Autitos con plastilina El centenario del futuro

al estilo de Gloria Swanson en el clá- sico Sunset Boulevard(1950). Ella es una actriz querida y admirada, pero incapaz de adaptarse a los tiempos modernos.
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Notas

Miércoles 16 de enero de 2008

LA NACION/Página 15

Libros en agenda

Viajando entre Platón y Julio Verne Por Silvia Hopenhayn Para LA NACION

H

ACE unos días un profesor de semiótica me dijo que jamás leía novelas. No sentía ninguna culpa ni curiosidad. Tan sólo no podía abordarlas. Luego se refirió apasionadamente a algunos libros filosóficos que había estado leyendo. El entusiasmo que profería al citar ciertos párrafos lo puso en evidencia. Leía los ensayos como si fueran novelas. Obtenía de ellos una trama de ideas eslabonadas por la propia intriga del pensar. Luego me recomendó la nueva edición del libro de Thomas Sebeok, Holmes y Pierce, métodos de investigación, en el que precisamente, el autor cruza la agudeza de Sherlok Holmes con la precisión del matemático, astrónomo y químico, Charles S. Pierce. A su entender, en este pequeño libro, en vez de haber un protagonista conflictivo y fabuloso, se lucía la conjetura, como personaje principal. Esta sugerencia me llevó a otro libro, recién publicado por Homo Sapiens: Justicia, filosofía y literatura, de Alain Badiou. Aquí el filósofo francés rastrea los momentos en los que la filosofía se vuelve toda una aventura, desde Platón hasta Heidegger. Como se trata de unas conferencias seguidas de charlas que Badiou dio en la Escuela de Filosofía de Rosario en 2004, el texto es ameno y provocador. Al hablar de la fundación de la filosofía, centrada en Sócrates, aprovechó su visita a la Argentina para citar la gafe de Menem cuando Así como éste dijo que había leído Platón las obras completas de Sócrates, desconociendo privaba a la que el filósofo griego poesía de un jamás llegó a escribir. El saber chiste le sirvió a Badiou para ironizar sobre la riguroso, ignorancia, al tiempo que Heidegger le señalaba el origen oral de esta disciplina. otorgó a ésta Por otra parte, refiriénun estatuto dose a la figura del inteprivilegiado lectual, tan cuestionada después de la Segunda Guerra Mundial –más precisamente, desde el macarthismo hasta la era de Bush–, Badiou apela a un ejemplo laboral. Cuenta que, en una empresa de industria química, se encontró con un cartelito que decía: “Aquí no hay genios, tan sólo especialistas”. La declinación del intelectual correspondería entonces al afán de especialización de la sociedad capitalista. Esta forma de exclusión, la encuentra también en la propia filosofía. Así como Platón privaba a la poesía de un saber riguroso, Heidegger le otorgó a ésta un estatuto privilegiado. Badiou se divierte con la rivalidad que en distintas épocas se establece entre filosofía y poesía. Durante el fin del siglo XIX y el XX, frente a la crisis de la metafísica, algunos poetas consideraron que ellos estaban a cargo de la tarea del pensamiento, como Pessoa, Mandelstam, Rilke o René Char. “La tarea moderna del pensamiento filosófico debía estar asegurada por la poesía”, dice Badiou. El libro ofrece conexiones originales entre filósofos, científicos, poetas y novelistas. Una de las más desopilantes, pero interesante de indagar, es la propuesta de que algunas de las premisas nietzscheanas se encuentran en las novelas de Julio Verne, sobre todo en Veinte mil leguas de viaje submarino, “de manera que los núcleos filosóficos estarían presentes, incluso, en la novelística popular”. Quizás el profesor de semiótica se las ingenió para transitar por esos puentes imaginarios que se establecen entre los distintos modos de pensar; después de todo, como señala el propio Badiou, “La filosofía es útil como una diagonal entre los saberes, es siempre viajar con alguien a través del pensamiento”. © LA NACION

Autitos con plastilina E

N mi infancia, mientras las chicas jugaban con muñecas, los varones lo hacíamos con unos autitos de plástico a los que les pintábamos un número, le rebanábamos parte de los guardabarros y los llenábamos con plastilina reforzada con tornillos, convirtiéndolos en pequeños bólidos. Y con ellos, émulos de los ases del turismo de carretera –el “Aguilucho” Gálvez o Marcos Ciani– organizábamos carreras en la vereda o en el patio de casa. Lindos recuerdos infantiles, que afloran al echar un vistazo al Buenos Aires de hoy. Donde el auto es majestad. La invención del automóvil trajo un gran beneficio a la humanidad, al abolir las distancias y permitir la movilidad individual. Pero su difusión paroxística colma de problemas al mundo urbano. El auto es el principal agente en la contaminación y el calentamiento que amenaza al mundo. Permitió vencer distancias, dio libertad, democratizó la vida social. Hoy sigue haciéndolo. Pero también contamina, envenena, mata. No es propósito de este artículo meterse en honduras filosóficas sobre el cambio climático, sino meramente reflexionar sobre nuestro entorno cotidiano. En la ciudad de Buenos Aires duerme cada noche un millón de autos. Pero cada amanecer entran a ella otros dos millones. Las consecuencias están a la vista de cualquiera que camine Buenos Aires y se resumen en pocas cifras. Doscientos muertos por año y miles de heridos e inválidos. Son cifras que hay que reducir, aun cuando están lejos del espantoso promedio nacional, que para 2007 acaba de difundir Luchemos por la Vida: 21 muertos por día. La incapacidad argentina para solucionar problemas concretos tiene en el tránsito urbano una espectacular vidriera. Sucede que el orden del tránsito sintetiza la capacidad de un conglomerado humano para vivir en armonía. Cuando los intereses individuales prevalecen sobre la solidaridad y el raciocinio, el tránsito deviene en caos. El interés individual termina cancelando el interés de todos. El tema es un clásico del periodismo. Yo mismo, sin ser un especialista ni contar con un gran archivo, he guardado decenas de artículos publicados en diarios y en revistas durante los últimos años, algunos, incluso, escritos por mí. La situación actual roza el absurdo. Siendo una de las ciudades más populosas del planeta, centro de una aglomera-

Por Alvaro Abós Para LA NACION ción –en la región metropolitana viven doce millones de habitantes–, la capital argentina no tiene policía de tránsito. Es una de las pocas, si no la única ciudad importante del mundo con tal déficit. La Policía Federal, encargada de la persecución del delito en la ciudad, se encarga también de dirigir el tránsito. ¡Inaudito! La Policía Federal, que tiene adscritos 17.000 efectivos en las 53 comisarías, destina unos 800 agentes a dirigir el tránsito. ¿No es una cifra irrisoria, si tenemos en cuenta que la ciudad se divide en 12.000 manzanas? El engendro de la Guardia Urbana intentó cubrir este déficit. Tras ese desatino, la nueva administración recibió en diciembre de 2007 la siguiente situación:

lejanas experiencias traumáticas, la ley carece de “prestigio”. Cuando la autoridad pretende acotar la permisividad general, aun cuando no lo haga de manera abusiva, sino legítima y racionalmente, la reacción es automática: se acusa al poder de “avasallar”. Un modesto proyecto de la Legislatura de Buenos Aires, que imponía, como se hace en tantas ciudades del mundo, un puntaje a los transgresores, bastó para que una horda de taxistas, colectiveros y camioneros asaltara el recinto legislativo, defendido a duras penas por una muralla policial, a costa de un tendal de heridos. La misma semana que esto sucedía en Buenos Aires, Londres y Roma peatonalizaban sus respectivos centros

En la ciudad de Buenos Aires duerme cada noche un millón de autos. Pero cada amanecer entran a ella otros dos millones. Las consecuencias se resumen en pocas cifras. Doscientos muertos por año y miles de heridos e inválidos nadie controla el tránsito, se estaciona libremente en calles y en avenidas, no se multan las infracciones y, si se las multa, no se pagan, porque, en consonancia con este desquicio, el sistema judicial de cobro no funciona. La gran ciudad porteña siembra muerte y deterioro físico, rifa alegremente el tiempo de sus ciudadanos y derrocha la riqueza que ellos pudieran crear, si no perdieran tantas horas en atascos o circulando a paso de hombre. La ciudad que, paradójicamente, se llama Buenos Aires consiente que su aire se envenene (por algo Julio Cortázar la llamaba Malos Aires) y malgasta ese bien intangible llamado “calidad de vida”. El ensayista Carlos Nino, en un libro publicado hace más de una década, Un país al margen de la ley, resaltaba un argumento central. En la Argentina, y sobre todo en Buenos Aires, es recurrente la tendencia de los ciudadanos a vulnerar la ley, vicio que Nino consideraba la principal causa de la involución y decadencia argentinas. Quizá por muy

históricos, al establecer tasas de hasta 100 euros para todo auto que ingresara. Y que no se use el falaz argumento de que son ciudades ricas. Los pulmones de todos los humanos, ricos o pobres, son iguales. En 2007, la industria automotriz produjo unos 520.000 unidades. Suponiendo que la mitad se exporte, no es descabellado suponer que más de doscientas mil unidades nuevas se van a incorporar al parque de la región metropolitana. Esta productividad es un gran agente del desarrollo nacional. Cientos de miles de personas viven de esa industria y de sus actividades conexas como compraventa, garajes, talleres mecánicos y un largo etcétera, que alcanza hasta los buscavidas, que limpian los parabrisas frente a los semáforos. Cualquier medida limitativa de la libertad del automotor encontrará la reacción airada o solapada de los perjudicados. El conflicto de intereses entre el desarrollo y la calidad de vida no es privativo de estos lares. Sucede que gobernar es

compatibilizar intereses contrapuestos. Hay un ejemplo reciente. Cuando el ex ministro de Salud, Ginés González García, prohibió fumar en lugares públicos, también se perjudicaron intereses particulares. A las protestas se opuso firmeza y racionalidad. Los cultivadores e industriales tuvieron tiempo para reciclarse, y los fumadores comprendieron que la prohibición se basaba en un cambio cultural. Buenos Aires acató las limitaciones al humo. Parecía que iba a ser difícil, dado el carácter anárquico que se imputa a los porteños, pero las medidas fueron bien explicadas en los medios de comunicación y los porteños las aceptaron. Pues, ante todo, los porteños son hombres y mujeres “al día”: con plasticidad advirtieron que la hora del humo había pasado en el mundo. Gobernar es mirar al futuro y poner límites cuando hay que ponerlos, conciliar intereses cuando se pueda, y si no es posible, actuar sin miedo. Lo contrario es esclavizarse al electoralismo cortoplacista. Buenos Aires debe encontrar alguna forma de restringir la circulación de automóviles y de organizar un sistema sancionatorio. Debe poner en la calle, lo antes posible, una policía de tránsito como tienen todas las ciudades. Debe repensarse el papel del auto en la ciudad y definir con claridad el camino hacia la peatonalización, único modo de que las ciudades sean lugares vivibles. Los legisladores deben ponerse los pantalones y saber que no legislan para unos miles de choferes, sino para millones de ciudadanos que respiramos en la ciudad y caminamos sus calles. Todos estamos de acuerdo con que limitar la circulación de autos debe comportar la contrapartida de una mejora del transporte público. Pero la inacción contumaz, mientras la proliferación insensata del parque automotor infecta la red urbana, genera sospechas. El auto debe ser un siervo del ciudadano y no su amo. Aquellos entrañables autitos de plástico eran muy livianos, pero aun en el tiempo mítico de la infancia, la plastilina y los tornillos los hacían pesados. En la realidad tumultuosa de la ciudad de hoy, la proliferación puede convertir a los autos de verdad en máquinas peligrosas. © LA NACION El último libro del autor es Xul Solar. Vida de un mago.

El centenario del futuro la luz de su historia y en el marco de la restauración arquitectónica del Teatro Colón, su aniversario nos obliga a rever cómo hemos evolucionado durante sus cien años y hacia dónde estamos yendo con el teatro de la actualidad. Nada más desolador que convertir el Colón en una suerte de vieja artista, al estilo de Gloria Swanson en el clásico Sunset Boulevard (1950). Ella es una actriz querida y admirada, pero incapaz de adaptarse a los tiempos modernos. Aunque nos apene reconocerlo, en algún sentido, al Teatro Colón le ocurre algo similar: goza de una fama a expensas del ayer. Por ese motivo, y paralelamente a un justo recuerdo del pasado, nos debemos un centenario del futuro, un proyecto para construir la institución del siglo XXI. A un público y un país como la Argentina –con vocación universal y cosmopolita y con una presencia cultural reconocida entre las más activas e interesantes del planeta– no le es lícito ningún tipo de mediocridad ni conformismo. Por ello, deberían considerarse como parámetros de acción las instituciones de mayor prestigio en el mundo y tratar de aplicar algo de esas fórmulas. Recuerdo una charla en Berlín con Georg

A

Vierthaler, director ejecutivo de la Staatsoper. Le pregunté cómo habían hecho con Daniel Barenboim para resolver, al hacerse cargo del teatro tras la caída del Muro, la transición de una estructura comunista, viciosa y anquilosada, a la de una institución moderna y dinámica. La respuesta me impactó: “Nuestro objetivo fue llegar, en un plazo determinado, a estar entre las mejores óperas del mundo”. Lo que me impactó no fue la

Aunque nos apene reconocerlo, el Teatro Colón vive y goza de una fama a puras expensas del ayer ambiciosa sentencia, sino lo concreto de los logros. Nadie se había quedado de brazos cruzados añorando la imagen de los dorados años veinte. La clave fue pensar a lo grande y trabajar para conseguirlo. Para recuperar su espacio de prestigio es necesario que el Colón estructure un proyecto a largo plazo: primero, lograr la tan mentada autonomía. Segundo, instalar un sistema de concursos públicos internacionales para todos los cargos

Por Cecilia Scalisi Para LA NACION y niveles, no sólo para la selección de vacantes artísticas y técnicas, sino en especial para los puestos de gestión. Tres requisitos deberían ser ineludibles para los aspirantes: capacidad de trabajo, preparación específica y experiencia internacional (desempeños prolongados en sitios de relevancia). Si alguno de estos requisitos falla, el puesto será un desperdicio. No estamos acostumbrados a exigir de nuestros administradores la calidad que de ellos esperamos; sería un excelente ejercicio comenzar a hacerlo. La búsqueda para encontrar al candidato capaz de cubrir la expectativa de un teatro a la altura de los mejores del mundo debería ser internacional. No buscar al mejor argentino, sino al mejor del mundo. Para medir este punto, traigo a cuento un dato contundente: la Filarmónica de Berlín está dirigida por un inglés, Simon Rattle, y administrada por una norteamericana, Pamela Rosenberg. La Staatsoper de Berlín está a cargo de un argentino, Daniel Barenboim. La Staatsoper de Viena eligió a un japonés norteamericano nacido en la

China, Seiji Ozawa. La Staatsoper de Munich tuvo por años como director musical a un indio, Zubin Mehta, y como director ejecutivo, a un inglés, sir Peter Jonas, ambos sucedidos por un norteamericano de origen japonés, Kent Nagano. La Deutsche Oper de Berlín firmó contrato con el escocés Donald Runnicles, que asumirá como director musical, en tanto que anteriormente se desempeñó en el cargo el italiano Renato Palumbo. El Covent Garden escogió al italiano Antonio Pappano y el festival de ópera inglés de Glyndebourne, a un ruso, el joven Vladimir Jurowsky, etc. Cuando se piensa a lo grande, el candidato debe ser el mejor. Surge una tercera necesidad: implementar la modalidad de contratos, con períodos prolongados y determinados, independientes de los cambios políticos, pues los breves períodos de un mandato de gobierno, interferidos por campañas electorales y transiciones en el poder, difieren de los largos plazos y compromisos que rigen en los teatros de primera línea. Los cargos deberían ser asumidos con objetivos ambiciosos y con un

programa de gestión artística, administrativa y económica dado a conocer en conferencia de prensa, y por cuyo cumplimiento y éxito sea evaluada la acción del artista, técnico y/o funcionario. Para redondear la estructura de ese centenario del futuro es impostergable una quinta pauta: la determinación de reinsertar la institución moderna en una órbita internacional. La manera de lograr-

El receso de 2008 debería ser capitalizado para diseñar el esquema que vuelva a poner al Colón en el mundo lo está en parte en la observancia de los anteriores puntos, pues concursando los cargos y contratando sólo a los mejores, trayendo personalidades con una gran experiencia internacional y una agenda contactada con lo más elevado del circuito clásico –empezando por los artistas argentinos que son figuras a nivel mundial–, planificando con ambición y exigiendo rendimiento, dicha reinserción será la consecuencia automática y natural. Fijar esa

meta es honrar la historia que heredamos. Y a partir de allí, sería saludable hacer extensivo el sistema a otras reparticiones e instituciones, al menos aquellas de mayor jerarquía en el ámbito de la cultura. Basta con repasar cómo llegaron a ocupar sus puestos y de qué manera están calificados los que ostentan los más elevados cargos en representación de la cultura argentina. Restan dos comentarios. El primero es que este receso de 2008, sin las urgencias de estrenos ni grandes festejos, debería ser capitalizado como una oportunidad para para diseñar ese centenario del siglo XXI, que vuelva a poner al Colón en las agendas de los grandes artistas del mundo. El segundo es un llamamiento a los funcionarios que recientemente asumieron en la Nación, la provincia y la ciudad de Buenos Aires, los que hoy nos prometen que harán la nueva política: asuman también el compromiso de que la ciudadanía les ha entregado un voto para cambiar las cosas, una página en blanco en la que deberán ser capaces de escribir otra historia. © LA NACION La autora es musicóloga y periodista.