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La frontera que separa el bien del mal es más fácil de cruzar de lo que creemos. ¿Héroes o villanos? Muchas veces, nuestra conducta depende del entorno que nos rodea

Por

BEGOÑA MERINO

Un viernes de la primavera de 2004, un establecimiento de McDonald’s recibió la llamada telefónica de una persona que se identificó como el oficial Scott. El policía avisó a la encargada, Jean Summers, de que iba a enviar una patrulla al restaurante para detener a una de las empleadas, que había sido acusada de robo. Jean escuchó atenta la descripción física de la presunta delincuente. Coincidía con la de Louise Ogborn, una camarera que llevaba poco tiempo trabajando allí. Siguiendo las instrucciones que el policía le daba por el auricular, Jean retuvo a la chica en un almacén, donde la hizo desnudarse para registrarla mientras llegaba la patrulla. Pero el coche tardaba y el oficial —vía telefónica— comenzó a ordenar un registro que se fue tornando delirante y que incluía instrucciones de humillaciones físicas a la camarera. De poco sirvieron las súplicas de Louise, Jean se convirtió en las manos del policía. Algunos trabajadores se negaron a participar en la detención y a obedecer las instrucciones telefónicas, pero nadie avisó a la policía. A la de verdad. ¿Cómo pudo ocurrir algo así?

Unos pocos datos telefónicos creíbles, y una actitud y un tono de voz que transmitieron autoridad, bastaron para que Jean obedeciera a un desconocido, olvidara sus principios morales, quebrantara las normas de la empresa y obviara que Louise era una pacífica compañera de trabajo

El anonimato permite abandonar el autocontrol y reducir la responsibilidad personal sobre los propios actos

incapaz de robar. Pero no nos precipitemos al juzgarla. Porque su actuación no es un hecho extraordinario, sino una conducta humana previsible que se ha estudiado en situaciones experimentales, un claro ejemplo de obediencia ciega a la autoridad.

EL HOMBRE DE LA BATA BLANCA En 1961 el psicólogo neoyorquino Stanley Milgram sorprendió al mundo con los resultados de un experimento con el que probó los límites de nuestra obediencia. Milgram reclutó a mil ciudadanos corrientes, haciéndoles creer que participarían en un experimento sobre la memoria. En la sala de experimentación, los voluntarios se encontraron con un hombre vestido con una bata blanca. Era el experto, la figura de autoridad que les instruiría sobre lo que debían hacer y que les acompañaría durante el experimento. Cada participante —de forma separada— tenía que ir formulando preguntas a una persona que se encontraba al otro lado de un cristal, en una habitación conjunta. Si ésta respondía incorrectamente, le aplicarían una descarga eléctrica, para ver si así se mejoraba el aprendizaje. Cada respuesta errónea iría sumando 15 voltios a la cantidad de electricidad aplicada, pero se les decía a los voluntarios que no debían sentirse mal, que tenían un objetivo noble, ya que se trataba de ayudar a los que estaban tras el cristal a recordar. Aunque hay un detalle importante que los participantes desconocían:

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la persona que recibía las descargas era un actor que, en realidad, no recibía daño alguno. Todo era una pantomima. Sobre la mesa de la sala de experimentación descansaba el aparato que supuestamente aplicaba las descargas eléctricas. Bastaba tocar un mando para ir sumándoles voltaje. Al llegar a los 100 voltios, los participantes oían los gritos de la supuesta víctima pidiendo marcharse (recordemos que se trataba de un actor). Algunos preguntaban al experimentador qué ocurriría si seguían aumentando la electricidad. La respuesta del hombre de la bata blanca era: “yo soy el responsable y el experto, usted continúe”. Así hasta alcanzar el máximo de 450 voltios, una intensidad peligrosa. Es escalofriante pensarlo, pero dos de cada tres voluntarios aplicaron la descarga máxima, incluso creyendo que matarían a la persona que gritaba al otro lado del cristal. De esta manera, Milgram demostró lo fácil que nos resulta seguir instrucciones, incluso las órdenes más crueles. La sociedad moldea desde la infancia nuestro comportamiento para que rectifiquemos las conductas incompatibles con las normas sociales. Un profesor, los padres, un médico... son figuras de autoridad a las que no nos cuesta obedecer, simplemente porque creemos en sus buenas intenciones. Por tanto, cuando sentimos que la responsabilidad está por encima nuestro, cuando nos convencen de que nuestras acciones persiguen un bien mayor, podemos ser capaces de llegar a conductas extremas

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heroísmo, maldad por acción y maldad por inacción En su libro El efecto Lucifer: El porqué de la maldad (Paidós, 2008) Philip Zimbardo analiza las tres formas en los que una persona puede actuar cuando se encuentra ante circunstancias especiales. La maldad puede estar desencadenada por una autoridad fuerte que nos presiona para hacer daño a alguien, como en el experimento de Milgram o el caso McDonald’s, o por las reglas, que nos asignan un rol, y que seguimos para integrarnos en el grupo, como demostró Zimbardo. La maldad por inacción correspondería a la actuación de los empleados del restaurante que, aunque no participaron directamente en el registro de la camarera, no hicieron nada para impedirlo. Por último, personas corrientes realizan acciones altruistas que ponen de manifiesto lo mejor de la naturaleza humana. Lo asombroso es que muchas de estas personas insistan en que su acción carece de mérito porque cualquiera hubiera actuado así en la misma situación. Ahora sabemos que no es cierto. Son, verdaderamente, héroes.

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de castigo hacia los otros. En particular, cuando se nos despoja de nuestra identidad personal y se nos hace olvidar quiénes somos como individuos, podemos llegar a niveles de docilidad que, en circunstancias normales, nos resultarían totalmente inadmisibles. Esta tendencia es la que se utiliza, por ejemplo, en muchos regímenes totalitarios, en los que se uniformiza a los componentes de las fuerzas de seguridad: se les vuelve seres anónimos cubriéndoles el rostro, o vistiéndoles a todos igual. Por otra parte, se intenta deshumanizar a sus víctimas para que cueste menos verles como objetos en vez de como sujetos, para que no despierten empatía. Veamos un ejemplo de cómo el rol de verdugo y de víctima condicionan nuestra mente y nuestra forma de actuar. DE ACTIVISTAS CIVILES A CRUELES CARCELEROS Diez años después de Milgram, un psicólogo italoamericano atrajo la atención internacional con otro polémico estudio. En 1971, la Universidad de Stanford (EE. UU.) era un nido de activistas de los derechos civiles. La mayoría de estudiantes estaban comprometidos en las protestas contra la guerra de Vietnam. En ese entorno antibelicista, el psicólogo Philip Zimbardo seleccionó a un grupo de voluntarios que necesitaba para un experimento de resultados imprevisibles.

Dos momentos del experimento real de Philip Zimbardo en la Universidad de Stanford.

Nuestra vida mental y nuestros actos están determinados por fuerzas superiores a nosotros

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Zimbardo quería estudiar las consecuencias psicológicas y conductuales de convertirse en prisionero o en guardia penitenciario. Para ello recreó el entorno físico y psicológico de una prisión en las instalaciones de la Universidad de Stanford. Después seleccionó a veinticuatro estudiantes con una salud mental impecable, a quienes ofreció escoger el papel de carcelero o de recluso. Al principio ninguno quería ser guardia, así que los papeles se decidieron lanzando una moneda al aire. El estudio se inició con la detención de los presos, que fueron conducidos a las instalaciones de la prisión simulada. Allí los guardias les desnudaron, uniformaron y rociaron con un insecticida. Una media de nailon en la cabeza sustituyó al rasurado del cráneo y una cadena en el tobillo les recordaba constantemente su condición de prisioneros. En lugar de sus nombres debían usar números. Por su parte, los guardias recibieron bonitos uniformes, un silbato, una porra y unas gafas con lentes reflectantes. En ambos casos, estos cambios físicos les hacía perder su identidad. Rápidamente los guardias se dedicaron a establecer elaboradas listas de normas para los prisioneros, que éstos debían memorizar y obedecer. Aunque el objetivo original de los recuentos era comprobar que los prisioneros estaban sanos y que ninguno había escapado, pronto se convirtieron en ceremonias de control y de castigos arbitrarios orquestados por los guardias. El segundo día

Nos resulta muy fácil seguir instrucciones, incluso las órdenes más crueles

los carceleros pidieron refuerzos a Zimbardo, afirmando que los presos eran peligrosos y que debían ser controlados. Entonces empezaron a usar la fuerza física para controlar a los prisioneros, aunque Zimbardo, que ejercía de director de la prisión, lo había prohibido. Al otro lado de las rejas, los reclusos también habían interiorizado su rol, olvidando que participaban en un experimento. Pronto se

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PARA SABER MÁS: El efecto Lucifer: el porqué de la maldad. Philip Zimbardo (Paidós, 2008). Obediencia a la autoridad. Stanley Milgram (Desclee de Brouwer, 2002).

¿sabemos quiÉnes somos?

rebelaron contra los números y comenzaron a insultar a los guardias, que, cuando sabían que Zimbardo no les vigilaba, infligían los castigos más terribles. A pesar de las advertencias del psicólogo a los carceleros, al día siguiente los maltratos empeoraban todavía más. El sexto día, Zimbardo decidió dar por concluido el experimento, que en realidad estaba previsto que durase dos semanas.

Estas historias de manipulación resultan inquietantes porque cuestionan la reconfortante frontera mental que trazamos entre buenas y malas personas. A principios de este año, McDonald’s seguía litigando para evitar el pago de una indemnización millonaria a la encargada y a la empleada maltratada. El falso policía resultó ser un antiguo funcionario de prisiones. Finalmente fue detenido y se supo que había practicado el mismo engaño llamando a decenas de establecimientos. La principal víctima en este caso fue, sin duda, Louise Ogborn, pero no fue la única. Pensemos en la encargada de McDonald’s, que se vio súbitamente enfrentada a una identidad propia que desconocía. No resulta difícil imaginarla poco después del incidente, preguntándose a sí misma: ¿quién soy en realidad? Y en vista de lo anterior, uno se siente obligado a hacerse la misma pregunta.

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