Alma grande

2 oct. 2009 - Kingsley será imborrable. Dice Attenborough en su prólogo al libro. Pensamientos escogidos (Emecé, 1982): “La independencia lograda en ...
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NOTAS

Viernes 2 de octubre de 2009

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PARA LA NACION

A Organización Internacional del Trabajo (OIT) difundió recientemente estadísticas sociales y de empleo de los distintos países que la integran. Una de las más impactantes fue la confirmación de que en la Argentina hay cerca de un millón seiscientas mil personas, de entre 14 y 24 años, que no han concluido sus estudios secundarios. Estos, que corresponden al 20% de la franja etaria total del país, hoy no tienen empleo y tampoco lo están buscando. Algunos problemas que suelen asociarse a la condición de estos desocupados son delincuencia, drogadicción y desempleo estructural. Este gravísimo cóctel de las tres D y las cifras de desocupación nos explican que uno de cada cinco jóvenes en la Argentina está en condición de creciente vulnerabilidad. Si proyectamos la situación actual, es fácil pensar que tendremos una población socialmente conflictiva. Esta vulnerabilidad podría limitarse con un mejor acceso a la educación en los niveles sociales más castigados. Cualquier mejora que se haya realizado en los últimos años en este aspecto, aun no termina de resolver el problema. ¿No se resuelve por restricciones económicas o es que realmente tenemos un problema técnico-educacional? Algunas reflexiones pueden iluminarnos para llegar a entender el problema en que estamos envueltos. Para los políticos, encarar la solución de la educación es sinónimo de enfrentamiento con los docentes. La Argentina es el país de conflictividad docente más aguda de América latina. Todos los gobernantes que plantearon cambios educacionales tuvieron que asumir riesgos de paros y pérdidas de días de clase. Por consiguiente, reclamos de la ciudadanía afectada en sus derechos y la presión del descenso de su popularidad. Todo gobernante sabe que revertir un problema de educación lleva un tiempo mayor que lo que se extiende su mandato, por lo que tampoco recogerá réditos electorales por ello. Así, sobre un problema, se va construyendo un enorme dilema en el que se esconden muchos intereses. Y por dejarlo de atender en el tiempo, se vuelve más difícil de resolver. Mientras tanto, la población mira desconcertada el crecimiento de la inseguridad, de la pobreza íntimamente asociada a la empleabilidad de esos jóvenes y la pérdida de la cultura del trabajo, en algunos casos, ya entrando en la tercera generación. ¿Cómo salir de este dilema? En un momento en que los argentinos volvemos a pensar nuestras instituciones y una mejor articulación entre lo público y lo privado para sustentar la Nación, no dudo de que garantizar la buena educación de nuestros jóvenes es el tema que debería convocarnos con mayor adhesión. El primer paso, entonces, es considerarlo un problema de prioridad estratégica nacional. Un pacto social que sirva para el futuro de la Argentina debería partir de dar prioridad a la educación. No sólo para resolver las deficiencias de la educación formal, sino también para dar un espacio importante al rescate de nuestros jóvenes desertores del ciclo primario y secundario, como opción para desarrollar un oficio, en vez de la calle. En un momento en que se siguen cuestionando las leyes que orientan la educación, es fundamental que se comprenda que el concepto de educación supera al de escolaridad. Ella debe reunir todas las facetas del ser humano, para desarrollar su potencialidad y permitirles una vida digna a las personas. En esa concepción, la educación no sólo incluye la formación primaria, secundaria y universitaria, sino también la formación profesional de oficios y competencias laborales que integran todo el espectro del empleo nacional. La Argentina alguna vez lideró la región en la formación profesional. Por torpeza de los gobernantes, la olvidó y la dejó casi desaparecer. Una verdadera revolución educativa se podría imaginar si en cada comunidad surgiera un centro de formación profesional de iniciativa local, con asistencia de las empresas de la zona, de los municipios y de instructores entrenados para la formación de oficios y artesanías. ¿Habrá algún líder político que lo quiera impulsar? ¿Habrá alguien que pueda pensar un poco más allá de su reelección? La verdad es que creo que de ello depende una buena parte de nuestro futuro como sociedad democrática. © LA NACION

El autor es vicerrector de ITBA.

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HOY SE CUMPLEN 140 AÑOS DEL NACIMIENTO DE MAHATMA GANDHI

Jóvenes sin trabajo ni estudio JOSE LUIS ROCES

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Alma grande ALINA DIACONU PARA LA NACION

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SI lo llamó el poeta Rabidranath Tagore: mahatma, es decir, alma grande, en sánscrito. Nació el 2 de octubre de 1869 en Porbandar, provincia del actual Gujerat, en el oeste de la India. Se llamaba Mohandas Karamchand Gandhi, pero en sus últimos años, en su país, le decían Bapu (Padre). “No tengo nada nuevo que enseñar al mundo. La verdad y la no violencia son tan antiguas como las montañas. Toda mi obra consiste en haber experimentado con ambas en una escala tan vasta como me fue posible. Al hacerlo, me equivoqué algunas veces y aprendí de mis errores. […] No tengo la más remota duda de que cualquier hombre o mujer puede alcanzar lo que yo he alcanzado si hacen el mismo esfuerzo y desarrollan la misma fe y esperanza”, dijo. Lo que enseñó Gandhi fue mucho. En primer lugar, la ahimsa, que es el amor a todas las criaturas vivientes, amigas o enemigas y, por lo tanto, la falta de todo deseo de matar; por el otro, el satyagraha, definido por él como “fuerza del alma” o, por otros, como “fuerza de la verdad”, una energía despojada de toda violencia, más poderosa que cualquier arma. Una suerte de apego o devoción por la verdad en el que cualquier atisbo de hostilidad estaría ausente. De esos conceptos partió Gandhi, para llegar luego a aquello que se conoció como “la resistencia pasiva” (inspirada, acaso, en la asidua correspondencia que llevaba con Leon Tolstoi, pacifista por excelencia, y en sus lecturas de Henry D. Thoreau).

un jardín de Nueva Delhi, atiborrado de gente expectante y devota. Cuando los ingleses estaban todavía en el poder lo llamaron “el faquir sedicioso y medio desnudo”. ¿Cómo podía ese personaje desdentado, delgado y minúsculo, con su taparrabo, sus sandalias y sus anteojitos, vencer a un imperio? Albert Einstein había dicho de él: “A las generaciones venideras les costará creer que un ser de carne y hueso como ése existió en este planeta”. Recordar a Gandhi en la Argentina de hoy nos hace reflexionar y nos estimula. Su postura ante el adversario o el enemigo de cualquier índole o signo sería ejemplar para nuestros círculos de poder. “Sostengo que soy incapaz de odiar a criatura alguna de la Tierra. A lo largo de un largo camino de disciplina y oración he logrado, en los últimos cuarenta años de mi vida, llegar a no odiar a nadie. Sé que ésta es una gran declaración. Pero la realizo con humildad.” Gracias a monseñor Eugenio Guasta, tenemos en nuestras manos, aquí, en Buenos Aires, la magnífica oración del cardenal Newman, que durante años fue rezada todos los viernes por la tarde, en simultáneo, en el convento de Campello (Umbria, Italia) por su fundadora, la hermana María (Valeria Pignetti, llamada sorella Maria) y en el ashram de Gandhi. En los años 30, el Mahatma y la sorella Maria se habían conocido en Roma y llevaron una interesante correspondencia. La plegaria comienza así: “Oh, luz querida / guíame tú por la oscuridad del camino.

“No tengo nada nuevo que enseñar al mundo. La verdad y la no violencia son tan antiguas como las montañas”, dijo Gandhi

Demostró que las utopías pueden hacerse realidad, que los obstáculos son, en gran parte, desafíos y que la política puede ser otra cosa

A ello se le sumó luego “la desobediencia civil”, basada en la absoluta fidelidad a los dictados de la propia conciencia. Instauró nuevas metodologías de protesta y lucha, como las huelgas de hambre, el regreso a las antiguas tradiciones de la India, la búsqueda del equilibrio económico entre el capital y el trabajo, la tolerancia religiosa. Ese pequeño gran hombre, que estudió leyes en Londres y que, tiempo después, consiguió grandes mejoras para los inmigrantes indios de Sudáfrica, regresó a su país y allí dio sus dos grandes “batallas pacíficas” –valga la paradoja–: “la marcha de la sal”, como primera movilización pacífica de protesta, y, años después, la obtención de la independencia de su país de la colonización inglesa. Ambas, ganadas, a fuerza de voluntad, de una espiritualidad inquebrantable y de su confianza en la justicia de sus demandas, de sus banderas. Todo esto puesto a prueba por varios y prolongados encarcelamientos, que Gandhi padeció con un estoicismo ejemplar. “La marcha de la sal” la encabezó junto con su mujer, en 1930, recorriendo a pie, con los pacíficos manifestantes, unos 300 kilómetros, entonando mantras y protestando así contra al monopolio de la sal y los impuestos de los británicos. El resul-

/ La noche es lóbrega, / y está todavía tan lejos la morada de la paz”. Gandhi fue el inspirador de otros grandes pacifistas activos: Martin Luther King y Nelson Mandela. “No soy un visionario –expresó–. Pretendo ser un idealista práctico.” La época que transitamos en nuestro país es compleja, muy compleja. Vemos cómo la unión entre todos nosotros suele hacerse ardua, cómo los enojos están a la orden del día, las pasiones, las divisiones, las acusaciones, los rencores, la violencia, la petulancia. Esto sucede desde arriba hasta abajo y desde abajo hasta arriba, en la mayoría de las escalas y los escalones de nuestra sociedad. La figura de Gandhi, abogado, pensador, político e indiscutible héroe, nos alumbra con una antorcha de ilusión, demostrando que las utopías se pueden hacer realidad, que los obstáculos son, en gran parte, desafíos. Y que la política puede ser otra cosa. Necesitamos sólo eso: idealistas prácticos, almas grandes. (Gandhi dijo que, con esfuerzo, fe y esperanza, cualquiera puede serlo.)

tado fue que se les reconoció a los indios el derecho de recolectar ellos mismos su propia sal y obtener así beneficios que les correspondían. Ese fue el prólogo de la obtención de la independencia definitiva de su país en 1947, proceso que duró varios años. Seguramente todos recordamos la gran película que, tras dos décadas de preparación, Richard Attenborough, inglés él, filmó en los años 80 sobre ese gran líder político y espiritual llamado Gandhi. Allí, estos episodios épicos y la filosofía de vida de Gandhi –en su ascetismo y creencias– están magníficamente retratados, y la personificación hecha por el actor Ben Kingsley será imborrable. Dice Attenborough en su prólogo al libro Pensamientos escogidos (Emecé, 1982): “La

independencia lograda en 1947 no fue una victoria militar, sino el triunfo de la determinación de un pueblo”. Lamentablemente, para gran desilusión de Gandhi, el país fue luego dividido en dos: la India hindú y el Paquistán musulmán. Después de la independencia, el Mahatma se había dedicado de lleno a reformar la sociedad de su país, integrando las castas, bregando por el desarrollo de las zonas rurales, por la integración religiosa, y defendiendo los derechos de los musulmanes en el territorio hindú. Lo cual lo llevó a su trágico final. Gandhi fue asesinado a los 78 años de edad por un fanático llamado Nathuram Godse, quien le disparó el 30 de enero de 1948, mientras el Bapu iba, acompañado, a comenzar sus oraciones de la tarde, en

© LA NACION

La autora es escritora. Su último libro es Avatar (Ediciones B).

Brasil y el triunfalismo JULIO MARIA SANGUINETTI

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RASIL está de moda, y existen buenas razones para ello. Ha aumentado su ritmo de crecimiento económico (de 2,7 en 1984/2003 a 4,6 en 2004/2008); su estabilidad política es incuestionable; Lula goza de una enorme popularidad dentro del país y fuera de él; ha encontrado enormes reservas petroleras y pagó totalmente su deuda externa. Hasta su seleccionado de fútbol vuelve a pasearse orondo por los campos de juego sudamericanos. Barack Obama ha indicado claramente que su interlocutor regional es Brasil, y el acuerdo estratégico-militar con Francia pretende ser la consagración de un liderazgo asentado también en la fuerza, como históricamente ha sido. En julio, aun con incertidumbres mayores por la crisis mundial, el presidente Lula, al recibir a los representantes de la General Motors, expresó: “Es inconmensurable el orgullo de ser brasileño en un momento en que percibimos que las empresas en Brasil están mejor que sus matrices en los países desarrollados”. En el colmo del entusiasmo, profetizó que en diez años Brasil será la quinta potencia económica del mundo, y no la octava, como es hoy. No falta entusiasmo, como se ve, ni sueño de potencia, tal cual dice su tradición. El petróleo ha encendido siempre el nacionalismo brasileño, hasta tal punto que el escritor Monteiro Lobato se fundió y terminó preso por haber defendido su explotación estatal. Sin olvidar a Getulio Vargas, que hizo del tema la máxima exaltación patriótica. Su eslogan O petróleo é nosso está en el imaginario colectivo, hasta el extremo de que nadie habló jamás de privatizar Petrobras, aun en tiempos en los que se vendía la mayor empresa brasileña, la minera Vale do Rio Doce, que una vez que salió del Estado multiplicó su producción y sus ganancias por veinte.

PARA LA NACION

Detrás de ese brillo, no todo lo que reluce es oro. Las exportaciones crecen, pero se hace todo lo posible por frenar las importaciones; se producen aviones, pero el país vive en un caos aeronáutico; existen partidos políticos estables, pero el clientelismo y la corrupción campean. En el plano de la integración, el Mercosur está absolutamente estancado y no va para ningún lado; ni se han logrado acuerdos externos ni se ha mejorado en la coordinación macroeconómica. Los fallos de los tribunales se cumplen caprichosamente, y el conflicto diplomático entre la Argentina y Uruguay testimonia inequívocamente que el socio mayoritario no ejerce el poder moderador que le impone su condición. Es entristecedor que dos países tan vecinos que nadie de afuera puede distinguir a los ciudadanos de un lado y del otro del Plata esperen la resolución de sus diferencias en un tribunal, en La Haya. La Unasur, creación de la diplomacia brasileña, tampoco se ve mejor. Las recientes reuniones de presidentes y ministros parecieron un reñidero de gallos. En ellas, no surgieron las instancias de diálogo y resolución pacífica de las situaciones. La tirantez de Colombia con Venezuela y Ecuador no cede, especialmente por el retintín constante de un presidente venezolano que no para de agredir y amenazar, sin que nadie le ponga el cascabel al gato. Esta es la región de Brasil, donde se supone que ejerce su influencia, donde su papel de líder debería expresarse del modo más claro. Los hechos no muestran que en ese ámbito haya una correspondencia con lo que parece reconocerse afuera, por lo menos en la literatura diplomática. El episodio de Honduras lo exhibe a Brasil como protagonista en un escenario que no es su ámbito natural. Justamente, es una

zona que el Unasur despreció y sobre la cual hoy, al parecer, todos quieren influir, impulsados por la pobreza de Honduras. Si allí mediaran intereses económicos o estratégicos mayores, no estarían todos tan empeñados en golpearse el pecho, invocando una democracia principista que no reconoce realidades. Desgraciadamente, como escribió Moisés Naim al principio del conflicto, se está entre hipócritas e ineptos, porque el depuesto Zelaya, violando la Constitución, intentaba una reforma en su favor, del mismo modo que el Parlamento y la Justicia, unidos en su cuestionamiento del intento presidencial, no encontraron mejor método

En el colmo del entusiasmo, Lula predijo que dentro de diez años su país será la quinta potencia mundial para detenerlo que llamar al ejército y deportarlo en pijama. Fervorosamente, todos deseamos que se pacifique Honduras y que la gente elija a quien quiera elegir, pero que elija libremente. ¿La presencia de Brasil es una ayuda a esa paz deseada? El hecho es que este Brasil eufórico se ha lanzado también a una formidable inversión militar, de 12.000 millones de dólares, que incluye cuatro submarinos, uno de ellos nuclear, 50 helicópteros y 36 cazabombarderos, todo como parte de una alianza estratégica con Francia. En ese marco, los emprendimientos comunes permitirían una superación tecnológica de la ya importante industria brasileña de armamentos. No discutimos la necesidad de Brasil, con esa enorme costa, de poseer una fuerza con

capacidad para ejercer un control efectivo de su territorio marítimo. Es lógico. El antimilitarismo simplista que suele cultivar el progresismo latinoamericano (salvo cuando es gobierno, momento en que cambia de bando) no tiene sustento. Los Estados deben tener la capacidad de defenderse. Eso es lógico. Lo que no lo es, en cambio, es el doble estándar de que algunas alianzas militares (como la de Colombia y EE.UU., que lleva años) produzcan estertores de críticas, mientras que otras (como la de Brasil con Francia) pasen inadvertidas. Se dirá, con razón, que son situaciones distintas. Y lo son. Pero mientras que Colombia vive en guerra, Brasil está en paz con todos sus vecinos y no tendría necesidad de escuadrillas de ataque. En cualquier caso, lo que debe señalarse es que para construir un liderazgo no alcanzan los cazabombarderos ni los submarinos nucleares. Para empezar, hay que ser un socio generoso con los vecinos. El remanente proteccionista que subsiste en Brasil, aun para la región, es incompatible con una integración que nos proyecte a todos hacia el mundo global. La estrategia internacional no puede llevarse adelante sin los socios, y las inversiones extranjeras deberían, razonablemente, distribuirse. Cuando un país es grande, no puede ni debe alardear. Ojalá Brasil llegue a ser la quinta potencia mundial. Es nuestro vecino y amigo, y su prosperidad también es la nuestra. Pero, como otras veces en su historia, la exaltación patriotera y chauvinista no lo ayudará en ese propósito. Porque alentará a los socios a seguir buscando alianzas más allá del barrio, como ya lo hace Colombia. © LA NACION

El autor fue dos veces presidente de la República Oriental del Uruguay.