Atender lo urgente, sin olvidar la meta

11 jul. 2014 - La autora es filósofa y ensayista. El autor es presidente de la Universidad. Favaloro y presidente de Ineco,. Instituto de Neurología Cognitiva.
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OPINIÓN | 27

| Viernes 11 de julio de 2014

la emergencia argentina. La clave del desarrollo está en la

la investigación científica y tecnológica no sólo desarrolla las sociedades, sino que crea trabajo. No se trata de lujos de los países ricos, sino de los cimientos de los países que quieren desarrollarse. El futuro no perdonará a las políticas que abdiquen del conocimiento. El crecimiento económico por sí solo no erradica la pobreza, a menos de que vaya acompañado de una mejora en la calidad educativa. En el siglo XXI, la revolución educativa es el gran programa de lucha contra la pobreza. La política del conocimiento requiere la convicción social de que nuestros talentos son nuestro principal capital. Y los líderes deberán entenderlo también. Para esto se requiere una política que lleve adelante esta revolución en la educación, en el desarrollo científico e innovación tecnológica. El conocimiento ofrece un potencial invalorable de los países para fortalecer su desarrollo económico y social, para la inclusión, la igualdad de oportunidades y el bienestar (no sólo en un sentido econó-

educación. Por eso, en el país, la política debe cuidar a los niños y favorecer su inserción en una sociedad del conocimiento

Atender lo urgente, sin olvidar la meta Facundo Manes —PARA LA NACIoN—

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a principal riqueza de un país es el capital mental de quienes lo habitan. Hace siglos, la prosperidad estaba basada en la posesión de la tierra; luego, en la explotación de minerales y la producción industrial. Hoy la clave del desarrollo está en la capacidad de pensar, de crear, de innovar. Muchos países más pobres en recursos naturales que la Argentina se han convertido en naciones fecundas gracias a la inversión en educación, investigación, conocimiento. Ese capital mental abarca tanto recursos cognitivos como emocionales de las personas. También sus habilidades sociales y la capacidad de afrontar desafíos. Este capital trae consigo el valor de permitir una mejor calidad de vida al individuo y, a la vez, contribuir de manera efectiva a la de su comunidad. La capacidad de imaginar, de reflexionar, de recordar, de proyectar, de elaborar las estrategias para llevarlo a cabo es lo que permite la transformación de lo dado en lo deseado y novedoso. Los seres humanos somos seres sociales capaces de forjar un entramado comunitario muy complejo. Tanto es así que se han postulado diversas teorías que sostienen que el tamaño del cerebro se relaciona mayormente con el alcance del contacto social de cada especie. Es por esta complejidad que los seres humanos inventamos las bibliotecas, las escuelas, los Estados. Y es por esta necesidad de estructuras que trascienden a las familias y las pequeñas comunidades que el ser humano también inventó la política. La política es una gran herramienta de transformación social, que hace posible la organización comunitaria y que aquellos proyectos que se imaginan puedan concretarse. Por supuesto, no todos los que formamos parte de una comunidad imaginamos lo mismo. Por eso existe la posibilidad de proponer, elegir, discutir, ponernos de acuerdo. Esa oportunidad de transformación está dada a través de diversos resortes, pero, sin dudas, el que resulta fundamental es la

convicción del propio pueblo sobre aquel objetivo al que se quiere llegar y de cuál es el mejor camino. La idea del camino permite reflexionar sobre dos elementos clave de los proyectos sociales: uno es lo urgente, lo que no puede esperar, y otro, la meta deseada. Esto puede ser definido también a partir de los múltiples sentidos que tienen ciertas palabras. En esas dos estrategias de abordar un recorrido están las dos acepciones que otorgan los diccionarios al término “emergencia”: la situación de urgente peligro, y lo que emerge, lo que brota, lo que sale a la luz. Una comunidad que se organiza debe considerar que, en primer lugar, tiene la obligación de atender las necesidades más urgentes. Y qué mayor emergencia –aunque no la única– que la de cuidar a sus niños. No hay política más prioritaria que proteger su integridad física y mental. La falta de estímulos adecuados, la carencia de afecto y el hambre de un chico constituyen una inmoralidad y un crimen, además de un suicidio social. La carencia nutricional produce un impacto tremendamente negativo en el desarrollo neuronal de los niños. La ciencia ha determinado que la malnutrición y la desnutrición están asociadas con alteraciones cerebrales. Sin buena nutrición y sin estímulo afectivo y cognitivo, el cerebro se vuelve débil y vulnerable. Es decir que cuando el Estado desprotege a un niño, estamos vedándole el presente y arrebatándole el futuro a alguien que necesita como nadie de su comunidad y de las instituciones públicas. Esto lo sabe la ciencia, pero lo resuelven las políticas públicas, y ahí tenemos que estar los médicos, los abogados, las amas de casa, los albañiles, para pensar, decidir, llevarlas adelante y aceptar como propias esas decisiones. Si hablamos de la Argentina, es un escándalo que exista el hambre en un país que produce alimentos para 400 millones de personas, es decir, para varias Argentinas. ¿Seguiríamos ocupados en cualquier otra cosa si tuviésemos un hijo con hambre? ¿Qué sucedería con la política

Es un escándalo que haya hambre en un país que produce alimentos para 400 millones de personas

y la sociedad si actuásemos pensando que ese chico de cualquier rincón de la patria fuese nuestro hijo? Esto, que en sí mismo resulta intolerable, tiene un impacto social mayúsculo. Como señala la Unicef, la desnutrición crónica elimina oportunidades a un niño, pero también al desarrollo de una nación. El doctor Abel Albino, compatriota que batalla desde hace décadas contra la desnutrición infantil, dice bien que debemos primero preservar el cerebro de nuestros niños y luego educarlos. El hambre es una emergencia social, una urgencia. El conocimiento, la meta. Y aquí pasamos a la Argentina emergente. La estrategia de desechar el largo plazo

por la necesidad de atender lo inmediato constituye una política que se muerde la cola: porque existen necesidades, debemos pensar en las causas que llevaron a esa situación y atacarlas. Cuando observamos la historia de nuestro país, nos damos cuenta de que aquellos proyectos más provechosos son los que fundaron nuevos paradigmas porque supieron ver más allá y trascender, así, a su puñadito de tiempo. Somos un país que no puede darse el lujo de echar por la borda tantos proyectos de tantos argentinos que no tuvieron “miopía del futuro”. La pobreza, la discriminación y la ignorancia restringen el crecimiento. El fomento de la educación, de las nuevas ideas y de

mico, sino también en un sentido afectivo, intelectual y emocional) de sus hombres y sus mujeres. Asimismo, el conocimiento fortalece el vínculo entre las personas y, a través de esto, la conformación armónica de su tejido social. De algún modo, la política es un deber. El compromiso político de las personas debe entenderse como una señal valiosa del interés por su comunidad. A esto se refirió el papa Francisco: “La política es una de las formas más elevadas del amor, de la caridad. ¿Por qué? Porque lleva al bien común, y si una persona, pudiendo hacerlo, no se involucra en política por el bien común, es egoísmo, y el que use la política para el bien propio es un corrupto”. Cuanto más próximos estén los intelectuales, los profesionales y los obreros de la actividad política, cuanto más desdibujadas estén esas fronteras entre “el palacio y la calle”, más cerca estaremos de una sociedad democrática, moderna y desarrollada que desea emerger. Para lograrlo, no importan los nombres propios ni las candidaturas de una u otra persona, sino la sociedad que lo promueva. Martin Luther King concluyó un recordado discurso de esta manera: “Al igual que Moisés, pude subir a la montaña y ver la Tierra Prometida. No importa qué pase conmigo. Lo importante es que como pueblo llegaremos”. Ese mismo deseo es lo que nos llevará al futuro. © LA NACION El autor es presidente de la Universidad Favaloro y presidente de Ineco, Instituto de Neurología Cognitiva

Faltan estadistas, sobran candidatos Mario Luis Espada —PARA LA NACIoN—

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a crisis de pago de deuda desatada a partir del fallo de la corte norteamericana respecto de la demanda de los llamados fondos buitre desnudó el relato del Gobierno sobre el desendeudamiento y transparentó, casi dramáticamente, su amateurismo al momento de abordar temas complejos. Un juez, por su parte, acaba de procesar por corrupción nada menos que al vicepresidente de la Nación ante el silencio del Gobierno, mientras la selección nos convoca a “sufrir” nuestra ansiedad futbolera. Así, la elección del futuro gobierno no forma parte de las prioridades de los argentinos que, dentro de 18 meses, deberemos concurrir a las urnas para escoger entre ofertas electorales que, por lo menos hasta aquí,

lucen como incompletas o poco densas. La implosión del sistema político argentino convirtió la democracia de partidos en una débil democracia de candidatos, en la que el marketing es más importante que las ideas; la edad o la estética más relevante que la conducta y las frases previsibles una obligación homologada. La escena se completa con sondeos de opinión que nos devuelven nuestra confusión y resignación fatalista, donde el ejercicio de la ciudadanía parece reducido a completar un multiple choice. Esto tiene poco que ver con la política entendida como diálogo entre diferentes y construcción de escenarios que garanticen el bien común. La década de crecimiento económico consolidó una democracia de partido domi-

nante y baja calidad institucional, fruto de la articulación entre populismo e ideologismo. El populismo es a la democracia republicana lo que el ideologismo a la ideología: una deformación deliberada que degrada las instituciones y la calidad de la política. La combinación de ambos, a su vez, facilita la naturalización de la corrupción. El primero transmite una “sensación” de bienestar de patas cortas y el segundo posterga todo cuanto sea posible la conformación de una coalición fuerte que haga realidad la alternancia en el poder. En tanto, los falsos debates nos preparan para un nuevo capítulo de nuestra utopía rentística con base en el campo o en el petróleo, sin advertirnos que la riqueza de una nación depende no sólo del recurso sino de

la competitividad y productividad de la economía, de tener instituciones fuertes, previsibilidad, moneda, respeto al federalismo e incentivos para inversiones. La alternancia en el poder tiene como requisito que “diferentes” converjan en un programa de gobierno, con una agenda propia del siglo XXI, en la que los distintos actores construyan consensos que garanticen la gobernabilidad. En Chile y Alemania gobiernan coaliciones y sus logros son mucho más importantes que sus tensiones. En ambas experiencias, los ciudadanos sienten que su voto vale y es instrumento de cambio. Calidad educativa, seguridad, lucha contra la corrupción, política agroalimentaria, energía que no es sólo Vaca Muerta ni Los Molles, política industrial, política exterior,

política tributaria, inflación y distribución del ingreso son algunos de los títulos sobre los que deberían fundarse los esfuerzos convergentes para materializar por lo menos tres ofertas electorales robustas, capaces de motivar positivamente a una ciudadanía ganada por el “bostezo” y la apatía. Hoy nos sobran candidatos, pero faltan políticos-estadistas, constructores de un escenario promisorio y de decencia que garantice la llegada de un gobierno reformista, que devuelva a la sociedad el entusiasmo por la vigencia de la ley y el funcionamiento de la república. Que haga realidad la revolución de la normalidad. © LA NACION El autor, radical, fue intendente del municipio de Tres Lomas y diputado provincial

Los riesgos del juicio por jurados Diana Cohen Agrest —PARA LA NACIoN—

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xtraña asimetría: se reclama que la pena de prisión perpetua contemplada en el Código Penal debe ser eliminada porque (salvo para los militares del Proceso) no se la aplica. Pero también se reclama que el juicio por jurados contemplado en la Constitución Nacional debe ser implementado porque, hasta ahora, no se lo aplica. Aunque tanto la pena perpetua como el juicio por jurados existen sólo en la letra, el mismo argumento se usa en un caso para derogar la pena perpetua y en el otro, para promulgar el juicio por jurados. Ni siquiera es posible objetar que se trata de dos normas de diferente rango y, como tales, no pueden ser comparadas: en su articulado, la Constitución Nacional ordena que las cárceles deben ser sanas y limpias (art. 18), pero la aplicación de esa letra muerta parece no ser tan urgente. ¿A qué se debe parcial aunque hiperbólico afán constitucionalista? ¿A qué se debe esa curiosa vocación mimética de uno de los pilares de la denostada justicia estadounidense? Nuestra Constitución se inspiró en la de los Estados Unidos, donde la costumbre es la fuente del derecho, a diferencia de la Argentina, donde la ley penal está codificada. Es deudora, por tanto, de una tradición jurisprudencial y de una idiosincrasia tan distante de la nuestra que no se miden los riesgos de semejante imprudencia jurídica.

Su implementación cuenta con precedentes locales: el sistema adoptado en Córdoba es el escabinado, donde un tribunal compuesto tanto por jueces profesionales como por ciudadanos legos enjuician y sentencian por mayoría. En cambio, el sistema adoptado en la provincia de Buenos Aires es el anglosajón, cuyos tribunales están integrados por un jurado de doce ciudadanos legos que declararán al acusado culpable o inocente, mientras que un solo juez técnico determinará o bien la escala penal –quince años o más– o bien la absolución, según fuere el veredicto emitido por el jurado de legos. Un jurado inexperto es una promesa utópica: el juez se verá forzado a construir un artificioso formato lógico y legal para fundamentar un veredicto que carece de razón suficiente, ensayando malabares conceptuales cuyo resultado serán razones argumentativas que, presuntamente, respaldarán las “íntimas convicciones”, opiniones emotivas sin sustento racional de los jurados. El sistema, pues, colisiona con el mandato constitucional de fundamentar las sentencias. Cabe preguntarse, ¿acaso son rebatibles las “íntimas convicciones”? ¿Y qué queda del requisito de índole constitucional de fundamentar la sentencia penal, en manos de un jurado sin conocimientos jurídicos y,

para peor, probablemente influido por las amenazas, el temor y el soborno de los familiares, cuando no de la banda, del imputado? ¿Acaso no es dudosa su efectividad en la investigación de casos criminales? Los jueces legos no pueden interrogar: sólo deben valorar, ponderar, sopesar las pruebas y decidir en consecuencia. El imputado, por su parte, puede optar si se va a acoger al juicio por jurados técnicos o al juicio por jurados compuestos legos. En una notoria muestra de asimetría recursiva, si el jurado dice que el acusado es inocente, la sentencia no puede ser apelada por la víctima. Si el jurado dice, en cambio, que el acusado es culpable, éste puede apelar. Con la absolución, se termina el juicio. Según concluye Tom Tyler en “La obediencia a la ley en Estados Unidos: la justicia procesal y el sentido de imparcialidad”, generalmente, los acusados tienen una mayor probabilidad de absolución en juicios con jurado. En caso de desacuerdo entre los miembros del jurado, o bien se planteará la inocencia del imputado o bien se declarará estancado el debate, disolviéndose el jurado original y convocándose un nuevo jurado, situación altamente improbable en un sistema judicial desbordado de causas y recortado en sus recursos financieros. Los interrogantes se multiplican. ¿Cómo

se hará para garantizar la asistencia diaria de los jurados cuando ante una sola ausencia al juicio, éste debe ser suspendido? ¿Dónde permanecerán durante los cuartos intermedios? ¿Cómo se compensa a los empleadores por la licencia laboral obligatoria durante el transcurso del juicio? Al ser consultado sobre la seguridad de los miembros del jurado, el ministro Casal dijo que “si hay un caso donde un jurado se sienta amenazado, el Estado va a intervenir”. Esta afirmación resulta cuanto menos ingenua: si no hay protección para los testigos, quienes deben emigrar cuando no son “desaparecidos”, menos habrá para los jurados legos. Con este injerto, la responsabilidad judicial es desplazada de quienes han sido nombrados y rentados con el erario al ciudadano común. El juicio por jurados violenta el principio republicano representativo. La participación de los ciudadanos legos contradice lo dispuesto por el artículo 22 de la Constitución, que estipula que el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes, y no están sujetos a ningún sistema de responsabilidad por los actos que realicen. Paradójicamente, cuando se planteó la posibilidad de plebiscitar la reforma del Código Penal, el juez Zaffaroni sostuvo que “no se puede pretender que el Código Penal salga de la voz del pueblo”. Sin embargo,

mientras el debate sobre la reforma del Código Penal se oculta en los claustros académicos, la aplicación de la ley es delegada en los jurados legos. ¿Cómo se expresa esta veleta pragmática? El sistema está pensado para favorecer al imputado, pero, fundamentalmente, para proteger la seguridad de los jueces a costa de sus representados. En su origen concebido como una garantía contra la prerrogativa real de hacer justicia propia del absolutismo monárquico, la imposición de esta carga pública irrecusable contradice con la proclamada política gubernamental de ampliación de derechos. Y cuando se asegura que este cambio jurídico elimina el monopolio de los jueces en aras de la “democratización de la justicia”, se invierte una vez más el orden de las responsabilidades: los ciudadanos no son participantes, son los conejillos de Indias de los que se vale la corporación judicial para no correr riesgos. En un programa radial, Andrés Harfuch, vicepresidente de la Asociación Argentina de Juicios por Jurados, reconoció que más de un juez le confesó: “Por primera vez puedo dormir tranquilo en mi casa”. Quienes no dormiremos tranquilos, qué duda cabe, somos los ciudadanos de a pie. © LA NACION La autora es filósofa y ensayista