriba o abajo, cuando rastreaba una nueva pieza; y, poco a poco, esta vigilancia, este interés de curiosidad con que participaba en aquellos azares, iban transformando el envoltorio correoso de un día en una especie de persona viviente. Con sorpresa general de los vecinos, Crescencia se volvió comunicativa de la noche a la mañana, charlaba con las muchachas, hacía toscas bromas al cartero, empezaba a entrar en las mañas y habladurías de las vendedoras; y una noche, cuando las luces del patio estaban apagadas, las muchachas que tenían el cuarto frente al suyo, oyeron un susurro singular detrás de la ventana, generalmente silenciosa ya antes de aquella hora: indócil, a media voz, Crescencia, con voz de matraca, estaba entonando una de esas canciones tirolesas que cantan al oscurecer en los prados las vaqueras. Quebrada, saliendo trabajosamente de los labios inexpertos, la monótona melodía impresionaba de un modo raro, con una emoción de cosa lejana. Por primera vez, desde que era niña, intentaba Crescencia entonar de nuevo la melodía, y había algo que llegaba al alma en aquellas notas que salían a empellones y, levantándose de la sombra de los años prescritos, que la memoria volvía a sacudir, buscaban la luz. 64

Quien menos cuenta se daba de este memorable cambio era el barón, que fue su involuntario causante. Porque, ¿quién se vuelve a mirar su propia sombra? Sabemos que nos sigue fiel y callada, o que se nos adelanta como un deseo a medio formar, pero ¡cuán raro es que nos molestemos en observar sus formas de parodia, y que concretemos nuestro yo en su deformada figura! El barón no veía nada nuevo en Crescencia, a no ser su asiduidad en el servicio: atenta, callada y fiel hasta el sacrificio. Esta discreción, un saber guardar las distancias en todas las situaciones delicadas, era justo lo que más le complacía. Algunas veces, como quien acaricia un perro, le lanzaba, indiferente, unas palabras cariñosas; otras, bromeaba con ella, le pellizcaba el lóbulo de la oreja, sin malicia; le regalaba un billetico o una localidad para el teatro, pequeñeces que él sacaba maquinalmente del bolsillo de su chaleco; pero, para ella, reliquias que guardaba con celo en su cofrecito de madera. Poco a poco, se acostumbró a pensar en voz alta delante de ella y hasta a confiarle encargos complicados, y cuantas más señales le daba de su confianza, más crecía en Leporella su gratitud y su aplicación. Un extraordinario instinto de interpretación, de olfato, fue desplegándose en la mujer que vivía a la caza de los deseos de su señor, a los cuales algunas veces se anticipaba; era como si toda su vida, su esfuerzo, su voluntad, hubieran pasado de su cuerpo al de él; todo lo veía con sus ojos, lo percibía por sus sentidos, y disfrutaba de sus goces y éxitos con un entusiasmo casi vicioso. Exultaba cuando una nueva figura femenina pisaba el umbral, y sus ojos denotaban el desengaño —como burlada ella misma en un encuentro— si lo veía entrar por la noche sin amable compañía. Su pensamiento, antes embotado, trabajaba ahora tan impetuoso y ágil como antes sus manos, y lucía y centelleaba en sus ojos una nueva luz vigilante. Un ser humano se había despertado en la arrocinada bestia de carga; un ser sombrío, cerrado, astuto y peligroso, cavilador y ocupado, inquieto y mangoneador. Un día en que el barón volvió a su casa antes de la hora acostumbrada, se detuvo con sorpresa en el corredor. ¿No se oía, allá en la cocina generalmente en silencio, un singular 65

susurro cortado de risas? Y he aquí, asomando a la puerta de la cocina, a Leporella, a la vez decidida y turbada, restregándose con torpeza las manos a ambos lados del delantal. —El señor me dispensará —dijo barriendo el suelo con la mirada—, pero la hija del confitero está aquí…, bonita muchacha…, ¡y le gustaría tanto conocer al señor…! El barón levantó los ojos de tal modo sorprendido, que no atinaba cómo tomarse aquella desvergonzada familiaridad, si enojándose o echando a broma sus oficiosidades de mediadora. Acabó predominando su curiosidad masculina: —Deja que la vea. La muchacha, un monigote estimulante, rubia, de dieciséis años, atraída por los asiduos halagos de Leporella, convencida a la postre, salió ruborosa, con sonrisa de turbación, siempre instada, empujada por Crescencia. No sabía cómo moverse delante del hombre elegante a quien, desde la tienda situada enfrente, había contemplado a menudo con una admiración casi infantil. Al barón le pareció bonita y le propuso tomar el té en su habitación. No sabiendo si debía aceptar o no, se volvió a Crescencia. Pero esta, con chocante prisa, se había metido en la cocina, y no halló más recurso la inocente caída en el lazo que, ruborizada y con una excitación de curiosidad, obedecer a la peligrosa invitación. Pero la naturaleza no anda a saltos. Por más que, al impulso de una pasión desviada y borboteante, una cierta actividad espiritual brotara en aquel ser duro y confinado, esta no se sobrepondría al impulso que en su instintiva animalidad pudiera determinar una próxima ocasión. Amurallada en su afán de servir en todo al señor, con quien estaba encariñada como un perro, Crescencia había olvidado por completo a su ama ausente. Y tanto más terrible fue su despertar. Como el trueno en medio de un cielo sereno, le sorprendió una mañana ver entrar al barón, áspero y enojado, llevando una carta en la mano, diciéndole que lo pusiera todo en orden para la llegada de su esposa, que volvía al día siguiente del sanatorio. Crescencia se quedó sin color en el rostro, con la boca abierta del susto: la noticia fue como una cuchillada. Pasmada, como si 66

no hubiera comprendido, no hacía más que mirar con los ojos muy abiertos. Y tan fuera de lo común, tan pavorosamente descompuso su cara aquel rayo, que el barón creyó necesario tranquilizarla un poco: —Me parece que tampoco tú puedes alegrarte, Cenzi. Pero, ¿qué le vamos a hacer? Algo, no obstante, comenzaba a recobrar movimiento en la faz petrificada. Trabajaba desde muy hondo, como subiendo de las entrañas: espasmo violento que iba tiñendo de un rojo vivo el blanco yeso de las mejillas. Poco a poco, al recio latir del corazón, aquel algo subía hasta su garganta, la cual temblaba bajo una fuerza opresora. Por fin, llegó a lo alto y se abrió paso entre los dientes que rechinaban: —Algo…, algo… se podría hacer. Dura como un disparo mortal había salido la frase. Y tan mala, con una concentración tan voluntariosa se contraía la cara antes descompuesta, cuando así se hubo aligerado, que el barón no supo contener el terror y le volvió la espalda, asombrado. Pero Crescencia empezaba a fregar con celo espasmódico un almirez de cobre, como si fuera a romperse los dedos. Con la señora de vuelta, volvió a reinar la tempestad en la casa; estallaba en las puertas, zumbaba ásperamente a través de los cuartos y, como un viento colado, barría de la vivienda la densa atmósfera de bienestar que flotaba en ella. Ya fuese porque la engañada esposa se enterara, por los soplones del vecindario o por medio de cartas anónimas, de cuán indignamente su marido había abusado de los derechos domésticos, o bien porque la hubiera disgustado el evidente mal humor nervioso con que su propio marido la recibió, poco parecían haber aprovechado a sus nervios, en extrema tensión, los dos meses de sanatorio. Alternaban los espasmos en competencia con las amenazas y las escenas de histerismo. Se hacían de día en día menos soportables las relaciones domésticas. Unas semanas más desafió el marido virilmente el cúmulo de reproches, por medio de su inquebrantable cortesía, y se opuso con tiento y dando largas al asunto cuando ella amenazó con divorciarse o escribir a sus padres. Pero precisamente esta indiferencia, fría 67

hasta lo inhumano, llevó a la pobre, rodeada de secreta hostilidad, a los extremos de la excitación nerviosa. Crescencia se había acorazado en su antiguo silencio. Pero este silencio era ahora agresivo y peligroso. A la llegada de su señora permaneció terca en la cocina, y, requerida luego, se negó a saludarla. En pie, rígida como de madera, respondió con tal aspereza a todas las preguntas, que la impaciente señora se apartó pronto de ella; cuando volvió la espalda, Crescencia proyectó sobre ella, con una sola mirada, todo el odio acumulado. Veía defraudado, con esta vuelta, lo que más codiciaba; la sacaban del placer de su apasionada sujeción y la confinaban de nuevo en la cocina, en el fogón; le quitaban el nombre de Leporella. El barón se guardaba bien de mostrar ninguna simpatía por Crescencia ante su esposa. Pero algunas veces, cuando, agotado por las enojosas escenas, necesitado de alivio, quería desahogarse, se colaba en la cocina y se sentaba en uno de los duros taburetes de madera, solo para poder lanzar fuera, en un gemido: —¡No puedo más! Tales momentos, en que el deificado señor, colmada la medida de su resistencia, buscaba refugio cerca de ella, eran los más venturosos de la vida de Leporella. Nunca arriesgaba una respuesta ni un consuelo; retraída, muda, permanecía sentada en su sitio, y solo de cuando en cuando miraba a aquel dios esclavizado con mirada de sufrimiento, atenta y compasiva; y esta callada participación le hacía bien. Pero en cuanto abandonaba la cocina, subía otra vez hasta la frente de Crescencia aquel pliegue de rabia, y sus pesadas manos desfogaban la ira en el pedazo de carne indefensa, o la trituraba restregando platos y cubiertos. Por fin, la atmósfera saturada de aquella vuelta al hogar descargó con carácter de borrasca. En una de las molestas escenas el barón perdió la paciencia y, abandonando la dócil e indiferente actitud de chico de escuela, salió dando un portazo tras de sí. “¡Basta ya!”, gritaba, a tal punto enfurecido, que las ventanas retemblaron hasta en la última habitación. Y con la cólera 68

todavía al rojo, con la cara congestionada, se precipitó en la cocina ante Crescencia, que vibraba como un arco tendido. —¡Ea! Prepara mi saco y mi fusil. Me voy una semana de caza. En este infierno no aguanta más ni el mismo diablo; esto tiene que acabarse. Crescencia lo miró entusiasmada: ¡aquél era el barón! Y una risa áspera brotó de su garganta: —Razón tiene el señor; esto tiene que acabar. Y, palpitando de celo, corriendo de un cuarto a otro, arrebataba con prisa vertiginosa los objetos de los armarios o de sobre la mesa, y cada nervio de aquel ser, de rústica actividad, temblaba ansiosamente. Luego, bajó ella misma la escopeta hasta el coche. Pero cuando el amo buscaba la palabra para expresarle cómo le agradecía su solicitud, tuvo que apartar los ojos con espanto, pues aparecía una vez más en sus astutos labios aquella desgarrada sonrisa maliciosa, que cada vez lo atemorizaba de nuevo. No pudo menos de pensar en el gesto de concentración de un animal cuando va a lanzarse sobre la presa, al ver la actitud de Crescencia. Pero ella se agazapó de nuevo, y gruñó a media voz, en tono confidencial, casi ofensivo: —Tenga el señor buen viaje, que yo me encargo de todo. Al cabo de tres días, el barón recibía un telegrama que lo apremiaba al regreso. En la estación lo aguardaba su primo. Conoció al punto en su mirada, con inquietud, que algo lamentable había sucedido; el nerviosismo, el aturdimiento de su pariente eran significativos. Después de unas palabras benévolas de preparación, supo que por la mañana habían hallado a su mujer muerta en la cama, con la habitación llena de gas. A la sazón, en mayo, la estufa de gas estaba fuera de servicio, de modo que quedaba excluido un accidente casual, y era evidente, en cambio, la intención de suicidio por el hecho de que la desventurada había tomado veronal por la noche. Confirmaba este supuesto la confesión de Crescencia, única persona que estaba en la casa aquella noche: ella había oído cómo la infeliz andaba por la antesala, al parecer para abrir con toda intención el gasómetro, que estaba cuidadosamente cerrado. El 69

médico forense, sobre la base de esta declaración, creyó también excluida la casualidad del suceso, e incorporó al sumario el suicidio. El barón empezó a temblar. Cuando su primo mencionó el testimonio de Crescencia, sintió que la sangre se enfriaba en sus manos: un pensamiento desagradable, repugnante, se levantaba en su interior como una náusea. Pero rebatió con energía la idea que fermentaba dolorosamente en él, y se dejó llevar a casa. Ya habían trasladado el cadáver y en el salón esperaban sus parientes con semblante sombrío y hostil: su pésame era frío como un cuchillo. Con una cierta insistencia acusadora, se creían obligados a mencionar el “escándalo” que ya no era posible ocultar, puesto que la doncella, de mañana, había salido gritando por la escalera: “¡Mi señora se ha matado!” Habían dispuesto un entierro sin aparato, porque —y aquí volvían otra vez el cuchillo hacia él— bastante excitada estaba ya por las habladurías la curiosidad de sus relaciones sociales, en un sentido desagradable. Sombrío, confuso, el marido oía las murmuraciones; levantó una vez la mirada hacia la puerta cerrada del dormitorio y la dejó caer, acobardado. Quería llegar a alguna conclusión que aliviara su congoja, pero las conversaciones vacías y odiosas lo desconcertaban. Todavía lo rodearon media hora más los parientes enlutados, difundiendo su dolor; luego se despidieron uno tras otro. Se quedó solo en la sala vacía, a media luz, temblando bajo una vaga aprensión, con la frente dolorida y las articulaciones cansadas. Golpearon a la puerta. “¡Adelante!”, dijo con miedo. Y ya se acercaba un paso vacilante, un paso seco, mojigato, que le era bien conocido. Lo asaltó el horror: sentía sus vértebras como atornilladas y, al mismo tiempo, como si la piel de las sienes se le escurriera en escalofríos hasta las rodillas. Quería volverse, pero los músculos no lo obedecían. De pie, en medio de la habitación, temblando y sin voz, caídas las manos y rígidas como de piedra, se daba perfecta cuenta de cuán cobarde debía parecer allí su presencia, consciente de la culpa. Pero fue en vano querer concentrar las energías: los miembros no reaccionaban. Impasible, en la más árida e imperturbable neutralidad, 70

la voz decía detrás de él: “Era solamente para preguntar a mi señor si come en casa o fuera”. El barón temblaba cada vez con más violencia y, sintiendo un frío de hielo en el pecho, hasta la tercera vez de intentarlo no le salió, atropelladamente, la frase: “No, no voy a comer ahora”. El paso se escurrió y él no tuvo ánimos para volver la cabeza. De pronto, su rigidez se deshizo: lo sacudía de arriba abajo un asco o un espasmo. Se acercó a la puerta de un salto y dio vuelta a la llave, convulso, para que no volviera cerca de él aquel paso espectral, odioso, que lo perseguía. Luego, se dejó caer en una butaca para ahogar un pensamiento que no quería admitir y que volvía a subir, frío y pegajoso como un caracol. Y este pensamiento tirano que le repugnaba, lo sentía con toda su conciencia, sin poder defenderse. Estuvo con él toda la noche en vela y durante las horas siguientes, hasta el momento del sepelio, cuando, vestido de luto y silencioso, permanecía de pie junto al ataúd. El día que siguió al entierro, el barón abandonó a toda prisa la ciudad; todas las caras le eran insoportables; en medio de sus condolencias, tenían —o él se lo figuraba así— una mirada singularmente escudriñadora, inquisitorial, que lo martirizaba. Los mismos objetos inanimados hablaban con malicia acusadora: cada mueble, en especial los del dormitorio, en el cual el olor azucarado del gas parecía estar pegado a todo, lo rechazaba cuando por instinto abría la puerta. Pero la pesadilla de sus sueños y de sus vigilias era la descuidada y fría indiferencia de la que fue un día su confidente, la cual, como si nada hubiese acaecido, iba de un lado a otro por la casa desolada. Desde aquel segundo en que allí, en la estación, su primo había pronunciado el nombre de la cocinera, temblaba al pensar que podía encontrarse con ella. Apenas oía su paso, le asaltaba una inquietud nerviosa que lo sacaba de quicio: se le hacía insoportable aquel andar indiferente y taimado, aquella muda y fría tranquilidad. Le asqueaba la sola idea de su voz chirriante, de su cabello grasiento, y su insensibilidad torva, bestial, sin piedad; y la cólera se revolvía contra él mismo al pensar que le faltaba energía para romper la soga que lo estaba estrangulando. Solo veía un camino: la huida. Sin decirle una palabra, 71

preparó a escondidas su equipaje y dejó un papel escrito al vuelo, diciendo que iba a casa de unos amigos en Kärnten. Pasó todo el verano fuera de casa. Llamado una vez a Viena, con premura por asuntos de la sucesión, prefirió ir en secreto y hospedarse en el hotel, no enterando de nada al pájaro siniestro que estaba aguardando en casa. Nada supo Crescencia de su llegada, porque no hablaba con nadie. Desocupada, sombría como un mochuelo, se pasaba las horas sentada en la cocina, iba dos veces —una más que antes— a la iglesia y recibía encargos o dinero por mediación del apoderado, pero nada le decían del señor. No escribía ni hacía que le transmitieran noticia alguna de él. La mujer permanecía muda, esperando: su rostro se endureció y enflaqueció, sus movimientos eran de nuevo menos flexibles, y así, en esperar y más esperar, pasó muchas semanas envuelta en un misterioso estado de entorpecimiento. En el otoño, la solución de apremiantes asuntos impidió al barón prolongar las vacaciones. De vuelta a su casa, se quedó parado en el umbral, vacilando. Dos meses en el círculo de la más confiada amistad le habían hecho casi olvidar muchas cosas, pero ahora que le era inevitable enfrentarse con su pesadilla, su cómplice tal vez, ver el cuerpo ante sí, se le reproducían la misma opresión, la misma náusea. A medida que subía los escalones, cada uno con más lentitud, la mano invisible se le iba acercando a la garganta, y tuvo que concentrar toda su voluntad para lograr que los rígidos dedos se decidieran a dar vuelta a la llave. Sorprendida, salió Crescencia de la cocina en cuanto oyó el ruido de la llave en la cerradura. Al verlo, se quedó un momento pálida, y agachándose, como si a la vez se escondiera, tomó el saco de mano que él había dejado en el suelo. Muda, lo entró a la habitación, y mudo él, igualmente, la siguió. Mudo esperó mirando detrás de la ventana hasta que la sirvienta hubo salido. Y entonces dio vuelta a la llave precipitadamente. Este fue el recibimiento al cabo de dos meses de ausencia. Crescencia esperaba. Y también esperaba el barón que tal vez 72

su espasmo de horror se aliviaría al verla. Pero no hubo tal. Aun sin verla, solo de oír su paso en el corredor, le volvía el malestar. No probaba el desayuno y se escabullía sin decirle una palabra, lejos de la casa, a la cual no volvía hasta muy adelantada la noche para evitar su presencia. Los dos o tres encargos que le era imprescindible confiarle se los daba con la cara vuelta. Le ahogaba la garganta tener que respirar el aire del mismo espacio donde respiraba aquel fantasma. Crescencia, entretanto, no abandonaba su taburete; allí sentada, muda, no quería ya ni guisar para ella sola. Nada le apetecía, y huía de la gente. Con el recelo en los ojos, solo esperaba el primer silbido de su dueño, lo mismo que el perro que ha sentido el látigo y conoce que ha hecho un disparate. Su turbado sentido no comprendía exactamente lo sucedido; solo entraba en su conciencia, llenándola de pesadumbre, la idea de que su dios y señor la apartaba de sí y no quería saber nada más de ella. A los tres días de haber llegado el barón sonó el timbre de la escalera. Un hombre reposado, de pelo entrecano, afeitado pulcramente, esperaba a la puerta con una maleta en la mano. Crescencia quería despedirlo, pero el intruso insistió en que era el criado nuevo, que el señor lo había citado para las diez y que debía anunciarlo. Crescencia se puso blanca como la cal y permaneció un momento de pie, con los dedos en ristre, tiesos, levantada la mano; luego esta cayó abatida como un pájaro herido. —Vaya usted mismo —dijo al sorprendido visitante. Volvió la espalda, entró en la cocina y se encerró. El criado se quedó en la casa. Desde aquel día el dueño no tuvo que dirigir la palabra a Crescencia; encargaba al reposado camarero lo que era preciso comunicarle. La mujer no se enteraba de lo que sucedía en la casa: todo fluía como el agua sobre la piedra fría, por encima de ella. Ese estado de cosas que la oprimía duró dos semanas, devorándola como una dolencia; se le había afilado la cara, y en las sienes el cabello era más cano. La rigidez de sus movimientos se acentuaba, y casi siempre se le veía sentada, muda como un madero, mirando fijamente hacia la ventana vacía; 73

si trabajaba, lo hacía de modo violento, enfurecida, como en un arranque de cólera. Un día, al cabo de estas dos semanas, se presentó el criado en el cuarto del barón, el cual conoció, por el modo discreto de esperar, que tenía algo que comunicarle fuera de lo común. Ya otra vez se le había quejado de lo gruñón que era aquel esperpento tirolés, como despectivamente la llamaba, proponiéndole que fuera despedida; pero el barón, movido quién sabe por qué, pareció no querer oír hablar del asunto. Así, como aquella vez, el criado se alejó con una reverencia, ahora mantenía su punto de vista; puso una cara insólita, casi turbada, y, por fin, confesó tartajeando que, aunque su señor lo tachara de ridículo, no podía… no podía decirlo de otro modo: aquella mujer… le daba miedo. Aquella alimaña cerril, ruin, era insoportable, y el señor barón no sabía qué persona peligrosa tenía en casa. El avisado se estremeció, a pesar suyo. ¿Qué quería decir? ¿Qué alcance le daba? El criado atenuó un poco su afirmación. Nada concreto podía asegurar, pero tenía como un presentimiento de que aquella persona era un animal rabioso y nada tan fácil como que cualquier día lo perjudicaría. —Ayer, al volver la cabeza para darle instrucciones, cacé casualmente una mirada… Bueno, por una mirada no se ha de juzgar, pero parecía que se le iba a echar a uno al cuello —y ahora no se fiaba de ella, tenía miedo hasta de catar los guisos que preparaba—. El señor barón ignora —concluyó su informe— lo peligrosa que es. Nada dice, nada opina, pero, ¡cuidado!, creo que sería capaz de un crimen. Removido en sus adentros, el barón echó una mirada incisiva al acusador. ¿Había oído algo en concreto? ¿Le había transmitido alguien una sospecha? Se dio cuenta de que le empezaban a temblar los dedos, y dejó enseguida el cigarro, a fin de que su mano no trazara en el aire su excitación. Pero el semblante del viejo era totalmente sincero. No, no podía saberlo… Vaciló. Luego recobró todo su impulso y se decidió: —Espera. Pero si otra vez te trata con desagrado la despachas en mi nombre, y se acabó. Se inclinó el criado, y el barón, con más desahogo, retrocedió un poco en su decisión. Todo lo que le recordase aquel ser 74

peligroso era capaz de echar una sombra sobre su jornada. “Mejor sería —reflexionó— que fuera por Navidad, cuando yo esté fuera de casa; por Navidad tal vez”. El solo pensamiento de la anhelada liberación le hacía bien. “Sí, lo mejor es por Navidad —reafirmaba—, cuando yo no esté aquí”. Pero al día siguiente, al entrar en su cuarto, después de la comida, dieron unos golpecitos en la puerta. Abstraído, levantando los ojos del periódico, gruñó: “¡Adelante!” Entonces, se le acercó una vez más aquel odioso andar duro, rastrero, que oscurecía sus sueños. Fue un despertar; semejante a un cráneo lívido y caseoso, bamboleaba la faz huesuda encima del cuerpo delgado vestido de negro. Un algo de compasión se mezclaba a su espanto, al ver cómo el paso temeroso de aquella criatura totalmente abismada, se detenía con humildad al borde de la alfombra. Para animarla se esforzó en mostrarse condescendiente. —¿Qué hay, Crescencia? —preguntó. Pero no le salió el tono jovial y cariñoso que se había propuesto; contra su voluntad, la pregunta resultó repelente y malhumorada. Crescencia no se movía. Pasmada, mirando la alfombra, por fin, como quien aparta algo de un puntapié, soltó la queja: —El criado me ha dado el despido. Me ha dicho que el señor me despide. Con una penosa impresión, el barón se había puesto en pie. No podía presumir que aquello viniera tan pronto, así es que empezó a farfullar palabras: que no era para tanto y que ella debía hacer un esfuerzo para entenderse bien con el personal. Pero Crescencia no se movía; clavada en la alfombra la mirada, tiesos los hombros con ofendida resistencia, tenía la cabeza baja, como el toro que va a embestir, y no hacía caso de las palabras cordiales, en espera de una sola que no llegaba. Y cuando el barón se cansó de hablar, un poco asqueado del papel de amable componedor, la mujer permaneció testaruda y callada, hasta que prorrumpió con hostilidad: —Solo quería saber si fue el mismo señor quien dio el encargo a Antonio de que me despache… 75

Lanzó estas palabras secamente, indignada, violenta. Y el barón las recibió como un golpe en sus nervios ya excitados. ¿Era una amenaza? ¿Lo desafiaba? De pronto, todo apocamiento y compasión lo abandonaron. El odio y el asco acumulados durante semanas se abrían paso con el ardiente deseo de concluir de una vez. Súbitamente, cortante el tono, con aquella fría objetividad aprendida en el Ministerio, afirmó con indiferencia que sí, que en verdad había dado carta blanca al criado para que dispusiera de las cosas domésticas. Él, personalmente, solo deseaba su bien y procuraría hacer que quedara sin efecto la orden de despido. Pero si se obstinaba en no querer ponerse a bien con el sirviente, entonces se vería precisado, ¡ah, sí!, a prescindir de sus servicios. Y concentrando la voluntad, enérgico, decidido a no dejarse vencer por ningún secreto ni confidencia, con las últimas palabras sostuvo decidido la mirada contra la que parecía amenazarlo. Pero la mirada que Crescencia levantó con recelo era ni más ni menos que la de un animal herido por el cazador, al ver precipitarse la jauría de entre el matorral cercano. —Gracias —dijo con voz débil y apenada—. Ya me voy…, no quiero ser más tiempo una carga para mi señor… Y lenta, sin volver la cabeza, se deslizó hacia la puerta con los hombros hundidos y el andar tieso. Por la noche, cuando el barón volvía de la ópera, al recoger de la mesa las cartas del último correo, notó un objeto rectangular que no recordaba. Lo examinó a la luz y vio que era un cofrecito de madera labrada por mano campesina. No estaba cerrado, y contenía, cuidadosamente ordenadas, todas las pequeñeces que Crescencia había recibido de él: un par de postales de cuando salió para la caza, dos billetes de teatro, una sortija de plata y todo el montón de billetes de banco, además de una instantánea de veinte años atrás tomada en Tirol, donde estaba ella con los ojos asustados por el relámpago del magnesio: la misma expresión sorprendida y azarada que tenía al despedirse, pocas horas antes. 76

El barón, algo perplejo, empujó a un lado el cofrecito y fue a preguntar al criado qué significaban aquellos objetos de Crescencia sobre su mesa. El criado se aprestó a llamar, de inmediato, a cuenta a su enemiga. Pero Crescencia no estaba ni en la cocina ni en ninguna de las habitaciones de la casa. Cuando al día siguiente el informe policíaco dio cuenta del suicidio de una mujer de unos cuarenta años, que se había precipitado al agua desde el puente del Danubio, ni el barón ni su criado necesitaron inquirir adónde se había marchado Leporella.

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Índice

Carta de una desconocida/ 7 Primer tiempo/ 9 Segundo tiempo/ 23 Tercer tiempo/ 33 Cuarto tiempo/ 36 Quinto tiempo/ 46 Epílogo/ 48

Leporella/ 51